26. Morir en Nueva York

Fue la Rata Muerta en persona, Sir Gerald Steiner, quien tuvo la brillante idea. Steiner se había reunido en su despacho con Brian Highridge y Fallow. El simple hecho de estar allí, de respirar el mismo aire importante que Steiner, bastó para animar a Fallow. Gracias a sus éxitos en el caso McCoy, se le habían abierto las puertas de los despachos más señoriales y los pisos más altos del edificio del City Light. El despacho de Steiner estaba instalado en una habitación que hacía esquina y dominaba una panorámica de Hudson River. Contenía un gran escritorio de madera, una mesa de trabajo estilo colonial, seis butacas, y un sofá, prueba imprescindible de que ese despacho es el de alguien que ocupa un puesto muy elevado en el mundo empresarial. Junto al sillón giratorio de Steiner había una terminal de ordenador y una máquina de escribir, ambas sobre patas metálicas de tipo sencillo. En un rincón traqueteaba un teletipo de la Reuter. En otro había una radio sintonizada con las frecuencias que usaba la policía. Steiner la tuvo conectada durante todo un año, pero ahora estaba en silencio porque el hombre había acabado hartándose de oír voces metálicas y cacofonías de corriente estática. En las amplias cristaleras que daban al río y a la playa gris ostra de Hoboken, no había cortinas, sólo persianas graduables. Las persianas graduables daban al despacho un aspecto de Industria Ligera, de Redacción Hiperactiva.

El motivo por el cual se había convocado esta reunión en la cumbre era tomar una decisión sobre el modo de enfocar la nueva pista conseguida por Fallow: a saber, que la mujer misteriosa, la morena cachonda que se puso al volante del Mercedes de McCoy después de que éste atropellara a Henry Lamb, era Maria Ruskin. El periódico había destinado cuatro reporteros —entre los cuales, para satisfacción de Fallow, se encontraba Robert Goldman—, a la tarea del rastreo. Una tarea que hacían para él; eran, pues, sus peones. De momento sólo habían conseguido comprobar que Maria Ruskin se encontraba en el extranjero, probablemente en Italia. En cuanto al pintor, Filippo Chirazzi, no habían logrado localizar ni una sola pista sobre él.

Steiner, sin americana, con el nudo de la corbata aflojado, y sus tirantes rojos llameando sobre la camisa a listas, estaba sentado a su escritorio cuando, de repente, tuvo aquella brillante idea. Hacía unos días que la sección de Economía del City Light había empezado a publicar una serie sobre «Los Nuevos Empresarios». El plan de Steiner consistía en que Arthur Ruskin fuera el protagonista de un capítulo de la serie. De hecho, Arthur Ruskin pertenecía a la especie de los «nuevos empresarios» del Nueva York de los últimos tiempos, pues era de esos hombres que habían logrado reunir, repentina e inexplicablemente, una inmensa fortuna. El entrevistador encargado de hablar con este nuevo empresario sería Peter Fallow. Si lograba acercarse al anciano, posiblemente pudiera sacar algún provecho. Por ejemplo, averiguar dónde estaba Maria Ruskin.

—Pero ¿crees que aceptará la idea de que le dediquemos un capítulo de la serie, Jerry? —preguntó Brian Highridge.

—Conozco a esos tipos —dijo Steiner—, los más viejos son los peores. Gente que ha ganado sus cincuenta millones, o sus cien millones… lo que los tejanos llaman una unidad. ¿Lo sabíais? Cien millones son, para ellos, una unidad. ¿No os parece delicioso? Una unidad, naturalmente, sólo es el punto de partida. En fin, esta clase de tipos reúnen una colosal montaña de dinero, pero, por ricos que sean, suele ocurrirles que van a una cena, por ejemplo, y se encuentran sentados junto a una jovencita adorable, y empiezan a notar aquella excitación que casi habían olvidado… Y resulta que la chica no tiene ni idea de quién es el tipo que está a su lado. Por mucho que tenga cien jodidos millones de dólares, la tía no lo sabe, ni siquiera ha oído pronunciar jamás su nombre. Y cuando él intenta explicarle quién es… ella no le hace ningún caso. ¿Qué puede hacer un tipo así en esas circunstancias? No puede colgarse del cuello un cartel que diga: «Gigante de las finanzas.» Pues bien, llegado ese momento, todos, especialmente los viejos, empiezan a abandonar sus prejuicios contra toda clase de publicidad.

Fallow confió en Steiner. Por algo Steiner había fundado el City Light y seguía publicándolo con unas pérdidas de unos diez millones al año. Porque ahora ya no era otro gran financiero anónimo, sino el temible bucanero del temible City Light.

La Rata demostró ser un profundo conocedor de la psicología de los nuevos ricos anónimos. Bastaron dos llamadas de Brian Highridge para arreglarlo. Ruskin dijo que solía evitar toda clase de publicidad, pero que en este caso haría una excepción. Y le dijo a Highridge que estaría encantado de invitar al periodista —¿Cómo se llamaba? ¿Mr. Fallow?— a comer con él en La Boue d'Argent.

Cuando llegaron al restaurante los dos comensales, Fallow empujó la puerta giratoria de latón para cederle paso al anciano. Ruskin bajó un poco la barbilla, bajó también la vista, y sonrió con una sonrisa profundamente sincera que le iluminó todo el rostro. Fallow se quedó maravillado de ver que aquel malhumorado viejo de setenta y un años demostraba tanto agradecimiento ante un rasgo de educación tan inocuo. Pero al cabo de un instante comprendió que aquello no tenía nada que ver con él ni con su cortesía. Ruskin estaba simplemente comenzando a sentir las primeras irradiaciones del dulce y grandioso recibimiento que le aguardaba en cuanto cruzase el umbral.

