Los manifestantes se esfumaron tan rápidamente como habían aparecido. Las amenazas de muerte habían cesado. Pero ¿por cuánto tiempo? Sherman tenía que contrapesar ahora el miedo a morir con el miedo a la bancarrota. Y llegó a una solución de compromiso. Dos días después de la primera manifestación redujo a sólo dos el número de guardaespaldas. Uno para el apartamento, y el otro para la casa de sus padres.
No obstante… ¡Qué hemorragia de dinero! Dos guardaespaldas las veinticuatro horas del día, a veinticinco dólares la hora cada uno de ellos, suponía un total de 1.200 dólares diarios… 438.000 dólares al año… ¡Una hemorragia mortal!
Al cabo de otro par de días, Sherman tuvo agallas suficientes como para no faltar a una cita. Un compromiso aceptado por Judy hacía casi un mes: la cena en casa de los Di Ducci.
Cumpliendo la palabra que le había dado, Judy había hecho cuanto estaba en su mano por ayudar a Sherman. Y, cumpliendo también su palabra, su ayuda no había incluido ni la más mínima muestra de afecto. Judy se comportaba como un contratista de obras que, forzado por el sórdido destino, se ve obligado a trabajar en colaboración con su competidor más desleal… Mejor eso que nada, tal vez… Y fue de acuerdo con esta actitud mental como Judy y Sherman planearon su regreso a la Sociedad.
Ambos opinaban (McCoy & McCoy Associates) que la información publicada por Flannagan, el hombre de Killian, en el Daily News ofrecía una explicación del caso McCoy que libraba a Sherman de toda culpabilidad. Por lo tanto, ¿qué necesidad había de seguir ocultándose? ¿No era más conveniente que tratasen de vivir como lo habían hecho hasta entonces? ¿No era mejor obtener la mayor publicidad posible?
Ahora bien, ¿cómo reaccionaría le monde, y, sobre todo, los Di Ducci, ante su reaparición? La verdad era que con los Di Ducci tenían al menos ciertas posibilidades de éxito. Silvio di Ducci, que había vivido en Nueva York desde los veintiún años, era hijo de un italiano que fabricaba zapatas para frenos. Su esposa, Kare, nació y se crió en San Marino, California; Silvio era su tercer esposo adinerado. Y Judy era la decoradora que les había hecho su apartamento. De modo que Judy decidió probar suerte, y llamó para insinuar que quizá sería conveniente que los McCoy no fuesen a la cena.
—¡Cómo se te ocurre proponerme una cosa así! —dijo Kate di Ducci—. ¡Cuento con vosotros!
Esto bastó para que Judy se sintiera animadísima. Sherman se lo notó en la cara. A él, sin embargo, no le sirvió de nada. Sentía una depresión y un escepticismo demasiado profundos para que un comentario amable por parte de Kate di Ducci pudiese alegrarle la vida. Lo único que logró decirle a Judy cuando ésta le dio la noticia fue:
—Ya veremos…
Guliaggi, el guardaespaldas del apartamento, condujo la rubia Mercury hasta la casa de los padres de Sherman, recogió a Judy, regresó luego a Park Avenue, y allí recogió a Sherman. Luego se fueron hacia el apartamento que los Di Ducci tenían en la Quinta Avenida. Sherman sacó de la cartuchera el revólver de su Resentimiento, lo dejó en casa, y se preparó para lo peor. Los Di Ducci y los Bavardage tenían prácticamente las mismas amistades (la misma gentuza vulgar, con notable ausencia de verdaderos knickerbockers). En la cena de los Bavardages, los invitados le dieron la espalda a Sherman en un momento en el que todavía era un hombre perfectamente respetable. ¿Qué le tenían reservado ahora, con su extraña mezcla de malos modos, torpeza, ingenio y chic? Sherman se decía a sí mismo que ya no le importaba la aprobación de aquel sector de la alta sociedad. Su intención —la intención de McCoy & McCoy— era demostrarle al mundo que, siendo inocentes y estando libres de toda culpa, podían seguir viviendo como siempre. El gran temor de Sherman era que la cena demostrase que se habían equivocado: que hubiese alguna escena horrible.
El gran vestíbulo de la casa de los Di Ducci carecía del deslumbrante brillo del de los Bavardage. En lugar de las ingeniosas combinaciones de materiales ideadas por Ronald Vine, en lugar de las sedas y cáñamos y maderas doradas, la entrada de la casa de los Di Ducci delataba la preferencia de Judy por la solemnidad y grandiosidad: mármol, pilastras estriadas, enormes cornisas clásicas. Sin embargo, también era un ambiente de otro siglo (en este caso, del XVIII), y estaba poblado por los mismos ramilletes de Radiografías Sociales, Tartas de Limón y hombres con corbata oscura; las mismas sonrisas falsas, las mismas carcajadas, los mismos ojos de 300 vatios, el mismo burbujeo sublime y el mismo parloteo de éxtasis. En pocas palabras, la colmena. ¡La colmena! ¡La colmena! El familiar zumbido cercaba a Sherman por todas partes, pero ya no encontraba eco en sus huesos. Sherman llegaba a oírlo, y se preguntaba, simplemente, si su presencia de hombre cuyo honor ha sido manchado interrumpiría a media frase, a media sonrisa, a media risotada, el zumbido obsesivo de la colmena.
Una mujer emaciada emergió de entre los grupitos y se les acercó, sonriente… Emaciada pero bellísima… Jamás había visto Sherman ningún rostro tan hermoso… Su cabello rubio, muy pálido, estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente ancha y un rostro tan blanco y suave como la porcelana, y provisto no obstante de unos ojos vivísimos, grandes, y de unos labios adornados por una sonrisa sensual… no, más que eso, una sonrisa provocativa. ¡Muy provocativa! Cuando la mujer le cogió de la muñeca, Sherman notó un estremecimiento en la entrepierna.
—¡Judy! ¡Sherman!
