A la mañana siguiente, Kramer, Bernie Fitzgibbon y los dos inspectores, Martin y Goldberg, subieron al despacho de Abe Weiss. Era como la reunión de un consejo de administración. Weiss presidía la gran mesa de nogal. Fitzgibbon y Goldberg se encontraban a su izquierda; Kramer y Martin a su derecha. Se trataba de estudiar el método que les permitiría constituir un gran jurado encargado de estudiar el caso McCoy. A Weiss no le estaban gustando las cosas que decía Martin. A Kramer tampoco. De vez en cuando Kramer miraba a Bernie Fitzgibbon. Pero no encontró más que una máscara de impasibilidad irlandesa, que de vez en cuando emitía ciertas ondas que decían: «Ya lo advertí.»
—Un momento —dijo Weiss. Se dirigía a Martin—. Dime otra vez cómo atrapaste a ese par de personajes.
—Fue una redada de crack —dijo Martin.
—¿Una redada de crack? —dijo Weiss—. ¿Y qué coño es una redada de crack?
—Ahora nos dedicamos casi solamente a eso. Unas manzanas más abajo de este edificio hay tantísimos camellos de crack que casi parece un mercadillo. Es una manzana en la que la mayoría de casas han sido abandonadas. En cuanto a las otras, la gente que vive ahí tiene miedo incluso de abrir la puerta de su piso, porque en toda la calle no hay más que gente que vende crack, gente que compra crack, y gente que fuma crack. Por eso hemos decidido hacer redadas. Entramos al asalto, y nos llevamos a todos los bichos que andan sueltos por allí.
—¿Funciona?
—Claro. En cuanto hacemos un par de redadas, se van todos a otra manzana. La situación ha llegado a tales extremos que, en cuanto asoma el morro uno de nuestros coches, salen corriendo todos de los edificios. Es como uno de esos solares en los que, para hacer los cimientos, meten cargas de dinamita, y todo cristo sale zumbando en cuanto están dispuestas las cargas. Alguna vez tendríamos que ir con una cámara. Es increíble. Todo un gentío corriendo calle abajo.
—Bien —dijo Weiss—. Así que pillasteis a dos tipos que dicen conocer a Roland Auburn.
—Sí. Todo el mundo conoce a Ronald Auburn por allí.
—Vale. Y eso que contáis, ¿se lo dijo Roland personalmente a esos dos, o lo saben sólo de oídas?
—De oídas. Todo el mundo anda comentándolo.
—Todo el mundo… en el mercado de crack del Bronx —dijo Weiss.
—Sí, claro —dijo Martin.
—De acuerdo. Sigue.
—Bien. Los rumores dicen que Roland iba andando por la calle cuando, casualmente, vio a ese chico, Henry Lamb, que iba al Texas Fried Chicken, y se fue con él. Roland decidió divertitse un poco tomándole el pelo a Lamb, porque Lamb es lo que se llama «un buen chico», un «hijo de su mamá», de esos que «no se meten en líos». Sólo sale de su casa para ir al instituto o a la iglesia, y quiere ingresar en la universidad, y ni siquiera es el típico chico de los bloques baratos. De hecho, la madre de ese chico está intentando ahorrar dinero para pagar la entrada de una casa de Springfield Gardens. De lo contrario, ni siquiera estarían viviendo en un sitio así.
—¿Todo esto te lo contaron esos dos?
—No, esto es lo que ya habíamos averiguado nosotros por nuestra cuenta.
—Bueno, pues olvídate de lo demás y cuenta lo que ese par de pirados te contaron.
—Sólo pretendía dar el contexto.
—Bueno. Pero, ahora, al grano.
—Bien. Pues Roland Auburn bajaba por Bruclner Boulevard con Henry Lamb. Cuando pasaban junto a la rampa de Hunts Point Avenue, Roland ve algo en la rampa, unos neumáticos, o unos cubos de basura, algo… e inmediatamente deduce que alguien ha estado ahí dedicándose a parar coches para atracarlos. Y entonces le dice a Lamb: «Ven. Te enseñaré a atracar coches.» Lamb no quiso saber nada de eso, pero Roland le dijo: «No te preocupes, no haré nada. Sólo te enseñaré cómo se hace. ¿De qué tienes miedo?» Roland está tratando de provocar al chico porque Lamb le cae gordo. Al final el chico sube con él por la rampa, y, antes de que Lamb sepa qué está ocurriendo, Roland arroja un neumático o un cubo, lo que sea, delante de un coche, un fantástico Mercedes-Benz que acaba de entrar en la rampa, y que resulta ser el coche en el que van McCoy y esa furcia. El gilipollas de Lamb no hace nada. Está simplemente plantado en la rampa, cagado de miedo, sin atreverse siquiera a salir corriendo para no quedar mal delante de Roland, el cual sólo se monta todo este número porque, pretende demostrarle a Lamb que es un marica. Pero, de repente, algo falla. McCoy y la mujer se las arreglan para salir de allí quemando neumáticos, y en mitad de la maniobra Lamb recibe un golpe. En fin, ésta es la versión que corre por ahí.
—Ya, es una teoría, sólo eso. Pero me gustaría saber si habéis encontrado a alguien que le haya oído contar esta historia al propio Roland.
—Esa teoría —interrumpió Bernie Fitzgibbon— explicaría por qué razón Lamb no dijo nada del coche cuando fue al hospital. No quería que los médicos creyesen que estaba complicado en un intento de atraco de un coche. Lo único que pretendía era que le curasen la muñeca e irse corriendo a su casa.
—Ya —dijo Weiss—, pero lo único que tenemos es una teoría defendida por un par de pirados. Un par de tíos que no conocen la diferencia entre lo que han oído y lo que les suena en la cabeza. —Y acompañó estas palabras de un ademán, el índice apoyado en la sien, que tachaba de chifladura todo lo que aquel par hubiese podido contar.
—De todos modos, creo que vale la pena comprobar cuánto hay de verdad en todo eso, Abe —dijo Bernie—. En fin, sería conveniente dedicarle algún tiempo a investigar esta versión.
Kramer se sintió alarmado y resentido y a la defensiva. Y también notó que en su alma despertaba el instinto protector. Había que proteger a Roland Auburn. Ninguno de ellos se había tomado la molestia de conocer a Roland, sólo él. Roland no era ningún santo, pero tampoco carecía por completo de bondad, y, además, estaba diciendo la verdad.
—No haremos nada malo —le dijo a Bernie— investigándolo, pero tampoco es difícil imaginar de dónde ha salido esta teoría. Al fin y al cabo, es la teoría de McCoy. Eso es lo que McCoy les dijo a los del Daily News, y lo que dice ahora la televisión. Es una teoría que ya está en la calle, y no es más que eso. Permite, ciertamente, solucionar un problema, pero plantea mil problemas más. Quiero decir que… ¿por qué razón iba Roland a meterse en un lío como el de atracar un coche, teniendo en cuenta que iba con alguien que es un cobarde, un marica? Por otro lado, si McCoy es víctima de un intento de atraco, y golpea a uno de los atracadores con el coche cuando emprendía la huida, ¿creéis que dudaría a la hora de informar a la policía de lo ocurrido? Todo lo contrario: estaría encantado de ir a contárselo todo. —Kramer terminó chasqueando los dedos, y comprendió que, sin darse cuenta, su voz había adoptado una entonación polémica.
