Esta vez hacía un día muy soleado, un espléndido día de junio. El aire era tan ligero que parecía puro y vigorizante, incluso allí, en el Bronx. En pocas palabras, un día perfecto. Lo cual le sentó fatal a Sherman. Se lo tomó como una ofensa personal. ¡Que crueldad! ¿Cómo se atrevía la Naturaleza, el Destino —Dios—, a rodear de aquel ambiente tan sublime un día tan desdichado? Estaba rodeado de crueldad por todas partes. Un espasmo de miedo le bajó por todo el colon, hasta el final.
Iba sentado en el asiento posterior de un Buick, junto a Killian. Ed Quigley se había instalado delante, al lado del conductor, que era un hombre de piel oscura, cuello grueso, espesa melena negra y lacia, y unos rasgos finos, exquisitos, casi bellos. ¿Asiático? Abandonaron la vía rápida y bajaron por una rampa que descendía al Bronx justo al lado del Yankee Stadium, en donde un gran cartel anunciaba, ESTA TARDE, A LAS SIETE, YANKEES-KANSAS CITY. ¡Qué crueldad! Decenas de millares de personas acudirían esa tarde al estadio, pese a todo, y mientras ellos bebían cerveza y veían los desplazamientos de la pelota blanca durante dos horas, él estaría metido allí, en una oscuridad que se sentía incapaz de imaginar. Pronto empezaría… ¡Pobres tontos! No tenían ni idea de qué era la realidad. Decenas de millares de personas en el Yankee Stadium, viendo un partido, una simple representación de la guerra, mientras él vivía una guerra real. Pronto empezaría… la violencia física más elemental…
El Buick ascendió luego hacia la cumbre de la colina, por la calle Ciento sesenta y uno. Estaba a punto de llegar.
—No será en la misma sala de la otra vez —dijo Killian—. Hoy vamos al edificio que está en lo alto de la colina, a la derecha.
Sherman vio una inmensa estructura de piedra arenisca. Situada en la cresta de la Grand Concourse, iluminada por el sol de aquel día perfecto, tenía un aspecto mayestático; mayestático y estupendamente opresivo.
Sherman notó que los ojos del conductor le buscaban a través del retrovisor. Por un momento quedaron prendidos en los de él, estableciendo un embarazoso contacto, y en seguida saltaron hacia otro lado. Quigley se había puesto americana y corbata, pero eso no mejoró apenas su aspecto. La americana, de tweed verde-carne-podrida, le venía muy ancha en torno al cuello. Quigley tenía aspecto de loco con ganas de pelea, de chiflado que se muere de ganas de que le den una oportunidad de librarse de la americana y la corbata, de emprenderla a puñetazos y cultivar hematomas o, mejor aún, de intimidar al primer cobardica flacucho con pocas ganas de pelea con el que se tropezara.
Cuando el coche se acercaba al final de la cuesta, Sherman vio una multitud que aguardaba en una calle lateral, delante de una de las entradas del gran edificio de piedra arenisca. Los coches estaban atascados y tenían que avanzar de uno en uno.
—¿Qué ocurre ahí? —preguntó Sherman.
—Parece una manifestación —dijo Quigley.
—Como mínimo —dijo Killian—, esta vez no se manifiestan delante de tu casa.
—¿Una manifestación? Jajajajaja —dijo el conductor. Hablaba como si canturrease, y reía con una risa educada y muy nerviosa—. ¿Por qué se manifiestan? Jajajaja.
—Por nosotros —dijo Quigley, con su voz más cadavérica. El conductor miró a Quigley.
—¿Por ustedes? Jajajajaja.
—¿Sabe quién es el señor que ha alquilado este coche? ¿Conoce a Mr. McCoy? —dijo Quigley, señalando con el mentón hacia el asiento trasero.
Por el retrovisor, el asiático buscó los ojos de Sherman y volvió a establecer contacto.
—Jajajajaja. —Después se calló.
—No se preocupe —dijo Quigley—. Se está más seguro en medio de una manifestación que al borde de un abismo.
El conductor miró a Quigley y emitió otro Jajajajaja.
A conrinuación se quedó calladísimo, tratando sin duda de decidir qué era más peligroso, el grupo de manifestantes que se aproximaba hacia ellos, o el Loco Asesino que estaba en el coche, apenas a unos centímetros de su todavía indemne cuello. Luego buscó otra vez los ojos de Sherman, los miró un momento, y a continuación se coló de un salto en el interior de la cavidad, con los ojos desorbitados de pánico.
—No pasará nada —le dijo Killian a Sherman—. Habrá muchos policías y podrán frenar a esa gentuza. Son Bacon y los suyos, la misma pandilla de siempre. ¿Crees que a los vecinos del Bronx les importa en realidad lo que ocurra? No te hagas ilusiones, porque les da lo mismo. Los manifestantes son los mismos profesionales de las demás veces, que se han plantado aquí para hacer su número de siempre. Es un espectáculo, ni más ni menos. Lo que tienes que hacer es mantener la boca cerrada y mirar al frente. Esta vez se van a llevar una sorpresa.
Cuando el coche se acercaba a Walton Avenue, Sherman vio la muchedumbre desde bastante cerca. El gentío se encontraba junto a la base del edificio de piedra arenisca. Sherman alcanzó a oír una voz que hablaba a través del megáfono. El gentío contestaba con una especie de cántico. El hombre que gritaba a través del megáfono parecía estar situado en lo alto de la escalinata que daba a la calle Ciento sesenta y uno. Entre aquel mar de caras asomaban algunas cámaras de televisión.
—¿Quieren que pare? Jajajajaja —dijo el conductor.
—Siga adelante —dijo Quigley—. Ya le diré yo cuándo tiene que parar.
—Jajajaja.
—Entraremos por una puerta lateral —le dijo Killian a Sherman. Luego, dirigiéndose al conductor—: ¡Métase por la primera calle a la derecha!
—¡Cuánta gente! Jajajaja.
—Métase por la primera a la derecha, y olvídese de la gente —dijo Quigley.
—Agacha la cabeza —le dijo Killian a Sherman—. Como si estuvieras atándote los cordones de los zaparos.
El coche se metió por la calle que seguía la fachada lateral del gran edificio de piedra arenisca. Pero Sherman se mantuvo tieso en el asiento. A estas alturas, le daba igual. Nada importaba. ¿Cuándo empezará? Se fijó en unas furgonetas de color azul y anaranjado, con las ventanillas protegidas por mallas metálicas. El gentío estaba invadiendo la calzada, pero los rostros estaban vueltos hacia la calle Ciento sesenta y uno. La voz del megáfono seguía lanzando su arenga, y la muchedumbre que se agolpaba en la escalinata contestaba con su canturreo.
—Ahora a la izquierda, rápido —dijo Killian—. Ahí. Deje el coche junto a ese cono rojo. Exacto.
El coche dobló en un ángulo de noventa grados y se dirigió en perpendicular hacia la acera. Por aquella zona rondaba un agente armado que recogió del suelo un cono fosforescente situado en mitad de una plaza de aparcamiento. Quigley sostenía con la mano izquierda una tarjeta que mantuvo pegada al parabrisas, al parecer con la intención de que la viese el agente. Otros cuatro o cinco agentes patrullaban por la acera, un poco más allá. Llevaban camisa blanca de manga corta, y de sus caderas colgaban unos revólveres gigantescos.
—Cuando abra la puerta, métete entre Ed y yo, y camina a buen paso.
Se abrió la puerta, y los tres se apearon rápidamente. Quigley iba a la derecha de Sherman; Killian a su izquierda. La gente de la acera les miró, pero no pareció reconocerles. Tres agentes con camisa de manga corta se interpusieron entre la muchedumbre y el grupo formado por Sherman, Killian y Quigley. Killian cogió a Sherman del brazo y le condujo hacia una puerta. Quigley cargaba con una pesada maleta. Un agente con camisa de manga corta montaba guardia en la puerta, pero se hizo a un lado para dejarles entrar en un vestíbulo débilmente iluminado por tubos fluorescentes. A la derecha, un portal parecía dar acceso a un pequeño almacén. Sherman llegó a distinguir las figuras encorvadas de algunas personas sentadas en los bancos del vestíbulo.
—Montando la manifestación en la escalinata principal, nos han hecho un favor —dijo Killian. Hablaba con voz aguda, muy tensa. Dos guardias les llevaron hasta un ascensor, en donde otro guardia mantenía abierta la puerta.
Una vez ellos tres en el ascensor, el guardia entró también y pulsó el botón del noveno piso.
—Gracias, Brucie —le dijo Killian al guardia.
—Vale. Pero debes agradecérselo más bien a Bernie.
Killian miró a Sherman con una expresión que parecía insinuar: «¿No te lo había dicho?»
Una vez en el noveno piso, concentradas frente a una puerta con un rótulo que decía Sala 60, había numerosas personas que armaban mucho ruido. Unos cuantos agentes trataban de contenerlas.
¡Eh…! ¡Ahí está…!
Sherman miró al frente. ¿Cuándo empezará? Un hombre se plantó de un salto delante de él. Un hombre blanco, alto, con el pelo rubio coronado por un alto copete. Llevaba un blazer y corbata azul marino, camisa a listas con cuello blanco. Era Fallow, el periodista. Sherman le había visto por última vez cuando estaba a punto de entrar en el Registro Central… aquel horrible lugar…
—¡Mr. McCoy! —Esa voz.
Con Killian a un lado y Quigley al otro, y Brucie, el guardia, abriendo paso, eran como una cuña andante. Dejaron a un lado, rozándole, al inglés, y se colaron por una puerta. Ya estaban en el juzgado. Un grupo de gente a la izquierda de Sherman… en los asientos reservados para el público… Negros… algunos blancos… En primer término se encontraba un negro alto con un aro de oro colgándole de una oreja. Fue éste quien se puso en pie, medio encorvado por la falta de espacio, y señaló con la mano a Sherman, diciendo en un susurro gutural y sonoro:
—¡Es él! —Luego, en voz más alta—: ¡A la cárcel! ¡Nada de fianzas!
¡Eeeeej…! ¡Es él…! ¡Miradle…! ¡A la cárcel…! ¡Nada de fianzas…!
¿Ahora? Aún no. Killian apretó el brazo de Sherman, y le dijo al oído:
—¡No hagas ningún caso!
