Pequeño diccionario de palabras incomprendidas (terminación).
IGLESIA ANTIGUA EN AMSTERDAM: de un lado están las casas y en las grandes ventanas de los pisos bajos, que parecen escaparates de comercios, están las pequeñas habitaciones de las putas, quienes, en ropa interior, están sentadas justo al lado de los cristales, en sillones con almohadones. Parecen grandes gatas aburridas.
La parte de enfrente de la calle está formada por una enorme iglesia gótica del siglo XIV.
Entre el mundo de las putas y el mundo de Dios, como un río entre dos reinos, se extiende un intenso olor a orina.
Lo único que ha quedado del antiguo estilo gótico adentro de la catedral son las altas paredes desnudas, las columnas, la bóveda y las ventanas. En las paredes no hay ni un solo cuadro, ni una sola escultura. La iglesia está vacía como un gimnasio. Lo único que hay en el medio son filas de sillas formando un gran cuadrado que rodea un ínfimo estrado con una mesa para el predicador. Detrás de las sillas hay unas cabinas de madera, son los palcos para las familias de ricos burgueses.
Las sillas y los palcos están puestos sin la más mínima consideración para con la forma de las paredes y la situación de las columnas, como si quisieran expresarle a la arquitectura gótica su indiferencia y desprecio. La fe calvinista convirtió hace ya siglos la iglesia en un simple Cobertizo que no tiene otra función que la de proteger la Oración de los creyentes de la lluvia y la nieve.
Franz estaba fascinado: por esta enorme sala había pasado la Gran Marcha de la historia.
Sabina se acordó de cuando, tras el golpe de Estado de los comunistas, todos los palacios de Bohemia fueron nacionalizados y convertidos en escuelas de formación profesional, en asilos de ancianos, pero también en establos. Visitó uno de esos establos: en las paredes estucadas estaban empotrados los soportes de las argollas de hierro a las que estaban atadas las vacas que miraban como en sueños por las ventanas al parque del palacio por el que corrían las gallinas.
Franz dijo:
—Este vacío me fascina. La gente acumula altares, estatuas, cuadros, sillas, sillones, alfombras, libros y después viene ese momento de alivio feliz en el que lo sacuden todo como migas de una mesa. ¿Te imaginas cómo sería esa escoba de Hércules que barrió esta iglesia?
Sabina señaló uno de los palcos de madera:
—Los pobres tenían que estar de pie y los ricos tenían palcos. Pero había algo que unía al banquero y al pobre: el odio a la belleza.
—¿Qué es la belleza? —dijo Franz y ante sus ojos apareció la inauguración de la exposición en la que tuvo que participar recientemente en compañía de su mujer. La infinita vanidad de los discursos y las palabras, la vanidad de la cultura, la vanidad del arte.
Cuando ella trabajaba como estudiante en la Obra de la Juventud y tenía el alma envenenada por las alegres marchas que sonaban sin interrupción por los altavoces, cogió un domingo la motocicleta y se dirigió hacia las lejanas montañas. Se detuvo en un pueblecito perdido en medio de los montes. Apoyó la motocicleta en la pared de la iglesia y entró. Estaban oficiando la misa. En aquella época la religión estaba perseguida por el régimen y la mayor parte de la gente se mantenía alejada de la iglesia. Los únicos que estaban sentados en los bancos eran los viejos y las viejas, porque ésos no le temían al régimen. Sólo le temían a la muerte.
El sacerdote pronunciaba con voz cantarina una frase y la gente la repetía a coro. Eran letanías. Las palabras, siempre iguales, volvían como un peregrino que no puede despegar los ojos del paisaje o como un hombre que no es capaz de despedirse de la vida. Ella estaba sentada en el último banco, a ratos cerraba los ojos, sólo para oír la música de aquellas palabras y luego los volvía a abrir: veía arriba la cúpula pintada de azul y sobre el azul unas grandes estrellas doradas. Estaba como encantada.
Lo que repentinamente había encontrado en aquella iglesia no era a Dios, sino a la belleza. Sabía perfectamente que aquella iglesia y aquellas letanías no eran bellas en sí mismas, sino precisamente en relación con la Obra de la Juventud, en la que pasaba sus días en medio del ruido de las canciones. La misa era bella porque se le había aparecido, repentina y secretamente, como un mundo traicionado.
