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Pequeño diccionario de palabras incomprendidas (continuación).

MANIFESTACIONES: en Italia o en Francia la cosa es sencilla. Cuando los padres obligan a alguien a ir a la iglesia, éste se venga ingresando en el partido (comunista, maoísta, trotskista, etc.). Pero a Sabina su padre primero la hizo ir a la iglesia y después, él mismo, por temor, la obligó a apuntarse en la Unión de Jóvenes Comunistas.

Cuando iba a las manifestaciones del primero de mayo, no sabía llevar el ritmo de la marcha, de modo que la chica que iba detrás le gritaba y le daba pisotones a propósito. Cuando se cantaba durante el desfile, nunca sabía el texto de las canciones y no hacía más que abrir la boca sin emitir sonido. Pero sus compañeras se dieron cuenta y la acusaron. Desde pequeña odiaba todas las manifestaciones.

Franz estudiaba en París y, como tenía un talento excepcional, su carrera científica estaba asegurada prácticamente desde sus veinte años. Desde entonces sabía que se iba a pasar la vida dentro de un gabinete universitario, de las bibliotecas públicas y de dos o tres aulas; aquella idea le producía una sensación de asfixia. Tenía ganas de salirse de su vida, tal como se sale de una casa a la calle.

Por eso, mientras vivía en París, le gustaba tanto asistir a manifestaciones. Era precioso celebrar algo, reivindicar algo, protestar contra algo, no estar solo, estar al aire libre y estar con otros. Las manifestaciones que bajaban por el bulevar Saint Germain o desde la plaza de la República a la Bastilla, le fascinaban. La masa marchando y gritando era para él la imagen de Europa y su historia. Europa es la Gran Marcha. Marcha de revolución en revolución, de lucha a lucha, siempre adelante.

También podría decirlo de otro modo: A Franz su vida entre libros le parecía irreal. Anhelaba una vida real, el contacto con el resto de las personas que van con él codo con codo, sus gritos. No era consciente de que precisamente lo que considera irreal (el trabajo en la soledad del gabinete y de las bibliotecas) es su vida real, mientras que las manifestaciones que representaban para él la realidad no son más que teatro, danza, fiesta, dicho de otro modo: sueño.

Durante sus estudios Sabina vivía en una residencia. Los primeros de mayo todos tenían que estar desde muy temprano en el punto de partida de la manifestación. Para que no faltase nadie, los funcionarios de la organización de estudiantes controlaban que la residencia quedase vacía. Por eso se escondía en el retrete y, cuando hacía mucho tiempo que los demás ya se habían ido, volvía a su habitación. Había un silencio como nunca. Sólo a lo lejos se oía a las bandas de música. Era como si estuviera escondida dentro de una concha y a lo lejos resonase el mar del mundo hostil.

Un año después de abandonar Bohemia se encontraba casualmente en París, precisamente en el aniversario de la invasión rusa. Se celebraba una manifestación de protesta y no fue capaz de resistir a la tentación de participar. Los jóvenes franceses levantaban el puño y gritaban consignas contra el imperialismo soviético. Aquellas consignas le gustaban, pero de pronto comprobó con sorpresa que era incapaz de gritar a coro con los demás. No aguantó en la manifestación más que unos pocos minutos.

Les confió su experiencia a sus amigos franceses. Se extrañaron: «¿Es que no quieres luchar contra la ocupación de tu país?». Tenía ganas de decirles que detrás del comunismo, del fascismo, de todas las ocupaciones y las invasiones, se esconde un mal más básico y general; para ella la imagen de ese mal es una manifestación de personas que marchan, levantan los brazos y gritan al unísono las mismas sílabas. Pero sabía que no sería capaz de explicárselo. Perpleja, cambió el tema de la conversación.

BELLEZA DE NUEVA YORK: anduvieron por Nueva York durante horas; a cada paso variaba el espectáculo como si fueran por una estrecha vereda de un paisaje montañoso arrebatador: en medio de la acera un joven se inclinaba y rezaba, a poca distancia de él dormitaba una negra hermosa, un hombre vestido con un traje negro atravesaba la calle dirigiendo con gestos ampulosos una orquesta invisible, el agua brotaba de una fuente y alrededor de ella almorzaban sentados unos obreros de la construcción. Las escaleras verdes trepaban por las fachadas de unas casas feas de ladrillos rojos, pero aquellas casas eran tan feas que en realidad resultaban hermosas, junto a ellas había un gran rascacielos acristalado y, detrás de aquél, otro rascacielos en cuyo techo habían construido un pequeño palacio árabe con sus torrecillas, sus galerías y sus columnas doradas.

