—Bien, Larry, mira que cúpula tan reluciente te han puesto —dijo Abe Weiss con una sonrisa anchísima.
Como Weiss estaba invitándole a que lo hiciera, Kramer hizo lo que llevaba cuarenta y cinco segundos deseando hacer: volverle la espalda a Weiss y contemplar el grupo de televisores de la pared del fondo.
Y, en efecto, allí estaba él.
El vídeo había llegado a la parte de las imágenes emitidas la noche anterior por el Canal 1 en la que aparecía el dibujo que representaba la escena en el interior del juzgado. Aunque el volumen estaba bastante bajo, Kramer llegó a oír la voz del reportero, Robert Corso, como si sonara en el interior mismo de su cráneo: «Lawrence Kramer, vicefiscal de distrito, agitó con energía una petición ante el juez Samuel Auerbach, y le dijo: “Señoría, el pueblo del Bronx…”» En el dibujo, la cabeza de Kramer parecía completamente calva en su parte superior, lo cual era poco realista y, además, injusto, porque no estaba calvo, aunque había perdido mucho pelo. De todos modos, allí estaba él. No era uno de esos que siempre salen en la tele. Sino que era él, y si alguna vez había existido algún Valeroso Guerrero de la Justicia, allí estaba, sin la menor duda. Su cuello, sus hombros, su pecho, sus brazos: todo tenía un aspecto enorme, como si en lugar de alzar ante Sammy Auerbach unos papeles, estuviese preparándose para lanzar el martillo en una final olímpica. Ciertamente, el motivo por el cual su fuerza parecía tan tremenda era la desproporción empleada aposta por el dibujante. Pero tal vez fuera ésa la imagen que el artista había visto. Un hombre descomunal. El artista… en realidad era una chica… una italiana que estaba buenísima… Los labios como nectarinas… Bonitos pechos ocultos bajo un jersey sedoso y brillante… Lucy Dellafloria, así se llamaba… De no haberse producido tanta confusión, tanto alboroto, habría sido sencillísimo. Al fin y al cabo, la dibujante se había pasado el rato fijándose en él, concentrada en su aspecto, en la pasión con que hablaba, en el aplomo con que actuó en el campo de batalla. Había estado concentrada en él, como artista y como mujer… con esos gruesos labios de putón italiano… y con sus ojos fijos en él.
El dibujo, ay, desapareció de la pantalla rápidamente, y a continuación apareció Weiss, con todo un bosque de micrófonos apuntándole. Los micrófonos estaban apoyados en bajos soportes distribuidos por su escritorio, pues había dado la rueda de prensa tras la sesión de la mañana, en aquel mismo despacho en el que ahora se encontraban. Y ahora mismo había concedido otra rueda de prensa. Weiss sabía muy bien qué tenía que hacer para que le apuntasen los micros y las cámaras. Desde luego que sí. El espectador medio de los telediarios deduciría que todo el espectáculo era cosa de Abe Weiss, y que el vicefiscal, ese tal Larry Kramer que había actuado ante el juez, no era más que un instrumento de la brillantez táctica de Abe Weiss, el hombre de la voz rasposa. De hecho, desde que ocupaba su cargo de fiscal de distrito, Weiss no había puesto jamás los pies en un juzgado. Y hacía casi cuatro años que fue elegido. Pero Kramer no estaba resentido por eso. O lo estaba muy poco. Era algo que sabía de antemano. Las cosas funcionaban así. Tanto en el distrito de Weiss como en todos los demás. Esta mañana al menos, Kramer y el capitán Ahab eran muy buenos amigos. Los noticiarios de la televisión, los mismos periódicos, habían repetido muchas veces el nombre de Lawrence Kramer, y ella, la lujuriosa Lucy Dellafloria, la sexy Lucy Dellafloria, había retratado a Kramer y le había representado como un hombre fuerte y poderoso. No, no había ningún problema. Y hasta Weiss se había tomado la molestia de indicarle que todo iba bien, por el procedimiento consistente en pasarle el vídeo, para verlo juntos. El mensaje implícito, así pues, era: «Bien, yo soy la estrella, porque soy el jefe y porque el que tiene que presentarse a la reelección soy yo. Pero, ya lo ves, no te dejo al margen. Eres la estrella invitada.»
Así, ambos estuvieron viendo el resto de la cobertura televisiva de la noticia. En ella apareció también Thomas Killian, en la fachada de los juzgados, con los micrófonos apuntando a su cara.
—Fíjate cómo viste el muy gilipollas —murmuró Weiss—. Ridículo.
Pero Kramer pensó más bien en cuánto debía de haberle costado el traje.
Killian decía que aquello había sido una detención circense. Parecía estar furioso.
—Ayer —le dijo al reportero del Canal 4— llegamos a un acuerdo con el fiscal de distrito: Mr. McCoy se presentaría para oír la acusación aquí, esta mañana, de forma pacífica y voluntaria, pero el fiscal de distrito decidió por su cuenta violar ese acuerdo y detener a McCoy como si fuese un peligroso delincuente, como si fuese un animal… ¿Y todo para qué? Para que lo pudiesen registrar las cámaras y los micrófonos que han traído ustedes.
—¡Anda ya! —le dijo Weiss a la pantalla.
Killian seguía hablando:
—No solamente niega Mr. McCoy toda culpabilidad en relación con esas acusaciones, sino que está deseoso de que salgan a la luz pública todos los hechos, porque cuando se conozcan los hechos, cuando se vea la realidad, comprenderán ustedes por qué puedo afirmar que todo el montaje de esta detención carece por completo de fundamento.
—Bla bla bla —le dijo Weiss a la pantalla.
La cámara se volvió hacia una figura que se encontraba justo detrás de Killian. Era McCoy. Llevaba la corbata aflojada y torcida, y la camisa y la americana muy arrugadas. Tenía el pelo enmarañado. Todo él estaba medio remojado. Sus ojos estaban vueltos hacia el cielo, casi en blanco. Como si no estuviese allí.
A continuación apareció en la pantalla el rostro de Robert Corso, y sólo parecía hablar de McCoy, McCoy, McCoy. En lugar de ser el caso Henry Lamb, ahora era el caso McCoy. El importante wasp de Wall Street, el hombre de perfil aristocrático, le había proporcionado mucho sex appeal al caso. Y la prensa se mostraba ahora insaciable.
