Prólogo

Todos a por el imbécil.

—¿Y qué nos dice luego? Nos dice: «Olvidad que pasáis hambre, olvidad que algún poli racista os matará de un tiro a la espalda…» Ha venido a veros Chuck. Chuck ha venido a Harlem…

—Mire usted, se lo voy a explicar…

—Chuck ha venido a Harlem y…

—Permítame que se lo explique…

—A ver, ¿ha venido Chuck a Harlem para hacerse cargo de los problemas de la comunidad negra?

Esto es la gota que colma el vaso.

¡Jeh-jeggggggggggjjjjjjjjjjjjjjj!

Es un cacareo demoníaco, emitido por alguien del público. Es un sonido que sale de un lugar tan profundo, de debajo de tantísimas y tan lujosas capas, que él sabe perfectamente el aspecto que tiene esa mujer. Cien kilos, ¡como mínimo! ¡Fuerte y grande como una caldera de calefacción! El cacareo estimula a los hombres. Una erupción de esos ruidos tripudos que tanto detesta él. Ya empieza:

Jejjejjej… unnnnjjjj-junjj… Eso… Díselo, hermano… Dale caña

¡Chuck! Qué insolencia: ahí está el tipo, justo enfrente, en primera fila, ¡y acaba de llamarle Charlie! Chuck es un diminutivo de Charlie, y Charlie es el mote con el que los negros insultan a los peores racistas blancos. ¡Menuda insolencia! ¡Menuda impudicia! El calor y las luces son insoportables. El alcalde bizquea constantemente. Son las luces de la TV. Está rodeado de una luminosidad cegadora. Casi no llega a ver la cara del revientamítines. Sólo ve una silueta alta, y los increíbles ángulos huesudos que forman los codos de ese sujeto cuando alza las manos sobre la cabeza. Y también entrevé un pendiente. Ese tipo lleva un enorme aro de oro en una oreja.

—Yo se lo explicaré —dice el alcalde, inclinándose hacia el micrófono—. ¿De acuerdo? Yo le daré las cifras exactas. ¿De acuerdo?

—¡No queremos sus cifras, tío!

¡Tío, me ha llamado tío! ¡Qué insolencia!

—Usted ha sido quien ha planteado la cuestión, amigo mío. Así que ahora tendrá que escuchar las cifras reales. ¿De acuerdo?

—¡No vas a jodernos con tus cifras!

Otra erupción de la muchedumbre, más estentórea incluso que antes:

Unnnnj-unnnnnj-unnnj… Díselo, hermano… Díselo a ese… ¡Eh, Gober!

—Esta administración, y son datos que todo el mundo puede comprobar, esta administración dedica una parte del presupuesto anual de la ciudad de Nueva York…

—Venga ya, tío —aúlla el revientamítines—, ¡calla y no intentes deslumbrarnos con tus cifras y tu retórica burocrática!

Les encanta. ¡Qué insolencia! La insolencia dispara otra erupción. El alcalde intenta ver qué ocurre a través de la luz deslumbrante de los focos de la televisión. Bizquea constantemente. Sabe que tiene delante una tremenda masa de siluetas. La muchedumbre se hincha como un globo. El techo parece bajar. Está revestido de losetas de color beige. Las losetas tienen unas incisiones retorcidas. Se desmenuzan por los bordes. ¡Asbesto! ¡Sabe reconocer el material en cuanto le pone la vista encima! Y esas caras, esas caras expectantes, que aguardan a que empiece la jarana, a que empiecen los puñetazos. ¡Ojos a la funerala, narices hemorrágicas, eso es lo que quieren! Todo depende de lo que ocurra ahora. ¡Pero el alcalde se siente capaz de manejar la situación! ¡Capaz de manejar a los revientamítines! Apenas mide metro setenta, pero en cuestión de mítines es mejor incluso que Koch. Es el alcalde de la mayor ciudad de la tierra, ¡Nueva York! ¡Él!

