Los recintos en donde los grandes jurados celebraban sus sesiones no eran como los juzgados propiamente dichos. Tenían más bien forma de pequeños anfiteatros. Abajo se encontraba la mesa a la que se sentaban los sucesivos testigos. En el estrado se situaban los componentes del gran jurado. El fiscal se ponía junto a sus testigos y les interrogaba, y el gran jurado tenía que decidir si le habían presentado pruebas suficientes como para que el acusado fuese juzgado o no. La idea, cuyo origen se remontaba a la Inglaterra de 1681, consistía en que el gran jurado debía proteger a los ciudadanos frente a fiscales poco escrupulosos. Sí, la idea original era ésa, pero con el tiempo había ido perdiendo todo sentido. Cuando un acusado acudía a declarar ante un gran jurado, no podía hacerlo acompañado de su defensor. Y si se mostraba (a) perplejo, (b) petrificado, o (c) ofendido ante las preguntas del fiscal, podía abandonar la sala y comentarlo con su abogado en el pasillo, pero eso daba la impresión de que tenía alguna cosa que ocultar. Así pues, eran pocos los acusados que aceptaban esta clase de riesgos. Las sesiones de gran jurado habían terminado convirtiéndose en grandes espectáculos cuyo director de escena era el fiscal. Con muy raras excepciones, todo gran jurado hacía siempre lo que el fiscal le decía que hiciera. Y en el noventa y nueve por ciento de los casos los fiscales querían que el acusado fuese llevado a juicio, y los grandes jurados acostumbraban a doblegarse a los deseos de los fiscales. Por otro lado, los grandes jurados estaban casi siempre formados por personas bien pensantes de tendencias muy estrictas. De hecho, eran elegidas entre los vecinos más antiguos del distrito. Muy de vez en cuando, debido a consideraciones de tipo político, había algún fiscal que prefería que el caso no fuera a juicio. Lo cual no suponía problema alguno. Bastaba con que el fiscal de turno presentara el caso de cierta forma, y que lanzara unos cuantos guiños verbales a los miembros del gran jurado, para que éstos lo comprendieran de inmediato. Pero lo corriente era que los grandes jurados fuesen utilizados para respaldar la acusación, y, por decirlo con la conocida frase de Sol Wachtler, magistrado del Tribunal Estatal de Apelación, «cualquier gran jurado es perfectamente capaz de encausar a un sándwich de jamón» con tal que así lo deseara el fiscal encargado del caso.
El fiscal presidía las sesiones, presentaba las pruebas, interrogaba a los testigos, y exponía las conclusiones. El fiscal permanecía en pie, mientras que sus testigos estaban sentados. El fiscal pronunciaba discursos, hacía ademanes, caminaba de acá para allá, giraba repentinamente sobre sus talones, hacía gestos de incredulidad o sonreía dando señales de su paternal aprobación, mientras los testigos se limitaban a permanecer muy envarados en su silla, mirando siempre al fiscal. Este era, así pues, director escénico y principal actor de estas obritas que se representaban en los anfiteatros. El fiscal era el dueño y señor del escenario.
Y Larry Kramer hacia que sus actores ensayaran su papel concienzudamente.
El Roland Auburn que entró en la sala del gran jurado esa mañana no tenía el mismo aspecto ni los mismos andares que el muchacho presumido y terco que entró un par de semanas atrás en la oficina de Kramer. En esta ocasión llevaba una camisa, aunque sin corbata; ya había costado bastante trabajo lograr que se pusiera una camisa blanca de Brooks Brothers. Encima de la camisa se había puesto una americana deportiva de tweed gris azulado, que a Roland le gustó tan poco como la camisa, mientras que los pantalones, que eran negros y suyos, le parecieron bien. La imagen así formada estuvo a punto de malograrse, sin embargo, por culpa del calzado. A Roland le obsesionaban las deportivas Reebok, y las quería inmaculadas y completamente blancas, y nuevas a estrenar. En Rikers Island se las había arreglado para estrenar dos pares cada semana. Y este dato bastaba para demostrar por sí solo que Roland era un tipo duro, merecedor del respeto de sus compañeros de prisión, y con muy buenas relaciones en el exterior. Pedirle que saliera de Rikers Island sin sus Reebok era como pedirle a un rockero melenudo que actuase en un escenario con el pelo a cepillo. De modo que Kramer aceptó una solución de compromiso consistente en que le permitirían abandonar la cárcel con sus Reebok puestas, pero que se las cambiaría por unos zapatos de cuero durante el viaje en coche hasta Gibraltar. Los zapatos que le proporcionaron eran unos mocasines, y Roland opinó que aquel tipo de calzado era repugnante. De manera que exigió que le jurasen que nadie se enteraría ni le vería en tan humillante estado. El último problema fue el del contoneo de chuloputas. Roland era como un corredor de fondo que llevaba demasiado tiempo haciendo la maratón; es casi imposible conseguir que cambie su zancada. Kramer decidió convocar una reunión de expertos. Hicieron caminar a Roland con las manos unidas a la espalda, como hacían el príncipe Felipe y el príncipe Carlos de Inglaterra, en una filmación televisada de una visita que ambos hicieron a cierto museo de Nueva Guinea. ¡Funcionó! Las manos unidas a la espalda le bloqueaban los hombros, y los hombros bloqueados le rompían el ritmo de las caderas. De modo que cuando Roland entró en la sala el gran jurado y recorrió la distancia que le separaba de la mesa situada en el centro del escenario, vestido con aquel uniforme de estudiante, cualquiera de los que le veían hubiese podido tomarle por un alumno de Lawrenceville que estuviera reflexionando sobre los poetas del primer romanticismo inglés.
Roland tomó asiento en la silla de los testigos tal como Kramer le había indicado; a saber, sin tumbarse contra el respaldo ni estirar las piernas, como si él fuese el dueño del local. Y se abstuvo, además, de hacer crujir sus nudillos.
Kramer miró a Roland y después se volvió hacia el gran jurado, miró a sus componentes, dio unos cuantos pasos a un lado, otros cuantos hacia el otro, y les miró con una sonrisa reflexiva, de manera que ese solo gesto anunciase, sin decir palabra: «El joven que está sentado ante ustedes es un buen chico, un muchacho digno de toda confianza.»
Kramer le pidió a Roland que dijera a qué se dedicaba y Roland, en voz baja, modesta, respondió:
—Soy artista.
Kramer le preguntó si tenía en este momento algún puesto de trabajo. No, no tenía ningún empleo, dijo Roland. Kramer estuvo unos momentos haciendo gestos de asentimiento con la cabeza, y luego inició una serie de preguntas cuyo objetivo consistía precisamente en explicar por qué razón este joven de tanto talento, este muchacho que anhelaba encontrar una fórmula que le permitiese dar rienda suelta a su creatividad innata, no la había encontrado y, de hecho, tenía que enfrentarse en estos momentos a una acusación menor en relación con un asunto de drogas. (El Rey del Crack de Evergreen Avenue había abdicado, y ahora no era más que un siervo.) Al igual que su amigo Henry Lamb, pero sin las ventajas que para Henry suponía el hecho de gozar de una vida familiar estabilizada, Roland había desafiado el opresor destino que aguarda a los chicos que viven en los bloques protegidos, y había emergido de la prueba con todos sus sueños intactos. No, no era nada fácil mantener unidos, en sus circunstancias, el alma y el cuerpo, y nadie negaba que Roland se había dejado llevar por la corriente hacia unas prácticas comerciales ciertamente perniciosas, pero, por otro lado, esta clase de caídas eran frecuentísimas en su ambiente. Ni él, el fiscal, ni Roland, el testigo, trataban de ocultar o restar importancia a los delitos de poca monta que el joven había cometido; pero, dado el ambiente en el que creció, nada de eso debía en modo alguno justificar una negativa a dar crédito a su testimonio sobre un asunto tan grave como el de Henry Lamb.
Charles Dickens, el narrador de la historia de Oliver Twist, no hubiese podido mejorar esta presentación. O, al menos, no hubiese podido hacerla más eficaz para los oídos de un gran jurado del Bronx.