Desde entonces sabía que la belleza es un mundo traicionado. Sólo podemos encontrarla cuando sus perseguidores la han dejado olvidada por error en algún sitio. La belleza está oculta tras los bastidores de la manifestación del primero de mayo. Si la queremos encontrar, tenemos que rasgar el lienzo del decorado.
—Ésta es la primera vez que me fascina una iglesia —dijo Franz.
Lo que despertaba su entusiasmo no era ni el protestantismo ni el ascetismo. Era otra cosa, algo muy personal, de lo que no se atrevía a hablar delante de Sabina. Le parecía oír una voz que lo exhortaba a coger la escoba de Hércules y barrer de su vida las inauguraciones de Marie-Claude, los cantantes de Marie-Anne, los congresos y los simposios, los discursos vanos, las palabras vanas. El gran espacio vacío de la iglesia de Ámsterdam aparecía ante él como la imagen de su propia liberación.
FUERZA: en la cama de uno de los muchos hoteles en los que hacían el amor, Sabina jugaba con los brazos de Franz:
—Es increíble —dijo— que tengas esos músculos.
Franz se alegró por el elogio. Se levantó de la cama, cogió una pesada silla de roble por la parte de abajo de la pata, junto al suelo, y la levantó lentamente.
—No tienes que tener miedo de nada —dijo—, yo podría defenderte en cualquier situación. Antes participaba en competiciones de judo.
Consiguió levantar el brazo con la pesada silla por encima de la cabeza y Sabina dijo:
—Es agradable ver lo fuerte que eres.
Pero para sus adentros añadió lo siguiente: Franz es fuerte, pero su fuerza se dirige sólo hacia fuera. Con respecto a las personas con las que vive, a las que quiere, es débil. La debilidad de Franz se llama bondad. Franz nunca podría darle órdenes a Sabina. No le mandaría, como en tiempos hizo Tomás, que coloque un espejo en el suelo y ande encima de él desnuda. No es que le falte sensualidad, pero le falta fuerza para mandar. Hay cosas que sólo pueden hacerse con violencia. El amor físico es impensable sin violencia.
Sabina miraba a Franz que caminaba por la habitación con la silla levantada, aquello le parecía grotesco y la llenaba de una extraña tristeza.
Franz dejó la silla en el suelo y se sentó en ella mirando a Sabina.
—No es que no me agrade ser fuerte —dijo—, pero ¿para qué necesito estos músculos en Ginebra? Los llevo como un adorno. Como unas plumas de pavo real. En la vida me he peleado con nadie.
Sabina continuó con su meditación melancólica: ¿Y si tuviera un hombre que le diera órdenes? ¿Alguien que quisiera ser su amo? ¿Cuánto tiempo iba a aguantarlo? ¡Ni siquiera cinco minutos! De lo cual se deduce que no hay hombre que le vaya bien. Ni fuerte ni débil. Dijo:
—¿Y por qué no utilizas nunca tu fuerza contra mí?
—Porque amar significa renunciar a la fuerza —dijo Franz con suavidad.
Sabina se dio cuenta de dos cosas: en primer lugar, de que aquella frase era hermosa y cierta. En segundo lugar, de que, al pronunciarla, Franz quedaba descalificado para su vida erótica.
VIVIR EN LA VERDAD: ésta es una fórmula que utiliza Kafka en su diario o en alguna carta. Franz ya no recuerda dónde. Aquella fórmula le llamó la atención. ¿Qué es eso de vivir en la verdad? La definición negativa es sencilla: significa no mentir, no ocultarse, no mantener nada en secreto. Desde que conoció a Sabina, Franz vive en la mentira. Le habla a su mujer de un congreso en Ámsterdam y de unas conferencias en Madrid que jamás han tenido lugar y le da miedo ir con Sabina por la calle en Ginebra. Le divierte mentir y esconderse, precisamente porque no lo ha hecho nunca. Se siente agradablemente excitado, como un buen alumno que hubiera decidido hacer novillos por una vez en su vida.