—Sherrrrr-mannnn… Sherrrrrmannnn —Un canturreo monótono, en provocador falsete.
—¡SILENCIO! ¡SIÉNTENSE!
Era la voz más potente que Sherman había oído en su vida. Al principio creyó que se dirigía a ellos. Y se sintió horriblemente culpable, pese a que no había abierto la boca.
—¡COMO VUELVA A REPETIRSE, HARÉ DESPEJAR LA SALA! ¿ME HAN ENTENDIDO?
Desde el estrado del juez, bajo unas letras que decían EN DIOS CONFIAMOS, un hombrecillo flaco de nariz aguileña y cabeza muy calva, vestido con una toga de color negro, permanecía en pie junto a la mesa, con los puños apoyados en la superficie y los brazos completamente estirados, como si fuese un atleta preparado para iniciar una carrera de velocidad. Sherman se fijó en los blancos que asomaban bajo los iris de los llameantes ojos del juez, que miraban fieramente al público. Los alborotadores gruñeron por lo bajo, pero se tranquilizaron.
El juez, Myron Kovitsky, siguió mirándoles fieramente.
—En esta sala sólo habla aquel a quien el tribunal le pida que hable. Y sólo juzga al acusado aquel que ha sido elegido para formar parte del jurado. Y sólo se pone en pie y pronuncia su testimonio aquel a quien el tribunal le pida que se ponga en pie y pronuncie su testimonio. ¡Hasta ese momento, todo el mundo SE MANTENDRÁ EN SILENCIO Y SENTADO! ¡Y EL TRIBUNAL… SOY YO! ¿ME HAN ENTENDIDO…? ¿Hay alguien que quiera discutir algún aspecto de lo que acabo de decir? ¿Hay alguien dispuesto a mostrar actitudes de desacato ante este tribunal? ¿Hay alguien que quiera pasar un tiempo como huésped del Estado de Nueva York, meditando en todo lo que acabo de decir? ¿ME-HAN-ENTENDIDO-BIEN?
Sus ojos describieron una panorámica por la sala, de izquierda a derecha y derecha a izquierda, y otra vez de izquierda a derecha.
—De acuerdo. Ahora que parecen ustedes haberlo entendido, confío en que sean capaces de presenciar el desarrollo de la vista como personas responsables. Si lo hacen así, bienvenidos a la sala. De lo contrario… ¡se arrepentirán ustedes de no haberse quedado en la cama! ¿Me-han-entendido-bien?
Su voz subió de volumen tan repentinamente, y hasta alcanzar una potencia tan desmesurada, que la gente pareció encogerse, temiendo que la ira de aquel furioso hombrecillo pudiese caer de nuevo sobre todos ellos.
Kovitsky se sentó y abrió los brazos. Su toga formó unas alas a sus lados. Luego bajó la cabeza. Incluso así se le veía el blanco de los ojos bajo los iris. La sala estaba ahora en silencio. Sherman, Killian y Quigley se habían situado junto a la balaustrada que separaba los asientos del público de la zona del tribunal propiamente dicha. Los ojos de Kovitsky se posaron en Sherman y Killian. También parecía estar furioso contra ellos. Kovitsky emitió un suspiro, como si le dieran asco.
Luego se volvió al secretario del tribunal, que estaba sentado a un lado. Sherman siguió la mirada de Kovitsky, y allí, en pie junto a la mesa alargada del secretario, vio a Kramer, el vicefiscal.
—Anuncie la vista —le dijo Kovitsky al secretario.
—Causa número 4-7-2-6, el Pueblo contra Sherman McCoy. ¿Quién representará a Mr. McCoy?
Killian se situó junto a la balaustrada y dijo:
—Yo.
El secretario le pidió que se identificara.
—Thomas Killian, del 86 de Reade Street.
Kovitsky dijo:
—Mr. Kramer, ¿tiene que presentar alguna moción en esta fase de la vista?
Kramer se acercó hacia el estrado. Caminaba como un jugador de rugby. Se detuvo y, obedeciendo a inescrutables motivaciones, echó la cabeza hacia atrás, tensó el cuello, y luego dijo:
—Señoría, el procesado, Mr. McCoy, se encuentra actualmente en libertad bajo fianza de diez mil dólares, una cantidad insignificante para una persona que disfruta de tantos privilegios y que cuenta con tan amplios recursos financieros.
¡Eso…! ¡A la cárcel con él…!¡Que pague.
Kovitsky se enfureció, bajó la cabeza. Las voces se acallaron hasta convertirtse en un murmullo.
—Como su señoría sabe muy bien —dijo Kramer—, el gran jurado recomendó que se juzgue al procesado, acusándole de varios delitos graves: imprudencia temeraria, denegación de auxilio, y no haber dado parte del accidente a las autoridades. Pues bien, señoría, en la medida en que el gran jurado ha hallado ya suficientes indicios de culpabilidad como para recomendar que se le juzgue, el Pueblo cree que existen grandes posibilidades de que el procesado pretenda huir de la justicia, olvidándose de la fianza, dada su ridícula cuantía.
Eso… Muy bien… Ajá…
—Por lo tanto, señoría —dijo Kramer—, el Pueblo cree que este tribunal debe dar una señal muy clara, no sólo al reo sino también a toda la sociedad, de que el caso que nos ocupa es muy grave y será tratado con la máxima seriedad. El centro de este caso, señoría, es un joven, un joven ejemplar, Mr. Henry Lamb, que se ha convertido para los vecinos del Bronx en un símbolo no sólo de las esperanzas que sus habitantes tienen puestas en sus hijos e hijas, sino también de los horribles obstáculos a los que se enfrentan. Su señoría ya conoce el apasionamiento con el que esta comunidad está siguiendo el caso. Si esta sala tuviese mayor cabida, serían cientos y quizá hasta miles los vecinos del Bronx que se encontrarían aquí, como lo demuestra el hecho de que muchos de ellos se hallen ahora en los pasillos, junto a esta sala, e incluso en la calle, esperando.
¡Bien dicho…! ¡A la cárcel con él! ¡Sin fianza…! ¡Díselo, tío…!
¡MAZOMP!
Kovitsky descargó un martillazo que sonó como una explosión.
—¡SILENCIO!
El jaleo organizado por la muchedumbre fue acallándose hasta convertirse en un leve hervor.
Sin alzar la cabeza, con los iris flotándole en un mar de blanco, Kovitsky dijo:
—Vaya al grano, Mr. Kramer. Esto no es un mitin. No olvide que esto es una vista ante un tribunal de justicia.
Kramer vio que habían aparecido todas las señales de alarma. Los iris flotando en un espumeante mar blanco. La cabeza muy hundida. La nariz ganchuda apuntando amenazadoramente hacia él. Faltaba poquísimo para que Kovitsky estallara. Por otro lado, pensó Kramer, no puedo dar ahora ningún paso atrás. No puedo ceder. La actitud mostrada por Kovitsky hasta ese momento —pese a que no fuese nada anormal para Kovtisky eso de ponerse a gritar, o su insistencia en recordarle a todo el mundo su autoridad— le perfilaba como enemigo de los alborotadores y del público en general. En cambio, la Oficina del Fiscal de Distrito le había mostrado a toda esa gente que merecía toda su confianza. Sí, Abe Weiss era amigo de los manifestantes. Larry Kramer era amigo de los manifestantes. El Pueblo era… el pueblo. Para eso estaba él allí. De modo que no le quedaba otro remedio que jugársela ante Kovitsky, ante aquellos furiosos ojos de Masada que en aquel mismo instante estaban taladrándole.
A Kramer le sonó rara su propia voz cuando por fin se decidió a proseguir:
—No lo olvido, señoría, pero tampoco debo olvidar la importancia que tiene este caso para el Pueblo, para todos los Henry Lamb del presente y del futuro, de este condado y de esta ciudad…
¡Díselo, hermano…! ¡Duro…! ¡Así…!
Antes de que Kovitsky estallase, Kramer se apresuró a continuar, alzando incluso más la voz:
—…y por lo tanto el Pueblo le pide a este tribunal que aumente la fianza en una proporción notable y significativa, y la fije en la suma de un millón de dólares… a fin de…
¡A la cárcel…! ¡Sin fianza…! ¡A la cárcel…! ¡Sin fianza…!
Los alborotadores reanudaron sus cánticos.
¡Dales caña…! ¡Un millón…! ¡Bieeen…!
El vocerío del público creció súbitamente, y culminó con la repetición a voz en grito del estribillo:
¡A la cárcel…! ¡Sin fianza…! ¡A la cárcel…! ¡Sin fianza…!
El martillo de Kovitsky se alzó un buen palmo por encima de su cabeza, y Kramer se encogió interiormente en espera de que el juez descargase el golpe.
¡MAZOMP!
Kovitsky miró furioso a Kramer, para después inclinarse hacia adelante y mirar al público.
—¡ORDEN EN LA SALA…! ¡CÁLLENSE DE UNA VEZ…! ¿DUDAN DE MI PALABRA…? —Sus iris iban de un lado para otro en el blanco y embravecido mar.
Cesaron los cánticos, y los gritos degeneraron en murmullos. Pero ciertas carcajadas, aquí y allá, indicaron que la gente se limitaba a esperar el momenro de intervenir otra vez.
—Los guardias de este tribunal…
—¡Señoría! ¡Señoría! —Era la voz de Killian, el abogado de McCoy.
—¿Qué ocurre, Mr. Killian?
La interrupción pilló por sorpresa al público. Todo el mundo calló.
—Señoría, ¿puedo aproximarme al estrado?
—De acuerdo, Mr. Killian. —Kovitsky le indicó con una seña que se acercara—. ¿Mr. Kramer? —Mr. Kramer también se aproximó al estrado.
El vicefiscal se encontraba ahora junto a Killian, aquel abogado de disparatada vestimenta, bajo la ceñuda mirada del juez Kovitsky.
—Bien, Mr. Killian —dijo el juez—. ¿Qué pasa?
—Señor juez —dijo Killian—, ¿es cierto que es usted el magistrado supervisor del gran jurado en este caso?
—Exacto —le dijo Kovitsky a Killian, pero en seguida se volvió hacia Kramer—. ¿Está usted sordo, Mr. Kramer?
Kramer permaneció mudo. No estaba obligado a contestar una pregunta así.