¡Muy bien! Ya se ha divertido usted un rato. Ahora, ¡cierre el pico durante un minuto!

El revientamítines se queda perplejo. Se queda congelado. Es todo lo que el alcalde necesitaba. Sabe manejar estas situaciones.

Uuusted me ha hecho una pregunta, a mmmííí, ¿no es cierto? Y ha conseguido que su claque soltara la gran carcajada. Pues bien, ahora le toca a uuuusted permanecer callado y oíiíír mi respuesta. ¿Vale?

—¿Qué claque ni qué leches? —Al tipo se le ha acabado la cuerda, pero aún se mantiene en pie.

¿Vale? Y ahora voy a darle las estadísticas de suuuu comunidad, la de Harlem.

—¿Qué ha dicho de claque? —Ese bastardo se agarra a la palabra claque como a un clavo ardiendo—. ¡Con las estadísticas no se cura el hambre, tío!

¡Bien, hermano…! ¡Dale fuerte a ese Gober!¡Enséñale!

—Déjenme terminar. ¿Creen uuusteedes que…?

—¡No nos vengas con porcentajes, tío! ¡Lo que queremos es trabajo!

La muchedumbre entra de nuevo en erupción. La cosa se pone cada vez más fea. El alcalde no entiende casi nada de lo que le están gritando: interjecciones salidas desde el fondo de la cesta de la compra. Pero si capta todo eso de Gober. Ahí abajo hay un bocazas, y lo que dice le llega claramente por encima del estruendo.

—¡Gober! ¡Gober! ¡Gober!

Pero lo que dice no es Gober. Lo que dice es Goldberg.

¡Eh, Goldberg! ¡Goldberg!¡Goldberg!

El alcalde se queda aturdido. ¡Aquí, en Harlem! Goldberg es el mote con el que los negros insultan a los judíos. ¡Escandaloso! ¡Qué insolencia! ¡Cómo se atreve alguien a gritarle estas vilezas al alcalde de Nueva York!

Abucheos, silbidos, gruñidos, carcajadas, gritos. La masa tiene ganas de ver cómo le parten un diente. La masa ha perdido el control.

—Díganme ustedes…

No sirve de nada. No lo oyen, ni siquiera cuando usa el micrófono. ¡Cuánto odio en sus rostros! ¡Puro veneno! Es hipnótico.

¡Fuera, Goldberg!¡Fuera, Goldberg!¡Hymie![1]

¡Hymie! ¡Qué basura! Uno de ellos le llama Goldberg y otro le grita Hymie. Y, de repente, se hace la luz. ¡El reverendo Bacon! Son la chusma del reverendo Bacon. Está seguro. La gente civilizada, los buenos ciudadanos que suelen acudir a los mítines de Harlem, la gente que Sheldon prometió que llenaría el local, no estaría gritándole a su alcalde toda esa clase de porquerías. ¡Ha sido cosa de Bacon! ¡Sheldon ha fracasado! ¡Bacon ha llenado esto de su gentuza!

Una oleada de autocompasión sumerge al alcalde. Por el rabillo del ojo alcanza a ver a los técnicos de la televisión agitándose por entre la luz deslumbrante. Sus cámaras comienzan a asomar, como cuernos, sobre sus cabezas. Giran hacia aquí y hacia allá. ¡Se lo están tragando todo! ¡Han venido a grabar el jaleo! Ninguno de ellos levantaría un solo dedo para intentar impedir el escándalo. ¡Cobardes! ¡Parásitos! ¡Piojos de la vida pública!

Al siguiente instante comprende, con un escalofrío, cómo está la situación.

Esto se acabó. Increíble. Me han derrotado.

No nos vengas con tus… Largo de aquí… Uuuuuhhh… No queremos tus… ¡Goldberg!