Tan pronto como Ruskin entró en el vestíbulo, tan pronto como comenzó a brillar sobre él la luz de la famosa escultura del restaurante, El jabalí de plata, se inició el más adulador lisonjeo. Raphael, el maître, salió de un brinco de detrás de su mesa. De hecho, no fue un solo jefe de camareros, sino dos, quienes acudieron hacia él y le dirigieron anchas sonrisas resplandecientes, le hicieron profundas reverencias, y poblaron la atmósfera con sus Monsieur Ruskin por aquí Monsieur Ruskin por allá. El gran financiero bajó todavía un poco más su barbilla, hasta dejarla flotando sobre los almohadones de su papada, y contestó con murmullos, y fue ensanchando más y más su sonrisa, mostrándose, simultánea y sorprendentemente, cada vez más tímido. La suya era la sonrisa del jovencito en la fiesta de su propio cumpleaños, el muchacho que se siente a la vez azorado y maravillosamente regocijado al comprender que se encuentra en una habitación llena de gente que se muestra contenta, anormalmente contenta, podríamos decir, por el hecho de verle vivo y en compañía de todos ellos.

Raphael y los dos jefes de camareros apenas si le dirigieron a Fallow un par de Buenas tardes, señor francamente apresurados, para, de inmediato, volverse hacia Ruskin y seguir rociándole con las dulces naderías propias de su oficio. Fallow se fijó en un par de extraños personajes que se encontraban también en el vestíbulo, dos hombres, treintañeros ambos, y vestidos con sendos trajes oscuros que, más que vestirles, parecían camuflar la poderosa musculatura de sus proletarios cuerpos. Uno de ellos parecía norteamericano, y el otro asiático. Este último era tan grande y poseía una cabeza tan enorme y con unos rasgos tan aplastados y amenazadores, que Fallow se preguntó si sería de las islas Samoa. También Ruskin se fijó en él, y Raphael, presumiendo, les aclaró:

—Servicio secreto. Dos servicios secretos, el norteamericano y el indonesio. Esta noche cenara aquí Madame Tacaya.

Y, tras haberles transmitido la noticia, volvió a sonreír.

Ruskin se giró hacia Fallow e hizo, sin sonreír, una mueca, quizá porque temía no ser contrincante de suficiente importancia como para rivalizar con la esposa del dictador indonesio a la hora de disfrutar de las atenciones y el homenaje del personal del restaurante. El gigantesco asiático les miró a los dos. Fallow notó que le salía un cable de la oreja izquierda.

Raphael le dirigió una nueva sonrisa a Ruskin, y señaló el comedor, y entonces empezó la procesión, encabezada personalmente por Raphael, seguido por Ruskin y Fallow, y con un jefe de camareros y un camarero en la retaguardia. Al llegar junto a la iluminada figura del Jabalí de plata torcieron a la derecha y se encaminaron hacia el comedor. Ruskin sonreía. Todo aquello le estaba gustando muchísimo. Y hubiera parecido un perfecto estúpido de no ser porque aún mantenía la mirada baja.

El comedor estaba, por la noche, muy iluminado, y su aspecto era en consecuencia mucho más chillón que al mediodía. La gente que cenaba allí no tenía tanto cachet social como la que iba a almorzar, lo cual no impedía que el local estuviera atestado de gente y que flotara en él una sonora atmósfera de conversaciones. Fallow fue fijándose en los sucesivos grupos de hombres calvos y mujeres con el pelo teñido de color piña tropical.

La procesión se detuvo junto a una mesa redonda mucho más grande que las demás, pero que no estaba ocupada. Un jefe de camareros, dos camareros, dos ayudantes de camarero zumbaban alrededor de la mesa, colocando correctamente los cubiertos junto a cada plato. Era, evidentemente, la mesa de Madame Tacaya. Justo enfrente se encontraba un banco corrido, al pie de las ventanas de la fachada. A Fallow y a Ruskin les colocaron en ese banco, el uno junto al otro. Dominaban, así pues, toda la zona señorial del comedor, que era lo que cualquier aspirante a un trato especial en La Boue d'Argent podía desear.

—¿Quiere saber —preguntó Ruskin— por qué me gusta este restaurante?

—¿Por qué? —preguntó Fallow.

—Porque tiene la mejor comida y el mejor servicio de todo Nueva York. —Ruskin se volvió y miró cara a cara a Fallow. A éste no se le ocurría qué responder a tan pasmosa revelación—. La gente comenta que viene aquí la mejor sociedad y todo eso —dijo Ruskin—, y es cierto, son muchas las personas conocidas que comen aquí. Pero ¿por qué? Porque tienen una comida magnífica y un servicio magnífico. —Y, dicho esto, se encogió de hombros. (Más claro, el agua.)

Raphael reapareció y le preguntó a Ruskin si quería un aperitivo.

—No te fastidia —dijo Ruskin, sonriendo—. Me lo han prohibido, pero me apetece. ¿Tiene Courvoisier V.S.O.P.?

—Desde luego.

—Entonces, tráigame un sidecar[32] con el V.S.O.P.

Fallow pidió un vaso de vino blanco. Tenía intención de mantenerse sobrio. Al poco rato apareció un camarero con el vaso de vino y el sidecar de Ruskin.

Ruskin alzó su copa.

—¡Por la buena suerte! —dijo—. Me alegro que no esté aquí mi mujer.

—¿Por qué? —preguntó Fallow, todo oídos.

—No tendría que beber, y menos esta clase de bombas. —Alzó la copa para ver el líquido al trasluz—. Pero esta noche me apetece. Fue Willi Nordhoff quien me hizo probar los sidecars. Los pedía constantemente, en el King Cole Bar de St. Regis. «Zitecar», decía. Y luego: «Mit Fay, Es, Oh, Pay.»[33] ¿No conoce a Willi?