Judy le dio un beso a la mujer. Y, con la mayor sinceridad del mundo, dijo:
—Oh, Kate, qué amable. ¡Eres maravillosa!
Kate di Ducci enlazó su brazo en el de Sherman y le atrajo hacia sí, hasta que el trío formó un emparedado, Kate di Ducci entre los dos McCoy.
—No sólo eres amable. ¡Eres muy valiente! —dijo Sherman.
De repente, Sherman comprendió que estaba hablando con el mismo timbre de barítono y con el mismo tono confidencial que cuando trataba de conquistar a una mujer.
—¡Qué bobada! —dijo Kate di Ducci—. ¡Me hubiese enfadado muchísimo si no hubierais venido! ¡Muchísimo! Venid conmigo, quiero presentaros a unos amigos.
Sherman notó con no poca emoción que Kate les conducía hacia un ramillete de conversación presidido por la alta figura patricia de Nunnaly Voyd, el novelista que también estuvo en la cena de los Bavardage. Una Bruja y dos hombres con traje azul marino, camisa blanca y corbata azul marino dirigían brillantes sonrisas sociales al gran escritor. Kate di Ducci hizo las presentaciones, y luego se llevó a Judy hacia el gran salón.
Sherman contuvo el aliento, dispuesto a encajar como fuera las afrentas o el ostracismo. Pero los cuatro miembros del grupo se quedaron mirándole con aparatosas sonrisas.
—Hola, McCoy —dijo Nunnally Voyd—, he pensado muchas veces en usted durante los últimos días. Bienvenido a la legión de los condenados… También a usted pretenden devorarle las moscas de la carne…
—¿Moscas de la carne?
—Los periodistas. Me divierte ver lo mucho que se preocupan esos… insectos por lo que les ocurre a nuestras almas. «¿Estamos siendo demasiado agresivos, desalmados, fríos?», parecen preguntarnos… como si la prensa fuese una bestia rapaz, como si fuese un tigre. Estoy convencido de que a los periodistas les encanta que la gente piense que están sedientos de sangre. Se sienten adulados por el miedo que inspiran a los demás. Pero no son tigres exactamente. Son más bien moscas de la carne. En cuanto captan el olor, comienzan a revolotear en enjambre. Si les pegas un manotazo, no hay peligro de que muerdan. Se esconden donde pueden, y luego, en cuanto vuelves la cabeza hacia otro lado, se lanzan otra vez sobre ti. Son moscas de la carne. Aunque, por supuesto, usted sabe de eso tanto como yo…
Pese a que este gran literato utilizaba su predicamento como pedestal sobre el que erigir su imaginería entomológica, y aquel discurso prefabricado, la verdad, sonaba hueco y gastado, Sherman se sintió agradecido. En cierto sentido Voyd era un hermano, sí, un compañero de fatigas en las huestes legionarias. Incluso le pareció recordar —jamás había prestado gran atención a los chismorreos lirerarios— que se rumoreaba que Voyd era homosexual o bisexual. Y esas especulaciones habían llegado a provocar una polémica que obtuvo gran publicidad en su momento… ¡Qué injusticia! ¡Cómo se atrevían aquellos… insectos a fastidiar a un hombre que, aunque quizá fuese un tanto afectado, demostraba una generosidad espiritual tan desbordante, una sensibilidad tan agudizada ante la desdichada condición humana! ¿Que era gay…? ¿Y qué? La palabra gay surgió espontáneamente en los pensamientos de Sherman. (Sí, es cierto. Un liberal es un conservador que ha sido detenido.)
Envalentonado por las palabras de aquel nuevo hermano, Sherman contó lo de aquella mujer de cara caballuna que arremetió contra él con su micrófono cuando, con Campbell cogida de la mano, iba hacia la parada del autobús, y que él, simplemente para apartar aquel chisme de su cara, levantó el brazo… ¡y que ahora aquella mujer había interpuesto una demanda contra él! ¡La periodista lloraba, gritaba y gemía, y le pedía 500.000 dólares!
Todos los miembros del ramillete, incluido el propio Voyd, le miraban a los ojos, absortos en su relato, dirigiéndole una deslumbrante sonrisa social.
—¡Sherman! ¡Sherman! ¡Maldita sea! —Una voz atronadora… Sherman se volvió… Un joven muy voluminoso que se le acercaba tras abandonar otro selecto grupito… Bobby Shaflett se encaminaba hacia él con una anchísima sonrisa de palurdo en el rostro. Le tendió la mano, y Sherman se la estrechó, y el Campesino de Oro canturreó—: ¡Menudo alboroto que has organizado! ¡Sí, señor, un verdadero alboroto, por todos los santos!
Sherman no supo qué decir. Pero resultó que no hacía falta que dijese nada.
—A mí también me detuvieron, el año pasado, en Montreal —dijo el Tenor del Copete con evidente satisfacción—. Probablemente lo leíste en alguna parte.
—Pues… no.
—¿No?
—Lo siento, pero no. ¿Y por qué diablos te detuvieron?
—¡POR MEAR EN UN ÁRBOL! —Jao jao jao jao jao jao jao jao jao jao—. ¡En Montreal no toleran que te mees en los árboles por la noche, sobre todo si lo haces al lado mismo de tu hotel!
Jao jao jao jao jao jao jao jao jao jao
Sherman se quedó mirando consternado el sonriente rostro de Bobby Shaflett.
—¡Me metieron en una celda! ¡Escándalo público! ¡Y todo por mear en un árbol! —Jao jao jao jao jao jao jao jao! Se calmó un poco—. Mira —añadió—, era la primera vez que me metían en una celda. ¿Qué opinión te merecen ahora las celdas?
—No muy elevada —dijo Sherman.
—Entiendo muy bien lo que quieres decir —dijo Shaflett—. Es horrible. Supongo que tú también habías oído hablar de todo eso que te hacen los compañeros de celda? —Enunció la frase en tono de pregunta. Sherman hizo un gesto de asentimiento con la cabeza—. ¿Sabes qué me hicieron a mí?
