Sherman se volvió hacia la izquierda, pero en seguida comenzó a dolerle la rodilla de ese lado, como si el peso de la pierna derecha le hubiese cortado la circulación. El corazón le latía a notable velocidad. Se volvió hacia la derecha. El canto de la mano derecha se le quedó metido debajo de la mejilla derecha. Era como si sintiese necesidad de sostenerse la cabeza, como si no bastara con la almohada, pero eso era absurdo y, de todos modos, ¿cómo iba a dormir con la mano debajo de la cara? Algo más veloz que de costumbre, sólo eso… No se le había encabritado… Se volvió otra vez hacia la izquierda y luego rodó hasta ponerse boca abajo, pero eso le ponía en tensión los ríñones, de manera que volvió a apoyarse sobre el lado derecho. El corazón le latía ahora a mayor velocidad que antes. Pero el pulso era regular. Aún lo controlaba.
Resistió la tentación de abrir los ojos y comprobar cuál era la intensidad de la luz que se colaba por debajo de las cortinas romanas. Generalmente, al amanecer aparecía una línea de claridad, así que era fácil adivinar si eran las cinco y media o las seis en esta época del año. ¡Y si ya estuviese haciéndose de día! Imposible. No podían ser más de las tres. A lo peor, las tres y media. ¡Pero quizá había dormido una hora sin enterarse! ¿Y si la línea de claridad…?
No pudo resistirlo más. Abrió los ojos. Gracias a Dios, aún era de noche; aún no había peligro.
Tras eso… el corazón dio una sacudida y escapó a su control. Se puso a latir a una velocidad y con una fuerza increíbles, como si pretendiera escapar de la jaula de sus costillas. Todo su cuerpo se estremecía. ¿Qué importaba que le quedaran todavía unas cuantas horas para seguir tumbado, revolviéndose, o que ya fuese la hora de…?
Van a meterme en la cárcel.
Con el corazón enloquecido y los ojos abiertos, tomó conciencia de que estaba completamente solo en la enorme cama. En sus cuatro esquinas bajaban del techo las onduladas sedas. Unas sedas que le habían costado más de 125 dólares el metro. Aquello era el intento realizado por Judy la Decoradora de imitar hasta donde le fuera posible el dormitorio de unos reyes del siglo XVIII. ¡De reyes! ¡Qué burla para él, convertido ahora en un amasijo estremecido de carne y miedo, acobardado en la cama en mitad de la noche!
Van a meterme en la cárcel.
Si Judy hubiese estado junto a él, si no se hubiese ido a dormir a la habitación de invitados, Sherman la habría abrazado y se habría agarrado a ella como a un clavo ardiendo. Quería abrazarla, se moría de ganas de abrazarla…
Y, al siguiente instante: ¿de qué me serviría? Absolutamente de nada. Se sentiría aún más débil y mas desamparado. ¿Estaría ella durmiendo? ¿Y si entraba en la habitación de invitados? Era corriente que Judy durmiera boca arriba, como una estatua tendida, como la estatua de… No recordaba de quién. Alcanzaba a ver el mármol ligeramente amarilleado, los pliegues de la sábana que cubría el cuerpo… el de alguien famoso, querido, fallecido. Bueno, al menos estaba seguro de que Campbell dormía en su habitación. Sí, de eso podía estar seguro. Había entrado en el cuarto de la pequeña, había estado contemplándola durante un minuto, como si fuese la última vez que iba a verla. Campbell dormía con los labios ligeramente entreabiertos, y el cuerpo y el alma abandonados por completo a la seguridad y la paz de su hogar y su familia. Se había quedado dormida casi inmediatamente. Nada de lo que él le había dicho era real… detención… periódicos… «¿Saldrás en la historia…?» ¡Si al menos pudiese adivinar qué pensaba la niña! Se dice que los niños se enteran de las cosas hasta donde los mayores no se imaginan, que captan la verdad por el tono de la voz, por la expresión del rostro… Pero Campbell sólo parecía haberse enterado de que iba a ocurrir una cosa triste y excitante, y que su padre estaba triste. Profundamente aislada del mundo… en el regazo familiar… los labios ligeramente entreabiertos… al final del pasillo… Tenía que reunir fuerzas, aunque sólo fuese por ella. Y eso fue lo que hizo, al menos de momento. El corazón redujo la velocidad de sus latidos. Comenzó a tomar de nuevo el mando de su cuerpo. Sería fuerte. Por ella, aunque no lo fuese por nadie más. Soy un hombre. Cuando le tocó pelear, peleó. Había peleado en la selva, y había vencido. Ese momento furioso en el que arrojó el neumático contra ese… ese animal… El animal quedó tendido en el suelo… ¡Henry…! Si no le quedaba otro remedio, volvería a pelear. Tampoco iban a irle tan mal las cosas.
La tarde pasada, mientras hablaba con Killian, se lo imaginó todo, paso a paso. No iba a resultar tan horrible como había llegado a temerse. Killian se lo explicó con todo detalle. Era una simple formalidad, en absoluto agradable, pero tampoco debía pensar que se trataba de que le encarcelasen. No sería como las detenciones corrientes. Killian se encargaría de que no lo fuese. Killian, con la colaboración de su amigo Bernie Fitzgibbon. Un trato. No sería como una detención corriente, no sería como una detención corriente. Se agarró a esa frase: «No sería como una detención corriente.» Entonces, ¿cómo sería?
Intentó ver cómo iba a ser, y, sin tiempo para entender lo que pasaba, su corazón volvía a correr velozmente, a huir presa de pánico, enloquecido de miedo.
Killian había organizado las cosas de forma que los dos inspectores, Martin y Goldberg, pasaran a recogerle en coche, de camino al trabajo, hacia las siete y media, porque ellos empezaban su turno en el Bronx a las ocho de la mañana. Ambos vivían en Long Island, y subían cada día en coche al Bronx, así que darían un rodeo y le recogerían en Park Avenue. Killian se encontraría con él cuando llegasen los inspectores, y subiría en el mismo coche hasta el Bronx, y estaría allí en el momento en que le detuviesen: en eso consistía el trato especial.
Tendido en la cama, con las cascadas de seda de 125 dólares el metro en cada esquina, cerró los ojos y trató de verlo todo paso a paso. Subiría al coche de los inspectores, el bajo y el gordo. Killian le acompañaría. Irían por el FDR Drive hasta el Bronx. Los inspectores le llevarían en primer lugar al Registro Central, justo en el momento en que empezara el nuevo turno, y todo el proceso relacionado con su caso habría terminado antes de que comenzaran a acumularse los casos del día. Registro Central. ¿Y eso qué era? La tarde anterior sólo era un nombre pronunciado como si tal cosa por Killian. Ahora, en cambio, tendido en la cama, comprendió que no tenía ni remota idea de qué pudiera ser eso. El proceso… ¿Qué proceso? ¡El de la detención! Pese a que Killian había tratado de explicárselo todo, seguía resultándole inimaginable. Le tomarían las huellas dactilares. ¿Cómo? Y sus huellas dactilares serían remitidas a Albany por medio de un ordenador. ¿Por qué? Para comprobar allí que no había ninguna orden de detención pendiente contra él. ¡Cómo iba a haberla! Hasta el momento en que el informe de Albany llegara al Bronx, también por ordenador, tendría que esperar allí, en las jaulas. ¡Jaulas! Esa era la palabra que Killian había utilizado en todo momento. ¡Jaulas! ¡Igual que si fuesen animales! Como si hubiese leído sus pensamientos, Killian le dijo que no se preocupase por las cosas que suele decir la prensa sobre las cárceles. La frase que no llegó a mencionar fue violación homosexual. Lo que él solía llamar jaulas eran de hecho celdas de detención provisional para las personas que, tras haber sido detenidas, esperaban a que se formulase la acusación contra ellas. Como era muy raro que hubiese detenciones en las horas de la madrugada, era muy posible que se encontrase allí completamente solo. Cuando llegase el informe de Albany, le subirían para presentarle ante un juez. ¿Qué significaba eso de que le subirían? ¿Adónde? Él se declararía inocente, y sería puesto en libertad bajo fianza —10.000 dólares—, ese mismo día, a las pocas horas, dentro de pocas horas, hoy mismo, poco después de que el amanecer comience a verse por debajo de las cortinas…
Van a meterme en la cárcel… ¡acusado de haber atropellado a un magnífico estudiante y de haberle abandonado a la muerte!
El corazón le latía ahora con violencia. El pijama estaba húmedo de sudor. Tenía que dejar de pensar. Cerrar los ojos. Dormir. Intentó enfocar un punto imaginario entre sus ojos. Bajo los párpados… películas breves… formas enroscadas… unas mangas abombadas… Se convirtieron en una camisa, su propia camisa. No te pongas nada demasiado bueno, le dijo Killian, porque las jaulas estarán hechas un asco. Pero hay que presentarse con traje y corbata, eso sí, porque al fin y al cabo no va a ser una detención corriente… El viejo traje de tweed gris azulado, el traje que se hizo en Inglaterra… camisa blanca, corbata azul marino sin dibujos, o quizá la de color azul a lunares pequeñitos… No, la azul marino, digna pero en absoluto exhibicionista… ¡para ir a la cárcel!
Abrió los ojos. Las ondulaciones sedosas caían desde el techo. «¡Domínate!» Lo dijo en voz alta. Era imposible que todo eso estuviera a punto de ocurrirle. Van a meterme en la cárcel.
Aproximadamente a las cinco y media, con la luz amarilleando bajo la cortina, Sherman abandonó su proyecto de dormir, o de descansar, y se levantó. Y se llevó una sorpresa, pues se sintió mejor así. Sus latidos eran rápidos, pero controlaba el pánico. Era útil hacer algo, aunque sólo fuese ducharse y ponerse el traje gris azulado de tweed y la corbata azul marino… Mi vestuario para la cárcel. La cara que vio en el espejo no parecía tan cansada como temía. El mentón Yale; parecía un hombre fuerte.
Quería desayunar y salir de casa antes de que Campbell se despertase. No estaba seguro de ser lo suficientemente valeroso en su presencia. Tampoco quería tener que hablar con Bonita. Demasiado difícil. En cuando a Judy, no sabía qué esperaba exactamente de ella. No quería ver su mirada, la mirada aturdida de una persona que se sentía traicionada pero también escandalizada y asustada. Sin embargo, deseaba tenerla a su lado, al fin y al cabo era su esposa. De hecho, apenas se había tomado un vaso de zumo de naranja cuando Judy entró en la cocina, vestida y lista para la jornada. No había dormido mucho más que él. Momentos después llegó Bonita procedente del ala del servicio, y comenzó a prepararles, en silencio, el desayuno. Sherman acabó alegrándose de que Bonita estuviese allí. No sabía qué decirle a Judy. Con Bonita rondando por la cocina, apenas podía decir nada. Tampoco pudo comer gran cosa. Se tomó tres tazas de café, imaginando que de esta manera estaría más despejado.