—¿Se ha embriagado usted oyendo los gritos de esa pandilla? —Kovitsky señaló al público pon el mentón.
—En absoluto, señor juez. De todos modos, no se puede llevar este caso como si fuese un caso corriente.
—En esta sala, Mr. Kramer, trataremos este caso de la puñetera forma que yo diga que hay que tratarlo. ¿Me ha entendido?
—Siempre se le entiende muy bien, señor juez.
Kovitsky le miró un momento más, tratando al parecer de averiguar si esta respuesta era o no insolente.
—Bien, entonces ya sabe que, como vuelva a decir más disparates del calibre de los que he tenido que oír hasta ahora, muy pronto deseará no haberme conocido en su vida. ¿De acuerdo?
Con Killian de testigo, Kramer creyó que no era oportuno aceptar unas palabras así sin inmutarse, de modo que replicó:
—Mire, señor juez, me asiste el derecho a…
—¿De qué derechos me habla? —le interrumpió Kovirsky—. ¿Del derecho a hacer en mi sala la campaña electoral de Abe Weiss? ¡Y una mierda, Mr. Kramer! Dígale a Weiss que para hacer campaña alquile una sala de conferencias o convoque un rueda de prensa. O que se vaya a algún programa de televisión, qué coño.
Kramer estaba tan furioso que fue incapaz de abrir los labios. Tenía el rostro completamente rojo. Por fin, entre dientes, logró decir:
—¿Es todo, señor juez?
Y, sin esperar la respuesta, dio media vuelta y comenzó a alejarse.
—¡Mr. Kramer!
Kramer frenó en seco y giró sobre sus talones. Echando chispas, Kovitsky le llamó por señas.
—Tengo entendido que Mr. Killian tiene que formular una pregunta. ¿Pretende acaso que la oiga solamente yo?
Kramer se limitó a apretar las mandíbulas y escuchar.
—Bien. Mr. Killian, diga lo que tenga que decir.
—Señor juez —dijo Killian—, me hallo en posesión de unas pruebas que tienen una gran trascendencia, no sólo en relación con la fianza que ha solicitado Mr. Kramer, sino también con la validez misma de la acusación.
—¿Qué clase de pruebas?
—Tengo grabaciones de una conversación entre mi cliente y uno de los principales testigos del caso. En esas grabaciones hay ciertas frases que hacen muy probable que uno de los testigos que intervino ante el gran jurado faltase a la verdad.
¿Qué coño estaba pasando? Kramer intervino:
—Señor juez, esto es absurdo. Tenemos una acusación válida, emitida por el gran jurado. Si Mr. Killian tiene que…
—Espere, Mr. Kramer —dijo Kovirsky.
—… discutir algún aspecto de las sesiones del gran jurado, debe utilizar el procedimiento establecido…
—Le digo que espere. Mr. Killian afirma poseer pruebas…
—¡Pruebas! ¡Esta sesión no se ha convocado para presentar pruebas, señor juez! El defensor no puede presentarse aquí con la historia de que no acepta la decisión del gran jurado ¡Y usted no puede…!
—¡MR. KRAMER!
Al oír que el juez alzaba la voz, el público reaccionó con nuevos murmullos desaprobadores. El ruido comenzó a crecer.
De nuevo, los ojos flotando en el mar turbulento:
—Mr. Kramer, ¿sabe cuál es su problema? Su problema es que no sabe escuchar, joder, hombre, a ver si presta un poco más de atención. ¿Está sordo?
—Señor juez…
—¡A callar! Este tribunal escuchará las Pruebas que aporte Mr. Killian.
—Señor juez…
—Y lo hará en secreto.
—¿En secreto? ¿Por qué?
—Dice Mr. Killian que tiene unas grabaciones. Las escucharemos primero en secreto.
—Mire, señor juez…
—¿No quiere hacer nada en secreto, Mr. Kramer? ¿Teme lo que pueda ocurrir si no cuenta con su apasionado público?
Enfurecido, Kramer bajó la vista y sacudió desanimado la cabeza.
Sherman seguía junto a la balaustrada, con Quigley a su espalda, cargando todavía con la pesada maleta. Pero Sherman notaba sobre todo otra presencia, la de ellos… ¿Cuándo empezará? Siguió mirando al grupo de tres personas del estrado. No se atrevía a desviar los ojos de allí. Hasta que, de nuevo, empezó el vocerío. Gritos que salían desde atrás, en un amenazador cántico.
—¡Se te acabó el chollo, McCoy!
—¡Te llegó la última cena!
—¡El útimo suspiro! —En falsetre.
A ambos lados, fuera de su campo de visión, había varios guardias. Pero no hacían nada por acallar esas voces. ¡Están tan asustados como yo! El mismo falsete de antes:
—¿Tiemblas, McCoy?
Tiemblas. Evidentemente, esta ocurrencia gustó mucho al resto del público. Otras voces, imitando el primer falsete, se lanzaron al ataque.
—¡Sheeerr-maaannnn! ¡Tieeemblaa!
—¡Tieeemblaaa!
Risillas, carcajadas.
Sherman siguió mirando fijamenre hacia el estrado, pues allí parecía residir su última esperanza. Como si respondiera a su súplica, en este momento el juez le miró directamente, dijo:
—Mr. McCoy, ¿quiere acercarse un momento?
Cuando Sherman comenzó a caminar se elevó un coro de falsetes y murmullos. Una vez cerca del estrado, oyó al vicefiscal, Kramer, que decía:
—No lo entiendo, señor juez. ¿De que sirve contar con la presencia del reo?
—Él es quien presenta la prueba —dijo el juez—. Por otro lado, no quiero que se quede aquí, en medio de este jaleo. ¿Le parece bien que nos acompañe, Mr. Kramer?
Kramer se mantuvo en silencio. Lanzó una mirada furiosa al juez, y luego otra a Sherman.
—Mr. McCoy —dijo el juez—, vamos a pasar a mi antecámara, Mr. Killian, Mr. Kramer y yo.
Dio tres golpes con su martillo, y se dirigió a la sala:
—Este tribunal se reunirá ahora en secreto con el representante del Pueblo y con el representante del reo. Durante mi ausencia, quiero que todo el mundo le guarde el DEBIDO RESPETO a esta sala. ¿Me han entendido?
Los murmullos del público fueron creciendo hasta transformarse en un furioso hervor, pero Kovitsky decidió hacer caso omiso, se levantó, y bajó del estrado. El secretario se puso también en pie y fue a reunirse con él. Killian le guiñó un ojo a Sherman, y a continuación regresó hacia la balaustrada. El juez, el secretario, el asesor jurídico del juez y Kramer se encaminaron hacia una puerta situada en la pared del estrado. Killian regresó, cargado con la maleta, y le hizo una seña a Sherman, indicándole que siguiera también los pasos de Kovitsky. Uno de los guardias, con su enorme volumen de grasa encabalgado sobre el bajo cinturón del que colgaba el revólver, cerró la fila.
La puerta daba acceso a una habitación de aspecto absolutamente distinto del de la sala, y que apenas si respondía a su pomposo nombre de «antecámara». En realidad se trataba de una habitación pequeña y triste, sucia, desnuda, pintada de un tono vainilla oficial, con numerosos desconchados y lugares en donde la pintura se arrugaba y enrollaba sobre sí misma, como un pellejo. Lo único solemne era el techo, extraordinariamente alto, también la ventana, de casi dos metros y medio, que inundaba la estancia de luz diurna. El juez tomó asiento junto a un viejo escritorio metálico. El secretario se sentó a otro escritorio. Kramer, Killian y Sherman se instalaron en sendas sillas de madera, pesadas y antiquísimas. El asesor jurídico de Kovitsky y el guardia se quedaron en pie, apoyados contra una pared. Luego entró un hombre alto provisto de la estenotipia portátil que usan los taquígrafos judiciales. A Sherman le sorprendió muchísimo que aquel caballero fuese tan bien vestido. Americana de tweed verde pardo, impecable camisa blanca, corbata rojo madeira, pantalones de franela negra, y mocasines. Recordaba a uno de esos catedráticos de Yale que cuentan con un amplio patrimonio personal.
—Mr. Sullivan —le dijo Kovitsky—, será mejor que se traiga su silla.
Mr. Sullivan salió, y al poco rato regresó con una silla baja de madera. Se sentó, preparó la máquina, miró a Kovitsky y le hizo un gesto de asentimiento.
Kovitsky dijo entonces:
—Bien, Mr. Killian, afirma usted poseer una información que está directa y seriamente relacionada con las sesiones del gran jurado sobre este caso.
—Exacto, señor juez —dijo Killian.
—De acuerdo —dijo Kovitsky—. Quiero oír lo que tenga que decir, pero debo advertirle de una cosa: mejor será que la moción que piensa presentar no sea una frivolidad.
—No es ninguna frivolidad, señor juez.
—Porque si lo fuese, pienso hacerle poquísimo caso, menos del que en los largos años que llevo de juez le haya jamás hecho a ninguna moción. ¿Me ha entendido?
—Desde luego, señor juez.
—Bien. ¿Está preparado para presentar esa información en este momento?
—Lo estoy.
—Entonces, adelante.
—Hace tres días, señor juez, recibí una llamada telefónica de Maria Ruskin, viuda de Ruskin, diciendo que quería hablar con Mr. McCoy. Según mis informaciones, y según las noticias que ha dado la prensa, Mrs. Ruskin ha dado testimonio ante el gran jurado que se ocupó de este caso.
—¿Es cierto? —le preguntó Kovitsky a Kramer.
—Dio testimonio ayer —dijo Kramer.
—De acuerdo —le dijo el juez a Killian—. Siga.
—Pues bien. Fijé una cita entre Mrs. Ruskin y Mr. McCoy y, a petición mía, Mr. McCoy acudió al encuentro llevando consigo, de forma oculta, todo lo necesario para grabar la conversación, con el fin de tenerla registrada. El encuentro se produjo en un apartamento de la calle Setenta y siete Este que, al parecer, le sirve a Mrs. Ruskin para… ejeeem… ciertos encuentros privados… En fin, me encuentro en posesión de una cinta magnetofónica en la que está grabada esa charla, y la he traído conmigo. Creo que este tribunal debería conocer el contenido de esa grabación.
