28. Hacia un mundo mejor

—Escúchame bien, Sherman. ¿Crees que a ella le importa de verdad, a estas alturas, que tú seas o no un caballero? ¿Crees que arriesgará sus intereses personales voluntariamente, sólo para echarte una mano a ti? Joder, Sherman, ni siquiera querrá hablar contigo.

—Hombre, no sé…

—Yo sí que lo sé. ¿Todavía no lo comprendes? Se casó con Ruskin, ¿no?, ¿y crees que era amor lo que sentía por él? Te apuesto lo que quieras a que antes de comprometerse estudió sus cuentas bancarias.

—Puede que tengas razón. Pero eso no me autoriza a actuar según de qué modo. ¡Estamos hablando de un funeral, del funeral de su marido!

—Llámale funeral o como te dé la gana —dijo Killian, riendo—. Para ella es como si acabase de llegar Papá Noel.

—Pero… hacerle eso a una viuda, nada menos que el día del funeral de su marido… ¡Prácticamente encima del cadáver…!

—Muy bien. Voy a planteártelo de otra forma. ¿Qué quieres? ¿Que te concedan una medalla de oro al comportamiento más ético… y que te la impongan el día de tu propio funeral?

Killian tenía los codos en los brazos de su asiento. Ahora se adelantó para apoyarse en el escritorio, y luego inclinó la cabeza a un lado, como diciendo: «¿Qué contestas, Sherman? No te he oído bien.»

Y en ese preciso instante Sherman tuvo una visión: vio aquel sitio, les vio a ellos. Si tenía que ir a la cárcel, aunque sólo fuera por unos meses… Prefería no pensar en la posibilidad de que fueran algunos años

—Como mínimo, tienes la absoluta seguridad de que en ese momento podrás verla —dijo Killian—. Por fuerza tiene que acudir al funeral de su jodido esposo. La tendrás frente a frente cuando se despida el luto.

Sherman bajó la vista y cedió:

—De acuerdo. Lo haré.

—Créeme —dijo Killian—, es absolutamente legal, y, en tus circunstancias, absolutamente justo. No es que quieras hacerle daño a Maria Ruskin. Sólo tratas de protegerte a ti mismo. Tienes todo el derecho del mundo.

Sherman alzó la vista, miró a Killian y asintió con la cabeza, como si estuviera dando su consentimiento para la llegada del fin del mundo.

—Mejor será que nos pongamos manos a la obra —dijo Killian—, antes de que Quigley salga a comer. Él se encarga siempre de la electrónica.

—¿Lo hacéis a menudo?

—Ya te he dicho que en estos momentos es una técnica de lo más corriente. No es que lo anunciemos a la prensa, pero lo hacemos cada día. Voy a por Quigley.

Killian se puso en pie y salió hacia el pasillo. Los ojos de Sherman erraron por el espantoso interior del pequeño despacho. ¡Qué inexpresablemente sombrío! Y, sin embargo, allí estaba él. Era su último reducto. Sí, allí estaba, por su propia voluntad, esperando que le colocaran unos artilugios electrónicos gracias a los cuales robaría, mediante un sucio engaño, el testimonio de una persona a la que había amado. Asintió con la cabeza, como si hubiese otra persona en aquel despacho, y ese gesto significaba: «Sí, pero eso es lo que voy a hacer.»

Killian regresó acompañado de Quigley. Éste llevaba en la cadera izquierda un revólver del 38 metido en una funda, con la culata apuntando hacia adelante. Traía un attaché. Sonrió a Sherman con la brusquedad de quien quiere ponerse manos a la obra.

—Bien —le dijo Quigley a Sherman—, tendrá que quitarse la camisa.

Sherman obedeció. La vanidad física de los varones no conoce límites. Lo primero que le preocupó a Sherman fue que los perfiles de sus músculos pectorales, abdominales y tríceps se marcaran lo suficiente como para impresionar a los otros dos hombres que estaban con él. Durante un instante esta idea borró todo lo demás. Sherman sabía que, extendiendo los brazos hacia abajo, como si los dejara caer a los costados, los tríceps se flexionarían.

—Le pondré el magnetofón en los riñones. Con la americana no se le notará. Llevará americana, ¿no?

