Enero de 2020

—Policía. Urgencias. ¿De qué se trata?

—¡Mi niño! Ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

El hombre parecía muy angustiado.

—Secuestrado. Han dejado una nota. ¡Envíen a unos agentes!

—¿Cuántos años tiene su hijo?

—Tres meses; no, cuatro.

—¿Y dice que hay una nota?

—Sí. En la habitación del bebé. Mi mujer acaba de verla.

—Dígame su dirección.

—El 7220 de South Ocean.

—¿Palm Beach?

—Sí.

—¿Y usted se llama…?

—Soy el senador John Killian.

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Y luego:

—¿El senador Killian?

—¡Sí, hombre, sí! Haga el favor de mandar a unos agentes enseguida…

—Varias unidades están de camino.

Will Piper estaba capeando literalmente un temporal, bailando rock’n’roll dentro de la cabina de su barco de once metros de eslora, el Will Power.[1] Un rato antes, cuando el mar estaba tranquilo y el cielo de un rosa ocaso, Will había sujetado el barco a su amarre con tantos cabos que parecía un insecto gordo preso en una tela de araña. Pero ahora lo único que podía hacer era agarrarse fuerte y confiar en que, pasado el vendaval, no tuviera que llamar a la aseguradora.

Esa noche no se encontraba solo. Varios de sus colegas de navegación estaban también en sus respectivas embarcaciones; antes de que el temporal alcanzara Panama City procedente del Golfo, un grupito del club náutico había organizado una comida al aire libre con profusión de latas de cerveza, y al tocar tierra la tempestad conectaron las radios para saber cómo les iba a sus vecinos.

Will los escuchaba intercambiar mensajes. Estaba tendido cuan largo era en un asiento acolchado, los músculos en tensión para no caerse cuando el barco se escoraba. Por una vez se alegraba de que Nancy y Phillip no estuvieran con él. Phillip no era problema —al chaval le iba la marcha—, pero Nancy odiaba el mal tiempo y le habría echado las culpas a Will por salpicarse con la sopa. El temporal aún tardaría un día en llegar a Virginia, pero Nancy también sabría lo que era bueno. Los colegios cerrarían por la nevada, Phillip tendría un día de asueto, y a su madre le tocaría buscarse la vida para colocar al niño en casa de alguno de sus amigos. La alta oficialidad del FBI no disfrutaba de días de asueto ni que se hundiera el cielo.

La lluvia percutía con fuerza en las ventanas de plexiglás. Will tenía las luces de la cabina a poca intensidad para no perder detalle del espectáculo luminoso; cada vez que oía un trueno contaba los segundos hasta el relámpago, como había hecho de pequeño en aquella misma parte del país. Nueve segundos, cinco, tres. La tormenta estaba encima y las comunicaciones por radio crepitaban con las interferencias.

El retumbo ahogó el tono de su teléfono móvil, pero en el último momento, antes de que el aparato conectara el buzón de voz, Will lo oyó. Era un modelo pasado de moda, un smartphone de los sencillos, sin la parafernalia de accesorios de los NetPen que ahora usaba casi todo el mundo. Ni pantalla reflectante, ni imágenes en 3D, ni interactividad inteligente de voz: la simple pantallita de cristal líquido y nada más, como en los viejos tiempos. Una reliquia, igual que él.

No reconoció el número.

—¿Diga?

—¿Will? ¿Will Piper?

—Sí. ¿Quién es?

—Hola, Will. Soy Cam MacDonald. ¿Te acuerdas de mí?

Se acordaba. Cameron MacDonald. Los dos habían trabajado en la sucursal del FBI en Indianápolis a finales de los años ochenta. Habían llevado varios casos juntos y compartido más de una juerga en sus ratos libres. En aquella época, Cam bebía todavía más que él, si tal cosa era posible. Un tipo campechano, se había casado con una de Texas y conseguido el traslado a San Antonio. Will, presente en la boda, se había ganado un cabreo de su propia mujer apostando con otro agente a ver cuánto tardaría Cam en divorciarse. A la postre, Will se le adelantó en los tribunales por unos cuantos años.

—Joder, Cam. ¡Cuánto tiempo!

—Sí, ya ni me acuerdo. Un montón de años. ¿Cómo te van las cosas? Oye, ¿hay tormenta o algo?

—Estoy a bordo de mi maldito barco en pleno jolgorio atmosférico.

—Uf. Bueno, pues si necesitas las manos para conducir, o lo que sea que hagáis en los barcos, te llamo más tarde.

—Tranquilo. Aquí estoy, bien atadito. De momento solo voy de un lado para otro como un cubito de hielo en una coctelera. ¿Cómo me has localizado?

—Bill Tannenbaum.

—No me digas. Con él también hace siglos que no hablo.

—Bill tenía tu número. Sigues viviendo en Florida, ¿no?

—Panama City. Paso temporadas aquí y temporadas en Virginia. Nancy, mi mujer, es un pez gordo en Washington.

—Sí, eso me han contado. Parece que va camino de ser la primera mujer directora.

—No sé si habrá margen de tiempo suficiente para eso, la verdad.

Quedaban solo siete años para el 2027. Nancy estaba en pista rápida, pero no tan rápida.

—Te entiendo. Eso del Horizonte es una putada.

Will había agotado sus recursos para la charla trivial; le preguntó a Cam qué podía hacer por él.

—¿Estás al corriente del secuestro del hijo del senador Killian en Palm Beach, hace dos días?

—Sí, claro. No soy muy de seguir las noticias, pero todo el mundo habla de lo mismo. ¿Y qué tienes tú que ver con ese asunto?

—Trabajo para Killian. Guardaespaldas, chófer, ese rollo. He currado con él durante un año. Antes estaba Chuck Steuben, otro ex de la agencia, él me pasó el trabajo.

—¿Killian no tiene un servicio secreto?

—El trato era que si gana de calle las elecciones, le pondrían protección. Ya sabes, presunto nominado y todo eso. El secuestro ha hecho que la cosa se dispare. Parece ser que ahora contará con todo un ejército.

—¿Parece?

—Es que yo ya no estoy en nómina. Bueno, peor que eso. Lo creas o no, soy un sospechoso en lo del secuestro. Necesito un buen abogado con urgencia. Pensaba que estando en Florida seguramente conocerás a algún buen criminalista por esa zona. Estoy jodido, Will, te lo juro. Me vendría bien un amigo.

La ventisca que azotó Virginia un día después convirtió el trayecto cotidiano de Nancy Piper a Washington en una carrera de tortugas. Mientras miraba enfurecida el inexorable reloj del salpicadero, se dedicó a pensar cosas feas de su marido.

Eran, desde hacía siete años, un matrimonio poco o nada convencional. Mientras que Will seguía prácticamente retirado de la circulación, ella había ascendido con agilidad de trapecista en el escalafón organizativo del FBI. Su traslado al cuartel general en Washington supuso abandonar Pittsburg, lugar de su último puesto de trabajo, y mudarse a Reston (Virginia) con el hijo de ambos, Phillip. Era una casa preciosa de tres habitaciones en una parcela arbolada, y Will no tardó en sumirse en la locura extrarradial. Si había un pez fuera del agua en el país de los oficinistas, los trayectos al colegio y los partidos de fútbol de los críos, ese era Will Piper.

Aunque casi todo el mundo suponía que al gran Will Piper, el hombre que había sacado a la luz la existencia de la Biblioteca de Vectis y el mundo oculto de Área 51, le iban muy bien las cosas, no era ese el caso en absoluto. Se había dejado convencer para escribir un libro, años atrás, del cual se hizo una adaptación para la gran pantalla, pero casi todo el dinero había servido para financiar los estudios de Phillip y el barco, que la mayor parte del tiempo se pudría de asco en un club náutico de Panama City. A Will no le gustaba nada la publicidad y se limitó a cumplir lo que estipulaba el contrato de edición. Cuando todo quedó atrás, tomó la decisión de evitar el círculo vicioso de conferencias, reality shows, presentaciones... Intentó adaptarse al entorno, ser un tipo normal y corriente, pero no podía pasar desapercibido tratándose de un hombre apuesto y corpulento, de sonrisa astuta, con el pelo rubio y cuatro canas, y cuando algún desconocido lo reconocía y le preguntaba qué iba a pasar el 9 de febrero de 2027, Will contestaba, educadamente, que no tenía la menor idea. Ahora tiraban con el sueldo de Nancy, cosa que a él le parecía bien. Ninguno de los dos tenía grandes ansias materiales.

Lo que Will no tragaba era hacer de marido hogareño. Cayó en una depresión y siempre estaba de morros, empezó a beber más cerveza de la cuenta y a mirar con ansia la botella de Johnnie Walker Black del estante de la tienda de vinos y licores. Al final Nancy se hartó. Así como no era bueno que un niño de seis años tuviese un padre que no parara en casa, tampoco lo era que Phillip se hiciese mayor viendo cómo sus padres se tiraban dardos el uno al otro. Por otro lado, ver a Will dando coletazos como un pez fuera del agua le estaba pasando factura a ella también. De ahí que le diera permiso para estarse buena parte del tiempo en Florida, y los tres iban y venían tantas veces como resultaba práctico al objeto de mantener la apariencia de una vida familiar.

Y funcionó. La mayor parte de las veces. Phillip se estaba convirtiendo en un chico muy equilibrado, y Nancy y Will eran felices y románticos cuando estaban juntos. Hablaban un par de veces al día cuando estaban separados, y Will acudía para actos en el colegio y reuniones de padres con maestros. Ella suponía que Will le era fiel en su particular convento náutico, y si no lo era prefería no saberlo. Lo que sí le hizo prometer fue que no se lanzaría de cabeza a la bebida. Eso, para ella, era pecado mortal. A sus amigas y a Laura, la hija de Will de su primer matrimonio, les resumía de esta manera la situación: Will y ella estaban felizmente casi-casados.

La única vez que Nancy se permitía enfadarse con él era en días como el presente, cuando tenía que hacer labores de canguro de emergencia y tenía la sensación de ser una estresada madre soltera.

Su NetPen se puso en marcha en la pantalla del salpicadero. Era su ayudante preguntando por la hora prevista de llegada.

—Unos veinte minutos, si alguien no hace un trombo delante de mis narices.

—Mike te espera muy ilusionado.

Nancy soltó un taco por lo bajo.

—Fantástico. ¿Qué le has dicho?

—Pues la verdad.

—Bien hecho. ¿Te ha dicho él lo que quería?

—Killian, Killian, Killian.

Los primeros en responder habían sido los agentes de la oficina de West Palm Beach, y el caso había sido inmediatamente transferido a los cuarteles generales del FBI en Miami y en Washington. Ningún delito llega a tan altas instancias como el secuestro del bebé de un candidato a la presidencia.

—¿Alguna novedad desde anoche?

—Hay un informe en tu bandeja de entrada, pero nada importante.

Nancy cerró la conexión y sintonizó de mala gana la CNN en la radio del coche para escuchar las últimas noticias. Más valía que supiera cómo lo estaban enfocando los medios antes de meterse en la guarida del león.

Mike Curry era el subdirector de la División de Investigación Criminal del FBI, y Nancy, su directora adjunta. Curry estaba a las órdenes del gran jefazo de la División, el subdirector ejecutivo para las Ramas Criminal y Cyber, quien a su vez recibía órdenes del director del FBI en persona. Nancy, que era ya una de las mujeres de más alto rango dentro de la agencia, estaba, por lo tanto, a solo tres escalones de la cúspide de la pirámide. Sin embargo, se ganó una regañina como si fuera una agente especial recién salida de Quantico.

—Por Dios, Nancy, no puedo permitir que llegues tarde, y menos aún en un día de crisis —se quejó Curry.

Todos los días son de crisis, fue lo que pensó ella, pero asintió con la cabeza encajando el golpe.

—Lo siento, Mike. Colegios cerrados por nevada; te lo explico, no es una excusa.

Curry estaba al corriente de cómo se lo organizaban ella y su famoso marido.

—Los medios nos están acribillando —gruñó—. Necesito que prestes toda la atención.

—La tienes.

—Empieza a extenderse la idea de que a Cameron MacDonald se le trata con manga ancha porque estuvo en la agencia.

—Pero no es el caso —dijo ella—. Leí la transcripción del interrogatorio. Nuestros agentes lo acribillaron a preguntas. Ahora mismo están investigando sus datos personales y financieros. Puede que esta misma tarde tengamos más datos.

—Pero no una detención.

—Cuando haya motivos para ello, si llegara a haberlos, Jim Moskowitz se pondrá en contacto con el fiscal de la zona.

—¿Tú qué opinas de Jim? —preguntó Curry.

Moskowitz estaba al mando de la sucursal de Miami.

—Es un buen tipo. Serio y con sentido común.

Curry frunció el entrecejo.

—Cuando oigo «bueno» y «serio» me entra acidez. Para un caso como el que nos ocupa, lo que quiero oír es «cojonudo» y «fantástico». Por eso vas a ir tú a Florida. Te pongo al mando.

Nancy intentó poner cara de póquer, pero la noticia no le hizo ninguna gracia. Si las cosas iban bien, encontraban al bebé con vida y detenían a quien hubiera que detener, su papel en la investigación quedaría en segundo plano. Pero si las cosas iban mal —y podían ir fatal de muy diversas maneras—, entonces se convertiría en el chivo expiatorio.

—¿Estás seguro, Mike?

—Segurísimo. Ya está arreglado. Es el secuestro más importante en este país desde lo del hijo de Lindberg y lo de Patty Hearst. Killian podría ser el próximo presidente de la nación. Jamás en la historia de las campañas presidenciales ha ocurrido nada semejante. Nos preguntan si se trata de un acto terrorista y el director quiere saber si esto podría ser competencia de la rama de Contraterrorismo. Yo no quiero pasarles un caso como este a esos tipos, ¿entiendes? Por lo que he podido ver, MacDonald está actuando exactamente como lo que es. Ve a Florida, apriétale los tornillos, encuentra a sus cómplices y encuentra al crío, si puede ser con vida. Yo dejo esto en septiembre. Tú o Bruce Benedict vais a ocupar esta butaca a partir de octubre. ¿Quién de los dos se llevará el gato al agua?