—Un momento, señor juez —dijo Kramer—. ¿Está diciendo el defensor que su cliente fue a ver a Mrs. Ruskin con una magnetofón oculto?
—Eso parece —dijo el juez—. ¿Es así, Mr. Killian?
—Exacto, señor juez —dijo Killian.
—En tal caso, quiero presentar una objeción, señor juez —dijo Kramer—, y quiero que conste en acta. Me parece que éste no es el momento más adecuado para una moción de este tipo, y, por otro lado, no hay modo de comprobar la autenticidad de esa grabación que Mr. Killian afirma poseer.
—Mire, Mr. Kramer, primero escucharemos esa cinta, para saber qué contiene. Juzgaremos si, de entrada, merece ser tomada en consideración, y sólo luego empezaremos a preocuparnos de todos los demás aspectos de la cuestión. ¿Le parece bien así?
—No, señor juez, no entiendo cómo puede usted…
El juez, en tono desafiante:
—Ponga la cinta, señor defensor.
Killian abrió la maleta, sacó de ella un enorme magnetofón, y lo colocó sobre la mesa de Kovirsky. Luego puso una cinta. Era una cinta diminuta. En cierto sentido, aquella cosa tan pequeña parecía un símbolo de la sordidez y la deshonestidad del acto por medio del cual había sido obtenida.
—¿Cuántas voces se oyen en esta grabación? —preguntó Kovitsky.
—Solamente dos, señor juez —dijo Killian—. La de Mr. McCoy y la de Mrs. Ruskin.
—¿Tendrá suficiente claridad el sonido como para que Mr. Sullivan entienda bien lo que se dice?
—Creo que sí —dijo Killian—. Ah, se me había olvidado, señor juez. Al principio se oirá a Mr. McCoy hablando con el conductor del coche que le llevó hasta el lugar en donde se encontró con Mrs. Ruskin. Al final también volveremos a oírle hablar con ese mismo conductor.
—¿Y quién es el conductor?
—Trabaja para la empresa de alquiler de automóviles contratada por Mr. McCoy. No quise hacer ningún tipo de cortes en la grabación.
—Ajá. Bien, póngala.
Killian conectó el magnetofón, y al principio sólo se oía ruido de fondo, un potente y confuso ruido del que, de vez en cuando, sobresalía algún claxon, y luego la sirena de un coche de bomberos. Después hubo una breve conversación con el conductor. ¡Cuántas trampas, cuántas mentiras! Sherman se sintió abrumado de vergüenza. ¡Y tendría que oír toda la cinta! El estenógrafo tomaría nota de todo, de cada una de las palabras que él iba pronunciando en el momento en que, haciendo contorsiones, trataba de sortear a Maria y negar lo obvio, a saber, que él era un tramposo bastardo que había ido al pisito de su amante con un micrófono oculto. ¿Hasta qué punto se notaría todo eso en su tono de voz? Se notaría muchísimo. Quedaría demostrada su vileza.
La cinta hizo oír ahora el sonido del timbre de un portero automático, el clic-clic-clic de la apertura eléctrica del cerrojo y —¿o sólo era su propia imaginación?— los quejidos de los peldaños a medida que su peso iba cayendo sobre ellos. Después, una puerta que se abría… y la voz alegre y confiada de Maria: «Uuuuh… ¿Te he asustado?» A lo que la voz pérfida de un actor que fingía despreocupación, una voz que apenas si reconoció como la suya, respondió: «No, no. Últimamente ha habido unos cuantos expertos en miedos que han ejercido todas sus habilidades conmigo.» Sherman miró a uno y otro lado. Los demás estaban con la cabeza gacha, mirando el suelo, o el magnetofón o la mesa del juez. Hasta que captó la mirada del guardia, fija en él. ¿Qué debía de estar pensando aquel hombre? ¿Y los otros, los que evitaban mirarle? ¡Claro! No tenían ninguna necesidad de mirarle… porque ya se habían colado en la cavidad, rondaban por allí como les daba la gana, encantados de oír las palabras de aquel malísimo actor. Los largos dedos del estenógrafo bailaban sobre las teclas de su delicada máquina. Sherman sintió una tristeza paralizadora. Abrumadora. En aquella triste habitacioncilla había otros siete hombres, otros siete organismos, kilos y kilos de tejidos y huesos, respiraciones, sangre bombeada por los corazones, cuerpos que quemaban calorías, que procesaban nutrientes, que expulsaban los agentes contaminantes, las toxinas, impulsos nerviosos transmitidos rápidamente, siete desagradables y sombríos animales calientes que estaban echando raíces, a cambio de dinero, en una cavidad absolutamente pública, en un lugar que antaño él había creído que era su alma.
Kramer se moría de ganas de mirar a McCoy, pero decidió comportarse de forma distante y profesional. ¿Qué aspecto tienen las ratas cuando se escuchan a sí mismas actuando como ratas traicioneras en una habitación llena de gente que sabe que aquel ser es una rata… alguien capaz de ir a ver a su amante con un micrófono oculto? Inconsciente, pero profundamente, Kramer se sintió aliviado. Sherman McCoy, aquel wasp, aquel aristócrata de Wall Street, aquel hombre mundano, aquel ex alumno de Yale, era una rata de la misma baja ralea que cualquiera de los traficantes de drogas a los que él mismo había equipado con micrófonos ocultos para que con ellos traicionasen a los miembros de su misma especie. No. McCoy era una rata peor incluso. Los camellos no esperaban gran cosa de sus colegas. En cambio, en las alturas sociales donde se movía McCoy, en esos pináculos de la moral y las buenas costumbres, en esa estratosfera gobernada por wasps de labio fino, nadie, era de suponer, se tomaba en broma el concepto del honor. Sin embargo, cualquiera de esos seres, en cuanto se veían arrinconados, acorralados, se convertía en una rata tan rápidamente como los seres que vivían en la escoria. Y esto era un alivio, porque Kramer se había sentido turbado desde que oyó ciertas palabras de Bernie Fitzgibbon. ¿Y si el caso no se había investigado suficientemente? Maria Ruskin había corroborado ayer mismo el testimonio de Roland ante el gran jurado, pero Kramer sabía en el fondo que él la había forzado a que lo hiciese. Kramer la había metido en una situación en la cual…
Prefirió dejar la idea en suspenso.
Saber que McCoy no era, al fin y al cabo, más que una rata le tranquilizó notablemente. McCoy había quedado pillado en esta trampa porque ése era su medio natural, las repugnantes aguas en las que nadaba su débil carácter.
Tras haberse dicho a sí mismo que su actitud era plenamente justa, Kramer se permitió el lujo de alimentar el resentimiento que le provocaba personalmente aquel pseudoaristócrata que, sentado apenas a un metro de él, llenaba la habitación de su olor a rata. Mientras escuchaba las dos voces de la cinta, el timbre aristocrático de McCoy, y el canturreo sureño de Maria Ruskin, no tuvo que hacer un gran esfuerzo de imaginación para representarse visualmente la escena. Las pausas, las respiraciones, el rumor de ropa… McCoy, la rata, había cogido entre sus brazos a aquella tía cachonda… Y mientras proseguía la cita de aquella pareja —aquellas dos criaturas de la mejor zona de la ciudad tenían apartamentos especiales para sus placeres…—, se acordó de que él todavía andaba buscando, en su mente y en sus bolsillos, un lugar donde dar rienda suelta a los sentimientos que le inspiraba Miss Shelly Thomas. La Bella y la Rata siguieron hablando… Hubo una pausa cuando ella dejó la habitación para ir a preparar una copa, y luego sonó un ruido estridente: al parecer, ella había rozado el micrófono. La Rata. Volvieron a oírse sus voces, y luego ella dijo: «… Hay montones de personas a las que les gustaría oír esta conversación.»
Ni siquiera Kovitsky resistió la tentación de alzar la vista y mirar a los presentes cuando oyó estas palabras, pero Kramer se negó a sonreírle siquiera.
La voz de Maria Ruskin siguió parloteando. Ahora se quejaba de su matrimonio. ¿Adónde diablos llevaba esta grabación? Las quejas de la mujer eran aburridas. Se había casado con un anciano. ¿Y qué esperaba? Kramer podía verla, como si estuviese con ellos, en esta misma habitación. La forma lánguida con que cruzaba las piernas, la leve sonrisa, el modo en que te miraba a veces…
De repente hubo algo que le sobresaltó:
«Hoy ha venido a mi casa un tipo de la Oficina del Fiscal de Distrito del Bronx, con dos inspectores.» Y luego: «Un pomposo bastardo de mierda.»
Joder… Se quedó atónito. Un insoportable sofoco le subió por toda la cara. Lo que más le ofendía era lo de «pomposo». Qué trato tan despectivo —él y sus esternocleidomastoideos— …Alzó la vista, buscando la mirada de los demás, dispuesto a ponerse a la defensiva si alguien reía ante aquel insulto. Pero nadie levantó la mirada, y menos que nadie McCoy, a quien hubiese podido estrangular allí mismo.
«Echaba la cabeza hacia atrás y ponía tensos sus músculos del cuello, así, y me miraba con sus ojillos. Menudo monstruo.»
El rostro de Kramer estaba ahora de un rojo vivísimo, encendido, a punto de estallar de rabia y, más que de rabia, de consternación. Uno de los presentes emitió un sonido que podía ser de tos, pero también de risilla. Kramer no tuvo arrestos como para tratar de investigarlo. ¡Puta!, dijo mentalmente, y de todo corazón. Sin embargo, su sistema nervioso decía: ¡Caprichosa destructora de mis más dulces esperanzas! En la pequeña habitación llena de gente Kramer estaba sufriendo la grave herida que sienten los hombres cuando su ego pierde la virginidad… lo mismo que les ocurre cuando alcanzan a oír por vez primera la auténtica y sincera opinión que una mujer bella tiene de su masculinidad.
Pero lo que vino a continuación fue peor incluso.
«Lo explicó todo muy claro, Sherman —dijo la voz de la cinta—. Me dijo que si doy testimonio contra ti y confirmo lo que dice el otro testigo, me concederá la inmunidad. Y añadió que, si no hago lo que me propone, me tratará como a un cómplice, y me acusará de todos esos delitos… mayores.»