—Sí, claro.

—Perfecto. Así no habrá ningún problema.

Quigley puso una rodilla en tierra, abrió su attache, y sacó los cables y el magnetofón, que era del tamaño de un mazo de naipes. El micrófono era un cilindro gris, pequeño como una goma de borrar de las que algunos lápices llevan sujetas a un extremo, bajo una arandela metálica. Quigley empezó fijando el magnetofón a la espalda de Sherman por medio de unos esparadrapos. Luego le pegó los cables de forma que, rodeando la cintura por un lado, subieran luego por su abdomen, ascendieran por el canal central de los pectorales hasta la punta superior del esternón, y fijó el micrófono a esta última altura.

—Muy bien —dijo—. Queda lo suficientemente hundido como para que no se le note, sobre todo si lleva corbata.

Sherman se tomó estas palabras como un cumplido. Queda lo suficientemente hundido… entre esas enormes masas musculares de mi varonil pecho

—De acuerdo —dijo Quigley—. Ya puede ponerse la camisa. Vamos a probar qué tal funciona.

Sherman se puso la camisa, la corbata y la americana. Bien… ya le habían cableado… Notaba la frialdad del metal en los riñones y en lo alto del esternón… Se había convertido en un animal detestable… en un… Pero detestable no era más que una palabra. Ahora que se había convertido en una criatura de esa especie, ya no sentía ninguna mala conciencia. El miedo había introducido rápidos cambios en su geografía moral.

—Vale —dijo Killian—. Ahora estudiaremos lo que tienes que decir. De hecho, sólo necesitamos de ella un par de declaraciones, pero has de saber exactamente cómo lograr que las haga. ¿Vale? Empecemos.

Le señaló la silla de plástico, y Sherman se sentó, dispuesto a aprender el varonil arte del engaño. «Nada de engaños —se dijo a sí mismo—. Se trata de la verdad.»

Aunque hacía ya muchos años que la empresa de Harold A. Burns era la más importante de todo Nueva York en el sector de las pompas fúnebres, Peter Fallow no había entrado nunca en aquellos locales. Las puertas color verde oscuro que daban a Madison Avenue estaban enmarcadas por unas señoriales pilastras. Pero el vestíbulo de entrada apenas medía diez metros cuadrados. No obstante, en cuanto Fallow entró allí se sintió embargado por una sensación abrumadora. La luz de aquel pequeño cuartito era deslumbrante, tanto que ni siquiera sintió deseos de averiguar de dónde salía, por temor a que le dañara la vista. Un hombre calvo vestido con un traje gris marengo le entregó un programa de mano a Fallow y le dijo:

—Firme el registro, por favor.

Sobre un podio, efectivamente, había dispuesto un enorme volumen sobre cuyas páginas abiertas colgaba, de una cadenilla de latón, un bolígrafo. Fallow escribió su nombre al pie de la larga lista.

Cuando sus ojos fueron acostumbrándose a la luz, descubrió que, desde el otro lado de un portal que daba al vestíbulo, alguien estaba mirándole. No era solamenre una persona, sino varias… no eran varias… ¡sino toda una multitud! El portal daba a una breve escalera. ¡Había tantísimos ojos mirándole…! Las personas que acompañaban el féretro estaban sentadas en un lugar cuyo aspecto recordaba una capilla de iglesia, y todos le miraban. Los bancos, también como de iglesia, estaban orientados hacia un estrado delante del cual había sido colocado el ataúd. Debido a la peculiar disposición del vestíbulo y la capilla, los ocupantes de este último recinto podían ver perfectamente a todos los que iban llegando, con sólo volver la cabeza hacia ese lado. ¡Naturalmente! Esto era Manhattan. ¡Upper East Side! El difunto, ese ser querido que reposa en la caja de madera, ay, ya se ha despedido de todo, el pobrecillo. Pero los que siguen vivitos y coleantes… Son otra cosa. ¡Ellos siguen brillando con la intensísima potencia de la mejor sociedad de Nueva York! ¡Ellos no se van, sino que han venido, para brillar con luz propia! De modo que ¡iluminémoslos, dejemos que proyecten su brillantez!