—Me parece que no —dijo Fallow.

—Pero sabrá quién es, ¿no?

—Por supuesto —dijo Fallow, que jamás había oído mencionar ese nombre.

—Hay que joderse —dijo Ruskin—. Jamás creí que llegaría a ser tan gran amigo de un cabeza cuadrada, pero ese muchacho me encanta.

Esta idea hizo que Ruskin se lanzara a pronunciar un largo soliloquio acerca de los muchos caminos que había tenido que recorrer a lo largo de su carrera, y los muchos cruces que se había encontrado en esos caminos, y de lo maravillosa que era América, y de lo improbable que le habría parecido a todo el mundo que un judío de Cleveland pudiera llegar hasta donde él había llegado. Y luego se puso a describir el panorama que se divisaba desde la cumbre de la montaña, no sin antes haber pedido un nuevo sidecar. Pintaba con trazos vigorosos pero vagos. Fallow se alegró de no estar sentado frente a él. De este modo Ruskin no podía leer el tedio que seguramente expresaban sus facciones. De vez en cuando Fallow se aventuraba a formular alguna pregunta. Trató incluso de cazar algún dato sobre en qué lugar de Italia podía encontrarse Maria Ruskin en esos momentos, pero también acerca de esta cuestión Ruskin sólo dijo vaguedades. Tenía ganas de volver a la historia de su vida.

Llegó el primer plato. Fallow había pedido un paté de verduras. El paté era un diminuto semicírculo rosado del que emergían, a modo de rayos, unos tallos de ruibarbo. Todo ese conjunto aparecía colgado en el cuadrante superior izquierdo del plato, que era notablemente grande, y tenía el fondo ilustrado con una curiosa imagen estilo art nouveau que representaba un galeón español navegando por un mar rojizo hacia… el ocaso… pero el sol poniente era, de hecho, el paté con sus rayos de ruibarbo, mientras que el galeón español no estaba pintado en el plato sino que consistía en un amontonamiento de salsas de diversos colores. El plato de Ruskin contenía un lecho plano de fideos verdes habilidosamente entrelazados de manera que formasen un trenzado de cestería, sobre el cual revoloteaba una bandada de mariposas formadas por parejas de lonchas de seta dispuestas a modo de alas, y con el cuerpo, los ojos y las antenas formados por medio de pimientos, lonchas de cebolla, chalotes y alcaparras. Ruskin no tomó nota del coloreado collage que tenía ante sí. Había pedido una botella de vino y seguía explayándose en su repaso de las subidas y bajadas de su carrera. Bajadas, sí; había tenido que superar muchas decepciones. Lo principal era tener determinación. Los hombres determinados eran capaces de tomar grandes decisiones, no tanto porque fueran necesariamente más listos que los demás, sino porque tomaban más decisiones, y, de acuerdo con la ley de los promedios, algunas de tales decisiones tenían por fuerza que ser geniales. ¿Le estaba quedando todo claro a Fallow? Fallow asintió con la cabeza. Ruskin hizo una pausa muy breve, sólo para contemplar el alboroto que organizaban en esos momentos Raphael y sus muchachos en torno a la gran mesa redonda que tenían enfrente. Ya llega Madame Tacaya. Ruskin pareció dolido de que estuvieran apartándole del centro del escenario.

—Todo el mundo está empeñado en venir a Nueva York —dijo en tono afligido y sin mencionar el nombre de las personas a las que se refería, sin duda porque no hacía falta—. Esta ciudad ocupa ahora el lugar que antiguamente ocupaba París. Por muy importantes que ciertas personas sean en su propio país, en seguida empieza a reconcomerles la idea de que quizá en Nueva York a nadie le importe quiénes son o qué hagan. ¿La conocen, no? Es una emperatriz, y Tacaya es el emperador. Bueno, se hace llamar presidente, como todos. Y habla mucho de democracia, como los demás. ¿Se ha fijado, Fallow? Si Gengis Kan viviera hoy en día, sería el presidente Gengis, o el presidente vitalicio Gengis, como Duvalier. Qué mundo. Cada vez que la emperatriz mueve un dedo, veinte millones de pobres diablos se estremecen en sus chozas. Y, sin embargo, no puede conciliar el sueño por las noches pensando en que quizá en Nueva York ni siquiera sepan quién es.

El agente de servicio secreto de Madame Tacaya asomó su enorme cabeza asiática por la puerta del comedor, e inspeccionó a toda la clientela. Ruskin le dirigió una mirada de odio.

—En la época de París —prosiguió Ruskin— tuvieron la suerte de que nadie abandonaba su maldito rincón del Pacífico Sur para plantar allí sus reales. ¿Ha estado alguna vez en Oriente Medio?

—Mmmmmm-n-n-n-n-no —dijo Fallow, que durante medio segundo tuvo la tentación de mentir y jactarse de haber estado allí.

—Tendría que ir. No entenderá lo que pasa en el mundo hasta haber visitado esos sitios. Kuwait, Dubai, Jidda… ¿Sabe qué quieren hacer ahora por allí? Quieren edificar rascacielos de cristal, como en Nueva York. Los arquitectos les dicen que se han vuelto locos. Un edificio de cristal, en un clima como aquél… tendrán que mantener conectada la refrigeración las veinticuatro horas del día. Les costará una fortuna. Pero ellos dicen que les da igual. ¿Qué importa que salga caro? Están sentados encima de todo el petróleo del mundo.