Y luego:
«Me dio fotocopias de todo lo que han ido publicando los diarios. Prácticamente me dijo cómo debía leerlas. Éstas son las que dicen la verdad. Y estas otras las que dicen las mentiras que tú te has inventado. Y él da por supuesto que yo voy a confirmar las primeras. Si digo lo que pasó en realidad, iré a la cárcel.»
¡Puta mentirosa! Era cierto que él la había acorralado, pero Mrs. Ruskin exageraba.
—¡Señor juez! —estalló por fin.
Kovitsky alzó la mano, con la palma hacia afuera, y la cinta siguió girando.
La voz del vicefiscal sobresaltó a Sherman, que vio el ademán con el que el juez le hacía callar. De modo que Sherman comenzó a prepararse para lo que venía a continuación.
«Ven aquí, Sherman.» La voz de Maria.
Sherman volvió a sentir otra vez ese momento, ese momento y el horrible forcejeo que hubo después…
«Sherman. ¿Qué te pasa? ¿Te ocurre algo en la espalda?»
Pero eso era sólo el principio… Su propia voz, su voz horriblemente barata: «No sabes cuánto te he echado de menos, cuánto te he necesitado.» Y después ese sonido espantoso, el sonido delator… y Sherman pudo oler de nuevo el aliento de Maria, pudo notar de nuevo el tacto de las manos de Maria en su espalda.
«Sherman… ¿Qué llevas en la espalda?»
Las palabras emponzoñaron la habitación con un chorro de vergüenza. Sherman sintió deseos de desaparecer. Se hundió en su silla, con el mentón caído contra el pecho.
«Sherman. ¿Qué es eso…?» Maria hablando en voz cada vez más alta, y él negándolo, y los forcejeos, los jadeos y gritos de ella… «¡Un cable, Sherman!» «¡Me haces… daño!» «¡Sherman… asqueroso traidor hijoputa!»
¡Cierto, Maria! ¡Espantosamente cierto!
Kramer estuvo escuchando todo aquello sumido en un atormentado sofoco. La Puta y la Rata… Su cita había ido degenerando hasta convertirse en una sórdida pelea de rata contra puta. Un pomposo bastardo de mierda. Menudo monstruo. Y ponía tensos los músculos del cuello, así. Maria Ruskin se había burlado de él, le había humillado, tomado el pelo, calumniado… le había expuesto a ser acusado de soborno a un testigo y animarle a cometer perjurio.
A Sherman le dejaron pasmados sus propios jadeos desesperados, repetidos ahora por la pesada máquina que estaba en la mesa del juez. Eran unos ruidos mortificantes. Ruidos de dolor, de pánico, de cobardía, de debilidad, de engaño, de vergüenza, de indignidad: todo eso a la vez, seguido de las zancadas del cobarde que huye. Se oyó el ruido de su precipitado descenso por la escalera. Sabía que todos los presentes podían verle en su cobarde huida, saliendo de allí a toda prisa, con el magnetofón colgándole entre las piernas.
Cuando finalmente terminó la cinta, Kramer había logrado emerger bajo el tremendo peso de su vanidad ofendida, y recapacitar.
—Señor juez —dijo—. No entiendo qué…
—Un momento —le interrumpió Kovitsky—. Mr. Killian, rebobine esa cinta. Quiero escuchar otra vez la parte de la conversación que trata del testimonio de Mrs. Ruskin.
—Pero señor juez…
—Mr. Kramer, vamos a oírlo otra vez, y punto.
Lo escucharon otra vez.
Las palabras pasaban junto a Sherman sin afectarle. Seguía hundido en su propia ignominia. No podía mirarles a la cara.
—Bien, Mr. Killian —dijo Kovitsky—, ¿qué conclusiones cree usted que debe sacar este tribunal de todo eso?
—Señor juez —dijo Killian—, esa mujer, Mrs. Ruskin, recibió instrucciones de acuerdo con las cuales debía dar cierto testimonio en el que debía omitir algunos detalles, bajo la amenaza de sufrir graves consecuencias en caso de que no lo hiciera así. O, como mínimo, ella creía que sufriría graves consecuencias, lo que viene a ser lo mismo. Además…
—¡Eso que dice es absurdo! —dijo Kramer, el vicefiscal. Estaba sentado en el extremo del asiento y, con la cara enrojecida y una expresión de furia incontenible, señalaba con su grueso índice al defensor.
—Espere. Déjele terminar —dijo el juez.
—Además —prosiguió Killian—, tal como acabamos de oír, Mrs. Ruskin tenía sobrados motivos para dar un testimonio falso, no sólo para protegerse a sí misma sino también para herir a Mr. McCoy, contra quien lanza insultos inequívocos… «Asqueroso traidor hijoputa…»
El asqueroso traidor hijoputa volvió a sentirse tan mortificado como antes. ¿Podía haber algo más mortificante que la pura verdad? Una pelea a gritos estalló entre el vicefiscal y Killian. ¿Qué decían? Ante la verdad, ante la triste y vergonzosa verdad, nada de lo que dijeran tenía importancia.
—¡CÁLLENSE! —rugió el juez. Se callaron los dos—. En este momento no me interesa lo del soborno, Mr. Krarner. Olvide esa parte del asunto. En cambio, creo que existe la posibilidad de que el testimonio que oyó el gran jurado estuviese viciado de nulidad.
—¡Ridículo! —dijo Kramer—. Esa mujer tuvo dos abogados a su lado, en todo momento. ¡Ellos le dirán qué fue lo que yo le dije!
—Si es necesario, se lo preguntaré a ellos. Pero no me preocupa tanto lo que usted dijo como qué pensaba ella en el momento de dar testimonio ante el gran jurado. ¿Entendido, Mr. Kramer?
—No, señor juez. No lo entiendo, y…
—Señor juez —interrumpió Killian—. Tengo otra cinta.
—Bien —dijo Kovitsky—. ¿Qué tiene esa segunda cinta?
—Señor juez…
—No interrumpa, Mr. Kramer. También usted tendrá oportunidad de decir lo que tenga que decir. Adelante, Mr. Killian. ¿Qué contiene esa nueva cinta?
—Una conversación que, según me ha informado Mr. McCoy, sostuvo él mismo con Mrs. Ruskin hace veintidós días, después de la aparición de la primera noticia de la prensa sobre las heridas sufridas por Henry Lamb.
—¿En dónde se celebró esa conversación?
—En el mismo lugar que la primera, señor juez. En el apartamento de Mrs. Ruskin.
—¿También se hizo esta grabación sin que ella lo supiese?
—Exacto.
—¿Y qué relación tiene esta cinta con lo que aquí nos ocupa?
—Esa otra cinta contiene la versión que dio Mrs. Ruskin del accidente por su propia voluntad, sin que Mr. McCoy la forzase a hacerlo. El contenido de esta cinta refuerza los interrogantes que pesan sobre el carácter de la declaración que dio Mrs. Ruskin ante el gran jurado.
—¡Esto es una locura, señor juez! ¡Ahora resulta que el reo anda por la vida con un micrófono oculto! Ya sabemos que es una rata, por decirlo con la jerga callejera, de modo que ¿por qué vamos a creernos…?
—Cálmese, Mr. Kramer. En primer lugar, vamos a escuchar la grabación. Después valoraremos su contenido. De momento estamos solamente estudiando las cintas. Adelante, Mr. Killian. Espere. Primero quiero tomarle juramento a Mr. McCoy.
Cuando los ojos de Kovitsky se encontraron con los suyos, Sherman apenas si pudo sostener su mirada. Ante su propia sorpresa, se sentía horriblemente culpable por lo que iba a hacer. Estaba a punto de cometer perjurio.
Kovitsky le dijo al secretario, Bruzzielli, que le tomase juramento a McCoy, y luego le preguntó al reo si era cierto que había hecho las grabaciones en las fechas y circunstancias que había mencionado Killian. Sherman dijo que sí, se forzó a sostener la mirada de Kovitsky, y se preguntó si se le notaba la mentira en la cara.
«Lo sabía. Lo sabía. Tendríamos que haber ido inmediatamente a la policía.» Así empezaba la nueva grabación.
Sherman apenas fue capaz de escucharla. ¡Lo que estoy haciendo es ilegal…! Sí… pero lo hago en nombre de la verdad… Esto no es más que un camino subrepticio que conduce a la verdad… Esta conversación es la misma que sostuvimos ella y yo… Cada palabra, cada sonido, todo es verdad… Sería mucho más deshonesto que esta conversación quedase ignorada… Sí… ¡pero estoy cometiendo un acto ilegal! Los pensamientos de Sherman no cesaron de dar vueltas mientras la cinta iba avanzando… Y Sherman McCoy, que se había prometido a sí mismo actuar como el animal que era en el fondo, descubrió una cosa que muchos habían descubierto antes que él. Entre los chicos y chicas de buena familia, la culpa y el instinto que impulsan a obedecer la ley se convierten en actos reflejos, en fantasmas inerradicables de la máquina.
Antes incluso de que el gigante hasídico hubiese comenzado a bajar la escalera, y de que las carcajadas de Maria hubiesen dejado de sonar en esta descuidada habitacioncita judicial del Bronx, Kramer, el fiscal, se puso a protestar rabiosamente.
—Señor juez, no puede usted permitir…
—Ya le daré oportunidad de hablar a su debido tiempo.
—…que este truco barato…
—¡Mr. Kramer!
—…influya…
—¡MR. KRAMER!
Kramer se calló.
—Bien, Mr. Kramer —dijo Kovitsky—, estoy seguro de que reconoce la voz de Mrs. Ruskin. ¿Está de acuerdo en que esa voz era la de ella?
—Es probable. Pero el problema no es éste. El problema…
—Un momento. Suponiendo que sea así, ¿difiere lo que acaba de decir Mrs. Ruskin de lo que ella misma dijo como testigo ante el gran jurado?
—¡Esto es ridículo, señor juez! Qué sé yo lo que pasa en esa cinta…
—¿Difiere o no, Mr. Kramer?
—No es lo mismo.
—Decir que no es lo mismo, ¿equivale a decir que difiere?
—Señor juez, no podemos saber en qué condiciones fue obtenida esta grabación…
—Pero, de acuerdo con las apariencias, Mr. Kramer, ¿difiere o no del testimonio prestado por Mrs. Ruskin ante el gran jurado?