Guliaggi, jefe de los guardaespaldas de paisano al servicio del alcalde, se le aproxima desde una esquina del estrado. El alcalde le indica por señas, sin mirarle directamente, que se retire. ¿Acaso podría hacer algo? Sólo se ha traído a cuatro hombres. El alcalde sabía que no era conveniente presentarse en Harlem rodeado de un ejército. Lo que pretendía era justamente demostrar que podía ir a Harlem y celebrar un mitin, de la misma manera que solía hacerlo en Riverdale o en Park Slope.

En la primera fila, a través del reverbero luminoso, capta el alcalde la mirada que le dirige Mrs. Langhorn, la mujer del pelo cortado a lo chico, la concejala del distrito, la persona que le había presentado al auditorio hacía —¿cuánto?— apenas unos minutos. Mrs. Langhorn hace un puchero con los labios, agacha la cabeza, la sacude con incredulidad. Su mirada pretende decirle al alcalde: «Ojalá pudiese ayudarle, pero ¿qué puedo hacer? ¡Fíjese en la gente, están todos furiosos!» ¡Sí, tiene tanto miedo como los demás! ¡Sabe que tendría que ponerse en pie y combatir contra estos tipos! ¡Pronto se meterán incluso con los negros como ella! ¡Y lo harán encantados de la vida! Ella lo sabe. ¡Pero las buenas personas están siendo intimidadas! ¡No se atreven a mover un solo dedo! ¡Correrá la sangre! ¡La suya y la nuestra!

¡Lárgate ya! Uuuujjj… Yagggjjj… ¡Judío!

El alcalde toma de nuevo el micrófono:

—¿Es esto lo que…? ¿Es esto…?

Inútil. Como clamar en el desierto. Le vienen ganas de escupirles a los ojos. Le vienen ganas de decirles que no tiene miedo. ¡No sois quién para dejarme en mal lugar! ¡Sólo sois una pandilla de matones que ensucian la imagen de Harlem! ¿Por qué permitís que un par de bocazas me llamen Goldberg y Hymie? ¿Por qué no les hacéis callar? ¿Por qué me hacéis callar a mí? ¡Increíble! ¿Cómo es posible que vosotros, los buenos vecinos, trabajadores, respetables y temerosos de Dios que también vivís en Harlem, cómo es posible que creáis que esos tipos son vuestros hermanos? ¿Quiénes han sido vuestros amigos durante todos estos años? ¡Los judíos! ¿Y dejáis que esos gamberros me llamen Charlie? Me insultan así, ¿y no decís nada?

Parece que toda la sala esté pegando brincos. Todos levantan el puño. Todos tienen la boca abierta. Gritan. Como salten más, el techo acabará volando por los aires.

Saldrá por la TV. Lo verá toda la ciudad. Y les va a encantar. ¡Harlem en pie de guerra! ¡Menudo espectáculo! ¡No se ponen en pie de guerra solamente los buscavidas, los gamberros, los truhanes y tramposos, ¡es todo Harlem el que se rebela! ¡Todos los negros de Nueva York en pie de guerra! Él no es más que el alcalde de una parte de la ciudad. ¡Es el alcalde de los blancos! ¡Prendedle fuego a ese imbécil! ¡Todos a por el imbécil! Los italianos lo verán todo por la televisión, y les va a encantan Y lo mismo los irlandeses. Y hasta los wasps[2]. Y no entenderán nada de nada. Sentados en sus lujosos pisos en propiedad de Park Avenue o de la Quinta Avenida o de la calle Setenta y dos Este y de Sutton Place, contemplarán estremecidos toda esa violencia, disfrutarán del espectáculo. ¡Bobos! ¡Cabezas de chorlito! ¡Tontos del culo! ¡Gentiles! ¿Es que no os enteráis de nada? ¿Creéis que esta ciudad sigue siendo vuestra? ¡Abrid los ojos! ¡La mayor ciudad del siglo XX! ¿Creéis que basta el dinero para que siga siendo vuestra?