Tras sonreír para sí, Ruskin continuó:

—Le explicaré con un ejemplo a qué me refería cuando le hablaba de la importancia de tomar decisiones. ¿Recuerda la crisis energética, a comienzos de los setenta? Lo llamaban así, la crisis energética. Pues eso ha sido lo mejor que ha ocurrido en mi vida. De repente todo el mundo comenzó a hablar del Oriente Medio y de los árabes. Una noche, cenando con Willi Nordhoff, él se puso a hablar de la religión musulmana, del Islam, que exige que todo musulmán vaya a La Meca antes de morir. Pues bien, en cuanto se lo oí decir se encendió una bombilla en mi cabeza. Así de sencillo. Yo tenía entonces cerca de sesenta años de edad, y estaba absolutamente arruinado. La bolsa se había hundido, y yo me había pasado los últimos veinte años comprando y vendiendo valores. Tenía un apartamento en Park Avenue, una casa en Eaton Square, en Londres, y una granja en Amenia, estado de Nueva York, pero estaba arruinado, y desesperado, y entonces se me encendió esa bombilla en la cabeza.

»De modo que le dije a Willi: “Willi, ¿cuántos musulmanes debe de haber en el mundo?” Y él me dijo: “No sé. Millones, cientos de millones.” Ahí mismo, en ese momento, tomé una decisión. “Voy a meterme en el negocio de los vuelos charter. Voy a llevar a La Meca a todos los jodidos musulmanes que quieran ir.” De manera que vendí la casa de Londres y la granja de Amenia, para reunir algún dinero, y adquirí por medio de un leasing mis primeros aviones, tres Electra antiquísimos. Mi mujer, me refiero a mi anterior esposa, no hacía más que llorar diciendo que adonde iríamos a pasar el siguiente verano, si no podíamos ir a Londres ni a la granja. Ese fue todo el comentario que se le ocurrió hacer en medio de aquella condenada situación.

Ruskin se iba animando a medida que avanzaba su relato. Pidió vino tinto, un vino espeso que prendió deliciosas llamas en el estómago de Fallow. Fallow pidió un plato llamado Boogie Woogie, que resultó estar compuesto de rectángulos de ternera, cuadrados de manzanas rojas con especias, y líneas de nueces machacadas, todo ello ordenado de forma que recordase el Broadway Boobie Woogie de Piet Mondrian. Ruskin pidió unos médaillons de selle d'agneau Mikado, que eran unos óvalos perfectos de pierna de cordero, con hojitas de espinaca y ramitas de apio dispuestas de modo que el conjunto pareciese un abanico japonés. Ruskin se las arregló para engullir dos vasos de aquel fuerte tinto con asombrosa rapidez, teniendo en cuenta sobre todo que no paró de hablar ni un instante.

Al parecer, Ruskin se embarcó en uno de los primeros vuelos a La Meca, haciéndose pasar por miembro de la tripulación. Las agencias árabes de viajes habían registrado hasta los pueblos más remotos tratando de convencer a los musulmanes de la ventaja que representaba hacer el viaje a La Meca por un medio que, en lugar de tardar treinta o cuarenta días, se hacía en cuestión de horas. Muchos de aquellos aldeanos no habían visto jamás un avión. Así pues, se presentaban en el aeropuerto acompañados de sus corderos, sus cabras y sus pollos. Por nada del mundo hubieran dejado el ganado a la hora de subir a bordo del avión. Habían comprendido que el viaje en avión era breve, pero ¿con qué iban a alimentarse una vez en La Meca? De forma que el ganado entró en los aviones junto con los ganaderos, y los bichos se dedicaron a balar, cacarear, orinar y defecar en donde les dio la gana. Ruskin decidió cubrir de grandes plásticos los asientos y suelos de las cabinas de pasajeros. Y, de este modo, terminaron viajando a La Meca hombres y animales juntos y revueltos, convertidos en nómadas aéreos que atravesaban así desiertos de plástico. Algunos pasajeros comenzaron inmediatamente a amontonar ramas y troncos en los pasillos, con el fin de encender el fuego con el que más tarde pensaban asar la carne. Una de las principales tareas de azafatas y demás tripulantes fue la de disuadirles de llevar a cabo sus propósitos.

—Pero lo que quería contarle es lo de la vez en que tuvimos un aterrizaje forzoso en La Meca —dijo Ruskin—. Era de noche, y nos aproximábamos al aeropuerto, dispuestos a aterrizar, cuando el piloto frenó a destiempo, se pasó de largo, y el maldito avión siguió avanzando fuera de la pista hasta que nos dimos de morros contra una duna, hubo una sacudida bestial y el avión, con el extremo de un ala clavado en la arena, giró todavía trescientos sesenta grados hasta que, por fin, decidió pararse. Bueno, con aquel meneo que les habíamos dado a los árabes y a sus bestias, creíamos que habría escenas de pánico. Temimos que nos iban a ajusticiar a todos los tripulantes, allí mismo. En fin, que los que más pánico pasamos fuimos nosotros. Vimos que los musulmanes se iban poniendo en pie, sin la menor prisa, y que empezaban a recoger sus bolsas y sacos y animales y todo, esperando a que les abriéramos las puertas. Ellos tan tranquilos. ¡Y nosotros muertos de miedo! Hasta que por fin lo comprendimos. Esa gente creía que todo era normal. Sí, ¡creían que era así como paran los aviones! ¡Clavas la punta de un ala en la arena, das toda una vuelta, hasta que se para el cacharro, y luego te apeas! Claro, jamás en su vida habían ido en avión, de modo que no tenían ni idea de cómo suelen aterrizar… ¡Les pareció absolutamente normal! ¡Creyeron que así era como se hacía siempre!

