25. Nosotros, el jurado

—¿Sabes qué significa eso? Significa que el Sistema intenta protegerse a sí mismo —dijo el reverendo Bacon. Se había recostado en el respaldo del asiento de su escritorio y seguía hablando por teléfono, pero usando una entonación oficial. Porque hablaba con la prensa—. La Maquinaria del Poder se dedica una vez más a fabricar y difundir sus mentiras de siempre, con la connivencia de sus lacayos de los media, y esas mentiras no pueden ser más transparentes.

Aunque era bastante joven, Edward Fiske III reconoció en esta terminología la retórica radical de los últimos años sesenta y de la década de los setenta. El reverendo Bacon se quedó mirando el micro del teléfono con una expresión de virtuosa indignación. Mientras, Fiske se hundió un poco más en su asiento. Sus ojos dejaron el rostro de Bacon para posarse en los sicómoros amarillo-pantanoso del patio trasero, para después volver al rostro del reverendo e irse una vez más a los sicómoros. Pues no estaba seguro de que fuese oportuno establecer contacto visual con aquel hombre en ese momento, aun teniendo en cuenta que lo que había provocado esa indignación no tenía nada que ver con el motivo de su propia visita. Bacon estaba furioso porque el Daily News acababa de publicar una noticia en la que se insinuaba la posibilidad de que Sherman McCoy estuviese huyendo de un intento de atraco cuando atropello con su coche a Henry Lamb. El Daily News revelaba que el cómplice de Lamb era un tal Roland Auburn, un joven de notable historial delictivo, y aseguraba que la acusación del fiscal contra Sherman McCoy estaba basada exclusivamente en unas declaraciones inventadas por aquel individuo, que ahora trataba de obtener a cambio ciertas ventajas en un caso en el que estaba implicado actualmente.

—¿Dudas de que puedan caer tan bajo? —declamó el reverendo Bacon—. ¿Dudas de que puedan ser capaces de semejante vileza? Han caído tan bajo que hasta se atreven a manchar al joven Henry Lamb. Injurian a la víctima, que ahora se encuentra mortalmente herida y no puede defenderse por sí misma. Lo que me parece un delito es que digan que Henry Lamb es un delincuente… Eso sí que es un delito… ¿Entiendes…? Porque es así como funciona la retorcida mente del Sistema, así es como funciona el racismo subyacente. Como Henry Lamb es un joven negro, creen que se le puede clasificar como delincuente… ¿Entiendes…? Creen que pueden manchar su honra con toda la tranquilidad del mundo. Pero se equivocan. La honrosa vida de Henry Lamb es base suficiente para refutar sus mentiras. Henry Lamb es un buen muchacho, y el Sistema lo sabe… ¿Entiendes…? Pero en cuanto uno de los integrantes del Sistema… uno de ellos… está en apuros, no les importa en absoluto hacer lo que sea con tal de destruir el buen nombre de ese joven… ¿Cómo…? ¿Que quiénes son ellos? ¿Acaso crees que Sherman McCoy está solo…? ¿En serio que crees que está solo? Mira, McCoy es uno de los principales agentes financieros de Pierce & Pierce, y Pierce & Pierce es uno de los principales centros de poder de Wall Street. Conozco muy bien la firma Pierce & Pierce… ¿Entiendes…? muy bien de lo que son capaces. Supongo que has oído hablar de los capitalistas. Supongo que has oído hablar de los plutócratas. Pues bien, échale una ojeada a Sherman McCoy… y está bien claro que él es un capitalista, que es un plutócrata.

El reverendo Bacon siguió destripando la información publicada por el Daily News. Dijo que ese periódico era un conocido pelotillero de los intereses empresariales. El reportero que había escrito aquel montón de mentiras, Neil Flannagan, era un lacayo tan desvergonzado que se había prestado a firmar con su nombre una campaña verdaderamente repugnante. Su llamada «fuente de información», lo que el reportero calificaba de «fuentes próximas al caso», era, evidentemente, el propio McCoy con todos sus amiguetes.

A Fiske no le interesaba el caso McCoy, aparte de su valor de chismorreo cotidiano, aunque, por otro lado, conocía personalmenre al inglés que fue el primero en delatar el escándalo, un tipo maravillosamente ingenioso que se llamaba Peter Fallow, todo un maestro del arte de la conversación. No, a Fiske sólo le interesaba en realidad averiguar hasta qué punto las relaciones que tenía el reverendo Bacon con aquel caso podían suponer una complicación adicional para la de por sí complicada misión que él tenía que llevar a cabo: recuperar los 350.000 dólares, o parte de esa suma. Durante la media hora que llevaba sentado allí, la secretaria de Bacon le había pasado llamadas de dos diarios, de la Associated Press, de un concejal del Bronx, de un congresista del Bronx, y del secretario ejecutivo de la Fuerza de Choque Puño Gay, todas ellas relacionadas con el caso McCoy. Y ahora el reverendo Bacon hablaba con un tal Irv Stone, del Canal 1. Al principio, Fiske había imaginado que la suya era una misión condenada (una vez más) al fracaso. Pero le pareció detectar, por entre la horrible oratoria del reverendo Bacon, cierta joie de combat. Al reverendo Bacon le encantaba todo lo que estaba ocurriendo. Él era el líder de la cruzada. Se encontraba en su elemento. De modo que, en medio de toda aquella pasión y euforia, no era imposible que él, Edward Fiske III, pudiera encontrar el momento adecuado, el hueco apropiado para colarse e intentar que la iglesia episcopaliana recuperase sus 350.000 dólares de manos de aquel Abanderado del Cielo.

—Una cosa son las causas —estaba diciendo el reverendo Bacon—, y otra los efectos, Irv… ¿Entiendes…? Hubo una manifestación en los bloques Edgar Allan Poe, el barrio de Henry Lamb. Ese es el efecto… ¿entiendes…? Lo que le pasó a Henry Lamb es un efecto. Pues bien, hoy vamos a ir a la causa. Hoy vamos a ir a Park Avenue. A Park Avenue, entiendes, al lugar donde tienen su origen, su causa, las mentiras… ¿Qué…? Bien. Henry Lamb no puede hablar por sí mismo, pero su voz se oirá en todas partes. Hablará por él su pueblo, su gente, y esa voz será oída en Park Avenue.

Fiske no había visto nunca tan animada la cara del reverendo Bacon. Ahora estaba formulándole preguntas técnicas a Irv Stone. Naturalmente, no podía garantizar que el Canal 1 cubriese la información en exclusiva, al menos en esta ocasión, pero quería saber si era posible que ellos dieran la información en directo. ¿Cuál era la hora óptima? ¿La misma que la otra vez? Y así sucesivamente. Finalmente, colgó. Se volvió hacia Edward Fiske, le miró con pasmosa concentración, y le dijo:

—El vapor.

—¿Vapor?

