La cámara le servía a Teresa simultáneamente como ojo mecánico con el cual observaba a la amante de Tomás y como velo con el cual se cubría la cara ante ella.
Sabina necesitaba algo de tiempo antes de decidirse a quitarse del todo el albornoz. La situación en la que se hallaba era algo más complicada de lo que había previsto. Cuando llevaban ya varios minutos de fotografías, se acercó a Teresa y le dijo: «Ahora te sacaré fotos yo a ti. Desnúdate».
La palabra «desnúdate» la había oído Sabina muchas veces en boca de Tomás y se le había quedado grabada. Era por lo tanto una orden de Tomás que ahora le dirigía la amante de Tomás a la mujer de Tomás. Él había unido a las dos mujeres con la misma frase mágica. Era su manera de transformar inesperadamente una inocente conversación con mujeres en una situación erótica: no mediante una caricia, un contacto, un elogio o un ruego, sino con una orden que daba de repente, inesperadamente, con voz suave pero con energía y autoridad, y manteniendo la distancia física: en esos momentos nunca tocaba a la mujer. También a Teresa le decía con frecuencia, exactamente en el mismo tono, «¡desnúdate!» y, aunque lo dijera con suavidad, aunque apenas lo susurrase, era una orden y ella se sentía siempre excitada al obedecerla. Ahora oía la misma palabra y el deseo de obedecer era quizás aún mayor, porque obedecer a una persona extraña es particularmente demencial, una demencia que en este caso resultaba aún más hermosa porque la orden no la daba un hombre sino una mujer.
Sabina cogió su cámara y Teresa se desnudó. Estaba ante Sabina desnuda y desarmada. Literalmente desarmada, es decir, sin la cámara con la que hasta hacía un momento se cubría la cara y apuntaba a Sabina como con un arma. Estaba entregada a la amante de Tomás. Aquella hermosa entrega la embriagaba. Deseaba que los instantes durante los cuales estaba desnuda ante ella, no acabaran nunca.
Creo que Sabina también percibió el particular encanto de la situación; la mujer de su amante estaba ante ella, curiosamente entregada y tímida. Apretó dos o tres veces el disparador y luego, como si aquel encanto le hubiera dado miedo y quisiera alejarlo de sí, se echó a reír sonoramente.
Teresa también rió y las dos mujeres se vistieron.