—Estoy de acuerdo en que plantea muchos problemas y preguntas —dijo Bernie—. Lo cual apoya mi idea de que hay que tomarse las cosas con calma en lugar de precipitarnos a llevar el caso ante un gran jurado.
—Tenemos que actuar aprisa —dijo Weiss.
Kramer captó por un instante la mirada que le estaba dirigiendo Bernie. Unos ojos irlandeses que le acusaban fieramente. Justo en ese instante sonó el teléfono de la mesa de Weiss. El fiscal se levantó, se acercó a su escritorio, y contestó.
—¿Sí…? De acuerdo, pásemelo… No, no he visto el City Light… ¿Cómo…? No lo dirás en serio…
Se volvió hacia la mesa de juntas y le dijo a Bernie:
—Es Milt. Creo que de momento no hace ninguna falta que nos preocupemos por las teorías que puedan haberse inventado ese par de pirados.
Momentos después entraba en el despacho Milt Lubell, con los ojos abiertos de espanto, jadeante, y con un ejemplar del City Light. Lo puso sobre la mesa de juntas. La primera página fue como un bofetón para todos los presentes.
EXCLUSIVA DEL City Light
LA VIUDA DEL FINANCIERO
ES LA MUJER MISTERIOSA DEL CASO McCOY
McCoy en el funeral: «¡Ayúdame!»
En la parte inferior de la página, una línea en cuerpo más pequeño decía: Testimonio directo de Peter Fallow, Fotos, páginas 3, 4, 5, 14, 15.
Todos se pusieron en pie y se apoyaron con las palmas abiertas en la mesa, mientras sus cabezas convergían en el epicentro: el gran titular.
Weiss se enderezó. En su rostro apareció la expresión de quien sabe que tiene que actuar como líder del grupo.
—Bien. Esta será nuestra táctica. Milt, llama a Irv Stone del Canal 1. —Y luego siguió diciendo los nombres de los productores de los informativos de otros cinco canales—. Y llama también a Fallow. Y a ese tal Flannagan del News. Diles a todos que vamos a interrogar inmediatamente a esa mujer. Off de the record, puedes añadir que, en caso de que esa mujer sea la que iba con McCoy, vamos a acusarla de un delito mayor, porque ella fue la que se puso al volante después de que McCoy golpeara al chico. Eso es delito de denegación de auxilio e incumplimiento del deber de informar a la policía. Atropello y fuga. Él le atropello, ella emprendió la fuga. ¿De acuerdo?
Luego, dirigiéndose a Bernie:
—En cuanto a vosotros… —Dejó que su mirada se deslizase por los rostros de Kramer, Martin y Goldberg, para indicarles que también ellos estaban incluidos—. Vosotros… agarradme a esa mujer, y decidle exactamente lo mismo. «Lamentamos que su esposo haya fallecido, etcétera, etcétera, etcétera, pero necesitamos una cuantas declaraciones de forma inmediata, y si es usted, efectivamente, la que iba en el coche con McCoy, prepárese, porque se ha metido en un buen lío.» Pero si acepta hablar y contar todo lo que hizo McCoy, le garantizaremos inmunidad ante el gran jurado. —Y, dirigiéndose a Kramer en particular, terminó—: Al principio no concretes demasiado esto último. Bueno, qué diablos, ya sabes cómo se hacen estas cosas.
Cuando Kramer, Martin y Goldberg llegaron ante el número 962 de la Quinta Avenida y dejaron el coche junto al bordillo, la acera parecía un campamento de refugiados. Equipos de televisión, equipos de radio, reporteros de prensa y fotógrafos rondaban por allí riendo, charlando y haraganeando, vestidos con tejanos, polos de punto, cazadoras de cremallera y esos gruesos zapatones de explorador que ahora se habían puesto de moda entre los del edificio; entremezclados con los periodistas había también muchos vagos y curiosos cuyo atuendo no tenía mucho mejor aspecto. Los policías de la comisaría 19ª habían colocado dos hileras de vallas para que pudieran entrar y salir del edificio las personas que vivían en él. Un agente uniformado montaba guardia en la acera. Aunque la casa tenía catorce pisos y su fachada ocupaba media manzana, la entrada no era especialmente señorial. De todos modos, se notaba el dinero. Había una única puerta de cristal enmarcado en brillantísimo latón y protegida con una rejilla de latón no menos bruñido. Una marquesina salía desde el portal hasta el borde de la acera, sostenida por unos postes de latón a los que les habían sacado tanto lustre que parecían de oro blanco. Por todas partes destacaban las horas de trabajo mal pagado de quienes se encargaban cada día de darle brillo a los metales. Al otro lado del cristal de la puerta, Kramer distinguió las figuras de un par de porteros uniformados, y aquello le recordó el soliloquio despectivo de Martin en el portal de McCoy.
En fin… ya estaba ahí. Kramer había contemplado mil veces estos edificios de apartamentos de la Quinta Avenida que daban a Central Park. La última vez fue un domingo por la tarde. Había salido con Rhoda, que llevaba el cochecito de Joshua, y el sol de la tarde iluminó las grandes fachadas de piedra arenisca de tal modo que, sin proponérselo, pensó en la frase: la Costa del Oro. Pero aquello sólo fue una observación, absolutamente desprovista de emociones, como no fuera una leve satisfacción derivada del hecho de poder pasear junto a unas casas tan doradas. Todo el mundo sabía que las personas más ricas de Nueva York vivían en aquellos edificios. Pero su vida era tan remota como el más lejano planeta. Esas personas no eran más que tipos, mitos situados más allá de la envidia. Eran Los Ricos. Kramer no conocía ni siquiera el nombre de ninguno de ellos.
Pero hoy conocía el de uno.
Kramer, Martin y Goldberg se apearon del coche, y Martin le dijo algo al policía uniformado. El tosco gentío de la prensa se agitó levemente. Su espantoso vestuario se movió acá y allá. Miraron a los recién llegados de los pies a la cabeza, y olfatearon que su presencia tenía que ver con el caso McCoy.
¿Le reconocerían?, se preguntó Kramer. El coche no llevaba ningún distintivo, y Martin y Goldberg vestían americana y corbata, de modo que podía parecer que aquel trío era simplemente un grupo de visitantes casuales del edificio. Por otro lado… ¿acaso Kramer seguía siendo un anónimo funcionario del sistema de justicia penal? En absoluto. Su retrato (dibujado por la despampanante Lucy Dellafloria) había aparecido en la televisión. Su nombre había sido publicado en todos los diarios. Los tres comenzaron a avanzar hacia el portal entre las dos hileras de vallas dispuestas por la policía. A mitad de camino Kramer se sintió ofendido. Ni la más mínima reacción por parte de los representantes de la prensa.
Hasta que, de repente:
—¡Eh, Kramer!
Una voz a su derecha. El corazón le pegó un brinco.
—¡Kramer!
Sintió el impulso de volverse y sonreír hacia ese lado, pero logró reprimirlo. ¿Debía seguir caminando, ignorando la llamada? ¿No sería mejor saludar, como mínimo…? Se volvió, así pues, hacia la voz, adoptando una expresión sumamente seria.
Dos voces a la vez:
—Eh, Kramer, piensa…
—¿De qué acusará…?
—…detenerla?
—…a esa mujer?
Oyó otra voz que decía: «¿Quién es ése?» Y otra que contestaba: «Es Larry Kramer. El vicefiscal encargado del caso.»