El simple recuerdo hizo que Ruskin comenzara a soltar carcajadas cargadas de espesa flema, risas que se le atragantaban en el fondo de la garganta, hasta que todo aquello se transformó en una tos espasmódica, y se le puso la cara rojísima. Se apoyó con las manos en la mesa para enderezarse, clavó la espalda en el respaldo, y emitió unos «¡Unnnnf! ¡Hmmmmmm! ¡Hmmmmmmm!¡Hmmmmmmmmm!», a modo de reflexión sobre la anécdota que acababa de contar. Luego le cayó la cabeza hacia adelante, como si estuviese meditando sobre aquella situación tan graciosa. Pero la cabeza se le fue luego hacia un lado y de su boca salió un ronquido, y terminó apoyándose en el hombro de Fallow. Por un instante, éste creyó que el tipo se había dormido. Para poder mirarle la cara, Fallow se volvió un poco, pero en ese mismo momento todo el cuerpo de Ruskin cayó lateralmente sobre él. Perplejo, Fallow se separó un poco, pero la cabeza de Ruskin quedó recostada sobre sus piernas. La cara de aquel viejo ya no estaba roja. Ahora tenía un espantoso tono agrisado, la boca entreabierta, la respiración agitada. Sin pensárselo dos veces, Fallow intentó volver a enderezarle, pero fue como tratar de levantar un saco de abono. Mientras agarraba el pesado cuerpo y lo empujaba hacia arriba, Fallow vio que los dos hombres y dos mujeres que ocupaban la mesa vecina le miraban con la curiosidad despectiva de quien está viendo un espectáculo bochornoso. Ninguno de ellos levantó un solo dedo, naturalmente. Fallow consiguió dejar a Ruskin sentado, con la espalda contra el respaldo, y buscó con la mirada alguien a quien pedirle ayuda. Raphael, un jefe de camareros, dos camareros y unos botones estaban revoloteando en torno a la gran mesa redonda a la que tenían que llegar de un momento a otro Madame Tacaya y su grupo.

—¡Disculpe! —gritó Fallow, pero nadie le oyó. Comprendió que su británica expresión era absolutamente ridicula. En realidad hubiese tenido que decir: «¡Socorro!» Cambió de táctica—: ¡Camarero! —gritó, en el tono más beligerante del que fue capaz. El jefe de camareros volvió la vista, frunció el ceño y, finalmente, dejó la mesa de Madame Tacaya para acercársele.

Fallow mantenía tieso a Ruskin con un brazo. Con el otro señaló la cara de su acompañante. Ruskin seguía con la boca entreabierta y los ojos medio cerrados.

—Mr. Ruskin ha tenido una especie de… ¡No sé qué! —le dijo Fallow al jefe de camareros.

Éste miró a Ruskin con la misma expresión que hubiese adoptado para mirar a una paloma que, inexplicablemente, se hubiese colado en el restaurante pata sentarse en la mesa principal. Dio luego media vuelta, llamó a Raphael, y éste miró también a Ruskin.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Raphael.

—¡Parece que ha tenido un ataque de algo! —dijo Fallow—. ¿Hay algún médico por aquí?

Raphael se volvió hacia el resto del comedor. Pero se le notaba que no buscaba a nadie en particular. Trataba de calcular qué ocurriría en caso de que reclamase la atención de los clientes y preguntara luego si había entre ellos algún médico. Se miró el reloj y soltó una palabrota entre dientes.

—¡Busque a un médico, por favor! —dijo Fallow—. ¡Avise a la policía!

Y agitó las dos manos en el aire, pero al soltar a Ruskin el anciano cayó hacia adelante hasta darse de bruces en su plato, que todavía contenía la selle d'agneau Mikado. Una de las mujeres de la mesa vecina soltó un grito sofocado y se tapó la cara con la servilleta. Las mesas estaban a una distancia de apenas quince centímetros la una de la otra, y uno de los brazos de Ruskin se había enganchado en el hueco que las separaba.

Con un ladrido sordo, Raphael llamó a los dos camareros que estaban en la mesa de Madame Tacaya. Estos se acercaron y comenzaron a retirar la mesa de Fallow. Pero ésta soportaba todo el peso de Ruskin, que también se fue deslizando hacia adelante. Fallow le agarró por la cintura, para evitar que cayese de cabeza al suelo. Pero pesaba como un muerto. La cara estaba a punto de resbalarle fuera del plato. Fallow era incapaz de sostenerle. El viejo perdió finalmente el apoyo y acabó cayéndose de cabeza al suelo. Ahora estaba tendido sobre la alfombra, de costado, con las piernas abiertas. Los camareros siguieron tirando de la mesa hacia atrás, hasta cerrar el pasillo que daba paso a la mesa de Madame Tacaya. Raphael les gritaba a todos sus subordinados simultáneamente. Fallow sabía algo de francés, pero no entendió ni palabra de lo que Raphael decía. Era como un atasco de circulación. Viendo que las cosas empeoraban, Raphael en persona se agachó e intentó levantar a Ruskin, tomándolo por los hombros. No pudo moverlo un centímetro. Dos camareros que llevaban sendas bandejas cargadas se habían quedado plantados junto al grupo, contemplando el espectáculo. Fallow se puso en pie, pero el cuerpo de Ruskin le impedía salir de detrás de la mesa. Le bastó echarle otra mirada al rostro de Ruskin para saber que estaba en las últimas. Tenía la tez de un gris ceniza, manchado de salsa francesa y pedacitos de apio y espinaca. La piel de las comisuras de la boca y en torno a la nariz se le estaba poniendo de color azul. Su ojos, todavía entreabiertos, eran como dos gotas de leche. La gente asomaba la cabeza desde todos los ángulos, pero las conversaciones del restaurante no habían cesado. Raphael mantenía la vista fija en la puerta.

