La espantosa moqueta anaranjada llameaba a sus pies. Sherman se había dejado caer en un canapé, y vio que la alfombra estaba algo desprendida por el extremo de la pared, y que dejaba asomar sus rizadas fibras metálicas en avanzado proceso de deshilachamiento. Sherman miró fijamente aquel horrible espectáculo para no tener que contemplar a los siniestros seres que ocupaban el canapé de enfrente. Temía que ellos le mirasen, que le hubiesen reconocido. El hecho de que Killian le hiciese esperar de ese modo, sin embargo, parecía confirmar finalmenre que lo que estaba a punto de hacer no era incorrecto. Aquélla iba a ser su última visita al bufete, su último descenso a la vulgaridad de los Bancos de Favores, los pactos, los horteras de baja estofa y las baratas filosofías cloaqueras.
Hasta que la curiosidad pudo con él, y les miró los pies… Dos hombres… Uno de ellos calzaba unos mocasines con el empeine adornado por una cadenilla de oro. El otro, unas deportivas Reebok de color blanquísimo. El calzado no permanecía quieto, pues ambos clientes del bufete resbalaban en el canapé, se empujaban otra vez hacia arriba bien apoyados en los pies, volvían a resbalar, se empujaban hacia arriba, volvían a resbalar, se empujaban hacia arriba. Sherman resbaló y se empujó hacia arriba. Ellos dos resbalaron y se empujaron hacia arriba. Toda la sala de espera, todo lo que contenía, incluyendo la obscena inclinación de los canapés, proclamaba la falta de gusto, la falta de seriedad, la vulgaridad y, en el fondo, la profunda ignorancia e incultura de aquel mundo. A Sherman le pareció que el idioma en el que hablaban aquellos dos hombres era español.
—Oy el miiímo —decía una y otra vez uno de ellos—. El miiímo.
Sherman dejó que su mirada ascendiera hasta el tronco de los dos. Ambos llevaban polo de punto y cazadora de cuero; más Gente de Cuero.
—Oy el miiímo.
Sherman decidió jugársela. Les miró a la cara. E, inmediatamente, bajó la vista. ¡Le miraban fijamente! ¡Con una crueldad…! Parecían ser ambos treintañeros. Espesas matas de pelo morenísimo, cortado y repeinado en alguna peluquería cara, pese a lo vulgar de la línea. Ambos llevaban raya en medio y el pelo repartido hacia los lados de tal forma que daba la sensación de que los cabellos formaran sendos chorros de aparatosas fuentes ornamentales. ¡Y con qué retorcidas expresiones le miraban! ¿Sabían que él…?
Le llegó la voz de Killian, su horrible acento. Sherman se consoló pensando que no tendría que oírle mucho más tiempo. El León acertaba. ¿Cómo podía haber puesto su destino en manos de alguien que vivía inmerso en semejante sordidez? Killian apareció en la sala de espera, con el brazo sobre los hombros de un hombrecillo blanco, mofletudo y completamente abatido, que vestía un patético traje a juego con un chaleco más patético aún, y que a duras penas podía contener su protuberante estómago.
—¿Qué quieres que te diga, Dennis? —le decía Killian—. La ley es como todo. Tanto pagas, tanto recibes. ¿De acuerdo?
El hombrecillo se fue medio a rastras y sin mirarle. Sherman pensó que cada vez que había estado con Killian, el tema de conversación había sido el dinero… El dinero que algún cliente le debía a Thomas Killian.
—No quería hacerte esperar, Sherman —le dijo Killian, lanzando una mirada significativa hacia el hombrecillo que se estaba yendo, y con un gesto que decía: «Pero qué remedio.»
Mientras él y Sherman avanzaban por el pasillo bajo los potentísimos focos, camino del despacho de Killian, éste le dijo:
—Ése sí que tiene problemas. —E hizo un movimiento de cabeza señalando hacia atrás, hacia el hombrecillo que acababa de irse—. Cincuenta y siete años, católico, irlandés, con mujer e hijos, oficinista, y va y le pillan haciéndole proposiciones deshonestas a una niña de siete años. El agente que le detuvo afirma que primero le ofreció un plátano, y que desarrolló el tema hasta sus últimas consecuencias.
Sherman no hizo ningún comentario. ¿Acaso creía aquel insensible listillo que con su permanente cinismo iba a conseguir que mejorase su estado de ánimo? Se sintió recorrido por un helado estremecimiento. Como si el destino del hombrecillo mofletudo fuera el suyo propio.
—¿Te has fijado en los dos tipos que estaban sentados enfrente de ti?
Sherman respiró hondo. ¿En qué clase de infierno podían ser atrapados aquellos dos?
—Tienen veintiocho, veintinueve años, los dos, y si hicieran pública su cifra de negocios saldrían en la lista de Los Cuatrocientos de Forbes[30]. Hasta ese punto están forrados. Son cubanos, pero importan productos colombianos. Son clientes de mi socio, Mike Bellavita.