Kramer esbozó un gesto grave con los labios, y respondió:
—No tengo todavía nada para vosotros, muchachos.
¡Muchachos! Los tenía en el bote… Aquella pandilla… la prensa, que hasta hacía poco no eran para él más que una entidad abstracta. Ahora, en cambio, toda aquella chusma estaba concentrada en él, dispuesta a beber todas y cada una de sus palabras. Había uno, dos, tres fotógrafos preparados con sus cámaras. Uno de ellos disparaba con el automático. Un equipo de televisión asomaba por encima del grupo. Una cámara de vídeo salía proyectada, como un cuerno, de la cabeza de un tipo. Kramer desaceleró el paso y miró fijamente a uno de los periodistas, como si estuviese meditando su respuesta, a fin de darles a los muchachos de la imagen unos segundos más de aquel su solemne rostro. (Pobres chicos, al fin y al cabo sólo están haciendo su trabajo.)
Cuando Kramer, Martin y Goldberg llegaron a la puerta, Kramer les dijo a los porteros, con voz gutural y autoritaria:
—Larry Kramer, de la Oficina del Fiscal de Distrito del Bronx. Nos esperan.
Los porteros confiaron en que así fuera.
Una vez arriba, la puerta del apartamento les fue abierta por un hombrecillo uniformado que parecía indonesio o coreano. Kramer entró, y lo que vio le dejó deslumbrado. Una reacción comprensible, pues la decoración pretendía precisamente eso, deslumbrar, incluso a personas mucho más inmunizadas al lujo que Larry Kramer. Este miró un momento a Martin y a Goldberg. Tan pasmados como él. Eran, en estos momentos, como turistas viendo monumentos… el techo elevadísimo, el enorme candelabro, la escalinata de mármol que subía al otro piso, los cuadros grandísimos, los marcos suntuosos, cualquiera de los cuales, sólo el marco, debía de costar la mitad de lo que un policía ganaba en un año. Los ojos de los tres lo engullían todo con avidez.
Kramer oyó el ruido de un aspirador en el piso de arriba. Una doncella con uniforme negro y delantal blanco se presentó en el vestíbulo, cruzó el piso de mármol, y desapareció. El mayordomo oriental les hizo atravesar todo el vestíbulo. A través de una puerta abierta vieron por un instante el interior de una vastísima habitación inundada de una luz que penetraba por los ventanales más altos que Kramer hubiera visto jamás en un domicilio particular. Eran tan grandes como lo que había en las salas de los juzgados de Gibraltar. A través de los cristales se veían las copas de los árboles más altos de Central Park. El mayordomo les condujo a una habitación más pequeña y más oscura, contigua a la anterior. En realidad, sólo era más oscura en comparación con la otra, porque su única ventana, alta, de cara al parque, daba paso a tanta luz que, al principio, los dos hombres y la mujer que les esperaban allí apenas si eran siluetas. Los hombres estaban en pie. La mujer se había sentado en una silla. La habitación contenía una alta biblioteca con escalera deslizante, un gran escritorio de doradas patas salomónicas cuya superficie estaba sobrecargada de chucherías, más un par de sofás separados por una mesita tallada, varias butacas y diversas rinconeras y vitrinas, y… cosas así.
Una de las siluetas se adelantó hacia ellos, abandonando la deslumbrante luminosidad, y dijo:
—¿Mr. Kramer? Soy Tucker Trigg.
Tucker Trigg; así se llamaba el tipo. Era un abogado del bufete Curry, Goad & Pesterall. Kramer había concertado la cita a través de ese tipo. Tucker Trigg hablaba con un timbre nasal de wasp que desconcertó a Kramer por teléfono, pero ahora que se encontraba en su presencia, su aspecto no coincidía con su imagen de lo que debía ser un wasp. Era grandote, redondo, mofletudo, como un ex jugador de rugby que hubiese engordado. Se estrecharon las manos, y Trigg, con su timbre nasal, dijo:
—Mr. Kramer, le presentó a Mrs. Ruskin.
Estaba sentada en una butaca de respaldo muy alto que hizo que Kramer se acordara de la serie de Obras Maestras del Teatro que dieron en televisión. Al lado de ella, en pie, se encontraba un tipo alto de pelo gris. La viuda… ¡qué aspecto tan juvenil y resultón! Cachonda, dijo Roland. Menuda tía buena tenía en su casa Arthur Ruskin, con sus setenta y un tacos y su marcapasos. La viuda llevaba un traje sencillo de seda negra. Larry no estaba enterado de que últimamente se llevaban las hombreras anchas y el cuello de cadete, pero sí sabía muy bien qué pensar de aquellas piernas. Mrs. Ruskin tenía las piernas cruzadas. Kramer se esforzó por evitar que sus ojos fueran ascendiendo desde la leve curva del empeine hacia la reluciente curva de los gemelos y la brillante curva de los muslos, claramente marcada bajo la seda negra. Hizo todo lo que pudo por evitarlo. Aquella mujer tenía un precioso cuello de marfil, y mantenía los labios ligeramente entreabiertos, y poseía unos ojos oscuros que, sí, que bebían directamente en los de él. Kramer se sonrojó.
—Siento tener que entrometerme en su casa, sobre todo en las actuales circunstancias —dijo, tartamudeando. Inmediatamente comprendió que había dicho una necedad. ¿Debía deducir ella de sus palabras que, de haber sido otras las circunstancias, Kramer se habría entrometido muy a gusto en su casa?
—Lo comprendo, Mr. Kramer —dijo ella suavemente, con una sonrisa valiente. Oh, I unnerstin, Mr. Krimmuh. Por otro lado, aquella sonrisa… ¿era sólo valiente? ¡Dios Santo, cómo le miraba!
Kramer fue incapaz de pensar en la siguiente frase. Tucker Trigg le libró del problema presentando al hombre que estaba junto a ella. Era alto, de cierta edad. Llevaba su pelo gris peinado, muy elegantemente, hacia atrás. Y poseía cierta apostura militar muy infrecuente en Nueva York. Se llamaba Clifford Priddy, y era famoso como defensor de grandes personalidades en los tribunales federales. Este caballero sí que respondía perfectamente a lo que se supone que debe ser un wasp. Te miraba directamente a los ojos. Tenía la nariz larga y delgada. Sus estilizados y brillantes zapatos negros encajaban en sus pies como un guante. Bajo su mirada, Kramer se sintió torpe. Los zapatos que él llevaba eran unas abarcas de color marrón, gruesas, con unas enormes suelas que sobresalían por los bordes como acantilados. De todos modos, este caso no sería visto por un juzgado federal, de modo que la tremenda influencia que tenía la Ivy League[36] en ese nivel carecería de peso. No, esta vez era un caso del Bronx.
—¿Cómo está usted, Mr. Kramer? —dijo Mr. Clifford Priddy en tono afable.
—Bien —dijo Kramer, estrechándole la mano y pensando rápidamente. Ya veremos si sigues poniendo esa cara de presumido cuando llegues a Gibraltar.
Luego, Kramer presentó a Martin y Goldberg, y todo el mundo se sentó. Martin y Goldberg, y Tucker Trigg y Clifford Priddy, menudo cuarteto. Goldberg se sentó en posición encorvada, algo atemorizado, pero Martin seguía siendo el Turista Desnudo. Sus ojos continuaban revoloteando por toda la habitación.