—El vapor… ¿Recuerda lo que le dije del vapor?

—Oh, sí, naturalmente.

—Pues bien, ahora verá a qué presión se pone el vapor. Toda la ciudad lo va a ver. En pleno Park Avenue. La gente cree que el fuego se ha apagado. La gente cree que la ira es cosa del pasado. Y no sabe que lo que ocurre es que la han ido embotellando. Ni sabe tampoco que es precisamente cuando el vapor queda atrapado, precisamente entonces, cuando adquiere toda su fuerza… ¿Entiende…? Es entonces cuando uno descubre que estaba viviendo en el Valle de la Pólvora, que todos los ricos viven en el Valle de la Pólvora. Pierce & Pierce sabe manejar un sólo tipo de capital. En Pierce & Pierce no entienden de vapor. Y no pueden manejarlo.

Fiske detectó una diminuta abertura.

—De hecho, reverendo Bacon, el otro día le hablé de usted a un empleado de Pierce & Pierce. Linwood Talley, de la sección de seguros.

—Sí, me conocen —dijo el reverendo Bacon. Sonrió, pero con cierta levísima sorna—. A mí me conocen. Pero no saben nada del vapor.

—Mr. Talley me habló de Harlem Guaranty Securities. Dijo que ha tenido un gran éxito.

—No puedo quejarme.

—Mr. Talley no llegó a entrar en detalles, pero deduzco de lo que me dijo que ha sido una actividad muy… —buscó el eufemismo adecuado— provechosa, desde el primer momento.

—Hummmmmmmm. —El reverendo Bacon no pareció dispuesto a dar explicaciones.

Fiske no dijo nada, y trató de mantener la mirada del reverendo Bacon prendida en la suya, tratando así de crear un vacío que forzara al Abanderado de las Grandes Causas a decirle la verdad. De hecho, Fiske había averiguado gracias a Linwood Talley cuál era la verdad acerca de Harlem Guaranty Securities. El gobierno federal le había dado a esa empresa, en calidad de «suscriptor minoritario», la suma de 250.000 dólares de una emisión de bonos municipales con respaldo federal que alcanzaba en conjunto la suma de siete mil millones. La llamada Ley-de-reserva-parcial exigía que hubiese una participación de las minorías en la suscripción de esa clase de bonos, y Harlem Guaranty Securities había sido creada con el fin de contribuir al cumplimiento de los requisitos de esa ley. Ésta no exigía que el consorcio perteneciente a un grupo minoritario vendiera ningún bono, ni siquiera que los recibiera. Los legisladores no pretendían forzar tanto las cosas. Lo único que hacía falta era que una de esas sociedades participase en la emisión. La palabra participar tampoco había sido definida de una forma muy específica. En la mayoría de los casos la participación de Harlem Guaranty Securities, y de otras muchas sociedades semejantes que habían ido naciendo en todo el país, sólo significaba que el gobierno federal les entregaba un cheque por cierta suma, y que la sociedad tenía que depositarlo. Prácticamente no era más que eso. Harlem Guaranty Securities no tenía empleados ni equipo, sólo unas señas (Fiske estaba buscándolas), un número de teléfono, y un presidente: Reginald Bacon.

—Resulta que se me ocurrió, reverendo Bacon, y lo digo pensando en las conversaciones que hemos sostenido y en el asunto que sigue preocupando a la diócesis y en todo lo que aún no hemos arreglado, se me ocurrió que para resolver el problema, un problema que usted siente tantos deseos de resolver como el obispo, el cual, me siento en la obligación de decírselo, reverendo Bacon, me ha insistido mucho en que hay que solucionar este asunto… —Fiske tuvo que hacer una pausa. Tal como le ocurría con frecuencia cuando hablaba con el reverendo Bacon, ya no recordaba cómo había empezado la frase. No tenía ni idea de cuál era el número ni el tiempo que debía tener el predicado— …me ha insistido mucho y, ejem, bueno, la cuestión es que nos ha parecido que quizá podría usted pasar parte de los fondos a la cuenta en custodia que le mencioné al principio, ya sabe, una cuenta en custodia a nombre de la Guardería el Pastorcillo, solamente hasta el momento en que resolvamos el problema de la autorización oficial.

—No acabo de entenderle —dijo el reverendo Bacon.

Fiske se deprimió de sólo pensar que tendría que buscar otra forma de decírselo.

Pero le salvó el reverendo Bacon:

—¿Insinúa usted que tenemos que transferir dinero de Harlem Guaranty Securities a la Guardería el Pastorcillo?

—No he dicho exactamente eso, reverendo Bacon, pero si se pudiesen obtener esos fondos, aunque fuera por medio de un préstamo de la Harlem…

—¡Me pide usted que haga una transacción ilegal! ¡Me pide que mezcle dos fondos diferentes! No podemos traspasar fondos de una sociedad a otra simplemente porque nos parece que una de ellas los necesita más que la otra…

Fiske se quedó mirando aquella inamovible roca de honradez fiscal, casi esperando que le guiñase un ojo, aun a sabiendas de que el reverendo Bacon no era propenso a hacerle guiños a nadie.

—Mire usted, la diócesis siempre ha estado dispuesta a hacerle concesiones especiales, reverendo Bacon, y si hubiese posibilidades de leer con flexibilidad la letra de la norma, lo habríamos hecho como lo hicimos aquella vez en que usted y toda la dirección de la Sociedad de Reestructutación Familiar se fueron a París, y la diócesis pagó el viaje con fondos de su presupuesto para misiones… —Fiske comprendió que la sintaxis volvía a fallarle, pero ya no importaba.

—Imposible —dijo el reverendo Bacon.

—Bueno, si no lo hacen ustedes así, al menos…

La voz de la secretaria del reverendo Bacon dijo a través del interfono:

—Le llama Mr. Vogel.

El reverendo Bacon hizo girar su asiento para descolgar el teléfono.

—¿Al…? Sí, ya lo he visto. Son capaces de arrastrar el nombre de ese joven por el fango, sin inmutatse en lo más mínimo.

El reverendo Bacon y su interlocutor telefónico, Vogel, hablaron largo rato sobre la noticia publicada por el Daily News. El tal Mr. Vogel debió de recordarle al reverendo Bacon que el fiscal de distrito, Weiss, declaró al Daily News que no había ninguna prueba que apoyara la teoría de intento de atraco.

—No podemos fiarnos de él —dijo el reverendo Bacon—. Es como el murciélago. ¿Conoces la fábula del murciélago? Los pájaros y las bestias terrestres estaban enzarzados en una guerra. Cuando los pájaros iban ganando, el murciélago decía que era un pájaro, porque podía volar. Pero tan pronto como las bestias terrestres comenzaban a ganar, decía que era una bestia, porque tenía dientes. Por eso los murciélagos no salen de día. Para que nadie pueda verles sus dos caras.