A continuación Kramer condujo a Roland por cada uno de los detalles del accidente y la posterior huida del automóvil que lo había causado. En este repaso, se entretuvo sobre todo en un momento especial. Aquel en el cual aquella morena cachonda le gritó algo a ese hombre alto que conducía el coche.
—Dígame, Mr. Auburn, ¿qué fue lo que dijo esa mujer?
—Dijo: «Cuidado, Shuhmun.»
—¿Dijo Shuhmun?
—Así me sonó a mí.
—¿Podría repetir otra vez ese nombre, Mr. Auburn? ¿Podría repetir exactamente el nombre que oyó pronunciar esa noche?
—Shuhmun.
—¿«Cuidado, Shuhmun»?
—Exacto. «Cuidado, Shuhmun.»
—Gracias.
Kramer se volvió hacia los miembros del gran jurado, dejando que aquel Shuhmun flotara en el aire.
El individuo que estaba sentado en la silla de los testigos era un joven perteneciente a esas mismas malas calles en las que también había nacido Henry Lamb; un joven que, pese a todos sus valientes esfuerzos, no logró salvar a su propio amigo de la negligencia criminal ni de la irresponsabilidad de un agente de bolsa, un millonario de Park Avenue.
Carl Brill, el taxista que a continuación ocupó la silla, contó que Roland Auburn había utilizado uno de sus taxis para rescatar a Henry Lamb. Edgar (Curly Kale) Tubb dijo que llevó a Mr. Auburn y a Mr. Lamb al hospital. No recordaba nada de lo que dijo durante el trayecto Henry Lamb, aparte de que se dolía continuamente.
Los inspectores William Martin y David Goldberg contaron las complicadas operaciones que tuvieron que llevar a cabo para localizar un vehículo del que sólo tenían parte de la matrícula, y dijeron que sus pistas les condujeron al final hasta un agente de bolsa de Park Avenue que, ante sus preguntas, se mostró azorado y respondió con evasivas. También dijeron que Roland Auburn había identificado en su presencia, sin dudarlo un instante, a Sherman McCoy, en la serie de fotografías que le mostraron. Un encargado de garaje que atendía al nombre de Daniel Podernli contó que Sherman McCoy sacó su Mercedes-Benz deportivo la tarde de autos, y que regresó después de la hora en que ocurrió el accidente, en estado de agitación y muy desarreglado.
Todos ellos entraron, se sentaron a la mesa y miraron fijamente al enérgico pero paciente vicefiscal, que parecía decir con cada uno de sus pasos, pausas y ademanes: «Basta con que dejemos que ellos vayan contando la historia, cada uno a su manera, para que la verdad brille ante nosotros.»
Hasta que, por fin, el vicefiscal la llamó a ella. Maria Ruskin pasó al anfiteatro procedente de una antecámara. Un oficial de seguridad vigilaba la puerta que separaba ambas estancias. El aspecto de la viuda era soberbio. Había elegido la ropa adecuada: un vestido negro con americana a juego, con ribetes de terciopelo también negro. No iba ni exageradamente elegante, ni exageradamente recatada. Era la viuda perfecta, de luto, dispuesta a cumplir con su deber. Y, sin embargo, su juventud, su voluptuosidad, su presencia erótica, su sensualidad, parecían estar a punto de hacer estallar súbitamente esa ropa, a punto de abrirse paso más allá de su deslumbrante rostro de expresión contenida, a punto de salir a la luz en un brusco, desmelenamiento de aquella cabeza perfectamente peinada. Sí, en cualquier momento, con cualquier excusa, con el más mínimo pretexto, todo eso que estaba contenido podía hacer explosión. Kramer percibió los susurros de los jurados. Todos habían leído la prensa. Todos habían visto la televisión. La Morena Cachonda, la Chica Misteriosa, la Viuda del Financiero… era ella.
Involuntariamente, Kramer metió el estómago hacia adentro, sacó pecho y enderezó la cabeza. Quería que ella se fijase en sus fuertes pectorales, su potente cuello, pero que no tuviera en cuenta los indicios de calvicie. Era una pena que el vicefiscal no pudiese contarle al gran jurado todo lo que sabía. Hubiesen disfrutado la narración. Le habrían mirado, si cabía, con mayor respeto. El hecho mismo de que ella hubiese cruzado ese umbral y estuviese ahora sentada a esa mesa, a punto de contestar a sus preguntas, había sido un triunfo, su triunfo personal, y no sólo un triunfo de sus palabras sino también del magnetismo de su presencia. Pero, naturalmente, Kramer no podía contarles nada de lo ocurrido en su visita al apartamento de la Morena Cachonda, al palacio hermetizado en donde vivía aquella magnífica mujer.
Si ella hubiese decidido respaldar con su testimonio la versión de McCoy, aquella historia del intento de atraco en la rampa, Kramer habría tenido problemas. La posibilidad de encausamiento hubiera dependido entonces de la credibilidad de Roland Auburn, ex Rey del Crack de Evergreen Avenue, que, al fin y al cabo, trataba de librarse de unos cuantos años de prisión. El testimonio de Roland constituía una base suficiente para llevar el caso ante un tribunal, pero era una base poco sólida, y Roland podía echarla al traste en cualquier momento, no tanto por lo que pudiese decir —Kramer estaba convencido de que el chico contaba la verdad— como por su actitud y su aspecto. Pero ahora Kramer contaba también con ella. Kramer había subido al apartamento de la viuda de Ruskin, la había mirado a los ojos, a ella y también a sus acompañantes, aquellos elegantes wasps, y había logrado hacerle aceptar cierta lógica irrefutable, hacerle sentir cierto temor ante el Poder. Kramer había llevado a cabo esta maniobra de forma tan rápida y eficaz que ella, sin haberse siquiera enterado de lo que ocurría, quedó situada en donde a él le interesaba. Sí, Maria Ruskin había tragado saliva… había tenido que tragar saliva, pese a sus miles de millones, y allí terminó todo. Esa misma noche hubo una llamada telefónica de los señores Tucker Trigg y Clifford Priddy, Trigg y Priddy, Priddy y Trigg, los wasps, manifestando que estaban dispuestos a hacer el trato.
Y ahora ella se encontraba sentada ante Kramer, y él la miró desde arriba, fijamente, al principio con una expresión grave, y luego (o eso fue lo que él se imaginó) lanzándole un brillante destello.
—Diga por favor su nombre completo y sus señas.
—Maria Teresa Ruskin, Quinta Avenida, 962.
¡Muy bien, Maria Teresa! Había sido precisamente él, Kramer, el descubridor de esa Teresa. Kramer supuso desde un buen principio que entre los miembros del gran jurado habría unas cuantas mujeres portorriqueñas e italianas, más bien de cierta edad. Y así fue. Maria Teresa: eso bastaría para que todas ellas la sintieran muy próxima. Su belleza y su gran fortuna eran, desde luego, esenciales. Los miembros del gran jurado no la perdían de vista. Era el ser humano más espectacular que jamás habían contemplado de tan cerca, en carne y hueso. ¿Cuál había sido la última vez que, al ser preguntado por sus señas, un testigo de las sesiones de un gran jurado había dicho un número de la Quinta Avenida, a la altura de las calles Setenta? Ella era todo lo que los miembros del jurado no eran, pero (de eso Kramer estaba seguro) querían ser: joven, deslumbrante, elegante e infiel. Pero este factor podía ser convertido en un elemento ventajoso, a condición de que ella actuase de cierta manera, a condición de que se mostrase humilde y modesta, de que pareciese avergonzada de las ventajas que disfrutaba, de que fuese Maria Teresa, la chica de un pueblecito de South Carolina. De que se esforzara por mostrarse como alguien que era, en el fondo, como una de nosotras, porque entonces todas esas mujeres del gran jurado se sentirían aduladas por su relación con ella, con su éxito y su fama, con el aura misma de su dinero.
Kramer le pidió que declarase a qué se dedicaba. Ella vaciló y se quedó mirándole con los labios ligeramente entreabiertos. Al cabo de un instante dijo:
—Huumm… Soy… —Um-uh—, soy ama de casa, supongo.