¡Bajad de vuestros magníficos pisos en propiedad, alejaos de vuestros accionistas, dejad a los abogados que organizan vuestras fusiones empresariales! ¡Aquí abajo estamos en el Tercer Mundo! ¡Portorriqueños, caribeños, haitianos, dominicanos, cubanos, colombianos, hondureños, coreanos, chinos, tailandeses, vietnamitas, ecuatorianos, panameños, filipinos, albaneses, senegaleses y afroamericanos! ¡Id a visitar las fronteras, acojonada gente guapa! ¡Id a Morningside Heights, a St. Nicholas Park, a Washington Heights, a Fort Tryon, por qué pagar más![3] El Bronx: ¡se acabó el Bronx para vosotros! ¡Riverdale ya no es más que un pequeño puerto franco situado ahí arriba! Pelham Parkway: ¡dejad el pasillo libre para llegar a Westchester! Brooklyn, ¡vuestro Brooklyn ha dejado de existir! Brooklyn Heights, Park Slope: ¡pequeños Hong Kong, eso es lo que son! ¡Y Queens! Jackson Heights, Elmhurst, Hollis, Jamaica, Ozone Park, ¿de quién son ahora? ¿Os habéis enterado? ¿Y en dónde quedan ahora Ridgewood, Bayside y Forest Hills? ¿Lo sabéis? ¿Habéis pensado alguna vez en eso? ¡Y Staten Island! ¿Creéis vosotros, bricoleros dominicales, que seguís cómodamente instalados en vuestro rinconcito? ¿Creéis que el futuro no sabe arreglárselas para cruzar un puente, un simple puente? Y vosotros, wasps que acudís a los bailes de beneficencia y que vivís sentados sobre vuestras montañas de dinero heredado en vuestros pisos en propiedad, esos pisos con el techo a cuatro metros de altura y dos alas, una para vosotros y la otra para el servicio, ¿creéis de verdad que estáis en una fortaleza inexpugnable? Y vosotros, financieros judío-alemanes que finalmente os habéis colado en los mismos edificios, a fin de aislaros mejor de las hordas de shtetl,[4] ¿creéis que habéis conseguido aislaros completamente del Tercer Mundo?

¡Pobrecitos gordos! ¡Pobrecitos merengues![5] ¡Gallinas! ¡Cobardes! Esperad a tener como alcalde a un reverendo Bacon cualquiera, y unos concejales tipo reverendo Bacon llenando la sala del concejo de un extremo a otro, y sabréis lo que es bueno. Entonces sabréis de quiénes os estoy hablando, vaya que sí. ¡Irán a por vosotros! ¡Irán a Wall Street y a Chase Manhattan Plaza número 1! ¡Se sentarán en vuestros escritorios y tamborilearán sus dedos amenazadores en vuestras mesas! ¡Os limpiarán hasta el polvo de vuestras cajas fuertes de máxima seguridad, todo completamente gratis…!

¡Se había vuelto loco! ¡Qué cosas le pasaban por la cabeza! ¡Estaba completamente paranoico! Nadie va a elegir a ningún reverendo Bacon para ningún cargo. Nadie marchará sobre las mejores zonas de la ciudad. Lo sabe. Pero ¡se siente tan solo! ¡Abandonado! ¡Incomprendido! ¡Esperad a que ya no esté yo en este puesto! ¡Veréis entonces lo que me echáis de menos! Pero me dejáis completamente solo ante este atril, bajo ese techo de asbesto, el maldito techo que acabará cayéndome encima de la cabeza…

¡ Uuuuhhhh…! ¡Fueeeera…! ¡Fueeera…! ¡Judio…! ¡Goldberg!