A las siete y cuarto llamó el portero para decir que había llegado Mr. Killian. Judy salió con Sherman al vestíbulo de la escalinata. Sherman se detuvo y la miró. Judy trató de esbozar una sonrisa de ánimo, pero sólo consiguió dotar su rostro de un aspecto de espantoso cansancio. En voz baja pero firme le dijo:
—Sé valiente, Sherman. Recuerda quién eres.
Abrió de nuevo los labios, como si fuese a añadir alguna cosa más, pero no lo hizo.
¡Y eso fue todo! ¡Judy no era capaz de nada más! ¡Hago lo que puedo por encontrar en ti algo más, Sherman, pero lo único que te queda es la coraza, la dignidad!
Él asintió con la cabeza. Era incapaz de pronunciar palabra. Se volvió y fue hacia el ascensor.
Killian le esperaba bajo la marquesina, justo al otro lado de la puerta. Llevaba un traje gris a delgadas listas blancas, zapatos de ante color marrón, sombrero flexible y también marrón. (¿Cómo te atreves a ir tan acicalado, justo el día de mi desastre?) Park Avenue estaba de un gris ceniza. El cielo permanecía oscuro. Como si fuese a llover… Sherman estrechó la mano de Killian, y luego avanzó unos metros hacia la acera, para que el portero no pudiese oírles.
—¿Qué tal te sientes? —preguntó Killian. Lo dijo en el tono que se emplea para hablar con un enfermo.
—De primera —dijo Sherman, con una sonrisa taciturna.
—No será tan grave. Ayer noche hablé otra vez con Bernie después de explicártelo todo a ti. Me dijo que acelerará las cosas. Ese cabrón de Abe Weiss está como un flan. Tanta publicidad le tiene aterrorizado. De otro modo, ni un imbécil como él habría hecho una cosa así.
Sherman se limitó a sacudir la cabeza. No estaba para especulaciones sobre la personalidad de Abe Weiss. ¡Van a meterme en la cárcel!
Por el rabillo del ojo, Sherman se fijó en un coche que aparcaba en la acera, a la altura de ellos dos, y luego vio al inspector Martin, al volante. Era un Oldsmobile Cutlass de dos puertas, relativamente nuevo, y Martin llevaba americana y corbata. De modo que era posible que el portero no llegase a adivinar qué ocurría. Aunque… pronto se enteraría, él y todos los demás porteros y grandes matronas y gestores y socios y mediadores financieros, y también todos sus hijos, los alumnos de los colegios privados y sus niñeras y sus institutrices y sus criadas, todos los habitantes de esta fortaleza social. Pero le habría resultado insoportable que alguno de ellos le viera en el momento en que se lo llevaba la policía.
El coche había parado a suficiente distancia del portal como para que el portero no saliera a ver quién era. Martin se apeó, abrió la puerta y empujó hacia adelante el respaldo delantero para que Sherman y Killian pudiesen entrar. Martin miró a Sherman con una sonrisa. ¡La sonrisa del torturador!
—¡Eh, abogado! —le dijo Martin a Killian. Con increíble animación, encima—. Soy Bill Martin —dijo, le tendió la mano, y Killian se la estrechó—. Me ha dicho Bernie Fiztgibbon que había trabajado contigo.
—Es cierto —dijo Killian.
—Menudo pájaro es ese Bernie.
—Y que lo digas. Seguro que podrías contarme muchas cosas de él…
Martin sonrió, y Sherman creyó entrever un rayo de esperanza. Killian conocía muy bien a ese tal Fitzgibbon, que era el jefe del departamento de Homicidios de la Oficina del Fiscal de Distrito del Bronx, y Fitzgibbon conocía a Martin, y ahora Martin conocía a Killian… y Killian… ¡era su protector…! Justo antes de que Sherman se doblara por la cintura para pasar al asiento posterior, Martin dijo:
—Cuidado con su ropa ahí atrás. Está lleno, si me disculpa la grosería, de unas jodidas pelotitas de styrofoam. Mi crío, que abrió una caja y se le cayeron por todas partes esas pelotitas que ahora usan para acolchar los paquetes, y no sé de qué están hechas pero se te pegan a la ropa y a todo.
En cuanto se dobló, Sherman vio al gordo del bigote, Goldberg, sentado junto a Martin. Su sonrisa era más ancha incluso que la de su compañero.
—Sherman… —Lo dijo en lugar de buenos días, u hola. Amistosamente. Y, con eso, el mundo entero quedó congelado. ¡Usa mi nombre de pila! Esa confianza… como si no fuese un criado… un esclavo… un preso… Sherman no dijo nada. Martin hizo las presentaciones entre Killian y Goldberg. Más charla intrascendente de amigotes.
Sherman se instaló detrás de Goldberg. El coche estaba repleto, efectivamente, de bolitas de styrofoam, de las que se usan para hacer paquetes de cosas frágiles. Un par de bolitas se le pegaron al pantalón. Una de ellas estaba situada prácticamente en su rodilla. La cogió, y le costó bastante despegársela del dedo. Notaba otra bajo el trasero, y metió la mano para localizarla.
Apenas se habían puesto en marcha, Park Avenue arriba, camino de la calle Noventa y seis y el acceso al FDR Drive, cuando Goldberg se volvió y le dijo:
—Tengo una hija que va al instituto, sabe, y lee muchísimo, y estaba estos días leyendo un libro en el que salía esa empresa para la que trabaja usted, Pierce & Pierce, ¿no? Salía en el libro.
—¿Ah, sí? —logró decir Sherman—. ¿Qué libro era?
—Me parece que se llama La moda de las absoluciones. Algo así.
¿La moda de las absoluciones? El libro se titulaba La moda de las absorciones. ¿Pretendía atormentarle con aquella repugnante alusión a su cita con un juez?
—¡Absoluciones! —dijo Martin—. Joder, Goldberg, eres la hostia. Se llama La moda de las absorciones. —Luego, volviéndose por encima del hombro a Killian y Sherman—: Es fantástico eso de tener por compañero a un intelectual. —Dirigiéndose a Goldberg—: ¿Qué forma tienen los libros, Goldberg? ¿Son redondos o triangulares?
—Ya te enseñaré yo la forma que tienen —dijo Goldberg, extendiendo hacia arriba el dedo corazón de su mano derecha. Luego se volvió otra vez hacia Sherman—: En fin, a la chica le gustó mucho ese libro, y eso que sólo está en el instituto. Dice que cuando salga de la universidad quiere trabajar en Wall Street. Bueno, eso es lo que dice esta semana.
¡La maldita costumbre de tratarle con esa condenada confianza con la que el amo trata a su esclavo! ¡Ahora se suponía que esos dos tipos le caían bien! Una vez terminada la partida, ahora que él había perdido, ahora que él les pertenecía, se suponía que no debía guardarles ningún resentimiento. Que debía admirarles. Le habían puesto por fin las manos encima, y él era nada menos que un asesor de inversiones, un personaje de Wall Street. De modo que él se había convertido en… ¡su presa!, ¡su trofeo! ¡En un Oldsmobile Cutlass! Ahora estaba en manos de unos animales de los barrios periféricos, de esa clase de gente que salían del centro por la calle Cincuenta y ocho o Cincuenta y nueve, camino del Queensboro Bridge… jóvenes obesos con bigotes caídos, como Goldberg…
Al llegar a la calle Noventa y tres, una anciana salía de un portal ayudada por un portero. La anciana llevaba un abrigo de astracán. El típico abrigo anticuado de piel negra que ya no se ponía nadie. ¡Una larga y feliz vida en el aislamiento de Park Avenue! Despiadadamente, Park Avenue, le tout Nueva York, seguiría viviendo su vida de siempre como si tal cosa.
—Bien —le dijo Killian a Martin—, veamos exactamente qué es lo que vamos a hacer en cuanto lleguemos. Iremos por la entrada de la calle Ciento sesenta y uno, ¿de acuerdo? Y luego bajaremos, y el Angel le tomará las huellas dactilares a Sherman… a Mr. McCoy. ¿Sigue en ese departamento el Angel?
—Sí, sigue trabajando ahí —dijo Martin—. Pero tenemos que entrar por otro lado, por la puerta que da directamente al Registro Central.
—¿Por qué?
—Son las órdenes que me han dado. Estará esperándonos el capitán de zona, y también la prensa.
—¡La prensa!
—Exacto. Y cuando lleguemos allí tenemos que haberle esposado.
—¿Estás tomándome el pelo? Ayer noche hablé con Bernie. Me dio su palabra. ¿A qué viene este cachondeo?
—No sé nada de Bernie. Aquí manda Abe Weiss. Así es como quiere Weiss que se hagan las cosas, y mis órdenes proceden directamente del capitán de zona. Al parecer, esta detención hay que hacerla de acuerdo con el reglamento. Y aún puedes dar gracias de que lo hagamos de esta manera. Supongo que sabes lo que tenían pensado hacer al principio, ¿no? Querían ir con toda la prensa a su apartamenro y esposarle allí, ante las cámaras y los reporteros.
Killian le lanzó una mirada asesina a Martin.
—¿Quién te ha dado estas instrucciones?
—El capitán Crowther.
—¿Cuándo te las dio?
—Ayer noche. Me telefoneó a casa. Ya conoces a Weiss, no hace falta que te dé más explicaciones.
—No… me… parece… correcto… —dijo Killian—. Bernie me dio su palabra. Me… parece… muy… mal… No voy a consentir que me hagáis eso. Me… parece… una… mala… pasada.
Martin y Goldberg se volvieron hacia él.
—No pienso olvidarlo —dijo Killian—, y me parece fatal.
—Ayyyy… qué-le-vamos-a-hacer —dijo Martin—. No nos eches la culpa a nosotros, porque a nosotros nos da igual hacerlo de una manera que de la otra. Si quieres meterte con alguien, métete con Weiss.
Habían salido ya al FDR Drive y avanzaban hacia el norte, camino del Bronx. Se había puesto a llover. La circulación de la mañana comenzaba a sufrir retenciones al otro lado de la barandilla central, pero apenas había coches que fueran en su misma dirección. Se aproximaron a un puente para peatones que trazaba un arco sobre el río entre Manhattan y una isla. El caballete había sido pintado de un intensísimo y vibranre violera en plena euforia de los años setenta. Aquella infundada esperanza le pareció a Sherman muy deprimente.
¡Van a meterme en la cárcel!
Goldberg volvió a girar el cuello hacia atrás.
—Mire —dijo—, lo siento, pero voy a tener que ponerle las esposas. No puedo entretenerme con eso cuando lleguemos allí.
—Esto es un cachondeo —dijo Killian—. Espero que te des cuenta.