Nancy se puso a trabajar en ello con la eficiencia que la caracterizaba. De regreso a su oficina utilizó el NetPen para llamar a la mujer que estaba cuidando de Phillip, para conseguir un reactor que la llevara a West Palm y para pedirle a su ayudante que le comunicara con Will. A la vez iba saludando a las personas que dejaba atrás con su rápida zancada. No había cumplido los cuarenta y era unos veinte años más joven que Will. Él siempre le decía que estaba cada vez más guapa según pasaban los años, y aunque ella no era de las que aceptaban de buen grado cumplidos como ese, por dentro se sentía a gusto. Era menuda y estaba en forma gracias al rato que le robaba al almuerzo para ir al gimnasio, y tanto por su bonita cara como por la enorme energía que irradiaba, siempre llamaba la atención.

Mientras pasaba sin detenerse frente a su ayudante, este le dijo que tenía a Will esperando.

Nancy conectó la pantalla de su mesa de trabajo. Will se negaba a comunicarse por videoconferencia, y en vez de su cara se veía un cuadrado negro en el monitor.

—¿Todo bien otra vez por ahí? —preguntó ella.

—El día siguiente a un temporal siempre es precioso, ya lo sabes.

—¿Estás pescando?

—Sí y no.

—Explícate.

—Trato de pescar respuestas.

—¿Se puede saber de qué me hablas, Will?

—Estoy en Palm Beach. Acabo de llegar en avión.

—¿Y a santo de qué, si se puede saber?

—Un antiguo colega mío está en un buen aprieto. Y ya que dispongo de mucho tiempo libre, me he dicho, voy a echarle una mano.

—¿Le conozco?

—Es Cameron MacDonald.

Nancy cerró los ojos y dejó caer la cabeza sobre una mano. Le entraron ganas de matarlo, pero se esforzó por dominarse.

—No digas una sola palabra más.

—¿Por qué?

—Es una investigación en curso, Will. Y resulta que la llevo yo. No puedo permitir que hables con mi principal sospechoso.

—Cam dice que él no ha tenido nada que ver.

—Me da igual lo que diga. Aquí lo importante es que mi marido se está relacionando con un sospechoso: eso me crea un enorme conflicto.

—Para empezar, Nance, yo no tenía ni idea de que tú estuvieras metida en esto, y segundo, ¿qué quieres que haga? El tipo acudió a mí. Nos conocemos de toda la vida. De la época de Indianápolis.

—Mira, Will. Haz el favor de decirle que no le puedes ayudar. Te pida lo que te pida, le dices que se busque a otro.

Se produjo una de las típicas pausas telefónicas marca Will Piper. Ella casi pudo oír cómo el cerebro de su marido maquinaba una respuesta. Cuando llegó, no pudo ser más predecible.

—Imposible, muñeca, lo siento. Ya le he dicho que iba a echarle una mano y eso es lo que voy a hacer.

Ella soltó un suspiro, notando en el pecho la presión de estar casada con Will.

—Yo te llamaba para pedirte que vinieras unos días a Reston y te ocuparas de Phillip. Salgo dentro de una hora para Palm Beach.

—Vaya, lo siento. Me temo que tendrá que quedarse en casa de algún amigo. ¿No sabes de algunos padres para un caso así?

—Algo se me ocurrirá.

—Phillip aguanta lo que le echen.

—Sí, has conseguido que toda la familia aguantemos lo que nos echen. —Esperó a que él se molestara, pero el enfado no llegó.

—Oye, ¿qué tal si nos hospedamos en el mismo hotel? —propuso Will en cambio, tan alegre.

Will fue hasta el distrito financiero de West Palm Beach en el coche que había alquilado. Despreciaba los coches eléctricos y seguía fiel a su viejo Camaro, que tenía siempre a mano en el náutico. Pero con lo caro que iba el combustible, se veía obligado a racionar sus salidas. Los tiempos de salir por ahí a gastar gasolina de alto octanaje habían terminado. Aparcó y encontró la cafetería. El individuo que supuso era Cameron estaba sentado a una mesa del fondo, con una taza en la mano. Will intentó ver la cara más joven que él recordaba, pero los años y los apuros de los últimos días parecían habérsela tragado. Cam le echó un cable.

—Hola, Will.

—Cam. Me alegro de verte.

—No has cambiado nada.

Will se sentó y dijo:

—Tú tampoco.

—Embustero. Peso dieciocho kilos más, parezco un bocadillo de mierda. Pero a ti en cambio se te ve bien. Estuve pendiente cuando aquello tuyo se vino abajo, hace diez años. Supongo que debería haberte dicho algo, pero pensé que…

—Bah, olvídalo.

—Pensé que ya tendrías gente que te apoyara. La película no la vi. No me interpretes mal, pero opino que eres más guapo que ese actor que hacía de ti.

—Él se lo pasa mejor que yo.

—Sí, eso parece. Pero mira, Will, yo considero que eres un auténtico héroe americano por haber sacado a la luz todo aquello. Quizá no fueron buenas noticias, pero la gente tenía derecho a conocer la existencia de la Biblioteca.

La Biblioteca.

Incluso después de una década de meditación, a Will le seguía pareciendo nada más que eso, una historia fantástica, una ficción. Sin embargo, era real.

Una inmensa biblioteca compuesta de unos setecientos mil volúmenes descubierta por arqueólogos en 1947 bajo las ruinas del antiguo monasterio de Vectis en la isla de Wight, frente a la costa meridional de Inglaterra. Pero se trataba de unos libros insólitos, únicos en la historia del género humano, escritos de manera metódica y laboriosa a lo largo de cinco siglos por una secta de escribas autistas que se dedicaron a esa única actividad durante su enclaustrada existencia subterránea. Encauzando una desconocida e inexplicable energía superior, trabajaron a la luz de las velas anotando las fechas de nacimiento y defunción de todo hombre, mujer y niño que haya de existir jamás.

Durante cinco siglos, sucesivas generaciones de sabios de ojos verdes y tez pálida se afanaron en el subsuelo del monasterio, protegidos por una orden de monjes… hasta que todo terminó en una orgía de sangre y suicidio. Desaparecida la última generación de sabios, su legado fue un último libro y una fecha final: el 9 de febrero de 2027, acompañada de esta lacónica anotación en latín: Finis dierum.

El fin de los días.

Winston Churchill supo ver las implicaciones de aquel hallazgo. Inglaterra, a la sazón recuperándose de los estragos de la guerra, no estaba en condiciones de asumir la responsabilidad logística, financiera y ética de la Biblioteca; Estados Unidos recogió el difícil testigo, y así nació el inmenso complejo subterráneo en el desierto de Groom Lake, en Nevada.

Las supersecretas instalaciones conocidas como Área 51, construidas para alojar la Biblioteca, vieron nacer la más completa operación de inteligencia que haya conocido la humanidad. El hecho de poder establecer una correlación entre fechas de fallecimiento y datos específicos de personas concretas significaba que Estados Unidos partía con ventaja a la hora de predecir grandes acontecimientos —seísmos, tsunamis, guerras, hambrunas—, lo cual permitía a su gobierno y sus fuerzas armadas planificar los recursos y reaccionar con prontitud. Asimismo, la base de datos computarizada podía aportar informaciones sobre personas específicas de importancia nacional. Unos cuantos hombres de dentro supieron que John F. Kennedy iba a morir el 22 de noviembre de 1963. No podían hacer nada al respecto, pero lo sabían.

Todo lo referente a la Biblioteca —incluido el ya inminente fin de los días— habría continuado siendo objeto del máximo de los secretos de no aparecer Will Piper y su pareja, Nancy Lipinski. Él estaba a punto de dejar el FBI; ella estaba justo empezando. Fue un caso de lo más desconcertante. Primero una oleada de asesinatos en serie que no era lo que parecía ser. Luego una peligrosa pista que los condujo al corazón de las operaciones en Área 51. Will y Nancy, los cazadores, acabaron siendo las presas. Y Will, in extremis, desesperado por salvar su pellejo y el de sus seres queridos, dio a conocer la existencia de la Biblioteca para gran estupefacción general.

Desde entonces, todo el mundo estaba en la misma onda. La perspectiva de los humanos sobre la vida y la muerte, sobre el libre albedrío y el destino, había cambiado. Todos sabían que el 9 de febrero de 2027 era un día especial —el más especial— en la historia de la humanidad.

El Horizonte se aproximaba.

A Will no le apetecía hablar del pasado, y mucho menos oír a Cam llamarle héroe americano. La simple idea le resultaba ridícula. Pidió un café y fue directo al grano. Sabía lo que los medios habían divulgado; ahora quería conocer la versión de Cam.

Cam había estado viviendo en los aposentos situados encima del garaje. La finca del senador Killian ocupaba algo menos de una hectárea de terreno muy cuidado entre el mar hasta el Inland Waterway. El precio de la propiedad debía de rondar los treinta millones de dólares. John Killian había hecho las cosas bien toda su vida, matrimonio incluido. Judy, su esposa, pertenecía a una rica familia de Florida, y él no paró mientes en echar mano de su herencia para vivir a todo tren y organizar ostentosas campañas. Dotado de un físico de actor de cine y una fina inteligencia, era cosa cantada que tarde o temprano utilizaría el Senado como rampa de lanzamiento, y a los cincuenta y dos años decidió echarse al ruedo y optar a la presidencia. Quien ganara estas elecciones sería el presidente del Horizonte, la persona que bien podía llevar a la nación al borde de la incertidumbre hacia el final de su segunda legislatura.

Pero antes Killian tenía que ser nominado, y las primarias abundaban en candidatos factibles. Él no partía como favorito cuando en 2018 tomó la decisión de presentarse, pero las cosas cambiaron al quedar Judy embarazada. Llevaban años intentándolo sin llegar a concebir. De hecho, cuando el ginecólogo les dio la noticia, la primera palabra que le vino a Killian a la mente fue justamente esa: inconcebible. Era inconcebible que sus planes se complicaran porque la mujer que necesitaba a su lado (para ir estrechando manos y conseguir votantes y donantes) estuviera encinta. Killian le dijo a Judy que estaba contento, pero de hecho estaba furioso. La furia le duró lo que sus asesores tardaron en hacerle saber, tras pequeños sondeos, que el embarazo era un punto a favor a la hora de conseguir votos importantes. A partir de ahí, Killian se puso más que contento.

Recién estrenado el año 2020, las encuestas lo situaban en cabeza de la carrera presidencial. Había ganado por los pelos en Iowa y claramente en New Hampshire. La idea de una pareja joven y dinámica ocupando la Casa Blanca y trayendo un bebé al mundo en un momento en que los ánimos estaban por los suelos tenía algo de esperanzador. El bebé, un niño, nació sano. Tras un discreto sondeo para sopesar diversos nombres, Adam resultó vencedor. El país entero aguardaba las primeras fotografías del pequeño Adam. Su carita apareció en pins de campaña. Según las encuestas, Killian partía con una ventaja sustancial en Carolina del Sur. El Súper Martes estaba a la vuelta de la esquina, y lo que venía después pintaba como un paseo triunfal hasta la nominación en Dallas.

Las cosas, sin embargo, se habían torcido. Killian decidió suspender la campaña; en Carolina del Sur habían retirado toda la propaganda. Los demás candidatos no sabían muy bien cómo reaccionar ante la tragedia y los encuestadores del propio Killian trabajaban a toda máquina para analizar la situación. Si el niño aparecía, Killian seguramente sería izado en hombros hasta las puertas de la convención por un electorado exultante. Pero si el pequeño Adam estaba muerto, todo se habría perdido. Un bebé muerto era, por decirlo así, una patata caliente; por un lado inspiraba compasión, por otro daba al traste con las esperanzas e introducía una nota de desengaño. Si Killian hubiera preguntado, sus asesores se lo habrían dicho, pero, y eso hablaba en su favor, no lo había hecho. Así pues, su equipo de campaña en Miami se reservó el dato mientras el matrimonio Killian permanecía encerrado con algunos parientes próximos y agentes de policía.

—Cuéntame cómo fue el día antes del secuestro —dijo Will.

—Pues un día de lo más normal y corriente —respondió Cam—. El senador tenía que reanudar la campaña al cabo de dos días y estaba descansando. No salió de la finca.

—¿Y su mujer?

—Tampoco. No se movió de casa. Desde que tuvo el crío casi no salía.

—Háblame de ella.

—La típica tía buena, si te van las rubias platino. Un tipazo impresionante, delgada, de esas que quitan el aliento con unos buenos vaqueros. Yo creo que le daba corte enfrentarse a las cámaras sin haber perdido antes los kilos del embarazo.

—Y ese día, el lunes, ¿tú que hiciste, si los dos se quedaron en casa? —preguntó Will.

Cam se encogió de hombros.

—Aburrirme como una ostra, la verdad. Fui a correr un poco, levanté pesas en el garaje, miré la tele y luego hice la ronda de costumbre.

—¿O sea…?

—Comprobar que el cercado estuviera intacto, que las cámaras de seguridad funcionaran… Debo estar disponible las veinticuatro horas del día durante toda la semana, por si el senador quiere que lo lleve a alguna parte o que vaya a recoger a alguien, pero no supe nada de él hasta el martes a las cinco de la mañana. Entonces fue cuando se armó la de Dios.

—¿Qué fue lo que te dijo?

—Que su hijo había desaparecido y que acudiera enseguida.

—¿En qué tono lo dijo?

—Hombre, estaba muy alterado.

—¿Y fuiste al cuarto del niño?

—Sí.

—¿Quién había allí?

—El senador y nadie más.

—¿Dónde estaba su mujer?

—En el dormitorio, al final del pasillo. La oí llorar.

—¿Dónde estaba la nota?

—En la cuna.

—Los medios no han divulgado lo que decía.

—Decía «Retírate de la carrera».

—¿En serio?

—Como lo oyes.

—¿Estaba escrita a mano?

—No. Eran letras recortadas de una revista y pegadas en un trozo de papel blanco.

—¿Qué más viste?

—Una de las ventanas estaba abierta.

—¿Forzada? ¿Sin la mosquitera?

—Los Killian no usan mosquiteras. Nunca abren las ventanas. Siempre tienen puesto el aire acondicionado.