El reverendo Bacon estuvo escuchando unos momentos, y luego dijo:

—Sí, estoy ocupado, Al. Está conmigo en estos momentos un señor de la diócesis episcopaliana de Nueva York. ¿Podrías llamarme más tarde…? Ajá…Ajá… Bien… ¿Dices que ese apartamento vale tres millones de dólares? —Sacudió la cabeza con incredulidad—. Hay que ver. Mira, ha llegado la hora de que Park Avenue oiga la voz de la calle… Ajá… Ya te llamaré más tarde y lo hablaremos. Antes telefonearé a Annie Lamb… ¿Cuándo crees que presentará la demanda…? Está más o menos igual, según me contó ayer ella misma. Sigue en cuidados intensivos. No habla ni conoce a nadie. La verdad, cada vez que uno piensa en ese pobre joven… no hay dinero que pueda pagar… Bien, te llamaré en cuanto pueda.

Después de haber colgado, el reverendo Bacon sacudió entristecido la cabeza, y luego alzó la vista. Había un destello en sus ojos, y una sombra de sonrisa en sus labios. Con rapidez de atleta, se puso en pie, y rodeó el escritorio con la mano tendida, como si Fiske hubiese anunciado que pensaba irse.

—¡Encantado de haber podido conversar con usted!

Fiske le estrechó reflexivamente la mano, diciéndole:

—Pero, reverendo Bacon, si todavía no hemos…

—Volveremos a discutirlo. Tengo montones de cosas que hacer. Una manifestación en pleno Park Avenue, la demanda por cien millones de dólares que interpondrá Mrs. Lamb contra Sherman McCoy…

—Pero, reverendo Bacon, no puedo irme sin una respuesta. La diócesis no puede esperar más… es decir, el obispo insiste en que…

—Dígale usted a su diócesis que va bien encaminada. Y se lo dije la última vez que nos vimos: ésta es la mejor inversión que han hecho ustedes en toda la historia. Dígales que si siguen así estarán comprando el futuro a precio de ganga. Dígales que muy pronto entenderán a qué me refiero, prontísimo. —Apoyó el brazo sobre los hombros de Fiske, como si fuesen un par de viejos camaradas, y le empujó y le hizo salir rápidamente, sin dejar de decirle—: No se preocupe por nada. Están haciéndolo ustedes muy bien. Muy bien. Ya verá como sus superiores acabarán diciendo: «Ese chico se la jugó, y sacó bingo.»

Absolutamente confundido, Fiske fue despedido de allí por una marea de optimismo y por la intensa presión del fuerte brazo que pesaba sobre sus hombros.

En el caluroso ambiente de junio, el estruendo del megáfono y los bramidos de rabia ascendieron con increíble facilidad los diez pisos del edificio de Park Avenue… ¡Diez pisos…! ¡Casi nada…! ¡Podían estirar el brazo y meterlo por la ventana…! Y finalmente casi pareció que el griterío formase parte del aire que respiraba. ¡El megáfono aullaba su nombre! El impacto de la C de McCoy atravesaba con claridad el estruendo y se elevaba por encima de la voluminosa masa de odio. Sherman se acercó a la ventana de la biblioteca y se atrevió a mirar hacia abajo. ¡Y si me viesen! Los manifestantes estaban esparcidos por toda la calzada, a ambos lados de la divisoria central, y habían logrado detener la circulación. La policía intentaba empujarles hacia las aceras. Tres agentes perseguían a un grupo de quince o veinte por encima de los tulipanes amarillos del parterre central. La pancarta que llevaban los miembros de este grupo decía: ¡DESPIERTA, PARK AVENUE! ¡EL PUEBLO VIENE A POR TI! Los tulipanes amarillos iban cayendo bajo sus pies, y el grupo dejaba en pos de sí un estropicio de pétalos caídos que eran luego pisoteados por los zapatones de los policías que trataban de alcanzarles. Sherman se quedó mirando horrorizado la escena. La visión de los perfectos tulipanes amarillos de Park Avenue cayendo bajo los pies de la turba le paralizó de miedo. Un equipo de televisión corría a duras penas por la calzada, en un vano intento de alcanzarles. El cámara tropezó, y él y la cámara fueron a dar contra el asfalto. Las pancartas y carteles de los manifestantes brincaban constantemente, como velas en un mar agitado. Una de las pancartas llevaba una inscripción inexplicable: EL PUÑO GAY CONTRA LA JUSTICIA CLASISTA. Las dos eses de clasista eran esvásticas. Otra pancarta… ¡joder! Sherman tuvo que contener el aliento. Sus gigantescas letras decían:

SHERMAN McCOY:

NOSOTROS, EL JURADO,

¡VAMOS A POR TI![31]

Y, al lado, había el torpe dibujo de un dedo que señalaba al frente, en una mala imitación de los viejos carteles de reclutamiento en los que el Tío Sam pedía voluntarios para la guerra. Parecía que los portadores de esa pancarta supiesen en dónde vivía él, pues la sostenían inclinada de forma que se pudiese leer perfectamente desde su ventana. McCoy huyó de la biblioteca y fue a sentarse al fondo del salón, en una butaca, una de las bergères Luis Nosécuantos, o tal vez fuera un fauteuil, que Judy apreciaba tantísimo. Killian caminaba de un lado para otro, cacareando comentarios sobre la noticia del Daily News, y tratando así de reanimar a su cliente, pero Sherman no le prestaba atención. Le llegaba la voz grave de uno de los guardaespaldas, que contestaba al teléfono desde la biblioteca.

—¡Tu padre!

Cada vez que llegaba una de las innumerables llamadas con amenazas, el guardaespaldas, un tipo bajito y atezado que se llamaba Guliaggi, decía: «¡Tu padre!»

