Estaba mirando a Tomás, pero su mirada no iba dirigida a sus ojos, sino, diez centímetros más arriba, a su pelo que olía a sexo ajeno. Decía:
—Tomás, ya no puedo soportarlo. Yo sé que no tengo derecho a quejarme. Desde que volviste a Praga, por mi culpa, me he prohibido a mí misma tener celos. No quiero tener celos, pero no tengo fuerza, suficiente para impedirlo. ¡Por favor, ayúdame!
La cogió del brazo y la llevó hasta el parque al que, años atrás, solían ir a pasear. Los bancos eran azules, amarillos, rojos. Se sentaron en uno de ellos y Tomás dijo:
—Te comprendo. Sé lo que quieres. Está todo preparado. Ahora irás a la colina de Petrin.
De repente se sintió angustiada:
—¿A Petrin? ¿Por qué a Petrin?
—Llegarás hasta arriba y lo entenderás todo.
Le pesaba terriblemente tener que ir; su cuerpo estaba tan débil que no podía levantarse del banco. Pero era incapaz de desobedecer. Se incorporó con esfuerzo.
Miró a su alrededor. Seguía sentado en el banco y le sonreía casi con alegría. Le hizo con la mano un gesto que pretendía animarla a que fuera.