El escritorio de Weiss estaba cubierto de periódicos. Aún tenía encima de todos el City Light del día anterior. Su primera página decía, con enormes caracteres:
MILLONARIO DE WALL STREET
COMPLICADO EN UN ACCIDENTE SEMIMORTAL
Las palabras formaban una columna junto a una foto estrecha y alargada de McCoy, empapado, con las manos delante y la americana doblada sobre ellas, evidentemente para ocultar las esposas. Mantenía elevado su magnífico y fuerte mentón, y miraba directamente a la cámara con un gesto ceñudo y feroz. Parecía como si estuviera diciendo: «Sí, ¿y qué?» Incluso el New York Times publicaba la noticia del caso en la primera página, pero el diario que más había enloquecido con todo aquel asunto era el City Light. Aquella mañana su titular decía:
SE BUSCA A
UNA MISTERIOSA MORENA «CACHONDA»
Encima de esas letras, en un cuerpo más pequeño, el antetítulo decía: Mercedes Team: él atropelló, ella huyó. La foto era de la revista W, especializada en alta sociedad, la misma foto que había sido señalada por Roland Auburn, en la que McCoy iba en smoking y sonreía, mientras a su lado, con aspecto de persona corriente y fea, se encontraba su mujer. El pie de foto decía: El testigo dijo que la compañera de McCoy era más joven, más «cachonda», más «sexy» que Judy, la mujer de cuarenta años que está casada con él, y que aparece en la foto con su marido en una fiesta de beneficencia. Una línea de letras blancas sobre fondo negro cruzaba la primera página de un lado la otto y decía: Los manifestantes piden prisión sin fianza para el joven millonario de Wall Street. Ver pág. 3. Y: La casa de McCoy y la casa de Lamb: Historia de dos ciudades. Fotos en págs. 4 y 5. En las páginas 4 y 5 había fotos del gran apartamento de McCoy en Park Avenue, las mismas que había publicado el Architectural Digest, y en la página de enfrente, fotos de las diminutas habitaciones del piso que los Lamb tenían en los bloques Edgar Allan Poe. El largo pie de foto empezaba diciendo: Dos Nueva York absolutamente diferentes chocaron entre sí cuando el asesor financiero de Wall Street Sherman McCoy atropello con su Mercedes-Benz deportivo de 50.000 dólares al brillante alumno de instituto Henry Lamb. McCoy vive en un apartamento de 3 millones de dólares, con catorce habitaciones distribuidas en dos pisos, y situado en ParkAvenue. Henry Lamb, por su parte, vive en un pisito de 247 dólares al mes, con sólo tres habitaciones y situado en unos bloques protegidos del Bronx.
A Weiss le encantó centímetro a centímetro todo aquel tremendo despliegue. Con aquello se habían acabado todas las monsergas sobre la «justicia para los blancos» Y «JOHANNESBRONX». No había conseguido elevar la fianza de McCoy a los 250.000 dólares que pidieron ante el juez, pero la actuación de la fiscalía había sido magníficamente agresiva. ¿Agresiva? Kramer sonrió. Los ojos de Sammy Auerbach se habían abierto como un par de paraguas cuando le oyó formular oficialmente su petición. Sabía que su actitud había sido exagerada hasta el absurdo, pero como mínimo les había servido para decir lo que tenían que decir. Que la Oficina del Fiscal de Distrito del Bronx estaba con el pueblo. Porque, además, seguirían pidiendo que aumentara la fianza.
Weiss estaba francamente satisfecho. Eso era evidente. Esta era la primera ocasión en que Kramer era llamado personalmente, sin Bernie Fitzgibbon, al despacho de Weiss.
El fiscal pulsó un botón y se borró la imagen de la pantalla. Luego le dijo a Kramer:
—¿Has visto la cara que ponía McCoy? Estaba hecho una auténtica mierda. Milt dice que así fue, que ése era el aspecto que tenía ayer, al salir del juzgado. ¿Qué pasó?
—Bueno —dijo Kramer—, lo único que pasó es que estaba lloviendo. Se quedó empapado mientras guardaba cola junto a la puerta del Registro Central. Le hicieron guardar cola, como a todo el mundo, que es de lo que se trataba. Nada de darle ningún trato especial.
—Ya —dijo Weiss—, pero, joder, metemos a un tipo de Park Avenue en el juzgado, y dice Milt que estaba como si acabaran de pescarle en el río. También Bernie me ha dado la bronca por todo eso. No quería que le hiciéramos pasar por el Registro Central.
—Tampoco tenía tan mal aspecto como usted dice —dijo Kramer.
—Trátame de tú, hombre.
Kramer asintió con la cabeza, pero decidió que sería mejor dejar que pasara un tiempo prudente antes de tutearle.
—Yo diría —añadió— que tenía el mismo aspecto de cualquiera que haya estado un rato en las jaulas.
—Lo cual también le parece a Thomas Killian motivo suficiente para protestar —dijo Weiss, señalando los televisores.
Sí, pensó Kramer, al final te has atrevido a ponerte chulo ante los irlandeses. Bernie se mostró contrariado, por decirlo suavemente, cuando Weiss desestimó su intervención y le dijo a Kramer que solicitara el aumento de la fianza después de que Bernie acordase con Killian que sólo sería de 10.000 dólares. Weiss le dijo a Bernie que la petición sólo pretendía aplacar los ánimos de una comunidad enfurecida debido a que pensaba que McCoy recibiría un trato especial, y que, por otro lado, estaba seguro de que Auerbach jamás aceptaría la elevadísima fianza de 250.000 dólares que iban a pedirle. Para Bernie, sin embargo, aquello suponía la violación de un pacto, la violación de las normas por las que se regía el Banco de Favores del código sagrado de lealtad mutua que vinculaba entre sí a todos los irlandeses que trabajaban en el sistema de la justicia penal.
Kramer notó en el rostro de Weiss el paso de algún nubarrón. Inmediatamente, Weiss dijo:
—Bueno, pues que se joda Tommy. Si tratas de satisfacer a todo el mundo acabas volviéndote loco. Yo tenía que tomar una decisión, y la he tomado. Me parece bien que a Bernie le caiga bien Tommy. Hasta a mí me cae bien. ¡Pero Bernie pretende ponérselo demasiado fácil! De haber cumplido las promesas que Bernie le hizo a Tommy, McCoy hubiera pasado por aquí tan tranquilamente como si fuese una visita oficial del príncipe Carlos. ¿Cuánto rato estuvo McCoy en las jaulas?
—Oh… unas cuatro horas.
—Qué diablos, eso es lo normal, ¿no?
—Más o menos. Hay detenidos que pasan de la celda de una comisaría a la celda de otra, y luego van al Registro Central, y después a Rikers Island, y finalmente vuelven al Registro Central, y sólo entonces se les formula la acusación. Hay tipos a los que detienen el viernes por la noche y se pasan todo el fin de semana yendo de un lado para otro. Y ésos sí que terminan hechos una verdadera mierda. En cambio, McCoy se libró de ir a la comisaría. Fue directamente al Registro Central.
—Entonces, no entiendo a qué viene tanto escándalo. ¿Le pasó algo mientras estuvo en la jaula? ¿Por qué arman tanto jaleo?
—No le pasó nada. Creo que el ordenador no funcionaba. Hubo un retraso, Pero eso pasa cada dos por tres. Es lo normal.