Lo decía en un tono que parecía más procaz que nada de lo que pudieran estar diciendo por teléfono. ¿Cómo se había enterado la gente de su número? Probablemente lo había difundido la prensa: todo estaba al alcance de todos en la cavidad abierta. Estaban todos aquí, en Park Avenue, al pie de su portal. Estaban aquí, en el teléfono. ¿Cuánto faltaba para que entrasen en estampida en su casa, para que pisotearan vociferantes aquella enorme extensión de mármol verde? El otro guardaespaldas, McCarthy, se encontraba en el vestíbulo, sentado en una de las butacas Thomas Hope que Judy apreciaba tantísimo. ¿Para qué serviría aquel tipo, llegado el caso? Sherman se dejó caer contra el respaldo, con la mirada baja, fija en las delgadas patas de una mesa Sheraton Pembroke, un cachivache infernalmente caro que Judy encontró en una de las tiendas de antigüedades de la calle Cincuenta y siete… infernalmente caro… infernalmente… Mr. Guliaggi seguía diciéndole «¡Tu padre!» a todos los que llamaban lanzando amenazas contra la vida de Sherman… Mr. Guliaggi ganaba 200 dólares por cada turno de ocho horas… y otros 200 eran para el impasible Mr. McCarthy… y el doble para cada uno de los guardaespaldas que vigilaban en la Setenta y tres Este la casa de sus padres, en donde Judy, Campbell, Bonita y Miss Lyons se habían refugiado… un total de 800 dólares cada turno de ocho horas… todos ellos eran policías de Nueva York, que hacían esta clase de trabajos en las horas libres, contratados por Killian a través de una agencia… Diariamente, ¡un total de 2.400 dólares! Una hemorragia de dinero… ¡McCOY…! ¡McCOY…! El tremendo escándalo procedente de la calle… Y ahora ya no pensaba en la mesa Pembroke ni en los guardaespaldas… Miraba catatónicamente y se preguntaba por el tamaño del cañón. Lo había utilizado muchísimas veces, la última en otoño pasado, cuando fue a cazar, ¡pero no consiguió recordar su tamaño! Era grande, sin duda, pues era un cañón doble, calibre doce. ¿Tan grande que no le cabría en la boca? No, era imposible que fuese tan enorme. Pero ¿qué sentiría al introducírselo? ¿Qué sabor tendría? ¿Le costaría respirar durante el tiempo suficiente para… para…? ¿Cómo apretaría el gatillo? Veamos. Colocaría el cañón en su boca, sujetándolo con una mano, la izquierda… ¿Era muy largo el cañón? Bastante largo. ¿Alcanzaría el gatillo con la mano derecha? ¡Quizá no! Con el dedo gordo del pie… Había leído en alguna parte que hubo alguien que se descalzó y apretó el gatillo con el dedo gordo del pie… ¿Dónde lo haría? Tenía la escopeta en la casa de Long Island. Salir de este edificio, huir del asedio de Park Avenué, salir vivo de… NOSOTROS, EL JURADO… Los macizos de flores que hay detrás de la caseta de las herramientas… Se sentaría allí… Si quedaba todo hecho un asco, daba igual… ¡Y si fuese Campbell quien le encontraba…! En contra de lo que esperaba, esa idea no le redujo a las lágrimas… En contra de lo que deseaba… Porque no encontraría a su padre… Él ya no era su padre… Sólo alguien llamado Sherman McCoy, un simple conocido… Porque ahora ya no era más que una cavidad que iba llenándose rápidamente de ciego y furioso odio…

Sonó el teléfono de la biblioteca. Sherman contuvo la respiración. ¿Tu padre? Pero sólo oyó la voz de Guliaggi hablando en tono normal. Poco después el hombrecillo asomó la cabeza por la puerta del salón y dijo:

—Eh, McCoy, una mujer que dice llamarse Sally Rawthrote. ¿Quiere hablar con ella?

¿Sally Rawthrote? Era la mujer junto a la que estuvo sentado en casa de los Bavardage, la que se desinteresó rápidamente de él y no volvió a dirigirle la palabra en toda la cena. ¿Por qué este repentino interés por hablar con él? ¿Por qué tenía que estar él dispuesto a hablar con ella? No lo estaba, pero un resto de curiosidad encendió una llamita en la cavidad, y se puso en pie, miró a Killian, se encogió de hombros, se fue a la biblioteca y cogió el teléfono desde el asiento del escritorio.

—¿Diga?

—¡Sherman! Sally Rawthrote. —¡Qué tono! Como si fuera su mejor amiga—. Confío en que no sea mal momento para llamarte.

¿Mal momento? Un tremendo griterío subió desde la calle y el megáfono aulló y chilló, repitiendo su nombre. ¡McCOY…! ¡McCOY…!

—Bueno, claro que es un mal momento —dijo Sally Rawthrote—. No sé lo que me digo. Sólo que he pensado que podía llamarte y ofrecerte mi ayuda.

¿Ayuda? Mientras la oía hablar, Sherman recordó su rostro, aquel horrible rostro tenso y miope que te enfocaba a cinco centímetros de la nariz.

—Gracias —dijo Sherman.

—Mira, vivo a cuatro o cinco manzanas de tu casa. En la misma acera.

—Ah.

—Estoy en la esquina noroeste. Puestos a vivir en Park Avenue, no hay nada mejor que la esquina noroeste. Así tienes todo el sol del mundo. Aunque, claro, donde tú estás también es precioso. En tu edificio están algunos de los apartamentos más bellos de todo Nueva York. No he estado en el tuyo desde que se fueron los McLeod. Y los McLeod lo tuvieron antes que los Kittredge. En fin, desde mi dormitorio, que está en la esquina, alcanzo a ver la parte de Park Avenue donde tú vives. En este mismo momento estoy mirando hacia ahí, y esa muchedumbre… ¡Es absolutamente escandaloso! No sabes lo mucho que lo siento por Judy y por ti… He sentido la necesidad de llamarte y ver si podía ayudarte en alguna cosa. Espero no haberte molestado…

—En absoluto. Muy amable de tu parte. Por cierto, ¿cómo has conseguido mi número?

—Llamé a Inez Bavardage. ¿Te parece mal?

—Si quieres que te diga la verdad, en este momento no importa… De todos modos, gracias.

—Ya te digo, si puedo ayudarte en algo, dímelo. Me refiero al apartamento, claro.

—¿Al apartamento?

Más jaleo… más bramidos… ¡McCOY…! ¡McCOY…!

—Lo digo por si decides hacer algo con tu apartamento. Ya sabes que estoy en Benning Sturtevant, y sé que, a menudo, las personas que se encuentran en tu situación prefieren disponer de mucha liquidez. Ja, ja, también a mí me gustaría tener mucha liquidez… En fin, vale la pena considerar la cuestión, y te aseguro, te aseguro, que podrían obtener tres y medio por tu apartamento. Como lo oyes. Tienes mi garantía.

La jeta de aquella mujer era pasmosa. Aquello estaba más allá de los buenos o malos modales… más allá del buen o mal gusto… Era pasmoso. Y Sherman sonrió, pese a creer que era incapaz de sonreír.

—Vaya, vaya, vaya, vaya, Sally. Siempre he admirado a la gente que sabe ser previsora. Así que te has asomado a tu ventana noroeste y has visto un apartamento en venta…

—¡En absoluto! Sólo que me ha parecido…

—Pues lo siento, Sally, pero llegas tarde. Tendrás que hablar con un señor que se llama Albert Vogel.

—¿Quién es?

—El abogado de Henry Lamb. Acaba de presentar una demanda de daños y perjuicios contra mí, pide cien millones, y creo que estando en esta situación no podré vender ni una alfombra. Bueno, una alfombra quizá sí. ¿Quieres vender una alfombra en mi nombre?