—En apariencia, difiere, sí. Pero no puede usted permitir que este truco barato —y señaló despectivamente hacia McCoy— influya en su…
—Mr. Kramer …
—… actitud. —Kramer notó que Kovitsky comenzaba a bajar gradualmente la cabeza. Y que ya asomaba el blanco bajo sus iris. El mar estaba espumeando. Pero Kramer fue incapaz de contenerse—: ¡La cuestión es que el gran jurado ha emitido una decisión completamente válida! Usted… ¡Esta reunión no tiene jurisdicción…
—Mr. Kramer …
—… sobre las deliberaciones de un gran jurado!
—¡GRACIAS POR SUS CONSEJOS, MR. KRAMER!
Kramer se quedó congelado, incapaz de cerrar la boca.
—Permítame que le recuerde —dijo Kovitsky— que soy el juez que ha presidido ese gran jurado, y que no me seduce la idea de que el testimonio que prestó ante ese gran jurado uno de los testigos más importantes estuviera viciado de nulidad.
Sacando humo hasta por las orejas, Kramer sacudió la cabeza:
—Ni una sola palabra de las que estos dos… individuos —volvió a señalar con el dedo a McCoy— … digan en su nidito de amor… —Y volvió a sacudir la cabeza, tan rabioso que fue incapaz de encontrar el modo de terminar la frase.
—A veces es precisamente en esas situaciones donde aparece la verdad, Mr. Kramer.
—¡La verdad! Dos millonarios, dos niños mimados, uno de los cuales lleva un micrófono oculto… ¡Intente explicárselo a los miembros de un jurado, señor juez…!
Tan pronto como hubo pronunciado estas palabras, Kramer supo que había cometido un error, pero no pudo reprimirse.
—¡Intente explicárselo a los miles de personas que están ahí afuera, en la calle, pendientes de cada palabra que se pronuncia en este caso! ¡Intente…!
Se interrumpió. Los iris de Kovitsky volvieron a flotar en el blanco y turbulento mar. Kramer creyó que el juez iba a estallar nuevamente, pero lo que hizo Kovitsky fue incluso peor. Sonrió. Mantenía la cabeza gacha, con su nariz aguileña apuntándole directamente, los iris planeando como un hidroavión sobre el océano espumoso… y sonreía.
—Gracias, Mr. Kramer. Así lo haré.
Para cuando el juez Kovitsky regresó a la sala, el público se lo estaba pasando en grande. Todo el mundo hablaba a voz en grito, reía a carcajadas, andaba de un lado para otro, demostrándoles a los guardias quién mandaba en realidad allí. El jaleo cedió un poco cuando entró Kovitsky, pero más que nada por curiosidad. Estaban todos muy interesados por el desarrollo de los acontecimientos.
Sherman y Killian se encaminaron a la mesa del defensor, situada frente al estrado, y en ese momento se reanudaron los cánticos en falsete.
—Sheeermaaaan…
Kramer estaba junto a la mesa del secretario, hablando con un hombre alto, blanco, vestido con un barato traje de gabardina.
—Ese es Bernie Fitzgibbon, un amigo mío en el que tú te negabas a confiar —dijo Killian. Sonreía. Luego, señalando a Kramer, añadió—: No pierdas de vista la cara de ese mamón.
Sherman miró fijamente, sin entender nada.
Kovitsky no había subido aún al estrado. Se quedó al lado de su secretario, el pelirrojo, diciéndole algo. El alboroto de los espectadores fue cobrando intensidad. Kovitsky se encaminó lentamente hacia el estrado, sin mirar al público. Luego permaneció en pie junto a su mesa, con la vista baja, como si estuviese buscando alguna cosa en el suelo.
Hasta que, de repente, ¡MAZOMP!, el martillo. Fue como una bomba.
—¡CÁLLENSE Y SIÉNTENSE DE UNA VEZ!
El público se quedó congelado por un momento, aturdido por el furioso volumen de la voz de aquel hombrecillo.
—¿INSISTEN USTEDES… EN DESAFIAR… A ESTE TRIBUNAL?
La gente comenzó a callar y todos fueron a ocupar sus asientos.
—Muy bien. Veamos. En el caso del Pueblo contra Sherman McCoy, el gran jurado ha emitido un dictamen de acusación. De acuerdo con la autoridad que me compete, y como supervisor del gran jurado, ordeno, en interés de la justicia, el sobreseimiento provisional de este dictamen sin perjuicio de informe en contrario del fiscal de distrito.
—¡Señoría! —Kramer se había puesto en pie, y había levantado la mano.
—Mr. Kramer…
—Esta decisión causará daños irreparables, no solamente al proceso presentado por el Pueblo…
—Mr. Kramer…
—… sino también a la causa del Pueblo. Señoría, se encuentran hoy en esta sala —señaló con un amplio ademán a los espectadores— muchos miembros de la comunidad que se ha visto directa y vitalmente afectada por este caso. Y no creo que esta decisión le rinda tampoco un buen servicio a nuestro sistema de justicia penal…
—¡MR. KRAMER! ¡RÍNDALE UN BUEN SERVICIO A ESTE TRIBUNAL! ¡CÁLLESE DE UNA VEZ!
—Señoría…
—¡MR. KRAMER! ¡ESTE TRIBUNAL LE ORDENA QUE CIERRE EL PICO!
Kramer se quedó mirando a Kovitsky con la boca abierta, como si esas palabras le hubiesen paralizado hasta físicamente.
—Bien, Mr. Kramer…
—Señoría, quiero que quede registrado el hecho de que su señoría ha alzado la voz. De hecho, que ha gritado.
—Mr. Kramer… Voy a hacer algo más que alzar la voz, Y ALGO MÁS QUE GRITAR… ¿Cómo se atreve a esgrimir ante este tribunal el argumento de la actitud del vecindario? La ley no se somete a nadie, ni cuando son pocos ni cuando son muchos. Y este tribunal no se apartará de su camino por mucho que siga usted lanzando amenazas. Este tribunal recuerda muy bien su actuación, señor vicefiscal, ante el juez Auerbach. ¡Se atrevió usted, Mr. Kramer, a agitar una petición escrita como si se tratara de una pancarta! —Kovitsky alzó la mano e imitó la actitud de Kramer agitando un papel en el aire—. Y todo porque salía en la televisión, Mr. Kramer… Un dibujante hizo un boceto en el que usted aparecía blandiendo esa hoja de papel, como un Robespierre o un Danton cualquiera, ¡y esa imagen salió en la televisión! Se comportó usted como un agitador de masas, y es posible que entre los que han venido hoy a esta sala haya quienes SE DIVIRTIERON CON ESA COMEDIA, Mr. Kramer. Pues bien, voy a decirle una cosa, ¡CUIDADO CON AGITAR PANCARTAS EN ESTA SALA, NO VAYA A PERDER EL BRAZO QUE ALZA USTED CON TANTA FACILIDAD! ¿ENTENDIDO?
—Señoría, sólo pretendía…
—¿ENTENDIDO?
—Sí, señoría.
—De acuerdo. Pues voy a desestimar ese dictamen del gran jurado, sin perjuicio de que el fiscal vuelva a presentar el caso del Pueblo contra McCoy.
—¡Señoría! Repito que una decisión así causaría daños irreparables a esta causa. —Kramer farfulló sus palabras apresuradamente, para impedirle a Kovitsky que pudiera interrumpirle con su portentosa voz. De hecho, Kovitsky pareció haber sido pillado por sorpresa por la vehemencia y la osadía de las palabras del vicefiscal.
Al verle tan aturdido, el público aprovechó la oportunidad para estallar de nuevo.
—¡Bien dicho…! ¡Chúpate ésa!
Uno de los miembros del público se puso en pie, luego le imitó otro, y a continuación otro y otro. El negro alto que llevaba un aro colgado de una oreja se puso en pie y alzó el puño en el aire.
—¡INJUSTICIA! —aulló—. ¡INJUSTICIA!
¡MAZOMP! El martillo estalló otra vez. Kovitsky se levantó, apoyó los puños sobre la mesa y se inclinó hacia adelante.
—¡Que los guardias expulsen de aquí a ese individuo!
Y, acompañando sus palabras con el ademán, Kovitsky proyectó su índice hacia la primera fila del público, señalando al negro alto del aro en la oreja. Dos de los guardias de la sala, con sus camisas blancas de manga corta y sus revólveres del 38 en la cadera, se acercaron al alborotador.
—¡No tiene derecho a expulsar al Pueblo! —gritó aquel negro tan alto—. ¡No tiene derecho a expulsar al Pueblo!
—Quizá —dijo Kovitsky—. ¡Pero USTED va a largarse de aquí!
Los guardias se acercaron al hombre, uno por cada lado, y le empujaron hacia la salida. El negro volvió la vista hacia sus compinches, pero éstos parecían algo confusos. Seguían armando jaleo, pero sin atreverse a desafiar de nuevo el martillazo de Kovitsky.
¡MAZOMP!
—¡SILENCIO! —dijo Kovitsky.
En cuanto se hizo el suficiente silencio, Kovitsky miró a Fitzgibbon y a Kramer.
—Se suspende la sesión.
Los espectadores se pusieron en pie, y sus murmullos se transformaron gradualmente en sordos abucheos. Sin embargo, todos fueron desfilando hacia la salida, no sin dejar de dirigirle miradas asesinas a Kovitsky. Nueve guardias formaron una muralla de protección entre los bancos del público y la zona situada al otro lado de la balaustrada. Dos de los guardias apoyaban sin disimulo la mano en la culata de su revólver. Hubo algún que otro grito aislado, pero Sherman no llegó a distinguir qué decían. Killian se puso en pie y se dirigió hacia Kovitsky. Sherman le siguió.
De repente, atrás, hubo una tremenda conmoción. Sherman giró sobre sus talones. Un negro muy alto había roto la muralla formada por los guardias. Era el que llevaba el pendiente en la oreja, el que había sido expulsado de la sala por Kovitsky. Al parecer, después de ser conducido hasta el pasillo exterior por los dos guardias, había vuelto a entrar, y parecía estar loco de furia. Había cruzado ya la balaustrada y se lanzó hacia Kovitsky, con una mirada llameante.
—¡MARICA DE MIERDA! ¡MARICA DE MIERDA!
Tres de los guardias abandonaron la formación que empujaba al público fuera de la sala. Uno de ellos agarró al negro alto del brazo, pero se le escapó.
—¡INJUSTICIA!