—¿Sabes qué me parece? Me parece que Bernie, sin darse cuenta… y no te confundas, porque aprecio a Bernie y le respeto… pero me parece que, sin darse cuenta, seguro que está convencido de que a McCoy habría que haberle dado un trato especial, sólo porque es blanco y un personaje más o menos conocido. Mira, es un asunto muy curioso, muy sutil. Bernie es irlandés, como Tommy, y los irlandeses tienen metida en el alma esa cosa que los ingleses llaman deferencia, y ni siquiera se han enterado. Quiero decir que esos wasps, los tipos como McCoy, les impresionan, por mucho que ellos crean que actúan y piensan como si fuesen del IRA. En realidad no tiene mucha importancia, pero una persona como Bernie tiene que cargar con eso de la deferencia, esa cosa irlandesa, inconsciente claro, y ahí está lo malo. Pero nosotros, Larry, nosotros no representamos a los wasps. Me gustaría saber si vive algún wasp en el Bronx, porque lo dudo. Tal vez haya alguno por la parte de Riverdale.
Kramer soltó una risilla.
—Te hablo en serio —dijo Weiss—. Esto es el Bronx. Esto es el Laboratorio de las Relaciones Humanas. Así lo llamo yo, el Laboratorio de las Relaciones Humanas.
Era cierto; Weiss lo llamaba Laboratorio de las Relaciones Humanas. Lo llamaba así cada día, como si olvidase que todos los que habían pisado su despacho, aunque sólo fuese una vez, por fuerza tenían que habérselo oído decir. Pero Kramer podía perdonarle a Weiss su fatuidad. O, si no perdonar… sí al menos comprender… valorar en su justa medida la verdad esencial que se ocultaba detrás de sus bufonadas. Weiss tenía razón. Para alguien que tenía que trabajar en el sistema judicial del Bronx, no había nada peor que creer que aquel barrio no era más que un Manhattan desplazado.
—Ven acá —dijo Weiss. Se puso en pie, se acercó al gran ventanal que tenía a su espalda, y llamó a Kramer con una seña. Desde el sexto piso de la fortaleza, situada en lo alto de la colina, se dominaba una grandiosa vista. Estaba a una altura suficiente como para que toda la sordidez se perdiera en la distancia, y sólo surgiera ante sus miradas la encantadora topología sinuosa del Bronx. Miraron hacia el Yankee Stadium y el John Mullaly Park, que desde esa distancia parecía arcádicamente verde. A lo lejos y enfrente, más allá del Harlem River, se veía el perfil urbano de Manhattan dominado por el Centro Médico Presbiteriano de Columbia, que desde aquella ventana tenía un aspecto pastoril, como el de esos paisajes antiguos en cuyo fondo el pintor solía disponer algunas nubes grises y algodonosas, y unos cuantos árboles difuminados.
—Mira estas calles, Larry —dijo Weiss—. ¿Qué ves? ¿A quién ves?
En realidad, Kramer apenas si podía ver unas figuras en miniatura que bajaban por la calle Ciento sesenta y uno y por Walton Avenue. Estaban tan abajo que parecían insectos.
—Todos son negros y portorriqueños —dijo Weiss—. Ya no se ve por ahí a esos judíos que antes rondaban por esas calles, ni tampoco se ve a ningún italiano, pese a que estamos en pleno centro del Bronx. Esto es como Montague Street, en Brooklyn, o como City Hall Plaza, en Manhattan: el centro neurálgico e institucional del barrio. Antiguamente, los judíos se sentaban por la noche en las aceras, ahí, en la Grand Concourse, y se dedicaban a ver pasar los coches, simplemente. Ahora… ni Charles Bronson se sentaría ahí. Estamos en plena modernidad, y nadie se ha enterado aún. Cuando yo era un crío, el Bronx era de los judíos. Y fue de los judíos durante muchos años. ¿Te acuerdas de Charlie Buckley, el miembro del Congreso? No, eres demasiado joven. Charlie Buckley, el Amo del Bronx. Más irlandés no podía ser. Hace sólo treinta años que Charlie Buckley tenía la sartén del Bronx por el mango. Todo eso se acabó, pero judíos e italianos llevan todavía las riendas del barrio. ¿Por cuánto tiempo? Ahí abajo, en esas calles, no hay ni uno. ¿Cuánto tiempo seguirán aquí, en los pisos de este edificio? Estamos en el Bronx, y yo digo que el Bronx es el Laboratorio de las Relaciones Humanas. La gente que ves ahí abajo, Larry, es gente pobre, y la pobreza engendra delincuencia, y la delincuencia de este barrio… No hace falta que te lo explique. En parte, soy un idealista, no sé si lo sabes. Me gustaría tratar cada caso individualmente, pero ¿crees que es posible hacerlo con las toneladas de casos que tenemos entre manos? Ayyyyyyyy… Pero, además de ser idealisra, también sé qué es lo que hacemos en realidad. Somos como unos cowboys que tratan de conducir un rebaño enorme. Y cuando conduces un rebaño, si quieres ser eficaz has de tratarlo como conjunto —hizo un amplio ademán circular con las manos—, porque tienes que mantener el control del conjunto, y confiar en que no se te pierdan muchas reses por el camino. Sí… llegará el día, y quizá está ya muy cerca, en que esa gente que anda por las calles de ahí abajo tenga sus propios líderes y sus propias organizaciones, un día en el que ellos controlarán tanto el Partido Demócrata del Bronx como todo lo demás, y nosotros habremos abandonado este edificio. Pero en este momento todavía nos necesitan, y hemos de tratarles bien. Tenemos que lograr que crean que no estamos lejos de ellos, y que son tan parte de Nueva York como nosotros. Tenemos que transmitirles el mensaje adecuado. Tenemos que comunicarles que, sin duda, les damos duro cada vez que se descarrían, pero que no lo hacemos porque sean negros o hispánicos o pobres. Tenemos que transmitirles la idea de que la justicia es ciega. Tenemos que decirles que la justicia funciona igual con ellos que con los que son blancos y ricos. Eso es importantísimo. Más importante que todos y cada uno de los matices y aspectos técnicos de la ley. Y en eso consiste la labor que tiene que realizar esta Fiscalía, Larry. No estamos aquí para resolver casos. Estamos aquí para fomentar la esperanza. Y eso es lo que Bernie no entiende. Bernie sigue haciendo política irlandesa —dijo Weiss—, de la misma manera que hizo en sus tiempos Charlie Buckley, y eso se acabó. Fin. Estamos en plena modernidad, al menos aquí, en el Laboratorio de las Relaciones Humanas, y hemos jurado representar a la gente que anda por esas calles que ves ahí abajo.
Dócilmente, Kramer miró los insectos. En cuanto a Weiss, sus elevadísimos sentimientos habían terminado por sobrecargar su voz y su rostro de emoción. Miró a Kramer con expresión sincera, con una sonrisa cansada, como diciéndole: «En eso consiste la vida, una vez barridos a un lado todos los detalles y toda la mezquindad.»