—Ah, ah, no. No sé nada de alfombras. ¿Cómo es que pueden congelarte todos los bienes? No me parece justo. Al fin y al cabo, la víctima eres tú, ¿no? He leído lo que decía hoy el Daily News. Generalmente sólo leo las columnas de Bess Hill y de Bill Hatcher, pero al ir volviendo las páginas… me he encontrado con tu foto. «¡Dios mío, pero si es Sherman!», me he dicho. De modo que lo he leído todo. Y ahora ya sé que sólo tratabas de evitar un atraco. ¡Es tan injusto! —Siguió parloteando. Era una mujer a prueba de incendios. No había forma de tomarle el pelo.

Después de colgar, Sherman regresó al salón.

—¿Quién era? —pregunto Killian.

—Una agente inmobiliaria —dijo Sherman—. La conocí en una cena. Quería encargarse de vender mi apartamento.

—¿Dijo cuánto podías sacar?

—Tres millones y medio.

—Bien, veamos —dijo Killian—. Si se saca una comisión del seis por ciento, son… mmmm… 210.000 dólares. Supongo que por una cifra así no le importa parecer una puta avariciosa. Pero hay algo a su favor.

—¿Qué?

—Que te ha hecho sonreír. No está nada mal.

Más estruendo, peor que antes… ¡McCOY…! ¡McCOY…! Estaban los dos en mitad de la habitación, de pie, y escucharon unos momentos.

—Oye, Tommy —dijo Sherman. Era la primera vez que le tuteaba, pero ni siquiera se paró a pensarlo—. No puedo creer que esté ocurriendo todo esto. Me encuentro encerrado en mi apartamento, mientras una turba asesina ocupa Park Avenue. ¡Una pandilla de asesinos!

—Pero qué dices, hombre. No les interesa asesinarte. En absoluto. Muerto, no le servirías de nada a Bacon. Vivo, él al menos cree que puedes tener un gran valor.

—¿Y qué saca Bacon de todo este jaleo?

—Él cree que va a sacar millones. No tengo pruebas que lo demuestren, pero yo diría que todo este jaleo está relacionado con la demanda por daños y perjuicios.

—Esa demanda la hace Henry Lamb, o su madre, en su nombre. ¿Cómo puede sacar Bacon ningún beneficio?

—Veamos —dijo Killian—. ¿Quién es el abogado que representa a Henry Lamb? Albert Vogel. ¿Y cómo es que la madre de Henry Lamb acude a Albert Vogel? ¿Porque Mrs. Lamb admira la brillante defensa de Vogel en el caso de los Cuatro de Utica y los Ocho de Waxahachie en 1969? En absoluto. Acude a Vogel porque Bacon se lo recomienda, y Bacon se lo recomienda porque él y Vogel van en el mismo barco. De lo que los Lamb saquen de su demanda, una tercera parte se la llevará Vogel, y puedes estar seguro de que Bacon y él van al cincuenta por ciento. De lo contrario, pronto se encontrará Vogel con manifestaciones diarias a la puerta de su casa. Mira, Sherman, si hay una cosa que conozco bien en este oficio es quiénes son los abogados, de dónde viene su dinero, y a dónde va a parar.

—Pero la campaña de Bacon sobre el caso Lamb empezó antes de que nadie supiera que yo estaba complicado en el asunto.

—Ya, porque al principio sólo pretendían buscarle las cosquillas al hospital, por negligencia. Pensaban interponer la demanda contra el ayuntamiento. Y Bacon sabía que si lograba que la prensa armara jaleo, tenían muchas posibilidades de que un jurado les diera la razón, y el dinero. Ya sabes, un jurado en una demanda civil, y con connotaciones raciales… Eso estaba hecho.

—Y en mi caso se aplican los mismos principios —dijo Sherman.

—No quiero engañarte. Así están las cosas. Pero si logras evitar que te condenen por imprudencia temeraria, no hay demanda que valga.

—Mientras que si pierdo el juicio penal, la demanda civil me trae sin cuidado —dijo Sherman, muy sombrío.

—Una cosa tendrás que reconocer —dijo Killian, tratando de reanimarle—, todo este embrollo te ha convertido en un gigante de Wall Street. Un auténtico gigante. ¿Te has fijado en lo que decía de ti Flannagan en el Daily News? «El mítico vendedor número uno de Pierce & Pierce.» Mítico. Una leyenda viviente. Y también dice de ti que eres hijo «del aristocrático John Campbell McCoy», uno de los jefes históricos del bufete Dunning Sponget & Leach. Así que te has convertido en el mítico y aristocrático genio de las finanzas. Probablemente, Bacon cree que tienes más dinero que todos los jeques del petróleo reunidos.

—Pues, si quieres saber la verdad —dijo Sherman—, ni siquiera sé de dónde voy a sacar el dinero para pagar… —Señaló hacia la biblioteca, en donde Guliaggi seguía de guardia—. La demanda civil no olvida ni un solo detalle. Incluso hablan de la participación trimestral de beneficios que debía cobrar a finales de este mes. No entiendo cómo han podido enterarse. Por fuerza han de tener algún contacto en Pierce & Pierce.

—Pero los de Pierce & Pierce cuidarán de ti, ¿no crees?

—¡Ja! Ya no existo para Pierce & Pierce. En Wall Street no saben qué significa la palabra lealtad. Quizá antaño sí lo supieran. Mi padre suele hablar como si así hubiera sido, hace años. Pero ahora se acabó. Me han llamado de Pierce & Pierce, pero no era Lopwitz. El que llamaba era Arnold Parch. Quería saber si podían hacer algo por mí, pero, una vez lo hubo dicho, no sabes la prisa que tenía por colgar, no fuera a ocurrírseme alguna idea. De todos modos, tampoco sé por qué me meto con Pierce & Pierce. Todos nuestros amigos han actuado de la misma manera. Mi mujer ni siquiera ha conseguido que Campbell pueda ir a jugar como de costumbre a casa de sus amiguitas. Y la niña sólo tiene seis años…

Se interrumpió. De repente se sintió incómodo al ver que estaba contándole sus múltiples desgracias a Killian. ¡Qué Dios confunda a Garland Reed y a su mujer! ¡Se han negado a que Campbell juegue con MacKenzie! Dando una estúpida excusa… Garland no le ha llamado ni una sola vez, y son amigos desde pequeños. Como mínimo, Rawlie tuvo suficientes cojones para llamarle. Le había llamado tres veces. Y probablemente tendría cojones hasta para ir a verle… suponiendo que Nosotros, el jurado, decidieran algún día dejar libre Park Avenue… Seguramente iría a verle…

—Es jodido ver lo deprisa que se pierden las amistades en cuanto empiezan estas cosas —le dijo Sherman a Killian. No había querido decirlo, pero no pudo contenerse—. Todos los vínculos que uno tiene, toda esa gente con la que uno fue al colegio y a la universidad, los que son socios de los mismos clubs que tú, los que acuden invitados a las mismas cenas… Todo eso, Tommy, forma una malla, una red protectora hecha de nudos y vínculos… pero cuando te la quitan… ¡se acabó! Sí, ¡se acabó…! Lo siento sobre todo por mi hija, por mi niña. La pobrecita llevará luto por mí, llevara luto por su papá, por el papá que ella recuerda, sin saber que ya está muerto.