—¡Cosas de la ley! —dijo Goldberg en tono quejumbroso y con un acenro repugnante—. Se supone que hay que llevar esposado a todo aquel que sea detenido para acusarle de un delito mayor. Te concedo que en los tiempos que corren ya no se suele hacer, pero el jodido capitán de zona estará ahí cuando lleguemos.
Goldberg estiró el brazo derecho. De su mano colgaban unas esposas.
—Déme sus muñecas —le dijo a Sherman—. Tenemos que hacerlo.
Sherman miró a Killian. Éste tenía muy tensos los músculos faciales.
—Bien, ¡adelante! —dijo, mirando a Sherman con una expresión que decía: «¡Alguien va a tener que pagar muy caro todo esto!»
—Le diré lo que podemos hacer —dijo Martin—. Quítese la americana. Le esposaremos con las manos delante, en lugar de hacerlo a la espalda, y puede usted llevarlas envueltas en la americana. Ni siquiera usted podrá ver las jodidas esposas.
Lo dijo como si fuesen cuatro grandes amigos, unidos ante un destino poco amable. Durante unos momentos, aquello hizo que Sherman se sintiese algo mejor. Se quitó la americana. Luego se inclinó hacia adelante y metió las manos por el hueco que dejaban entre sí los asientos delanteros.
Estaban cruzando un puente… quizás el Willis Avenue Bridge… en realidad no sabía cuál era. Lo único que sabía es que era un puente, que cruzaba el Harlem River, que estaban dejando Manhattan atrás. Goldberg le colocó las esposas en las muñecas. Sherman se hundió en el asiento trasero, bajó la vista y… ya estaba esposado.
La lluvia caía cada vez con más intensidad. Bien, ya estaban en el Bronx. Era como una de las zonas más viejas y decrépitas de Providence, Rhode Island. Algunos edificios enormes pero bajos, mugrientos y mohosos, y calles anchas y negras que subían y bajaban por las colinas. Martin bajó por una rampa que les condujo a otra vía rápida.
Sherman se inclinó hacia la derecha para coger la americana y ponérsela encima de las esposas. Cuando comprendió que tenía que mover las dos manos para coger la americana, y cuando el esfuerzo hizo que el metal se le clavase en la carne, una ola de tremenda humillación… de escándalo… le golpeó. Era él, Sherman McCoy, la misma persona que vivía en aquel crisol único, sacrosanto e impenetrable, situado en el centro de sus pensamientos, él, quien ahora estaba esposado… en el Bronx… Por fuerza tenía que ser una alucinación, una pesadilla, un truco mental… Pronto se retiraría de todo aquello atravesando una capa translúcida… y… La lluvia caía con mucha fuerza, los limpiaparabrisas barrían de un lado para otro el cristal ante los dos inspectores.
Con las esposas puestas era incapaz de envolverse las manos con la americana. Se le escurría cada vez. De modo que Killian tuvo que ayudarle. Tres o cuatro bolitas de styrofoam se le habían pegado a la americana. Y otras dos en la pernera del pantalón. No podía quitárselas con la mano. Quizá Killian… Pero ¿qué importancia tenía eso ahora…?
Al frente… en lo alto… ¡El Yankee Stadium…! ¡Un ancla! ¡Algo a lo que agarrarse! ¡Había estado en el Yankee Stadium! Había ido a ver el campeonato del mundo, solamente… No obstante, ¡había estado allí! Aquello formaba parte del mundo cuerdo y decente que ahora estaba quedando atrás… ¡No era… el Congo… como todo lo demás!
El coche ascendió por una rampa y dejó la vía rápida. La calzada rodeaba la base del estadio. Este se encontraba apenas a quince metros de distancia. Un hombre gordo de pelo blanco esperaba frente a lo que parecía la puertecita de unas oficinas. Sherman había ido a ver el campeonato mundial con Gordon Schoenburg, que tenía unos pases, y Gordon sirvió para los dos una cena de campaña entre la quinta y la sexta partes. Lo llevaba todo en una de esas cestas de mimbre con sus compartimentos y sus utensilios de acero inoxidable, y le pasó el pan con paté y caviar, lo cual enfureció a algunos borrachos que les miraban desde las gradas que estaban más arriba de sus asientos. Aquella gentuza comenzó a gritarles e insultarles, y a repetir una palabra que le habían oído pronunciar a Gordon. Era la palabra «fabuloso», que ellos decían con un acento horrible y con una entonación que equivalía a llamar marica a Gordon. Sherman recordó siempre lo sucedido, pese a que nadie volvió a mencionarlo. ¡Qué desfachatez! ¡Cuánta hostilidad! ¡Cuánto resentimiento! ¡Martin y Goldberg! Toda aquella gentuza eran Martins y Goldbergs.
Más adelante Martin metió el coche por una calle anchísima, pasaron por debajo de las vías de un metro elevado y comenzaron a ascender hacia la cumbre de una colina. En las aceras predominaban los rostros oscuros y negros, gente apresurada bajo la lluvia. Todos con aspecto tenebroso y empapado. Un montón de decrépitas tiendas grises, igual que las que había en los barrios viejos de todas las grandes ciudades norteamericanas, como las de Chicago, Akron, Allentown… Restaurante Snooker, Maletas Korn, Viajes Davidoff…
Los limpiaparabrisas arrastraban a su paso sábanas de lluvia. En la cumbre de la colina se encontraba un imponente edificio de piedra arenisca que parecía ocupar toda una manzana, como una de esas torres fortificadas y monumentales que se ven en el distrito de Columbia. Enfrente de esa mole, junto a un bajo edificio de oficinas, un gigantesco cartel decía: ANGELO COLON, CONGRESO EE.UU. Pasada la cresta de la colina, Sherman se quedó conmocionado ante lo que vio al otro lado. No estaba todo decrépito y mojado sino casi en ruinas, como si hubiese ocurrido allí alguna catástrofe. A su derecha, una manzana entera no era más que un gran agujero de tierra rodeado de una valla metálica. Aquí y allá emergían algunas catalpas. Al principio pensó que se trataba de un solar de desguace. Luego vio que era un aparcamiento, un tremendo pozo para coches y camiones, sin asfaltar siquiera. A la izquierda se elevaba un edificio nuevo, moderno, en el más barato sentido de la palabra, al que la lluvia daba un aspecto deprimente.
Martin paró el coche, y esperó a que terminase de pasar el tránsito que subía en dirección contraria para girar a la izquierda.
—¿Qué es eso? —le preguntó Sherman a Killian, señalando el edificio con la cabeza.
—Eso son los juzgados.
—¿Es ahí adonde vamos?
Killian le dijo que sí con la cabeza y luego volvió la vista al frente. Parecía estar en tensión. Sherman notó que el corazón lanzaba de vez en cuando palpitaciones.
En lugar de ir hacia la fachada del edificio, Martin bajó por una pendiente lateral. Allí, junto a una mezquina puerta metálica, se había formado una fila de hombres, y, tras ellos, un promiscuo amontonamiento de gente, unas treinta o cuarenta personas, casi todas de piel blanca, encogidas bajo la lluvia, envueltas en ponchos, chaquetas acolchadas, sucias gabardinas. Será una oficina de la Seguridad Social, pensó Sherman. O un comedor para pobres. Recordó la gente a la que había visto guardar cola para la comida gratuita que servían en la parroquia, en la esquina de Madison Avenue y la calle Setenta y uno. Pero luego, como obedeciendo una orden, los ojos desesperados de toda aquella gente se volvieron hacia el coche… ¡hacia él! Y de repente se fijó en las cámaras.
Pareció como si el gentío se desperezara, al igual que lo haría un gigantesco perro sucio. Se acercaron en masa hacia el coche. Algunos de ellos corrían, y Sherman vio los brincos que daban algunas cámaras de televisión.
—La hostia —le dijo Martin a Goldberg—. Sal y abre la puerta, o jamás lograremos sacarle del coche.
Goldberg se apeó de un salto. De repente, aquella gente de aspecto remojado y cochambroso pareció estar en todas partes. Sherman no alcanzaba ya a ver el edificio. Sólo la muchedumbre que cercaba el coche.
—Escúchame bien —le dijo Killian a Sherman—. No digas nada. No adoptes ninguna expresión. No te tapes la cara, no agaches la cabeza. Haz como si no les vieras. A esos mamones no hay forma de derrotarles, de modo que ni siquiera lo intentes. Espera, yo saldré primero.
De repente, en un solo movimiento velocísimo, Killian giró las piernas hasta ponerlas encima de las de Sherman, y saltó sobre él hacia la puerta. Sus codos golpearon las manos de Sherman, clavándole de paso las esposas en el bajo abdomen. La americana le quedó hecha un amasijo. Cinco o seis bolitas de styrofoam se le habían pegado a la americana, pero Sherman no podía hacer nada para quitarlas de allí. La puerta estaba abierta y Killian se había escapado. Goldberg y Killian le tendían las manos. Sherman giró para sacar primero las piernas. Killian, Goldberg y Martin habían formado con sus cuerpos un hueco junto a la puerta. La muchedumbre de reporteros, fotógrafos y cámaras de TV asomaba por encima de sus hombros. La gente gritaba. Al principio parecía una melée. ¡Iban a por él! Killian metió la mano por debajo de la americana de Sherman y tiró de él hacia afuera, por las esposas. Alguien coló una cámara por encima del hombro de Killian y la adelantó hasta ponérsela a Sherman en las narices. Sherman agachó la cabeza. Al bajar la vista se dio cuenta de que llevaba pegadas a los pantalones cinco, seis, siete, Dios sabía cuántas pelotitas de aquéllas por toda su ropa. La lluvia resbalaba por su frente y sus mejillas. Intentó secarse la cara, hasta que comprendió que para eso tendría que alzar las dos manos y la americana, y no quería que nadie viese las esposas. De modo que el agua siguió resbalando. Se le estaba metiendo por debajo del cuello de la camisa. Por culpa de las esposas, tenía los hombros metidos hacia adelante. Intentó enderezarlos, pero de golpe y porrazo, tirando de uno de sus codos, Goldberg le sacó del coche. Intentaba hacerle pasar por entre la multitud.
—¡Sherman!
—¡Aquí, Sherman!
—¡Eh, Sherman!
Todos gritaban ¡Sherman! ¡También ellos le trataban con la mayor confianza! ¡Ahora les pertenecía, a ellos también! ¡Y qué expresiones! ¡Qué intensidad tan despiadada! Montones de micrófonos se acercaban a sus labios. Alguien cargó contra Goldberg hasta dejarle pegado de espaldas a Sherman. Una cámara apareció por encima del hombro de Goldberg. Goldberg proyectó su codo y su antebrazo hacia adelante con una fuerza tremenda, y se oyó un zumpf, y la cámara cayó al suelo. Goldberg seguía llevando su otro brazo enlazado en el codo de Sherman. La fuerza del directo de Goldberg hizo que Sherman perdiera el equilibrio. Tratando de recuperarlo, lanzó una pierna hacia un lado, y su pie aterrizó sobre la pierna de alguien que serpenteaba en el suelo. Un hombre bajito de pelo negro y rizado. Para remarar la faena, Goldberg le dio una patada en el estómago. El desdichado emitió un Uuuuuaaajj.