—Pero las cerrarán con pestillo, ¿no?

—Sí, claro. Una de las cosas que hacía en mi ronda era comprobar que estuvieran cerradas con pestillo.

—Pero esta no lo estaba.

—Cuando llegué estaba abierta, o sea que no.

—¿Qué hiciste entonces?

—Le dije al senador que no tocara nada y llamé a la policía.

—Bien. ¿Qué más viste?

—Había una escalera de mano en la parte de fuera. Subía desde el patio hasta el cuarto del niño.

—¿La habías visto antes?

—Sí, era de la casa.

—¿Dónde la guardaban?

Cam meneó la cabeza, avergonzado.

—En el garaje —respondió.

—¿Ese día estaba en el garaje?

—Sí.

—Justo debajo de tu madriguera.

—Sí, señor.

—Pero no oíste entrar a nadie y sacar la escalera.

—Imagino que estaría durmiendo.

Will se terminó el café e hizo señas a la camarera para que le sirviera más.

—Bueno, Cam, no tengo más remedio que preguntártelo. ¿Tú bebes?

—A veces. Nunca de día y nunca si estoy de servicio.

—Pero tú eres el guardaespaldas de ese hombre. Y dentro de unas semanas Killian dispondrá de servicio secreto propio.

—Qué me vas a contar.

—¿Cuántas copas te tomaste aquella noche?

Cam bajó la vista y dijo:

—Tres o cuatro.

—¿Con qué te envenenas?

—Con vodka.

—¿No serían cinco o seis?

—Igual sí.

—¿Esto consta en tu declaración al FBI?

—Sí. No he ocultado nada.

—¿Y cuál fue la idea central del interrogatorio?

—Ellos creen que ha sido alguien de dentro; que yo estoy implicado y que tengo uno o más cómplices. Encontraron mis huellas dactilares en la escalera de mano. No es de extrañar porque la utilizo muy a menudo.

—Según ellos, ¿qué móvil tendrías tú?

—El dinero. Suponen que alguien pedirá un rescate. Han empezado a meter las narices en mis cuentas.

—¿Y qué encontrarán?

—Nada bueno. Estoy sin blanca. Y debo dinero.

—Luego volveremos sobre eso. Dime, ¿las cámaras de seguridad no grabaron nada? Un tipo como Killian seguro que tiene cámaras en su propiedad.

Cam frunció los labios y miró de hito en hito a Will.

—Alguien desconectó el cable de Ethernet del router que hay en el sótano del edificio principal. Las cámaras dejaron de funcionar hacia la una y media de la madrugada.

—¿Huellas dactilares?

—Las mías. Bueno, eso dijeron los del FBI cuando me estaban machacando.

—Joder, Cam —dijo Will meneando la cabeza.

—Qué quieres, ¿no ves que he bajado allí montones de veces para comprobar el sistema?

—¿Y la alarma de la casa? No me digas que alguien la desconectó.

—¿Cómo lo has adivinado?

—¿Y tus huellas en el teclado numérico?

—¡Claro! ¿Cómo no van a estar si la uso a cada momento?

La camarera dedicó a Will una significativa sonrisa al acercarse para servirle más café. Una vez se hubo ido, Will dijo:

—Ahora hablemos de tus problemas económicos, Cam.

Nancy asomó la cabeza desde el Lear Jet y enseguida le vino a la memoria por qué a Will le gustaba Florida. La cálida brisa acarició sus mejillas y borró de un plumazo el recuerdo del gélido Washington. Un coche de la oficina de West Palm la esperaba en la pista de aterrizaje; unos quince minutos después recorrían South Ocean Avenue entre mansiones de millonarios mientras unas olas color esmeralda rompían en la playa. No fue difícil distinguir la casa de Killian. Dos todoterrenos negros del servicio secreto bloqueaban la entrada y un trío de agentes montaba guardia frente a una verja pintada de blanco. Nancy se apeó del coche y enseñó su documentación. Un agente joven la acompañó hacia la casa.

Nancy quería echar un vistazo al terreno antes de entrar. El edificio principal estaba en el centro de la finca, a medio camino entre el mar y los canales navegables. Era grande, de estilo colonial, con un tejado a dos aguas de ladrillo rojo, diez habitaciones y casi mil metros cuadrados. Por el lado de mar, junto a una de las cercas que delimitaban la finca, había un garaje y varias dependencias más pequeñas, todo en el mismo estilo arquitectónico. En el lado opuesto había una piscina de respetable tamaño, una pista de tenis de arcilla y un césped que se extendía hasta el embarcadero, donde pudo ver un yate de dieciocho metros de eslora que habría hecho babear a Will, además de una pequeña lancha a motor.

Nancy se volvió para contemplar la parte posterior de la casa. En el patio empedrado se veía la escalera de mano, su parte superior apoyada en el antepecho de una ventana de la segunda planta.

—Es el cuarto de los niños, ¿verdad? —le preguntó al agente.

—Yo solo estoy de guardia, señora —respondió el joven—. No he visto la casa por dentro.

Nancy estuvo un cuarto de hora esperando en la sala de estar a que apareciera el senador Killian. En el comedor, de decoración formal, un grupito de técnicos del FBI aguardaba frente a varias pantallas de ordenador y equipo de monitoraje a que llegase la llamada pidiendo un rescate. Cuando Killian apareció por fin, en compañía de un par de ayudantes, Nancy tuvo la rara sensación de conocerle sin que se lo hubieran presentado. La cara del senador no podía ser más reconocible; con las primarias en pleno apogeo, era casi imposible no toparse con algún pasquín pro-Killian o anti-Killian.

Tenía el pelo canoso, con raya perfecta, un moreno de navegante y una dentadura ultrablanca, con fundas. Iba impecablemente vestido, ropa informal de tonos pastel. Nancy se preguntó cómo se habrían sentido Will y ella si alguien hubiera raptado a Phillip tres días atrás. Seguro que no habrían tenido tan buena pinta; claro que ellos no eran candidatos a la presidencia.

Se puso de pie y le tendió la mano.

—Senador, soy Nancy Piper, de…

Killian saludó con un gesto de cabeza, se sentó en el sofá sin darle la mano y dijo:

—Ya sé quién es. Siéntese.

Nancy le siguió el juego. Era evidente que el hombre estaba desquiciado, y a ella no le parecía mal que no quisiera fingir buena educación.

—El director Parish le manda saludos, senador, y me ha dicho que le diga que el FBI ha puesto en marcha todos sus recursos.

—Dele las gracias de mi parte —respondió Killian—. ¿Cómo debo interpretar su papel en esto, Nancy? ¿Le importa que la tutee?

Ella negó con la cabeza.

—Me pregunto si tu presencia aquí es síntoma de que avanzamos o, por el contrario, de que no hemos progresado nada. En este último caso, estaríamos hablando de incompetencia.

Nancy no era persona que se dejara intimidar fácilmente, pero Killian estaba ganando la partida. Le había visto acribillar a preguntas a colegas del FBI en las sesiones de la subcomisión del Senado, y no era un espectáculo agradable.

—Puesto que nadie ha pedido un rescate, nos estamos centrando en estudiar la escena del crimen y las pistas de las que disponemos.

Él la miró, ceñudo.

—Ya. ¿Y bien?

—Verá usted, senador —respondió ella carraspeando—. De hecho no he venido para informarle, sino para colaborar personalmente en la investigación.

—¿Sabes la cantidad de veces que me han interrogado?

—Imagino que muchas, senador. Solo le pido que me permita formularle unas cuantas preguntas.

Killian desvió la vista hacia sus ayudantes, como esperando que pudieran librarlo de aquella insistente mujer.

—Te concedo cinco minutos.

—Sería preferible hablar en privado.

Killian señaló a sus ayudantes.

—Una campaña presidencial es como un movimiento religioso, y estos hombres vienen a ser sacerdotes —explicó—. Billy Weddle está al mando de mi campaña y Marty Stuart es mi jefe de comunicaciones. Van conmigo a todas partes salvo al baño y a la cama.

—Como guste, senador… —dijo Nancy—. Cuando terminemos, tendría que hablar con su esposa.

—Eso no va a ser posible, al menos de momento. Está durmiendo. El doctor le ha administrado un sedante.

—Bien, quizá más tarde, entonces.

—Ya veremos, pero sería mejor que dedicaras el tiempo a exprimir al máximo a ese MacDonald.

—¿Cree usted que él es el responsable?

—Lo creo. Y no soy el único. ¿Es que tú no?

—Suelo empezar sin ideas preconcebidas. Por eso quiero hacer las entrevistas personalmente.

—Si de mí dependiera, torturaría a ese hijo de puta hasta que me dijera dónde está Adam.

—Entiendo cómo se siente, de veras. Aparte de las pruebas que tenemos hasta el momento, ¿sospechaba usted de él antes del secuestro?

—No. Parecía perfectamente capacitado para su labor.

—¿Sabe algo de su vida personal?

—No es mi estilo. Me gusta centrarme en lo estrictamente profesional. Dicho esto, supe que está divorciado y que tiene una hija que vive con su madre. Es todo.

—¿Alguna vez vino a verle alguien a sus aposentos en la finca?

—No que yo sepa. Eso no le estaba permitido.

—¿Alguna vez recibió MacDonald una llamada mientras lo llevaba a usted en coche?

—Tampoco le está permitido.

—¿Tenía acceso a cualquier lugar de la propiedad?

—Diría que sí. Que yo sepa nunca entró en la casa sin mi permiso o el de Judy, pero estaba encargado de mantener la seguridad en toda la finca.

—Entonces no sería de extrañar que encontremos sus huellas por toda la casa y alrededores.

—Supongo. ¿Y qué hay de la nota? Nadie me ha dicho nada al respecto. ¿Estaban sus huellas?

Nancy sabía que no había nada en la nota.

—No comentamos en público los datos forenses, senador.

Killian se encendió.

—¡En público! ¡Soy una persona directamente implicada, por Dios!

—Estoy segura de que comprenderá la necesidad de mantener la integridad de esta investigación. Permita que le pregunte sobre el lunes por la noche. ¿A qué hora acostaron al pequeño Adam?

—No lo sé con exactitud. Yo estaba abajo, en la sala de prensa, revisando unos anuncios de la campaña con estos caballeros y varias personas más. Judy estaba arriba. Creo que fue sobre las ocho.

—Deduzco que no tienen ustedes niñera.

—Judy fue tajante en ese sentido. Quería ocuparse personalmente de todo.

—¿Y arriba no había nadie más? ¿Cocineros? ¿Ama de llaves?

—No, nadie. No tenemos gente viviendo en la casa.

—¿A qué hora se marcharon sus asesores de campaña?

—¿Billy? —dijo Killian dirigiéndose a su asistente.

—Creo que hacia las diez y media —respondió el aludido.

—¿Se fue todo el mundo a la misma hora? —preguntó Nancy.

Todos asintieron.

—Y, senador, ¿subió usted directamente a acostarse?

—Estuve leyendo un rato en el estudio. Creo que me fui a la cama a eso de las once o poco más.

—¿Su mujer estaba acostada?

—Sí.

—¿Durmiendo?

—Sí.

—¿Alguno de ustedes dos salió del dormitorio entre las once de la noche y las cinco de la mañana?

—Parece ser que Judy se levantó hacia las doce y media. Había oído el intercomunicador del cuarto del bebé y fue a darle un biberón.

—¿No la oyó usted levantarse?

—Tengo el sueño muy profundo. No, no la oí. Dormí hasta las cinco, cuando me despertaron los gritos de Judy desde el cuarto del niño.

—Cuando entró usted allí, ¿tocó algo?

—Sí, claro, al principio. Miré por la ventana y vi la escalera, supongo que tocaría el alféizar. Y probablemente toqué la colcha del bebé; no, seguro que la toqué. Pero tuve cuidado de no tocar la nota, eso desde luego. Ah, y naturalmente toqué el teléfono de la habitación para llamar a MacDonald. Cuando vino me dijo que llamara a la policía y que saliese de la habitación.

—Entonces ¿no tocó usted el intercomunicador?

El volumen del aparato estaba a cero cuando llegaron los técnicos forenses.

—Segurísimo que no.

—¿Con qué aspecto se presentó Cameron MacDonald?

—Yo diría que despeinado. Tal vez muerto de miedo.

—Bueno, acababa usted de despertarle de una manera un tanto brusca, imagino. ¿Le pareció adecuada o inadecuadamente tenso, senador?

—El aliento le olía a alcohol. Eran las cinco de la mañana. Muy apropiado no me parece que sea.

Nancy cambió de tema.

—Muy bien. Dígame, por favor, si ha recibido usted algún tipo de amenaza durante la campaña o antes de la misma.

Killian rió forzado y se puso de pie.

—Veo que esto va a durar más tiempo del que estoy dispuesto a concederte, Nancy. No pasa un día sin que algún chiflado nos mande una amenaza. Billy y Marty te pondrán al corriente de las que hemos ido comunicando al servicio secreto. Pero te puedo asegurar que en ningún caso he recibido amenazas contra la vida de mi esposa o de mi hijo.

Nancy agitó el NetPen para abrir la puerta de su suite en el hotel. La gente de la oficina central de Miami se hospedaba también en el Hilton del aeropuerto y había reservado una sala de conferencias para analizar el caso.

La puerta del cuarto de baño estaba entreabierta, la luz, encendida.

Nancy creyó ver algo reflejado en el espejo e instintivamente soltó el asa de su maleta con ruedas y echó mano de la pistola que llevaba en el bolso. Al dar un paso adelante con mucha cautela, vio unos zapatos marrones, gastados, junto a la cama.

Expulsó el aire, aflojó la presa sobre la áspera culata de su Glock y empujó la puerta del baño.

Will la miró con una sonrisita, desnudo y mojado de la ducha, y antes de que ella pudiera protestar la tenía en brazos como quien levanta en vilo a un niño.

—Oye, ¿qué te has creído? ¿Qué pretendes? —dijo ella riendo mientras él la llevaba hacia la cama.

—Adivina, muñeca.

Will depositó a su mujer en la cama y empezó a besarla por todas partes.

—¡Me vas a mojar entera!

—Con que se te moje una parte, me doy por satisfecho.

