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Uno de los ayudantes se acercó en silencio a Teresa. Llevaba en la mano una venda de color azul oscuro.

Comprendía que quería vendarle los ojos. Hizo un gesto negativo con la cabeza y dijo:

—No, quiero verlo todo.

Pero aquél no era el verdadero motivo de su rechazo. No tenía nada en común con esos héroes decididos a mirar valientemente a los ojos al pelotón de fusilamiento. Lo único que quería era alejar el momento de la muerte. Sentía que en el momento en que tuviera los ojos vendados se encontraría en la antesala de la muerte, de la cual no existe camino de regreso alguno.

El hombre no insistió y la cogió del brazo. Y fueron así por el extenso parque y Teresa no era capaz de decidirse por ningún árbol. Nadie la obligaba a apresurarse, pero ella sabía que de todos modos no tenía escapatoria. Cuando vio un castaño en flor frente a ella, se detuvo. Apoyó la espalda contra el tronco y miró hacia arriba: veía el verde iluminado por el sol y a lo lejos oía el sonido de la ciudad, ligero y dulce, como si en ella sonaran miles de violines.

El hombre levantó el fusil.

Teresa sintió que su coraje se agotaba. Su debilidad la desesperaba, pero era incapaz de controlarla.

Dijo:

—Es que no es mi voluntad.

Él bajó inmediatamente el cañón del fusil y dijo muy suavemente:

—Si no es su voluntad, no podemos hacerlo. No tenemos derecho.

Y su voz era amable, como si le pidiera disculpas a Teresa por no poder fusilarla si ella misma no lo deseaba. Aquella amabilidad le destrozaba el corazón y ella se volvió de cara al tronco del árbol y se echó a llorar.