A cada nueva palabra de aquel listillo, Sherman se sentía más furioso contra él. ¿Acaso creía aquel hortera que sus comentarios de enterado, el distanciamiento con que hablaba de todo, su manía de dárselas de duro, podían ayudarle a él a sentirse adulado, a sentirse superior a los detritus que, barridos por una repugnante marea, pasaban consrantemente por allí? ¡No soy superior, mequetrefe enteradillo, ignorantísimo necio! ¡Soy uno de ellos! ¡Mi corazón late con el de todos ellos! Un viejo irlandés acusado de corrupción de menores… dos jóvenes cubanos acusados de tráfico de drogas y con la cabeza coronada por un triste peinado estrafalario… Estaba, por fin, aplicándose a sí mismo esa frase según la cual «un liberal es un conservador que ha sido detenido por la policía».
Una vez en el despacho de Killian, Sherman se sentó y contempló al irlandés, que se había puesto muy tieso en su silla, hacía girar los hombros, y se alisaba las arrugas de la americana. Y todavía sintió más furia contra él. Killian estaba de un humor excelente. Sobre la mesa había un montón de periódicos. Team Mercedes; él le atropello, ella huyó. Pero… ¡por supuesto! El suyo era el caso más sensacional del momento.
Pues bien, Killian estaba a punto de quedarse sin él. ¿Cómo decírselo? Lo que pretendía era dejarlo caer por las buenas. Pero las palabras que pronunció tenían al menos cierto aspecto de prudente tacto.
—Supongo que está claro —dijo Sherman— que estoy muy molesto por todo lo ocurrido ayer.
—Aaaah, ¿y quién no lo estaría? Me pareció un escándalo, un abuso fuera de toda medida, incluso viniendo de Weiss.
—Me parece que no me he explicado. No estoy refiriéndome a todo lo que tuve que soportar, sino al hecho de que mi abogado…
Le interrumpió la voz de la recepcionista, diciendo a través del interfono:
—Neil Flannagan, del Daily News, por la 3-0.
Killian se adelantó:
—Dile que ya le telefonearé yo. No, espera. Dile que le llamo dentro de media hora exactamente. Si no está en la redacción, que me llame él dentro de media hora. —Dirigiéndose a Sherman—: Disculpa.
Sherman esperó un instante, le lanzó una mirada siniestra al hortera, y dijo:
—Me refería a otra cosa. Me refería a que…
—No quería decir —le interrumpió Killian— que vayamos a hablar sólo treinta minutos. Tenemos el día entero, si lo necesitamos y si así lo deseas. Pero quiero hablar con ese tal Flannagan del News. El será el que va a servirnos de antídoto… contra el veneno.
—Me parece muy bien —dijo Sherman, con el tono más neutro del que fue capaz—, pero tenemos un problema. Se me había asegurado que había ciertos «contactos» con la Oficina del Fiscal de Distrito. Se me había hablado de cierto «trato» con un tal Fitzgibbon. Recuerdo muy bien una disertación acerca de algo llamado el «Banco de los Favores». Bien, quiero que se me entienda bien. Por lo que a mí respecta, es posible que la agudeza de mi defensor…
La voz del interfono:
—Peter Fallow, del Ciry Light, por la 3-0.
—Pídele su número. Dile que le llamaré yo. —A Sherman—: Hablando del veneno… La serpiente acaba de asomar la cabeza.
El corazón de Sherman se estremeció, víctima de una palpitación. Pero se recobró.
—Adelante. Decías…
—No dudo de que mi representante posea una gran intuición, pero las promesas que me fueron hechas… yo actué con la mayor ingenuidad, acepté… —Hizo una pausa, tratando de encontrar la palabra más adecuada.
—Sherman —dijo Killian, colándose por el hueco que le dejaban—, te engañaron. O, mejor dicho, engañaron a Bernie Fitzgibbon. Y le traicionaron. Lo que hizo Weiss no tiene perdón de Dios. Eso no se… hace… Lo que él hizo es una cosa que no… se… hace…
—Sin embargo, lo hizo, y después de que a mí se me dieran garantías…
—Sé lo que tuviste que pasar. Como si te echasen en un pozo negro. Pero Bernie no fracasó del todo. Weiss pretendía hacer las cosas peor incluso. Entiéndelo. ¡Ese hijoputa pretendía detenerte en tu propia casa! ¡Quería una detención en pleno Park Avenue! ¡Está loco, loco, loco! ¿Y sabes qué más hubiera hecho de haber podido? ¡Habría ordenado a la policía que te pusiera las esposas en tu casa, luego te habría hecho llevar a una comisaría para que supieras qué tal se está en esas jaulas, después te habrían hecho meter en una furgoneta con las ventanas cerradas con mallas metálicas, junto con una pandilla de bestias feroces, y sólo después de todo eso te habría hecho llevar al Registro Central para que pasases todo lo que tuviste que pasar. Eso era lo que hubiese querido hacer.
—De todos modos…
—Mr. Killian, Irv Stone, del Canal 1, por la 3-2. Es la tercera vez que llama.