Will sabía lo que se hacía, y en un visto y no visto la tuvo tan desnuda como lo estaba él.

—Se supone que estoy cabreada contigo, tonto del culo —dijo Nancy montándose encima de él—. Me pones en una situación muy difícil.

—Pues a mí me gusta la situación en que me tienes ahora, Nance —replicó él atrayéndola hacia sí mientras murmuraba alguna frase profunda sobre el sexo en los hoteles.

Él se quedó en la cama, mirando cómo ella se secaba con una toalla y se cambiaba de ropa. Por lo visto, la ducha la había devuelto a su preliminar enfado. Will se lo notó en la cara.

—¿Mosqueada conmigo todavía?

—Maldita sea, Will, ya no sé qué hacer contigo. Viniendo aquí me pones en un gran compromiso. Quiero que reconsideres tu postura y que no te metas en esto.

—Demasiado tarde. Esta mañana he estado con Cam.

Nancy masculló un taco y se dejó caer en la cama a medio ponerse una media.

—Esto es el fin para mí.

—No te pongas melodramática.

Él intentó tocarla, pero ella se levantó y terminó de vestirse a toda prisa.

—Voy a tener que inhibirme de este caso —dijo Nancy con brusquedad—. No queda otra alternativa.

Will se incorporó sobre un codo y se puso serio.

—No tienes por qué hacerlo —comentó—. Yo no trabajo para ese tipo. Lo único que he hecho es hablar con él y ponerle en contacto con un buen abogado de Miami, Marv Ross, le conoces, ¿verdad? No soy más que un jubilado de Panama City; no tengo ninguna jurisdicción en todo esto. Si averiguo algo, te lo diré a ti. Transparencia total, engaños cero. Ya le he dicho a Cam que no espere de mí ni un ápice de confidencialidad, que hablar conmigo venía a ser como hablar con el fiscal de la esquina.

—No sé, Will —rezongó ella.

—¡Vamos, Nance! Estamos en el mismo lado. Ambos queremos encontrar al crío y meter en chirona a los malos. Es como en los viejos tiempos. A propósito, si quieres saber mi opinión, Cam MacDonald tiene toda la pinta de primerísimo sospechoso. Que yo le conozca de hace años no quiere decir que me esté tragando lo que me cuenta.

Ella miró su reloj, agarró la silla que había junto a la mesa y se sentó de cara a él.

—Vale. Hagamos la prueba. ¿Qué te ha dicho Cam? Me quedan diez minutos antes de reunirme abajo con el equipo de West Palm y el de Miami.

—Empezaré con lo siguiente —dijo Will, petulante—: Seguro que no sabías que el tipo está liado con el hampa. Debe sesenta y cinco de los grandes por no tener suerte en las apuestas. Debería haber pagado hace dos semanas y no tiene con qué. Por lo visto, hay un recaudador en West Palm que dice que sabe la dirección de la hija de MacDonald en Phoenix. Y parece que el tipo va pero que muy en serio.

West Palm Beach es increíble, se dijo Will para sus adentros mientras miraba el directorio en el vestíbulo del bloque de oficinas pijo situado en pleno centro de la ciudad. ¿En qué otra parte del país podía un corredor de apuestas abrir un bufete compartiendo planta con una empresa de administración de activos y un grupo de cirujanos plásticos?

La recepcionista de Chuck Dye estaba como un tren y a Will no le fue fácil quitarle los ojos de encima, aunque vio que ella también le robaba alguna mirada. Mientras esperaba se dedicó a mirar lo que había en las mesitas auxiliares, libros y folletos escritos por «Chuck Dye, el Chico de los Deportes», con títulos como Estrategias letales para la perfecta apuesta mutua o Truquillos superganadores para apostar con handicap. Por lo visto, el Chico de los Deportes disimulaba sus asuntos mafiosos bajo el diáfano disfraz de un pronosticador legal.

Por fin apareció Dye, alisándose la negra pelambrera y ajustándose la corbata de seda. Era joven y apuesto, por la pinta podría haber sido uno más de los agentes de Bolsa que entraban y salían de la oficina contigua.

—Señor Piper, soy Chuck Dye. Vamos adentro.

Dye tenía una mesa de despacho muy ordenada y las paredes forradas de monitores de pantalla plana, sintonizados en un sinfín de acontecimientos deportivos y con el volumen a cero. Incluso con Will sentado delante de él, sus ojos no dejaron de moverse entre una pantalla y otra, por encima de los hombros de Will.

—Bueno, señor Piper, como le dije por teléfono, nunca recibo a un cliente nuevo sin tener referencias de algún intermediario de confianza.

—Eso quiere decir que confía en Cam MacDonald.

—Al menos confiaba. Ya no estoy tan seguro. Como usted sabe, ha contraído deudas importantes y mis socios y yo empezamos a impacientarnos. Usted me decía por teléfono que quizá pueda echar una mano al respecto, por eso accedí a que viniera. No veo ningún maletín repleto de billetes, por lo tanto tendrá usted que explicarse.

—No tiene ni idea de lo que está pasando, ¿verdad?

Dye se puso repentinamente nervioso, como si acabara de darse cuenta de que Will era el doble de corpulento que él.

—¿Cómo? ¿A qué se refiere?

—Se habrá enterado del secuestro del hijo de Killian.

—Sí. ¿Y…?

—¿Pretende decirme que no sabe que MacDonald trabajaba de guardaespaldas para Killian? ¿Y que es uno de los principales sospechosos del secuestro?

Dye saltó como un muñeco de resorte.

—¿Usted es poli, o qué carajo es?

—Relájese. Ni siquiera soy investigador privado. Amigo de Cam, nada más.

Incluso bajo coacción, Dye no dejó de mirar de vez en cuando los resultados en las pantallas de la pared.

—¿Y qué tiene que ver eso conmigo? —preguntó.

Will le dedicó una sonrisa tan poco intimidatoria que pareció surtir el efecto contrario. Dye adoptó la actitud del conejo acorralado.

—Un tipo como Cam —dijo Will—, que debe sesenta y cinco de los grandes a la mafia, es bastante vulnerable, ¿no cree? Le han intimidado, su hija ha recibido amenazas de un matón profesional. Cam sería un blanco seguro para alguien que supiera ver una ocasión.

—¿Una ocasión de qué?

—De meter un gol histórico. Killian es un hombre muy rico.

—¿Sugiere que yo he tenido algo que ver en esto? —Dye se puso a gritar—. ¿Se ha vuelto loco? ¡Secuestrar a un niño! ¡Salga ahora mismo de mi despacho!

Will no movió ni una ceja. La butaca era comodísima y él no había acabado aún.

—Hagamos una cosa —dijo—. Cuénteme dónde estuvo entre la medianoche y las cinco de la mañana del lunes pasado. Y dígame dónde puedo encontrar al recaudador que amenazó a la hija de mi amigo. Quiero saber dónde estuvo él también la madrugada del lunes.

Las venas del pescuezo de Dye parecían a punto de reventar.

—Óigame, hijo de la gran puta, va usted a salir inmediatamente de aquí perdiendo el culo, ¿se entera?, porque si no…

Justo en ese momento irrumpió la recepcionista, pálida y desencajada.

—Lo siento, Billy, es que acabo de recibir una llamada de la hermana de Carrie.

—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó Dye abriendo los ojos de par en par.

—Acaban de llevarla al hospital. Dios mío, Billy, creo que es grave de verdad.

Dye no dijo palabra. Agarró la americana y salió del despacho a la carrera, dejando a Will a solas con la chica.

—¿Quién es Carrie? —preguntó él.

—La novia de Billy.

—¿Qué le ha pasado?

—Según su hermana ha intentado suicidarse.

La llamada de Will a Nancy provocó una reacción en cadena. En medio de un análisis del caso con todo el personal presente en la sala del Hilton, se había visto obligada a revelar que su marido, presente en West Palm a causa de su amistad con Cam MacDonald, había dado con una pista muy importante. La sala quedó vacía en cuestión de segundos. Un equipo se fue directo al hospital mientras el otro daba los pasos necesarios para conseguir una orden de registro de la oficina y el domicilio de Dye.

A Dye lo detuvieron en la sala de urgencias del hospital y se lo llevaron rápidamente a la oficina del FBI. La hermana de Carrie fue interrogada en una habitación contigua a la sala de espera. Dye no tardó en soltar lo del recaudador, un sujeto con pinta de toro llamado Dennis Mann, al que pillaron en un club de strip-tease de Riviera Beach. El ritmo de actuación del FBI no pudo ser más vertiginoso. Un bebé había desaparecido y cada segundo era vital. La hipótesis era la siguiente: Cameron MacDonald, muy endeudado con el hampa, había intervenido voluntariamente o no en la operación del secuestro. Algo pudo haberse torcido. El bebé había sido raptado, en efecto, pero después de tres días nadie había exigido un rescate. Carrie, la novia del mafioso Dye y supuesto cómplice, había intentado quitarse la vida, consternada por su implicación en el secuestro.

Hacia la hora de cenar, la teoría se había deshilachado por completo.

Si bien las coartadas para las primeras horas del día solían ser poco convincentes y difíciles de corroborar, en el caso de Chuck Dye, su novia Carrie y Dennis Mann, hubo encargados de bares a lo largo de la Ruta 809 que atestiguaron su presencia durante dichas horas. En cuanto al intento de suicidio, al parecer no fue materialmente distinto de otra media docena de episodios similares en los últimos meses. Normalmente Carrie se limitaba a llamar la atención a base de pastillas, pero esta vez se le había ido la mano y de poco no había terminado en el otro barrio. Por lo demás, no había la menor prueba física que relacionara a ninguno de ellos con el secuestro. Nada de nada.

Para Will, la única consecuencia feliz fue que a Dye lo arrestaron por dirigir una correduría de apuestas ilegales y a Mann, el cobrador, lo encerraron en base a una orden de arresto pendiente por agresión con lesiones. No hubo, para Nancy, ningún efecto colateral agradable, así que se limitó a esperar a que la llamaran —probablemente sería Mike Curry— para preguntarle qué coño hacía Will Piper metiendo las narices en una investigación del FBI.

Pero ella tenía un problema aún mayor: el pequeño Adam seguía sin aparecer.

Al caer la tarde Nancy volvió a la finca de los Killian. La hicieron subir al piso de arriba, donde Judy Killian tenía el despacho al final del pasillo. La esposa del senador estaba sentada en una mecedora acolchada, inmóvil, agarrada a los brazos de la butaca como si temiera caerse. Los estragos de la angustia eran evidentes. Aunque llevaba el pelo perfectamente peinado y lacado (lo tenía del color del acero fundido) y su generoso maquillaje era impecable, ni todos los cosméticos del mundo habrían disimulado su fatiga y su fragilidad. Estaba destrozada, casi ausente.

Era mucho más joven que el senador. En la fase inicial de la campaña los asesores de Killian habían intentado compensar la imagen de Judy como esposa-trofeo cargando las tintas en sus obras de beneficencia. Sin embargo, el inesperado embarazo había cambiado la dinámica. Conforme avanzaba su estado de buena esperanza, el votante potencial empezó a mirarla con mejores ojos. Si Killian partía como favorito, entonces su esposa era la favorita a futura primera dama. En la Casa Blanca no había niños pequeños desde Grover Cleveland, alrededor del año 1890. Varias páginas web se ocuparon de vaticinar qué nombre le pondrían al bebé, y después del parto hubo exhaustivos análisis en docenas de blogs sobre cuánto tardaría Judy en recuperar su talla de modelo de pasarela.

En la habitación estaban también Billy y Marty, los asesores de Killian, y cuando uno de ellos hizo un comentario sobre varios fotógrafos armados de teleobjetivos acechando detrás de la casa, corrieron las cortinas y la estancia quedó en sombras.

Nancy se sentó enfrente de Judy, en un sillón tapizado estilo regencia.

—Quería decirle antes que nada, señora Killian, que no puedo ni imaginar lo mal que debe de estar usted pasándolo. Le aseguro que el FBI hace todo lo posible por encontrar a su hijo y llevar ante la justicia a los culpables.

Judy asintió casi imperceptiblemente —mirando al suelo, no a Nancy— y respondió en susurros.

—No sé qué puedo contarle que no haya dicho ya.

Nancy vio a una mujer abrumada por el dolor y la pena. Estaba casi catatónica, y eso requería obrar con la máxima delicadeza.

—Lo comprendo. Intentaré ser breve. Solo quiero preguntarle sobre la hora en que acostó al pequeño Adam la noche del lunes, el momento en que fue usted a darle un biberón de madrugada y lo que descubrió más tarde, a las cinco.

Judy suspiró ruidosamente y se llevó a los ojos un pañuelo que apretaba entre sus manos menudas y blancas.

—Lo metí en su cuna hacia las ocho.

—¿No es un poco tarde para un bebé de cuatro meses? —preguntó Nancy recordando la infancia de su hijo Phillip.

La pregunta pareció despertar de golpe a Judy.

—Todos dicen lo mismo —contestó, a la defensiva—. A nosotros nos funcionaba bien, así dormía seguido hasta una hora razonable de la mañana.

—Dígame, ¿hacia qué hora solía despertarse?

—Sobre las seis.

—Pero no esa noche.

—No. Le oí llorar por el intercomunicador. Serían las doce y media.

Nancy no lo dejó pasar:

—¿Está segura de que era esa hora?

—Tengo un despertador digital al lado de la cama.

—Su marido no se despertó.

—No.

—¿Eso era normal?

—Sí.

—Bien, dígame qué hizo después.

Otra vez el pañuelo. Cuando volvió a hablar, fue como si lo hiciera un autómata.

—Me levanté y fui al cuarto del niño. Adam estaba muy alterado. Como no conseguía calmarlo, calenté un biberón. En el cuarto tengo un aparato. Poco a poco se fue calmando. Al final se durmió otra vez.

—¿Cuánto rato diría que estuvo en la habitación del niño?

—Un cuarto de hora.

—¿Notó usted algo fuera de lo normal en la habitación, en el pasillo…?

—No.

—¿Después volvió usted a acostarse?

—Sí.

—¿Oyó algo más por el intercomunicador el resto de la noche?

—Nada.

