Los gestos de Teresa se volvían cada vez más bruscos y alterados. Habían pasado dos años desde que descubrió sus infidelidades y la situación era cada vez peor. No tenía salida.
¿Es que realmente no podía abandonar sus amistades eróticas? No podía. Eso le hubiera destrozado. No tenía fuerzas suficientes para dominar su apetito por las demás mujeres. Además le parecía innecesario. Nadie sabía mejor que él que sus aventuras no amenazaban para nada a Teresa. ¿Por qué iba a prescindir de ellas? Le parecía igualmente absurdo que pretender renunciar a ir al fútbol.
¿Pero podía aún hablarse de satisfacción? En el mismo momento en que salía a ver a alguna de sus amantes, notaba una sensación de rechazo hacia ella y se prometía que era la última vez que iría a verla.
Tenía ante sí la imagen de Teresa y para no pensar en ella necesitaba emborracharse rápidamente. ¡Desde que conocía a Teresa era incapaz de hacer el amor con otras mujeres sin alcohol! Pero precisamente el aliento que sabía a alcohol era la huella que le permitía a Teresa comprobar con mayor facilidad sus infidelidades.
Había caído en la trampa: en cuanto iba tras ellas, desaparecían sus apetencias, pero bastaba un día sin ellas para que marcara algún número de teléfono y fijara un encuentro.
Con Sabina se sentía un poco mejor, porque sabía que era discreta y que no había peligro de que lo pusiera en evidencia. Su estudio le daba la bienvenida como un recuerdo de su vida pasada, la idílica vida de un hombre soltero.
Quién sabe si él mismo se daba cuenta de cuánto había cambiado: tenía miedo de llegar tarde a casa porque allí le esperaba Teresa. En cierta ocasión, Sabina advirtió que Tomás observaba el reloj mientras hacían el amor y trataba de acelerar su culminación.
Ella se dedicó entonces a pasearse lentamente por el estudio y se detuvo ante un cuadro que estaba sin terminar en el caballete mirando de reojo a Tomás que se vestía apresuradamente.
Ya estaba vestido, sólo tenía un pie descalzo. Echó una mirada a su alrededor y se puso a gatas, buscando algo debajo de la mesa.
Ella le dijo: «Cuando te miro, tengo la sensación de que te estás convirtiendo en el eterno tema de mis cuadros. El encuentro entre dos mundos. La doble exposición. Tras la silueta de Tomás el libertino reluce la increíble figura del enamorado romántico. O al revés: a través de la figura del Tristán que no piensa más que en su Teresa se vislumbra el hermoso mundo traicionado por el libertino».
Tomás se puso de pie; oía las palabras de Sabina sin prestarles atención.
—¿Qué estás buscando? —le preguntó.
—Un calcetín.
Registraron juntos la habitación y él volvió a ponerse a gatas y a buscar debajo de la mesa.
—Aquí no hay ningún calcetín tuyo —dijo Sabina—. Seguro que no lo has traído.
—Cómo no lo iba a traer —gritó Tomás mirando el reloj—. ¡No iba a venir con un solo calcetín!
—Es una posibilidad que no hay que descartar. Últimamente andas muy distraído. Siempre vas con prisa, mirando el reloj y no es de extrañar que te olvides de ponerte un calcetín.
Estaba ya decidido a ponerse el zapato sin calcetín.
—Afuera hace frío —dijo Sabina—. Te presto una media mía.
Le dio una media larga blanca, de ganchillo.
Él sabía perfectamente que aquélla era una venganza por haber mirado el reloj mientras hacían el amor. Sabina había escondido su calcetín en alguna parte. Hacía frío de verdad y no le quedaba más remedio que aceptarla. Se fue a su casa con un calcetín en un pie y una media blanca de mujer en el otro, arremangada sobre el tobillo.
Su situación no tenía salida: para sus amantes estaba marcado con la oprobiosa señal de su amor a Teresa y, para Teresa, con la oprobiosa señal de sus aventuras con sus amantes.