—Pídele su número y dile que ya le llamaré yo. —A Sherman—: Hoy tengo que hablar con esa gente, a pesar de que no tengo nada que decirles. Pero hay que mantener la comunicación abierta. Mañana empezaremos a darle la vuelta a este asunto.
—Darle la vuelta… —dijo Sherman, tratando de hacer que el tono reflejase su amarga ironía. El hortera ni se enteró. El hortera estaba tan excitadísimo con toda aquella atención por parte de la prensa que su cara apenas si reflejaba ese sentimiento. Para mí es ignominioso; para él, gloria a bajo precio.
De modo que volvió a intentarlo:
—Me parece muy bien eso de darle la vuelta a este asunto —dijo.
Killian sonrió:
—Mr. McCoy, me parece que duda de mí —dijo, pasando a tratarle de usted—. Pues bien, he de darle una noticia. Muchas noticias. —Pulsó un botón del interfono—. Oye, Nina. Dile a Quigley que pase. Dile que Mr. McCoy ya ha llegado. —A Sherman—: Ed Quigley es nuestro detective. Ya le hablé de él. Es el tipo que utilizamos para los Casos Importantes.
Un hombre alto y calvo apareció en el umbral. Era el mismo al que Sherman vio en la deslumbrante sala de espera el día de su primera visita. Una cartuchera con un revólver en la cadera izquierda. Camisa blanca, pero sin corbata. Arremangado, dejando al aire libre unas muñecas y unas manos enormes. Sostenía un sobre de papel manila en la mano izquierda. Era uno de esos hombres altos y angulosos, muy huesudos, que a los cincuenta años tienen un aspecto mucho más fuerte y amenazador que a los veinticinco. Parecía que tuviera los ojos profundamenre hundidos en sus cráteres occipitales.
—Ed —dijo Killian—, te presento a Mr. McCoy.
Sherman saludó morosamente con la cabeza.
—Encantado de conocerle —le dijo el recién llegado. Miró a Sherman con la misma mirada muerta que la primera vez.
—¿Traes la foto? —dijo Killian.
Quigley sacó del sobre un pedazo de papel, y se lo dio a Killian, que se lo pasó a Sherman.
—Es una fotocopia, pero costó… No voy a decir lo que costó obtenerla. ¿Le reconoce?
Unas instantáneas, de frente y de perfil, de un negro, con unos números al pie. Rasgos cuadrados, cuello fortísimo.
—Parece él —suspiró Sherman—. El otro chico, el gigante, el que me preguntó si necesitaba ayuda.
—Es un delincuente de poca monta. Se llama Roland Auburn. Vive en los bloques Poe. Ahora mismo se encuentra en Rikers Island, esperando a ver qué ocurre. Es su cuarta detención por asuntos de drogas. Es evidente que ha hecho un trato con el fiscal, a cambio de dar testimonio contra usted.
—Y a cambio de mentir.
—Lo cual no significa una violación de los principios por los cuales se ha regido de momento la vida de Mr. Roland Auburn —dijo Killian.
—¿Cómo se enteró de esto?
Killian sonrió y señaló a Quigley:
—Ed tiene muchos amigos en la policía, y muchos de los mejores agentes le deben favores.
Quigley se limitó a hacer un leve puchero con los labios.
—¿Ha sido detenido alguna vez este chico —dijo Sherman— por atraco… o por la clase de truco que me hizo a mí?
—¿Por salteador de caminos? —dijo Killian, que, inmediatamente, se rió de su propia frase—. No se me había ocurrido nunca, pero eso es, ni más ni menos. Salteador de caminos. ¿No te parece, Ed?
—Quizá.
—Pues no, que nosotros sepamos —dijo Killian—, pero vamos a investigar muchas más cosas sobre ese hijoputa. Todo el mundo sabe que la carne de presidio está dispuesta a testificar lo que sea, ¡y ésa es toda la base que tiene Weiss para llevar adelante la acusación! ¡Es lo único que utilizó para detenerle a usted!
Killian hizo un gesto de incredulidad, de incredulidad y asco, y estuvo unos momentos sacudiendo la cabeza. Incomprensiblemente, Sherman se sintió agradecido por ese rasgo. Era la primera vez que alguien le daba indicios de estar dispuesto sinceramente a absolverle.
—Bien. Pasemos a otra cosa —dijo Killian. Y, dirigiéndose a Quigley—: Cuéntale ahora lo de Mrs. Ruskin.
Sherman alzó la vista hacia Quigley, y éste dijo:
—Se ha ido a Italia. Le he seguido la pista hasta una casa que tiene alquilada en el lago de Como. Es una zona residencial en Lombardía, sabe.
—Exacto —dijo Sherman—. La noche del accidente acababa de regresar de allí.
—Ya. Bueno, pues hace un par de días —dijo Quigley—, salió de esa casa en coche, con un tipo llamado Filippo. Es lo único que sé: Filippo. ¿Tiene idea de quién puede ser? Veintipocos años, delgado, estatura media. Mucho pelo. Ropa punky. Guaperas, o eso al menos me dijo mi agente.