—¿Qué?
—¡Me dieron manzanas!
—¿Manzanas?
—Sí. La primera comida que me dieron allí dentro… era tan horrible que no pude tomar nada. ¡Ysoy un tragón! Lo único que me comí fue la manzana, y dejé el resto. ¿Sabes qué pasó entonces? Corrió la voz, y todos los demás detenidos empezaron a darme sus manzanas. Se las fueron pasando, de celda en celda, sacando el brazo por entre las rejas, y dándomelas a mí. Cuando salí de allí, ¡me salían manzanas hasta por las orejas!
¡Jao jao jao jao jao jao jao jao jao jao jao!
Animado por este nuevo relumbrón que adquiría ahora su experiencia carcelaria, Sherman les contó la anécdota del portorriqueño que había visto por televisión el momento en que le llevaban esposado, y quiso saber por qué había sido detenido. Luego les dijo que su respuesta, imprudencia temeraria, le pareció muy decepcionante al portorriqueño y que, obrando en consecuencia, cuando fue sometido de nuevo a la misma pregunta prefirió contestar «Homicidio». (El jovencillo negro de la cabeza rapada… Notó un eco del pánico sentido en aquellos momentos… Pero de eso no contó nada.) Le miraban todos apasionadamente, todo el grupito, su ramillete, en el que se encontraban el famoso Bobby Shaflett, y el no menos famoso Nunnally Voyd, así como otras tres selectísimas almas de la mejor sociedad. ¡Las expresiones de todo el grupo eran tan extasiadas, tan delirantemente atentas… que Sherman sintió la necesidad de improvisar sobre la marcha y redondear el relato de sus heroicidades! Se inventó otro personaje, un detenido que también le preguntó el motivo por el cual estaba allí, a lo que él contestó: «Homicidio en segundo grado.»
—Se me estaban agotando mis conocimientos sobre derecho penal… —bromeó Sherman, el temerario aventurero.
Jao jao jao jao jao jao jao jao jao, rió Bobby Shaflett.
Jo jo jo jo jo jo jo jo jo jo jo, cacareó Nunnally Voyd.
Aj aj aj aj aj aj aj aj aj aj, coreó la Radiografía Social, acompañada por los dos hombres de traje azul marino.
Je je je je je je je je je, siguió Sherman McCoy, como si las horas que se pasó detenido en la celda fueran sólo una anécdota más de guerra en la historia de un hombre aguerrido.
El comedor de los Di Ducci, al igual que el de los Bavardage, tenía dos mesas redondas en el centro de cada una de las cuales se encontraba una artística creación de Huck Thigg, el florista. Para esta velada había construido sendos árboles de unos cuarenta centímetros de altura, a base de tallos duros de glicina. Había además pegado a las ramas de los árboles montones de brillantes flores de azulina. Cada árbol estaba rodeado en su base por un prado de aproximadamente un metro cuadrado, sembrado de una capa de auténticos botones de oro tan espesa que los pétalos de uno se rozaban con los del otro. En torno a cada prado se elevaba una cerca en miniatura de tejo. Pero en esta ocasión Sherman no tuvo tiempo de estudiar el ingenio del famoso Mr. Thigg. En lugar de verse rechazado como compañero de conversación, se convirtió inmediatamente en el centro de buena parte de su mesa. A su izquierda estaba sentada una conocida Radiografía Social, Red Pitt, o Pozo Sin Fondo[34], como solía llamarla la gente a sus espaldas debido a que comía tan poco que los glúteos máximos y los tejidos circundantes —vulgo, su culo— parecían haberse esfumado por completo. Si le hubiesen colocado una plomada en los riñones, el cordel habría descendido hasta el suelo sin que ningún obstáculo lo apartase de la vertical. A la izquierda de esta esquelética mujer se había sentado Nunnally Voyd, y junto a él una Radiografía del Mundo Inmobiliario que atendía al nombre de Lily Bradshaw. A la derecha de Sherman se enconrraba una Tarta de Limón, Jacqueline Balch, una rubia que era la tercera esposa de Knobby Balch, heredero de la fortuna de la marca Colonaid, un vendidísimo remedio para las molestias digestivas. Junto a ella se sentaba ni más ni menos que el barón Hochswald, a cuya derecha habían colocado a Kate di Ducci. Durante buena parte de la cena, estos seis comensales sintonizaron exclusivamente la figura de Sherman McCoy. Delincuencia, finanzas, Dios, Libertad, Inmortalidad… cualquier tema sobre el que hablase McCoy, el famoso McCoy del caso McCoy, merecía la atención arrobada de todos ellos, incluido ese charlatán imparable y ególatra que se llamaba Nunnally Voyd.
Voyd dijo que estaba sorprendido de que se pudiera ganar tantísimo dinero con los bonos… y Sherman comprendió que Killian tenía razón: la prensa había acabado por crear la impresión de que él, Sherman, era un titán de las finanzas.
—Francamente —dijo Voyd—, siempre había creído que eso de los bonos era… hummmm… una simple bagatela.
Sherman se encontró a sí mismo esbozando esa sonrisa tensa de los que están en el ajo y conocen cierto importantísimo secreto.
—Hace diez años era así —dijo—. A los vendedores de bonos se les tenía por tipos sosos y sin empuje. —Sonrió de nuevo—. Pero hace mucho que han cambiado las cosas. Hoy en día hay cinco veces más dinero moviéndose en el mercado de bonos que en el de la renta variable. —Se volvió hacia Hochswald, que estaba inclinado sobre la mesa para seguir la conversación—. ¿No está usted de acuerdo, barón?
—Oh, sí, sí —dijo el anciano—. Creo que es así.
Y, dicho esto, el barón se calló a fin de oír las explicaciones de McCoy.