—¡Eh, Sherman! ¡Eh, caraculo!
Sorprendido, Sherman miró hacia un lado. Era un fotógrafo. Su cámara le ocultaba buena parte de la cara. En la otra mitad llevaba pegado un pedacito de papel. Papel higiénico. Sherman vio el movimienro de los labios del fotógrafo.
—¡Muy bien, caraculo! ¡Mira para acá!
Martin trataba de despejar el camino, un paso por delante de Sherman.
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Vamos, dejen paso!
Killian se agarró al otro codo de Sherman e intentó hacer un escudo por ese lado. Pero ahora tiraban hacia adelante de sus dos brazos, y Sherman sólo supo que avanzaba medio a rastras, empapado, con los hombros hundidos. Era incapaz de mantener la cabeza alta.
—¡Sherman! —Una voz de mujer. Le estaba metiendo un micro en la boca—. ¿Te habían derenido alguna vez?
—¡Eh, Sherman! ¿Cómo vas a declararte?
—¡Sherman! ¿Le diste aposta?
Colocaban los micros entre Killian y Martin y entre Martin y Goldberg. Sherman trató de mantener la cabeza alta, pero uno de los micros le alcanzó en el mentón. Intentó esquivarlos. Cada vez que bajaba la vista veía montones de pelotitas blancas pegadas a su ropa.
—¡Eh, Sherman! ¡Cacho cabrón! ¿Qué te parece este cocktail party?
¡Cuánta desfachatez! Se lo gritaban los fotógrafos. Eran capaces de cualquier cosa con tal de conseguir que volviese la cara hacia ellos, pero… ¡tantos insultos!, ¡tanta basura! Nada era excesivamente vil. Ahora le tenían en sus manos… ¡Suyo! ¡Podían hacer con él lo que les diera la gana! Les odió… pero también se sintió avergonzadísimo. La lluvia se le metía en los ojos. No podía evitarlo de ninguna manera. Tenía la camisa empapada. Ya no les apretujaban tanto como antes. Estaba muy cerca de la puerta metálica. Delante de ellos, en fila, se amontonaban otros hombres. No eran reporteros ni fotógrafos ni cámaras de TV. En este grupo había unos cuantos policías de uniforme. Algunos de ellos tenían aspecto latino, casi todos eran jóvenes. También había algunos blancos… borrachos… ruinas humanas… pero no, llevaban el escudo de la policía. También eran agentes. Todos aguardaban en pie bajo la lluvia. Martin y Goldberg habían llegado ya junto a los latinos y los policías, con Killian y Sherman pegados a sus espaldas. Goldberg y Killian seguían sujetando a Sherman por los codos. Algunos fotógrafos y reporteros todavía le acosaban por los lados, desde atrás.
—¡Eh, Sherman! ¡Dinos algo!
—¡Una foto!
—¡Eh, Sherman! ¿Por qué le atropellaste?
—¡… Park Avenue!
—¡… intencionadamente…!
Martin se volvió hacia Goldberg y le dijo:
—La hostia, acaban de hacer una redada en ese club de la Ciento sesenta y siete. ¡Hay una docena de carambas[27] pirados esperando a entrar en el Registro Central!
—Magnífico —dijo Goldberg.
—Oye —dijo Killian—, tienen que meterle dentro, ahora mismo. Habla con Crowther si es necesario, pero mételo ya.
Martin se abrió paso a empellones por entre la gente, y en cuestión de segundos regresó.
—Imposible —dijo, sacudiendo la cabeza en son de disculpa—. Dice que hay que hacerlo de acuerdo con el reglamento. Tendrá que hacer cola.
—Todo esto me parece muy mal —dijo Killian.
Martin enarcó las cejas. (Ya lo sé. Ya lo sé, pero ¿qué puedo hacer?)
—¡Sherman! ¡Haz una declaración!
—¡Sherman! ¡Caracoño!
—¡Muy bien! —El que gritaba ahora era Killian—. ¿Quieren una declaración? Mr. McCoy no va hacer ninguna declaración. Soy su abogado, y el que va a hacer una declaración soy yo.
Más empujones y patadas. Los micros y las cámaras convergieron ahora sobre Killian.
Sherman estaba justo a su lado. Killian soltó el codo de Sherman, pero Goldberg seguía reteniendo el otro.
Alguien aulló:
—¿Cómo se llama?
—Thomas Killian.
—¿Cómo se escribe?
—K-I-L-L-I-A-N. ¿Vale? ¡Esto no es una detención, sino puro circo! Mi cliente se ha mostrado dispuesto en todo momento a presentarse ante un gran jurado para hacer frente a cualesquiera acusaciones que pesen sobre él. Y nos encontramos con que han montado este circo, que es una violación total y absoluta del acuerdo al que habían llegado el fiscal de distrito y mi cliente.
—¿Qué hacía en el Bronx?
—Esta ha sido mi declaración, y no voy a añadir nada más.
—¿Insinúa usted que es inocente?
—Mr. McCoy rechaza por completo esas acusaciones. Y este circo es intolerable. Jamás habría que haber permitido una detención circense como ésta.
Los hombros del traje de Killian estaban empapados. La lluvia había atravesado la camisa de Sherman, que se notaba toda la piel mojada.
—¡Mira, mira! —repetía una y otra vez uno de los latinos—. ¡Mira!
Sherman permanecía encorvado de hombros. Notaba el peso de la americana empapada tirando hacia abajo de sus muñecas. Por encima de los hombros de Killian alcanzaba a ver un montón de micros. Las cámaras emitían los gemidos de sus flashes. ¡Qué ardor tan espantoso en los rostros! Quería morirse. Jamás hasta entonces había querido morir, aunque, como otras muchas almas, había jugado con esa idea. Pero ahora quería verdaderamente que Dios o la Muerte se lo llevasen de allí. Así de horrible era su estado de ánimo, un estado de ánimo de pura e irremisible vergüenza.
—¡Sherman!
—¡Mamón!
—¡Mira, mira!
Hasta que por fin supo que estaba muerto. Tan muerto que no podía ni morirse. Ni siquiera tenía la suficiente fuerza de voluntad como para rodar al suelo. Los reporteros y los fotógrafos y los cámaras de TV… ¡tal vileza en sus insultos…! ¡Seguían allí, apenas a un metro de distancia…! Ellos eran los gusanos y las moscas, y él el animal muerto sobre el que se precipitaban.
La llamada declaración de Killian les había distraído sólo unos momentos. ¡Killian! ¡Se suponía que tenía muy buenas relaciones y que iba a conseguir que su detención fuese muy especial! Aquello no era una detención muy especial. ¡Aquello era la muerte! Todo resto de honor, respeto, dignidad que él, un ser llamado Sherman McCoy, pudiera haber tenido alguna vez, le había sido arrebatado, y lo que rondaba ahora por allí, eso expuesto a la lluvia, esposado, en el Bronx, delante de una sórdida puerta metálica, al final de una cola de una docena de detenidos, no era él, sino solamente su alma muerta. Los gusanos le llamaban Sherman otra vez. Le tuteaban, volvía a tenerlos encima.
—¡Eh, Sherman!
—¿Vas a declararte culpable o inocente, Sherman?
Sherman miraba al frente. Killian y los dos inspectores, Martin y Goldberg, seguían tratando de formar un escudo protector. Un cámara de TV, un tipo gordo, se aproximó. Llevaba la cámara sobre el hombro, dispuesta como un lanzagranadas.
Goldberg se giró hacia el tipo y le gritó:
—¡Aparta esa jodida máquina de mi cara!
El cámara se retiró. ¡Qué extraño! ¡Qué situación tan denigrantemente desesperada! Goldberg se había convertido ahora en su protector. Sherman era un animal que pertenecía a Goldberg. Goldberg y Martin habían llevado su presa hasta allí, y ahora estaban decididos a que nada les impidiese entregarla.
—No está bien —le dijo Killian a Martin—, tenéis que hacer algo.
Martin se encogió de hombros. Luego, muy serio, Killian añadió:
—Voy a tener que tirar estos zapatos.
—Mr. McCoy.
Mr. McCoy. Sherman volvió la cabeza. Un hombre alto y pálido de largo cabello rubio estaba en la primera línea de un montón de reporteros y cámaras.
—Peter Fallow, del City Light —dijo aquel hombre. Hablaba con acento inglés, un acento tan depurado que casi era una parodia del acento inglés. ¿Estaba mofándose de él?—. Le he telefoneado varias veces. Me gustaría mucho que me diera su versión de los hechos.
Sherman le ignoró… Fallow, su obsesionante torturador del City Light… Ni el más mínimo remordimiento. Se presentaba con la mayor tranquilidad del mundo… Parecía estar fastidiado… habían cazado su presa… Hubiese tenido que odiarle, pero no podía porque era mucho más intenso el desprecio que sentía por sí mismo. Estaba muerto incluso para él mismo.
Por fin, cuando hubieron entrado todos los detenidos en la redada del club, Sherman, Killian, Martin y Goldberg se situaron justo al lado de la puerta.
—Bien, abogado —le dijo Martin a Killian—. A partir de ahora tiene que dejarlo en nuesttas manos.
Sherman le dirigió una mirada suplicante a Killian. (Se lo ruego, ¡entre conmigo!)
—Estaré arriba —dijo Killian— cuando te suban para la acusación. No te preocupes. Recuerda una cosa, nada de declaraciones, no hables del caso, ni siquiera a la gente que encuentres en las jaulas. Sobre todo, no les digas nada del caso a los que te encuentres en las jaulas.
—¿Cuánto rato me retendrán? —preguntó Sherman.
—No lo sé con exactitud. Tienes por delante a todos esos que han entrado ahora. —Dirigiéndose a Martin, añadió—: Oye, a ver si ahora te portas. Intenta que le tomen las huellas antes que a esa pandilla. Joder, tío. Inténtalo.
—Lo intentaré —dijo Martin—, pero ya te lo he explicado. No sé por qué, pero quieren que éste no se libre de ninguno de los trámites.
—Ya, pero nos lo debéis, recuérdalo —dijo Killian—. Nos debéis… —Se interrumpió—. Haz lo que debes hacer.
De repente Goldberg comenzó a tirar del codo de Sherman. Martin les seguía pegado a sus talones. Sherman se volvió para no perder de vista a Killian. El sombrero de Killian estaba tan mojado que parecía negro. Llevaba la corbata y los hombros de la americana completamente empapados.