—Es un pintor, un conocido de ella —suspiró Sherman—. Filippo Charazza o Charazzi.
—¿Sabe a qué otro lugar de Italia pueden haber ido?
Sherman dijo que no con la cabeza.
—¿Cómo se ha enterado de todo esto?
Quigley miró a Killian, y Killian dijo:
—Díselo.
—Fácil —dijo Quigley. Enorgullecido de ocupar el centro del escenario, no resistió la tentación de sonreír—. Casi toda esa gente tiene la Globexpress. Ya sabe, la tarjeta de crédito. Hay una mujer… una persona que me pasa información. Trabaja en Duanne Street, una de las oficinas centrales. Tiene una red de ordenadores que recibe datos procedentes de todo el mundo. Le pago cien dólares por cada información que me facilita. No está nada mal: tarda cinco minutos en obtenerla. Como me esperaba, la tal Maria Ruskin había utilizado la tarjeta recientemente. Dos veces, en Como, esa ciudad. Tiendas de ropa. Así que llamé al tío que trabaja para nosotros en Roma, y él llamó a esas tiendas, y dijo que era de Globexpress, dio el número de la tarjeta de Mrs. Ruskin, y dijo que tenía que enviarle a esa señora un telegrama pidiéndole unas aclaraciones sobre su cuenta. Los de la tienda no se inmutaron. Le dieron la dirección en donde hablan enrtegado las mercancías, y él fue a Como y lo comprobó todo.
Quigley se encogió de hombros, como diciendo: «Para un tío como yo, estaba tirado.»
Notando que Sherman estaba todo lo impresionado que él esperaba, Killian intervino para decirle:
—De modo que ya tenemos la pista de estos dos peones. Sabemos quién es el testigo de la acusación, y estamos en camino de localizar a Mrs. Ruskin. Y la Traeremos de vuelta para acá, aunque para ello haga falta meterla en una caja y enviarla como paquete aéreo. No se escandalice. Ya sé que usted le concede el beneficio de la duda, pero desde el punto de vista objetivo no parece que esté actuando como una buena amiga. Se encuentra usted metido en el mayor jaleo de su vida, y ella se larga, se va a dar vueltas por Italia con un guaperas que se llama Filippo. Ayayayay… ¿Qué le parece?
Sherman sonrió a pesar suyo. Pero era tan vanidoso que, de inmediato, dio por supuesto que existía alguna explicación inocua para el comportamiento de Maria.
Cuando Quigley se fue, Killian le dijo:
—Ed Quigley es el mejor. No hay ningún detective privado tan eficaz como él en esta ciudad. Es… capaz… de… todo. Es el clásico tipo duro, el clásico irlandés de Nueva York, un tipo que ha vivido en el mismísimo infierno. Los críos con los que Ed pasó su infancia acabaron todos siendo delincuentes o polis. Los que se hicieron polis fueron aquellos a los que la parroquia logró cazar, aquellos que sentían un poquitín de mala conciencia. Pero en el fondo son todos iguales. A todos les gustan las mismas cosas. Les encanta machacar cabezas y hacer saltar dentaduras. La única diferencia está en que, si eres poli, puedes hacerlo legalmente, y con la bendición del cura, que además, y por si acaso, desvía la vista hacia otro lado. Ed era un poli tremendo. Imponía el reinado del terror.
—¿Y cómo ha conseguido la foto? —Sherman miraba la fotocopia—. ¿Fue por uno de esos «pactos» a los que se refería usted?
—¿La foto? No, no, no. Eso está en otra órbita. ¿Cree que se puede conseguir una información así, una foto de archivo…? No, eso es absolutamente extraoficial. No tiene nada que ver con el Banco de los Favores. Mire, yo ni siquiera lo pregunto pero, sin temor a equivocarme, yo diría que esto es la suma del Banco de los Favores y el otro banco, el de verdad, el de los bonos negociables, por así decirlo. Pero olvídese del asunto cuanto antes. Por Dios. Olvídelo, y ni se le ocurra mencionarlo delante de nadie. Olvídelo para siempre.
Sherman se recostó en su asiento y miró a Killian. Había ido a verle para decirle que ya no requería sus servicios… pero ahora ya no estaba muy seguro de qué hacer.
Como si estuviese leyendo sus pensamientos, Killian le dijo:
—Voy a explicarle una cosa. No crea que a Abe Weiss le importa un bledo la justicia. —Shetman se fijó en su acento, notablemente más correcto ahora. ¿Qué enaltecida idea, pensó Sherman, rondaba ahora la cabeza de Killian?—. Es probable que se la tome muy en serio. Pero este caso no tiene la menor relación con la justicia. Esto es la guerra. Esto es una lucha de Abe Weiss por conseguir su reelección, y ese trabajo es su vida, y cuando a los periodistas les pone calientes un caso, como ocurre esta vez, Weiss se olvida de la justicia. En este caso será capaz de cualquier cosa. No pretendo asustarle, pero estamos metidos en una guerra. No es suficiente con organizar una simple defensa. Lo que tengo que hacer es montar toda una campaña. No creo que Weiss vaya a pinchar su teléfono, pero podría hacerlo, y es perfectamente capaz de hacerlo. De modo que yo, en su lugar, no diría nada importante sobre este caso por teléfono. De hecho, lo mejor sería que se abstuviera de toda clase de comentarios por teléfono. Así no tendrá que preocuparse por si una cosa es importante o no lo es.