—Nunca lo había mirado desde este punto de vista, Abe —dijo Kramer—, pero tienes toda la razón del mundo.
Era, le pareció a Kramer, el momento oportuno para empezar a tutearle.
—Al principio estuve bastante preocupado por el caso McCoy —dijo Weiss—. Parecía que Bacon y su gente llevaran la iniciativa, y que nosotros nos limitáramos sencillamente a reaccionar. Ahora ya no importa. Le hemos dado la vuelta a la situación. ¿Cómo tratamos aquí a un personajillo elegante de Park Avenue? Igual que a todo el mundo. Detención, esposas, control de huellas dactilares, un rato de espera en la jaula, ¡igual que les pasa a la gente de nuestras calles! En mi opinión, eso ha servido para transmitir el mensaje adecuado. Así se enterará la gente del Bronx de que nosotros les representamos, y de que ellos forman parte de Nueva York.
Weiss contempló la calle Ciento sesenta y uno como si fuese un pastor mirando su rebaño. Kramer se alegró de ser el único testigo de esta escena. Si hubiese habido más de un testigo, la impresión dominante habría estado cargada de escepticismo. Kramer mismo sólo habría podido recordar que a Weiss se le estaba aproximando el momento de la reelección, apenas a cinco meses vista, y que el setenta por ciento de los vecinos del Bronx eran negros y latinos. Pero como no había ningún testigo más, Kramer pudo pensar en lo esencial, a saber, que aquel chalado que estaba con él, el capitán Ahab, tenía razón.
—Ayer hiciste un magnífico trabajo, Larry —dijo Weiss—, y quiero que sigas en esa línea. ¿No hace que te sientas a gusto el saber que tu trabajo está cargado de significado? Joder, Larry, sabes muy bien lo que gano. —En efecto, Kramer sabía que el sueldo de Weiss era de 82.000 dólares al año—. A lo largo de mi vida, he tenido una docena de oportunidades para tomar un desvío, largarme de aquí y ganar tres veces más, hasta cinco veces más, en un bufete. Pero ¿de qué me habría servido? Sólo se vive una vez, Larry. ¿Cómo quieres que te recuerden? ¿Te gustaría ser recordado porque tuviste una mierda de mansión señorial en Riverdale o en Greenwich o en Locust Valley? ¿O porque tú cambiaste las cosas? Me da pena Tommy Killian. Era un buen vicefiscal, pero Tommy quería ganar pasta, y ahora está ganando pasta. ¿Cómo? Limpiándoles las narices a una pandilla de pícaros, de psicóticos, de drogatas. Al lado de McCoy hasta parece alguien. Es la primera vez, desde que dejó esto, que ha visto a un individuo como ése. Mira, Larry, yo prefiero estar aquí, al mando del Laborarorio de Relaciones Humanas. Así pienso yo. Prefiero que me recuerden porque hice algo por cambiar las cosas.
Ayer hiciste un magnífico trabajo. Y quiero que sigas en esa línea.
—Joder, ¿qué hora debe de ser? Estoy hambriento —dijo Weiss.
Kramer miró con presteza su reloj.
—Casi las doce y cuarto.
—Quédate aquí, hombre, y come conmigo. Vendrá el juez Tonneto, y también ese tipo del New York Times, Overton No-sé-cuántos, nunca logro recordar su apellido… todos ésos se llaman cosas como Overton o Clifton… y también Bobby Vitello y Lew Weintraub. ¿Conoces a Lew Weintraub? ¿No? Quédate, hombre. Te resultará útil.
—Si te parece que no voy a…
—¡Claro que tienes que quedarte! —Weiss señaló su gigantesca mesa de conferencias, como diciendo que había espacio sobrante—. Vamos a encargar algunos emparedados…
Lo dijo como si aquél fuera a ser uno de esos almuerzos improvisados que prefieres encargar que te suban, como si él o alguno de los demás pastores de la fortaleza tuviese la valentía de salir a pasear entre las reses hasta llegarse a un resraurante de la vecindad.
Pero Kramer no consintió que se colase en su mente ni un solo gramo de cinismo barato. Comer con gente como el juez Tonneto, Bobby Vitello, Lew Weintraub, el gran constructor, y con Overton Comosellame, el wasp del New York Times y hasta el fiscal de distrito en persona era… ¡sensacional!
Por fin comenzaba a salir del anonimato.
Gracias, Dios mío, por haber puesto en mis manos al Gran Acusado Blanco. Gracias, Señor, por haberme entregado a Sherman McCoy.
Con un resto de curiosidad, Kramer pensó un momento en McCoy. No era mucho mayor que él. ¿Qué sentía aquel wasp al que la vida no le había negado nada, ahora que se había dado aquel breve chapuzón en las heladas aguas del mundo real? Pero no fue más que un instante.
Los indios de la tribu bororo, unos seres primitivos que viven a orillas del río Vermelho, en plena selva amazónica, creen que no existe ninguna identidad privada. Para los bororo, la mente es una cavidad abierta, como una cueva o un túnel, por ejemplo, en la que habita el poblado entero y en donde crece la vegetación. En 1969, José M. R. Delgado, el eminente fisiólogo cerebral español, determinó que los bororo tenían razón. Durante cerca de tres milenios, los filósofos occidentales habían creído que el yo era algo único, algo que, por así decirlo, se encontraba encerrado en el cráneo de cada persona. Ese yo interior era algo que se relacionaba con el mundo exterior, y que aprendía de él, a veces con escaso provecho. No obstante, se presumía que el núcleo mismo del yo de cada individuo era irreductible, inviolable. Grave error, dijo Delgado. «Cada persona es una combinación transitoria de materiales que se toman prestados del ambiente.» La palabra más importante era transitoria, y Delgado no hablaba de años, sino de horas. En efecto, Delgado se refirió a ciertos experimentos en los cuales unos estudiantes completamente cuerdos a los que se pidió que se tendieran en las camas de habitaciones bien iluminadas pero aisladas sonoramente, y con el sentido del tacto amortiguado por medio de guantes, y con unas gafas translúcidas para impedirles la visión de cosas concretas, comenzaron, al cabo de unas horas, a tener alucinaciones. Es decir que, aislados del poblado y de la selva que normalmente ocupan la cavidad, se quedaban sin mente.
Pero Delgado no se refirió a ningún experimento que hubiese investigado lo que ocurre en la situación diametralmente opuesta. No habló de lo que ocurre cuando el yo —o lo que entendemos por el yo— no es una simple cavidad abierta al mundo exterior, sino que se ha convertido de repente en un parque de atracciones en donde todos, todo el mundo[28], tout le monde, entran campando por las buenas, gritando y brincando, tensos los nervios, listos los músculos a por todas, desde risas hasta lágrimas, gemidos, vertiginosas emociones, jadeos, horrores, a por todo, mejor cuanto más sangriento y espeluznante sea. Es decir que no nos dijo nada acerca de la mente de una persona que se encuentra en el punto focal de un escándalo en el último cuarto del siglo XX.