La joven viuda vestida de negro pulsó un botón de la mesita que estaba junto a su butaca. Descruzó las piernas y las volvió a cruzar. Las suaves curvas de los gemelos se separaron y se reunieron otra vez, y Kramer siguió haciendo esfuerzos por no mirar. Ella desvió la vista hacia la puerta. Una doncella, filipina, supuso Kramer, había aparecido en el umbral.
Maria Ruskin miró a Kramer y luego a Martin y Goldberg, y dijo:
—¿Les apetece un café, caballeros?
A nadie le apetecía.
—Nora —dijo Maria Ruskin—, yo quiero un poco de café y…
—Cora —le corrigió la mujer en una voz sin entonación. Todas las cabezas se volvieron hacia ella, como si acabara de sacar un revólver.
—… y trae también más tazas, por si alguno de estos caballeros cambia de opinión.
Vaya con el acento, pensó Kramer. Estaba pensando en eso cuando, de repente, comprendió que todo el mundo estaba mirándole a él, en silencio. Él era quien debía dirigir la función a partir de este momento. Los labios de la viuda seguían entreabiertos, con la misma intrigante sonrisa de antes. ¿Era una sonrisa de valentía? ¿O tal vez de burla?
—Mrs. Ruskin —comenzó a decir Kramer—, como le decía, lamento haber tenido que venir a visitarla en estos momentos, y le agradezco su colaboración. Estoy seguro de que Mr. Trigg y Mr. Priddy le habrán explicado el propósito de este, encuentro, y yo sólo, ejem, pretendo… —La viuda agitó las piernas bajo el vestido de seda, y Kramer volvió a esforzarse para no ver los volúmenes de sus muslos— …ejem, subrayar que este caso, un caso en el que se produjeron heridas gravísimas que, quizá, pueden resultar fatales para el joven Henry Lamb… que este caso es importantísimo para nuestra fiscalía, porque es importantísimo para los vecinos del Bronx y para todos los ciudadanos de Nueva York. —Hizo una pausa. Comprendió que estaba hablando con una pomposidad inadecuada, pero no sabía cómo bajarse de este caballo en el que había montado. La presencia de aquellos abogados wasp, y la magnitud de aquel palacio, eran los culpables de todo.
—Comprendo —dijo la viuda, tratando tal vez de ayudarle a desmontar. Mantenía la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, y le sonreía como si fuesen amigos íntimos. A Kramer le salieron sus instintos de conquistador. Mentalmente dio un salto hasta el día del juicio. A veces ocurría que el fiscal terminaba trabajando en estrecha colaboración con alguno de sus testigos…
—Por eso sería tan valiosa su cooperación. —Kramer estiró el cuello, para que destacara mejor la potencia de sus esternocleidomastoideos—. Bien, lo único que pretendo de momento es explicarle cuáles serán las consecuencias en caso de que usted se muestre dispuesta a colaborar con nosotros, porque me parece que es fundamental que eso quede bien claro. Naturalmente, según cual sea la decisión que usted tome, se derivarán unas consecuencias u otras. Bien, antes de empezar tengo que recordarle que… —Volvió a interrumpirse un momento. No había empezado correctamente la frase, y temía caer en la trampa de su propia sintaxis. Pero no le quedaba otro remedio que continuar— …está usted representada por unos abogados de indiscutible eminencia, y no hará falta que le recuerde sus derechos al respecto. —Al respecto. ¿Por qué le salían esas frases hechas y redundantes?—. Sin embargo, estoy obligado a recordarle que puede permanecer en silencio, en caso de que así lo desee, sea por la razón que sea.
La miró y le hizo un gesto de asentimiento, como diciéndole: «¿Ha quedado claro?» Ella le devolvió a su vez un gesto de asentimiento, y Kramer se fijó en los volúmenes de los pechos que se agitaban bajo la seda negra.
Cogió el attache que había dejado al pie de su silla, se lo puso sobre las piernas, e inmediatamente deseó no haberlo hecho. Las rozadas esquinas de la cartera delataban la baja categoría de su propietario. (Un vicefiscal del Bronx, que apenas ganaba 36.000 dólares al año.) ¡Fíjate qué cartera! ¡Rozada, agrietada, vieja, barata! Se sintió humillado. ¿Qué debían de estar pensando en este momento aquellos jodidos wasps? ¿Contenían las sonrisas burlonas por motivos tácticos, o por simple condescendencia de wasp refinadamente educado?
Sacó del attache dos hojas de papel amarillo con sus notas, y una carpeta de plástico que contenía material fotocopiado y recortes de prensa. Después, cerró su traicionero attache y volvió a dejarlo en el suelo.
Miró sus notas. Alzó la vista para mirar a Maria Ruskin.
—Hay cuatro personas que conocen directamente este caso —dijo Kramer—. Una de ellas es la víctima, Henry Lamb, que se encuentra en estado de coma, un estado aparentemente irreversible. Otra es Sherman McCoy, que ha sido acusado de imprudencia temeraria, denegación de auxilio y también de no haber informado a las autoridades del accidente. Él dice ser inocente de todos los cargos. Otra persona es cierto individuo que estaba presente cuando ocurrió todo, y que ha declarado e identificado sin lugar a dudas a Mr. McCoy como conductor del coche que golpeó a Mr. Lamb. Este testigo nos ha dicho que Mr. McCoy iba acompañado en el coche de otra persona, una mujer blanca, de veintitantos años, y la información que este testigo nos ha proporcionado convierte a esa mujer en cómplice de uno o varios de los delitos mayores de los que se acusa a Mr. McCoy. —Hizo una pausa, tratando así de crear un efecto dramático—. Ese mismo testigo ha identificado también a esa mujer… Dice que es… usted.
Kramer calló y miró a la viuda directamente a los ojos. Al principio, la reacción de Mrs. Ruskin fue la perfección personificada. Ni siquiera parpadeó. Ni siquiera vaciló su sonrisilla adorable y valiente. Pero después, casi imperdonablemente, su nuez ascendió y descendió. Una sola vez.
¡Había tragado saliva!
Una maravillosa sensación invadió a Kramer, en todas y cada una de sus células y de sus fibras nerviosas. En aquel instante, mientras duró ese movimiento, mientras ella tragaba saliva, su vieja y barata cartera perdió importancia, y lo mismo ocurrió con sus zapatones y con su traje de confección y con su mezquino salario y con su acento de Nueva York y con los diversos defectos de su forma de hablar. Porque en ese momento Kramer estuvo en posesión de una cosa que aquellos abogados wasp, aquellos inmaculados juristas de Wall Street pertenecientes al lejano universo de los Curry & Goad & Pesrerall & Dunning & Sponger & Leach jamás poseerían y jamás tendrían el indescriptible placer de poseer. Y permanecerían educadamente callados ante aquello, tan educadamente callados como ahora, y también tragarían saliva de puro miedo si llegaba la ocasión. Y Kramer comprendió qué era lo que le producía un instante diario de exaltación cuando, por las mañanas, divisaba la mole de la fortaleza elevándose sobre la colina, en mitad de la Gran Concourse del sombrío Bronx. Porque era ni más ni menos que el Poder, ese mismo Poder al que Abe Weiss se entregaba en alma y cuerpo. El Poder que ejerce el gobierno sobre la libertad de sus súbditos. Pensarlo de forma abstracta hacía que ese sentimiento de poder pareciese abstracto y teórico. Pero experimentar ese poder: contemplar la expresión de sus caras; esas caras que te miran a ti, correo y vehículo del Poder; las caras de Arthur Rivera, Jimmy Dollard, Herbert 92X, y aquel tipo que se hacía llamar Chulo, sí, incluso aquél… y ver ahora ese leve movimiento de pánico en un cuello perfecto que valía millones… Bueno, ningún poeta ha sabido cantar ese éxtasis, ningún poeta lo ha soñado siquiera, y ningún fiscal ni juez, ningún policía, ningún inspector de hacienda podrá explicárselo jamás, porque ni siquiera nos atrevemos a comentarlo entre nosotros, ¿no es cierto? Y sin embargo tenemos esa sensación y sabemos que estamos teniéndola cada vez que nos miran con esos ojos que suplican compasión, o, si no es compasión, Dios mío, al menos que me acompañe la suerte, ojalá sea objeto de la generosidad caprichosa de este representante del Poder. (¡Por favor, por favor!) ¿Y qué son todas las fachadas de piedra que hay en la Quinta Avenida, y todos los vestíbulos de mármol y todas las bibliotecas y todas las riquezas de Wall Street, en comparación con el control que yo ejerzo sobre tu destino y tu desamparo ante el Poder?
