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En tres bancos ubicados uno más alto que el otro, en forma de terraza, estaban sentadas las mujeres, tan juntas unas de otras que se tocaban. Al lado de Teresa sudaba una señora de unos treinta años con una cara muy bella. De los hombros le colgaban dos pechos increíblemente grandes, que se balanceaban al menor movimiento. La señora se levantó y Teresa comprobó que su trasero se parecía a dos enormes bolsas y que no guardaba relación alguna con la cara.

Es posible que aquella mujer también se mire con frecuencia al espejo, que observe su cuerpo y quiera entrever a través de él su alma, tal como lo intenta Teresa desde la infancia. Seguro que alguna vez ha creído ingenuamente que podría utilizar el cuerpo como reclamo del alma. Pero ¡cuán monstruosa tenía que ser el alma que se pareciera a ese cuerpo, a ese colgador con cuatro bolsas!

Teresa se levantó y fue a ducharse. Después salió al exterior. Seguía lloviznando. Se detuvo encima de un tablero de madera bajo el cual fluía el Moldava, eran unos cuantos metros cuadrados en los que una alta valla de madera defendía a las damas de las miradas de la ciudad. Miró hacia abajo y vio en la superficie del río la cara de la mujer en la que había estado pensando poco antes.

La mujer le sonreía. Tenía una nariz delicada, grandes ojos castaños y una mirada infantil. Subió por la escalerilla y, bajo el tierno rostro, volvieron a aparecer las dos bolsas que se balanceaban y esparcían a su alrededor pequeñas gotas de agua fría.