Siguieron llegando más invitados. El barón Hochswald, Nunnally Voyd, Bobby Shaflett, Red Pitt, Jackie Balch, los Bavardage, todos, tout le monde, los selectísimos pobladores de las columnas de cotilleo iban entrando en el iluminadísimo vestíbulo con expresiones tan forzadamente entristecidas que Fallow tuvo que contener la carcajada más de una vez. Todos y cada uno de ellos iban poniendo su nombre en las páginas del registro, con actitud solemne, y Fallow pensó que, antes de irse, le echaría una buena ojeada a esa lista.

Al poco rato la capilla estaba llena a rebosar. Oleadas de susurros recorrían la multitud. Se abrió una puerta lateral, junto al estrado. A fin de no perderse detalle, todos los presentes fueron poniéndose en pie. Fallow les imitó.

Bien, ahí estaba ella… o eso al menos supuso Fallow. Al frente de la procesión iba la Morena Misteriosa, la viuda de Ruskin. Era una mujer de muy buen tipo que vestía un traje de seda negra con mangas largas y hombreras anchísimas, blusa de seda negra, y un sombrero negro parecido a un fez y del que colgaba un voluminoso velo negro. Aquella indumentaria debía de haberle costado el equivalente de los beneficios de un charter entero a La Meca. La acompañaba media docena de personas. Los dos hijos que Ruskin había tenido en su primer matrimonio, que eran dos hombres maduros y que, por su edad, hubiesen podido ser padres de Maria Ruskin. Una cuarentona que podía ser la hija que Ruskin tuvo en su segundo matrimonio. Una anciana, quizá hermana de Ruskin, más otros dos hombres y otras dos mujeres cuya identidad Fallow desconocía por completo. Todos ellos se sentaron en primera fila, junto al ataúd.

Fallow se encontraba en el extremo diagonalmente opuesto al rincón por donde habían llegado Maria Ruskin y sus acompañantes, que seguramente sería también el lugar por donde se iría todo ese grupo cuando terminase el funeral. Tendría que utilizar toda la grosera agresividad del periodista si quería sacar algo en limpio. Y se preguntó si la viuda habría contratado guardaespaldas o algo así para protegerse de la prensa.

Un caballero alto, delgado y pulcrísimo subió al estrado y se dirigió al podio. Iba vestido de elegante luto, con un traje cruzado azul marino, corbata negra, camisa blanca y zapatos negros de punta afilada. Fallow le echó una ojeada al programa que le habían dado. Al parecer, el orador era un tal B. Monre Griswold, director del Museo Metropolitano de Bellas Artes. Después de sacarse del bolsillo de la pechera unas gafas de media luna, preparó unas hojas, bajó la vista, alzó la vista, se quitó las gafas, hizo una pausa y, en tono aflautado, dijo:

—No nos hemos reunido aquí para llorar la pérdida de Arthur Ruskin, sino para celebrar la plenitud… la tremenda generosidad de su magnífica vida.

Esta tendencia norteamericana al sentimentalismo y lo personal siempre hacía que a Fallow se le pusieran los pelos de punta. Los yanquis no eran siquiera capaces de permitir que sus muertos se fueran de este mundo con dignidad. Todos los presentes en la capilla se disponían a disfrutar del espectáculo. Fallow lo veía venir: el patetismo lacrimógeno, el babeo tristón. Era suficiente como para que un inglés sintiera nostalgia de la iglesia anglicana, en la que tanto la muerte como los momentos culminantes de la vida recibían un tratamiento mucho más elevado, impersonal y ceremonioso.