—Avisen a un médico, por Dios —dijo Fallow.

Raphael le lanzó una mirada asesina y luego hizo un ademán con la mano, desestimando su insinuación. Fallow se quedó de piedra. Luego empezó a enfurecerse. Tampoco él quería líos como el que la agonía de Ruskin anunciaba, pero aquel tipo le había ofendido. De repente se convirtió en aliado de Ruskin. Se arrodilló en el suelo y estiró las piernas del moribundo. Luego le aflojó el nudo de la corbata, e intentó abrirle la camisa. No obstante, había caído de un modo que no había manera de hacerlo.

—¿Qué le pasa? ¿Asfixia? ¿Asfixia? Déjenme pasar, voy a practicarle la maniobra Haimlich…

Fallow alzó la vista. Un tipo enorme, el clásico percherón yanqui, estaba en pie junto a él. Parecía un cliente.

—Creo que es algo del corazón —dijo Fallow—. Un infarto.

—Tiene el mismo aspecto que si se estuviera asfixiando —dijo el tipo—. ¡Hay que aplicarle la maniobra Heimlich!

Raphael intentaba apartar al hombrón. Éste le dio un codazo y se arrodilló al lado de Ruskin.

—¡La maniobra Heimlich, maldita sea! —le dijo a Fallow—. ¡La maniobra Heimlich!

Parecía que diese órdenes militares. Metió las manos debajo de los brazos de Ruskin, y consiguió levantarle hasta dejarlo sentado. Luego rodeó con sus brazos el pecho del anciano, desde su espalda. Estrujó el cuerpo de Ruskin, pero perdió el equilibrio, y él y Ruskin rodaron juntos al suelo. Parecía un combate de lucha libre. Fallow seguía de rodillas. El tipo de la maniobra Heimlich se levantó, pinzándose con una mano la nariz, que le sangraba, y, con paso inseguro, se alejó de allí. Sus esfuerzos habían tenido como resultado fundamental levantar los faldones y la camiseta de Ruskin, de manera que ahora quedaba desnuda una buena porción de la voluminosa barriga del anciano.

Fallow iba a levantarse también cuando notó una fuerte presión sobre el hombro. Era la mujer de la mesa vecina, que trataba de salir como fuera, a pesar de que casi no había espacio. Fallow le miró a la cara. Era la imagen misma del pánico. Apartaba a Fallow con la misma fiereza que si tuviese que salir corriendo para tomar el último tren para Bombay. Sin querer, la mujer acabó pisando el brazo de Ruskin. Bajó la vista.

—¡Ooooooooh! —Un grito desgarrado.

Dio otros dos pasos. Alzó la vista hacia el techo. Comenzó a girar lentamente… Ante los ojos de Fallow hubo una borrosa y velocísima sucesión de movimientos. Era Raphael. Saltó hacia la mesa de Madame Tacaya, agarró la silla, y la colocó detrás de la mujer justo en el momento en que ésta se desmayaba y caía desplomada. De repente, la mujer se encontró sentada, aturdida, con un brazo colgando por detrás del respaldo de la silla.

Fallow se puso en pie, salvó de una zancada el cuerpo de Ruskin, y se quedó entre éste y la mesa en donde tenía que cenar Madame Tacaya. El cuerpo de Ruskin estaba tendido en un estrecho pasillo, como el cuerpo de una ballena varada en una playa. Raphael se encontraba cerca de él, y hablaba con el guardaespaldas asiático de cuya oreja emergía un cable. Ambos miraron hacia la puerta. Fallow les oyó decir: Madame Tacaya Madame Tacaya Madame Tacaya.

Los muy hijos de puta.

—¿Qué piensan hacer? —le preguntó Fallow a Raphael.

—Monsieur —dijo el maitre en tono furioso—, vamos a llamar a la policía; pediremos que nos manden una ambulancia. No podemos hacer nada más. Ni nosotros, ni usted.

Le hizo una seña a uno de los camareros, y éste saltó por encima del cuerpo, sin soltar su gran bandeja, y se puso a servir una mesa próxima. Fallow observó los rostros de las mesas cercanas. Todos miraban fijamente el escandaloso espectáculo, pero sin hacer nada. Un viejo tripón permanecía tendido en el suelo, aparentemente en muy mal estado. Quizá agonizando. Cualquiera de los comensales podía adivinarlo con sólo mirar la cara de Ruskin. Al principio se habían mostrado curiosos. ¿Morirá delante mismo de nuestras narices? Hasta habían llegado a sentir cierta animación ante la posibilidad de ser testigos del Hundimiento de Otro. Pero la tragedia se había alargado más de la cuenta. El rumor de conversaciones terminó por apagarse. El viejo tenía un aspecto repulsivo con la bragueta desabrochada y aquel voluminoso y obsceno tripón derramándose por el suelo. Se había convertido en un problema de protocolo. ¿Cuál era la actitud adecuada cuando un viejo agonizaba en el suelo, a pocos metros de la mesa en la que uno estaba cenando? ¿Había que ofrecer ayuda? En el pasillo que mediaba entre las dos mesas se había producido un tremendo atasco de circulación, de modo que tal vez lo más adecuado fuese despejar la zona, dejar que el pobre desdichado respirase un poco, y regresar más tarde a terminar la cena. Pero ¿acaso le resultaría de alguna ayuda al viejo que las mesas estuvieran vacías? Otra posibilidad era no seguir comiendo hasta que cayese el telón del último acto y el agonizante desapareciera de la vista. Sin embargo, ya habían pedido sus platos, ya les habían servido el primero o el segundo, y nada indicaba que aquel bochornoso espectáculo pudiera terminar rápidamente… mientras que, por otro lado, aquella cena costaba, una vez incluido el precio del vino, alrededor de 150 dólares por cabeza, y, encima, conseguir una mesa en aquel restaurante había costado lo suyo, y tampoco era cuestión de echar por la borda tanto esfuerzo. ¿Desviar la vista hacia otro lado? Bueno, quizá fuera ésta la mejor solución. La única. De modo que todos los comensales fueron bajando la vista a sus pintorescos platos… Sin embargo, la situación seguía siendo deprimente, porque los ojos de unos y otros tendían a desviarse durante un instante hacia… para comprobar si se habían llevado de una vez el pesado bulto. ¡Un agonizante! ¡Oh, mortalidad! !Y seguro que era un infarto! Este horrible temor se hallaba alojado en el fondo de la conciencia de prácticamente todos los varones que se encontraban en aquel comedor. Las viejas arterias iban atascándose, milímetro a milímetro, día a día, mes a mes, por culpa de todas esas comidas suculentas, todas esas carnes y salsas, todos esos panes y vinos y souffles y cafés… ¿Así terminarían ellos? ¿Caerían también al suelo, en algún local público, con un círculo azulado en torno a los labios, y una nube sobre esos ojos medio cerrados y completamente muertos? Un espectáculo francamente horripilante. Un espectáculo que daba náuseas. Un espectáculo que no te permitía disfrutar de aquellos carísimos bocados pictóricamente organizados en el plato. De modo que la curiosidad terminó convirtiéndose en incomodidad, y ésta se había transformado finalmente en resentimiento, un resentimiento compartido también por el personal de la casa.