Al principio, durante las primeras semanas tras el incidente del Bronx, para Sherman McCoy la prensa era un enemigo que le acosaba desde afuera. Cada día temía los periódicos y los telediarios de la misma forma que alguien puede temer las armas de un enemigo impersonal e invisible, como se temen las bombas. Hasta ayer mismo, cuando esperaba junto a la puerta del Registro Central, bajo la lluvia y en medio de la escoria, cuando vio los blancos de los ojos de los periodistas, cuando vio el amarillo de sus dientes, cuando le injuriaban, cuando se burlaban de él, cuando le tendían cebos y le hacían de todo menos pisotearle y escupirle, todavía fueron para él ese enemigo que está ahí afuera. Le habían acorralado, dispuestos a matarle, le habían herido y humillado, pero no lograron alcanzar su yo inviolable, Sherman McCoy, que permaneció intacto en el crucero de su mente.
Luego estrecharon el cerco, dispuestos a matarle. Y luego le mataron.
No recordaba si había muerto mientras hacía cola en la calle, junto a la puerta del Registro Central, o cuando ya estaba en la jaula. Pero para cuando abandonó el edificio y Killian celebró su improvisada rueda de prensa en la escalera, Sherman McCoy murió y volvió a nacer. En su nueva encarnación, la prensa ya no era un enemigo ni estaba afuera. La prensa era ahora una enfermedad, como el lupus erythematosus o la granulomatosis de Wegener. Todo su sistema nervioso central se encontraba desde entonces conectado al gigantesco e inconmensurable circuito de la radio y la televisión y los periódicos, y su cuerpo hervía y ardía y vibraba gracias a la energía de la prensa y la salacidad de todos aquellos a los que alcanzaba, es decir todo el mundo, desde el vecino más cercano hasta el más lejano y aburrido extranjero, pues todos vivían ahora emocionados ante su desgracia. A miles, no, a millones, entraban a la carrera en la cavidad de lo que hasta entonces él creía que era su yo, el yo de Sherman McCoy. Le habría resultado tan difícil impedirles el acceso como cerrar el paso del aire a sus pulmones. (Mejor dicho, podía cerrarles el paso sólo de la misma manera que podía negarles el aire a sus pulmones, de una vez por todas. Esa solución se le ocurrió más de una vez a lo largo de ese día larguísimo, pero luchó contra ese malsano pesimismo, luchó y luchó y luchó, porque ya había muerto una vez.)
Todo empezó minutos después de que él y Killian lograsen desprenderse de la multitud de manifestantes, reporteros, fotógrafos y cámaras de televisión, para meterse en el coche que había alquilado Killian. El conductor llevaba sintonizada en su radio una emisora musical, pero al poco rato comenzaron las interrupciones con noticias, cada media hora, y Sherman pudo oír su nombre, su nombre y todas las palabras clave que oiría y leería una y otra vez durante el resto del día: Wall Street, alta sociedad, el conductor que se dio a la fuga, el magnífico estudiante del Bronx, la compañera no identificada, y vio por el retrovisor que los ojos del conducror miraban hacia el interior de una cavidad conocida por el nombre de Sherman McCoy. Cuando llegaron al despacho de Killian, la edición de mediodía del City Light ya estaba en la recepción, y su propio rostro contorsionado le miró desde la primera página, y todos los habitantes de Nueva York podían ahora penetrar libremente por aquellos aterrorizados ojos. A media tarde, cuando llegó a su casa de Park Avenue, tuvo que sortear el montón de reporteros y cámaras de televisión. Todos le llamaban Sherman, le tuteaban con la mayor desfachatez y menosprecio concebibles, y Eddie, el portero, también le hundió los ojos hasta el fondo de su cavidad, e incluso metió la cabeza dentro. Para empeorar aún más las cosas, tuvo que subir en el ascensor con los Morrisey, que vivían en el ático. No le dijeron nada. Simplemente introdujeron sus alargadas narices en el interior de la cavidad, y una vez allí estuvieron olisqueando todo lo que les dio la gana, hasta que el hedor heló sus rasgos. Sherman había imaginado que su teléfono, cuyo número no aparecía en la guía, le permitiría permanecer oculto, pero los periodistas ya había sabido resolver ese problema, y Bonita, la amable Bonita, que apenas echó una ojeada al interior de la cavidad, tuvo que dedicarse a filtrar llamadas desde el momento en que él entró en el apartamento. Telefonearon todos los medios imaginables de información, y hubo además unas cuantas llamadas para Judy. También hubo alguna que otra llamada personal para él. ¿Qué personas podían carecer hasta tal punto de dignidad, o estar inmunizadas a la vergüenza, como para tratar de comunicar por teléfono con la gran y vociferante galería pública, con la concha de humillación y basura en que Sherman McCoy se había convertido? Sólo su madre y su padre, y Rawlie Thorpe. Bueno, como mínimo Rawlie Thorpe tuvo ese mérito. Judy se pasó el rato rondando de un lado para otro, escandalizada y distante. Campbell… Campbell estaba aturdida, pero aún no lloraba. Aún no. Aunque Sherman había creído que no sería capaz de hacerle frente a la pantalla del televisor, lo conectó. Todos los canales vomitaban el mismo vilipendio. Un importante asesor financiero de Wall Street, miembro de la cúpula de Pierce & Pierce, caballero de alta sociedad, educado en colegios privados y en Yale, malogrado hijo de un antiguo socio del prestigioso bufete de Dunning Sponget & Leach, en su Mercedes deportivo de 60.000 dólares (ahora ya costaba otros 10.000), con una morena cachonda que ni siquiera es su esposa ni nada parecido a una esposa, y en comparación con la cual esa esposa parece un adefesio, atropella al hijo ejemplar de una familia pobre pero honrada, un joven y brillante alumno de instituto que creció en los bloques de viviendas protegidas, y luego huye con su elegante coche sin mostrar ni la más mínima compasión, sin ofrecer siquiera su ayuda a la víctima, que ahora yace en un hospital, próxima a la muerte. Lo más fantasmal de todo —le pareció fantasmal mientras permanecía sentado ante el televisor— fue que no se sintió escandalizado ni enfurecido ante todas aquellas burdas distorsiones y manifiestas mentiras. Lo que sintió fue vergüenza. Por la noche lo habían repetido todo tan a menudo y a todo lo ancho y largo de aquel enorme circuito con el que ahora estaba directamente conectado, que todo lo que decían había acabado por adquirir el peso de la verdad, porque ahora eran millones de personas los que habían visto a ese tal Sherman McCoy, al Sherman McCoy que salía en la pantalla, y todos sabían que era él quien había cometido aquel acto despiadado. Y ahora estaban aquí, enormes multitudes, murmurando y protestando furiosamente y, probablemente, viendo cosas incluso peores en el interior de esa gran cavidad pública que, hasta no hacía mucho, él había creído que era el yo íntimo de Sherman McCoy. Todo el mundo, cada una de las almas que se asomaban a mirar en su interior, con la posible excepción de Maria, suponiendo que ella volviera a mirarle alguna vez, sabría que él era esa persona expuesta en dos millones, tres millones, cuatro millones de ejemplares de periódicos, y en las pantallas de Dios sabía cuantísimos televisores. La energía de sus acusaciones, transmitida por el enorme circuito de la prensa, que estaba conectado a su sistema nervioso central, ardía y zumbaba bajo su piel y producía constantes descargas de adrenalina. Sherman tenía el pulso constantemente acelerado, pero ya no sentía pánico. Este había sido reemplazado por un estado de tristeza, de triste apatía. Sólo podía concentrarse en… nada, ni siquiera el tiempo suficiente como para que lo que fuese le entristeciera. Pensaba en cómo debía de estar afectando todo aquello a Campbell y a Judy, pero ya no sentía las terribles punzadas de dolor que sintiera poco antes… antes de morir. Esto le alarmaba. Miró a su hija y se esforzó por sentir aquel dolor, pero lo único que logró fue hacer un ejercicio intelectual. Todo era triste y pesado, pesado, pesado.