Los sucesivos oradores encargados de verter elogios sobre la personalidad de Ruskin emplearon en sus alocuciones todo el mal gusto y la falta de ingenio que Fallow se había temido. Habló un senador del estado de Nueva York, Sidney Greenspan, cuyo acento, incluso comparado con la media norteamericana, resultaba repulsivo. Este individuo trató de subrayar la importancia que habían tenido las donaciones de Ruskin para las campañas de la Unidad Judía, lo cual no armonizaba demasiado bien con la reciente noticia según la cual el imperio económico de Ruskin se basaba en los vuelos charter de musulmanes a La Meca. Al senador le siguió Raymond Radosz, uno de los socios de Ruskin, que comenzó su intervención de forma no del todo desagradable, contando cierta anécdota de la época en la que ambos estaban en quiebra, pero luego se lanzó a hacer un embarazoso panegírico de Rayan Equities, la sociedad de cartera que encabezaban ambos, y de la cual dijo que serviría para mantener vivo el espíritu de Artie —le llamaba Artie—, en la medida en que los bonos siguieran siendo convertibles. Intervino luego un pianista de jazz, «el preferido de Artie», un tal Manny Leerman, que interpretó un poutpourri de «las canciones favoritas de Artie». Manny Leerman era un obeso pelirrojo que llevaba un traje cruzado con un dibujo del tipo llamado huevo-de-petirrojo, y que sólo con cierto esfuerzo logró, una vez sentado al piano, desabrocharse para evitar así que el cuello del traje no se encabalgase sobre el de la camisa. Las canciones favoritas de Arthur Ruskin eran «Septiembre bajo la lluvia», «El día me resulta corto (cuando estoy contigo)» y «El vuelo de Burablebee». El pelirrojo pianista interpretó esta última tonada con un estilo efusivo mas no inmaculado. Terminada su actuación, hizo girar su asiento ciento ochenta grados pues sólo cuando ya era demasiado tarde recordó que su actuación no se había producido en un club, y que el público no iba a obligarle a saludar con sus aplausos. Se abrochó de nuevo la americana cruzada y abandonó finalmente el escenario.

Luego apareció el principal orador, Hubert Birnley, el conocido actor de cine, quien había decidido aparentemente que hacía falta añadirle una nota ligera al acto, referirse al lado humano de Arthur, el gran financiero y rey de los charters mahometanos. Pero se enredó a mitad de camino con una anécdota que giraba principalmente en torno a los problemas que los sistemas de filtrado de agua les causan a los propietarios de piscinas particulares en Palm Springs, California. Terminó su número llevándose el pañuelo a los ojos en el momento de abandonar el estrado.

El programa se cerraba con la participación de Myron Branoskowitz, un miembro de la Congregación Achlomoch'om de Bayside, Queens. Era éste un joven gigantesco, de ciento veinte kilos de peso por lo menos, que inició un cántico hebreo con su potente y clara voz de tenor. Gradualmente, sus lamentaciones fueron cobrando mayor volumen. Y acabaron siendo interminables e incontenibles. Su voz se lanzaba a emitir temblores y vibratos, y, cada vez que podía elegir entre terminar una frase en una octava alta o baja, siempre elegía la alta, como un cantante de ópera, y exhibía de esta manera su virtuosismo. Es más, hizo que su voz sollozara de una manera que hubiese avergonzado al más lacrimoso Pagliaccio. Los presentes se mostraron al principio impresionados. Luego, conforme la voz aumentaba su potencia, parecieron sorprendidos. Y terminaron por adoptar expresiones de preocupación en cuanto vieron que el joven se iba hinchando sin parar, como una rana. Fallow comprobó que luego se miraban los unos a los otros, como si cada uno de ellos quisiera saber si su vecino era de la misma opinión, a saber: «Este chico está chiflado.» La voz creció más y más, y alcanzó unas notas que ya comenzaban a rozar el gorgorito tirolés, cuando de repente se sumergieron en una gama más baja, acompañada de sollozantes vibratos a los que puso punto final una brusca y definitiva interrupción.

El funeral había concluido. Los presentes esperaron unos segundos, pero Fallow entró inmediatamente en acción. Se deslizó hasta el pasillo y, un poco encorvado, avanzó hacia la primera fila. Se encontraba aún a diez o doce filas de la presidencia cuando otra figura le imitó, unos pasos delante de él.

Era un hombre de traje azul marino, sombrero flexible y gafas oscuras. Fallow apenas llegó a verle un instante de perfil… la poderosa frente… el mentón… Era Sherman McCoy. Sin duda, se había puesto sombrero y las gafas para que nadie le reconociese. Ante la sorpresa de Fallow, McCoy llegó al primer banco y se metió entre los familiares que presidían el acto. Fallow siguió sus pasos. Durante un momento le vio otra vez. Era, sin duda, McCoy.