Estallaron las carcajadas entre los miembros del jurado, y Maria bajó la vista y sonrió con modestia, y sacudió un poco la cabeza, como si dijera: «Ya sé que suena ridículo, pero no se me ocurre otra cosa.» Por el modo en que los miembros del gran jurado sonrieron a su vez, Kramer dedujo que por el momento todos estaban del lado de aquella mujer. Ya estaban cautivados por aquella ave tan bella y tan tara que en estos momentos aleteaba ante ellos, en pleno Bronx.
Kramer aprovechó el momento pata decit:
—Creo que los miembros de este jurado deberían saber que Arthur Ruskin, el esposo de Mrs. Maria Ruskin, falleció hace sólo cinco días. Debido a estas circunstancias, estamos en deuda con ella por la buena voluntad que demuestra al haber venido aquí en tal situación, para cooperar en las deliberaciones de este jurado.
Los miembros del jurado volvieron a mirar a Maria. Una joven valiente de verdad.
Maria supo bajar de nuevo la vista, modestísima. ¡Buena chica!
¡Muy bien, Maria! «Maria Teresa…» «Ama de casa…» ¡Cómo le hubiese gustado a Kramer contarles a los honorables miembros del jurado de qué modo había preparado a su testigo para sacar partido de todos estos detalles tan significativos! ¡Todos ellos verdaderos, por supuesto! Pero no hay que olvidar que incluso la verdad puede pasar desapercibida si no se la ilumina convenientemente. Hasta ese momento Maria le había tratado con cierta frialdad, pero como mínimo estaba siguiendo sus instrucciones, dando así muestras de respeto. Bien, todavía quedaban por delante muchas sesiones, muchos ensayos, sobre todo cuando fuesen finalmente a juicio… pero incluso en este momento, en esta sala, en estas circunstancias tan austeras, en este ambiente tan feo y poco impresionante, había en ella… ¡un algo que estaba a punto de estallar, de romper ciertas barreras! Cosas como su forma de doblar un dedo… algún leve pestañeo…
De forma calmada, contenida, a fin de mostrar bien a las claras su conciencia de lo difícil que todo aquello le estaba resultando a ella, Kramer fue conduciéndola a lo largo de los hechos ocurridos en aquella noche fatal. Mr. McCoy la había recogido en el aeropuerto Kennedy. (Para la finalidad de aquella sesión no había ninguna necesidad de explicar los porqués.) Luego se perdieron en el Bronx. Se pusieron algo nerviosos. Mr. McCoy mete el coche por el carril izquierdo de una ancha avenida. Ella ve un indicador que señala, a la derecha, el camino de regreso a la vía rápida. De repente, McCoy tuerce a la derecha sin reducir la velocidad. El coche se lanza directamente hacia un par de muchachos que están en la calzada, junto al bordillo. McCoy les ve cuando ya es demasiado tarde. Roza al primero, está a punto de golpear al segundo. Ella le dice que pare. McCoy frena.
—Bien, Mrs. Ruskin, querría decirnos, por favor… En ese momento, cuando Mr. McCoy detuvo el coche, ¿se encontraban ustedes en una rampa de las que suben hacia la vía rápida, o aún estaban en la avenida?
—En la avenida.
—La avenida.
—Sí.
—¿Y había algún tipo de obstáculo, barricada, algún impedimento que obligara a Mr. McCoy a detener el coche donde lo hizo?
—No.
—De acuerdo. Díganos qué pasó a continuación.
Mr. McCoy se apeó para ver qué había ocurrido, y ella abrió la puerta y volvió la cabeza hacia atrás. Entonces vieron a los dos jóvenes caminando hacia su coche.
—¿Podría decirnos, por favor, cuál fue su reacción al ver que ellos se dirigían hacia el coche?
—Me asusté. Creí que iban a atracarnos… a vengarse de lo ocurrido.
—De lo ocurrido… ¿Porque Mr. McCoy había atropellado a uno de los jóvenes?
—Sí. —Dicho con la mirada baja, tal vez avergonzada.
—¿Les amenazaron los chicos verbalmente, o con ademanes?
—No. —De nuevo, la vergüenza.
—Sin embargo, usted creyó que iban a atacarles.
—Sí. —En tono humilde.
—¿Podría explicarnos por qué? —En tono amable.
—Porque estábamos en el Bronx, y era de noche.
Una voz amable, paternal:
—¿Y también, quizá, porque esos jóvenes eran negros?
Una pausa.
—Sí.
—¿Cree que Mr. McCoy temió lo mismo que usted?
—Sí.
—¿Le dijo a usted en algún momento que había tenido miedo?
—Sí.
—¿Qué dijo exactamente?
—No recuerdo sus palabras. Pero algo más tarde comentamos lo ocurrido, y él me dijo que había sido como un combate en el selva.
—¿Un combate en la selva? Dos jóvenes caminaban hacia su coche, y uno de esos jóvenes acababa de ser atropellado por Mr. McCoy… ¿Y él lo comparó con un combate en la selva?
—Sí. Eso fue lo que dijo.
Kramer hizo una pausa para permitir que el jurado asumiese lo que acababa de oír.
—Bien. Los dos jóvenes se acercan al coche de Mr. McCoy. ¿Qué hizo usted entonces?
—¿Qué hice?
—Sí. Qué hizo, o qué dijo…
—Dije: «¡Cuidado, Sherman!» —Shuhmun. Uno de los miembros del jurado soltó una risilla.
—¿Podría repetir esto, Mrs. Ruskin? —dijo Kramer—. ¿Puede repetir lo que le dijo usted a Mr. McCoy?
—Le dije: «¡Cuidado, Shuhmun!»
—Bien, Mrs. Ruskin… Si usted me lo permite… Habla usted con un acento muy particular. Se diría que pronuncia usted el nombre propio de Mr. McCoy de una forma especialmente suave. ¿Algo así como Shuhmun?
Una sonrisilla de disculpa, pero simpatiquísima, asomó a los labios de Maria Ruskin cuando dijo:
—Creo que sí. Usted está en mejores condiciones que yo para juzgarlo.
—Bien. ¿Le importaría pronunciar ese nombre una vez más, para que lo oigamos todos los presentes? Diga el nombre propio de Mr. McCoy.
—Shuhmun.
Kramer se volvió hacia el jurado, sin decir nada. Shuhmun.
—De acuerdo, Mrs. Ruskin. ¿Qué ocurrió luego?
Maria contó que ella se puso al volante, Mr. McCoy se instaló en el asiento del acompañante, y ella arrancó a toda velocidad, y estuvo a punto de atropellar al joven que antes, se había librado del impacto del coche. En cuanto estuvieron de nuevo en la vía rápida, ella manifestó su voluntad de informar a la policía del accidente. Pero Mr. McCoy se negó rotundamente.
—¿Por qué razón no quería informar a la policía?
—Dijo que como quien conducía cuando ocurrió el accidente era él, también era él quien debía tomar la decisión. Y no pensaba decir nada.
—Ya. Pero supongo que debió de darle alguna razón.
—Dijo que aquello no era más que una escaramuza en plena selva, y que de todos modos no serviría de nada informar a la policía, y que no quería que su esposa o sus compañeros de trabajo se enteraran de nada. Me parece que le preocupaba sobre todo su esposa.
—¿Temía que ella supiese que había atropellado a alguien?
—Temía que ella supiese que había ido a recogerme al aeropuerto. —Con la mirada baja.
—¿Y le pareció que eso era razón suficiente para no ir a declarar que un joven había sido atropellado?
—No sé qué decirle… No sé qué pensaba él… —En tono muy dulce, muy triste.
¡Magnífico, Maria Teresa! ¡Una alumna aventajada! ¡Adecuadísimo, eso de reconocer los límites de lo que uno sabe!
Y así fue como la adorable viuda Ruskin hundió a Sherman McCoy como si de una piedra se tratase.
Kramer abandonó la sala del gran jurado en un estado de felicidad sólo comparable con el del atleta que acaba de obtener un gran triunfo. Le costó lo suyo contener la sonrisa.
—¡Eh, Larry!
Bernie Fitzgibbon corría hacia él por el pasillo. ¡Bien! Por fin podía contarle una auténtica aventura de guerra a aquel irlandés.
Pero antes de que pudiera iniciar su relato triunfal, Bernie le dijo:
—Larry, ¿has visto esto?