Lo que sí sentía de verdad era el miedo. El miedo de volver allí.
La noche anterior, agotado, se había metido en cama pensando que no podría dormir. De hecho, se durmió casi inmediatamente, y estuvo soñando. Estaba poniéndose el sol. Iba en autobús por la Primera Avenida. Lo cual era extraño, pues hacía diez años que no utilizaba el autobús para desplazarse por Nueva York. Sin que le diera tiempo a darse cuenta de lo que ocurría, el autobús ya estaba a la altura de la calle Ciento diez, y había anochecido. Se había saltado su parada, aunque no recordaba cuál era. Se encontraba ya en un barrio de negros. En realidad, hubiera tenido que ser un barrio de latinos, el Spanish Harlem, pero en el sueño era un barrio de negros. Se apeó del autobús porque temía que si seguía en él las cosas sólo podían empeorar. Fue viendo figuras en la oscuridad de los portales y las aceras, pero nadie le había visto todavía a él. Avanzó con paso presuroso por las calles ensombrecidas, ttatando de encaminarse hacia el oeste. El sentido común hubiese tenido que decirle que lo mejor era avanzar directamente por la Primera Avenida, hacia abajo, pero, sin saber por qué, le parecía tremendamente imporrante ir hacia el oeste. Hasta que comprendió que aquellos seres caminaban en círculos. No decían nada, ni siquiera se ponían peligrosamente cerca de él… de momento. Disponían de todo el tiempo del mundo. Siguió avanzando en la oscuridad, escrutando las sombras, y las figuras fueron aproximándosele gradualmente; gradualmente, porque tenían todo el tiempo del mundo. Despertó presa de un espantoso pánico, sudando, con el corazón a punto de salírsele por entre las costillas. Había dormido menos de dos horas.
De madrugada, cuando salió el sol, se sintió más fuerte. Habían cesado los zumbidos, las llamas, y comenzó a preguntarse: ¿acaso me he liberado de ese horrible estado? Natutalmente, no lo había entendido. El inmenso circuito había hecho una pausa nocturna. Los millones de ojos acusadores estaban cerrados. En cualquier caso, decidió: seré fuerte. ¿Tenía acaso otra elección? Ninguna, como no fuese volver a morir, lenta o rápidamente; y de verdad. Fue con esta actitud mental como pensó negarse a permanecer preso en su propio apartamento. Seguiría llevando su vida corriente hasta donde pudiese, plantaría su poderoso mentón frente a la turba. Y empezaría acompañando a Campbell hasta la parada del autobús, como siempre.
A las siete en punto, Tony, el portero, llamó desde abajo para decir, sintiéndolo mucho, que media docena de reporteros y fotógrafos estaban acampados junto al portal, en la acera y en sus coches. Bonita transmitió el mensaje, y Sherman apretó las mandíbulas, alzó el mentón, y resolvió tratarles igual que uno trata al mal tiempo. Sherman y Campbell, él con su más discreto traje de lana hecho a medida en Inglaterra, y ella con su uniforme de Taliaferro, salieron del ascensor y se acercaron a la puerta, en donde Tony, con auténtica sinceridad, dijo:
—Suerte. Son una pandilla de groseros.
En la acera, un hombre joven ocupaba la primera posición. Su aspecto era casi infantil. Se les acercó con una vaga imitación de la cortesía y dijo:
—Mr. McCoy, querría preguntarle…
Sherman tomó la mano de Campbell, alzó su mentón Yale, y dijo:
—No tengo absolutamente nada que decir. Y ahora, si me disculpa…
De repente, cinco, seis, siete reporteros les rodeaban a él y a Campbell, y nadie le trataba con la más mínima deferencia.
—¡Sherman! ¡Eh! ¿Quién era la mujer que iba contigo?
—¡Sherman, un segundo! ¡Una foto!
—¡Oye, Sherman, dice tu abogado…!
—¡Espera! ¡Eh, eh! ¿Cómo te llamas, monina?
¡Uno de ellos estaba llamando monina, a Campbell! Escandalizado y furioso, Sherman se volvió hacia esa voz. El mismo, aquel del pelo rizado y pegado al cráneo, y ahora con dos pedacitos de papel higiénico pegados a la cara.
Sherman se volvió hacia Campbell. La niña sonreía confusamente. ¡Las cámaras! Siempre le había divertido que le sacaran fotos.
—¿Cómo se llama, Sherman?
—¡Eh, monina, dime cómo te llamas!
El guarro de los pedacitos de papel higiénico estaba inclinado sobre su hija y le hablaba con voz untuosa.
—¡Déjela en paz! —dijo Sherman. Notó que la fiereza de su propia voz asustó a Campbell.
De golpe y porrazo se encontró con un micrófono delante de sus narices.
—Henry Lamb —dijo una joven alta y nervuda de anchas mandíbulas— está en el hospital, a punto de morir, mientras tú andas tan tranquilo por Park Avenue. ¿Qué sientes por él?
Sherman alzó el brazo para apartar el micrófono de su cara. La mujer se puso a chillar:
—¡Hijo de la gran puta! —Y, dirigiéndose a sus colegas—: ¡Lo habéis visto! ¡Me ha pegado! ¡Este hijo de la gran puta me ha pegado! ¡Lo habéis visto! ¡Hijo de la gran puta, haré que te detengan por esto!