—Todas las absorciones y fusiones empresariales se hacen actualmente con bonos —dijo Sherman—. ¿La Deuda Federal? ¿Tres mil millones de dólares? ¿Saben en qué está toda esa deuda? En bonos. Todo son bonos. Cada vez que fluctúan las tasas de interés, da igual que suban o que bajen, de toda esa enorme masa de bonos van cayendo unas migajas que se meten en las grietas de la acera. —Hizo una pausa, sonrió con aplomo… y se preguntó por qué había utilizado aquella condenada expresión de Judy… Soltó una risilla y añadió—: Lo importante es no quedarse mirando de cerca esas migajas, sino barrerlas rápidamente. Hay millones y millones de migajas, y en Pierce & Pierce somos muy diligentes a la hora de irlas recogiendo.
¡«Somos»! Hasta la Tarta de Limón que estaba a su derecha, Jacqueline Balch, hizo gestos de asentimiento, como si entendiera de qué le estaban hablando.
Red Pitt, que estaba muy orgullosa de ser una persona muy franca, intervino para decir:
—Oiga, McCoy, quiero que me cuente… Bueno, ¿qué fue exactamente lo que pasó en el Bronx?
Tras la pregunta, todo el grupo se inclinó sobre la mesa, expectante, mirando a Sherman.
Sherman sonrió:
—Dice mi abogado que no debo contar absolutamente nada. —Pero, apoyando los brazos en la mesa, miró primero a derecha, luego a la izquierda, y finalmente añadió—: Pero, estrictamente entre nous, fue un intento de atraco. Nos atacaron unos salteadores de caminos…
Su público se había adelantado tanto para verle bien, que algunos casi rozaban el prado que rodeaba los árboles de glicinas que había construido Huck Thigg.
—Entonces, Sherman —dijo Kate di Ducci—, ¿por qué no lo dices así públicamente?
—No puedo entrar en detalles, Kate. Pero te diré otra cosa: yo no atropellé a nadie con el coche.
Nadie dijo nada. Estaban todos hechizados. Sherman le echó una ojeada a Judy, que se encontraba en la otra mesa. Cuatro personas, dos a cada lado de su mujer —entre ellos Silvio di Ducci, su lobuno anfitrión—, estaban imantados por sus palabras. Sí, McCoy & McCoy. Sherman prosiguió:
—De paso, voy a darles un buen consejo. Por nada del mundo permitan que les atrape en sus redes el sistema de justicia penal de esta ciudad. En cuanto te meten en toda esa maquinaria, simplemente en la maquinaria, ya estás perdido. Lo único que falta saber es cuánto vas a perder. Desde el momento mismo en que entras en la celda, antes incluso de tener oportunidad de declarar tu inocencia, ya te has convertido en una cifra. Como individuo has dejado de existir.
Un gran silencio a su alrededor… ¡Qué miradas! ¡Todos querían más historias bélicas!
De modo que les contó la anécdota del portorriqueño que se sabía de memoria todos los números del código penal. Les contó lo del partido de hockey que jugaron con la rata viva, y les dijo que fue él (el héroe) quien rescató la rata y la arrojó fuera de la celda, para que un policía la aplastara bajo su bota. Luego se volvió hacia Nunnally Voyd y, en tono confidencial, le dijo:
—Creo que nos encontramos ante una metáfora… ¿No es así, Mr. Voyd? —Y sonrió—. Una metáfora que resume muy bien todo lo demás.
Después miró a su derecha. La encantadora Tarta de Limón paladeaba todas y cada una de sus palabras. De nuevo notó cierta señal en su entrepierna.
Terminada la cena, una vez en la biblioteca de los Di Ducci, se formó un numeroso corro alrededor de Sherman McCoy, que entretuvo a sus oyentes con la historia del policía que le hizo pasar repetidas veces por el detector de metales.
—¿Pueden obligarte a hacer una cosa así? —preguntó Silvio di Ducci.
Sherman comprendió que en esa anécdota parecía demasiado dispuesto a cumplir órdenes, y que sin darse cuenta estaba quitándole brillo a su imagen de hombre aguerrido dispuesto a desafiar las llamas del infierno.
—Llegamos a un trato —dijo—. Le dije al tipo: «Bien, volveré a pasar por el detector para que lo vea su compañero, pero tendrá que hacerme un favor a cambio. Sáqueme de esta jodida —dijo jodida en voz baja, para subrayar que, efectivamente, sabía que era de mal gusto pronunciar esa palabrota en tan distinguida concurrencia, pero que, dadas las circunstancias, era necesario utilizar la cita literal— pocilga.» —Señaló hacia un lado, como si estuviese en el Registro Central y señalara las celdas—. Y me salió bien la jugada. Salí poco después. De lo contrario, me hubiesen enviado a pasar la noche en Rikers Island, una experiencia que, según tengo entendido, puede resultar… espantosa…
Todas las Tartas del grupo le hubieran dicho que sí a la más mínima insinuación.
Cuando Guliaggi, el guardaespaldas, les conducía a casa de los padres de Sherman, para dejar a Judy, era él quien vibraba de speed social. Al mismo tiempo, se sentía confundido. ¿Quién diablos era toda esa gente?
—Qué ironía… —le dijo Sherman a Judy—. Nunca me habían gustado tus amistades. Imagino que ya te lo imaginabas.
—No hacía falta ser muy listo para adivinarlo —dijo Judy. Estaba muy seria.
—Sin embargo, son los únicos que se han comportado decentemente conmigo desde que comenzó todo esto. Mis supuestamente viejos amigos desean que cumpla con mi deber: que me esfume. En cambio, tus amigos, toda esa gente a la que no conozco, me han tratado como a un ser humano.
Utilizando el mismo tono reservado, Judy contestó:
—Eres famoso. Sales en los periódicos, eres un aristócrata. Un magnate.
—¿Sólo en los periódicos?
—Vaya, ¿ahora te lo crees incluso tú?
—Sí. Soy un aristócrata rico que tiene un apartamento fabuloso decorado por una famosa diseñadora.
Sherman trataba de conseguir el apoyo de su mujer.
—Ja. —Sorda, amargamente.