—¿Se puede saber qué coño estás diciendo? —dijo Killian.

—Tú nunca has tenido que pasar por nada parecido. No dudo que lo hayas visto muchas veces, pero jamás lo has experimentado en tu propia carne. Soy incapaz de describir lo que siento. Lo único que puedo decirte es que ya estoy muerto, o que el Sherman McCoy de la Familia McCoy, de Yale, y de Park Avenue, y de Wall Street, ha muerto. Mi yo… no sé cómo decirlo, pero si, Dios no lo quiera, si alguna vez te ocurriese una cosa así, entenderías lo que estoy diciendo. Mi yo… no soy yo, sino la otra gente, todas las personas con las que estás vinculado, atado, de modo que apenas es nada más que un hilo.

—Ayayayayay, Sherman —dijo Killian—. Descansa un poco. No sirve de nada ponerse a filosofar cuando se está librando una batalla.

—Y menuda batalla.

—Por Dios, hombre, qué pasa. La noticia que ha sacado el Daily News es importantísima para ti. A estas horas Weiss debe de estar volviéndose loco. Le hemos arrancado la máscara a ese hampón de tres al cuarto que tiene por testigo. El tal Auburn. Ahora podemos dar una versión completamente distinta de lo que pasó. Ahora le hemos dado a la gente una base para que te apoye. Hemos transmitido el mensaje esencial: que fuiste víctima de una encerrona, de un intento de atraco. Lo cual cambia radicalmente la situación, y lo hemos conseguido sin necesidad de comprometerte en lo más mínimo.

—Lástima que ya sea demasiado tarde.

—¿Cómo que demasiado tarde? Dame tiempo, por Dios. Ese Flannagann, el del News, seguirá cantando esa misma canción mientras nosotros le demos cuerda. El inglés, ese Fallow del City Light, ha perdido la iniciativa. De modo que ahora aceptará todos los soplos que yo le pase. ¿No te has fijado? La última información que ha publicado nos va de perlas, como si yo mismo se la hubiese dictado. No solamente identifica a Auburn, sino que incluso utiliza la foto que consiguió Quigley, la foto de la ficha policial… —Killian disfrutaba de lo lindo—. ¡Y no se ha olvidado de añadir que hace sólo dos semanas el propio Weiss decía de este Auburn que era «el rey del Crack en Evergreen Avenue»!

—¿Cambia eso las cosas?

—Bastante. Si metes a un tío en prisión, acusándole de un delito de mayor cuantía, y de repente ese mismo tío se presta voluntariamente a dar testimonio a cambio de que le rebajen o incluso le retiren la acusación, la gente empieza a sospechar. A ningún jurado le va a gustar el asunto, y a la prensa tampoco. Si hubiera sido un delito de menor cuantía, algo de poca monta, hubiese dado igual, porque no hubiera tenido que pasar mucho tiempo en la cárcel. Pero es un asunto mucho más grave.

—Hay una cosa —dijo Sherman— que todavía no entiendo. ¿Por qué decidió Auburn, cuando contó su versión de los hechos, decir que el que conducía el coche era yo? ¿Por qué no dijo que era Maria, que es quien en realidad estaba al volante cuando Lamb recibió el golpe? ¿Qué más le daba a ese Auburn?

—Tenía que decirlo así. Él no sabía qué testigos podían haber visto tu coche justo antes del atropello, o justo después, y necesitaba explicar de algún modo el hecho de que tú condujeras hasta cierto momento, y luego fuera ella la que tomó el volante para salir de allí. Si decía que paraste tú, y que luego tú y ella cambiasteis de asiento, y ella puso el coche en marcha y atropelló a Lamb, todo el mundo se preguntaría: ¿por qué paró? Y la respuesta que se le ocurriría a todo el mundo sería ésta: porque un delincuente llamado Roland Auburn puso una barricada e intentó desplumar a los del Mercedes.

—Lo curioso es que Flannagan, el del News, no entre en estos detalles.

—Exacto. Porque me abstuve de informarle acerca de la mujer que iba en el coche. Cuando llegue el momento apropiado, necesitaremos que Maria esté de nuestra parte. Supongo que también te habrás fijado en que en toda la información de Flannagan no hay una sola mención de la «mujer misteriosa».

—Así da gusto. ¿Y por qué nos hace este favor?

—Bueno… le conozco. Es irlandés, como yo. Un Asno que también trata de abrirse camino en América. Y para eso se dedica a ir haciendo depósitos en el Banco de Favores. Este es un país maravilloso.

Durante unos momentos, el ánimo de Sherman se remontó un poquito, pero luego se hundió de nuevo. La culpa era de esa injustificada alegría de Killian. Su abogado estaba satisfecho de si mismo, encantado de la genialidad con que estaba librando «la batalla». Ahora estaba ilusionado porque acababa de organizar una magnífica escaramuza. Para Killian, aquello no era más que un juego. Si ganaba, fantástico. Si perdía… no pasaba nada. A por otra batalla. Mientras que para él, Sherman, no había nada que ganar. Ya lo había perdido casi todo, para siempre. Como máximo, podía aspirar a no perderlo absolutamente todo.

Sonó el teléfono de la biblioteca. Sherman se preparó para lo peor, pero Guliaggi se presentó en la puerta del salón:

—Es un tipo que dice llamarse Pollard Browning, Mr. McCoy.

—¿Quién es? —preguntó Killian.

—Vive en este mismo edificio. Es el presidente de la comunidad de propietarios.

Sherman se fue a la biblioteca, cogió el teléfono, y antes de contestar oyó, desde la calle, nuevos gritos, más aullidos del megáfono… ¡McCOY…! ¡McCOY…! Naturalmente, eso mismo oía perfectamente chez Browning. Sherman imaginaba muy bien lo que Pollard estaba pensando.

Sin embargo, la voz de su vecino sonó notablemente amistosa.

—¿Qué tal resistes, Sherman?

—Oh… bien, Pollard, más o menos bien.

—Me gustaría pasar a verte, si no te molesta.

—¿Estás en casa? —preguntó Sherman.

—Acabo de llegar. No creas que ha sido fácil entrar en el edificio, pero lo he conseguido. ¿Te importa que suba?

—En absoluto. Cuando quieras.

—Mira, subiré por la escalera de incendios. Eddie está muy ocupado en el portal. No creo que pueda oír el timbre.

—Iré a recibirte por la escalera.

Sherman le dijo a Killian que iba a la cocina, para abrirle la puerta a Pollard Browning.