—¿Cómo es que se despertó a las cinco, si no oyó nada?

—Me levanto temprano a menudo, así tengo un rato para mí antes de que Adam se despierte.

—¿Por qué entró en el cuarto del niño?

Judy se echó a llorar.

—Para mirarle. Solo para verle dormir.

Billy, el director de campaña, intervino:

—Oiga, señora Piper, esto es demasiado. ¿No le parece que la señora Killian ya ha sufrido bastante?

—Lo lamento. No es mi intención empeorar las cosas. Solo unas preguntas más sobre lo que encontró en el cuarto del niño aquella mañana, y acabamos.

Los recuerdos de Judy concordaban con lo declarado anteriormente y con lo que el senador le había dicho a Nancy: la ventana abierta, la escalera de mano, la nota, el monitor de bebé.

—Hábleme de su relación con MacDonald —dijo finalmente Nancy.

—¿Relación? No teníamos ninguna relación —respondió Judy estableciendo contacto visual por primera vez.

—Digamos que no he elegido bien las palabras. Él la llevaba en coche a menudo, ¿no es cierto? Imagino que de un asiento a otro se dirían algo de vez en cuando. ¿Qué impresión tenía usted de él?

Judy bajó nuevamente la vista.

—Parecía un buen hombre.

Dicho esto, las lágrimas pudieron con ella una vez más. Se levantó bruscamente y el encargado de comunicaciones del senador se la llevó de la habitación.

—Seguro que comprende usted la tensión a la que está sometida —le dijo a Nancy el director de campaña.

—Naturalmente. —Nancy se puso de pie—. Yo también soy madre.

A Will le gustaba el filete poco hecho y aquel estaba más que pasado. Pensó en devolverlo a la cocina, pero eso le habría desincronizado con respecto a MacDonald, que estaba atacando su solomillo. Cam tomaba un vodka con hielo detrás de otro y Will hubo de echar mano de toda su fortaleza para no pedir un Johnnie Walker. Filete vuelta y vuelta y un vaso de buen whisky escocés: la felicidad. De no haber estado Nancy tan cerca, quizá habría cedido a la tentación. Pero se contentó con una cerveza y la suela de zapato.

—Qué bien que hayas trincado a Chucky Dye y a Dennis Mann —dijo Cam agradecido—. No sabes el peso que me has quitado de encima. Eres un genio.

—No te hagas muchas ilusiones —respondió Will—. Sigues estando el primero de la lista y tendrás que vértelas con esos tipos tarde o temprano.

—Sí, sí, ya lo sé, pero al menos ahora puedo preocuparme de una sola cosa cada vez.

Will quería asegurarse de que Cam entendía cuál era su papel en la investigación.

—Supongo que te das cuenta —le explicó— de que cuando decidí poner al FBI en el camino de Dye no excluí la posibilidad de que tú y él fuerais cómplices. Hablo del secuestro.

Cam dejó el tenedor.

—No soy imbécil, Will. Yo en tu lugar estaría pensando lo mismo. Han pasado muchos años. Ya no me conoces. Te dije que no esperaba un trato de confidencialidad por lo que yo pudiera contarte o tú averiguar. Estoy siendo legal porque no tengo nada que ocultar.

—Vale, amigo, pero continúas siendo el principal sospechoso —le cortó Will—. Así están las cosas.

—¿No hay ninguna novedad? ¿Los secuestradores no se han puesto en contacto todavía? ¿Resultados de las pruebas de laboratorio?

—Cero patatero, que yo sepa. Pero, para serte franco, no puedo asegurar que mi mujer vaya a tenerme al corriente de todo. Está cabreadísima por lo que estoy haciendo.

—Vaya, siento haberte metido en arenas movedizas.

—Normalmente me basto y me sobro para meterme en líos yo solito. Te lo diré de otra manera: no me gustaría estar casado conmigo.

—Ser consciente de uno mismo es el primer paso hacia una buena relación de pareja —dijo Cam. Iba por el cuarto vodka y empezaba a farfullar. Will estaba impresionado; por lo visto su amigo aguantaba más que un cosaco.

—Esa frase no parece tuya —bromeó Will.

—Nos lo dijo nuestra asesora matrimonial, hace años. Y supe enseguida que jamás iba a salir adelante en ninguna relación.

—Ya —asintió Will pensando otra vez en el whisky; maldita introspección—. Bueno, Cam. Ahora mismo mi mujer está interrogando a Judy Killian. Háblame de ella. ¿Qué clase de chica es?

Cam puso los ojos en blanco.

—Bueno, siempre ha marcado mucho las distancias. El senador no viene de una familia súper rica y en el fondo es un tío de lo más normal. Cuando vamos por ahí en el coche y no está hablando por teléfono, siempre se pone a charlar conmigo; nada importante, de deportes y eso, pero es una persona afable. En cambio, la señora Killian es de las que cree que uno solo debe hablar cuando le dirigen la palabra. Imagino que de pequeña tendría criados hasta para limpiarse el culo y nos mete a todos en el mismo saco: gente contratada.

—Entonces ¿no hablabais nunca?

—Bueno, sí. De vez en cuando me daba conversación.

—¿Sobre qué?

—Qué sé yo, cosas triviales. El tiempo, la circulación, cambios en la agenda…

—Ella hablaba por teléfono, ¿no?

—Claro. ¿Me estás preguntando de qué hablaba con sus amigas y eso? Hombre, Will, yo siempre he sido discreto.

—Pero no eres cura ni médico, Cam —le cortó Will—. Estás a un paso de que te arresten por secuestrar a un bebé. Venga, habla: ¿se iba de folleteo? ¿La llevabas a ver a otros tíos? ¿O tías? ¿Algún esqueleto en el armario?

—Lo dudo mucho. A ver, no parecía que su matrimonio fuera el más feliz del mundo; a veces decía cosas como que era una lata ser la mujer de un político y que estar todo el tiempo bajo el microscopio por culpa de la campaña electoral era insoportable… pero si tenía alguna aventura, yo no me enteré.

—¿Y ella como persona?

—Yo le pondría un nueve y medio sobre diez en la escala de frialdad y arrogancia. La típica niña rica, pobrecita, toda la vida mimada, siempre arrugando la nariz y poniéndole pegas a todo. Claro que la mayor parte de las veces que la llevé en coche estaba embarazada, o sea que quizá era algo hormonal, vete tú a saber.

—¿Notaste si cambió después de dar a luz?

—Vaya si cambió. Bueno, digo eso pero para ser sincero apenas he tenido relación con ella en los últimos cuatro meses. Desde que nació el niño, se pasa casi todo el tiempo en la casa. Va gente a verla. Tiene todo un séquito de ayudantes o como los quieras llamar: que si fitness por aquí, que si la dieta por allá, y peluqueros y maquilladoras… Yo soy el encargado de controlar quién entra, o sea que los conozco bien a todos, pero sí, claro que cambió. Yo diría que estaba bastante más apagada. Muy poco comunicativa, al menos conmigo.

—Y, últimamente, ¿pasabas más tiempo en Palm Beach con ella o con su marido en la carretera?

—El senador casi siempre hacía que me quedara. Tiene un contingente de seguridad para la campaña, ex miembros del departamento de Estado y de la CIA que contrató a través de una empresa de seguridad. Mi misión consistía en vigilar la finca y estar al tanto de su mujer y del crío. Parece que ni ellos ni yo hemos salido bien parados.

—Ya, bueno, pero ahora no te machaques. A veces se tuercen las cosas.

—Qué me vas a contar.

—Quisiera hablar con sus amigas, Cam. Alguien que la conozca a fondo y que sepa de primera mano qué tal se lleva con su marido. Nancy tiene amigas que saben más de mí que yo mismo. ¿Se te ocurre alguien?

—Su mejor amiga es Chloe Tabor. Se conocen del gimnasio.

—¿Sabes dónde puedo localizarla?

—¿Hoy qué día es? ¿Viernes?

—Sí.

—Se me ocurre una idea. ¿Has traído zapatillas de deporte?

Will dejó a Cam tomándose otra copa en el restaurante y pagando la cuenta mientras él volvía al hotel para coger las zapatillas de deporte, un pantalón corto y una camiseta. Nancy había llegado ya y estaba tendida encima de la cama dictando en su tableta.

—¿Todavía enfadada? —preguntó él sonriendo como un corderito al verla espatarrada.

—No te imaginas cuánto.

—Era una buena pista, Nance, aunque luego haya quedado en nada.

Ella no tenía ganas de hablar, pero sí le preguntó de dónde venía. Cuando él le confesó que había estado cenando con Cam MacDonald, ella hizo una mueca espantosa y le preguntó si estaba empeñado en hundirla del todo.

—Para que lo sepas —dijo Nancy—: no hace ni una hora Mike me ha echado un rapapolvo por que estés tú aquí.

—Mike es un capullo. Además, tienes diez veces más caché en la agencia que él. Tú eres una estrella ascendente; él es agua pasada. Te propongo un trato: seguiré con lo mío un día o dos y luego me retiro. Volveré al barco o iré a Reston para estar un poco con Phillip si tú andas todavía liada con esto. Te prometo no hacer nada que pueda ponerte en un compromiso.

Ella puso cara de enfurruñada.

—¿Me dirás todo lo que averigües? —le preguntó.

—Todo.

—Pues ya puedes empezar. ¿Qué te ha dicho MacDonald?

Will se sentó, aliviado, en la cama y empezó a darle un masaje en los pies.

—Bueno, por lo pronto está súper agradecido. Los de las apuestas, al menos de momento, ya no le soplan en el cogote.

—No me extraña —dijo ella cerrando los ojos de gusto—. ¿Qué más?

—Hemos hablado de Judy Killian.

Nancy abrió los ojos.

—¿Y por qué?

—Escúchame. Seguro que tú piensas lo mismo que yo. Hay tres posibilidades en este caso. Cam MacDonald es el responsable, ya sea en solitario o con cómplices. Posible móvil: dinero o venganza. Personalmente, no creo que sea Cam, pero, claro, puede que me equivoque.

Ella volvió a cerrar los ojos cuando él pasó a trabajarle las pantorrilas.

—Te equivocas, y mucho. Además, sus huellas dactilares están en la escalera de mano y en el router de las cámaras de seguridad.

—Sí, ya sé, ya sé. Bien, posibilidad número dos: que un o unos desconocidos raptaran al crío. Dinero o venganza otra vez. Pero sigue sin llegar una petición de rescate.

—Puede que algo se torciera. Quizá el secuestrador mató al niño, le entró pánico y renunció al resto del plan.

—Ya, pero si vas a rajarte del golpe del siglo, al menos cubrir gastos, ¿no te parece? Para pedir un rescate no hace falta que el crío esté vivo.

Nancy asintió.

—No discrepo, Will. Es por eso que tengo a MacDonald en el punto de mira.

—Vale, pero luego tenemos la posibilidad número tres. Sabes tan bien como yo que los padres han de estar en la lista. Puede que haya sido ella y él la está encubriendo. O tal vez al revés.

—No creerás eso, ¿verdad?

—No creo que un senador en plena carrera presidencial encaje con el perfil de tío retorcido capaz de matar a su propio hijo. Por eso quiero saber más cosas de ella, de Judy. ¿Tu famoso instinto, marca de la casa, no vibra con la señora Killian?

Nancy hizo caso omiso y le preguntó:

—¿Qué ha dicho MacDonald de ella?

—Que antes de tener el bebé era súper fría y arrogante, y que después de tenerlo se volvió reservada pero sin dejar de ser ella. ¿Tú qué piensas de esa mujer?

—¡No voy a revelar nada que ataña al caso, Will!

Él viró hacia el polo norte y siguió el masaje en los muslos, por debajo de la falda.

—No estoy pidiendo pruebas, Nance, simplemente quería saber qué impresión te había causado.

Ella soltó uno de aquellos gemidos tan suyos, señal suficientemente inequívoca de que no deseaba que él se detuviera allí.

—Me ha caído bastante mal.

—Ah. ¿Y eso?

—Algo no acaba de cuadrar. Yo nunca he estado en su situación y ojalá no lo esté nunca, pero creo que estaría furiosa, alteradísima. Seguro que daría la paliza exigiendo saber qué hace el FBI para encontrar a mi hijo. No sé, sería como una cuadrilla de demolición, pero yo sola y en mujer.

—No me cabe duda.

—La he visto muy deprimida, Will, quiero decir casi ausente. Vale, no digo que sea algo anormal en estas circunstancias, pero las antenas se me han puesto a vibrar de golpe.

—Estupendo —dijo él con una mano lo bastante arriba como para tirarle de las bragas—. Eso significa que vas a aparcar los prejuicios con respecto a Cam MacDonald.

—Yo siempre aparco los prejuicios —respondió ella atrayéndolo hacia sí.

Cuando terminaron, mientras el aire acondicionado les enfriaba la piel, Will fue a buscar algo en su bolso de viaje.

—¿Qué haces? —le preguntó Nancy metiéndose entre las sábanas en busca de un poco de calor.

Will se volvió con una sonrisa pícara y le mostró las zapatillas de tenis y un pantalón corto.

—Salgo a hacer un poquito de ejercicio. No me esperes levantada.

Prime Fitness, en Chilean Avenue, no guardaba el menor parecido con los gimnasios que Will había frecuentado de joven. El local era limpio y alegre, la recepción toda de mármol, había relucientes máquinas cromadas, música de fondo y mujeres deambulando en mallas ajustadas. Aparte del monitor que le asignaron al entrar para que le mostrara las instalaciones, Will era el único hombre. Vio pasar y agitarse numerosas colas de caballo, y en los espejos de las paredes pilló a más de una dama señalándole con el dedo e intercambiando risitas con otra. Aunque el único ejercicio que hacía Will últimamente era salir a correr de vez en cuando, trajinar en el barco lo mantenía en forma, y en pantalón y camiseta de atletismo recordaba todavía a aquel corpulento jugador de fútbol americano que fuera en su época estudiantil.

—Bueno —empezó el joven monitor—, ¿y qué clase de programa te gustaría seguir, en caso de que te apuntes?

Will estaba mirando hacia el estudio de danza que había al fondo de la sala.

—¿Ahí dentro qué hacen?