—No te preocupes —le dijo Killian—. Todo irá bien.
Por como lo dijo Killian, Sherman supo que su rostro debía de ser la imagen de la pura desesperación. Luego se cerró la puerta; Killian desapareció. Sherman quedó aislado del mundo. Había llegado a creer que ya no le quedaba ni un resto de miedo; sólo desesperación. Pero volvía a estar muy asustado. El corazón comenzó a latirle con fuerza. En cuanto se cerró la puerta, se encontró inmerso en el Bronx, en el mundo de Martin y Goldberg.
Se encontraba ahora en una habitación de techo bajo y dividida en pequeños departamentos, algunos con ventanas de cristales gruesos, como los de los estudios de grabación. No había, en cambio, ventanas que dieran al exterior. Una deslumbrante luminosidad eléctrica reinaba en todas partes. Gente uniformada andaba de un lado para otro. No todos llevaban, sin embargo, el mismo uniforme. Había dos hombres con las manos a la espalda, esposados, delante de un gran escritorio. Junto a ellos se encontraban dos jóvenes harapientos. Uno de los detenidos se volvió a mirar por encima del hombro, se fijó en Sherman, le dio un codazo al otro, que también se volvió, miró a Sherman, y rompió a reír a coro con su compañero. Desde uno de los laterales le llegó a Sherman la misma exclamación que había oído cuando esperaba afuera, gritos de: «¡Mira!¡Mira!» Hubo más carcajadas y luego el intenso ruido flatulento de alguien a quien se le revolvían los intestinos.
—Puaf. Repugnante —dijo una voz grave.
—Sácale de aquí —dijo otra voz—. Y limpia eso de un manguerazo.
Los dos jóvenes harapientos se habían doblado por la cintura a la espalda de los dos detenidos. Sentado al escritorio se encontraba un policía enorme, completamente calvo, de gran narizón y mandíbula de acentuado prognatismo. Debía de tener como mínimo sesenta años. Los jóvenes harapientos estaban quitándoles las esposas a los detenidos. Uno de los jóvenes llevaba un chaleco acolchado sobre una camiseta negra con algunos desgarrones. Calzaba zapatillas deportivas, unos sucísimos pantalones de camuflaje, ajustados a la altura de los tobillos. En el chaleco acolchado brillaba una insignia, el escudo plateado de la policía. Luego Sherman se fijó en que el otro joven harapiento también llevaba la misma insignia. Otro policía viejo se acercó al escritorio y dijo:
—Eh, Angel, en Albany no funciona nada.
—Magnífico —dijo el calvo—. Nos llega toda esta pandilla, y el nuevo turno apenas acaba de empezar.
Goldberg miró a Martin, puso los ojos en blanco, sonrió y luego miró a Sherman. Seguía llevándole sujeto del codo. Sherman bajó la vista. ¡Pelotitas de styrofoam! Había pelotitas de styrofoam por todas partes. Pegadas a la americana que seguía llevando envuelta sobre sus manos. Por las perneras de los pantalones de tweed. Los pantalones estaban húmedos, arrugados, formando pliegues amorfos sobre sus rodillas y muslos, y con las pelotitas blancas pegadas a la tela como gusanos.
—¿Ve esa habitación de ahí? —le dijo Goldberg a Sherman.
Sherman miró a través de una ventana de cristal grueso. Vio archivadores y montones de papeles. El centro del recinto estaba ocupado por un gran aparato beige y gris. Dos policías lo miraban con atención.
—Eso es el fax que envía las huellas dactilares a Albany —dijo Goldberg. Lo dijo en un amable canturreo, en el mismo tono que se emplea para hablar con un niño que está asustado y confundido. Y fue ese tono lo que acabó de aterrorizar a Sherman—. Hace unos diez años —añadió Goldberg—, hubo un genio al que se le ocurrió esa idea… ¿Fue hace diez años, Marty?
—No sé —dijo Martin—. Lo único que sé es que fue una idea estúpida.
—En fin, a alguien se le ocurrió meter todas las huellas dactilares de todo el puto estado de Nueva York en una oficina de Albany… sabe… y todas las que se toman en el Registro Central son enviadas a Albany, y en Albany es donde está el ordenador que las tiene todas, y luego ellos nos envían su informe, y sólo después el sospechoso tiene que subir para que se le haga la acusación… sabe… Lo malo es que en Albany se produce un atasco sensacional, sobre todo cuando se jode el ordenador, como ha ocurrido ahora mismo.
Sherman no entendió nada de lo que Goldberg le había estado diciendo, aparte de que había algún fallo, y Goldberg se había sentido obligado a excederse en sus funciones, mostrarse amable, y explicárselo a él.
—Sí —le dijo Martin a Sherman—, ya puede dar las gracias de que sean las ocho y media de la mañana en lugar de las cuatro y media de la tarde. Si fuese por la tarde, probablemente tendría que pasarse la noche en las celdas del Bronx, o incluso en Rikers.
—¿En Rikers Island? —preguntó Sherman. Le salió la voz afónica. Apenas si pudo articular las palabras.
—Sí —dijo Martin—. Cuando se les jode la máquina en Albany por la tarde, bueno, más vale dejarlo correr. Y como aquí no pueden retenerle toda la noche, le envían a Rikers. Así que, ya lo ve, no sabe la suerte que ha tenido.
Martin estaba diciéndole que tenía suerte. ¡Le hablaba como un gran amigo suyo! ¡Ahí adentro, ellos eran sus únicos amigos! Sherman se sintió intensamente asustado.
—¡Quién ha sido el hijoputa que ha vomitado aquí, joder! —aulló una voz. El hedor llegaba hasta el escritorio.
—Apesta —dijo el policía calvo, el que se llamaba Angel. Miró a su alrededor y dijo—: ¡Pegadle un buen manguerazo!
Sherman siguió sus ojos. A un lado, en un pasillo, llegó a distinguir dos celdas. Azulejos blancos y barrotes; parecía que las celdas estuviesen hechas de azulejos blancos, como los lavabos públicos. Dos policías se encontraban delante de una de las celdas.
Uno de ellos gritó hacia el interior:
—¡Qué coño te pasa a ti!
Sherman notó la presión de la enorme mano de Goldberg en el codo, forzándole a caminar hacia adelante. Ahora se encontraba junto al escritorio, mirando a Angel. Martin llevaba unos papeles en la mano.
—¿Nombre? —dijo Angel.
Sherman intentó hablar, pero no pudo. Tenía la boca completamente seca. Parecía que la lengua se le hubiese pegado al paladar.
—¿Nombre?
—Sherman McCoy. —Apenas si fue un susurro.
—¿Dirección?
—Park Avenue, 816. Nueva York. —Añadió Nueva York en un intento de mostrarse modesto y sumiso. No quería actuar como si supiera que la gente del Bronx sabía de memoria en dónde estaba Park Avenue.
—Park Avenue, Nueva York. ¿Edad?
—Treinta y ocho años.
—¿Había sido detenido alguna vez?
—No.
—Oye, Angel —dijo Martín—. Mr. McCoy ha colaborado en todo momento… y huuuum… ¿por qué no dejas que se siente por ahí en lugar de enjaularle con esa pandilla de ratas?… La prensa de los cojones ya le ha hecho pasar un mal rato ahí afuera…
Sherman se sintió invadido por una oleada de profunda y emocionada gratitud. En el mismo momento de experimentar ese sentimiento supo que era irracional, pero eso no le impidió experimentarlo.
Angel hinchó los carrillos, desvió la mirada, como si meditase algo, y finalmente dijo:
—Imposible, Marty. —Cerró los ojos y alzó la mandíbula, como diciendo: «Cosas de los de arriba.»
—¿Qué más les da a ésos? Esos cabrones de la tele y los periódicos le han tenido media hora en la puta calle, lloviendo a raudales. Mírale. Cualquiera diría que ha entrado por un canalón de desagüe.
Goldberg soltó una risilla. Luego, para que Sherman no se sintiese ofendido, le dijo:
—No tiene muy buen aspecto. No hace falta que yo se lo diga…
¡Sus únicos amigos! Sherman sintió deseos de llorar, sobre todo porque era cierto que ellos dos eran en realidad sus únicos amigos allí adentro, por patética y horrible que fuese esa situación.
—Imposible —dijo Angel—. Tengo que hacerle cumplir todo el reglamento, paso por paso. —Cerró los ojos y volvió a elevar la mandíbula—. Podéis quitarle las esposas.
Martin miró a Sherman y torció los labios hacia un lado. (Lo siento, amigo. Lo hemos intentado.) Goldberg le sacó las esposas. En los lugares donde se le había clavado el metal, le quedaron unas marcas. Las venas del dorso de sus manos estaban hinchadas de sangre acumulada. Me ha subido un horror la presión. Y las pelotitas de styrofoam seguían pegadas a sus pantalones. Y también a su empapada americana.
—Vacíe los bolsillos y páseme lo que haya sacado —dijo Angel.
De acuerdo con los consejos de Killian, Sherman apenas llevaba nada encima. Cuatro billetes de cinco dólares, un dólar en monedas, la llave de su casa, un pañuelo, un bolígrafo, el permiso de conducir… no sabía por qué, pero a Sherman le había parecido conveniente llevar algún documento que le identificase. Mientras iba entregando cada cosa, Angel la describía en voz alta —«Veinte dólares en billetes», «Un bolígrafo de plata»— y se lo daba a alguien invisible desde donde Sherman se encontraba.
—¿Puedo… —dijo Sherman— quedarme el pañuelo?
—Déjeme verlo.
Sherman se lo tendió. La mano le temblaba espantosamente.
—Sí, quédeselo. Pero tiene que darme el reloj.
—Es sólo… es un reloj barato —dijo Sherman, estirando el brazo. Era un reloj con la caja de plástico y correa de nylon—. Me da lo mismo lo que pase con él.
—Imposible.
Sherman desabrochó la correa y entregó el reloj. Un nuevo espasmo de pánico le recorrió de pies a cabeza.
—Por favor —dijo Sherman. En cuanto pronunció esa palabra supo que no hubiese debido hacerlo. Estaba suplicando—. ¿Cómo sabré entonces…? ¿No puedo quedarme el reloj?
—¿Qué pasa? ¿Tiene alguna cita? —Angel intentó sonreír, como diciendo que sólo era una broma. Pero no le devolvió el reloj. Luego añadió—: Bien, y tiene que darme también el cinturón y los cordones de los zapatos.
Sherman se le quedó mirando boquiabierto. Se dio cuenta de que le colgaba la mandíbula. Miró a Martin. Martin miraba a Angel. Luego, Martin cerró los ojos y elevó la mandíbula, igual que Angel hiciera poco antes, y dijo:
—Madre mía. —Como diciendo: «Realmente van a por él.»