—¿No te parece muy perversa la situación? Hace dos semanas, cuando fuimos a casa de los Bavardage, esa misma gente me volvía la espalda. En cambio, ahora que mi nombre ha sido calumniado… calumniado por la prensa… les encanto.
Judy volvió la vista hacia el otro lado y miró a través de la ventanilla:
—Qué poco pides para sentirte complacido.
Su voz era tan lejana como su mirada.
McCoy & McCoy cerró, por aquel día, sus actividades.
—¿Qué tenemos esta mañana, Sheldon?
En cuanto hubo pronunciado estas palabras, el alcalde lo lamentó. Sabía lo que iba a contestarle su secretario. Era inevitable, de modo que reunió fuerzas en espera de la horrible respuesta que, efectivamente, fue tal y como él se había temido.
—Placas para negros —dijo Sheldon—. Y el obispo Bottomley está aquí, quiere verle. Además, nos han llegado diez o doce solicitudes pidiendo que haga usted una declaración oficial sobre el caso McCoy.
El alcalde sintió deseos de emitir una queja, como tantas otras veces, pero no lo hizo. En lugar de eso, se volvió hacia la ventana y dejó que sus ojos contemplaran Broadway. El despacho del alcalde estaba en la planta baja, y era una sala pequeña pero elegante, de techo muy alto y grandes ventanales estilo Palladio. La vista del parquecillo que rodeaba el ayuntamiento se encontraba, sin embargo, manchada por la presencia, en el primer plano más inmediato, justo al otro lado de la ventana, de filas y más filas de azules camisas de policías que formaban una gruesa muralla de contención. Estaban permanentemente allí, en pie sobre la hierba o, mejor dicho, sobre los espacios pelados en donde antiguamente crecía la hierba, dispuestos a actuar tan pronto como hubiese una manifestación de protesta. Y había manifestaciones de protesta constantemente. Cada vez que empezaba alguna, los agentes formaban una valla azul, y el alcalde podía ver desde su despacho los esfuerzos de los policías por tratar de contener la horda de turno. ¡Y con qué pasmosa cantidad de material cargaban los agentes! Porras, linternas, esposas, cartucheras, libretas de multas, walkie-talkies. Todo ello cargado sobre sus espaldas, que el alcalde miraba a menudo cuando entraban en acción para defenderle de los diversos descontentos que, sobre todo a beneficio de las cámaras de televisión, acudían a gritar y gruñir ante el ayuntamiento.
Placas para negros placas para negros placas para negros placas para negros. Aquella espantosa idea le ocupaba toda la mente. Las placas para negros eran una peculiar forma de combatir el fuego con fuego. Cada mañana el alcalde abandonaba su despacho, se dirigía al Salón Azul, y, rodeado de retratos de calvos políticos de épocas pasadas, entregaba placas y menciones honoríficas a diversas asociaciones, maestros y alumnos destacados de colegios e institutos, así como a ciudadanos valerosos y nobles voluntarios y otros diversos y esforzados vecinos de la gran ciudad. En tiempos tan turbulentos como los que corrían, y tal como iban las encuestas de opinión, parecía prudente, y hasta conveniente, aumentar hasta donde fuera posible el número de negros que recibían esta clase de premios y florilegios retóricos. Lo que no era prudente, ni tampoco conveniente, era que Sheldon Lennert, aquel diminuto secretario suyo de cabeza ridículamente pequeña que siempre vestía camisas, americanas y pantalones a cuadros, de estilos incompatibles entre sí, llamara a esa ceremonia «placas para negros». El alcalde ya había oído usar esa misma expresión a algún tipo de la oficina de prensa. ¿Y si alguno de los funcionarios negros alcanzaba también a oírla? Quizá soltaran una carcajada. Pero seguro que por dentro no iban a reírse.
De todos modos, no había modo de evitarlo. Sheldon seguiría diciendo «placas para negros» aun a sabiendas de que el alcalde odiaba esa frase. Sheldon tenía un vil ramalazo de bufón de la corte. En apariencia era tan fiel como un perro. En realidad, cualquiera hubiese dicho que se burlaba de su superior. El alcalde se enfureció de sólo pensarlo.
—Sheldon, ¡le he dicho que no quiero volver a oír esa frase nunca más!
—Vale, vale —dijo Sheldon—. Oiga, ¿y qué piensa decir cuando le pidan su opinión sobre el caso McCoy?
Sheldon sabía siempre la forma de distraerle. Sacaba a colación el tema que más confuso dejaba al alcalde, el que de forma más absoluta le recordaba hasta qué punto dependía de la mente diminuta pero asombrosamente ágil de su secretario.
—No lo sé —dijo el alcalde—. Al principio todo parecía estar muy claro. Un caballero de Wall Street atropella a un brillante alumno de instituto, un negro prometedor y honesto, y se larga sin mirar siquiera atrás. Pero ahora resulta que había otro negro, y que el segundo negro es traficante de crack, y que quizá hubo un intento de atraco. Supongo que lo mejor será adoptar una actitud de tipo judicial. Exigiré que se haga una investigación a fondo, y que se analicen con la mayor escrupulosidad las pruebas que aparezcan. ¿Está bien?
—No —dijo Sheldon.
—¿No? —Era pasmoso que Sheldon rechazara tan a menudo lo que a él le parecía obvio… y que siempre acabara teniendo razón.
—No —dijo Sheldon—. El caso McCoy se ha convertido en uno de los temas cruciales para la comunidad negra. Es tan importante como la cuestión de los derechos civiles o lo de Sudáfrica. No hay alternativas en estos terrenos. Usted pretende insinuar que puede haber dos versiones de los hechos, pero si lo hace nadie dirá que su actitud es equilibrada. En cuanto sugiera algo así, pensarán que es usted tendencioso. Lo único que se dirime aquí es lo siguiente: ¿vale tanto la vida de un negro como la de un blanco? Y la única respuesta posible a semejante pregunta es ésta: no se puede permitir que los blancos, como ese McCoy de Wall Street, vayan por ahí con sus Mercedes atropellando impunemente a los más brillantes jóvenes negros y largándose después porque parar podría resultar una molestia.