—Es la clase de zumba. A las chicas les encanta.

—Pues ¿sabes lo que te digo? Quizá que me aparques allí —dijo Will—. Creo que ahora mismo es lo que más me apetece probar.

—¿En serio? Así de entrada no te veía yo muy tipo zumba…

—Bueno, deja que lo pruebe. Me pondré en la última fila y así veré cómo lo hacen.

Su entrada en el estudio causó no poco revuelo: al menos doce mujeres se volvieron para mirarle. La monitora, una morena pizpireta que contaba varias décadas menos que el resto de las presentes, le llamó a gritos en medio de la música latina sin perder para nada el compás:

—¡Eh! ¡Hola, bienvenido! ¿Cómo te llamas?

—Will.

—Bueno, Will, pues ven aquí, a primera fila. ¿Principiante, nivel medio o nivel avanzado?

—Depende de a qué te refieras con eso —respondió él, y las damas prorrumpieron en espasmódicas carcajadas.

—¡Me refiero a la zumba, tonto!

—Principiante.

—Esta clase es de nivel intermedio, o sea que no intentes seguir todos los movimientos. Déjate llevar por la música y haz lo que puedas.

Media hora más tarde, Will estaba empapado de sudor y el corazón le iba mucho más rápido de lo conveniente. Mientras se secaba, le dijo a la monitora:

—Muchas gracias por tu amabilidad. Mira por dónde, creo que anularé la prueba de esfuerzo que tenía programada.

—Te has portado muy bien, Will. A ver si te apuntas. En caso de que sí, yo doy clases de zumba por la noche.

—Oye, quizá podrías hacerme un favor. ¿Te importaría decirme quién es Chloe Tabor?

Will se aproximó a Chloe en la sala de máquinas. Ella debió de verle reflejado en uno de los espejos porque se volvió con una sonrisa de anuncio. Tenía menos de cincuenta, era delgada y parecía haber vivido bien, una mujer atractiva que sin duda frecuentaba el quirófano de algún cirujano plástico.

—¿Qué tal? —dijo Will, simpático—. No quería que te marcharas sin decirte lo bien que te mueves en la pista de baile.

—Gracias. Me llamo Chloe. Has sido muy valiente viniendo a la guarida del león. O de las leonas.

—Eso creo, sí.

Mientras ella reía, él aprovechó para preguntarle si le apetecía un café. La reacción de Chloe fue perfecta.

—Es un poco tarde para tomar café pero el momento ideal para un martini, ¿no crees?

Ya en la calle, él le dijo que era forastero y que no conocía los buenos bares de la ciudad. Ella comentó que su martini casero era excelente, y que su marido estaba de viaje en Europa. Así pues, Will la acompañó entusiasmado hasta su coche y al poco rato franqueaban la verja de una finca en South Ocean Boulevard, a menos de un kilómetro de la del senador Killian.

Rápidamente se encontró sentado en un taburete de bar de una cocina tan grande como toda su casa de Reston, mirando a Chloe hacer de barman. Luego la siguió al enorme cuarto de estar en la parte trasera de la propiedad. Se dejó caer en un mullido y lujoso sofá modular y probó el cóctel. Will no era mucho de martinis, pero le pareció que estaba muy bien y ella se puso muy contenta con sus elogios. Chloe era una experta bebedora; se sirvió un segundo martini mientras él todavía saboreaba el primero.

—Tendrás que disculparme —dijo Will—. Estoy un poco sudado. Debería haber pasado a cambiarme de ropa.

—Me gustan los hombres en pantalón corto —aseguró ella—. Bueno, no todos. Depende de las piernas.

—Pues brindo por un pantalón corto de los más cortos y un par de buenas piernas —declaró él levantando su martini.

De repente ella frunció el entrecejo y le miró con dureza.

—¿Nos conocemos de algo?

—Me parece que no.

—Tengo la sensación de haberte visto antes.

—Me lo dicen a menudo.

—¿Te llamas Will qué más?

—Piper.

—¡Cielo santo! ¿El Will Piper famoso?

—Culpable de todos los cargos.

—¡No me lo puedo creer! Will Piper, en mi casa, tomándose un martini mío.

Lo que siguió fue la obligada conversación, idéntica a cuantas tenían lugar cuando alguien le conocía en persona. ¿Qué pensaba Will que iba a pasar el 9 de febrero de 2027? ¿Había visto con sus propios ojos la Biblioteca? ¿Qué sensación daba que tu propio gobierno te persiguiera y que casi acabara con tu vida? ¿Qué opinaba del actor que hacía de él en la película?

Will contestó de buena gana a todas las preguntas y luego coló una de cosecha propia. ¿Y qué opinaba ella del secuestro?

La sonrisa desapareció de los labios de Chloe.

—¡Qué cosa más espantosa! —exclamó—. Me siento culpable, venga a reír mientras Judy lo está pasando fatal a unas cuantas manzanas de aquí. Es amiga mía, ¿sabes?

—¿De veras?

—Una amiga íntima.

—¿Has hablado con ella desde el secuestro?

—No. Le mandé un correo electrónico para decirle que podía contar conmigo, pero no me ha contestado, claro. Tampoco esperaba que lo hiciese.

—Dime, ¿tú qué crees que pasó?

—Lo que cree todo el mundo: que fue ese guardaespaldas, gente de dentro.

—¿Podría ser incluso algo mucho más directo? —aventuró Will.

—¿Insinúas que han sido Judy o John? Si los conocieras, no se te ocurriría ni pensarlo.

Will agitó el vaso pidiendo más y ella se levantó a toda velocidad.

—Cuando estaba en el FBI y se nos presentaba un caso de esos, nueve de cada diez veces los padres estaban implicados de una forma u otra.

—Estos no. Ni pensarlo. ¡Ese hombre podría ser el próximo presidente!

—¿Y ella? ¿Le sigue la corriente? Quiero decir, tener el primer hijo a los cuarenta y a renglón seguido meterse en la vertiginosa locura que supone una campaña presidencial, teniendo en cuenta además que a partir del próximo mes de noviembre puedes convertirte en la mujer más reconocible del mundo… No debe de ser fácil, ¿verdad?

—Claro que no. Fue muy estresante.

—¿Quizá algo más que eso? Me refiero a si tanta presión no le pasó factura a Judy.

Chloe fue a sentarse a su lado. Will notó el aliento a alcohol y una mezcla de perfume y sudor en su cuello bronceado.

—Hay que ver la de preguntas que haces —dijo ella.

—Es la costumbre. Cuando se trata de estas cosas, un ex agente del FBI siempre acaba fisgando.

Vio venir el beso y reaccionó a la medida del mismo pero sin hacer nada con las manos. Cuando Chloe separó los labios y preguntó si ella le gustaba, él meneó el dedo con el anillo de casado y le dijo que su mujer llegaba esa misma noche a West Palm para pasar unos días de descanso.

—Ahora recuerdo que la prensa amarilla decía que eras un mujeriego.

—Pues no lo sé, pero sí te puedo decir que a estas alturas de la vida estoy bastante bien enseñado —dijo Will—. Lo que es seguro es que si no estuviera casado me buscaría una diosa de la zumba como tú. Oye, antes de volver a mi hotel, ¿te importaría satisfacer mi curiosidad y hablarme de cómo anda Judy Killian de la cabeza y qué tal está con su marido? Soy el colmo de la discreción, no temas. Será como si se lo dijeras a un cura.

—Soy judía.

—Vale, pues como si se lo contaras a un rabino.

—No me fío de mi rabino.

—De Will Piper sí te puedes fiar.

Aunque Will intentó por todos los medios entrar en la habitación sin hacer ruido, Nancy se despertó y encendió la lámpara de la mesita de noche.

—Bueno, ¿quieres contarme en qué andas metido? —preguntó, seria.

—Trabajo clandestino.

—No me digas.

—Lo que oyes. Llevaba disfraz.

—¿De qué?

—De bailarín de zumba.

Ella le dijo que fuera a la cama y cuando lo tuvo cerca olió en él el perfume de Chloe Tabor.

Antes de que el tren descarrilara, Will explicó:

—No hay motivo para que te preocupes o te enfades, Nance. He estado ahondando un poquito en una pista. He tomado una copa con una amiga de Judy Killian. No ha pasado nada, pero ¿recuerdas que dijiste que algo no te encajaba de ella?

—Sí. ¿Y…?

—Pues escucha esto: el matrimonio Killian tenía problemas de los gordos. Ella no quería que él se presentara candidato. Odia la idea de ir a la Casa Blanca. Al quedar encinta rezó para que Killian decidiese que no era el momento adecuado para meterse en campañas, pero el senador no se echó atrás. Y después de nacer el niño, a Judy le dio el telele. Bueno, fue una depresión posparto en toda regla. Si no llega a ser la esposa del candidato seguramente la hubieran ingresado, pero él se negó a permitir que recibiera la ayuda que necesitaba. Y, ahora, el secuestro.

—Todo muy interesante —indicó Nancy—, y eso explica un poco el porqué de su actitud, pero no aporta nada al caso a nivel de pruebas.

—Yo creo que sí aporta, y mucho —aseguró él, pero Nancy le rogó que lo dejaran hasta el día siguiente. Tenía una reunión a primera hora y estaba agotada.

—Bueno, me doy una ducha rápida y vengo a la cama —dijo él.

Se estaba quitando la ropa cuando reparó en una carpeta abierta sobre el tocador, y en una fotografía de la nota de los secuestradores. Cogió la foto y la examinó.

—Hay algo interesante en la nota, ¿te has fijado?

—Oye, deja eso. Te advertí que no iba a enseñarte material del caso.

Will hizo oídos sordos.

—«Retírate de la carrera.» ¿Has visto que todas las letras están recortadas de una en una, salvo la palabra «carrera»? Esa está entera.

—Pues claro que nos hemos fijado —dijo Nancy a la defensiva.

—Te apuesto un café a que si consigues una lista de todas las revistas que los Killian tienen en su casa y haces una búsqueda de la palabra «carrera» por tipo y tamaño de fuente en números recientes, encontrarás una igual.

Ella suspiró y le lanzó una almohada; él dejó que le diera en toda la cabeza.

—¿Te he dicho alguna vez que sigues siendo el tío más agudo de cuantos he conocido en la agencia? No creo que a nadie se le hubiera ocurrido eso. Pero antes de que te perdone, deja que te pregunte una cosa: ¿dónde estuviste tomando esa copa con Chloe Tabor?

Will meneó la cabeza.

—Si respondo voy a tener que dormir en la bañera.

Eran las siete de la mañana. Nancy estaba a punto de salir de la habitación y Will continuaba durmiendo. En ese momento su NetPen la avisó de una llamada de Jim Moskowitz.

Al despertarse y oír que ella decía «Dios mío», Will preguntó qué pasaba.

—Han encontrado al bebé. Muerto.

Cuando Nancy llegó a la finca de los Killian, el lugar estaba tomado por médicos forenses estatales y policía científica de la oficina del FBI en Miami. Estaban casi todos en el embarcadero, fotografiando una cosa pequeña y negra. Hasta que no estuvo cerca, Nancy no acertó a ver que se trataba de una bolsa de basura envuelta en alambre. Al lado había un disco de color azul metálico. El olor que despedía la bolsa era nauseabundo, un olor que Nancy ya conocía bien.

Jim Moskowitz la saludó y le dijo:

—Dos hombres que estaban pescando la encontraron hace unas horas a una milla al norte de aquí. Al abrirla un poco se dieron cuenta de lo que habían pescado. Hemos recogido todas las pruebas de la superficie. Estamos casi a punto de abrirla del todo y echar un vistazo antes de llevarla al depósito.

Nancy no tenía ninguna prisa por ver el contenido. Menos aún siendo un bebé. Pero formaba parte del trabajo.

—¿Quiere una mascarilla? —le preguntó uno de los técnicos.

En el inicio de su carrera Nancy había aprendido que era poco «de hombres» mostrarse aprensiva ante los colegas por el olor a muerto. Siempre lo encaraba como la mayoría de ellos, a pecho descubierto.

—Estoy bien —dijo.

Un técnico provisto de bata y guantes cortó la bolsa con un bisturí mientras un videógrafo lo grababa todo. Las fotos de Adam que había en la casa no guardaban, lógicamente, el menor parecido con el cuerpo hinchado y morado que ella pudo ver. El forense echó un vistazo con calma y declaró que no se apreciaban heridas de bala ni de objeto cortante y tampoco señales de estrangulación por soga o alambre, pero que al margen de eso no podía añadir nada sin practicar una autopsia.

—¿Cuánto tiempo ha estado en el agua? —le preguntó Nancy.

—Yo diría que una semana, pero ya le adelanto que no nos será posible fijar una fecha con un mínimo de precisión.

Los ojos de Nancy viajaron hacia el disco de metal. Resultó ser una pesa de diez libras con un trozo de alambre metido por el agujero.

—¿Qué puede decirme de esto? —preguntó Nancy.

Uno de los agentes de Moskowitz acababa de sumarse al grupo y fue él quien respondió.

—Es el mismo modelo de pesas que hay en el garaje. Este juego pertenece a MacDonald. Y, por si fuera poco, al suyo le falta la pesa de diez libras.

Se oyeron murmullos entre los allí reunidos.

—Todavía hay más —continuó el agente sosteniendo en alto una bolsa de pruebas—. Esto es un carrete de alambre que había encima del banco de trabajo, en el garaje. Yo diría que es del mismo grosor que el alambre con que ataron la bolsa.

Moskowitz le hizo una seña a Nancy para que pudieran hablar fuera del alcance de oídos ajenos.

—Voy a hacer que traigan a MacDonald para interrogarlo de nuevo —dijo—. ¿Estás de acuerdo?

—Desde luego —respondió ella.

—En base a lo que sabemos voy a solicitar rápidamente una orden de arresto. Los datos del laboratorio forense, la bolsa de basura, la pesa y el alambre, todo eso puede ser relevante, pero creo que con lo que tenemos es suficiente para acusarlo de secuestro y asesinato.

—Pero, Jim, ¿qué crees que ha pasado? ¿Cuál es la hipótesis? ¿MacDonald rapta al niño, lo mata y tira el cadáver al mar sin exigir ningún dinero?