El grupo siguió revoloteando alrededor de Sherman y su hijita. Ahora él trató de protegerla con su brazo, la cogió de los hombros y se la acercó lo más que pudo, sin dejar de avanzar rápidamente hacia la esquina.
—¡Venga, Sherman! ¡Un par de pregunras y te dejamos tranquilo!
A su espalda, la mujer seguía gritando y quejándose:
—¡Eh! ¿Habéis sacado una foto cuando me pegaba? ¡Quiero ver tus fotos! ¡Serán una prueba! —Y luego, volviéndose hacia Sherman—: ¡Te crees con derecho a cargarte a todo el mundo, eh, cabrón racista!
¡Cabrón racista! Y se lo decía una mujer blanca.
El rostro de Campbell estaba congelado de miedo y consternación.
El semáforo se puso verde, y el grupo de reporteros les siguió a los dos hasta la otra acera de Park Avenue, acosándoles, revoloteando a su alrededor. Sherman y Campbell, cogidos de la mano, siguieron su camino mientras los entrevistadores y los fotógrafos saltaban de acá para allá, dando brincos hacia adelante y hacia atrás.
—¡Sherman!
—¡Sherman!
—¡Mírame, monina!
Los padres, niñeras y niños que aguardaban la llegada del autobús del colegio Taliaferro retrocedieron unos pasos. No querían mezclarse con la repugnante erupción que se les iba acercando, con aquel ruidoso enjambre de escándalo, culpa, humillación y tormentos. Por otro lado, tampoco querían que los pequeños perdieran el autobús, que ya se acercaba a la parada. De modo que, con un estremecimiento colectivo, se agruparon algo más atrás, como si el viento les hubiese unido en un remolino. Durante unos momentos Sherman creyó que alguien acudiría a ayudarles, no tanto por él como por Campbell, pero estaba equivocado. Los unos se quedaron mirándoles fijamente, como si no le conocieran. Los otros desviaron la vista. Sherman escrutó sus rostros. ¡La encantadora Mrs. Lueger! Tenía las dos manos apoyadas en los hombros de su hijita, que miraba con ojos enormes, fascinados. Mrs. Lueger miró a Sherman como si fuese un vagabundo que hubiese pasado la noche en un banco.
Con su uniforme color borgoña, Campbell subió al autobús y luego lanzó una última mirada por encima del hombro. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, sin el menor sonido.
Una horrible punzada destrozó ahora el plexo solar de Sherman. Todavía no estaba muerto. Por segunda vez, todavía no estaba muerto; todavía no. El fotógrafo de los trocitos de papel higiénico en la cara se encontraba justo a su espalda, a menos de medio metro, con su horrible instrumento atornillado en la órbita ocular.
¡Saltar a por él! ¡Meterle su maldita cámara hasta el fondo de su cráneo! ¿Cómo te atreves a llamar «monina» a la que es carne de mi carne y sangre de mi sangre…?
Pero ¿para qué? Porque ya no eran enemigos que le acosaban desde afuera. No. Eran parásitos que llevaba metidos en su propio cuerpo. Los zumbidos y las llamas habían vuelto a empezar con el nuevo día.
Fallow atravesó dando brincos la sección de local, dejando que todos se embebieran en su imponente figuta. Enderezó la espalda y metió el estómago hacia adentro. Mañana empezaré a hacer ejercicio, en serio. ¿Por qué no iba él a tener un físico de héroe? Cuando bajaba hacia el periódico se detuvo en Herzfeld, una tienda de caballeros de Madison Avenue que vendía ropa americana y europea, y se había comprado una corbata azul marino de granadina con diminutos lunares bordados en blanco. Se la puso en la misma tienda, dejando que el dependiente se quedara boquiabierto al ver el cuello separable de su camisa. Se había puesto su mejor camisa, comprada en Bowring, Arundel & Co., de Savile Row. Era una camisa sincera, complementada ahora por una corbata sincera. Ojalá hubiese podido comprarse un blazer nuevo con unas magníficas solapas que no tuvieran brillos… Ah, tranquilo, ¡pronto podrás permitírtelo! Se detuvo junto a una mesa y cogió un City Light del montón de ejemplares de las primeras ediciones que solían estar por allí para que los utilizaran los redactores. SE BUSCA A LA MISTERIOSA MORENA «CACHONDA». Otra vez la noticia de primera página iba firmada por Peter Fallow. El resto de letra impresa flotó neblinoso ante su rostro. Pero siguió mirándolo sin ver, para que todos sus compañeros tuvieran oportunidad de embeberse de la presencia de… Peter Fallow… Mirad bien, pobres esclavos, encorvados sobre vuestros procesadores de textos, vosotros que os pasáis el día tecleando y parloteando y refunfuñando por vuestro sueldo. De repente se sintió tan contento que por un momento pensó acercarse al pobre Goldman y, con un ademán de gran señor, devolverle sus cien dólares. No, mejor sería dejarlo para otra ocasión.
Cuando llegó a su mesa ya tenía cinco o seis recados. Hojeó los papelitos, medio esperando encontrar en uno de ellos la oferta de algún productor cinematográfico.
Sir Gerald Steiner, la ex Rata Muerta, se encaminaba hacia él en mangas de camisa, con unos tirantes rojos y una sonrisa cálida en su rostro, una sonrisa cálida y encantadora, una sonrisa que intentaba congraciarse con él, y que ahora había pasado a reemplazar a la mirada malévola de ojos lobunos que solía reservarle hasta hacía unas pocas semanas. La cantina secreta de vodka seguía oculta en el bolsillo de la gabardina, que aún colgaba de la percha de plástico. Fallow podía seguramenre sacarlo y dar un trago delante mismo de la Rata, sin que por ello ocurriese nada. Nada que no fuese una sonrisa de camarada por parte de la Rata.
—¡Peter! —dijo Steiner. Se acabó aquel severo «Fallow» de tutor de colegio—. ¿Quieres ver una cosa que te alegrará el día?
Steiner depositó enérgicamente una foto en la mesa de Fallow. En ella se veía a Sherman McCoy, con un gesto horriblemente ceñudo, propinándole un revés en plena cara a una mujer alta que sostenía en la mano una especie de varita mágica que, vista más detenidamente, resultó ser un micrófono. Con la otra mano, Sherman sostenía la manita de una niña vestida con uniforme de colegio. La niña dirigía a la cámara una mirada interrogadora. Al fondo se veían la marquesina y el portero de su mansión.
Steiner reía a gusto.
—Esa mujer, por cierto, una horrible reportera de radio, ha estado llamándonos cinco veces por hora. Dice que quiere demandar a McCoy por haber atentado violentamente contra ella. Pretende que le demos la foto. Y se la vamos a dar, desde luego. Sale en la primera página de la próxima edición.
Fallow cogió la foto y la estudió.