—Pero… ese planteamiento es simple basura, Sheldon —dijo el alcalde—. Ni siquiera estamos todavía seguros de qué pasó.
Sheldon se encogió de hombros.
—¿Ah, no? Pues mire, Abe Weiss sólo acepta una versión, esa que le he dicho. Está llevando este caso como si fuese la jodida reencarnación de Abe Lincoln.
—¿Ha sido Weiss el que ha organizado todo este jaleo?
La sola idea resultó profundamente turbadora para el alcalde, entre otras cosas porque Weiss no ocultaba últimamente que tenía intención de presentarse algún día como candidato en las elecciones para alcalde.
—No, el que lo organizó fue Bacon —dijo Sheldon—. Se puso en contacto con ese borracho del City Light, ese tal Fallow, un inglés de mierda. Y él lanzó la idea. Ahora, sin embargo, está atrapado, tan atrapado como los demás. Bacon y su pandilla tampoco controlan ya el asunto. Se ha convertido en un tema electoral, al menos para Weiss. Y para usted.
El alcalde reflexionó durante unos momentos.
—¿Qué clase de apellido es eso de McCoy, irlandés?
—No. Es un wasp.
—¿Y qué clase de persona es?
—Un wasp rico. Desde pequeño. Colegios de pago, Park Avenue, Wall Street, Pierce & Pierce. Su padre fue el jefe de Dunning Sponget & Leach.
—¿Sabes si me apoyó?
—No, que yo sepa. Ya sabe cómo son esos tipos. Las elecciones locales apenas les preocupan. Votar republicano en la ciudad de Nueva York no les parece feo ni de mal gusto. Ellos sólo votan en serio cuando llegan las presidenciales. O las elecciones del Senado. Son gente de esa que sólo habla de la Reserva Federal, la economía del supply side y toda esa clase de mierda.
—Huuuujuuum. Bien. ¿Qué puedo decir?
—Pida usted que se organice una investigación a fondo sobre el papel que ha jugado McCoy en toda esa tragedia, y exija que, en caso necesario, se nombre a un fiscal especial. Que lo nombre el gobernador en persona. «En caso necesario, si se comprueban que faltan datos», diga. Así, sin mencionar a Weiss, puede darle un buen codazo en donde más duele. Diga usted que la ley no debe discriminar a las personas por su origen o raza. Diga que no se puede permitir que la fortuna y la posición social de McCoy impidan que este caso sea llevado igual que si hubiera sido Henry Lamb el que atropelló a McCoy. Luego, diga que está dispuesto a darle todo el apoyo necesario a la madre del chico, creo que se llama Annie, diga que la viuda Lamb puede contar con el respaldo del alcalde a la hora de conseguir que se le haga justicia a ese salvaje que perpetró tamaña vileza. No tema pasarse de la raya.
—¿No es muy injusto para McCoy?
—La culpa no es de usted —dijo Sheldon—. El tipo atropello al chico menos adecuado, con el coche menos adecuado, en el barrio menos adecuado y yendo con la mujer menos adecuada, ya que ni siquiera era su mujer. Él fue quien se metió en el lío.
Todo aquello hizo que el alcalde se sintiera intranquilo, pero el instinto de Sheldon era infalible siempre que se trataba de una de esas situaciones embarazosas.
—De acuerdo —dijo el alcalde—, tienes razón en todo eso. Pero ¿no estamos permitiendo que Bacon aumente todavía más su prestigio? Ese hijo de puta… no sabes cuánto le odio.
—Sí, pero a estas alturas el tipo ya se ha apuntado un tanto. Ahí no tenemos nada que hacer. Lo único que todavía nos vale es seguir la corriente. No falta mucho para noviembre, y como dé usted algún paso en falso respecto al caso McCoy, Bacon puede hacerle mucho daño.
—Supongo que tienes razón —dijo el alcalde, meneando la cabeza—. Hay que meter a ese wasp en la picota. —Volvió a menear la cabeza, y su expresión se ensombreció de repente—. El muy estúpido… ¿Qué coño hacía en Bruckner Boulevard con su Mercedes, a esas horas de la noche? Hay gente que se dedica a tirar piedras contra su propio tejado. Él se lo buscó. Sigue sin gustarme este asunto, pero creo que tienes razón. Le caiga lo que le caiga, él se lo buscó. Bien. Dejemos a McCoy. ¿Qué diantres quiere el obispo Como-se-llame?
—Bottomley. Quiere hablar de St. Timothy's, una iglesia episcopaliana. Por cierto, es un obispo negro.
—¿Dices que los episcopalianos tienen un obispo negro?
—Oh, son muy liberales —dijo Sheldon, poniendo los ojos en blanco—. Cualquier día nombrarán obispo a mujeres o Sandinistas. O lesbianas. O lesbianas Sandinistas.