Sherman asintió con la cabeza, para darle a entender que lo comprendía.
—Ahora voy a serte muy franco… Esto va a salir muy caro. ¿Tiene idea de lo que nos cuesta ese hombre que Quigley tiene en Lombardía? Dos mil dólares por semana, y eso no es más que una fase de nuestro trabajo. Voy a pedirle una suma importante, a cuenta de los gastos que vayan surgiendo. Y sólo es para cosas relacionadas con la campaña previa a la defensa propiamente dicha, que todavía espero que sea innecesaria pues lo que pretendemos es no tener que llegar a juicio.
—¿Cuánto necesita?
—Setenta y cinco mil.
—¿Setenta y cinco mil?
—Mira, Sherman, qué quieres que te diga… La ley es como todo lo demás. Tanto pagas, tanto recibes.
—Ya, pero, santo Dios, setenta y cinco mil…
—Me obligas a ser inmodesto, Sherman. Nosotros somos los mejores. Y pelearé por ti. Me encanta pelear. Soy tan irlandés como Quigley.
De modo que Sherman, que había ido hasta allí para despedir a su abogado, terminó firmando un cheque por setenta y cinco mil dólares.
Se lo entregó a Killian.
—Necesitaré algún tiempo para meter todo ese dinero en mi cuenta.
—Bien. ¿A qué estamos hoy? ¿Miércoles? No lo ingresaré hasta el viernes.
En la parte inferior del menú había unos pequeños anuncios en blanco y negro, rectángulos con anticuados marcos y logotipos estilizadísimos de marcas como cacao en polvo Nehi, y arenques en lata Captain Henry, y torrefacto con achicoria Café du Monde, y neumáticos de bicicleta el Jefe Indio, y tabaco de pipa Edgeworrh, y jarabe para resfriados 666. Los anuncios eran sólo un adorno, un recordatorio de la vieja Louisiana de la última posguerra. Un sexto sentido hizo que Kramer se acobardase. Todo aquel estilo anticuado y casero de imitación era tan caro como el estilo bohemio y sencillo de imitación. No quería ni pensar en cuánto podía costarle aquello, quizá cincuenta jodidos dólares. Pero ahora ya no podía dar media vuelta. Shelly estaba sentada enfrente mismo de él en el discreto reservado, observando cada uno de sus gestos y expresiones, y él se había pasado la última hora y media proyectando ante ella la imagen del hombre que se hace cargo de todo, que lleva las riendas, y había sido precisamente él, el viril bon vivant, quien había insinuado que pidieran postre y café. Además, Kramer sentía una brutal necesidad de tomarse un helado. La boca y la garganta le ardían. En toda la carta del Café Alexandria no parecía haber un solo plato que no fuese una conflagración. El Gumbo Creole con Arena Bayou… Kramer había creído que lo de arena debía de ser una metáfora referida a cierto ingrediente de textura arenosa, algún tubérculo rasposo, algo así, pero en realidad aquella sopa contenía arena, empapada, por si fuera poco, en tabasco. El Pan de Maíz a la cayenne… era como un pan invadido por hormigas de fuego. El Filete de Bagre con Okra Chamuscada sobre un Lecho de Arroz Amarillo con Mantequilla de Manzana y Salsa de Mostaza China… la mostaza china enarbolaba una bandera roja, pero no tuvo más remedio que pedir el bagre porque era el único plato semicaro del menú, 10,50 dólares. Y eso que Andriutti le había dicho que aquel restaurante criollo de Beach Street era barato y «francamente magnífico». Beach Street era una calle suficientemente cochambrosa como para que en ella hubiese un restaurante barato, y él le creyó.
Shelly, no obstante, no paraba de repetir lo maravilloso que le parecía todo. Estaba resplandeciente, un ser divino con pintalabios marrón. De todos modos, Kramer no estaba seguro de que aquel encendido carmesí de sus mejillas fuese consecuencia del amor, porque también podía ser producto del maquillaje Otoño en Berkshire, o del incendio estomacal que también ella debía de estar padeciendo.
Helado, helado, helado… Pasó revista a la prosa cortafuegos de la carta, y a través de las oleadas de calor logró localizar un único tipo de helado: Helado de Vainilla Batido a Mano, con una Corona de Crema de Chile de Nuez. ¿Chile? Bueno, podía apartar a un lado la corona y comerse sólo el helado. Porque no tuvo arrestos suficientes como para pedirle a aquella camarera tan moderna y de melosos rizos que se lo sirvieran sin corona. Hubiese sido lo mismo que mostrarse ante Shelly como un tipo apocado y temeroso de las aventuras.