Sherman se desabrochó el cinturón y se lo sacó. En cuanto lo hubo hecho, los pantalones le resbalaron caderas abajo. Hacía mucho tiempo que no se ponía el traje de tweed, y ahora le venía ancho. Tiró hacia arriba de los pantalones, se remetió otra vez los faldones de la camisa, y los pantalones volvieron a caérsele. Tuvo que sujetarlos por delante. Luego se agachó para quitarse los cordones de los zapatos. Se había convertido en un ser abyecto, en cuclillas, a los pies de Martin y Goldberg. Y con la cara muy cerca de las pelotitas de styrofoam que seguían pegadas a los pantalones. Desde esa distancia veía muy bien la rugosa superficie del styrofoam. ¡Como unas horribles cucarachas, unos espantosos parásitos! El calor de su cuerpo, combinado con la mezclilla mojada de los pantalones, emitía un olor desagradable. También notó el aroma húmedo que desprendían sus axilas bajo la camisa mojada. Un verdadero desastre. Sin duda. Por un momento tuvo la sensación de que uno de los inspectores le pisaría y, pop, todo se acabaría. Tras sacarse los cordones, se puso en pie. Al levantarse tras permanecer aquel rato agachado, sintió un leve mareo. Creyó que iba a desmayarse. Los pantalones se le caían otra vez. Se los sostuvo con una mano, y con la otra le entregó los cordones a Angel. Parecían dos cosas muertas.
—Dos cordones de color marrón —dijo la voz al otro lado del escritorio.
—De acuerdo, Angel —dijo Martín—. Es tuyo.
—Bien —dijo Angel.
—Buena suerte, Sherman —dijo Goldberg, sonriéndole con amabilidad.
—Gracias —dijo Sherman. Era horrible. Le estaba sinceramente agradecido.
Oyó el ruido que hacía la puerta de una celda al abrirse deslizándose lateralmente. Al fondo del pasillo había tres agentes de policía que apacentaban un rebaño de latinos. Estaban sacándolos de una celda para meterlos en la contigua. Sherman reconoció a algunos de los que habían hecho cola en la calle delante de él.
—Venga, meteos ahí, y callaos de una vez.
—¡Mira! ¡Mira!
Uno de los detenidos permanecía en el pasillo, sujeto del brazo por un policía. Era alto, de cuello alargado, y la cabeza le iba de un lado para otro. Parecía estar muy borracho. Murmuraba algo para sí. De repente alzó los ojos hacia el cielo y gritó:
—¡Mira! —Se sostenía los pantalones, imitando a Sherman.
—Eh, Angel, ¿qué hago con éste? ¡Se lo ha hecho en los pantalones! —El policía pronunció la palabra pantalones con intensa repugnancia.
—Joder —dijo Angel—. Pues quítale los pantalones, y entiérralos, y luego lávale también a él, y dale uno de esos monos verdes.
—A este individuo no quiero ni tocarlo, sargento. ¿Tiene por ahí una de esas cosas que usan en los supermercados para coger las latas de los estantes altos?
—Por supuesto —dijo Angel—. Aquí tengo de todo. Y te voy a meter uno de esos trastos por donde tú sabes.
El policía empujó al detenido hacia la primera celda. Las piernas del detenido bailaban como las de una marioneta.
—Y usted, ¿qué es lo que lleva ahí, por todo el pantalón? —dijo Angel.
Sherman bajó la vista.
—No lo sé —dijo—. Estaba en el asiento del coche.
—¿De qué coche?
—El del inspectot Martin.
El sargento Angel hizo un gesto que era como decir que ahora ya no le faltaba nada por ver.
—Vale. Tanooch, llévale a Gabsie.
Un joven agente blanco cogió a Sherman del codo. La mano de Sherman seguía sujetando los pantalones, de modo que ahora caminaba con ese codo alzado, como el ala de un pájaro. Tenía los pantalones mojados incluso en la cintura. Llevaba la americana colgando del otro brazo. Comenzó a caminar. Debido a que estaba sin cordón, el zapato derecho se le salió, dejándole el pie descalzo. Sherman quiso pararse, pero el agente siguió caminando, tirando de su codo. Sherman logró volver a introducir el pie en el zapato en el último momento, y el policía le indicó la dirección hacia donde debía ir. Para no quedarse descalzo otra vez, Sherman tuvo que andar arrastrando los pies. Los zapatos estaban tan mojados que casi parecía que estuviera chapoteando.
Sherman fue conducido al departamento cuyas ventanas estaban protegidas por gruesos cristales. Ahora alcanzaba a ver, en el pasillo, el interior de las dos celdas. En una de ellas debía de haber al menos doce personas, doce bultos grises y negros, apoyados en las paredes. La puerta de la otra celda permanecía abierta. En su interior había una sola persona, el detenido alto y borracho, tumbado en una repisa. En el suelo había una porquería de color pardo. El olor de los excrementos mareaba.
El policía metió a Sherman en el departamento acristalado. En su interior se encontraba otro policía, enorme y pecoso, de cara ancha y pelo rubio y ondulado, que le miró de los pies a la cabeza. El policía que se llamaba Tanooch dijo: «McCoy», y le pasó un papel al otro agente. Todo el departamento estaba atestado de artilugios metálicos. Uno de ellos recordaba las puertas de detección de metales que hay en los aeropuertos. Sherman vio también una cámara montada sobre un trípode. Y algo que parecía un atril, aunque en su parte superior no había nada capaz de sostener ninguna partitura.
—Bien, McCoy —dijo el policía enorme—, pase por esa puerta.
Ñiiic ñiiic ñiiic… sosteniéndose los pantalones con una mano y su empapada americana con la otra, Sherman arrastró sus sonoros zapatos hasta la puerta. La máquina emitió un intenso y gimoteante biiiip.
—Vaya, vaya —dijo el policía—. Déme la americana.
Sherman se la dio. El agente tevisó los bolsillos y sobó la prenda de un extremo a otro. Luego la tiró a su mesa.
—Vale. Abra los pies y separe los brazos a los lados, así.
El agente abrió los brazos como si estuviera a punto de hacer el salto del cisne. Sherman miró la mano derecha del policía. Llevaba en ella un guante quirúrgico, translúcido. ¡Le llegaba hasta la mitad del antebrazo!
Sherman separó los pies. Cuando abrió los brazos, los pantalones le resbalaron hacia abajo. El agente se le acercó y empezó a palparle los brazos, el pecho, las costillas, la espalda, y después las caderas y las piernas. La mano con el guante de goma producía una desagradable fricción reseca. Otra vez el pánico… Sherman miró aterrado el guante. El agente le observó y soltó un gruñido, como si algo le hiciera gracia, y luego alzó la mano derecha. Tanto la mano como la muñeca eran enormes. El horrible guante de goma estaba delante mismo de las narices de Sherman.
—No se preocupe por el guante —dijo el policía—. La cuestión es que tengo que tomarle las huellas y cogerle los dedos de uno en uno, mojárselos y… ¿Entiende…? —Hablaba en tono coloquial, de buen vecino, como si acabaran de encontrarse en la calle y estuviera explicándole el funcionamiento del motor de su nuevo Mazda—. Me paso todo el día haciendo lo mismo, y me mancho con la tinta, y ya tengo una piel que de por sí es bastante áspera, y cuando llego a casa, bueno, mi mujer hizo que lo pintaran todo de blanco, y hasta los muebles son blancos, así que en cuanto apoyo la mano en donde sea, el sofá por ejemplo, a mi mujer le da un ataque. —Sherman le miraba atónito, sin saber qué decirle. Aquel tipo enorme y de aspecto fiero quería caerle bien. Qué extraño era todo. Quizá todo el mundo quería caerle bien.
—Vale. Vuelva a pasar por la puerta.
Sherman volvió a pasar por la puerta, arrastrando los pies, y la alarma sonó de nuevo.
—Mierda —dijo el agente—. Pruébelo otra vez. La alarma se disparó por tercera vez.
—No entiendo nada, joder —dijo el agente—. Espere. Venga para acá. Abra la boca.
Sherman la abrió.
—No la cierre… Alto ahí, vuélvase hacia este lado. No veo bien. —Intentó que Sherman inclinase la cabeza en un ángulo muy difícil. Sherman notaba el olor del guante de goma—. Será hijo de puta. ¡Pero si lleva una mina de plata ahí dentro! ¿Sabe lo que vamos a hacer? Dóblese por la cintura, así. Bien doblado.
Sin dejar de sostenerse los pantalones con una mano, Sherman se dobló como le indicaban. No se le ocurrirá…
—Ahora entre de espaldas en la puerta, pero despacio, despacísimo.
Sherman empezó a caminar hacia atrás, arrastrando los pies, doblado casi noventa grados.
—Vale. Retroceda un poco más. Despacio… un poco más… Eso es…
Sherman ya había atravesado casi completamente la puerta. Sólo le quedaban los hombros y la cabeza al otro lado.
—Vale, siga andando hacia atrás. Otro poco más, más, más…
La alarma sonó otra vez.
—¡El muy hijo de puta! —dijo el policía. Y se puso a dar vueltas y suspirar. Se palmeó los muslos—. El año pasado tuve a otro igual. Vale, ya se puede enderezar.
Sherman se enderezó. Y se quedó mirando, perplejo, al agente que, ahora, asomó la cabeza por la puerta y gritó:
—¡Eh, Tanooch! ¡Ven para acá! ¡Mira esto!
Al otro lado del corto pasillo, un policía estaba en la celda que permanecía abierta, regando el suelo con una manguera. El ruido del agua producía ecos en los azulejos.
—¡Eh, Tanooch!
El policía que había conducido a Sherman hasta el departamento de las huellas dactilares se acercó hasta allí.
—Fíjate en eso, Tanooch. —Luego le dijo a Sherman—: A ver, dóblese por la cintura y haga lo mismo que antes. Entre de espaldas por la puerta, pero despacio, muy despacio.
Sherman se dobló por la cintura e hizo lo que le pedían.
—Así… Joder-joder-joder… ¿Lo ves, Tanooch? De momento, nada de nada. Vale. Ahora siga retrocediendo, un poco más, más, más… —La alarma se disparó. El agente de la máquina estaba como enloquecido otra vez. Se puso a dar vueltas, a soltar suspiros, a batir palmas—. ¿Lo has visto, Tannoch? ¡Es la cabeza! ¡Te lo juro! ¡Se dispara cuando el tipo mete la cabeza! Vale, enderécese. Abra la boca… Así. No, vuélvase hacia ese lado. —Empujó de nuevo la cabeza de Sherman, para que entrase más luz—. ¡Mira ahí adentro! ¿Quieres ver cantidad de metal?
El que se llamaba Tanooch no le dijo nada a Sherman. Se limitó a mirarle el interior de la boca, como si estuviese inspeccionando una interesante gruta.