Y le puso ante los ojos un ejemplar del City Light.
Quigley, que acababa de entrar, cogió el City Light de la mesa de Killian y leyó de punta a cabo la información. Sherman se sentó junto al escritorio en una de aquellas espantosas butacas de fibra de vidrio, y desvió la vista, pero siguió viendo el gran titular de la primera página.
Un antetítulo que iba de un extremo a otro de la página decía: ¡EXCLUSIVA! ¡OTRA CONMOCIÓN EN EL CASO MCCOY!
En el lado superior izquierdo de la página aparecía una foto de Maria con un vestido muy escotado que dejaba a la vista la rotundidad de la parte superior de sus pechos, y con una expresión coqueta en su rostro. La foto estaba enmarcada por los caracteres gigantescos de un titular que decía:
¡TE INVITO A
MI NIDO DE AMOR!
¡UN PISITO DE RENTA CONTROLADA!
Más abajo, una línea en un tipo más pequeño:
LA MILLONARIA MARÍA RUSKIN RECIBÍA A MCCOY
EN UN APARTAMENTO DE 331 DOLARES AL MES.
Por Peter Fallow.
Killian estaba recostado en su asiento del escritorio, observando la sombría expresión de Sherman.
—Mira —dijo Killian—, no le des más vueltas. Resulta bastante desagradable, pero no perjudica en lo más mínimo nuestra defensa. Hasta puede resultar que la beneficie. Con esta noticia, la credibilidad de esa mujer va a perder muchos enteros. La gente empezará a pensar que es una buscona.
—Cierto, cierto —dijo Quigley, en un tono que pretendía infundirle ánimos a Sherman—. Ahora ya hemos averiguado dónde estaba mientras su marido agonizaba. En Italia, liada con un tal Filippo. Y a esto se añaden las declaraciones de ese Winter, que afirma que recibía continuamente visitas de tíos en el piso. Winter es maravilloso, ¿no te parece, Tommy?
—Un casero como Dios manda —dijo Killian. Luego, dirigiéndose a Sherman, añadió—: Si Maria te traiciona, esta noticia nos servirá. Quizá no mucho, pero sí un poquito.
—No estoy preocupado por lo del juicio —dijo Sherman. Suspiró, y dejó que se le hundiera su portentoso mentón entre las clavículas—. Sino por mi mujer. Ahora ya no tiene remedio. Creo que me había perdonado, al menos a medias, o que estaba dispuesta a hacerlo, aunque sólo fuera por mantener unida la familia. Pero ahora ya no hay quien lo arregle.
—¿Sólo porque te liaste con una buscona que estaba forrada? —dijo Killian—. Eso le pasa a trodo el mundo. Cada día. No es tan grave.
¿Buscona? Ante su propia sorpresa, Sherman sintió intensos deseos de defenderla. Pero lo que dijo fue:
—Por desgracia, llegué a jurarle a mi mujer que jamás… que jamás había hecho nada que no fuese coquetear con ella un par de veces.
—¿Y piensas que te creyó? —dijo Killian.
—Da igual —dijo Sherman—. Le juré que estaba diciéndole la verdad, y luego le pedí que me perdonase. Le di mucha importancia a todo eso… Y ahora ella se entera, al mismo tiempo que todo el resto de Nueva York, de que… No sé… —Sacudió la cabeza con desesperación.
—Sigue sin parecerme muy grave —dijo Quigley—. Como dice Tommy, esa tía es una buscona.
—No me gusta esa expresión —dijo Sherman en voz baja y melancólica, sin mirar a Quigley—. Maria es la única persona honrada de todo este jaleo.
—Sí —dijo Killian—, tan honrada que tiene intención de traicionarte. A no ser que ya lo haya hecho.
—Maria está dispuesta a decir la verdad —dijo Sherman—. Estoy seguro, y yo… Fui yo el que intentó sorprenderla a traición.
—Pero qué dices… No puedo dar crédito a mis oídos.
—Maria no me citó en su apartamento para pillarme a traición. Fui yo quien acudió a la cita con un micrófono oculto, para pillarla a traición. ¿Qué ventaja podía sacar ella de encontrarse otra vez conmigo? Ninguna. Lo más probable es que sus abogados le aconsejasen que no volviera a verme.
—Eso es cierto —asintió Killian.
—Pero la cabeza de Maria no funciona de esa manera. No es cautelosa. Ni va a aprovecharse de los legalismos, sólo porque se haya metido en un aprieto. Ya te lo dije una vez, Tommy. Su medio natural son los hombres, de la misma manera que el medio natural de los delfines es el mar.
—¿No sería mejor hablar del medio natural de los tiburones…?
—En absoluto.
—Bien, como quieras. Digamos que es una sirena.
—Llámala como quieras. Pero estoy convencido de que no es una mujer de las que, una vez metidas en un asunto como éste, suelen ocultarse tras una muralla de abogados. Ni tampoco fue a verme provista de un micrófono oculto, tratando de arrancarme alguna prueba. Fuera cual fuese la situación, ella quería verme, estar a mi lado, hablar conmigo, sincera y honestamente… y acostarse conmigo. Quizá creas que estoy chiflado, pero sé que lo único que quería era eso.
Killian se limitó a enarcar las cejas.
—Y también creo que no se fue a Italia para esconderse, para alejarse de este asunto. Se fue por lo que ella dijo… por huir de su marido… por huir de mí… y no la culpo… y para divertirse con un joven muy guapo. Llámala buscona si quieres pero en todo este jaleo ella es la única persona que ha caminado siempre en línea recta.
—Sigo creyendo que te la ha jugado —dijo Killian—. ¿Cuál es el número de C.S. Lewis para consultas nocturnas de emergencia? Habría que pedirle su opinión porque nos encontramos ante toda una subversión de los conceptos morales.
Sherman descargó el puño contra la palma de la otra mano.
—¡Es increíble que me haya comportado de esa forma! ¡Ojalá hubiese jugado limpio con ella! ¡Yo! ¡Con todas mis pretensiones de respetabilidad y honorabilidad! ¡Qué horror!
Y cogió el City Light, absolutamente dispuesto a sumergirse en la ignominia pública.
—«Nido de amor…» «El escenario de las citas…» Y una foto de la cama «en donde la millonaria Maria Ruskin recibía a McCoy…». Esto es lo único que verá mi mujer. Lo único que verán ella y otros dos millones de personas… y mi hija… Mi pequeña tiene casi siete años. Sus amiguitas sabrán explicarle el significado de todo esto… les encantará hacerlo… Seguro… No quiero ni imaginarlo. Y ese hijo de puta… Winter… Un ser repugnante que invita a los periodistas a que saquen una foto de la cama…
—Los caseros de esos edificios de renta controlada —dijo Quigley—, son unos bestias. Unos locos peligrosos. Se pasan el día entero pensando en una sola cosa: cómo echar a la calle a todos sus inquilinos. Ni siquiera los sicilianos odian tanto a sus enemigos. Esos caseros están convencidos de que sus inquilinos les están chupando la sangre. Y se vuelven locos. En cuanto el tipo vio la foto de Maria en la prensa, y supo que tiene un apartamento de veinte habitaciones en la Quinta Avenida, no se lo pensó dos veces. Salió corriendo para avisar al periódico.
Sherman abrió el City Light por la página tres, que es donde comenzaba el reportaje. Había una foto de la fachada. Otra foto de Maria, joven y sexy. Una foto de Judy, vieja y ojerosa. Una foto suya… con su mentón aristocrático… su anchísima sonrisa…
—Esto será definitivo —dijo Sherman para sí, pero en voz suficientemente alta como para que Killian y Quigley le oyesen.
Sherman estaba zambulléndose poco a poco en la vergüenza.
—«Según Mr. Winter —leyó en voz alta—, Mrs. Ruskin está pagando 750 dólares al mes a la inquilina oficial, Germaine Boll, la cual se limita a pagar la renta controlada de 331 dólares.» Es verdad —dijo Sherman—, pero no entiendo cómo ha podido averiguarlo. Maria no se lo pudo decir, y Germaine menos incluso. Maria me lo comentó una vez, pero jamás se lo dije a nadie.