Shelly pidió una Tarta de Lima con Galletas Rellenas, y luego, al igual que él, un Café con Achicoria de Nueva Orleans, pese a que Kramer imaginó que la achicoria aportaría nuevos motivos de dolor para sus atormentadas tripas.
Tras haber pedido el postre y el café con voz firme y varonil resolución, Kramer apoyó los antebrazos en el borde de la mesa, se adelantó un poco, y volvió a zambullir sus ojos en los de Shelly, dispuesto a rellenarle otra vez los depósitos con grandes dosis de delincuencia brutal y, también, con el resto de la botella de aquel vino blanco Marismas de Crockett Zinfandel que iba a reducir sus haberes en otros doce dólares. Era el segundo vino de la carta, empezando por el más barato, pues no había tenido el valor para pedir el número uno, un chablis de 9,50 dólares. Sólo los más inexperimentados patanes pedían chablis.
—Me encantaría que pudieses venir conmigo a escuchar a ese tal Roland Auburn. Ahora ya le he interrogado tres veces. Al principio se muestra durísimo… ya me entiendes, amenazador… Es como una roca, con unos ojos muertos que le convierten en el típico negro de pesadilla que te asalta en la calleja peor iluminada del peor barrio de Nueva York. Pero basta que le oigas hablar durante cinco minutos para que empiecen a llegarte otros mensajes. Mensajes de dolor, sabes. Por Dios, pero si no es más que un chiquillo… Un niño asustado. Estos chicos crecen en el ghetto olvidados de todo el mundo. Están aterrados. Se rodean de un muro de machismo, creyendo que eso servirá para protegerles, pero en realidad se les puede destruir en cuestión de segundos. Eso es lo que temen: que les destruyan. No, no me preocupa qué pueda ocurrir cuando Roland se encuentre ante un jurado. Mira, mi plan consiste en formularle unas cuantas preguntas inocuas durante uno o dos minutos, hasta lograr que se desprenda de ese disfraz de chico duro que suele ponerse, sin darse siquiera cuenta de que se oculta tras él, y luego… le creerán. No verán en él a un delincuente capaz de cualquier cosa, sino a un chico asustado que sólo anhela encontrar un rinconcito en el que poder vivir decentemente, algo bello con lo que adornar su desdichada vida, porque así es ese muchacho en realidad. Ojalá pudiese el jurado ver los dibujos y collages que hace Roland. Es un artista brillante, Shelly. ¡Brillante! En fin, supongo que no habrá modo de conseguirlo. Bastante me costará lograr que el Roland Auburn de verdad salga de debajo de su caparazón. Será como sacar un caracol de esos que tienen la concha tan enroscada.
Kramer dibujó una espiral en el aire, y se rió del símil que había empleado. Los relucientes labios de Shelly sonrieron con aprobación. Cómo resplandecían. Cómo resplandecía Shelly.
—Oh, me encantaría ver el juicio —dijo Shelly—. ¿Cuándo será?
—Todavía no lo sabemos. —(Nosotros, es decir yo y el fiscal de distrito, que somos uña y carne)—. No podremos llevar el caso ante el gran jurado hasta la semana próxima. El juicio podría empezar dentro de dos meses, o, según cómo, de seis. Resulta difícil predecirlo en un caso tan rodeado de publicidad como éste. Siempre que los media enloquecen en torno a un caso, las cosas se nos complican muchísimo. —Y sacudió la cabeza como diciendo: «No tienes más remedio que aprender a conformarte.»
Shelly estaba encantada:
—Ayer noche, Larry, cuando llegué a casa, puse la televisión y te vi allí, aquel retrato… ¡Me puse a reír, como una cría! «¡Larry!», dije. Lo dije en voz alta, como si acabaras de entrar en la habitación. Me produjo una impresión tremenda.
—No creas, también a mí me impresionó.
—Daría cualquier cosa por ver el juicio. ¿Crees que podré?
—Por supuesto.
—Te prometo que no haré ninguna tontería.
Kramer sintió un estremecimiento. Sabía que éste era el momento adecuado. Adelantó las manos y deslizó las puntas de los dedos por debajo de las puntas de los dedos de Shelly, sin mirar. Tampoco ella bajó la vista, ni retiró sus manos. Siguió mirándole a los ojos, y presionó los dedos de Kramer con sus yemas.
—Me da lo mismo que hagas alguna tontería —dijo él. Su timbre le sorprendió incluso a él. Era ronco, tímido.
Una vez afuera, y tras haber dejado prácticamente todo el dinero en metálico que tenía en la Típicamente Anticuada Caja Registradora del Café Alexandria, Kramer tomó a Shelly de la mano y enlazó sus Fuertes Dedos de Hierro entre los suaves y delgados dedos de ella, y comenzaron a caminar por la decrépita oscuridad de Beach.