—La leche —dijo Tanooch—. Tienes razón. Hay más plata en esa boca que en una máquina de dar cambio. —Luego, como si se fijase en él por vez primera, le dijo a Sherman—: Jo, tío, ¿y le han dejado subir alguna vez a un avión?
Esto hizo que el otro agente se partiera de risa.
—No crea que es el único —dijo cuando pudo contener las carcajadas—. El año pasado tuve a otro como usted. Estaba volviéndome loco. No se me ocurría… No te jode… ¡En la vida se me podía ocurrir…! ¿Entiende? —De repente le trataban otra vez en plan de vecinos-que-charlan-amigablemente-un-sábado-cualquiera—. Esta maquina es muy sensible, sabe, pero hay que tener la cabeza llena de metal para que se dispare, se lo aseguro.
Sherman estaba atormentado, Profundamente humillado. Pero ¿qué podía hacer? ¿Era posible que aquel par…? Si aceptaba jugar al juego que le estaban proponiendo… ¿le librarían de las jaulas…? ¡En las jaulas, y con esa gentuza! Sherman se quedó mirándoles, sujetándose los pantalones con una mano.
—¿Qué es todo eso que lleva en los pantalones? —le preguntó Tanooch.
—Styrofoam —dijo Sherman.
—Styrofoam —dijo Tanooch, haciendo gestos de asentimiento con la cabeza, pero sin entender nada. Y se fue de allí.
El otro agente, el que era enorme, puso a Sherman delante de la cámara con trípode y le sacó dos instantáneas, una de frente y otra de perfil. Sherman comprendió que eran fotos para la ficha de la policía. Aquel enorme oso le había hecho fotos para la ficha mientras él se sostenía los pantalones con la mano… Luego le llevó hasta un mostrador y fue cogiendo sus dedos uno por uno, se los mojó en un tampón empapado de tinta, y, los apretó e hizo girar lateralmente contra una cartulina impresa. En conjunto fue una operación escasamente delicada. Le agarraba cada dedo como si cogiese un cuchillo o un martillo, y luego se lo machacaba contra el tampón. Después se disculpó.
—Tengo que hacerlo todo yo solo —le dijo a Sherman—. La gente entra y sale de aquí, y nadie levanta un solo dedo por ti.
Del otro lado del pasillo les llegó el ruido de alguien que vomitaba furiosamente. Tres de los latinos estaban junto a los barrotes de su jaula.
—¡Eeeeeeeh! —gritó uno de ellos—. ¡Ese tío está vomitando! ¡Vomita cantidad!
Tanooch fue el primer agente en llegar hasta allí.
—No te jode. Magnífico, hombre. ¡Oye, Angel! ¡Este tío nos va a llenar a todos de mierda! ¿Qué hacemos con él?
—¿Es el mismo de antes? —gritó Angel.
El olor de los vómitos comenzó a extenderse por todas partes.
—Joder-joder-joder —dijo Angel—. Dale otro manguerazo y déjale ahí.
Dos agentes abrieron la jaula, y se quedaron afuera, mientras un tercero entraba provisto de una manguera. Los detenidos se pusieron a pegar brincos de acá para allá, tratando de sortear el chorro de agua.
—Eh, sargento —dijo el policía—. Ese tío se ha vomitado encima de los pantalones.
—¿Los que le hemos dado nosotros?
—Sí.
—Que se joda. Riégalo a él también. Esto no es una lavandería.
Desde donde Sherman se encontraba, alcanzó a ver a aquel detenido larguirucho, sentado en un estrecho reborde y con la cabeza hundida. Tenía las rodillas cubiertas de vómito, y los codos apoyados en las rodillas.
El agente que estaba con Sherman contemplaba la escena a través de la ventana de la sala de huellas, sacudía la cabeza con incredulidad. Sherman se le acercó.
—Oiga, agente, ¿no podría esperar en algún otro sitio? No puedo entrar ahí. Me… No puedo, simplemente.
El agente sacó la cabeza al pasillo y aulló:
—Eh, Angel, ¿qué quieres hacer con McCoy, el que tengo conmigo?
Angel se volvió desde su escricorio, miró a Sherman, y se frotó la calva con la mano.
—Bueeeeno… —Y señaló la celda—. Métele ahí.
Tanooch entró y volvió a coger a Sherman por el brazo. Alguien abrió la puerta de la celda. Tanooch condujo a Sherman hasta el interior, y él entró arrastrando los pies por los azulejos, sin soltarse los pantalones. La reja se cerró a su espalda. Sherman se quedó mirando a los latinos, que estaban sentados en el reborde. Ellos le miraron a su vez, todos menos el larguirucho, que aún mantenía la cabeza hundida y los codos apoyados en el vómito de sus rodillas.
Todo el piso estaba inclinado hacia el desagüe central. Aún estaba húmedo. Al pisarlo, Sherman notó la leve pendiente del piso. Las últimas gotas de agua se escurrían por el desagüe. Así era el mundo. Un desagüe en el que la humanidad nivelaba todas sus diferencias y razas.
Oyó el ruido que hacía la puerta corredera al cerrarse, y se quedó quieto, los pantalones sujetos con la mano derecha y la americana enroscada en el brazo izquierdo. No sabía qué hacer ni adónde mirar, de modo que eligió un hueco desocupado de la pared, e intentó mirarles desde fuera. La ropa de aquella chusma era una confusión de grises y negros y pardos, con la sola excepción de sus zapatillas deportivas, que creaban junto al suelo ritmos de listas y arabescos sobre fondo blanco. Supo que ellos le miraban. Desvió la vista hacia los barrotes. ¡Ni un policía! ¿Moverían un solo músculo los agentes si esos tipos…?
Los latinos ocupaban todos los asientos que proporcionaba el reborde. Sherman había elegido para apoyarse un lugar de la pared que estaba a un metro aproximadamente del extremo del reborde. La pared le hacía daño en la espalda. Levantó el pie izquierdo, y se le cayó el zapato. Volvió a meter el pie en él, tratando de parecer despreocupado. Cuando miró hacia el suelo blanco de azulejos para meter el pie, tuvo la sensación de que estaba a punto de caer, víctima del vértigo. ¡Las pelotitas de sryrofoam! ¡Aún llevaba los pantalones llenos de pelotitas blancas!
Le entró pánico pensando que aquella gente podía tomarle por un chiflado, por un inútil al que podían hacer trizas en cuanto les viniera en gana. Notaba el hedor a vómito… a vómito y a humo de cigarrillos… Bajó la cabeza, como si estuviera adormilado, y les miró de soslayo. ¡Estaban mirándole fijamente! Fumaban y le miraban. El larguirucho, el que había repetido «¡Mira, mira!», seguía con la cabeza hundida y los codos sobre las rodillas, aún cubiertas de vómito.
¡Uno de los latinos se había puesto en pie y se encaminaba hacia él! Le veía por el rabillo del ojo. ¡El jaleo estaba a punto de empezar! ¡No pensaban esperar ni un segundo más!
El que se había levantado se apoyó en la pared, justo al lado de Sherman, adoptando la misma postura que él. Era un tipo de pelo delgado y rizado, un bigote con las puntas inclinadas hacia abajo, tez cetrina, hombros estrechos, algo tripón, y con una peligrosa expresión de loco en sus ojos. Debía de tener unos treinta y cinco años. Sonrió, y eso hizo que su expresión se hiciese más enloquecida incluso.
—¡Eh, tío! Te he visto fuera…
¡Eh, tío!
—Con los de la tele. ¿Qué haces aquí?
—Imprudencia temeraria —dijo Sherman. Era como si ésas fueran a ser las últimas palabras de su vida.
—¿Imprudencia temeraria?
—Atropellar a alguien con el coche.
—¿Con el coche? ¿Atropellaste a un tío con el coche, y ha venido la tele?
Sherman se encogió de hombros. No quería añadir nada más, pero por otro lado temía que creyesen que les menospreciaba.
—¿Y usted, por qué está detenido?
—Bueeeno… Por el 225, el 265, el 220. —El hombre hizo un amplio ademán, como abarcando todo el código penal—. Drogas, armas, apuestas… Un poco de todo.
Parecía enorgullecerse de su desastre.
—¿Así que atropellaste a un tipo con el coche? —volvió a preguntarle. Le parecía trivial, poco viril. Sherman enarcó las cejas y asintió con la cabeza.
El tipo volvió a sentarse, y Sherman le vio hablar con tres o cuatro de sus camaradas, que miraron otra vez a Sherman y luego, como si la noticia les pareciese tediosa, desviaron la vista a otro lado. Sherman tuvo la sensación de haberles decepcionado. ¡Qué raro era sentir algo así! Pero era eso exactamente lo que sintió.
Rápidamente, Sherman notó que el miedo era reemplazado por el aburrimiento. Los minutos transcurrían arrastrándose lentísimamente. Empezó a dolerle la cadera izquierda. Cambió el apoyo a la otra pierna, y notó un pinchazo en la espalda. Luego empezó a dolerle la cadera derecha. El piso era de azulejos. Las paredes eran de azulejos. Enrolló la americana para convertirla en una almohada. La puso en el suelo, junto a la pared, y se sentó. Tanto la americana como los pantalones estaban muy húmedos. Empezaba a llenársele la vejiga, y notaba cuchilladas de gases en los intestinos.
El que se le había acercado para hablar con él, el que sabía los números del código penal, se acercó a la reja. Llevaba un pitillo entre los labios. Lo cogió con dos dedos y aulló:
—¡Eeeyyyyyy! ¡Necesito fuego! —Ninguno de los policías contestó—. ¡Eeeeyyyyy! ¡Necesito fuego!
Finalmente se acercó el que se llamaba Tanooch:
—¿Qué te pasa?
—Eh, que quiero fuego.
Tanooch sacó del bolsillo una caja de cerillas, encendió una y la sostuvo en alto, a un metro de la reja. El detenido esperó a que terminase la operación, luego se llevó el pitillo a los labios y apretó la cara contra los barrotes de modo que el pitillo asomara al exterior. Tanooch no se movió; dejó que la cerilla se consumiera. La cerilla se apagó:
—¡Eeeeeyyyyyyy! —gritó el detenido.
Tanooch se encogió de hombros y dejó caer la cerilla al suelo.
—¡Eeeyyyyy! —gritó el detenido, volviéndose hacia sus compañeros con el pitillo sostenido en alto con una mano. (¿Habéis visto lo que ha hecho?) Uno de los que estaban sentados se puso a reír. Ante esta traición, el del pitillo hizo una mueca de desprecio. Luego miró a Sherman. Éste no sabía si mostrar su pena o mirar a otro lado. Al final se limitó a mirarle inexpresivamente. El tipo del pitillo se le acercó y se puso en cuclillas junto a él. El pitillo le colgaba de los labios.