Raphael se puso en jarras y miró al viejo agonizante con una frustración que a punto estuvo de transformarse en pura ira. Fallow tuvo la impresión de que si Ruskin hubiese parpadeado aunque sólo fuese una vez, el maître se habría puesto a cantarle las cuarenta con ese lenguaje especialidad de la casa en el que los insultos aparecerían engalanados con rechinante cortesía. Los clientes comenzaban por fin a olvidarse del cuerpo de Ruskin. Pero Raphael lo tenía muy presente. Madame Tacaya estaba a punto de llegar. Los camareros saltaban por encima del cuerpo con absoluta despreocupación, como si fuese algo que estaban acostumbrados a hacer todos los días, como si cada día hubiese un cuerpo tendido precisamente en aquel punto, de forma que el oportuno saltito les resultaba ya instintivo. Ahora bien, ¿cómo permitir que la emperatriz de Indonesia tuviese que dar una zancada para salvar aquel bulto del suelo? ¿Cómo consentir que estuviera sentada a su mesa en presencia de aquello? ¿Por qué tardaba tanto la policía?

Malditos yanquis, malditos niñatos espeluznantes, pensó Fallow. Ninguno de ellos, aparte del ridículo partidario de la Maniobra de Heimlich, había movido un solo músculo por aquel viejo bastardo. Finalmente llegaron un policía y los dos enfermeros de la ambulancia. De nuevo se hizo casi el silencio, pues los comensales se dedicaron a observar a los recién llegados. Porque, encima, uno de los enfermeros era negro, y el otro latino. E iban provistos de un interesante equipo formado por una camilla con patas plegables y una botella de oxígeno. Ante todo, le aplicaron a la boca de Ruskin la mascarilla de oxígeno. Por la actitud de los enfermeros, Fallow dedujo que Ruskin no estaba reaccionando. Prepararon la camilla, la colaron bajo el cuerpo de Ruskin, y le ataron con unas correas.

Luego, cuando empezaban a empujar la camilla hacia la salida, se les planteó un problema. Era imposible sacar la camilla por la puerta giratoria. Al entrar habían podido colarla en posición vertical, y entró sin grandes dificultades. Pero ahora que estaba horizontal, y con un cuerpo tendido sobre ella, resultaba excesivamente larga. Intentaron cerrar una de las hojas de la puerta, pero no parecía haber nadie que supiera hacerlo. Raphael insistía, a voz en grito:

—¡Pónganla de pie! ¡Pónganla de pie!

Al parecer, sin embargo, obedecer estas instrucciones hubiese supuesto una grave violación de las normas que regulan el transporte de los enfermos, sobre todo en el caso de las víctimas de infarto, y los enfermeros no querían jugarse el puesto. De modo que se quedaron todos ellos atascados en el vestíbulo, ante la estatua del Jabalí de plata, discutiendo a gritos.

Raphael alzaba los brazos y descargaba patadas contra el suelo.

—¿Creen que voy a permitir que ese… —y señaló el cuerpo de Ruskin, hizo una breve pausa, y renunció a utilizar ningún sustantivo— …permanezca en el restaurante, ante tout le monde? ¡Por favor! ¿No lo entienden? ¡Esto es la entrada principal! ¡La gente tiene que entrar y salir! ¡Esto es un negocio! ¡Madame Tacaya estará aquí de un momento a otro!

—Bueno, bueno —dijo el policía—. Tranquilo. ¿Hay otra salida?

Más discusiones. Uno de los camareros mencionó el lavabo de señoras, una de cuyas ventanas daba a la calle. El policía y Raphael entraron de nuevo en el comedor para ver si se podía utilizar esa vía. Poco después regresaron y el policía dijo:

—Bien. Creo que podemos intentarlo.