Sabina se acordó de sus cuadros: en ellos también se producían encuentros de cosas que no tenían nada que ver: una siderurgia en construcción y detrás de ella una lámpara de petróleo; otra lámpara más, cuya antigua pantalla de cristal pintado está rota en pequeños fragmentos que flotan sobre un paisaje desértico de marismas.

Franz dijo:

—La belleza europea ha tenido siempre un cariz intencional. Había un propósito estético y un plan a largo plazo según el cual la gente edificaba durante decenios una catedral gótica o una ciudad renacentista. La belleza de Nueva York tiene una base completamente distinta. Es una belleza no intencional. Surgió sin una intención humana, algo así como una gruta con estalactitas. Formas que en sí mismas son feas, se encuentran casualmente, sin planificación, en unas combinaciones tan increíbles que relucen con milagrosa poesía.

Sabina dijo:

—Una belleza no intencional. Sí. También podría decirse: la belleza como error. Antes de que la belleza desaparezca por completo del mundo, existirá aún durante un tiempo como error. La belleza como error es la última fase de la historia de la belleza.

Y se acordó del primer cuadro que pintó, ya como pintora madura; surgió gracias a que sobre él cayó por error pintura roja. Sí, sus cuadros estaban basados en la belleza del error, y Nueva York era la patria secreta y verdadera de su pintura.

Franz dijo:

—Es posible que la belleza no intencional de Nueva York sea mucho más rica y variada que la belleza excesivamente severa y compuesta de un proyecto humano. Pero ya no es una belleza europea. Es un mundo extraño.

¿Resultará que hay al menos algo acerca de lo cual los dos piensen lo mismo?

No. Hay una diferencia. Lo ajeno de la belleza neoyorquina atrae tremendamente a Sabina. A Franz le fascina, pero también le horroriza; despierta en él la añoranza de Europa.

PATRIA DE SABINA: Sabina comprende la aversión de él hacia América. Franz es la personificación de Europa: su madre era de Viena, su padre era francés, él es suizo.

Por su parte, Franz admira la patria de Sabina. Cuando le habla de sí misma y de sus amigos de Bohemia, Franz oye las palabras cárcel, persecución, tanques en las calles, emigración, octavillas, literatura prohibida, exposiciones prohibidas, y siente una extraña envidia mezclada de nostalgia.

Le confiesa a Sabina: «Una vez un filósofo escribió acerca de mí que todo lo que digo son especulaciones indemostrables y me llamó un Sócrates casi inverosímil. Me sentí tremendamente humillado y le respondí en un tono furibundo. ¡Imagínate! ¡Este episodio ridículo fue el mayor conflicto que jamás he vivido! ¡Fue entonces cuando mi vida alcanzó el máximo de sus posibilidades dramáticas! Nosotros dos vivimos a dos escalas distintas. Tú has entrado en mi vida como Gulliver en el país de los enanos».

Sabina protesta. Dice que el conflicto, el drama, la tragedia, no significan absolutamente nada, no representan valor alguno, nada que merezca respeto o admiración. Lo que todo el mundo le puede envidiar a Franz es el trabajo que ha podido hacer tranquilamente.

Franz hace un gesto de negación con la cabeza: «Cuando la sociedad es rica, la gente no tiene que trabajar con las manos y se dedica a la actividad intelectual. Hay cada vez más universidades y cada vez más estudiantes. Los estudiantes, para poder terminar sus carreras, tienen que inventar temas para sus tesinas. Hay una cantidad infinita de temas, porque sobre cualquier cosa se puede hacer un estudio. Los folios de papel escrito se amontonan en los archivos, que son más tristes que un cementerio, porque en ellos no entra nadie ni siquiera el día de difuntos. La cultura sucumbe bajo el volumen de la producción, la avalancha de letras, la locura de la cantidad. Por ese motivo te digo que un libro prohibido en tu país significa infinitamente más que los millones de palabras que vomitan nuestras universidades».