Se produce una tremenda conmoción a un lado del escenario. Las luces de la TV le dan justo en la cara. Hay muchos empujones y codazos: un cámara se cae a la platea. Algunos de esos bastardos avanzan hacia las escaleras que dan acceso al estrado, y las cámaras de televisión se interponen en su camino. Empujones, empujones contra alguien que ya estaba a mitad de la escalera; sí, son sus hombres, los guardaespaldas de paisano, sí, Norrejo, ese tan enorme, Norrejo ha empujado a alguien escaleras abajo. Un objeto alcanza al alcalde en el hombro. ¡Cómo le duele el golpe! Ahí está, en el suelo, un tarro de mayonesa, un tarro de doscientos cincuenta gramos de mayonesa Hellman's. ¡Medio vacío! ¡Medio consumido! ¡Alguien le ha arrojado, a él, un tarro de mayonesa Hellman's medio vacío! En ese instante su mente queda apresada por lo más insignificante. ¿Quién, en nombre de Dios, quién ha podido ir al mitin con un tarro medio vacío de mayonesa Hellman's?

¡Malditas luces! El estrado se ha llenado de gente… muchos forcejeos… una buena melée… Norrejo agarra a uno de esos diablos por la cintura, le clava la rodilla en la espalda, lo tira al suelo. Los otros dos policías de paisano, Holt y Danforth, están de espaldas al alcalde, junto a él. Forman una muralla, como un par de defensas de rugby que le abren camino al jugador que lleva la pelota. Guliaggi está detrás de él.

—Péguese a mi espalda —dice Guliaggi—. Vamos a salir por esa puerta.

¿Está sonriendo? Guliaggi parece esbozar una leve sonrisa. Ahora señala con la cabeza una puerta situada al fondo del escenario. Es un hombre bajo, de cabeza pequeña, frente estrecha, pequeños ojos entrecerrados, boca grande y malévola, bigotito. El alcalde le mira fijamente la boca. ¿Es eso una sonrisa? Imposible, pero quizá lo sea. Ese extraño y malicioso retorcimiento de sus labios parece decirle: «Hasta ahora era usted quien organizaba el espectáculo, pero el que lleva las riendas ahora soy yo.»

En cierto modo, la sonrisa le decide. El alcalde abandona ese puesto de mando a lo general Custer que era el atril. Se entrega a la pequeña roca que le ofrece protección. También los demás cierran filas a su alrededor: Norrejo, Holt, Danforth. Le rodean, como las cuatro esquinas de una cárcel. El escenario se ha llenado de gente. Guliaggi y Norrejo se abren paso a fuerza de músculos por entre la multitud. El alcalde anda pisándoles los talones. Le rodean caras burlonas por todas partes. Hay un tipo, apenas a medio metro de distancia, que salta continuamente, que le grita una y otra vez:

—¡Eh, tú, carachocho! ¡Eh, tú, carachocho!

Cada vez que ese bastardo salta, el alcalde alcanza a verle sus saltones ojos de marfil, su enorme nuez. Una nuez del tamaño de una batata.

—¡Eh, tú, carachocho! —sigue gritándole—. ¡Carachocho!

Justo delante de él ve ahora al revientamítines. ¡El de los codos y el pendiente de oro! Guliaggi se interpone entre el alcalde y él, pero el revientamítines es altísimo, se eleva como una torre por encima de la cabeza de Guliaggi. Como mínimo mide un metro noventa y cinco. Y ahora le grita al alcalde, en plena cara:

—Lárgate… ¡Uuuufff!

En una fracción de segundo, aquel gigante se hunde, abierta la boca y los ojos salidos de las órbitas. Guliaggi le ha clavado el codo y el antebrazo en el plexo solar.

Guliaggi llega junto a la puerta, la abre. Le sigue el alcalde. Nota que por la espalda le van empujando los otros policías. Se da de bruces contra la espalda de Guliaggi. ¡Ese tipo es duro como una piedra!

Están bajando una escalera. Sus pisadas hacen resonar los peldaños de hierro. Está sano y salvo. Ni siquiera le persiguen ya. Se ha salvado… pero siente una gran decepción. Ni siquiera tratan de seguirle. De hecho, en ningún momento han intentado siquiera tocarle. Y justo entonces… justo entonces lo comprende. Lo comprende antes incluso de que su cabeza pueda organizar las diversas piezas sueltas.

«Me he equivocado. Esa sonrisilla me venció. He dejado que me venciera el pánico. Ahora ya está todo perdido.»