Teresa se llevó a Suiza unas cincuenta fotografías que reveló ella misma cuidadosamente con todo su arte. Fue a ofrecerlas a un gran semanario. El redactor la recibió con amabilidad (todos los checos llevaban aún alrededor de la cabeza la aureola de su desgracia, que enternecía a los buenos suizos), la invitó a sentarse en un sillón, miró las fotos, las elogió y le explicó que ahora, cuando ya había transcurrido cierto tiempo desde los acontecimientos, no había («¡a pesar de que son muy hermosas!») posibilidad alguna de publicarlas.
«¡Pero en Praga nada ha terminado!», protestó e intentó explicarle en mal alemán que ahora, precisamente cuando el país está ocupado, se crean en las fábricas, pese a todo, consejos de autogestión, que los estudiantes están en huelga en protesta por la ocupación y que todo el país sigue viviendo a su modo. ¡Eso es lo que resulta increíble! ¡Y ya no le interesa a nadie!
El redactor se puso contento al ver entrar en la habitación a una mujer enérgica, que interrumpió su conversación. La mujer le entregó una carpeta y le dijo:
—Aquí está el reportaje de la playa nudista.
El redactor era una persona fina y temía que la checa que había fotografiado los tanques considerase que retratar a gente desnuda en la playa era una frivolidad. Por eso colocó la carpeta muy lejos, al borde de la mesa y le dijo en seguida a la mujer que acababa de llegar:
—Te presento a una compañera tuya de Praga. Me ha traído unas fotos preciosas.
La mujer le dio la mano a Teresa y cogió sus fotos.
—Échele mientras tanto una mirada a las mías —dijo.
Teresa estiró el brazo hasta la carpeta y sacó las fotos.
El redactor le dijo a Teresa con voz casi de disculpa:
—Esto es exactamente lo contrario de lo que ha fotografiado usted.
Teresa dijo:
—Qué va. Si es lo mismo.
Nadie entendió aquella frase y a mí mismo me causa cierta dificultad explicar lo que quería decir Teresa al comparar a una playa nudista con la invasión rusa. Estuvo observando las fotografías y se fijó durante largo rato en una en la que aparecían los cuatro miembros de una familia: la madre desnuda, inclinada hacia los hijos, de modo que le colgaban unas grandes tetas, como le cuelgan a las cabras o a las vacas; detrás, el padre igualmente inclinado, cuyo paquete parecía también una especie de ubre en miniatura.
—¿No le gusta? —preguntó el redactor.
—Está estupendamente hecha.
—Más bien parece que es el tema lo que le choca —dijo la fotógrafa—. Se le nota en seguida que usted no es de las que van a una playa nudista.
—No —dijo Teresa.
El redactor sonrió:
—Al fin y al cabo, se nota de dónde viene. Los países comunistas son terriblemente puritanos.
La fotógrafa dijo con maternal amabilidad:
—¡No hay nada de particular en los cuerpos desnudos! ¡Son normales! ¡Todo lo que es normal, es bello!
Teresa recordó a su madre cuando andaba desnuda por la casa. Oía en su interior una risa que sonaba en algún lugar a sus espaldas, mientras corría a cerrar las cortinas para que nadie viese a la madre desnuda.