Los alborotadores comenzaron a revolverse frente a los guardias y trataron de colarse, como si quisieran averiguar hasta qué punto estaban dispuestos a utilizar la fuerza contra ellos. Sherman se quedó mirando la escena, paralizado. ¡Ahora empieza! Una oleda de miedo… ¡de expectación…! ¡Ahora empieza! Los guardias retroceden, tratando de interponerse entre la muchedumbre y el juez y demás funcionarios judiciales. Los manifestantes gruñen, gritan, van cobrando fuerza, como el vapor a presión, tratan de averiguar hasta dónde llega su propia fuerza, su propia valentía.
¡Buuuuuuu…! ¡Fuuuuuuueraaa…! ¡Juuuudíooo…! ¡Marica de mierda!
De repente, justo a su izquierda, Sherman capta la forma huesuda de Quigley. Se ha reunido con los guardias. Trata de empujar hacia atrás a la muchedumbre. En su rostro, una expresión de furia enloquecida.
—Vale, tíos, ya basta. Se acabó. Venga, tíos, a casa todo el mundo.
Les llama «tíos». Va armado, pero el revólver permanece oculto debajo de la americana de tweed. Los guardias ceden terreno lentamente. Siguen llevándose la mano a la culata del revólver. Fingen sacar, pero luego alzan de nuevo la mano, como si les aterrase la sola idea de lo que podría ocurrir allí si efectivamente llegaran a sacar sus armas y abrir fuego.
Empujones y codazos… Un tremendo alboroto… ¡Quigley…! Quigley agarra a uno de los alborotadores por la muñeca, le retuerce el brazo hasta doblárselo a la espalda, y después da un tirón hacia arriba —¡Aaaaaaajjj!— mientras, de una patada, le hace doblar las piernas. Dos de los guardias, Brucie y otro que es muy gordo, siguen retrocediendo, olvidándose de Sherman, caminan medio encogidos, con la mano en la culata del revólver. Volviendo la cabeza hacia atrás, Brucie le grita a Kovitsky:
—¡Métase en el ascensor, señor juez! ¡No espere más, por Dios! ¡Métase de una vez!
Pero Kovirsky no da un paso. Mira desafiante a la muchedumbre.
El negro alto, el del pendiente de oro, se encuentra a un palmo de los guardias. No intenta dejarles atrás. Estira su largo cuello y proyecta la cabeza hacia el juez, a quien le grita:
—¡Marica de mierda!
—¡Sherman! —Es Killian, que está a su lado—. ¡Vamos! ¡Bajaremos en el ascensor del juez!
Sherman ñora que Killian le tira del codo, pero tiene la sensación de haber echado raíces en el suelo. ¡Ahora empieza! ¿Qué necesidad tengo de aplazarlo?
Todo se confunde. Alza la vista. Una figura furiosa con camisa azul de mecánico carga contra él. Un rostro contorsionado. Un dedo enorme, huesudo.
—¡Le ha llegado la hora a Park Avenue!
Sherman resiste. De repente… Quigley. Quigley se interpone entre los dos y, con una sonrisa absolutamente chiflada en el rostro, clava su nariz a medio centímetro de la de aquel tipo y le dice:
—¡Hola!
Sorprendido, el alborotador se queda mirándole, y, en ese momento, sin dejar de mirarle a los ojos ni de sonreírle, Quigley alza el pie izquierdo y lo deja caer luego con todas sus fuerzas sobre el dedo gordo del pie del otro. Un grito tremendo.
La muchedumbre se desmanda. ¡Buuuuu…! ¡A por él…! ¡A por él…! Abriéndose paso a manotazos, Brucie le da un empujón al negro del pendiente, que sale disparado hacia un lado. De repente, en mitad de su caída, el negro se encuentra justo delante de Sherman. Se queda mirándole fijamente. Está sorprendido. ¡Cara a Cara! ¿Y ahora qué? El negro no hace nada. Sólo mira. Los ojos traspuestos… aterrados… de Sherman: ¡Ahora! Sherman se encoge, se inclina lateralmente, sobre una cadera, empieza a volverle la espalda —¡ahora! ¡ahora empezará!—. Pero gira de nuevo hacia el hombre y descarga su puño contra el plexo del negro del pendiente.
—¡Uuuuuuu!
El enorme hijo de puta se hunde bajo el impacto, con la boca abierta, los ojos saliéndosele de las órbitas, la nuez agitada por convulsiones. Cae al suelo.
—¡Vamos! ¡Sherman! —Killian le tira del brazo. Pero Sherman está paralizado. No puede apartar la vista del negro del pendiente. Este sigue en el suelo, de costado, encogido, casi incapaz de respirar. El pendiente le cuelga del lóbulo en un ángulo extraño.
Dos formas empujan a Sherman hacia un lado. Quigley. Quigley sujeta a un joven blanco, muy alto, rodeándole el cuello con un brazo mientras que con la palma de la otra mano parece tratar de doblarle la nariz y metérsela dentro de su propia cabeza. El joven jadea y gime Aaaaaaah, aaaaah, y tiene la cara ensangrentada. La nariz le ha quedado como un pastel rojo. Quigley no deja de gruñir Unnnnnj unnnnnj unnnnnnj. Suelta al chico, que cae al suelo, y luego le aplasta el brazo con el tacón de su zapato. Un Aaaaah espantoso. Quigley agarra a Sherman del brazo y le empuja hacia atrás.
—Larguémonos, Sherm. —¡Sherm!—. ¡Hay que salir de aquí cagando leches!
He descargado un puñetazo en su estómago, el tipo ha soltado un ¡Oooooo! y se ha desplomado en el suelo. Una última ojeada al pendulante pendiente…
Quigley le empuja hacia atrás mientras Killian tira de él.
—¡Vamos! —grita Killian—. ¿Te has vuelto completamente loco?
Sólo quedaba un breve semicírculo de guardias, reforzados por Quigley, entre el gentío y el grupo formado por Sherman, Killian, el juez, su secretario y el taquígrafo, que, hombro contra hombro, fueron metiéndose por el hueco que daba paso a la antecámara del juez. Los manifestantes eran muy numerosos, y tenían sobradas razones para estar fuera de sí. Uno de ellos intenta colarse también por la puerta… Brucie no consigue impedírselo… Quigley… Ha sacado el revólver. Lo alza en el aire, con el cañón apuntando al techo. Proyecta su cara contra la cara del manifestante que pretende colarse por la puerta.
—¡Vale ya, cabrón! ¿Quieres que te abra otro agujero en la nariz?
El tipo se queda congelado. Tan congelado como una estatua. Lo que le frena no es el revólver. Es la mirada de Quigley.
Transcurre un segundo… otro… No necesitan más. El guardia de voluminoso estómago abre la puerta del ascensor. Van entrando todos: Kovitsky, el secretario, el taquígrafo, Killian. Sherman entra también, retrocediendo de espaldas, con Quigley y Brucie. Estos dos forman un escudo con sus cuerpos. Todavía quedan otros tres guardias en la antecámara, preparados para desenfundar. Pero la muchedumbre ha perdido fuerza, la presión del vapor ha comenzado a ceder. Quigley. Su mirada. Vale ya, cabrón. ¿Quieres que te abra otro agujero en la nariz?
El ascensor comienza a bajar. En su interior hace un calor asfixiante. Todos se apretujan. Aaah, aaaahh, aaaaahhb, aaaahhhh. Sherman comprende que es él mismo quien hace ese ruido, intentando respirar, luchando por meterse un poco de aire en los pulmones. Él, y también Quigley, y Brucie, y el otro guardia, el gordo. Aaaaaaah, aaaaabhhhhh, aaaaahhhhhh, aaaaaaaahhhhhhhh, aaaaahhhhhhh.
—Sherm. —Es Quigley, que habla entre jadeos—. ¡Has logrado acojonar… a ese… mamón…! ¡Sherm! ¡Has logrado acojonarle…!
Se desplomó en el suelo. Encogido. El pendiente pendulón. ¡Ahora…! ¡Y he vencido! Sherman se debatía entre un miedo helado —¡vendrá a por mí!— y una deliciosa expectación. ¡Otra vez! ¡Quiero hacerlo otra vez!
—No deberían felicitarse… —Era Kovitsky, que hablaba en voz baja, muy serio—. Menudo desastre. No se imaginan siquiera el desastre que ha sido. No hubiese debido suspender la sesión tan pronto. Habría sido mejor hablar un poco con esa gente. Y ellos tampoco se lo imaginan. Ni siquiera se imaginan lo que han hecho.
—Señor juez —dijo Brucie—, esto no ha terminado todavía. También hay manifestantes en el vestíbulo, y en la calle.
—¿En qué lado?
—Sobre todo en la escalinata de la fachada, en la calle Ciento sesenta y uno. Pero también hay otro grupo en Walton Avenue. ¿Dónde está su coche, señor juez? —En donde siempre, en el pozo.
—Sería mejor que uno de nosotros fuera a buscarlo y lo trajese hasta la entrada de la Concourse.
Kovitsky reflexionó un momento.
—A la mierda. No pienso darles ese gusto.
—Ni siquiera van a enterarse, señor juez. No pretendo alarmarle, pero ahí afuera… Estarán hablando de usted, ya sabrán lo que ha ocurrido… Traen megáfonos.
—¿Ah, sí? —dijo Kovirsky—. ¿Sabe esa gentuza en qué consiste el delito de obstrucción a la justicia?
—Esa gentuza no tiene ni idea de eso… pero saben armar unos jaleos impresionantes.
—En fin, Brucie, gracias. —Kovitsky esbozó una sonrisa. Se volvió a Killian—, ¿Se acuerda de la vez que le ordené que abandonase el ascensor del juez? No tengo ni idea de cómo se coló.
Killian sonrió y asintió con la cabeza.
—Usted se empeñó en que no quería apearse, y yo le dije que eso era desacato, ¿se acuerda? Y usted me contestó: «¿Desacato? ¿Desacato al ascensor?» ¿Se acuerda?
—Claro que me acuerdo, señor juez. Pero preferiría que usted lo hubiese olvidado.
—¿Sabe por qué me enfurecí tanto? Porque tenía usted razón. Por eso me enfurecí.
Antes incluso de que el ascensor llegara al primer piso, todos pudieron oír el ¡BRAAAAAAAANNG! de la alarma.