—Sabes, Shelly, no te imaginas lo que supone para mí hablar contigo de todo esto. La gente que trabaja conmigo… en cuanto intentas ir hasta el meollo de alguna cuestión todos empiezan a pensar que te estás ablandando. Y que Dios te ayude como te ablandes. En cuanto a mi esposa… no sé… se niega a oír hablar de nada que tenga relación con mi trabajo, sea lo que sea. A estas alturas cree estar casada con un tipo que tiene un oficio siniestro, que se dedica a meter entre rejas a un montón de desgraciados. Pero este caso es diferente. ¿Sabes qué significa este caso? Significa una señal de aviso para los habitantes de esta ciudad, para todos aquellos habitantes de esta ciudad que creen haberse librado de firmar el contrato social. En este caso el acusado es un señor que cree que su importante posición social le libra de tener que tratar la vida de alguien que está en la parte más baja de la escala como trataría la de alguien que estuviera en la más alta. No dudo ni por un instante que si hubiese atropellado a una persona parecida a él, aunque sólo fuera remotamente, McCoy habría hecho lo que tenía que hacer. Hasta donde sabemos, es probable que sea un tipo decente. Y eso es lo que hace que este caso resulte tan fascinante: el acusado no es un malvado, pero se comportó como un malvado. ¿Me sigues?
—Creo que sí. Lo que no entiendo es por qué Henry Lamb no dijo nada de lo del atropello cuando fue al hospital. Y ahora que me has contado lo de vuestro testigo, Roland… ¿verdad que la prensa no ha dicho todavía nada de él?
—No, ni va a decir nada durante un tiempo. Lo que te he dicho es un secreto entre tú y yo.
—En fin, ahora resulta que Roland se pasó dos semanas enteras sin decir nada de lo que sabía, sin explicar que a su amigo le había atropellado un coche en su presencia. ¿No te parece raro?
—¡Raro! ¿Qué tiene de raro? Dios mío, Shelly. Lamb había sufrido una herida fatal en la cabeza, bueno, una herida que probablemente será fatal, y Roland sabía que en cuanto se presentara ante la poli le detendrían por un delito de mayor cuantía… Yo no lo encuentro nada raro.
Miss Shelly Thomas decidió cambiar de rumbo.
—No quería decir exactamente raro. Quería decir… que no te envidio. Debe de ser tremendo la cantidad de trabajo preparatorio que tienes que hacer en esta clase de casos.
—¡Ah! Si me pagaran las horas extra que tengo que emplear para ir preparando este caso… Bueno, hasta yo mismo podría irme a vivir a Park Avenue. Pero, sabes, a mí no me importa. En serio. Lo único que me importa es, viva como viva, ser capaz de volver la vista atrás y poder decir: «Yo cambié las cosas.» Este caso, en todos los niveles concebibles, es tan importantísimo… y no sólo desde el punto de vista de mi propia carrera. Es… no sé cómo decirlo… un nuevo capítulo. Y, Shelly, yo quiero ser de los que cambian las cosas.
Se detuvo, y, sin soltarle la mano, la elevó hasta situársela en la espalda, a la altura de la cintura, y la atrajo rápidamente hacia sí. Ella estaba mirándole, radiante. Sus labios se rozaron. Kramer abrió los ojos una sola vez, para ver si Shelly mantenía cerrados los suyos. Estaban cerrados.
Kramer notó el bajo vientre de Shelly pegado al suyo. ¿Era eso su mons veneris? Había salido todo tan bien, tan fácilmente, con tanta naturalidad… pero ¡mierda! ¿Adónde llevarla?
Vaya, hombre. Él, la gran estrella del caso McCoy, y no tenía adonde llevarla… absolutamente ningún sitio… ¡y se encontraba en el centro mismo de la Babilonia del siglo XX…! Ningún lugar adonde llevarse a una guapísima joven de pintalabios marrón que se mostraba dispuesta a ir adonde fuera. Se preguntó qué debía de estar pensando ella en estos momentos.
De hecho, Shelly pensaba en lo pesados que son los hombres de Nueva York. Cada vez que sales con alguno, antes de nada tienes que aguantarle la tabarra, dos horas enteras hablando de Su Carrera.