De modo que Raphael, un jefe de camareros, el policía, los enfermeros, un camarero y Fallow, más el bulto inerte de Arthur Ruskin, entraron de nuevo en el comedor. Volvieron a meterse por el mismo pasillo de antes, entre las mesas dispuestas a lo largo del banco de la pared y la mesa circular de Madame Tacaya, el mismo por el que Ruskin había entrado triunfalmente hacía casi una hora. Esta vez, sin embargo, la procesión era fúnebre. Ruskin seguía siendo el blanco de todas las miradas, pero ahora estaba tendido y frío. El rumor de conversaciones cesó bruscamente en todo el comedor. Ninguno de los clientes daba crédito a sus ojos. Ahora les pasaban por delante de sus narices el desencajado rostro y el blanco vientre de Ruskin… los sombríos restos de las alegrías de la carne. Como si hubiese reaparecido, con más virulencia que nunca, una horrible plaga que todos creían erradicada.

La procesión entró por una pequeña puerta situada al fondo del comedor. Esa puerta daba a un diminuto vestíbulo con otras dos puertas, una para el lavabo de caballeros, y otra para el de señoras. En este último estaba la ventana que daba a la calle. Tras forcejear un buen rato, el camarero y el policía consiguieron abrir la ventana. Raphael sacó un llavero y abrió la cerradura de la reja. Por el hueco se coló una corriente de aire frío y hollinoso. Todos lo agradecieron. Aquel amontonamiento de seres humanos, los vivos y el muerto, había terminado creando un ambiente irrespirable.

El policía y uno de los enfermeros treparon a la ventana y salieron a la calle. El otro enfermero y el camarero introdujeron uno de los extremos de la camilla, aquel en el que se encontraba el rostro de Ruskin, cada vez más agrisado y horrible, por la ventana, a fin de que se hicieran con él los dos hombres que aguardaban en la acera. Lo último que Fallow vio de los restos mortales de Arthur Ruskin, el rey de los charters a La Meca, fueron las suelas de sus zapatos ingleses hechos a mano, desapareciendo por la ventana del lavabo de señoras de La Boue d'Argent.

Un solo instante después, Raphael pasó como un rayo junto a Fallow, salió del lavabo y fue a atender sus menesteres en el comedor. Fallow le siguió. A mitad de camino, sin embargo, le interceptó el jefe de camareros que había atendido su mesa.

—Monsieur —le dijo, dirigiéndole una de esas solemnes sonrisas que solemos reservar para quienes están afligidos por la desaparición de un familiar muy próximo, y le entregó una hoja de papel. Parecía la cuenta.

—¿Qué es esto? —dijo Fallow.

L'addition, monsieur. La cuenta.

—¿La cuenta?

Oui, naturellement. Ustedes han pedido la cena, monsieur, y nosotros la hemos preparado y servido. Sentimos muchísimo que su amigo… —Y, sin terminar la frase, se encogió de hombros, hundió la barbilla y puso cara de circunstancias. (Para usted habrá sido una desgracia, pero eso no tiene nada que ver con nosotros, y la vida sigue, y los demás tenemos que continuar como si tal cosa.)

Aquella petición era tan tosca que Fallow se sintió horriblemente escandalizado. Pero aún era más escandaloso pensar que iba a tener que pagar la cuenta en un restaurante como aquél.

—Ya que tiene tanto interés por l'addition —dijo Fallow—, le aconsejo que hable de este asunto con Mr. Ruskin. —Y, dicho esto, apartó al jefe de camareros y se encaminó hacia la puerta.

—¡Eh, espere! —dijo el jefe de camareros. No quedaba en su voz resto alguno de la anterior untuosidad—. ¡Raphael! —gritó luego, y añadió algunas palabras en francés.

En el vestíbulo, Raphael giró sobre sus talones y se enfrentó a Fallow. Su expresión era muy severa.

—¡Un momentito, monsieur!

Fallow estaba sin habla. Pero en ese mismo instante Raphael dio otra vez media vuelta, esbozando en su rostro su más profesional y acogedora sonrisa. Un alto y taciturno asiático de cara achatada, vestido con traje de hombre de negocios, estaba entrando por la puerta giratoria, lanzando miradas fugaces a todos los rincones. Tras él apareció una mujer pequeñita de piel aceitunada, de unos cincuenta años, con los labios pintados de un rojo muy oscuro, la cabeza orlada de un enorme caparazón de cabello negrísimo, abrigo largo de seda roja y cuello a lo mandarín, y un vestido de seda roja cuyo extremo inferior casi rozaba el suelo. Llevaba encima suficientes joyas como para iluminar la más negra noche.

—¡Madame Tacaya! —dijo Raphael. Y alzó ambas manos, como si tratase de atrapar al vuelo un ramo de flores.

Al día siguiente, la primera página del City Light no contenía más que cuatro palabras, en los caracteres más grandes que Fallow recordaba haber visto en su vida:

MORIR EN NUEVA YORK

Y encima de ese gran titular, en letras más pequeñas, «TENGA LA AMABILIDAD DE MORIRSE ANTES DE QUE LLEGUE MADAME TACAYA», LE DIJERON AL MAGNATE EN EL RESTAURANTE DE LUJO.

Al pie de página: Una exclusiva del City Light, por nuestro testigo presencial, Peter Fallow.

Aparte del núcleo central de información, que contaba lo ocurrido durante la velada con todo lujo de detalles, incluidos los saltos que tuvieron que dar los camareros para no pisar el cuerpo de Ruskin, había un recuadro aparte con grandes titulares:

EL SECRETO DEL MAGNATE

JUMBOS JUDÍOS RUMBO A LA MECA

A mediodía, la furia de todo el mundo musulmán hacía repiquetear constantemente el teletipo de la Reuter instalado en un rincón del despacho de la Rata. La Rata sonreía y se frotaba las manos. Él había tenido la idea de que Fallow entrevistase a Ruskin.

Y, con una alegría que ni todo el dinero del mundo hubiera podido producirle, canturreó:

—Ah, qué genio del periodismo. Qué genio del periodismo. Qué genio del periodismo.