En este sentido podríamos entender la debilidad de Franz por todas las revoluciones. Tiempo atrás había sentido simpatía por Cuba, luego por China y, cuando la perdió debido a la crueldad de sus regímenes, se acostumbró melancólicamente a la idea de que ya no le quedaba más que aquel mar de letras que no tienen ningún peso y no son la vida. Se hizo profesor en Ginebra (donde no se celebran manifestaciones) y, en una especie de vida ascética (solo, sin mujeres ni manifestaciones), publicó con considerable éxito varios libros científicos. Un buen día llegó Sabina como una aparición; venía de un país en el que desde hacía mucho tiempo no florecía ningún tipo de ilusiones revolucionarias, pero donde se conservaba lo que él más admiraba de las revoluciones: el riesgo, el coraje y el peligro de muerte, una vida vivida a gran escala. Sabina le había devuelto la fe en la grandeza del destino del hombre. Resultaba aún más bella porque detrás de su figura se trasparentaba el doloroso drama de su país.

Pero a Sabina no le gustaba aquel drama. Las palabras cárcel, persecución, libros prohibidos, ocupación, tanques, son para ella palabras feas, carentes del menor perfume romántico. La única palabra que suena en su interior dulcemente, como un recuerdo nostálgico de su patria, es la palabra cementerio.

CEMENTERIO: en Bohemia los cementerios parecen jardines. Las tumbas están cubiertas de césped y flores de colores. Las humildes sepulturas se pierden entre el verde de las hojas. Cuando oscurece, los cementerios se llenan de pequeñas velas encendidas, de modo que es como si los muertos hubieran organizado un baile infantil. Sí, un baile infantil, porque los muertos son inocentes como niños. Aunque la vida estuviera llena de crueldad, en los cementerios siempre ha reinado la paz. Incluso en tiempos de guerra, en la época de Hitler, en la de Stalin, durante todas las ocupaciones. Cuando estaba triste, cogía el coche y se iba lejos de Praga, a pasear por alguno de los cementerios de pueblo que le gustaban. Aquellos cementerios, con montes azulados al fondo, eran hermosos como una canción de cuna.

Para Franz un cementerio es un desagradable depósito de huesos y piedras.

—Yo no iría jamás en coche. ¡Les tengo pánico a los accidentes! ¡Aunque uno no se mate, tiene que quedarle un trauma para toda la vida! —dijo el escultor y se cogió inconscientemente el dedo índice que estuvo en un tris de perder hacía tiempo, mientras labraba una escultura en madera. Lo conservó de milagro.

—¡Qué va! —rió Marie-Claude, que estaba en forma—: ¡Una vez tuve un accidente grave y fue estupendo! ¡Lo mejor de todo fue el hospital! No podía dormir, así que leía sin parar, de día y de noche.

Todos la miraban con un asombro que a ella le producía un evidente placer. Franz sentía una sensación en la que se mezclaban el disgusto (sabía que tras el mencionado accidente su mujer se había quedado muy deprimida y no había parado de quejarse) y una especie de admiración (su capacidad para transformar todo lo que le pasaba era una muestra de su imponente vitalidad). Continuó:

—Allí fue donde empecé a dividir los libros en diurnos y nocturnos. De verdad que hay libros que sólo se pueden leer por la noche.

Todos manifestaban un asombro admirativo, menos el escultor que seguía apretando su dedo y tenía la cara llena de arrugas por el desagradable recuerdo. Marie-Claude se dirigió a él:

—¿Qué categoría le adjudicarías a Stendhal?

El escultor no prestaba atención y se encogió de hombros sin saber qué responder. El crítico de arte que estaba a su lado manifestó que a su juicio Stendhal era una lectura diurna.

Marie-Claude hizo un gesto de negación con la cabeza y afirmó con voz sonora:

—Te equivocas. ¡No, no, no, te equivocas! ¡Stendhal es un autor nocturno!

Franz participaba en la discusión sobre el arte nocturno y diurno sin apenas dedicarle atención, porque no pensaba más que en cuándo aparecería Sabina. Habían estado dudando los dos muchos días si debían aceptar o no la invitación a este cóctel. Marie-Claude lo organizaba para todos los pintores y escultores que habían expuesto alguna vez en su galería. Desde que conoció a Franz, Sabina evitaba encontrarse con su mujer. Pero tenían miedo de quedar en evidencia y al final llegaron a la conclusión de que sería más natural y menos sospechoso que ella asistiese.

