Sabina se dejó convencer para visitar una asociación de compatriotas. Discutían una vez más acerca de si se debía haber luchado contra los rusos con las armas en la mano o no. Por supuesto que aquí, en la tranquilidad de la emigración, todos decían que se tenía que haber luchado. Sabina dijo:
—Entonces vuelvan y luchen.
No debía haberlo dicho. Un hombre con el pelo cano y ondulado la señaló con un largo dedo índice:
—No diga eso. Todos ustedes son responsables de lo que pasó. Usted también. ¿Qué hizo usted allí contra el régimen comunista? Pintar cuadros, eso es todo…
La evaluación y el examen de los ciudadanos es una actividad permanente, la principal de las actividades sociales en los países comunistas. Si a un pintor se le ha de autorizar una exposición, si un ciudadano debe obtener un visado para poder ir durante las vacaciones al mar, si un futbolista debe formar parte de la selección nacional, primero hay que reunir todos los dictámenes e informes sobre él (de la portera, de los compañeros de trabajo, de la policía, de la organización del partido, de los sindicatos), luego éstos son analizados, sopesados y resumidos por funcionarios especiales designados para esos fines. Pero aquello de lo que hablan esos dictámenes no se refiere a la capacidad del ciudadano para pintar, jugar al fútbol o a si su salud necesita que pase las vacaciones junto al mar. Se refiere única y exclusivamente a lo que se dio en llamar «perfil político del ciudadano» (o sea, a lo que el ciudadano dice, a lo que piensa, al modo en que se comporta, a si participa en reuniones y en manifestaciones del primero de mayo). Dado que todo (la vida cotidiana, la carrera profesional y hasta las vacaciones) depende de la evaluación que se haga del ciudadano, todo el mundo (si quiere jugar al fútbol en el equipo nacional, exponer sus cuadros o pasar las vacaciones junto al mar) tiene que comportarse de modo que la evaluación sea positiva.
En eso pensaba ahora Sabina, mientras oía hablar al hombre del pelo cano. No se preocupa de si sus compatriotas juegan bien al fútbol o pintan bien (ninguno de los checos se preocupaban por saber cómo pinta Sabina), sino de si su postura en contra del régimen comunista era activa o sólo pasiva, de verdad o fingida, de toda la vida o de ahora mismo.
Como era pintora, se fijaba mucho en la cara de la gente y conocía, por sus experiencias en Praga, la fisionomía de aquéllos cuya pasión es examinar y evaluar a los demás. Todos ellos tenían el índice un poco más largo que el dedo del corazón y apuntaban con él a las personas con las que hablaban. Por lo demás, el presidente Novotny, que mandó en Bohemia durante catorce años, hasta 1968, también llevaba el pelo exactamente igual, con un ondulado de peluquería y tenía el índice más largo de todos los habitantes de Europa Central.
Cuando el prestigioso emigrante oyó, en boca de una pintora cuyos cuadros no había visto nunca, que se parecía al presidente comunista Novotny, enrojeció, palideció, volvió a enrojecer, volvió a palidecer, no dijo nada y permaneció en silencio. Todos se quedaron callados al mismo tiempo, hasta que por fin Sabina se levantó y se fue.
Estaba consternada, pero en cuanto llegó a la calle, pensó: ¿Y por qué iba a tener que relacionarse con los checos? ¿Qué la une a ellos? ¿El paisaje? Si cada uno de ellos tuviera que explicar lo que le dice la palabra Bohemia, las imágenes que tendrían ante los ojos serían totalmente heterogéneas y no formarían unidad alguna.
¿O la cultura? Pero ¿qué es? ¿Dvorak y Janacek? Sí. Pero ¿qué ocurre cuando un checo no tiene sentido musical? La esencia de lo checo se diluye rápidamente.
¿O los grandes hombres? ¿Jan Hus? Ninguno de ellos había leído ni un solo renglón de sus libros. Lo único que eran capaces de entender todos a una eran las llamas, las gloriosas llamas en las que ardió como hereje en la hoguera, las gloriosas cenizas en las que se convirtió, de modo que la esencia de lo checo, piensa Sabina, no es para ellos más que cenizas. Lo que une a esa gente no es más que su derrota y los reproches que se hacen mutuamente.
Andaba de prisa. Más que la ruptura con los emigrantes, lo que ahora la excitaba eran sus pensamientos. Sabía que eran injustos. Entre los checos hay también personas diferentes a aquel señor del índice largo.
El silencio que se produjo tras sus palabras no significaba, ni mucho menos, que todos estuviesen en contra suya. Más bien estaban confundidos por ese odio repentino, por esa incomprensión de la que aquí en la emigración todos son víctimas. ¿Por qué, mejor, no se compadece de ellos? ¿Por qué no ve en ellos a personas enternecedoras y abandonadas?
Nosotros sabemos ya por qué: Ya al traicionar a su padre, la vida apareció ante ella como un largo camino de traiciones, y cualquier traición nueva la atraía como un vicio y como una victoria. ¡No quiere permanecer en sus filas! ¡No quiere permanecer en esas filas siempre con la misma gente y las mismas conversaciones! Por eso la excita tanto lo injusta que es. La excitación no le resulta desagradable, al contrario, Sabina tiene la sensación de haber vencido y de ser aplaudida por alguien invisible.
Pero inmediatamente después de aquella embriaguez llegó la angustia: ¡Este camino tiene que terminar en algún sitio! ¡Alguna vez tiene que dejar de traicionar! ¡Algún día tiene que detenerse!
Era de noche e iba de prisa por el andén. El tren para Ámsterdam ya está en la estación. Buscaba su vagón. Abrió la puerta del compartimiento hasta el cual la había conducido un amable revisor y vio a Franz sentado en la cama, que ya estaba hecha. Se levantó para darle la bienvenida y ella lo abrazó y lo cubrió de besos.
Tenía unas ganas terribles de decirle, como la más trivial de las mujeres: ¡No me abandones, no dejes que me vaya, dómame, esclavízame, sé fuerte! Pero eran palabras que no podía y no sabía pronunciar.
Después de abrazarlo lo único que dijo fue: «Estoy tan contenta de estar contigo». Era lo más que podía decir una persona de un carácter tan reservado como el de ella.