El alcalde meneó la cabeza un rato más. Las iglesias cristianas le dejaban perplejo. Cuando él era pequeño, todos los goyim eran católicos, excepto los schvartzers[35], pero nadie contaba con ésos. Ni siquiera entraban en la categoría de los goyim. Había católicos de dos clases, irlandeses e italianos. Los irlandeses eran estúpidos, y les gustaban las peleas y hacer daño a la gente. Los italianos eran estúpidos y detestables. Unos y otros eran igualmente desagradables, pero, como mínimo, la clasificación se entendía sin el menor problema. De modo que sólo cuando ya había llegado a la universidad comprendió el alcalde que existía una especie completamente distinta de goyim, los protestantes. Ni siquiera entonces vio a ninguno. Sólo había judíos, irlandeses e italianos en su universidad, pero al menos oyó hablar de los otros, y se enteró de que algunas de las personas más famosas de Nueva York pertenecían a ese otro tipo de goyim, eran protestantes. Por ejemplo, los Rockefeller, los Vanderbik, los Roosevelt, los Astor, los Morgan. La expresión wasp fue inventada mucho más tarde. Los protestantes estaban divididos en una enloquecida cantidad de sectas, de forma que nadie era capaz de llevar la cuenta. Lo cual parecía tan misterioso como pagano, y hasta ridículo. Todos ellos adoraban a un oscuro judío que vivió en un remoto rincón del mundo. ¡Le adoraban incluso los Rockefeller! ¡Incluso los Roosevelt! Sí, era francamente misterioso, lo cual no impedía que todos esos protestantes fueran los jefes de los principales bufetes de abogados, de los grandes bancos, de los asesores de inversiones, de las principales empresas. Jamás veía a esa gente en carne y hueso, excepto en las grandes ceremonias. Por lo demás, hubiera podido decirse que no existían, al menos en Nueva York. Apenas si asomaban la cabeza en los días de elecciones. Por su número, no contaban, pero estaban ahí. Y ahora, una de esas sectas, la de los episcopalianos, tenía un obispo negro. Era muy fácil hacer chistes sobre los wasps, y a menudo el alcalde bromeaba sobre ellos con los amigos, pero, más que divertidos, resultaban temibles.
—¿Y qué pasa con esa iglesia? —preguntó el alcalde—. ¿Algo relativo al problema del suelo urbanizable?
—Exacto —dijo Sheldon—. El obispo quiere vender Sr. Timothys a un constructor. Arguye que el número de feligreses es muy reducido, y que esa parroquia pierde mucho dinero. Hasta aquí, cierto. Pero han aparecido las asociaciones vecinales y otros grupos que están apremiando a la Comisión de Urbanismo para que declare Monumento Histórico el edificio, para que nadie pueda tocarlo, aunque lo compre.
—¿Es honesto ese tipo? —preguntó el alcalde—. ¿Quién se embolsa el dinero si logran vender la iglesia?
—Nunca he oído decir que no sea honesto —dijo Sheldon—. Es todo un erudito. Estudió en Harvard. Eso no quita que sea codicioso, pero no tengo motivos para pensar que lo sea.
—Huuujuuum. —De repente, al alcalde se le había ocurrido una idea—. Dile que pase.
El obispo Warren Bottomley resultó ser uno de esos negros cultos y bien educados que desde el primer momento producen el Efecto Halo en torno a sí, al menos a los ojos de aquellos blancos que no les conocen de antemano. Durante unos momentos el alcalde se sintió incluso intimidado por el dinamismo del obispo Bottomley. Era un hombre guapo, delgado, de unos cuarenta y cinco años, y porte atlético. Tenía una sonrisa cautivadora, una mirada centelleante, un firme apretón de manos, y llevaba un traje parecido al de los curas católicos, pero de paño carísimo. Y era alto, mucho más alto que el alcalde, hombre especialmente susceptible en todo lo referido a su pequeña estatura. En cuanto se sentaron, el alcalde recuperó la distancia suficiente como para recordar la idea que se le había ocurrido. Sí, el obispo Bottomley sería perfecto.
Tras unos cuantos comentarios aduladores acerca de la ilustre carrera política del alcalde, el obispo comenzó a exponer con todo detalle el desastre económico de St. Timothys.
—Naturalmente, comprendo las preocupaciones de las asociaciones comunitarias —dijo el obispo—. A ellos no les gustaría ver elevarse allí un edificio más grande, o diferente.
No tiene acento de negro, pensó el alcalde. Últimamente tenía la sensación de estar siempre hablando con negros que no tenían acento. El hecho de haberlo notado hizo que se sintiera ligeramente culpable, pero eso no impidió que siguiera notándolo.
—Pero muy pocas personas de entre las que protestan son feligreses de St. Timothys —prosiguió el obispo—, y ahí está justamente el problema. Tenemos una cifra de feligreses inferior a las setenta y cinco personas, si contamos a los que vienen normalmente a la iglesia. Y es una iglesia muy grande que, dicho sea de paso, carece de virtudes arquitectónicas. La diseñó Samuel D. Wiggins, un contemporáneo de Cass Gilbert que, hasta donde yo he podido determinar, no dejó ninguna otra huella en las arenas de la historia arquitectónica.
Esta referencia culta, pronunciada como sin darle importancia, contribuyó a intimidar más aún al alcalde. Ni el arte en general ni tampoco la arquitectura en particular eran su fuerte.
—Francamente, la iglesia de St. Timothy's ha dejado de rendirle un servicio a su comunidad, señor alcalde, porque los tiempos han cambiado, y nosotros creemos que sería mucho más beneficioso, y no solamente para la iglesia episcopaliana y sus focos más vivos de la ciudad, sino también para la propia ciudad… ya que en ese solar se podría construir un edificio mayor y que por tanto pagaría una contribución mucho más importante… e incluso la propia comunidad se beneficiaría, indirectamente, en el sentido de que toda la ciudad ganaría al aumentar la recaudación impositiva. Por eso nos gustaría vender la estructura actual, y le pedimos que intervenga a fin de que la Comisión de Urbanismo no catalogue, como al parecer quiere hacer, esa iglesia como Monumento Histórico.
¡Santo Dios! El alcalde se sintió aliviado al ver que el obispo se enredaba en su propia gramática, y había dejado sin terminar una frase que a mitad de camino se le complicó más de la cuenta. Sin decir palabra, el alcalde dirigió una sonrisa al obispo, y se puso un dedo junto a la nariz, como hacía Santa Claus en la película The Night Before Christmas. Luego elevó el dedo hacia el techo, señalando, como diciendo: «¡Atención!» o «¡Mire eso!». Esbozó una sonrisa resplandeciente, pulsó un botón del interfono, y dijo:
—Póngame con el jefe de la Comisión de Urbanismo.
Momentos después hubo un leve bip-bip, y el alcalde descolgó el teléfono.
—¿Mort…? ¿Recuerdas el caso de St. Timothy's…? Exacto. Bien, Mort… Pues ¡DE ESO NADA!