Para Sabina, vivir en la verdad, no mentirse a sí mismo, ni mentir a los demás, sólo es posible en el supuesto de que vivamos sin público. En cuanto hay alguien que observe nuestra actuación, nos adaptamos, queriendo o sin querer, a los ojos que nos miran y ya nada de lo que hacemos es verdad. Tener público, pensar en el público, eso es vivir en la mentira. Sabina desprecia la literatura en la que los autores delatan todas sus intimidades y las de sus amigos. La persona que pierde su intimidad, lo pierde todo, piensa Sabina. Y la persona que se priva de ella voluntariamente, es un monstruo. Por eso Sabina no sufre por tener que ocultar su amor. Al contrario, sólo así puede «vivir en la verdad».
Por el contrario, Franz está seguro de que la división de la vida en una esfera privada y otra pública es la fuente de toda mentira: el hombre es de una manera en su intimidad y de otra en público. «Vivir en la verdad» significa para él suprimir la barrera entre lo privado y lo público. Le agrada citar la frase de André Breton acerca de que le gustaría vivir «en una casa de cristal» en la que nada sea secreto y en la que todos puedan verlo.
Cuando oyó a su mujer decirle a Sabina «¡qué feo es ese colgante!», comprendió que ya no podía seguir viviendo en la mentira. En aquel momento debía haber salido en defensa de Sabina. Si no lo hizo fue porque tenía miedo de poner en evidencia su amor secreto.
Al día siguiente del cóctel iría con Sabina a pasar dos días a Roma. Seguía resonando en sus oídos la frase «qué feo es ese colgante» y veía a su mujer de una manera distinta a como la había visto durante toda su vida. Su agresividad, invulnerable, ruidosa y temperamental, lo liberaba del peso de la bondad que había cargado pacientemente durante veintitrés años de matrimonio. Se acordó del enorme espacio interior de la iglesia de Ámsterdam y volvió a sentir dentro de sí el extraño, ininteligible entusiasmo que en él despertaba aquel vacío.
Estaba haciendo la maleta cuando entró Marie-Claude a buscarlo a la habitación; empezó a hablarle de los invitados del día anterior, elogiando enérgicamente algunas opiniones que había oído de ellos y condenando sarcásticamente otras.
Franz la miró largamente y luego dijo:
—No hay ninguna conferencia en Roma.
No entendía:
—¿Y entonces a qué vas?
Dijo:
—Hace ya nueve meses que tengo una amante. No quiero que nos veamos en Ginebra. Por eso viajo tanto. He pensado que debías saberlo.
Después de pronunciar las primeras palabras se asustó; el coraje que tenía al comienzo lo abandonó. Apartó la vista para no ver en la cara de Marie-Claude la desesperación que suponía que le iba a causar con sus palabras.
Tras una pequeña pausa se oyó:
—Sí, yo también opino que debía saberlo.
La voz sonaba firme y Franz levantó la vista: Marie-Claude no se había derrumbado. Seguía pareciéndose a aquella mujer que ayer había dicho con voz chillona «¡qué feo es ese colgante!».
Siguió:
—Y ya que eres tan valiente para comunicarme que hace nueve meses que me engañas, ¿podrías decirme con quién?
Él siempre había pensado que no debía hacerle daño a Marie-Claude, que tenía que valorar a la mujer que había en ella. ¿Pero adónde había ido a parar aquella mujer que había en Marie-Claude? Dicho de otro modo, ¿adónde había ido a parar la imagen de su madre que él relacionaba con su mujer? La madre, su triste y traicionada mamá, que llevaba en cada pie un zapato diferente, se había ido de Marie-Claude y quién sabe si ni siquiera se había ido, porque nunca había estado en ella. Se dio cuenta de aquello con repentino odio.
—No tengo ningún motivo para ocultártelo —dijo.
Aunque no la había herido la noticia de que le era infiel, no dudaba de que la heriría la noticia de quién era su rival. Por eso le habló de Sabina sin dejar de mirarla a la cara.
Poco después se reunió con Sabina en el aeropuerto. El avión levantó el vuelo y él se sentía cada vez más liviano. Pensaba en que, después de nueve meses, por fin vivía en la verdad.