—¿Dónde? —preguntó Quigley.
—¿Dónde qué?
—Qué dónde estaban ustedes cuando ella se lo comentó.
—Fue… la última vez que estuve en el apartamento. El mismo día en que el City Light publicó la primera información. La vez que aquel gigante hasídico, aquel loco, se coló por las buenas en el apartamento.
—Ayayayay —dijo Quigley. Sonreía—. ¿Lo ves, Tommy?
—No —dijo Killian.
—Pues yo sí —dijo Quigley—. Quizá me equivoque, pero me parece que lo veo claramente.
—¿Qué ves?
—A un grandísimo hijo de puta —dijo Quigley.
—¿Qué coño estás diciendo?
—Te lo contaré más tarde —dijo Quigley, sin dejar de sonreír—. Ahora mismo me voy para allá.
Salió del despacho y se fue a buen paso por el pasillo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sherman.
—No lo sé. Pero siempre dejo que siga su instinto. Quigley es una fuerza de la naturaleza.
En este momento sonó el teléfono de Killian, y la voz de la recepcionista dijo por el interfono:
—Es Mr. Fitzgibbon, en la 3-0.
—Me pondré —dijo Killian, y descolgó el teléfono—. ¿Dime, Bernie?
Killian estuvo escuchando un rato, con la mirada baja, pero alzándola de vez en cuando para mirar fugazmente a Sherman. También hizo unas cuantas anotaciones. Sherman notó que el corazón comenzaba a latirle con mucha fuerza.
—¿Y en que os basáis? —dijo Killian. Estuvo escuchando unos momentos más—. Eso es una patraña, y lo sabes muy bien… Sí, bueno, voy a… ¿Cómo…? Hu-jum… —Al cabo de unos instantes añadió—: De acuerdo. Yo también iré. —Al decir esto último miró a Sherman—. Bien. Gracias, Bernie.
Colgó, y le dijo a Sherman:
—Bueno… el gran jurado ha encontrado indicios de culpabilidad. Maria te ha traicionado.
—¿Te lo ha dicho él?
—No. No puede decir nada de lo que ha ocurrido en las sesiones de un gran jurado, pero me lo ha dicho entre líneas.
—¿Qué significa eso? ¿Qué ocurrirá ahora?
—Lo primero que va a ocurrir es que mañana por la mañana la fiscalía de distrito le pedirá al juez que fije una fianza más elevada.
—¿Más elevada? ¿Por qué?
—Se supone que, como vas a ser procesado, tienes más motivos para huir.
—¡Es absurdo!
—Ya lo sé, pero eso piensan hacer. Y tienes que estar presente.
Sherman empezó a comprender una cosa realmente horrible.
—¿Cuánto van a pedir?
—Bernie no lo sabe, pero será mucho. Medio millón. O un cuarto de millón, como mínimo. El primer disparate que se les ocurra. Piensa que Weiss está luchando por obtener grandes titulares. Necesita el voto de los negros.
—Pero… ¿pueden fijar una cantidad tan elevada?
—Depende del juez. Tendremos que vérnoslas con Kovitski, que también es el juez supervisor del gran jurado. Y ese juez tiene un par de huevos. Como mínimo, tratándose de él, tenemos alguna posibilidad de pelear.
—Pero, si finalmente es una cantidad muy grande, ¿cuánto tiempo tendré para reunirla?
—¿Cuánto tiempo? En cuanto hagas la entrega, ya estás en la calle.
—¿Cómo que en la calle? —Sherman comprende algo que le parece espantoso—. ¿Cómo que en la calle?
—En cuanto pagues dejarás de estar bajo custodia.
—¿Y por qué tengo que estar bajo custodia?
—Mira, en cuanto se fije la nueva fianza, tendrás que permanecer bajo custodia hasta el momento de depositar la pasta, a no ser que la deposites inmediatamente.
—Eh, Tommy, espera. ¿Quieres decir que si mañana me elevan la fianza, van a ponerme en seguida bajo custodia, a no ser que lleve el dinero conmigo?
—Bueno, sí. Pero… tómatelo con calma.
—¿Van a detenerme otra vez, ante el juez?
—Bueno, sólo suponiendo que…
—¿Y adónde me llevarán?
—Imagino que te dejarán en el Bronx. Es lo más probable. Pero lo que importa es…
Sherman empezó a sacudir la cabeza. Tenía la sensación de que se le hubiese inflamado todo el revestimiento del cerebro.
—No lo soportaré, Tommy.
—¡No des por supuesto lo peor! Espera un poco. Podemos defendernos.
—Me resulta imposible —dijo Sherman, sin dejar de sacudir la cabeza— reunir medio millón de dólares esta tarde.
—Te precipitas, Sherman. No digo que tengas que reunir esa suma. Mañana haremos que el juez escuche nuestros argumentos. No hay nada decidido. Tiene que escucharnos. Y tenemos buenos argumentos.
—Sí, claro —dijo Sherman—. Tú mismo hablaste de las connotaciones políticas del caso. —Dejó caer la cabeza, y siguió sacudiéndola durante unos momentos—. Por Dios, Tommy, no podré reunir tanto dinero.
Ray Andriutti estaba zampándose su bocadillo y bebiendo su café, y Jimmy Caughey sostenía en una mano el emparedado de rosbif mientras hablaba por teléfono de un caso de mierda que le habían asignado. Kramer, por su parte, no tenía apetito. Releía otta vez la información del City Light. Un nido de amor de renta controlada, por sólo 331 dólares al mes. En realidad, la noticia no afectaba positiva ni negativamente el caso. Maria Ruskin no sería vista con tan buenos ojos como durante las sesiones del gran jurado, pero, de todos modos, seguiría siendo un testigo magnífico. Y en cuanto entonara aquel delicioso «Shuhmun», a dúo con Roland Auburn, Sherman McCoy estaría condenado. Un nido de amor de renta controlada, por sólo 331 dólares al mes. ¿No sería conveniente que telefonease a Mr. Hielling Winter? De todos modos, tendría que interrogarle… comprobar si existía alguna posibilidad de obtener más datos acerca de las relaciones que Maria Ruskin y Sherman McCoy habían mantenido en cierto piso de renta controlada, de 331 dólares al mes.
Sherman entró en el gran vestíbulo procedente del salón, y escuchó el ruido de sus pasos en el solemne mármol verde. Luego giró hacia la derecha y escuchó el sonido de sus propios pasos, camino de la biblioteca. En la biblioteca se fijó en la única lámpara que permanecía apagada. La encendió. Todo el apartamento era un incendio y un desierto. El corazón de Sherman latía con fuerza. Bajo custodia… ¡Mañana volverían a meterle allí! Sintió deseos de gritar, pero no había en ninguno de los dos pisos de su apartamento nadie que pudiese escuchar sus gritos. No tenía a nadie; ni allí, ni fuera de allí.
Pensó en usar un cuchillo. Considerado en abstracto, un cuchillo largo, de los de cocina, parecía la imagen misma de la eficacia. Pero luego trató de representarse la escena mentalmente. ¿Dónde se lo clavaría? ¿Soportaría el dolor? ¿Y si al final sólo era capaz de armar un gran zafarrancho de sangre, pero sin obtener su propósito? ¿Tirarse por la ventana? ¿Cuánto tiempo tardaría, desde esa altura, en darse de bruces contra el suelo? Unos segundos… unos segundos interminables… ¿En qué pensaría durante esos instantes? ¿Qué supondría su decisión para Campbell, qué pensaría ella de su padre y de su cobarde decisión? ¿Se lo estaba planteando realmente en serio? ¿O no hacía más que especular, pensar en lo peor a fin de que, en comparación, le resultara soportable lo otro… volver allí? No, jamás podría soportarlo.
