Junto a la cama había una mesa de noche y encima de ella una pieza en forma de cabeza humana. Precisamente como las que emplean los peluqueros para las pelucas. Pero en aquella cabeza no había una peluca, sino un sombrero hongo. Sabina sonrió: «Era el sombrero de mi abuelo».
Teresa sólo había visto un sombrero como aquél, negro, duro, redondo, en película. Chaplin llevaba un sombrero de ésos. Sonrió, cogió el sombrero y lo estuvo examinando durante mucho tiempo. Luego dijo:
—¿Quieres que te haga una foto con el sombrero puesto?
Sabina se rió de aquella pregunta durante largo rato. Teresa dejó a un lado el sombrero, cogió la cámara y empezó a hacer fotos.
Cuando ya llevaban casi una hora, dijo de pronto:
—¿No quieres que te fotografíe desnuda?
—¿Desnuda? —se rió Sabina.
—Sí —repitió Teresa valientemente su proposición.
—Para eso necesitamos beber algo —dijo Sabina y abrió una botella de vino.
Teresa se sentía débil, permanecía callada, mientras Sabina se paseaba por la habitación con un vaso de vino y hablaba de su abuelo que había sido alcalde de un pequeño pueblo; Sabina no le había conocido; lo único que le había quedado de él era ese sombrero y una fotografía en la que hay una tribuna en la cual están de pie, unos al lado de otros, varios dignatarios de pueblo; uno de ellos es el abuelo, no queda nada claro qué hacen en aquella tribuna, a lo mejor participan en alguna celebración, a lo mejor están inaugurando un monumento a otro dignatario que también lleva sombrero hongo en las celebraciones.
Sabina estuvo largo rato hablando del sombrero y el abuelo, y cuando terminó el tercer vaso, dijo: «Espera» y se fue al cuarto de baño.
Volvió vestida con un albornoz. Teresa cogió la cámara y la apoyó contra la mejilla. Sabina abrió el albornoz ante ella.