Kramer alargó este momento hasta donde le pareció que se lo permitían la lógica y la honradez, y luego lo alargó todavía un poquito más. Ninguno de ellos, ni los dos inmaculados jurístas wasp de Wall Street, ni tampoco la joven y guapísima viuda con sus millones recién heredados, se atrevieron a decir ni pío.
Luego, paternal, suavemente, Kramer dijo:
—Bien. Veamos qué significa todo eso.
Cuando Sherman entró en el despacho de Killian, Killian exclamó:
—Ayayayayay, vaya vaya vaya. ¿A qué viene esta cara tan larga? No te importará haber hecho la excursión hasta aquí cuando te diga por qué te he llamado. ¿Crees que te he llamado para que vieras esto?
Dejó un ejemplar del City Light al borde de su mesa. LA VIUDA DEL FINANCIERO… Sherman apenas le echó una ojeada. Aquel titular, acompañado de zumbidos y reverberos, había penetrado hacía ya tiempo en la caverna.
—Ese tal Peter Fallow estuvo en el funeral. No le vi.
—Da igual —dijo Killian, que parecía animadísimo—. Es una noticia muy antigua. Al fin y al cabo, nosotros ya lo sabíamos. ¿No es cierto? Si te he hecho venir aquí es porque tengo noticias, auténticas novedades.
Lo cierto era que a Sherman no le molestaba tener que hacer aquellas expediciones a Reade Street. Permanecer sentado en su apartamento… esperando las amenazas telefónicas… era mucho peor. La misma aparatosidad de su apartamento era una burla de la situación en la que ahora estaba metido. Se pasaba el rato sentado, esperando el siguiente golpe. De modo que prefería hacer algo, lo que fuera. Por ejemplo, tomar el coche e ir a Reade Street, llevar a cabo un desplazamiento horizontal, sin encontrarse con ningún tipo de resistencias. Eso era fantástico. ¡Maravilloso!
Sherman se sentó y Killian le dijo:
—No he querido ni mencionar esto por teléfono, pero la verdad es que he recibido una llamada muy interesante. Y de quien más nos convenía. Sherman se limitó a mirarle, sin hacer comentarios.
—Me ha llamado Maria Ruskin —dijo Killian.
—¿En serio?
—Tratándose de un asunto tan grave, no me permito bromas…
—¿Te ha llamado Maria Ruskin?
—«Mistuh Killyun, muh nim is Mubreeuh Ruskin…»[37] ¿Te suena esta clase de acento? Soy amiga de uno de sus clientes, de «Mistuh Shuhmun McCoy», me ha dicho. ¿Te suena?
—¡Dios mío! ¿Y qué ha dicho? ¿Qué quería?
—Dice que quiere hablar contigo.
—Así me condene si…
—Quiere encontrarse contigo esta tarde, a las cuatro y media. Me ha dicho que tú ya sabes dónde.
—Así… me… condene… si… Ayer mismo, en el funeral, dijo que me telefonearía. Pero no la creí. ¿Ha dicho para qué quería verme?
—No, ni yo se lo he preguntado. No he querido decir nada que pudiese hacerle cambiar la opinión. Lo único que le he dicho es que estaba seguro de que acudirías a la cita. Y lo estoy.
—¿No te dije que me llamaría?
—¿Ah, sí? Acabas de decir que no creíste que fuese a hacerlo.
—Ya lo sé. Ayer no la creí, porque había estado evitándome. Pero… ya te dije que era una persona muy cautelosa. Es una jugadora, y no le gusta apostar sobre seguro. Prefiere el riesgo, y su juego… Bueno, su juego son los hombres. Tu juego son las leyes; el mío, las inversiones; el suyo… los hombres.
Killian se puso a sonreír, sobre todo viendo el cambio de actitud experimentado por Sherman.
—Vale —dijo—. Fantástico. Aceptaremos el juego. Tú y ella vais a jugar ahora. Pongámonos en marcha. Porque te he hecho venir por otro motivo. Vamos a usar la electrónica. —Pulsó un botón y dijo ante el micro del interfono—. ¿Nina? Dígale a Ed Quigley que venga a mi despacho.
Exactamente a las cuatro y media, con el corazón latiéndole a buen ritmo, Sherman llamó al timbre del piso 4B. Maria debía de encontrarse justo al lado del botón del portero automático —el teléfono que permitía hablar con quien llamase desde la calle se había estropeado hacía mucho tiempo—, porque se oyó de inmediato un zumbido, y el sonido metálico que se producía al abrirse el seguro de la puerta. Sherman entró. El olor del portal le resultó familiar inmediatamente, aquel aire muerto, la sucia alfombra de la escalera. Y también la misma pintura lúgubre, las puertas deslucidas, la luz mortecina… Todo era familiar y, al mismo tiempo, nuevo o espantoso, como si nunca se hubiese tomado la molestia de fijarse en nada. El maravilloso hechizo bohemio que tuvo antaño el edificio se había roto ahora por completo. Sherman estaba mirando un sueño erótico con ojos de persona realista, y se preguntó cómo pudo alguna vez pensar que todo aquello era romántico.
Los crujidos de los peldaños le recordaron cosas que hubiese preferido olvidar. Podía ver al dachshund subiendo con dificultades la escalera… «Muhshull, menudo salami estás hecho…» Se recordó a sí mismo sudando, subiendo sudoroso esta escalera, tres veces seguidas, con el equipaje de Maria… Pero esta vez el peso era mucho peor. Llevo un magnetofón oculto. Se notaba el magnetofón en la riñonera, el micrófono en el esternón; notaba, o creía notar, la presión del esparadrapo que sujetaba los cables a su piel. Cada uno de aquellos elementos miniaturizados, ocultos, traicioneros, parecía aumentar de tamaño a cada nuevo paso que daba. Su piel los hacía crecer desproporcionadamente, como cuando la lengua repasa una muela careada. ¡Seguro que se le notaba! ¡Seguro que ella se lo notaría en la expresión! ¡Cuánta mentira! ¡Cuánto engaño!