—Joder, ¿qué loco habrá disparado la alarma? —dijo Brucie—. ¿Quiénes creen que vendrán a ayudarnos? A estas alturas, todos los guardias se habrán ido a sus puestos.
Kovitsky había adoptado de nuevo una expresión sombría. Y sacudía la cabeza. Envuelto en su toga y metido en el atestado ascensor, parecía más pequeño que nunca, un hombrecillo calvo e insignificante.
—Esa gente no sabe lo mal que ha puesto las cosas… No lo sabe… No sabe que yo soy su único amigo…
Al abrirse la puerta del ascensor, el sonido de la alarma —¡BRAAAANNNNNNGGGGG!— fue ensordecedor. Salieron a un vestíbulo pequeño. Una de las puertas daba a la calle. La otra conducía al gran vestíbulo de la planta baja de la fortaleza. Brucie le gritó a Sherman:
—¿Cómo piensa salir de aquí?
—Tenemos un coche ahí afuera —respondió Quigley por él—. Pero ni idea de dónde cristo estará. El jodido del conductor estaba acojonado cuando veníamos, así que a estas horas…
—¿Dónde le han dicho que esperase? —preguntó Brucie.
—Junto a la puerta de Walton Avenue —dijo Quigley—. Pero si conozco a ese maricón, seguro que se ha largado a Candy.
—¿Candy?
—Un jodido pueblo de Ceilán. Parece que nació allí. Conforme íbamos acercándonos aquí, el tipo se puso a hablar del puto pueblo ese, Candy. No te jode.
Brucie abrió desmesuradamente los ojos y gritó:
—¡Eh, juez!
Kovitsky estaba cruzando en ese momento el umbral de la puerta que conducía al vestíbulo principal del edificio.
—¡Señor juez! ¡No entre ahí! ¡Está lleno de manifestantes!
¡Ahora! ¡Otra vez! Sherman salió disparado hacia esa puerta y se coló por ella, siguiendo los pasos de la diminuta figura de negro.
—¡Sherm! —La voz de Quigley—. ¡Santo Dios!
Sherman se encontró en un gran vestíbulo de mármol atronado por el estupendo sonido de la alarma. Kovitsky llevaba la delantera y caminaba tan aprisa que la toga se le hinchaba a los lados. Parecía un cuervo a punto de emprender el vuelo. Sherman comenzó a trotar, intentando alcanzarle. Pero otra figura llegó corriendo y le adelantó. Era Brucie.
—Señor juez. ¡Señor juez!
Brucie alcanzó a Kovitsky e intentó agarrarle del brazo. Sherman ya estaba a un paso de ellos dos. Kovitsky, sacudiendo furiosamente el brazo, se soltó del guardia.
—Juez, ¿qué pretende hacer? ¡Qué locura…!
—¡Tengo que decírselo! —dijo Kovitsky.
—Pero señor juez… ¡Le matarán!
—¡Tengo que decírselo!
Sherman captó en este momento la imagen de todos los demás, que iban acercándoseles a la carrera… el guardia tripudo… Killian… Quigley… Todos los rostros del vestíbulo se habían vuelto a mirarles, tratando de averiguar en qué consistía la extraña escena que veían sus ojos… un juez pequeño y furioso, con la toga negra, caminando empecinadamente pese a la oposición de un numeroso grupo de personas que le rodeaba por todas partes y repetía una y otra vez:
—¡No lo haga! ¡Señor juez, no!
Gritos en un pasillo cercano… ¡Es él…! ¡Eh, mirad, ahí está ese cabrón…! ¡BRAAAANNNGGGG…! El portentoso timbre de alarma vapuleó a todo el mundo con sus ondas sonoras.
Brucie intentó sujetar otra vez al juez.
—¡Suélteme el brazo, joder! —gritó Kovitsky—. ¡Le digo que me suelte el brazo! ¡ES UNA ORDEN, BRUCIE!
Para no quedarse rezagado, Sherman volvió a trotar. Estaba a medio paso solamente del juez. Escrutó los rostros del vestíbulo. ¡Ahora! ¡Otra vez! Doblaron una esquina. Llegaron al gran espacio de estilo Moderno que conducía a la salida de la calle Ciento sesenta y uno. Unas cincuenta o sesenta personas estaban mirando hacia las puertas de la escalinata, contemplando con arrobamiento algo que ocurría fuera. A través de las puertas de cristal, Sherman entrevió la silueta de una numerosa multitud.
Kovitsky alcanzó finalmente las puertas, empujó hacia el exterior la más próxima, y se detuvo. ¡BRRAAAANNNGGG!
—¡No salga, señor juez! ¡No se arriesgue! —gritó Brucie.
En el centro del rellano había un micrófono montado sobre el pie. Junto al micro se encontraba un negro alto con traje negro y camisa blanca, rodeado por un numeroso grupo de blancos y negros. Al lado mismo del hombre del micrófono destacaba la figura de una mujer blanca de cabello rubio agrisado. Más abajo, distribuidos por las tres caras de la escalinata, se habían congregado los manifestantes. Por el ruido que armaban, seguramente habían terminado reuniéndose allí cientos, tal vez miles de personas. Finalmente, Sherman reconoció al negro del micrófono. Era el reverendo Bacon.
Éste se dirigía a la multitud con su voz de barítono, potente pero controlada, como si cada palabra fuese un nuevo y resuelto paso del destino.
—Hemos depositado nuestra confianza en esta sociedad… y en esta estructura de poder… ¿y qué recibimos a cambio? —La muchedumbre respondió con gritos y abucheos—. Hemos creído en las promesas que nos han hecho… ¿y qué recibimos a cambio? —Gruñidos, gemidos, gritos—. Hemos creído en su justicia. Ellos nos dijeron que su justicia era ciega, que era una mujer ciega… una mujer imparcial… Y nos dijeron que esa mujer no distinguía a los hombres por el color de su piel… Pero ¿quién ha resultado ser esa mujer ciega? ¿Cómo se llama? ¿Qué rostro adopta esa mujer para llevar a cabo sus juegos mentirosos y racistas? —Gritos, abucheos, peticiones de venganza y sangre—. Nosotros conocemos muy bien su rostro… conocemos muy bien su nombre… ¡MY-RON KO-VITSKY! —Abucheos, gruñidos, risas, alaridos, un colosal aullido a toda la muchedumbre—. ¡MY-RON KO-VITS-KY! —El ruido llegó a ser ensordecedor—. Pero podemos esperar, hermanos y hermanas… podemos esperar… Hemos esperado hasta ahora, muchísimo tiempo, y no tenemos adónde ir. ¡PODEMOS ESPERAR! Podemos esperar a que los matones de la estructura de poder muestren su rostro: Y a éste le tenemos cerca… ahí dentro… —Bacon mantenía el rostro vuelto hacia la calle, hacia la gente, pero señalaba hacia atrás con un brazo, y un firme dedo extendidos, indicando el interior del edificio—. Y él sabe que el pueblo le aguarda aquí, lo sabe porque no… es… ciego… Vive en el interior de esta fortaleza, atemorizado, metido en esta isla, pero sabe que está rodeado por un mar de gente, por el enorme mar del pueblo, y sabe que el pueblo y la justicia, y la justicia, hermanos y hermanas, le está arropando. ¡Y que no tiene escapatoria!
La muchedumbre se puso a rugir, y Bacon se volvió a un lado un momento y agachó la cabeza para que la mujer de pelo rubio agrisado le dijese algo al oído.
Justo en ese momento Kovitsky abrió de par en par la puerta acristalada. La toga se le hinchó a los lados, como si hubiese desplegado un par de alas.
—¡Señor juez! ¡Por Dios!
Kovitsky se quedó quieto en el umbral, con los brazos abiertos. El momento se alargó más y más… Cayeron los brazos. Las alas hinchadas se plegaron sobre su frágil cuerpo. Kovitsky dio media vuelta y entró de nuevo en el vestíbulo. Caminaba con la mirada baja, y hablando entre dientes.
—Su único amigo. Su único amigo, joder. —Miró al guardia que le había seguido—. Bien, Brucie. Vayámonos.
¡No! ¡Ahora!
—¡Señor juez! —aulló Sherman—. ¡No retroceda! ¡Hágalo! ¡Estoy dispuesto a salir con usted!
Kovitsky giró sobre sus talones y se quedó mirando a Sherman. Evidentemente, sólo ahora percibía su presencia. Puso su más ceñuda expresión…
—Qué diablos…
—¡Salga! —dijo Sherman—. ¡Salga, señor juez!
Kovitsky se limitó a mirarle. Instado por Brucie, continuó avanzando a buen paso por el vestíbulo. De todos los pasillos iba llegando gente… una multitud cargada de no muy buenas intenciones…
¡Es Kovitsky! ¡Es él! Gritos… estrépito… ¡BRRAAANNNNGGG!: el timbre de la alarma sonaba y sonaba, repicaba contra las paredes, rebotaba en los mármoles, doblando y triplicando su volumen… Un anciano que no formaba parte de los alborotadotes salió de algún lugar y se encaminó hacia Kovitsky, señalándole, gritando:
—¡Usted…!
Sherman se lanzó contra él y le gritó:
—¡Venga, largo de aquí! ¡Fuera, cabrón!
El anciano se apartó de un salto, boquiabierto. Su expresión… ¡Tan atemorizada! ¡Ahora! ¡Otra vez! ¡Clávale el puño en el estómago, hazle papilla, písale el ojo!
Sherman se volvió hacia Kovitsky.
El juez le miraba como quien acaba de ver a un chalado. Y Killian le observaba con la misma expresión. Y lo mismo hacían los dos guardias.
—¡Está loco! —gritó Kovitsky—. ¿Quiere que nos maten a todos?
—¡Qué más da, juez! ¡Qué más da! —gritó Sherman.
Y sonrió. Notó que los labios se le dilataban en una sonrisa satisfecha y anchísima. Y hasta soltó una estridenre carcajada furiosa. Carente de líder, la muchedumbre que se agolpaba en el vestíbulo se detuvo, como si nadie supiera con quién tenía que vérselas exactamente. Sherman escrutó los rostros, como si pretendiese aniquilarlos con su sola mirada. Estaba aterrorizado, ¡y dispuesto! ¡Otra vez!
Aprovechando las circunstancias el grupito del juez se batió en retirada.