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Se levantó de la taza, tiró de la cadena y entró en la antesala. El alma temblaba dentro del cuerpo desnudo y rechazado. Aún sentía en el ano el tacto del papel con el que se había limpiado.

Y en ese momento sucedió algo inolvidable: sintió el deseo de penetrar en la habitación para oír la voz de él, su llamada. Si le hablara con voz suave, profunda, el alma se atrevería a salir a la superficie del cuerpo y ella se echaría a llorar. Le abrazaría igual que en el sueño había abrazado el tronco del castaño.

Estaba en la antesala y procuraba dominar aquel inmenso deseo de echarse a llorar delante de él. Sabía que, si no lo dominaba, ocurriría algo que no deseaba. Se enamoraría de él.

En ese momento se oyó desde el interior su voz. Al oír ahora aquella voz en sí misma (sin ver al mismo tiempo la alta figura del ingeniero), se sorprendió: era aguda y alta. ¿Cómo es posible que no lo hubiera notado nunca?

Quizá sólo logró ahuyentar la tentación gracias a esa impresión sorprendente y desagradable que le produjo su voz. Entró, se agachó a recoger la ropa tirada, se vistió rápidamente y se marchó.