Cogió el teléfono y marcó otra vez el número de Southampton. No descolgó nadie; durante toda la tarde nadie había atendido a sus llamadas, pese a que, según su madre, Judy y Campbell, con Bonita, Miss Lyons y el dachshund, habían salido antes de mediodía de la casa de la calle Setenta y tres para dirigirse a la residencia de fin de semana. ¿Había visto su madre las noticias de la prensa? Sí. ¿Las había visto Judy? Sí. Su madre no había tenido siquiera fuerzas para hacer ningún comentario. Un asunto demasiado sórdido para merecerlo. ¡Seguro que a Judy le había sentado muchísimo peor! ¡No se había ido a Southampton! Qué va. Había decidido desaparecer, llevándose consigo a Campbell… Seguramente se había ido al Medio Oeste… a Wisconsin… Un destello de la memoria… las sombrías llanuras puntuadas por el plateado aluminio de los depósitos de agua, unas torres modernas en forma de seta, y pequeños grupos de árboles flacuchos… Un suspiro… Campbell estaría mucho mejor allí, lejos de Nueva York, soportando una vida degradada por el recuerdo de su padre que había dejado de existir… un padre cuya vida ya no tenía relación alguna con lo que caracteriza a los seres humanos, aparte de seguir poseyendo un nombre, un nombre que era utilizado como vil caricatura por los periódicos y la televisión, un nombre que los calumniadores de la peor especie utilizaban cuando les venía en gana… Estaba hundiéndose, hundiéndose, hundiéndose en la ignominia y la compasión de sí mismo… hasta que, cuando el timbre sonó por duodécima vez, alguien descolgó.
—¿Diga?
—¿Judy?
Una pausa.
—Imaginaba que serías tú —dijo Judy.
—Supongo que has visto el periódico —dijo Sherman.
—Sí.
—Bueno… Mira…
—Si no quieres que cuelgue inmediatamente, no te atrevas siquiera a mencionar nada de eso.
Sherman vaciló.
—¿Cómo está Campbell?
—Bien.
—¿Sabe algo?
—Sabe que hay problemas. Sabe que ocurre algo. Pero me parece que no sabe qué ocurre exactamente. Por suerte, el curso ha terminado ya, pero tampoco creo que aquí le resulte fácil.
—Déjame que te explique…
—Ni lo intentes. No quiero oír tus explicaciones. Lo siento, Sherman, pero no me apetece permitirte que trates de insultar mi inteligencia. Ya lo has hecho bastantes veces.
—De acuerdo. Pero deja al menos que te cuente lo que va a ocurrir. Mañana me pondrán otra vez bajo custodia. Me meterán otra vez en la cárcel.
—¿Por qué? —En tono suave.
Sherman esperó un momento, pero se decidió al fin.
—Judy, me parece que no podré soportarlo.
—¿Qué quieres decir?
—La primera vez fue horrible, y sólo estuve unas horas en una celda del juzgado. Esta vez será en la cárcel del Bronx.
—Ya, pero sólo hasta el momento en que deposites la fianza.
—Es que no creo que pueda soportarlo ni un solo día, Judy. Después de toda la publicidad que le han dado al caso, estará lleno de gente… que me la tiene jurada… Cuando no te conocen resulta espantoso, así que ahora… No te lo puedes ni imaginar. —Se interrumpió. ¡Quiero llorar sobre tu hombro! Pero no tenía ya derecho a hacerlo.
Judy captó el tono angustiado de su voz.
—No sé qué decirte, Sherman. Si pudiese estar a tu lado, del modo que fuese, lo haría. Pero pareces empeñado en perder mi confianza. Ya hemos tenido antes esta misma conversación. ¿Qué puedo darte a estas alturas, Sherman? No me queda nada. Sólo siento compasión por ti. No sé qué otra cosa puedo decirte.
—¿Judy?
—¿Sí?
—Dile a Campbell que la quiero muchísimo. Dile… dile que cuando piense en su padre se acuerde de la persona que conoció antes de que ocurriera todo esto. Dile que todo esto me ha hecho daño, que nunca podré volver a ser el de antes.
Sentía unos deseos desesperados de que Judy le preguntase el significado de estas últimas palabras. Hubiese bastado la más mínima insinuación por parte de ella para que Sherman diese rienda suelta a sus sentimientos. Pero ella se limitó a decir:
—Estoy segura de que Campbell te seguirá queriendo siempre, pase lo que pase.
—¿Judy?
—¿Sí?
—¿Te acuerdas de cuando vivíamos en el Village, de nuestra despedida cuando me iba a trabajar?
—¿Tu despedida?
—Sí, cuando empecé a trabajar en Pierce & Pierce… Al salir de casa me despedía alzando el puño izquierdo, te hacía el saludo del black power…
—Lo recuerdo, sí.
—¿Y recuerdas por qué te hacía ese saludo?
—Creo que sí.
—Ese saludo significaba que, por mucho que trabajase en Wall Street, mi corazón y mi alma jamás pertenecerían a ese mundo. Mi intención era utilizar Wall Street, para después rebelarme e irme de allí. ¿Te acuerdas de todo eso?
Judy no dijo nada.
—Ya sé que luego las cosas no salieron de ese modo —prosiguió Sherman—, pero me acuerdo muy bien de lo que sentía yo en aquellos tiempos. Era una sensación maravillosa. ¿Lo recuerdas?
De nuevo silencio.
—Pues bien, ahora he roto con Wall Street. O Wall Street ha roto conmigo. Ya sé que no es lo mismo, pero en cierto sentido… me siento liberado.
Sherman calló, creyendo que así le arrancaría algún comentario a Judy.
—¿Sherman? —dijo ella finalmente.
—Dime.
—Eso son recuerdos, Sherman, pero son unos recuerdos que ya no permanecen vivos. —Se le quebró la voz—. Hemos insultado horriblemente todos nuestros recuerdos. Ya sé que querrías que te hablase de otra manera, pero me has traicionado, me has humillado. Ojalá pudiese volver a ser lo que fui para ti hace muchos años. Ojalá pudiese ayudarte. Pero no puedo. Sencillamente, no puedo.
Todo eso conteniendo las lágrimas.
—Me serviría de gran ayuda que pudieses perdonarme… que me dieras la última oportunidad.
—Ya me lo pediste otra vez, Sherman. De acuerdo, te perdono. Y te lo pregunto de nuevo: ¿sirve de algo? ¿Cambia mucho las cosas?
Judy lloraba quedamente. Y Sherman no supo qué responder. Se acabó.
Más tarde fue a sentarse en la iluminadísima quietud de la biblioteca, hundido en el sillón giratorio del despacho. Notó la presión del borde del asiento en la cara inferior de sus muslos. Cuero marroquí color sangre de buey; 1.100 dólares por el simple tapizado del respaldo y el fondo de este solo sillón. La puerta de la biblioteca estaba abierta. Miró hacia el vestíbulo. Sobre el piso de mármol alcanzaba a ver las patas extravagantemente curvadas de una de las sillas de Thomas Hope. No era una imitación en caoba, sino un auténtico original de palo de rosa. ¡Palo de rosa! ¡Con que júbilo infantil descubrió Judy aquellos muebles auténticos de palo de rosa!
Sonó el teléfono. ¡Judy quería hablar con él! Descolgó inmediatamente.
—¿Diga?
—Ayayay, Sherman. —De nuevo, la decepción. Era Killian—. Quiero que vengas a verme. Quiero enseñarte una cosa.
—¿Estás todavía en el bufete?
—Sí, con Quigley. Tenemos que enseñarte una cosa.
—¿Qué es?
—Mejor será no mencionarlo, al menos de momento, por teléfono. Quiero que vengas en cuanto puedas.
—De acuerdo. Salgo ahora mismo.
De todos modos, Sherman no estaba seguro de ser capaz de seguir ni un instante más en el apartamento vacío.
Cuando llegó al edificio de Reade Street, el vigilante nocturno, un tipo con aspecto de chipriota o armenio, estaba escuchando una emisora que daba música country. Era una radio portátil de enormes dimensiones. Sherman tuvo que escribir su nombre y anotar la hora de su llegada en un registro. El vigilante, con un acento extrañísimo, canturreaba en voz baja el estribillo de la canción:
Alzo el mentón
Y hasta sonrío
Mientras llora
mi corazón…
Sherman subió en ascensor, atravesó la mugrienta quietud del pasillo, y llegó junto a la puerta con los nombres DERSHKIN, BELLAVITA, FISHBEIN & SCHLOSSEL incididos en un rótulo de plástico. Durante un momento se acordó de su padre. La puerta estaba cerrada. Dio unos golpeciros, y segundos después Ed Quigley la abrió.