Suspiró, y descubrió que ya se había puesto a sudar y jadear, no supo si por el ejercicio o por la descarga de adrenalina o por la confusión que le embargaba. Su cuerpo acalorado hacía que el tacto del esparadrapo le pareciese pringoso… aunque quizá sólo fuesen imaginaciones suyas.
Para cuando llegó a la puerta, aquella puerta pintada de un color tristísimo, respiraba pesadamente. Se detuvo un momento, volvió a suspirar, y luego llamó a la puerta con la contraseña que siempre utilizaba: tap tappa tap tap-tap tap.
La puerta se abrió lentamente, pero no se veía a nadie. De repente:
—¡Uuuuh! —La cabeza de Maria asomó tras la puerta, con una sonrisa anchísima—. ¿Te he asustado?
—No, no —dijo Sherman—. Últimamente ha habido unos cuantos expertos en miedos que han ejercido todas las habilidades conmigo.
Ella se rió, y la risa pareció sincera.
—Lo mismo ha ocurrido conmigo. Formamos una buena pareja, ¿verdad, Sherman?
Y, dicho esto, le tendió los brazos, esperando ser correspondida.
Sherman se quedó mirándola atónito, confuso, paralizado. Su cabeza se había lanzado a realizar toda una serie de velocísimos cálculos, tan rápidos que Sherman comprendió que era incapaz de sostener el ritmo. Allí estaba Maria, con un vestido de seda negra, con su uniforme de viuda, un vestido muy ajustado a la cintura que hacía resaltar los volúmenes superiores e inferiores de su magnífico cuerpo. Unos ojos grandes y luminosos. Una melena que era la perfección misma, lujuriosamente brillante. Unos labios coquetamente curvados, aquellos mismos labios que siempre le habían enloquecido, entreabiertos, sonrientes. Pero la suma de todos esos detalles no le decía nada. Se fijó en las ralas matas de pelo negro que asomaban en los antebrazos de Maria. Y bien, si eso era lo que ella quería, estaba dispuesto a colarse entre aquellos brazos. Necesitaba tenerla a su lado, necesitaba que Maria confiase en él, al menos durante el rato necesario para que ciertas declaraciones suyas fuesen captadas por el micro que llevaba pegado al esternón y transmitidas a la cinta magnetofónica que descansaba sobre sus riñones… Un momento delicado, ¡y un espantoso dilema! ¿Y si aceptaba el abrazo y ella notaba el bulto del micro, o le rodeaba la espalda con los brazos y se encontraba con el magnetofón? A Sherman no se le había ocurrido pensar ni por un momento en esta posibilidad. (¿A quién le gustaría abrazarse a un hombre que llevaba un micrófono oculto?) Pero… ¡tenía que hacer algo!
De modo que dio un paso hacia ella, proyectando los hombros adelante y encorvando la espalda, de forma que Maria no pudiese pegársele al pecho. Y así se produjo el abrazo entre aquel ser joven y voluptuoso, y el misterioso tullido.
Sherman se soltó rápidamente, tratando de sonreírle, y ella se quedó mirándole, como si le estudiara para ver si se encontraba bien.
—Tienes razón, Maria, formamos una buena pareja. Estamos los dos juntos en la primera página de los diarios. —Esbozó una sonrisa filosófica. Luego, miró con nerviosismo el resto de la habitación.
—Ven —dijo ella—. Siéntate. —Maria señaló la mesa de roble—. Te prepararé una copa. ¿Qué te apetece?
Magnífico; sentémonos, y charlemos.
—¿Tienes scotch?
Maria se fue a la cocina; y Sherman se observó el pecho, tratando de comprobar si el micrófono asomaba delatoramente o no. No se veía. Intentó calmarse. Se preguntó si la cinta seguía funcionando.
Al cabo de unos momentos Maria regresó de la cocina con el scotch de Sherman, y con otra copa para ella, parecía vodka, o gin. Se sentó frente a Sherman, en la otra silla, y cruzó las piernas, sus piernas relucientes, y le sonrió.
—Sí, Sherman, somos la pareja de la que habla todo Nueva York. Tú y yo. Seguro que hay montones de personas a las que les gustaría oír esta conversación.
El corazón de Sherman dio un brinco. Se moría de ganas de bajar la vista para comprobar si se le notaba el bulto del micrófono. ¿Acaso estaba Maria insinuando que ya lo había visto? Estudió su rostro. No logró deducir absolutamente nada.
—Sí, aquí estamos, tú y yo —dijo Sherman—. Para serte sincero, he llegado a creer que querías darme el esquinazo. No me lo he pasado precisamente bien desde que te fuiste.
—Sherman, te juro que no me enteré de absolutamente nada hasta que regresé.
—Pero si ni siquiera me dijiste adónde te ibas.
—Ya lo sé, pero eso no tenía nada que ver contigo, Sherman. Me volví… medio loca.
—¿Y con quién tenía que ver eso? —Inclinó la cabeza a un lado y sonrió, como para mostrar que no le guardaba resentimiento alguno.
—Con Arthur.
—Ah. Con Arthur.
—Sí, con Arthur. Tú siempre has creído que Arthur y yo teníamos un montaje bien organizado, y en cierto modo así era, pero también tenía que vivir con él, y, tratándose de Arthur, siempre tenías que pagar por todo. Siempre se lo cobraba, de una u otra manera. Ya te conté que llevaba un tiempo diciéndome cosas horribles.
—Sí, lo recuerdo.
—Me llamaba puta y furcia, delante de los criados y de todo el mundo, cada vez que le daba la gana. ¡Cuánto resentimiento, Sherman! Arthur quería tener una esposa joven, pero luego me odiaba por ser joven. Le gustaba vivir rodeado de gente excitante, porque creía que, teniendo tanto dinero, se merecía vivir rodeado de gente excitante, pero luego le entraba un odio feroz contra esa gente y contra mí, porque creía que esa gente me prefería a mí, y que sólo iban con él porque era rico y porque era mi marido. En realidad, las únicas personas que sentían algún afecto hacia Arthur eran sus amigos de los viejos tiempos, como Ray Radosz. ¿Viste el ridículo que hizo el pobre en el funeral? Y luego vino a verme y pretendió abrazarme, no te jode. Creí que iba a arrancarme el vestido. ¿Te fijaste? Tú estabas excitadísimo. Yo trataba de decirte que te tranquilizaras. ¡Nunca te había visto de aquel modo! Y ese bastardo narigudo del City Light… ese horrible inglés hipócrita, ¡estaba justo detrás de ti, escuchándolo todo!
—Ya sé que estaba excitado —dijo Sherman—. Tenía la sensación de que tratabas de ocultarte, de darme la espalda. Creí que ésa sería mi última oportunidad de hablar contigo.
—No pretendía ocultarme, Sherman. Justamente trato de explicártelo. Sólo me ocultaba de Arthur. Me fui, simplemente… me fui, sin pensarlo. Me fui a Como, pero ya sabía que Arthur podía localizarme allí fácilmente. Por eso fui a visitar a Isabel di Nodino. Tiene una casa en la montaña, en un pueblecillo de las afueras de Como. Es un castillo, como los de los cuentos de hadas. Un lugar maravilloso. Sin llamadas de teléfono. Ni siquiera vi un solo periódico.
Sí, estuvo sola, sin nadie… exceptuando a Filippo Chirazzi. Pero eso no importaba.