La muchedumbre había iniciado el clásico amontonamiento y parloteo con que suelen concluir estos actos, dando rienda suelta a todo lo que habían tenido que contener durante treinta o cuarenta minutos en señal de respeto por un hombre rico que, cuando aún vivía, jamás les había parecido especialmente agradable o simpático. Un empleado de la empresa de pompas fúnebres mantenía abierta la puertecilla lateral por la que la viuda de Ruskin tenía que salir. McCoy andaba casi pisándole los talones a un hombre alto que, según pudo confirmar ahora Fallow, era Monte Griswold, el maestro de ceremonias. Los oradores que habían intervenido en el acto charlaban con los parientes más próximos del difunto, mientras que McCoy y Fallow quedaban ahora confundidos entre las filas de hombres de traje azul marino y mujeres de vestido negro. Fallow cruzó los brazos para ocultar así los botones plateados de su blazer, pues temía que pareciesen un detalle fuera de lugar.

No encontró dificultades. El empleado de la funeraria sólo estaba interesado en pastorear hacia el otro lado de la puertecilla a todo aquel que pretendiera colarse por allí. Una vez cruzado el estrecho hueco, unos peldaños ascendían hacia una serie de habitaciones cuyo aspecto recordaba al de un pequeño apartamento. La gente se congregó en una salita de espera decorada con pantallas en forma de globo y con las paredes forradas de telas enmarcadas con listones de madera dorada, al estilo decimonónico francés. Todo el mundo iba dándole su condolencia a la viuda, casi invisible tras la muralla de trajes azul marino. McCoy permanecía en una esquina, con las gafas oscuras puestas. Fallow se mantuvo siempre junto a él.

Hubert Birnley hablaba con su gorgoteo de barítono en algún rincón, y, como era de suponer, estaba diciéndole a la viuda las frases adecuadas en estos casos, con una triste pero encantadora sonrisa estilo Birnley en los labios. Luego le correspondió el turno al senador Greenspan, y desde todos los rincones se pudo oír su voz gutural pronunciando las frases adecuadas en estos casos, aunque salteadas con alguna que otra frase inadecuada. Y después fue Monte Griswold, diciéndole a la viuda cosas impecables, por supuesto, y escuchando de ella su agradecimiento por lo bien que había desempeñado su papel de maestro de ceremonias. Monte Griswold se despidió de la viuda de Ruskin y, ¡zas!, McCoy se encontró por fin cara a cara con ella. Fallow estaba justo detrás de McCoy y llegó a entrever los rasgos de Maria Ruskin a través del velo, ¡joven y guapa! ¡Una mujer increíble! Su uniforme de viuda acentuaba la redondez de sus pechos y perfilaba claramente la configuración de su vientre. Miraba a McCoy a los ojos. McCoy se inclinó hacia su rostro, tanto que Fallow creyó que iba a besarla. Pero sólo le estaba hablando en voz baja. La viuda de Ruskin contestó, también en susurros. Fallow se acercó un poco más, pegadísimo a McCoy.

No acababa de entenderlo… Una palabra aquí, otra allá… «aclarar»… «esencial»… «los dos»… «coche»…

Coche. En cuanto oyó esta palabra, Fallow experimentó esa sensación que todo periodista anhela tener. Antes de que el cerebro haya podido digerir lo que los oídos acaban de oír, una alarma pone en alerta roja todo su sistema nervioso. ¡Una noticia! Se trata simplemente de algo que ocurre en las neuronas, pero esa sensación es tan palpable como cualquiera de las que nos proporcionan los cinco sentidos. ¡Una noticia!

Maldita sea. McCoy hablaba otra vez en susurros. Fallow se inclinó hacia adelante, un poco más… «el otro»… «rampa»… «patinó»…

¡Rampa! ¡Patinó!

La voz de la viuda creció de volumen.

—Shuhmun. —Parecía que le llamase Shuhmun—. ¿No podríamos discutirlo en otro momento?

El acento de aquella mujer era tan endiabladamente cerrado que Fallow tardó unos momentos en entender lo que había podido oír perfectamente.