—¡Ayayayay! ¡Pase, pase! —dijo Quigley. Tenía su duro rostro iluminado. O, mejor aún, resplandeciente. De repente actuaba como si fuera el mejor amigo de Sherman. Y, mientras le conducía hacia el despacho de Killian, no dejó de sonreír.
Killian se encontraba en pie, y le miró con la sonrisa del gato que acaba de comerse al canario. En la mesa había un magnetofón que, sin la menor duda, pertenecía a las más altas esferas de la más alta tecnología del Reino Audiovisual.
—¡Ayayayay! —dijo Killian—. Siéntate y agárrate fuerte. Espera a oír esto… Sherman tomó asiento junto a la mesa.
—¿De qué se trata?
—Ahora lo verás —dijo Killian. Quigley se situó junto a Killian, y miraba el aparato, tan nervioso como un chico que sube al estrado para recibir un premio al buen comportamiento—. No quiero que, al oír esto, aumenten más de la cuenta tus esperanzas, porque habrá algún problemilla a la hora de utilizar la grabación, pero ya verás como lo encuentras muy interesante.
Pulsó algún botón de la máquina, y en seguida se oyeron unos ruidos de corriente estática. Luego, una voz masculina:
«Lo sabía. Lo sabía. Tendríamos que haber ido inmediatamente a la policía. —Durante unos segundos, Sherman no la reconoció. Pero luego lo comprendió claramente. ¡Es mi propia voz! Y su voz siguió diciendo—: Es increíble que me haya visto metido en… Es increíble que estemos metidos en esta situación.»
Respondió una voz de mujer:
«Pues ya es demasiado tarde, Sherman. —Shuhmun—. Eso es agua pasada.»
La escena, con toda su carga de miedo y tensión, con su tremenda atmósfera, se hizo presente en el sistema nervioso de Sherman… Era en el escondrijo de Maria, el día en que el City Light publicó la primera noticia sobre Henry Lamb… Podía ver de nuevo los titulares en el ejemplar que estaba sobre la gran mesa de roble…
«Basta con que les cuentes —era su propia voz otra vez— exactamente lo ocurrido.»
Y luego la voz de Maria:
«Oh, fantástico. Les encantará. Diré que un par de chicos nos pararon en plena calle, que intentaron atracarnos, pero que tú le tiraste un neumático a uno de ellos, y que yo salí de allí conduciendo el coche como… como un piloto de carreras, pero que no me enteré de que hubiese golpeado a nadie.»
«Eso fue, María, lo que ocurrió. Precisamente eso.»
«¿Y quién se lo va a creer…?»
Sherman miró a Killian. Killian mostraba una sonrisa tensa. Alzó la mano derecha, para indicarle a Sherman que esperase un poco antes de hacer comentarios. Quigley mantenía la mirada fija en aquel aparato mágico. Tenía los labios apretados, como tratando de contener la anchísima sonrisa que todo aquello merecía.
Al poco rato llegó el gigante hasídico.
«¿Y usted vive aquí?» Era la voz atiplada de aquel hombre extrañísimo.
Sherman oyó luego su propia voz:
«Ya le he dicho que no podemos perder el tiempo con este asunto, estamos ocupados.» A Sherman le pareció que su voz sonaba presumida, horrible. Volvió a sentir la misma humillación que en aquellos momentos, la espantosa sensación de estar a punto de ser provocado a participar en un duelo varonil, un duelo probablemente físico, en el que, sin la menor duda, él saldría derrotado.
La voz del tipo presumido:
«Así que usted no vive aquí y ella tampoco vive aquí. Entonces, ¿qué hacen ustedes en este piso?»
«¡Y a usted qué le importa! ¡Ande, váyase de una vez!»
Más adelante, la voz de María… la discusión… un ruido tremendo al romperse la silla bajo el peso del Gigante… la ignominiosa retirada de aquel tipo… las carcajadas de María…
Y, finalmente, la voz de ella diciendo:
«Germaine sólo paga 331 dólares al mes, y yo le pago a ella 750. Es un piso de renta controlada. Les encantaría echarla a la calle.»
Cesaron las voces… y Sherman recordó, sintió, el rato agitado que pasaron en la cama…
Cuando terminó la cinta, Sherman le dijo a Killian:
—Dios mío… es asombroso. ¿De dónde ha salido esto?
Killian miró a Sherman, pero señaló con el índice a Quigley. De modo que Sherman miró a Quigley. Era el momenro que Quigley había estado aguardando.
—En cuanto dijo usted en dónde mencionó ella lo de la trampa del alquiler, lo comprendí todo. No te jode, claro que lo comprendí. Esos chiflados… Ese tal Hielling Winter no es el primero que recurre a estos métodos. Grabadoras que se ponen en marcha cuando suena alguna voz… Fui directamente a verle. Ese tipo tiene micros ocultos en el teléfono del portero automático, en ese piso y en todos los demás. El magnetofón está en el sótano, en un armario cerrado con llave.
Sherman se quedó mirando al radiante rostro de Quigley.
—¿Y por qué lo hace?
—¡Para poder echar a los inquilinos! —dijo Quigley—. La mitad de la gente que usa esta clase de pisos de renta controlada no tiene derecho a ocuparlos. La mayor parte hace trampa, como su amiga Maria. Los caseros lo saben, pero demostrarlo ante un tribunal es bastante complicado. Por eso el chiflado de Winter se dedica a grabar todas las conversaciones de sus pisos, con ese magnetofón que se pone en marcha en cuanto suena una voz. En serio, no es el primer casero que recurre a esta clase de trucos.
—Pero… ¿no es ilegal?
—Ilegal… —exclamó Quigley, muy divertido—. ¡Tan ilegal que no hay por donde agarrarlo! Es tan ilegal que si ese pedazo de cabrón entrase ahora mismo aquí, yo le diría tranquilamente: «Eh, tío, le robé la cinta. ¿Qué le parece?» Y él diría: «¿De qué cinta me habla?» Y se iría sin armar ningún alboroto. Ya se lo he dicho, esos caseros están locos de remate.
—¿En serio que se la robó, por las buenas? ¿Cómo se hizo con ella?
Quigley se encogió de hombros, con una expresión de insuperable presuntuosidad.
—Fácil.
Sherman miró a Killian.
—Joder… entonces, si está grabado en esta cinta… quizás… Justo después del accidente, Maria y yo nos fuimos a ese piso y repasamos punto por punto todo lo que había ocurrido, absolutamente todo. Si eso también estuviera grabado… ¡sería fantástico!
—No está grabado —dijo Quigley—. He estado escuchando kilómetros de cinta, pero no se remontan a tan atrás. Ese loco debe de borrarlas y grabar encima de vez en cuando, para ahorrar en cintas.
Muy animado, Sherman le dijo a Killian:
—De todos modos, es posible que con lo que tenemos sea suficiente.
—Por cierto, es usted el único hombre al que ella recibe en ese piso… —dijo Quigley.
Killian le interrumpió:
—Sí, un asunto que en este momento ya no tiene gran interés. Bien, Sherman, así es como están las cosas. No debes esperanzarte más de la cuenta por este hallazgo. Porque tenemos dos problemas, y los dos son graves. El primero consiste en que ella no dice directamente que no fuiste tú, sino ella, quien atropello al chico. La admisión de culpabilidad que tenemos grabada es sólo indirecta. Pero, como mínimo, suena como si ella estuviera rodo el rato aceptando tu versión de los hechos. Y algo es algo. Al menos serviría para crear ciertas dudas en el ánimo de alguno de los miembros del jurado. Queda claro que ella acepta tu versión en el sentido de que hubo un intento de atraco. Lo malo es que tenemos, además, otro problema, y, para serte franco, no sé cómo diablos resolverlo. Es imposible conseguir que esta cinta sea aceptada como prueba judicial.
—¿No? ¿Por qué?
—Como decía Ed ahora mismo, es una grabación ilegal. Winter, el loco ese, podría ir a la cárcel por haberla hecho. Y ningún tribunal aceptará como prueba una grabación hecha ilegalmente.
—¿No? Y entonces, ¿por qué me mandasteis a mí con la grabadora? Esa también era una grabación ilegal. ¿Cómo se habría podido utilizar?