—Es una suerte —dijo Sherman, con la mayor calma posible— que pudieses alejarte así, Maria. Pero sabías que yo estaba preocupado. Sabías lo que había publicado el diario, yo mismo te lo enseñé. —No lograba evitar que su voz sonara agitada—. Fue la noche que se plantó aquí aquel gigante enloquecido. Seguro que lo recuerdas.
—Por favor, Sherman, no empieces otra vez con tus embrollos.
—¿Te han detenido alguna vez? —dijo él.
—No.
—Pues a mí sí. Esa fue una de las cosas que me ocurrieron mientras tú estabas lejos de aquí… —Iba a seguir, pero se interrumpió al comprender, de repente, que aquello era una estupidez. Asustar a Maria haciéndole pensar en la posibilidad de una detención era lo menos indicado en aquellas circunstancias. De modo que, encogiéndose de hombros, le dirigió una sonrisa y añadió—: En fin, es toda una experiencia. —Como si dijera: «Pero no tan horrible como podrías imaginar.»
—Bien. No me han detenido. Pero me han amenazado con esa posibilidad.
—¿Qué quieres decir?
—Hoy ha venido a mi casa un tipo de la Oficina del Fiscal de Distrito del Btonx, con dos inspectores.
Aquello le provocó a Sherman un auténtico sobresalto.
—¿En serio?
—Un pomposo bastardo de mierda. El tipo se hacía el duro. Echaba la cabeza para atrás y ponía tensos los músculos del cuello, así, y me miraba con sus ojillos. Menudo monstruo.
—¿Qué le dijiste? —Nerviosísimo.
—Nada. Se pasó el rato hablando él, diciendo lo que podía hacerme.
—¿Qué quieres decir? —Un estremecimiento de pánico.
—Me dijo que tiene un testigo. No sabes cómo hablaba, en tono superoficial, pomposísimo. Ni siquiera quiso decirme de quién se trataba, pero es, evidentemente, el otro chico, el más alto y fuerte. No te imaginas lo gilipollas que es ese tipo.
—¿Se llama Kramer?
—Sí. Exacto.
—Es el mismo que estuvo conmigo ante el juez.
—Lo explicó todo muy claro, Sherman. Me dijo que si declaro contra ti y confirmo lo que dice el otro testigo, me concederá la inmunidad. Y añadió que, si no hago lo que me propone, me tratará como a un cómplice, y me acusará de todos esos delitos… mayores. Suena horrible, pero ni siquiera me acuerdo ya de cuáles eran.
—De todos modos, seguro que tú…
—Me dio fotocopias de todo lo que han ido publicado los diarios. Prácticamente me dijo cómo debía leerlas. Éstas son las que dicen la verdad. Y estas otras las que dicen las mentiras que tú te has inventado. Y él da por supuesto que yo voy a confirmar las primeras. Si digo lo que pasó en realidad, iré a la cárcel.
—¿Y no le contaste lo que pasó en realidad?
—No le conté nada. Antes quería hablar contigo.
Sherman estaba sentado al borde de la silla.
—Pero, Maria, en todo este asunto hay unas cuantas cosas sobre las que no existe la menor duda y ellos ni siquiera se han enterado, no tienen ni idea de lo que pasó. ¡Sólo han prestado atención a las mentiras que les contó ese chico que intentó atracarnos! Por ejemplo, el accidente no ocurrió en Bruckner Boulevard, sino en la rampa. Y detuvimos el coche porque esa rampa estaba bloqueada, y antes de haber visto a nadie. ¿No es así?
Sherman se dio cuenta de que había terminado alzando mucho la voz.
Una sonrisa cálida y triste, una de esas sonrisas que solemos dirigir a las personas que sufren, apareció en el rostro de Maria, que se puso en pie, apoyó las manos en las caderas, y dijo:
—Sherman, Sherman, Sherman, ¿qué vamos a hacer contigo?
Abrió el pie derecho hacia un lado, como solía hacer a menudo, y durante unos instantes lo hizo girar sobre el eje del alto tacón de su zapato negro. A continuación le dirigió una intensa mirada con sus grandes ojos castaños y le tendió las manos, con las palmas hacia afuera.
—Ven aquí, Sherman.
—Maria, ¡esto es muy importante!
—Ya lo sé. Ven.
¡Joder! ¡Quería abrazarle otra vez! Pues muy bien: ¡dale un abrazo, imbécil! ¡Esto es señal de que quiere estar de tu parte! ¡Abrázala, te lo estás jugando todo! Sí, pero… ¡llevo el micro y el magnetofón! ¡Tengo unos bultos sospechosos! ¡Una bala vergonzosa en el pecho! ¡Una bomba deshonrosa en los riñones! Además, ¿qué querrá hacer después? ¿Se me llevará a la cama? ¿Y entonces, qué ocurrirá entonces? Está muy claro… ¡Santo Dios, tío! ¿No lo ves? Su mirada está diciéndote: «¡Soy toda tuya!» ¡Te la puedes tirar ahora mismo! ¡No desdeñes esta oportunidad! ¡Haz algo!
Se puso en pie. Y avanzó hacia el placer. De hecho, adoptó una posición forzada, de forma que el pecho no rozara a Maria y evitando también que sus riñones estuviesen al alcance de las manos de ella. Era como si un anciano estuviese intentando alcanzar un objeto situado al otro lado de una cerca. Tuvo que bajar mucho la cabeza para besarla, y torcerla, de modo que el mentón le rozaba la clavícula.
—Sherman —dijo ella—. ¿Qué te pasa? ¿Te ocurre algo en la espalda?
—No.
—Estás medio encorvado.
—Lo siento.
Sin soltarle los hombros, Sherman giró lateralmente e intentó continuar el abrazo de este modo.
—¡Sherman! —Maria retrocedió un poco—. ¡Estás todo tú torcido! ¿Qué te pasa? ¿No quieres que te toque?
—¡No! ¡No es eso! Sólo que… debo de estar muy tenso. No te imaginas todo lo que he tenido que soportar. —Sherman decidió forzar la nota—. No sabes cuánto te he echado de menos, cuánto te he necesitado.
Ella le escrutó un momento, y luego le dirigió la mirada más extraordinariamente cálida, húmeda, labial, que se pueda imaginar.
—Pues bien —dijo Maria—. Aquí estoy.
Volvió a acercársele. Sherman estaba por fin dispuesto. ¡Nada de retorcimientos, gilipollas! ¡Nada de escaqueos! Tendría que aceptar el riesgo… Seguramente el micro abultaba tan poco que ella no lo notaría, sobre todo si la besaba… si la besaba febrilmente. Los brazos de Maria le rodearían el cuello. Mientras se mantuvieran ahí arriba, no había peligro de que ella notara lo que llevaba en los riñones. Sus cuerpos estaban apenas a un par de centímetros de distancia. Sherman deslizó sus brazos bajo los de ella, para asegurarse de que Maria le abrazaba por el cuello. Él la abrazó por los omóplatos, para impedirle bajar los brazos. Un poco forzado, pero serviría.
—Oh, Maria…
No era nada corriente en él eso de soltar esta clase de gemidos apasionados, pero seguramente también serviría.
Sherman la besó. Cerró los ojos para que todo pareciese muy sincero, y se concentró en mantener bien alta la tenaza de sus propios brazos. Notó el contacto de una piel ligeramente mezclada con el carmín y la saliva, y notó también el aliento de Maria, portador del olor a hierbas recicladas de la ginebra.