—Es probable que el niño muriera accidentalmente y que el plan se fuera al traste.

—Me parece cogido por los pelos.

—Quizá no era un secuestro para conseguir dinero. Tal vez MacDonald haya matado al niño porque odia a los Killian.

—Eso tampoco me cuadra con los hechos que conocemos hasta ahora.

—Entonces ¿crees que no deberíamos arrestarlo?

—Lo que creo es que no tenemos elección —dijo Nancy—. Adelante. Yo me ocuparé de que el director sepa cómo está el asunto.

Cam MacDonald fue oficialmente acusado del secuestro y asesinato de Adam Killian aquella tarde, a la misma hora en que Will y Nancy estaban teniendo una acalorada discusión en el hotel mientras hacían el equipaje.

—Es todo demasiado fácil, Nance —protestaba Will—. MacDonald estuvo en el FBI. Era un buen agente y un tipo muy listo. Aun suponiendo que tuviera un móvil de peso para hacer semejante cosa, ¿crees que dejaría tantas pistas, a cuál más llamativa, apuntando directamente hacia él?

—Es posible que haya cambiado, que no sea el que tú recuerdas…

—No, lo están utilizando como cabeza de turco. Y tú también te das cuenta, no lo niegues.

—Mira, Will, yo no puedo permitirme actuar según lo que me dictan las tripas. Ni en este caso ni en ningún otro. Los profesionales tenemos que seguir los dictados del cerebro.

—Ah, o sea que yo soy un simple aficionado que hace las cosas a la ligera.

—No, Will, lo que pasa es que eres amigo de Cam. No estás siendo objetivo.

El NetPen los interrumpió. Will fue a buscar sus cosas al cuarto de baño, y al volver se la encontró con cara alucinada.

—Era uno de los agentes que se ocupan de la escena del crimen —dijo ella—. ¿Te acuerdas de la palabra «carrera»? Pues hay una coincidencia exacta con un anuncio (la frase era «carrera hasta la línea de meta») en el número de noviembre de 2019 de la revista Vogue. Judy Killian es suscriptora. El agente ha vuelto esta tarde a la casa para investigar. El número de octubre, el de diciembre y el de enero están en el dormitorio grande, en un revistero. Falta el número de noviembre.

Will sonrió al oírlo.

—¿Y ahora qué dice tu cabeza, Nance?

El funeral iba a ser privado, para la familia más inmediata, y de hecho lo fue hasta que los allegados empezaron a salir de la iglesia. A partir de ahí el cielo sobre el cementerio se pobló de helicópteros con grandes teleobjetivos.

La campaña presidencial de Killian había quedado oficialmente suspendida. Sus rivales estaban nerviosísimos ante las cruciales e inminentes primarias en Carolina del Sur, pero se vieron básicamente obligados a seguir el ejemplo.

Una semana antes de Carolina del Sur, Killian hizo su primera aparición en público desde el secuestro para declarar que no iba a permitir que su tragedia personal y familiar y el crimen de un ser perverso lo apartaran de la carrera por la nominación. Fue una apasionada y austera muestra de teatro político y sus partidarios la encajaron con ojos llorosos. La esposa del senador no estuvo presente, y aunque él la elogió por la callada entereza de que había hecho gala, nadie le buscó tres pies al gato a su ausencia. Killian prometió reanudar la campaña con todas sus energías después de Carolina del Sur y poner toda la carne en el asador para alcanzar la nominación —y la presidencia— por el bien de todas aquellas personas que creían en él y de un país consumido por la angustia del Horizonte que ya se acercaba.

Entre los millones de personas pegados a sus televisores se contaban Will y Nancy, a la sazón pasando una semana en Reston. Phillip había intervenido en un recital del colegio, el tipo de momento familiar que Will se tomó especialmente en serio tras la muerte del bebé Adam. Phillip hacía de peregrino y una niñita peregrina le daba un beso, todo muy conmovedor. Pero Reston era la típica población del extrarradio, fría y residencial, y Will se moría de ganas de volver a Florida y salir a pescar en su barco.

Terminado el discurso, Will apagó el televisor.

—¿Es posible que este hombre sea el claro favorito a la presidencia? —dijo—. Tú sabes, y yo también, que tuvo algo que ver en la muerte del niño.

Nancy soltó un suspiro de cansancio.

—Veamos en qué acaba el juicio de Cam MacDonald.

—Eso puede durar un año, y Killian ya estará sentado en el Despacho Oval.

—No hay nada que hacer, Will. Sabes que de puertas adentro utilicé todas las estratagemas del abogado del diablo, pero el jurado dictaminó que había pruebas suficientes para procesarlo. Ahora ya todo depende de cómo vaya el juicio.

Will se levantó y fue a coger otra cerveza de la nevera. Nancy le lanzó una mirada como diciendo «ya es la cuarta». Will acababa de abrir la botella y estaba volviendo de la cocina cuando se detuvo en seco y dijo:

—Oye, ¿y si…?

—Ay, ay, ay… Venga, habla.

—¿Y si pudiéramos saber la fecha en que murió Adam Killian? ¿No te gustaría saber si fue el lunes 6 de enero, o bien el martes 7?

—Claro —asintió ella—. Si Adam murió el 6, entonces Judy Killian habría mentido al decir que le dio un biberón a las doce y media, es decir, ya día 7. Y si murió el martes o incluso dos días después, entonces encajaría con el hecho de que las cámaras de seguridad dejaran de funcionar a la una y media de la madrugada y el crimen se cometiera entre esa hora y las cinco de la mañana. Pero el forense nos dijo que no podía fijar la fecha, al menos no con tanta precisión.

Will enseñó su famosa sonrisa de «te pillé».

—Vale, pero habría una manera, ya sabes. La Biblioteca.

Ella puso los ojos en blanco, el gesto de la esposa sufridora de un marido exasperante llamado nada menos que Will Piper. Con toda la paciencia que fue capaz de reunir, Nancy le resumió la jurisprudencia federal relativa a demandas judiciales interpuestas contra el gobierno de los Estados Unidos en un intento de extraer de la Biblioteca de Área 51 una fecha concreta de defunción.

Diez años antes, tras revelar la existencia de la Biblioteca, Will había podido salvarse (y a su familia directa) de una terrible venganza gracias a su moneda de cambio, una copia de la base de datos para todos los nacimientos y defunciones hasta la llegada del Horizonte. En una espiral de drama y violencia, Nancy había herido de muerte a Malcolm Frazier, jefe de seguridad de Área 51 (y asesino de los padres de ella), para evitar que aquel rematara a Will. Después del tiroteo en Las Vegas, Will filtró la base de datos al Washington Post, periódico donde trabajaba su yerno, que fue quien firmó el primer artículo sobre la Biblioteca. Y el mundo supo así de su existencia.

Pero el gobierno intervino enseguida y presentó un mandamiento judicial contra el Post prohibiendo la publicación de datos sobre personas específicas procedentes de la sustraída base de datos, lo que desencadenó varios años de batallas judiciales con posteriores y frecuentes recursos al Tribunal Supremo. Y finalmente el alto tribunal dictó una serie de normas. La seguridad nacional quedaba establecida como valor supremo, por encima del derecho de cualquier individuo a conocer una determinada fecha de nacimiento o defunción registrada en la Biblioteca. El Post se vio obligado a hacer entrega de su copia de la base de datos, en el bien entendido de que no existía ninguna otra en papel o en soporte electrónico. Las demandas interpuestas por particulares o por empresas contra el gobierno federal fueron rechazadas en base a que el acceso a datos sobre la defunción de un individuo no tenía justificación suficiente y, en cambio, constituía un riesgo para la seguridad nacional. El caso más frecuente era el de un cónyuge u otro pariente buscando abreviar el período establecido por ley para que una persona desaparecida pudiera ser declarada muerta. Del mismo modo, procesos penales en los que el estado o un gobierno local necesitaban determinar una fecha concreta de fallecimiento en relación con un juicio fueron rechazados por motivos de seguridad nacional. En ningún caso una acción judicial había conseguido traspasar el tupido velo de la Biblioteca.

—Todo eso ya lo sé, Nance —dijo Will apurando su cerveza demasiado deprisa para gusto de ella—. Pero ¿no crees que estamos ante un caso que podría abrir definitivamente la Biblioteca? Tenemos a un senador en ejercicio que podría convertirse, según todos los pronósticos, en el próximo presidente de los Estados Unidos. Si su hijo murió el lunes, entonces ese hombre es un homicida o bien cómplice de asesinato. Si no te parece que eso constituye un riesgo para la seguridad nacional, entonces necesitas que te examinen la cabeza.

Nancy se lo quedó mirando largo rato en silencio, hasta el punto de que él dudó que fuera a responder.

—¿Sabes lo que te digo, Will? —acabó diciendo ella—. Que tienes toda la razón.

Antes de que la Biblioteca dejara de ser un secreto, Área 51 había sido durante años el blanco de teóricos de la conspiración convencidos de que la base de Groom Lake, en Nevada, se utilizaba para examinar ovnis siniestrados y aplicar técnicas de retroingeniería a aparatos de tecnología extraterrestre. La base, en cierta manera, se dedicaba a cosas no menos fantásticas, pero los entusiastas de la conspiración, obedeciendo al tópico de que el interés por estos asuntos disminuye tan pronto se hacen públicos, se buscaron otro entretenimiento.

El apretado lazo de seguridad y confidencialidad que había existido desde el inicio del proyecto, en 1947, se fue aflojando. En el momento más álgido de su actividad, trabajaban allí de forma totalmente anónima varios centenares de analistas y encriptadores, yendo y viniendo de Las Vegas a Groom Lake en vuelos diarios fletados por el gobierno. A medida que se aproximaba el Horizonte, su número había ido decreciendo.

Empleados de Groom Lake, la mayoría civiles, trabajaban todavía en algoritmos y otros aspectos de la base de datos con miras a determinar futuras tendencias geopolíticas y catástrofes naturales, pero los de seguridad —conocidos de puertas adentro como los «vigilantes»— no tenían que velar por el máximo secreto de toda la operación, sino que se concentraban en la más prosaica pero no menos importante tarea de controlar que nadie revelara fechas de nacimiento o defunción, ya fuera por amor o por dinero. Los vigilantes eran reclutados de entre los estamentos militares o personal de la CIA, hombres duros que no destacaban por su flexilidad ni su sentido del humor. La mayoría de ellos adustos gorilas, su misión había consistido en asestar el golpe de gracia a todo reo de filtración o de traición. El ejemplo más llamativo de esta implacable justicia extrajudicial había tenido lugar diez años antes en la persona del experto informático Mark Shackleton, el hombre cuyas proezas habían puesto a Will Piper en la pista de la Biblioteca. Shackleton estaba todavía en coma a resultas de la bala que le quedara alojada en el cerebro, y el jefe de seguridad de Área 51, el vigilante en jefe, Malcolm Frazier, había muerto tiempo atrás a manos de la joven agente Nancy Piper.

La base propiamente dicha, ubicada en el remoto desierto de Nevada en lo que fuera el lecho seco de un antiguo lago, parecía una más de las numerosas instalaciones militares que se construyeron en la época, un conjunto de construcciones bajas, sosas y de aspecto industrial. Aunque había oficinas administrativas a la vista, la verdadera actividad en el llamado Bloque Truman tenía lugar a más de treinta metros de profundidad. Allí operaban los analistas y allí se guardaba la Biblioteca de Vectis original, en una cámara acorazada a prueba de bombas y terremotos, un museo compuesto por setecientos mil gruesos pergaminos que muy pocas personas habían llegado a ver. Los libros propiamente dichos carecían ya de valor, eran reliquias cuyo contenido había sido digitalizado, pero seguían inspirando respeto y reverencia y, por lo tanto, se los protegía debidamente. Todavía hoy los novatos eran sometidos al rito iniciático de visitar obligatoriamente la Bóveda el primer día de trabajo en Área 51. La mayoría de ellos ya no volvía a bajar. Lógicamente, había pocos empleados nuevos; el 9 de febrero de 2027 Área 51 quedaría aparcada definitivamente, o dejaría de existir junto con el resto del planeta.

Por un capricho del protocolo militar típico de la era Truman, Groom Lake siempre había sido una instalación de la Marina dependiente del Pentágono, y tanto entonces como ahora el comandante en jefe de la base era el muy terrestre contraalmirante de la flota. Nathan Griffin, un hombre de tez incolora a pocos meses del retiro, contempló desde la ventana de su despacho el mismo monótono paisaje que llevaba viendo desde hacía nueve años en sus días laborables. Estaba más que harto de la paleta de marrones y amarillos; tenía pensado pasar el resto de sus días hasta el Horizonte mirando todo el verde y todo el azul que pudiera permitirse.

Su jefe de seguridad, el coronel Bryce Markham, llamó a la puerta antes de entrar. Plantado frente al escritorio de Griffin, aguardó inmóvil hasta que el almirante le dio permiso para hablar con un gesto de cabeza. También Markham se acercaba a la jubilación. De hecho, abandonarían Área 51 con pocos meses de diferencia. El sucesor de Markham ya había sido elegido, era un tal Roger Kenney, un tipo joven y belicoso, pupilo de Malcolm Frazier. Markham no conoció personalmente a Frazier. Había llegado directamente de la CIA para hacerse cargo de la seguridad a raíz del fiasco de Shackleton, y ahora se alegraba de marcharse. El desierto, con el tiempo, acababa volviéndote loco.

—¿Quería usted verme, señor?

—Tenemos un problema, Bryce. Estará usted al corriente de que el Pentágono recibió una solicitud del departamento de Justicia pidiendo la fecha de fallecimiento del hijo del senador Killian.

—Esa solicitud fue denegada. —Markham se enfurecía solo de pensar en tener que bajarse los pantalones ante una petición civil.

—En efecto. Como cualquiera de los otros ruegos que hemos recibido estos años.

—Entonces ¿qué problema hay?

—Pues que el secretario de la Armada acaba de comunicarme que dentro de pocos minutos llegará a Groom Lake un Lear Jet del FBI procedente de Washington y que debo autorizarlo a tomar tierra y dar alojamiento a un visitante.

—¿Un visitante? ¿Quién?