—No es una grabación ilegal, aunque sea clandestina. Todo el mundo tiene derecho a grabar sus propias conversaciones, aunque sea en secreto. Pero es ilegal grabar las conversaciones de otros, aquellas en las que no participe uno mismo. Si el loco de Winter hubiese participado en esa conversación, la cinta sería legal y no habría problemas.
Sherman se quedó mirando boquiabierto a Killian; las esperanzas que estaba comenzando a abrigar habían quedado completamente aplastadas.
—Pero… ¡no es justo! ¡En esa cinta hay pruebas vitales…! ¡No es posible que se nieguen a aceptar pruebas vitales por un simple tecnicismo!
—Lo siento, hermano. Pero lo es. Y se negarían a aceptar esa cinta en caso de que se nos ocurriese presentarla. Pero sí podemos tratar de encontrar el modo de utilizarla para que alguien nos dé algún tipo de testimonio que sí sea aceptable y legal. Por ejemplo, sería perfecto que, por medio de esta cinta, lográsemos que tu amiga Maria dijese la verdad. ¿Se te ocurre alguna idea brillante?
Sherman se quedó pensativo unos momentos. Luego soltó un suspiro y su mirada se perdió en la lejanía. Era absurdo.
—No se me ocurre ni siquiera el modo de conseguir que Maria escuche esa maldita cinta.
Killian miró a Quigley. Quigley sacudió negativamente la cabeza. Estaban los tres muy callados.
—Alto ahí —dijo Sherman—. Déjame ver la cinta.
—¿Verla? —dijo Killian.
—Sí. Dámela.
—¿Quieres decir que la saque del magnetofón?
—Sí. —Sherman tendió la mano.
Quigley rebobinó la cinta y la sacó remilgadamente del magnetofón, como si fuese una maravilla de cristal tallado. Se la entregó a Sherman. Sherman, sosteniéndola con ambas manos, se quedó mirándola.
—Maldita sea —dijo, alzando la vista para mirar a Killian—. Es mía.
—¿Qué quieres decir?
Killian le miraba con una expresión interrogadora, como si esperase que le explicasen mejor un chiste.
—¿Qué quieres decir con eso de que es tuya?
—Aquella noche, después de leer lo que había publicado el City Light, me puse un micrófono oculto porque pensé que posiblemente acabaría necesitando una verificación de lo que ocurrió en realidad. Lo que acabamos de escuchar… es la cinta que yo grabé esa noche. Esta cinta es mía.
Killian estaba boquiabierto.
—¿Qué quieres decir?
—Digo que esta cinta la grabé yo. ¿Quién podría asegurar que no fue así? Yo tengo esta cinta en mi poder, ¿no? Aquí está. Yo mismo la grabé, para asegurarme de que tenía un registro exacto de una conversación sostenida por mí mismo. Y ahora, dígame, señor abogado, ¿cree usted que esta cinta puede ser admitida como prueba por un tribunal?
Killian miró a Quigley.
—¡La puta leche! —Luego, mirando a Sherman—: Vamos a ver si establecemos claramente los hechos, Mr. McCoy. ¿Dice usted que llevó un micrófono oculto y grabó su conversación con Mrs. Ruskin?
—Exacto. —Tras una pausa—: Bien, ¿es o no es admisible esta prueba?
Killian miró de nuevo a Quigley, sonrió, y miró de nuevo a Sherman.
—Perfectamente admisible, Mr. McCoy, perfectamente admisible. Pero dígame usted una cosa. ¿Cómo hizo usted esta grabación? ¿Qué clase de equipo utilizó? ¿Cómo se colocó usted los aparatos? Si quiere usted que este tribunal acepte esta prueba, será mejor que nos explique, punto por punto y con todo detalle, cómo lo hizo.
—Bien —dijo Sherman—. Creo que lo más conveniente sería que Quigley me dijese cómo imagina él que me las arreglé. Parece un experto en estas cosas. A ver, Quigley, ¿cómo cree que lo hice?
Quigley miró a Killian.
—Adelante, Ed —dijo Killian—. ¿Cómo crees tú que lo hizo?
—Bueno —dijo Quigley—, lo que yo hubiera hecho en su caso sería conseguir un Nagra 2600, de los que se ponen en marcha cuando suena una voz, y… —Quigley siguió dando detalles de cómo habría utilizado el supuesto Nagra, cómo se habría colocado los cables y el micro, y cómo se habría asegurado de obtener una grabación lo más fiel posible de una conversación como aquélla.
Cuando Quigley terminó, Sherman intervino:
—Veo, Mr. Quigley, que es usted un gran experto en estas cuestiones. ¿Sabe por qué lo sé? Porque las operaciones que ha descrito usted son exactamente las mismas que yo llevé a cabo para obtener esta grabación. Exactamente las mismas. —Luego miró a Killian—. Ahí tienes. ¿Qué te parece?
—¿Quieres saber lo que me parece? —dijo Killian, muy lentamente—. Me dejas pasmado, joder, verdaderamente pasmado. No creí que tuvieras esta clase de talento.
—Tampoco yo lo creía —dijo Sherman—. Pero desde hace unos días he ido descubriendo poco a poco que ya no soy Sherman McCoy. Soy otra persona, sin nombre. He sido esa otra persona desde el día en que fui detenido. Yo sabía que ese día ocurrió algo esencial, tremendo… pero al principio no entendí de qué se trataba. Al principio pensé que seguía siendo Sherman McCoy, y que Sherman McCoy estaba viviendo un período de muy mala suerte. Pero hace un par de días que he podido mirar la verdad cara a cara. Soy otro. No tengo nada que ver con Wall Street ni con Park Avenue ni con Yale ni con St. Paul's ni con Buckley ni con el León de Dunning Sponget.
—¿El León de Dunning Sponget? —preguntó Killian.
—Esa es la imagen que siempre me he hecho de mi padre. Un hombre poderoso, un aristócrata: eso era para mí. Y tal vez lo fuese, pero ya no tengo ninguna relación con él. No soy tampoco la persona con la que se casó mi mujer, ni el padre que conoce mi hija. Soy otro ser humano. Y mi existencia se desarrolla aquí abajo, si no te importa que me refiera en estos términos a tu bufete y tu mundo. No soy un cliente excepcional de Dershkin, Bellavita, Fishbein & Schiossel. Soy un caso corriente. Todos los seres tienen su propio ambiente, y éste en el que estoy ahora es el mío. Reade Street, y los juzgados del Bronx y las celdas o jaulas del Bronx… Ese es mi mundo. Y cada vez que piense que estoy por encima de ese mundo estaré engañándome a mí mismo, y a estas alturas ya he dejado de engañarme a mí mismo.
—Ayayayay, espera un momento —dijo Killian—. Las cosas no están tan mal, todavía.
—Sí lo están —dijo Sherman—. Pero te juro que ahora ya no me afecta gran cosa que estén así. Mira, seguramente sabes que no cuesta mucho tomar a un perro hogareño y entrenarlo hasta acabar convirtiéndole en un perro vigilante, de esos que tienen tan mala uva…
—Bueno, he oído decir que a veces ocurre…
—Yo lo he visto con mis propios ojos —dijo Quigley—. Cuando estaba en la policía.
—Bien, pues la técnica no puede ser más sencilla —dijo Sherman—. Para conseguir ese cambio en la personalidad del perro lo que se hace no es precisamente mimarlo y darle mucha comida. Lo que suele hacerse es tenerle encadenado, pegarle, engañarle y volver a pegarle una y otra vez, hasta que un día, a la más mínima amenaza, enseña los colmillos y está dispuesto a pelear hasta la muerte.
—Exacto —dijo Quigley.
—Pues bien. Metidos en una situación así, los perros reaccionan de forma más inteligente que los seres humanos —dijo Sherman—. Los perros no se aferran a la idea de que son un maravilloso animal doméstico al que le van a dar un premio en un concurso, que es lo que suele pensar el hombre, incluso en las peores condiciones. Los perros comprenden en seguida que las cosas han cambiado. Los perros comprenden en seguida que ha llegado la hora de actuar como un animal, la hora de pelear.