—Hmmmm. Bonita chiquilla. Debe de ser duro para ella eso de tener un padre que anda metiéndose con las minorías, tanto negros como mujeres, le da igual. ¿Te has fijado en que los yanquis tienen la manía de decir que las mujeres son una minoría?
—Pobre idioma, en qué manos está… —dijo Steiner.
—Una foto magnífica, sí —dijo Fallow, con absoluta sinceridad—. ¿Quién la hizo?
—Silverstein. Ese chico tiene madera. Mucha madera.
—¿Silverstein se dedica a esperar que ese tipo salga de su casa? —preguntó Fallow.
—Por supuesto —dijo Steiner—. Le encanta. Mira, Peter —el conmovedor tuteo—, siento un gran respeto, un extraño pero gran respeto, por los tipos como Silverstein. Ellos son los destripaterrones del periodismo. Aman la tierra misma, y por sí misma… no por la paga. Les gusta hundir las manos en la mierda. —Steiner se interrumpió. Estaba asombrado ante su propia capacidad de utilizar imágenes.
¡Cómo le hubiera gustado a Sir Gerald, el hijo del viejo Steiner, zambullirse en esa mierda con abandono tan dionisíaco! ¡Como un niño jugando con la arena! Le brillaban los ojos de emoción. Quizá por amor, o por nostalgia, del barro.
—¡Ay, aquellos gamberros que se partían de risa! —dijo Steiner, con una sonrisa anchísima, recordando las hazañas de su embarrado fotógrafo. Lo cual le condujo a tratar de otro tema que todavía le producía mayor satisfacción—. Quería decirte otra cosa, Peter. No sé si te das cuenta, pero con todo este asunto de Lamb y McCoy has dado con una noticia de gran trascendencia. Es cierto que, por un lado, se trata de un tema sensacionalista. Pero es mucho más que eso. Porque tiene su moraleja. Antes hablabas de minorías. Ya sé que lo decías en broma, pero no olvides que las minorías están empezando a hacer oír su voz, me refiero a las organizaciones de los negros y de todos los demás, las mismas organizaciones que hacían correr el rumor de que somos racistas y todo eso. Pues bien, ahora nos felicitan, nos miran como si fuésemos para ellos algo así como… un faro. Lo cual significa que se ha producido un cambio muy brusco en poquísimo tiempo. Esos de la Liga Contra la Difamación del Tercer Mundo, esos mismos que protestaban por nuestro tratamiento de aquellos gamberros, acaban de enviarme la felicitación más extraordinaria que te puedas imaginar. ¡Ahora nos hemos convertido en los portaestandartes del liberalismo y los derechos civiles! Creen que eres un genio, por cierto. Ese tal reverendo Bacon parece ser el jefe de la organización. Pues te aseguro que, si estuviera en sus manos, te daría el premio Nobel. Le diré a Bacon que te enseñe la carta.
Fallow no dijo nada. Los muy idiotas, ¿no habrían podido ser un poco más sutiles?
—Lo que trato de decirte, Peter, es que hemos dado un paso importantísimo en la historia de este periódico. A nuestros lectores les importa un rábano la respetabilidad. Pero a los anunciantes sí que les importa mucho. Ya le he dicho a Brian que estudie la posibilidad de conseguir que alguno de esos grupos de negros comunique oficialmente su nueva opinión acerca del City Light, del modo que ellos prefieran, por medio de comunicados, o dándonos algún premio o… no sé, pero Brian sabrá manejar el asunto. Espero que tengas tiempo de participar en lo que sea, si hace falta. En fin, ya veremos qué tal nos sale.
—Desde luego que participaré —dijo Fallow—. Por supuesto. Sé lo intensos que son los sentimientos de esa gente. ¿Sabías que el juez que se negó a subir la fianza de McCoy ha recibido amenazas de muerte?
—¡Amenazas de muerte! ¿Hablas en serio? —La Rata estaba excitada, encantada.
—Muy en serio. Y el juez también se las ha tomado pero que muy en serio.
—Santo Dios —dijo Steiner—. Qué país tan asombroso.
Fallow creyó que éste era un momento oportuno para sugerirle a Sir Gerald que diese otro paso muy importante, aunque en otro terreno: un adelanto de mil dólares que, a su vez, podía servir para que la eminente Rata pensara en la posibilidad de concederle un aumento de sueldo.
Y acertó, en los dos sentidos. En cuanto se hubiese comprado el nuevo blazer, Fallow pensaba quemar el que llevaba. Y lo haría con sumo placer.
Apenas un minuto después de que le dejara Steiner, sonó el teléfono de Fallow. Era Alberr Vogel.
—¡Hola, Pete! ¿Qué hay? Todo marcha, todo marcha, todo marcha. Pete, tienes que hacerme un favor. Dame el número de teléfono de McCoy. No sale en la guía.
Sin saber exactamente por qué motivo, a Fallow le pareció que esa petición estaba fuera de lugar.
—¿Y para qué necesitas su número de teléfono, Al?
—Mira, la cuestión es, Pete, que Annie Lamb ha requerido mis servicios porque quiere presentar una demanda civil en nombre de su hijo. En realidad serán dos: una contra el hospital, por negligencia, y otra contra McCoy.
—¿Y dices que necesitas el número de su casa? ¿Para qué?
—¿Para qué? Es posible que tengamos que negociar.
—Entonces, no entiendo por qué no llamas a su abogado.
—Joder, Pete. —La voz de Vogel adquirió ahora un tono iracundo—. No te he llamado para hacerte consultas legales. Lo único que quiero es un jodido número de teléfono. ¿Lo entiendes o no?
El lado sensato de Fallow le dijo que la respuesta más adecuada era no. Pero su vanidad le impedía decir que él, Fallow, propietario del caso McCoy, no había sido capaz de conseguir el número de teléfono de McCoy.
—De acuerdo, Al. Te propongo un intercambio. Tú me das los detalles de las dos demandas civiles, y un día de adelanto sobre el resto de la prensa, y yo te daré ese número.
—Mira, Pete, tengo intención de convocar una rueda de prensa para contar lo de las demandas. Y no te pido más que un número de mierda.
—De todos modos, puedes convocar la rueda de prensa. Pero si yo adelanto algunos detalles, te aseguro que todavía irán más periodistas.
Una pausa.
—Vale, Pete. —Vogel sonrió, pero sin entusiasmo—. Creo que cuando te puse sobre la pista del caso Henry Lamb creé, sin darme cuenta, un monstruo. ¿Quién te has creído que eres, Lincoln Steffens?[29]
—¿Lincoln qué?
—Da lo mismo. No te interesaría. Bien, puedes tener ese adelanto que me pides sobre la noticia. ¿No te cansas de tener tantas exclusivas? Anda, dame el número.
Y Fallow se lo dio.
Yendo al fondo de la cuestión, ¿tanto cambiarían las cosas por el hecho de que Al Vogel tuviera o no el número?