Aquella noche, el Peter Fallow que entró en el Leicester's era todo un triunfador. Todos los que estaban sentados a La Mesa, y muchos de los que se amontonaban en el atestado y ruidoso bistro, incluso los que se daban de menos a la hora de leer el City Light, sabían que era él quien había publicado la primicia del caso McCoy. Incluso St. John y Billy, que raras veces se ponían serios para tratar de nada que no fueran sus respectivas infidelidades, le felicitaron efusivamente y con sinceridad. Sampson Reith, el corresponsal del Daily Courier de Londres, que estaba pasando unos días en la ciudad, se presentó en La Mesa, y contó que había almorzado con Irwin Gubner, el subdirector del New York Times, el cual se había lamentado de que el City Light tuviera prácticamente la exclusiva de la noticia, lo cual era como decir que la tenía Peter Fallow. Alex Britt-Whiters le envió un vodka Southside a cuenta de la casa, y le sentó tan bien que en seguida pidió otro. La oleada de felicitaciones era tan tremenda que incluso Caroline le sonrió, por primera vez en muchísimo tiempo. La única nota desagradable la dio Nick Stopping. Su aprobación fue indudablemente tibia e insincera. Hasta que Fallow comprendió que Nick, el viejo marxista-leninista, el espartaquista de Oxford, el Rousseau del Tercer Mundo, se moría de celos. Esta era la típica noticia que hubiese debido publicar él, pero la había conseguido aquel payaso de Fallow —para Fallow, a estas alturas, la opinión que Nick tuviera de él sólo le producía diversión—, y ahora Fallow estaba en la cúspide, convertido en maquinista del tren de la Historia, mientras que él, Nick Stopping, volvía a escribir para House & Garden otro artículo sobre la mansión que Mrs. Ricachona se había hecho construir en Hobe Sound o donde fuera.
Bueno, hablando de ricachonas, Rachel Lampwick le reprendió por su insistencia en referirse una y otra vez, en todas las noticias que había escrito sobre el caso, a la fortuna del acusado.
—¿No crees, Peter, que tendrías que ser un poco más gallant —pronunció la palabra con acento francés— con Mrs. McCoy? Te pasas la vida hablando del elegante Mr. McCoy, de su elegante coche y de su elegante apartamento y de su elegante amiga… ¿o decías que era una «cachonda»? Me gustó eso, en serio. En cambio, la pobre Mrs. McCoy sólo es para ti «la esposa cuarentona», lo cual quiere decir que es simplemente fea. ¿O no? En fin, no me patece muy gallant, Peter.
No importaba, porque ahora era evidente que Rachel había devorado todas y cada una de las palabras escritas por Fallow. De modo que sólo sintió, por ella, y por todos, el cariño del triunfador.
—Para el City Light —dijo Fallow—, ninguna esposa tiene el más mínimo glamour a no ser que sea infiel. Solemos reservar nuestro entusiasmo para La Otra.
Todo el mundo empezó luego a especular sobre la cachonda morena, y Billy Cortez, mirando un momento a St. John por el rabillo del ojo, dijo haber oído decir que era corriente que los casados se llevaran a sus amantes a sitios apartados, pero que, la verdad, el Bronx era ya pura paranoia en estado avanzadísimo, y Fallow pidió otro vodka Southside.
El cotilleo no podía ser más cálido, alegre e inglés, y los brillos anaranjados y ocres del Leicester's eran melosos e ingleses, y Caroline estaba mirándole mucho, a veces con una sonrisa muy ancha, otras con cierta afectación, y Fallow empezó a sentirse interesado por ella, y pidió otro vodka Southside, y Caroline se levantó de su silla, rodeó la mesa hasta donde él se encontraba, se inclinó hacia él y le dijo al oído:
—Sube conmigo un momento.
¿Sería posible? Era muy improbable, pero… ¿cabía la posibilidad? Subieron por la escalera de caracol que conducía al despacho de Britt-Whiters, y Caroline, poniéndose de repente muy seria, le dijo:
—Peter, probablemente no tendría que decirte lo que voy a decirte. En realidad, no te lo mereces. Te has portado bastante mal conmigo.
—¡Yo! —dijo Fallow, riendo alegremente—. ¡Caroline! ¡Fuiste tú la que trató de arrastrar mi hocico por las calles de todo Nueva York!
—¿Qué? ¿Tu hocico? —Caroline, algo sonrojada, sonrió—. En fin, tampoco fue por todo Nueva York. Y, en cualquier caso, después del regalo que voy a hacerte, creo que estaremos en paz.
—¿Regalo?
—Creo que es un regalo. Sé quién es tu Morena Cachonda. Sé quién era la mujer que iba esa noche con McCoy.
—Bromeas.
—Lo digo muy en serio. —De acuerdo… ¿Quién era?
—Se llama Maria Ruskin. Te la presentaron la otra noche, en el Limelight.
—¿Me la presentaron?
—Ay, Peter, te emborrachas tanto… Es la mujer de Arthur Ruskin, un tipo que le lleva una montaña de años. Él es judío, riquísimo.
—¿Cómo sabes todo esto?
—¿Te acuerdas de aquel pintor amigo mío? Un italiano, Filippo. Filippo Chirazzi.
—Ah, sí. A ése no podría olvidarle aunque quisiera.
—Pues bien, Filippo la conoce.
—¿Cómo es que la conoce?
—De la misma manera que la conoce un montón de hombres más. Esa mujer es una furcia.
—¿Y ella se lo contó a Filippo?
—Sí.
—¿Y luego te lo contó él a ti?
—Sí.
—Dios santo, Caroline. ¿Dónde puedo localizar a ese tipo?
—No lo sé. Yo tampoco lo he conseguido. El muy cerdo…