—Ayayayay —dijo Killian—. ¿Lo ves? No se han olvidado de ti.

—Ya veremos —dijo Sherman—. Pronto vas a conocer a Wall Street en estado puro.

En cuanto llegó a la cocina, Sherman abrió la puerta y oyó el ruido metálico de los pasos de Pollard, que iba subiendo la escalera de incendios. Poco después alcanzó a verle, jadeante tras haber subido los dos pisos, pero impecable. Pollard era uno de esos cuarentones rollizos que parecen más fuertes que cualquier atleta de su misma edad. Sus diversas papadas se caían encima de la blanca camisa de lustroso y refinadísimo algodón de Sea Island. Un magnífico traje de estambre gris cubría, sin una sola arruga, todos y cada uno de los centímetros cuadrados de su rechoncho y mantecoso cuerpo. Llevaba una corbata azul marino con la insignia del Yatch Club, y unos zapatos negros tan bien hechos que hasta parecía que tuviese los pies pequeños. Estaba tan elegante como un castor.

Sherman le condujo por la cocina hacia el gran vestíbulo, en donde McCarthy, el irlandés, permanecía sentado en el sillón Thomas Hope. La puerta de la biblioteca estaba abierta y permitía ver a Guliaggi.

—Son guardaespaldas —dijo Sherman, sintiéndose obligado a informar a Pollard—. Seguro que jamás habías conocido a nadie que tuviese guardaespaldas.

—Uno de mis clientes… ¿Conoces a Cleve Joyner, de United Carborundum?

—No, no le conozco.

—Hace seis o siete años que tiene guardaespaldas. Le acompañan a todas partes.

Una vez en el salón, Pollard dirigió una única mirada a la ropa hortera con que vestía Killian, y su rostro adoptó una expresión dolorida, atormentada.

—¿Cómo está usted? —dijeron ambos, cada uno con su acento. No parecía que hubiesen dicho las mismas palabras. Las aletas nasales de Pollard se estremecieron levemente, como le ocurría al padre de Sherman cuando pronunciaba aquello de Dershkin, Bellavira, Fishbein and Schlossel.

Sherman y Pollard se encaminaron hacia uno de los amontonamientos de muebles que Judy había organizado a fin de llenar un poco la enorme estancia. Killian se fue a hablar con Guliaggi a la biblioteca.

—Bien, Sherman —dijo Pollard—. He hablado con todos los miembros del comité ejecutivo, excepto Jack Morrisey, y quiero que cuentes con nuestro apoyo. Haremos cuanto esté en nuestras manos. Sé que esta situación tiene que ser horrible para ti, y también para Judy y Campbell.

—Gracias, Pollard. Ha sido horroroso.

—Bien, he hablado también con el inspector jefe de la comisaría del distrito Diecinueve, y van a proporcionarnos protección para nuestro portal, para que podamos entrar y salir, pero dice que no puede alejar de aquí a los manifestantes. Yo le he dicho que les hicieran retroceder unos quinientos metros o algo así, pero dice que es imposible. Esa pandilla de… —Sherman notó que Pollard rebuscaba en su vocabulario algún epíteto racial que no fuera malsonante. Pero luego lo dejó correr—: Esa muchedumbre… —Y sacudió la cabeza con incredulidad.

—Esto es como un partido de rugby, Pollard. Y yo soy la pelota. En eso se ha convertido tu vecino. —Sherman intentó sonreír. Pese a la resistencia de sus buenos instintos, sentía deseos de caerle bien a Pollard, de lograr su simpatía—. Supongo que habrás leído la información que publica hoy el Daily News, Pollard.

—No. Casi nunca leo ese diario. He leído el Times.

—Pues tienes que leer lo que dice el News, si puedes. Por vez primera han publicado una información que explica lo que está ocurriendo.

Pollard volvió a sacudir la cabeza con expresión dolorida.

—La prensa es tan horrible como los manifestantes, Sherman. Su actitud es puramente abusiva. Te cierran el paso, sabes. Le cierran el paso a empujones a todo el que trata de entrar aquí. No sabes el peligro que he tenido que correr para meterme en casa. ¡Y cómo se han puesto con mi chófer! ¡Qué insolencia! Esa gentuza… menuda pandilla de morenos. —¿Morenos?—. Y la policía, claro, se lava las manos. Es como si, por el hecho de vivir en un edificio como éste, se hubiese abierto la veda y todo el mundo pudiera tratar de cazarte.

—No sé qué decirte, Pollard. Lo siento muchísimo.

—Mira, desgraciadamente… —No llegó a terminar la frase—. Jamás se había visto nada parecido en Park Avenue, Sherman. ¡Una manifestación dirigida precisamente contra Park Avenue, contra su carácter de zona residencial! Es intolerable. Da la sensación de que, por el hecho de que esto sea Park Avenue, quieran ahora negarnos el derecho a la intimidad de nuestros hogares. Y nuestro edificio se ha convertido en el centro de la manifestación.

Sherman notó una señal de alerta en su sistema nervioso; algo le decía que empezara a prepararse para lo que pudiera venir a continuación, pero tampoco estaba del todo seguro. Se puso a sacudir la cabeza como Pollard, como demostrando que su corazón estaba con los suyos.

—Al parecer —dijo Pollard—, tienen intención de venir todos los días, o hacer turnos, qué sé yo, hasta que se harten.

Las cabezadas de Pollard continuaban de forma alarmante.

Sherman adoptó el mismo ritmo de sacudidas de cabeza que él.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Eddie.

—¿Eddie, el portero?

—Sí. Y también Tony, que estaba haciendo el turno que terminaba a las cuatro. Cuando llegó Eddie, Tony le dijo eso mismo.

—No creo que sean capaces de una cosa así, Pollard.

—Hasta lo que ha ocurrido hoy, tampoco habrías creído que nadie fuera capaz de organizar una manifestación delante de esta casa, en pleno Park Avenue, ¿no? Y, en fin, ya lo ves.

—Es cierto.

—Sherman, hace mucho tiempo que somos amigos. Fuimos juntos a Buckley. Qué tiempos tan inocentes… —Sonrió con una expresión amarga—. Mi padre conocía a tu padre. Así que te hablo como un viejo amigo que quiere hacer cuanto esté en su mano por ti. Pero también soy presidente de la comunidad de vecinos de todo este edificio, y estoy obligado ante ellos a olvidarme de mis amistades personales. Es mi deber.

Sherman notó que empezaba a sonrojarse.