Ahorta fue McCoy quien alzó la voz:

…tiempo, Maria!

Y, a continuación:

—… estabas conmigo… ¡Eres mi único testigo!

—No puedo pensar en todo eso ahora, Shuhmun. —El mismo acento horrible, la misma voz tensa, la misma forma de terminar las frases con un estremecimiento laríngeo al final—. ¿No lo entiendes? ¿Te das cuenta de dónde estamos? Mi esposo ha muerto, Shuhmun.

La viuda bajó la vista y su cuerpo comenzó a estremecerse con suaves sollozos. Inmediatamente apareció a su lado un hombre fornido. Era Raymond Radosz, uno de los que habían intervenido desde el estrado.

Más sollozos. McCoy se alejó de allí rápidamente, camino de la salida. Fallow le siguió al principio, pero luego dio media vuelta. La noticia estaba ahora en la viuda de Ruskin.

Rasdosz la abrazaba con tanta fuerza que las voluminosas hombreras del vestido de luto se doblaron por la mitad. Maria Ruskin estuvo a punto de perder el equilibrio.

—Muy bien, pequeña —dijo él—. Eres una chica valiente, y sé muy bien cómo te sientes, porque Artie y yo pasamos juntos muchas vicisitudes. Desde una época tan remota que tú ni siquiera habías nacido aún, seguramente. Y te aseguro una cosa. Artie hubiese disfrutado con este funeral. Te lo aseguro. Le hubiese encantado, sobre todo que haya venido el senador y tanta gente…

Esperó un momento, creyendo que iban a hacerle algún cumplido.

La viuda de Ruskin contuvo su dolor. Adoptó una actitud distante y fría, tal vez porque parecía la única forma de librarse de tanto afecto.

—Le hubiese gustado sobre todo ver que has venido tú, Ray —dijo Maria Ruskin—. Tú le conocías mejor que nadie, y tú has hablado mejor que nadie. Sé que Arthur descansa en paz. Tú mismo lo has dicho.

—Ay, en fin, gracias, Maria. ¿Sabes una cosa? Cuando hablaba ahí dentro, podía ver a Arthur delante de mí. No he tenido que pensar mis palabras. Las he dicho tal como me han salido.

Por fin se alejó de allí, y Fallow ocupó su lugar. La viuda le dirigió una sonrisa, en absoluto desconcertada pese a no saber quién era.

—Soy Peter Fallow —dijo él—. Seguramente ya sabe usted que yo estaba con su marido en el momento de su muerte.

—Ah, sí —dijo ella, dirigiéndole una mirada interrogadora.

—Sólo quería que supiese usted que no sufrió —dijo Fallow—. Perdió la conciencia de repente. Todo ocurrió en un instante. —Fallow alzó las manos, en un ademán de impotencia—. Quería que supiese que se hizo todo lo humanamente posible, me parece. Intenté hacerle la respiración artificial, y la policía se presentó allí rápidamente. Ya sé que a veces uno se pregunta por todo eso, y quería que usted supiese la verdad. Simplemente, tuvimos una excelente conversación mientras nos tomábamos una cena excelente. Lo último que recuerdo es la maravillosa risa de su marido. Debo decirle, con la mayor honestidad, que hay formas mucho peores de… Ha sido una pérdida terrible, pero su final no fue terrible. En absoluto.

—Gracias —dijo ella—. Es muy amable por su parte el haber venido a contarme todo eso. Me he reprochado a mí misma el hecho de haber estado tan lejos de él cuando…

—No tiene nada que reprocharse —dijo Fallow.

La viuda alzó la mirada y le sonrió. Fallow notó cierto destello en los ojos de Maria Ruskin, y una curva especial que esbozaron sus labios. Aquella mujer era capaz de dotar de coquetería incluso las palabras de agradecimiento de una viuda.

Sin cambiar el tono de voz, Fallow añadió:

—No he podido evitar el ser testigo de su conversación con Mr. McCoy.

La viuda le escuchaba sonriendo con los labios levemente entreabiertos. Lo primero que ocurrió fue que esa sonrisa se esfumó de golpe. Lo segundo, que los labios se cerraron.