Alto ahí. ¿Qué estaba haciendo Maria? ¡Estaba deslizando los brazos por encima de los de él, bajándolos hacia sus caderas! Sherman elevó los codos y tensó los bíceps para impedir que, sin que se notara más de la cuenta, Maria pudiese llevar a cabo su propósito. ¡Demasiado tarde! La manos de Maria se apoyaron en sus caderas, trataban de apretarle contra ella. ¡Menos mal! ¡No tiene los brazos lo suficientemente largos! ¿Y si metía la mano hacia sus riñones? Sacó el trasero para afuera, todo lo que pudo. Si los dedos de Maria perdían el contacto con sus caderas, tal vez ella acabase abandonando. ¡Eh! ¿Dónde están sus dedos? Durante unos momentos no notó nada. Luego… algo en su cintura, por los costados. ¡Mierda! Para salvarse, no le quedaba otro remedio que confundirla. Maria se retorcía rítmica y apasionadamente en aquella atmósfera herbácea de la ginebra. Él se retorció a su vez, intentó separar lateralmente las caderas, sacudirse sus manos de encima. ¡Había vuelto a perder los dedos de Maria! ¿Dónde estaban? Todas las fibras nerviosas del cuerpo de Sherman se encontraban en estado de alerta roja, tratando de detectar su presencia. De repente los labios de Maria dejaron de retorcerse. Los labios de los dos seguían juntos, pero el motor se había detenido. Maria separó su boca y retiró unos centímetros la cabeza, y de repente Sherman vio tres ojos flotando delante de su cara. Los brazos de Maria aún le rodeaban. A Sherman no le gustó la mirada de aquellos ojos.
—Sherman… ¿Qué llevas en la espalda?
—¿Mi espalda? —Intentó moverse, pero ella le tenía bien sujeto, le rodeaba con los brazos.
—Tienes un bulto, algo metálico… ¿Qué llevas en la espalda?
Ahora Sherman podía notar la presión de las manos de Maria: ¡justo sobre el magnetofón! Sherman intentó girar un poco hacia un lado, hacia el otro, pero ella no retiraba la mano de ahí. Probó a dar una sacudida muy brusca. ¡Inútil! ¡Estaba muy bien agarrada!
—Sherman. ¿Qué es eso?
—No lo sé. El cinturón… La hebilla… No lo sé.
—¡Cómo vas a tener la hebilla en la espalda!
Maria se separó de él, pero sin soltar lo que tan bien tenía cogido con la mano.
—¡Maria! ¡Qué haces!
Sherman se inclinó lateralmente, arqueándose, pero Maria giró hasta ponerse a su espalda, como si aquello fuese un combate de lucha libre y ella se aprestase a hacerle una llave por detrás. Sherman llegó a entrever un momento el rostro de Maria. Media sonrisa… media mueca ceñuda… La luz del descubrimiento repentino.
Sherman giró sobre sus talones y logró soltarse. Ella le miró cara a cara.
—¡Sherman! —Shuhmun. Una sonrisa interrogadora, apenas una pausa en espera del momento adecuado para lanzar el grito acusador. Lentamente—: Quiero saber… qué llevas en la espalda.
—Por Dios, Maria, ¿se puede saber qué te pasa? No es nada. Serán los botones de los titantes… yo qué sé.
—Sherman… Quiero verlo.
—¿Qué quieres ver?
—Quítate la americana.
—¿Cómo?
—Que te la quites. Quiero verlo.
—Qué bobada.
—Sherman, en esta casa te has quitado muchas veces la americana, y muchas cosas más. Venga.
—Por favor, Maria. No te pongas así.
—No me pondré de ninguna forma si me dejas ver lo que llevas en la espalda.
—Maria, por favor —en tono suplicante—. Hace demasiado que nos conocemos para ponemos a jugar a según qué cosas.
Maria se le acercó, con aquella sonrisa tan horrible en el rostro. ¡Estaba dispuesta a comprobarlo por sí misma! Sherman dio un salto lateral. Ella le persiguió, pero él volvió a escabullirse.
Una sonrisa pretendidamente juguetona:
—Maria… ¿qué haces?
Ella, empezando a respirar pesadamente:
—¡Quiero verlo!
Se lanzó contra él. Sherman no logró escapar. Maria le palpó el pecho… ¡intentaba abrirle la camisa! Sherman cruzó los brazos en aspa, como una doncella tímida.
—¡Maria!
—¡Llevas algo escondido! —Empezaban los gritos acusadores—. ¡Llevas algo escondido!
—A ver, tranquilízate…
—¡Llevas algo escondido! ¿Qué tienes ahí, debajo de la camisa?
Maria se lanzó de nuevo sobre él. Sherman se escabulló pero, antes de que se diera cuenta, Maria ya se había colocado a su espalda. Metió las manos debajo de la americana, agarró con todas sus fuerzas el magnetofón, que todavía se encontraba bajo la camisa, la cual estaba aún metida dentro del pantalón. Maria estaba arrancándoselo todo.
—¡Un cable, Sherman!
Sherman sujetó con fuerza la muñeca de Maria para impedirle que tirase del cable. Pero la mano de Maria estaba debajo de la americana, y la de Sherman actuaba por encima de la americana. Sherman se puso a dar saltos por toda la habitación, sin soltar aquella mano furiosa y fuerte que serpenteaba debajo de la americana.
—¡Serás hijo de puta! ¡Esa cosa va conectada a un cable!
María iba escupiendo las palabras a modo de gruñidos entrecortados, sin dejar de seguir los brincos que daba Sherman, pegada a él. Sólo el cansancio impedía que Maria gritase como si estuviesen a punto de asesinarla.
Sherman consiguió por fin sujetarle mejor la muñeca. Intentó forzarla a soltar lo que había agarrado. Apretó… con todas sus fuerzas.
—¡Me haces… daño!
Sherman apretó más aún.
Maria emitió un gritito, y soltó su presa. Durante un momento Sherman se quedó paralizado al ver la furia que mostraba el rostro de ella.
—¡Sherman… asqueroso traidor hijoputa!
—Te juro, Maria…
—¿Qué pretendes jurar?
Maria saltó de nuevo sobre él. Sherman se apartó hacia la puerta, tratando de salir corriendo, pero ella logró agarrarle de la manga y la espalda de la americana. Sherman intentó soltatse. La manga empezó a ceder a los tirones de Maria. Con todas sus fuerzas, arrastrándola en pos de sí, Sherman fue avanzando hacia la puerta de la escalera. Notaba que el magnetofón brincaba sobre sus riñones, medio desprendido. Por fin asomó por debajo de la americana y de los faldones de la camisa, y quedó colgando de un cable a su espalda.
Lo siguiente fue una confusión de seda negra y un golpe sordo. Maria estaba en el suelo. Se le había roto uno de los tacones, y había caído. Sherman corrió hacia la puerta. Tenía la americana a medio quitar, a la altura de los codos.
Salió al rellano. Oyó los sollozos de Maria, y luego un aullido:
—¡Eso! ¡Corre! ¡Lárgate con la cola entre las piernas!
Era una descripción exacta. Bajaba atropelladamente los peldaños, con el magnetofón colgándole del cable por entre las piernas. Ignominiosamente. Se sintió más avergonzado que un perro.
Cuando llegó al portal ya había comprendido: por culpa de su estupidez y de su incompetencia y de su lujuria, había perdido su última oportunidad.
Ay, pobre Amo del Universo.