Miraba disimuladamente hacia la antesala y entonces se dio cuenta de que en el otro extremo de la sala resonaba constantemente la voz de su hija Marie-Anne, que tenía dieciocho años. Abandonó el grupo dominado por su mujer para incorporarse al círculo dominado por su hija. Algunos estaban sentados en sillones, otros de pie; Marie-Anne estaba sentada en el suelo. Franz estaba seguro de que Marie-Claude, al otro extremo del salón, tampoco tardaría mucho en sentarse en la alfombra. Sentarse en el suelo en presencia de los huéspedes era en aquella época un gesto que significaba naturalidad, soltura, progresismo, amistosidad y espíritu parisino. Marie-Anne se sentaba en todas partes en el suelo con tal pasión que Franz temía con frecuencia que se sentase en el suelo en el estanco al que iba a comprar cigarrillos.

—¿En qué está trabajando ahora, Alan? —le preguntó Marie-Anne al hombre a cuyos pies estaba sentada.

Alan era una persona ingenua y honesta y quiso responder con sinceridad a la hija de la dueña de la galería. Empezó a explicarle su nuevo modo de pintar, que es una unión de fotografía y pintura al óleo. No había dicho más de tres frases cuando Marie-Anne empezó a silbar. El pintor hablaba despacio y concentrado, de manera que no oyó los silbidos. Franz le dijo al oído:

—¿Me puedes decir por qué silbas?

—Porque no me gusta cuando hablan de política —respondió en voz alta.

En efecto, dos de los hombres que formaban parte del mismo círculo hablaban de las próximas elecciones en Francia. Marie-Anne, que se sentía obligada a dirigir la diversión, les preguntó a los dos si irían la semana próxima al teatro a ver la ópera de Rossini que ponía en Ginebra una compañía italiana. Mientras tanto, el pintor Alan buscaba formulaciones cada vez más precisas para explicar su nuevo modo de pintar, y Franz se avergonzaba de su hija. Para acallarla afirmó que se aburría infinitamente en la ópera.

—Eres terrible —dijo Marie-Anne, tratando desde el suelo de golpear a su padre en la barriga—, el actor principal es hermoso. ¡Ay, qué hermoso es! Lo he visto dos veces y estoy enamorada de él.

Franz constató que su hija se parecía terriblemente a su madre. ¿Por qué no se parece a él? No hay nada que hacer, no se le parece. Ha oído ya a Marie-Claude innumerables veces decir que está enamorada de tal o cual pintor, cantante, escritor, político y una vez hasta de un ciclista. Por supuesto que aquello era pura retórica de cenas y cócteles, pero a veces, en esos momentos, él se acordaba de que una vez hace veinte años dijo lo mismo de él mientras lo amenazaba con suicidarse.

En ese momento entró Sabina en el salón. Marie-Claude la vio y fue a su encuentro. Su hija seguía hablando de Rossini, pero Franz sólo prestaba atención a lo que se decían las dos mujeres. Después de unas frases amistosas de bienvenida, Marie-Claude cogió un colgante de cerámica que Sabina llevaba al cuello y dijo en voz muy alta:

—Y esto ¿qué es? ¡Es muy feo!

Aquella frase llamó la atención de Franz. No fue pronunciada con agresividad, por el contrario, una sonora risa pretendía aclarar inmediatamente que el rechazo al colgante no cambiaba en nada la amistad que Marie-Claude sentía por la pintora, pero era sin embargo una frase que no cuadraba con la forma en que Marie-Claude hablaba con los demás.

—Lo he hecho yo misma —dijo Sabina.

—Es feo, de verdad —repitió Marie-Claude en voz muy alta—: No deberías llevarlo.

Franz sabía que a su mujer no le importaba nada que el colgante fuese feo o no. Feo era aquello que ella quería ver feo, hermoso era lo que quería ver hermoso. Los adornos de sus amigos eran hermosos a priori. Pero aunque, pese a todo, los encontrase feos, se lo callaría, porque hacía tiempo que el halago se había convertido en su segunda personalidad.

Entonces ¿por qué había decidido que el colgante que Sabina se había hecho iba a ser feo?

Franz lo tiene completamente claro: Marie-Claude dijo que el colgante de Sabina era feo porque se lo podía permitir.

Para ser más preciso: Marie-Claude dijo que el colgante de Sabina era feo para que quedase claro que se podía permitir decirle a Sabina que su colgante era feo.

La exposición de Sabina, hace un año, no tuvo gran éxito y a Marie-Claude no le interesaba demasiado ganarse el favor de Sabina. Por el contrario, Sabina tenía motivos para desear ganarse el favor de Marie-Claude. Sin embargo, su actitud no daba esa impresión.

Sí, Franz lo tenía completamente claro: Marie-Claude había aprovechado la oportunidad para poner de manifiesto ante Sabina (y los demás) cuál era la verdadera relación de fuerzas.