El alcalde colgó, se recostó en el respaldo de su asiento, y sonrió de nuevo.
—¿Quiere decir que… ya está? —El obispo parecía estar verdaderamente sorprendido y encantado—. O sea que la Comisión… no catalogará…
El alcalde sonrió y asintió con la cabeza.
—Señor alcalde, no sé cómo agradecérselo. Créame… me habían contado que sabe usted hacer que las cosas funcionen, pero… ¡Bien! ¡Le estoy agradecidísimo! Y puedo garantizarle que haré cuanto esté en mi mano para que todos los que pertenecen a mi diócesis, y todos nuestros amigos, sepan qué gran servicio nos ha hecho usted. Sí, señor, le aseguro que lo haré.
—No hace ninguna falta, señor obispo —dijo el alcalde—. No tiene por qué verlo como un favor, ni siquiera como un servicio. Los argumentos que usted me ha presentado eran muy persuasivos, y creo que toda la ciudad se va a beneficiar. Siempre me alegra poder hacer algo por usted, algo que redunde en su beneficio y en beneficio de toda la ciudad de Nueva York.
—¡Y lo ha hecho! No sabe cuánto se lo agradezco.
—Bien, pues, ya que estamos en eso —dijo el alcalde, adoptando su tono de maestro de escuela, que tan útil le había sido muchas veces—, querría que usted hiciese también una cosa por mí… una cosa que también le resultará beneficiosa a usted, y a la ciudad de Nueva York.
El alcalde inclinó la cabeza hacia un lado y le dirigió una sonrisa anchísima. Era como el petirrojo que acaba de avistar una lombriz.
—Obispo, quiero que forme usted parte de una comisión especial sobre delincuencia ciudadana que pienso organizar de manera inmediata. Y me gustaría poder anunciar su nombramiento el mismo día en que anuncie la creación de esa comisión. No hace falta que le diga la importancia que el problema de la delincuencia tiene en Nueva York. Ni tampoco que recalque en qué medida ese problema se complica por culpa de las connotaciones raciales que suele tener, por todos los prejuicios acerca de quiénes cometen los delitos y de cuál es la actitud al respecto de nuestra policía. Le aseguro que formar parte de esa comisión es el mejor servicio que puede usted rendirle a Nueva York en este momento. ¿Qué me dice?
El alcalde notó en seguida la consternación que reflejaba el rostro del obispo.
—Me siento muy adulado, señor alcalde —dijo el obispo. Pero no parecía sentirse precisamente adulado. Ya no sonreía—. Y estoy completamente de acuerdo con usted, desde luego. Pero debo decirle que, en la medida en que mis actividades como obispo de esta diócesis se relacionan con la vida pública, con la vida oficial, creo que tengo las manos en cierto modo atadas…
Pero en este momento sus manos no estaban atadas. Empezó a retorcérselas, como si estuviese tratando de abrir un tarro de melocotón en almíbar, mientras seguía explicándole al alcalde cuál era la estructura de la iglesia episcopaliana, y el pensamiento teológico subyacente a esa estructura, y la teología de ese pensamiento teológico, y cuáles eran las cosas que eran del César, y cuáles no.
El alcalde desconectó al cabo de diez o veinte segundos, pero permitió que el obispo siguiera parloteando sin interrupción pues sentía un placer agridulce viendo lo muy desazonado que estaba aquel pobre hombre. Era evidente que el obispo no hacía otra cosa que encubrir el hecho de que ningún Líder Negro como él podía arriesgarse a aparecer vinculado públicamente con el alcalde, ni siquiera formando parte de la jodida comisión que debía investigar la jodida inseguridad ciudadana. ¡Qué idea tan brillante! Una comisión birracial sobre la delincuencia, con media docena de líderes negros de aspecto dinámico, como el obispo Bottomley. La voz del obispo encontraría eco en los corazones de todos los negros honestos de Nueva York, los mismos que podían votar al alcalde cuando, en noviembre, se presentase para su reelección. Sin embargo, aquel elegante reptil formado en Harvard se le estaba escurriendo de entre las manos… Mucho antes de que el obispo hubiese concluido su exegesis y disculpas, el alcalde ya había abandonado la idea de crear una comisión especial sobre la delincuencia en Nueva York.
—Lo siento de verdad —dijo el obispo—, pero nuestra política global no me deja alternativa.
—Lo entiendo, lo entiendo —dijo el alcalde—. Si no puede, no puede. No se me ocurre ninguna persona más indicada que usted para formar parte de la comisión, pero comprendo sus razones.
—Lo lamento especialmente, señor alcalde, por el gran favor que le ha hecho a la iglesia episcopaliana, señor alcalde.
El obispo empezaba a preguntarse si no lo habría echado todo a perder con su actitud.
—Oh, por eso no se preocupe —dijo el alcalde—. No se preocupe en absoluto. Como le decía antes, no lo hice por usted, ni tampoco por su iglesia. Lo hice porque creo que actuando así defiendo los intereses de esta ciudad. Así de sencillo.
—Bien, de todos modos le estoy agradecidísimo —dijo el obispo, poniéndose en pie—, y puede contar con el agradecimiento de toda la diócesis. Yo me encargaré de que así sea.
—No hace ninguna falta —dijo el alcalde—. De vez en cuando resulta agradable encontrarse con que te piden una cosa tan lógica como la que usted me proponía.
El alcalde dirigió al obispo la más ancha de sus sonrisas, le miró directamente a los ojos, estrechó su mano, y siguió sonriendo hasta que el obispo abandonó su despacho. Cuando el alcalde volvió a sentarse a su mesa, pulsó un botón y dijo:
—Póngame con el presidente de la Comisión de Urbanismo.
Al cabo de unos momentos sonó un tenue bip-bip y el alcalde descolgó el teléfono y dijo:
—¿Mort? ¿Recuerdas lo de la iglesia de St. Timothy's…? Exacto… Pues bien, ¡CLASIFÍCALA COMO MONUMENTO HISTÓRICO!