—De hecho, no he podido evitar que llegara a mis oídos su conversación —dijo Fallow. Luego, adoptando una expresión animada y amable, y empleando un acento de inglés que vive un relajado fin de semana, como si estuviera interesándose por la lista de invitados a una cena, añadió—: Tengo entendido que estaba usted con Mr. McCoy cuando ocurrió aquel desafortunado accidente en el Bronx.

Los ojos de la viuda se convirtieron en un par de brasas.

—Y confiaba en que quizá estuviera usted dispuesta a contarme qué pasó exactamente.

Maria Ruskin le miró fijamente durante un momento más, y luego, hablando con los labios tensos, le dijo:

—Mire, Mr… Mr…

—Fallow.

—Mr. Metomentodo. Esto es el funeral de mi esposo, y me desagrada su presencia. ¿Entendido? Así que largúese. Desintégrese.

Dicho esto, Maria Ruskin dio media vuelta y se acercó a un grupo de trajes azul marino y vestidos negros.

Al salir de la empresa de pompas fúnebres, Fallow sentía aún el vértigo que le producía la información que acababa de obtener. La noticia existía no sólo en su cerebro sino que también habitaba su plexo solar y toda su piel. Era como una corriente torrencial que circulaba intensamente por todos los axones y todas las dendritas de su cuerpo. En cuanto se sentara al ordenador, la información le saldría de las yemas de los dedos configurada y completa. Ya no tendría que deducir, especular, imaginar que la Morena Misteriosa era la guapísima y ahora fabulosamente rica y alegre viuda de Ruskin. Porque McCoy en persona había dicho que así era. «¡Eres mi único testigo!» La viuda de Ruskin había mantenido los labios cerrados, pero no lo había negado. Tampoco lo había negado cuando el gran periodista, el gran Fallow, cuando yo… cuando yo… cuando yo… ¡Exacto! Escribiría la noticia en primera persona: Otra exclusiva en primera persona, COMO MORIR EN NUEVA YORK. Yo, Fallow… Santo Dios, cómo ansiaba sentarse al ordenador! ¡Qué lujurioso deseo de sentarse al ordenador! La noticia vibraba en sus pensamientos, en su corazón, en sus mismísimas partes.

Pero se forzó a detenerse junto al registro del vestíbulo, en donde copió los nombres de todas las personas famosas que le habían dado su pésame a la adorable viuda del rey judío de los vuelos charter para musulmanes, sin sospechar en absoluto la existencia de aquel drama que estaba desplegándose bajo sus salaces narices. Pronto, sin embargo, se enterarían de todo. ¡Yo, Fallow!

Una vez en la acera se encontró con grupos formados por aquellos mismos personajes brillantes que, en su mayor parte, sostenían ese tipo de exuberantemente sonrientes conversaciones que los neoyorquinos no pueden evitar cada vez que se produce un acontecimiento que subraya el elevado nivel social que ocupan. En este sentido, los funerales no constituían ninguna excepción. El voluminoso cantante, Myron Branoskowitz, charlaba con un hombre mayor que él, un tipo de aspecto severo cuyo nombre acababa de ser copiado por Fallow en el registro: Jonathan Buchman, director ejecutivo de Columbia Records. El cantante hablaba animadamente. Sus manos llevaban a cabo breves vuelos por el aire. La expresión de Buchman era rígida, como si estuviese paralizada por la sonora logorrea que le estaban vomitando en pleno rostro.

—¡Todo resuelto! —decía el cantante. Aquello fue casi un grito—. ¡Absolutamente todo resuelto! ¡Ya tengo los cassettes! ¡He cantado todos los estándar de Caruso! ¡Mañana mismo puedo llevárselos a su despacho! ¿Podría darme una tarjeta suya?

Lo último que Fallow vio, antes de irse, fue a Buchman sacando una tarjeta del interior de una elegante cartera de piel de lagarto, mientras Branoskowitz, el cantante, añadía con la misma sonora entonación de antes:

—¡También tengo grabados los estándar de Mario Lanza! ¡Canto todo lo de Mario Lanza! ¡Quiero que los escuche!

—Hombre…

—¡Todo resuelto!