—Nancy Piper, la directora adjunta.

Markham perdió la flema y soltó un taco. El almirante se lo dejó pasar. Will Piper era el hombre más odiado por todos los vigilantes de Área 51 sin excepción; y Nancy, su esposa, se llevaba de calle el premio a la mujer más odiada. Malcolm Frazier era una leyenda y ella lo había mandado al otro barrio.

—¿Por qué demonios tiene que venir aquí?

—No me lo han dicho. Deduzco que insistirá en que le pasemos la fecha de Adam Killian.

—Pero no la vamos a divulgar, ¿no? —dijo Markham, agresivo.

—No.

Mientras su avión se aproximaba al aeródromo de Groom Lake, Nancy contempló el adusto paisaje, maravillada de la dura belleza del lugar y de lo tremendamente apartado que estaba de todo. Al abandonar la refrigerada cabina y pisar la pista, su cuerpo se calentó al instante, y en cuestión de segundos el árido calor la hacía boquear. Dentro del avión quedaban asesores y abogados, que ahora pegaban la nariz a las ventanillas tratando de ver algo de la base. Nancy quería encargarse de la misión en solitario.

Un subalterno del almirante la acompañó hasta un todoterreno para trasladarla al cuartel general. Ya en el despacho de Griffin, le presentaron al almirante y al coronel Markham; la mirada asesina con que este último la recibió fue, a ojos de Nancy, muy poco profesional y, de tan obvia, casi cómica.

Griffin le ofreció una silla pero ella declinó sentarse. Cuando le preguntaron por el objeto de su visita, respondió:

—He venido para conocer la fecha oficial de defunción de Adam Spencer Killian, que contaba cuatro meses de edad cuando fue asesinado.

—Señorita —dijo Griffin, y apoyó las manos en su mesa, evidentemente incómodo—, hace diez años que esta oficina deniega todas las solicitudes de esa índole, y no vamos a cambiar de política ahora. Los tribunales han confirmado sistemáticamente la confidencialidad de nuestros datos sobre personas específicas. Esta solicitud en concreto ya fue estudiada por quienes detentan el poder y desechada en su momento. Tendrá usted que volver a ese avión y regresar a Washington.

Mientras Markham enseñaba una sonrisita, ella sacó un papel de su maletín.

—No pienso volver con las manos vacías, almirante. Me va a dar usted lo que he venido a buscar.

—¿El qué? —preguntó el almirante.

Nancy dejó el papel encima de la mesa.

—Aquí tiene mi carnet de biblioteca.

Griffin lo leyó y, con la cara encendida, le pasó el documento a Markham.

—Es una orden judicial exigiéndoles que proporcionen inmediatamente al FBI los datos que se les pide —dijo Nancy—, por motivos de seguridad nacional. No es una orden dictada por un tribunal de distrito, ni por un tribunal superior. Es una orden del Tribunal Supremo, y si no ha reconocido la firma, sepa que es la del presidente del Supremo. ¿Dónde quiere usted que espere mientras buscan la fecha de defunción de Adam Killian?

La tuvieron una hora esperando fuera del despacho del almirante. Nancy supuso que obtener el dato en cuestión era cosa de un minuto o menos, y que el resto del tiempo no tenía más sentido que el de ejercer una agresividad pasiva contra ella.

Finalmente, fue Markham quien se encargó de entregarle en mano el sobre cerrado.

—¿Es preciso que lo abra aquí?

—La fecha de defunción de Killian está dentro —dijo el coronel—. Ábralo donde le plazca.

—Gracias, coronel. —Nancy metió el sobre en su maletín y se levantó de la silla—. Que pase usted un buen día.

Markham no se movió del sitio, cortándole el paso, alto como un gigante.

—Solo una pregunta en relación con Malcolm Frazier. ¿Qué sintió usted al matar a un héroe?

Ella esquivó con cuidado el cuerpo que le obstaculizaba el camino y luego, volviendo la cabeza, dijo:

—Yo solo disparo contra malhechores, no contra héroes.

La reunión se desarrolló en un ambiente tenso, preñado de hostilidad. Mientras esperaban al senador y a su esposa, el director de campaña de Killian y su abogado personal exigieron saber por qué el FBI había insistido en que el senador abandonara temporalmente la ruta de campaña para entrevistarse con ellos.

—Que quede bien claro —les dijo Billy Weddle, furioso, a Nancy y a Jim Moskowitz, prescindiendo de todo su encanto sureño—: más vale que tengan una muy buena razón para hacer venir al senador hasta Florida. Espero que le dirán que Cameron MacDonald ha confesado y que todo este lamentable asunto queda zanjado para siempre. No podemos permitirnos distracciones, son momentos para estar muy concentrados en la labor.

—Mire, esperemos a que lleguen, ¿de acuerdo? —indicó Nancy.

Estaba tan acostumbrada a ver la imagen de un senador sonriente docenas de veces al día que, al principio, no reconoció al hombre ceñudo que hizo su entrada. Por su parte, Judy Killian tenía el mismo aspecto que semanas atrás, frágil y con mala cara, una mujer afectada todavía por el duelo.

Los dos tomaron asiento en un sofá y el senador intentó de inmediato asumir la voz cantante.

—Muy bien. Siempre estoy dispuesto a atender al FBI, incluso cuando se trata de algo precipitado y, por qué no decirlo, enigmático hasta la grosería. Pero mi tiempo es muy limitado, de manera que vayan al grano.

Nancy se inclinó al frente y dijo:

—Senador Killian. Señora Killian. Hemos podido determinar la hora de la muerte de Adam.

El abogado del senador, un veterano de West Palm Beach, intervino:

—Todo lo que nos dijo la oficina fue que el forense no podía determinar la hora exacta de la muerte debido al elevado grado de…

Judy Killian dio un respingo anticipándose a la palabra no pronunciada: descomposición.

—Esto no viene de la oficina del forense —dijo Nancy.

—¿No? ¿De dónde, entonces? —quiso saber el senador.

—De la Biblioteca de Groom Lake, en Nevada. Obtuvimos una orden del Tribunal Supremo para que los militares nos proporcionaran la fecha de la muerte de Adam. Y eso han hecho.

—¿Está de guasa? —atajó el abogado—. Sin ver lo que hay en ese sobre, ya le digo que no hay precedentes de pruebas semejantes en ningún proceso judicial.

—Va usted demasiado deprisa —dijo Nancy—. Ahora mismo lo único que queremos es saber qué pasó.

—Eso ya lo sabemos —saltó el senador—. Cameron MacDonald secuestró y asesinó a mi hijo.

Nancy inspiró hondo y miró a Judy Killian a los ojos.

—Señora Killian, usted ha declarado en numerosos interrogatorios que se levantó de la cama para darle un biberón al niño, concretamente a las doce y media de la madrugada del martes. ¿Es correcto?

Judy miró a su marido y respondió, apenas sin voz:

—Sí.

—¿Está completamente segura?

Nancy detectó un ligero movimiento en la quijada del senador, la pulsación de las mandíbulas una contra la otra.

—Sí —volvió a decir Judy.

Nancy Piper dio la noticia con más tristeza que otra cosa:

—Su hijo ya estaba muerto a las doce y media. Falleció el lunes, día 6.

Billy Weddle dejó escapar un involuntario gemido. El senador le ordenó que saliera de la habitación.

No bien se hubo cerrado la puerta, Nancy pasó al ataque.

—Sería mejor para todos que nos explicaran lo que ocurrió aquella noche.

El abogado se puso rápidamente de pie.

—John, Judy, no quiero que digáis una sola palabra.

—Hay un hombre en la cárcel acusado de asesinato. Cada día es un infierno para él.

Judy Killian se enjugó los ojos con un pañuelo de papel.

—John, quiero hablar con estas personas. No puedo continuar así.

—¡Maldita sea, Judy, cállate! —le chilló su marido.

—Se acabó. No me harás callar nunca más —le cortó ella con los labios temblando y estremeciéndose por completo—. No quiero seguir siendo tu pelele. Esto tiene que terminar. Quiero ser libre.

Los siguientes minutos transcurrieron con la banda sonora de una voz suave y monótona de fondo que hablaba a un grupo de personajes impertérritos. El abogado tenía la cabeza apoyada en ambas manos y el senador estaba tan rígido que parecía un cadáver sentado. Nancy permaneció junto a un inmóvil Moskowitz, sin tomar notas ni grabar nada, por miedo a que cualquier gesto brusco reventara la burbuja y Judy Killian perdiese el hilo.

La mujer dijo que desde un principio no había querido saber nada de la carrera presidencial, y que la obligaron de la forma más inhumana. Todo el mundo le aseguró que ser madre le serviría para reducir la presión de aparecer siempre al lado de su marido haciendo el papel de esposa perfecta. Y era verdad, pero hubo un problema. Después de dar a luz cayó en una fuerte depresión, un estado de melancolía grave, y no recibió la atención necesaria. Los coordinadores de la campaña temían que hospitalizarla pudiera ser el golpe definitivo, de modo que aguantó a base de pastillas y alguna visita a domicilio de su médico. El bebé no dormía bien, se pasaba las noches enteras llorando. El senador paraba poco en casa, pero cuando estaba dormía en la habitación de invitados, lejos del infernal intercomunicador. El lunes a las diez y media de la noche el senador oyó otro llanto, esta vez de mujer, y se encontró a Judy en el dormitorio principal, mirando el cuerpo del pequeño Adam sumergido en la bañera. Ella no sabía por qué lo había sacado de la cuna y lo había metido, berreando, en el agua caliente con que acababa de llenar la bañera. No sabía por qué lo había ahogado, o tal vez sí: por aquellos segundos de paz y de silencio antes de que ella misma se pusiera a gritar de pena. Recordaba estar sentada en el suelo de mármol, aturdida, mientras su marido se ocupaba de todo, como hacía siempre. No recordaba cuánto rato estuvo allí, solo que cuando él volvió le dio instrucciones sobre lo que tenía que decir y lo que tenía que hacer. Por el bien de los dos. Le dijo que ya habría tiempo más adelante para ocuparse de todo: en la Casa Blanca, no en prisión. Después supo que su marido había desconectado las cámaras de seguridad y la alarma, bajado el volumen del intercomunicador, cogido del garaje una escalera de mano, una de las pesas de Cam MacDonald y un trozo de alambre. Y que había zarpado en la lancha motora y había tirado el bebé al agua como si fuera basura.

Terminada la confesión, cuando la voz de Judy quedó resonando como la última nota de una sinfonía al extinguirse, Nancy reparó en que algo insólito estaba pasando, algo que no le había ocurrido en ninguno de los incontables interrogatorios que había llevado a cabo para el FBI: estaba llorando.

Nancy oyó abrirse la puerta del garaje mientras picaba cebolla y zanahoria. Momentos después entraba Phillip dando saltos de alegría y agitando el papel de una prueba de ortografía con nota alta. Will entró después, acarreando la pesadísima mochila del chico.

Nancy le dio un beso a Phillip y lo mandó a jugar a su cuarto. Cuando se hubo ido, Will se le acercó por detrás, la besó en el cuello y ahuecó las manos sobre sus pechos.

—¿Necesitas ayuda? —dijo.

—Sí. ¿Me ayudas?

—Ni soñarlo.

Ambos rieron. A ninguno de los dos le gustaba cocinar pero habían hecho un pacto: ella cocinaba en Reston y él, en la barca.

Will encendió el televisor de la cocina para ver la previsión del tiempo. Tenía que tomar un avión por la mañana y no quería demoras.

—¿Seguro que no te vas a quedar unos días más? —le preguntó ella.

—Llevo aquí dos semanas, Nance. Hoy estaba dando un paseo y una señora que vive más abajo me ha preguntado si quería apuntarme a su club de lectura.

—Es verdad, más vale que te largues de aquí pitando.

El parte meteorológico dio paso a otra de las innumerables noticias relativas al arresto del matrimonio Killian y a las secuelas de la retirada del senador de la carrera presidencial. Will hizo una mueca y apagó la televisión.

—Le he dicho a MacDonald que lo invitaba a pasar unos días pescando juntos en Florida.

—¿Qué ha dicho?

—No se ha decidido aún. Yo creo que le gustaría hacer algo por mí, no que yo lo haga por él. El pobre está muy agradecido.

—Qué menos.

—Mira, creo que le diré que me envíe una caja de whisky escocés.

—Ja, ja.

Will cogió una cerveza.

—¿Sabes qué día es el domingo que viene? —dijo.

—Ni idea.

—9 de febrero. Faltan siete años para el Horizonte.

—¿No habíamos quedado en no llevar la cuenta?

—Normalmente no lo hago, pero es que tú estuviste allí. No paro de pensar en ello. Daría el huevo derecho por ver la Biblioteca.

—Ni se te ocurra.

—Deberían haber tenido el detalle de enseñártela.

—Eso estaba descartado.

—Lo lógico es que al menos publiquen fotos o algo, ¿no? ¿Qué sentido tiene mantener el secreto?

—Que los gobiernos no pueden vivir ni con ellos ni sin ellos —dijo Nancy echando la cebolla picada en la sartén.

—No, ahora en serio —replicó él—. ¿Qué impresión te dio estar allí?

Nancy removió la cebolla con una cuchara de madera y se apartó de los fogones.

—Siempre aborrecí todo lo que rodeaba a la Biblioteca. Odio a las personas que la mantuvieron oculta y odio lo que les hicieron a mis padres; odio que no podamos cambiar el día de nuestra muerte; odio absolutamente todo lo que tiene que ver con el Horizonte. Pero la Biblioteca ha impedido que un hijo de perra se instale en la Casa Blanca. O sea que no puedo odiarla del todo.

Will la rodeó con los brazos.

—Tanto odio en un cuerpecito tan pequeño. A ver, dime algo que ames.

Ella se puso de puntillas, la única forma de besarle sin ayuda de taburete.

—Bueno, pues Phillip es el primero de la lista; tú un poquito más abajo. Diría que amo el hecho de que vayamos a estar los tres juntos de aquí a que llegue el Horizonte, y que cuando eso ocurra estaremos en el barco. Y lo que más me gusta de todo es que, mientras tanto, el que tendrá que cocinar serás tú.