—Lo cual significa…

—Simplemente esto. Ya sé que esta situación no es en absoluta cómoda para ti, que es horrible tener que vivir prácticamente como un prisionero en tu propio apartamento. ¿Has pensado en la posibilidad de… cambiar de casa? Sólo hasta que el ambiente se tranquilice un poco…

—Sí que he pensado hacerlo. Judy, Campbell y el servicio se han ido a casa de mis padres. Francamente, me aterra pensar que esos bastardos de la calle puedan averiguar dónde están y hagan algo, sobre todo pensando que esa casa está mucho menos protegida que este edificio. Se me había ocurrido ir a Long Island, pero allí es todavía peor. Ya has estado y lo sabes. Todo está abierto, puertas acristaladas por todas partes. Allí se colaría todo el que intentara hacerlo. También he pensado en la posibilidad de un hotel, pero en los hoteles no hay seguridad digna de ese nombre. Mira, Pollard, estoy recibiendo amenazas de muerte. De muerte. Hoy han llamado una docena de veces por teléfono.

Los ojillos de Pollard recorrieron rápidamente la habitación, como si ellos pudieran entrar de un momento a otro por las ventanas.

—Pues mira, Sherman… con mayor razón.

—¿Con mayor razón…?

—… deberías pensar en… arreglarlo de alguna manera. No sólo tú estás corriendo un riesgo. Todos los que viven en este edificio están corriendo un riesgo, Sherman. Ya sé que no es culpa tuya, que no lo es directamente, desde luego, pero eso no cambia las cosas.

Sherman comprendió que su rostro estaba rojísimo de furia.

—¡Que no cambia las cosas! Eso que tú llamas «las cosas» significa que mi vida corre peligro, y éste es para mí el lugar más seguro y, además, resulta que es mi casa, si no te importa que te recuerde este detalle.

—Bien, pero permíteme que yo te recuerde, y piensa que lo hago solamente porque soy responsable ante toda una comunidad, permíteme que yo te recuerde que si tienes tu casa aquí es porque perteneces a una colectividad de propietarios, y que no se llama colectividad porque sí, sino porque hay ciertos motivos para que se le llame de esa manera, y el hecho de que seamos una colectividad trae consigo ciertas obligaciones, unas obligaciones que son tanto tuyas como de todos, y que en parte están escritas en el contrato que firmaste al comprar el piso. Esto son cosas que nada ni nadie puede cambiar.

—Me encuentro en la situación más crítica de toda mi vida, ¿y me vienes con la letra pequeña del contrato?

—Sherman… —Pollard bajó la vista y alzó las manos, en un ademán que pretendía expresar su tristeza—. Tengo que pensar en ti y en tu familia, pero también en las otras trece familias que viven en este edificio. Y no estamos pidiéndote que hagas una mudanza de carácter permanente.

No estamos… nosotros, el jurado… ¡dentro de mi propia casa!

—Mira, Pollard, ¿por qué no te vas tú a otro lado, si tanto miedo tienes? Joder, hombre. ¿Por qué no os vais tú y todo el comité ejecutivo de la comunidad a otra parte? Seguro que la brillantez de vuestro ejemplo será fuente de inspiración para los demás, y todos se irán, y por fin nadie correrá ningún riesgo en este puñetero edificio, nadie más que los malditos McCoy, que son los que os han creado tantos problemas. ¿No es así?

Guliaggi y Killian se habían asomado a la puerra de la biblioteca, y McCarthy miraba hacia allí desde el gran vestíbulo. Pero ni siquiera eso le permitió contenerse.

—Sherman…

—¿Que nos vayamos…? ¿Tienes idea de lo gilipollas que eres? ¿Cómo se te ocurre venir aquí, muerto de miedo, a decirme que la comunidad ha tomado la sabia decisión de decirme que me… vaya?

—Sherman, sé que estás muy excitado…

—¿Que me vaya…? El que se va a ir eres tú, Pollard. ¡Fuera de mi casa… ahora mismo! Lárgate por donde has venido… ¡por la cocina! —Y señaló la cocina con el brazo estirado y el índice extendido con tremenda firmeza.

—Sherman, he venido de buena fe.

—Joder, Pollard… En Buckley siempre pensé que eras un mamón rechoncho y ridículo, y en estos momentos sigues siendo un mamón rechoncho y ridículo. Ya tengo bastantes cosas en la cabeza como para ocuparme de tu buena fe. Adiós, Pollard.

Le cogió el codo y trató de llevárselo hacia la cocina.

—¡No me pongas las manos encima!

Sherman retiró la mano.

—Pues largo. —Con los dientes apretados.

—Sherman, no nos dejas otra opción que invocar la cláusula referida a Situaciones Intolerables.

El poderoso brazo señaló la cocina.

—Vete, Pollard —dijo Sherman—. Como te oiga pronunciar una sola palabra más antes de que llegues a la escalera de incendios, te juro que se va a producir una situación verdaderamente intolerable.

Pareció que a Pollard se le hinchaba la cabeza, como si fuese a darle una apoplejía. Pero dio media vuelta y se encaminó a grandes zancadas hacia la cocina. Sherman le siguió, con pasos muy sonoros.

Una vez en el refugio de la escalera de incendios, Pollard se volvió y, tremendamente enfurecido, dijo:

—Recuérdalo, Sherman. Eres tú quien ha adoptado este tono.

—«Adoptado este tono.» Fantástico. ¡Pollard, lo tuyo es la elocuencia!

Y cerró de golpe la puerta metálica de la cocina.

Casi inmediatamente se arrepintió de todo aquello. Cuando regresaba al salón, su corazón le latía con violencia. Temblaba de pies a cabeza. Los tres testigos de la escena, Killian, Guliaggi y McCarthy, fingían mantener una actitud despreocupada, pero con tan poca fortuna como un aprendiz de mimo.

Sherman se forzó a sonreír, como para decirles que no se preocuparan por nada.

—¿Amigo tuyo? —dijo Killian.

—Sí, un viejo amigo. Fui al colegio con él. Quiere echarme de mi casa.

—Que lo intente —dijo Killian—. De proceso en proceso, podemos tenerle atado de pies y manos durante al menos diez años.

—Mira, tengo que confesarte una cosa —dijo Sherman. De nuevo, se forzaba a sonreír—. Hasta que ha subido ese hijo de puta tenía intención de volarme los sesos. Ahora… ni soñarlo. Si lo hiciera, estaría resolviéndole todos sus problemas, y para celebrarlo saldría a cenar fuera de casa durante todo un mes, sin dejar ni por un instante de poner cara de santurrona compunción. Le contaría a todo el mundo que crecimos juntos, y lo haría meneando esa cabeza de bombilla que Dios le dio. Me vienen ganas de invitar a esos bastardos —señaló hacia la calle— a que suban y bailen una mazurca encima de su cabezota de bombilla.

—Ayayayayay —dijo Killian—. Así me gusta. Ahora te estás convirtiendo en un jodido irlandés. Los irlandeses llevan viviendo desde hace mil doscientos años gracias exclusivamente a sus sueños de venganza. Así me gusta, hermano.

De nuevo se elevó un rugido desde Park Avenue, en pleno y caluroso junio… ¡McCOY…! ¡McCOY…! ¡McCOY…!