—¿Has visto eso? —preguntó.
—Sí —dijo Sherman.
—Si quieres fuego, tendrían que darte fuego. Hijodeputa. Eh, ¿tienes pitillos?
—No. Me lo han quitado todo. Hasta los cordones de los zapatos.
—¿En serio? —dijo el detenido, mirando los zapatos de Sherman. Él, en cambio, aún tenía los cordones puestos.
Sherman oyó una voz de mujer. Estaba furiosa. Apareció en el breve pasillo, frente a las jaulas. Tanooch tiraba de ella. Era una mujer alta y delgada, con el pelo castaño muy rizado y piel bronceada, muy oscura. Vestía pantalones negros y una chaqueta muy rara, con hombreras desproporcionadas. Tanooch estaba conduciéndola a la sala de huellas dactilares. De repente la mujer giró sobre sus talones y le dijo a alguien que Sherman no alcanzaba a ver:
—¡Montaña de m…! —No terminó la frase—. ¡Yo al menos no tengo que pasarme el día sentada como tú en un estercolero! ¡Piénsalo, gordito!
Desde el fondo se oyeron abundantes risas de otros policías.
—¡Cuidado, Mabel, si se lo propone, Angel puede contigo!
Tanooch tiró de ella:
—Venga, Mabel.
Ella se volvió a Tanooch:
—¡Si hablas conmigo, un respeto! ¿Enterado? ¡Nada de Mabel!
—Ahora mismo te llamaré cosas peores —dijo Tanooch, y la introdujo en la sala de huellas dactilares.
—Doscientos veinte, doscientos treinta y uno —dijo el detenido del pitillo—. Tráfico de estupefacientes.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Sherman.
El hombre se limitó a mirarle con expresión de enterado. (Hay cosas evidentes.) Luego sacudió lateralmente la cabeza y añadió:
—Ya ha llegado el autobús.
—¿El autobús?
Al parecer, normalmente los detenidos eran conducidos en primer lugar a una comisaría y encerrados allí. Periódicamente, una furgoneta de la policía hacía una ronda por las comisarías y trasladaba a todos los detenidos al Registro Central, para que les tomasen las huellas y se les formulara oficialmente la acusación. Ahora había llegado un nuevo lote. Todos acabarían metidos en una de las dos jaulas, excepto las mujeres, que tenían reservada una jaula especial que se encontraba al fondo del pasillo, volviendo la esquina. Sin embargo, aquel día no avanzaba el proceso porque Albany estaba paralizado.
Entraron otras tres mujeres. Eran más jóvenes que la primera.
El detenido que se sabía de memoria el código penal tenía razón. Acababa de llegar el «autobús». Comenzó, pues, la procesión, con paradas ante el escritorio de Angel, el departamento de huellas dactilares y, finalmente, las jaulas. Sherman notó que el pánico volvía a cobrar intensidad. De uno en uno, tres altos muchachos negros de cabeza rapada, chaquetón grueso y grandísimas zapatillas deportivas, fueron entrando en la celda. Todos los que iban llegando eran negros o latinos. Casi todos eran jóvenes. Hubo varios que parecían borrachos. El detenido bajito que se sabía el código penal de memoria se levantó para ir a reunirse con sus compañeros y asegurarse de paso un asiento. Sherman estaba decidido a no moverse. Quería ser invisible. En cierto modo… mientras no moviera un solo músculo… no lo verían.
Sherman miró al suelo y trató de no pensar en el dolor que sentía en las tripas y la vejiga. Una de las líneas negras que separaban los azulejos pareció comenzar a moverse. ¡Una cucaracha! Y luego otra… y otra. ¡Fascinante, y horrible! Sherman miró a su alrededor, para ver si alguien más se había fijado.
Nadie prestaba la menor atención… pero mientras miraba, Sherman cruzó la vista con los ojos de uno de los tres negros jóvenes recién ingresados. ¡Estaban mirándole los tres! ¡Con unos rostros chupados, duros, malévolos! Su corazón se lanzó a una enloquecida taquicardia. Hasta el pie le daba sacudidas. Miró las cucarachas, tratando así de calmarse. Una de las cucarachas se había acercado al tipo de los vómitos, que ahora había resbalado hasta el suelo. La cucaracha ascendió por el tacón del zapato. Ascendió luego pierna arriba. Desapareció bajo la pernera del pantalón. Más tarde reapareció. Se subió a la pernera, trepó hacia la rodilla, lentamente. Cuando llegó a la rodilla se instaló en medio de la materia del vómito.
Sherman alzó la vista. Uno de los negros jóvenes se dirigía hacia él. Con una sonrisilla. Parecía asombrosamente alto. Ojos muy juntos. Pantalones pitillo de color negro, y grandes zapatillas deportivas que, en lugar de llevar cordones, se cerraban por medio de unas tiras de velcro. El joven se agachó delante de Sherman. Su rostro permanecía absolutamente inexpresivo. ¡Lo cual hacía que fuese más aterrador incluso! Le miró directamente a los ojos.
—¡Eh, tío! ¿Tiene un pitillo?
—No —dijo Sherman. Pero, como no quería que el chico creyese que pretendía mantener las distancias, o que se negaba a toda clase de comunicación, añadió—: Lo siento. Me lo han quitado todo.
En cuanto lo hubo dicho, supo que había cometido un error. Era una disculpa; una señal de su debilidad.
—Vale, tío. —El chico parecía amistoso—. ¿Por qué te han traído?
Sherman vaciló.
—Homicidio sin premeditación —dijo por fin. «Imprudencia temeraria» era muy poca cosa.
—Ya. Mal asunto —dijo el chico, imitando no muy bien un tono de preocupación—. ¿Qué pasó?
—Nada —dijo Sherman—. No entiendo qué pretenden. ¿Y usted?
—Por un 160-15 —dijo el chico. Y añadió—: Robo a mano armada.
El chico hizo a continuación un gesto torcido con los labios. Sherman no entendió si aquello significaba «Un asunto de poca monta» o «Me han colgado el muerto, pero yo no hice nada».
El chico sonrió a Sherman, sin dejar de mirarle directamente.
—Vale, Mr. Homicidio-sin-premeditación —le dijo, y se levantó, dio media vuelta y se fue al otro lado de la celda.
¡Mr. Homicidio-sin-premeditación! ¿A qué venía tanta arrogancia? ¿Y qué harían ahora aquellos chicos? ¿No se les ocurriría…? Recordaba un incidente —¿dónde lo había leído?— en el que unos cuantos presos taparon la reja con sus cuerpos, mientras sus compañeros de celda se dedicaban a… Pero ¿colaborarían los latinos con los tres negros para hacer una cosa así?
La boca de Sherman estaba seca, agrietada. La necesidad apremiante de orinar no podía ser más intensa. El corazón le latía nerviosamente, aunque no tan acelerado como antes. Justo en ese momento se abrió la puerta corredera. Más policías. Uno de ellos llevaba un par de bandejas de cartón, como las de los restaurantes de comida para llevar. Las dejó en el suelo. Una de ellas contenía una montaña de emparedados; la otra, vasos de plástico.
El policía se enderezó y dijo:
—Vale, ha llegado el rancho. Vosotros mismos os lo repartís. Y que no oiga jaleo, ¿entendido?
No hubo carreras en pos de la comida. De todos modos, Sherman se alegró de no estar muy alejado de las bandejas. Se colgó la cochambrosa americana bajo el brazo izquierdo, arrastró los pies unos pasos, y cogió un emparedado envuelto en plástico adhesivo, y un vaso de plástico que contenía un líquido claro y rosado. Luego volvió a sentarse encima de la americana y probó la bebida. Tenía un sabor ligero y azucarado. Dejó el vaso de plástico en el suelo y le quitó el envoltorio al emparedado. Abrió el pan y estudió su contenido. Había una loncha de carne. Su color era enfermizamente amarillento. A la luz fluorescente de la celda, casi era de tono chartreuse. Tenía la superficie húmeda y tersa. Se la acercó a la nariz y la olisqueó. La carne emitía un olor químico. Separó las dos rebanadas de pan, cogió la carne, la envolvió en el plástico adhesivo y dejó aquella cosa repugnante en el suelo. Mejor comerse el pan solo. Pero el pan emitía el mismo hedor que la carne, y no pudo soportarlo. Laboriosamente, abrió el envoltorio de plástico adhesivo, hizo una pelota con cada una de las rebanadas, y volvió a envolverlo todo. Se dio cuenta de que había alguien plantado delante de él. Calzado deportivo cerrado con velcro.
Alzó la vista. El negro le miraba desde arriba, con una sonrisilla extraña. Se puso en cuclillas hasta quedar con la cabeza ligeramente más alta que la de Sherman.
—Oye, tío —le dijo—. Tengo sed. Dame tu vaso.
¡Dame tu vaso! Sherman señaló la bandeja con el mentón.
—Ya no quedan, tío. Dame el tuyo.
Sherman revolvió todos los rincones de su mente, en busca de una respuesta. Dijo que no con la cabeza.
—Ya has oído lo que ha dicho ése. Tenemos que repartírnoslo. Había creído que éramos colegas, tío.
¡Esa fingida decepción que sólo transmitía desprecio! Sherman comprendió que había llegado el momento de decir basta, por ahí no paso… el momento de poner fin a… Antes de que Sherman tuviera tiempo ni siquiera de seguirle con la vista, el brazo del chico salió disparado y cogió el vaso que Sherman había dejado junto a él, en el suelo. El negro se levantó, echó la cabeza hacia atrás, y vació ostentosamente el vaso. Luego se lo dio a Sherman.
—Te lo he pedido educadamente —le dijo—. ¿Eh…? Aquí hay que usar la cabeza. Siempre hace falta un buen amigo.
Abrió a continuación la mano, dejó que el vaso cayera sobre las piernas de Sherman, y se fue. Sherman vio que toda la celda le miraba. Tendría que… tendría que… Pero estaba paralizado de miedo y confusión. En la pared de enfrente, un latino que estaba sacando la carne de su emparedado la tiró finalmente al suelo. Había lonchas de carne por todas partes. Por todos los rincones, bolas de plástico adhesivo, emparedados enteros envueltos y tirados tal cual. El latino empezó a comerse el pan solo… con los ojos clavados en Sherman. Estaban mirándole todos… en aquella jaula para hombres… carne amarillenta, pan, envoltorios de plástico, vasos de plástico… ¡cucarachas! Por todos lados… Miró al latino borracho. Seguía tendido en el suelo. Tres cucarachas rebuscaban por entre los pliegues del pantalón, a la altura de la rodilla. De repente Sherman vio una cosa que se movía en la abertura del bolsillo del pantalón del borracho. Otra cucaracha… No, demasiado grande… gris… ¡una rata…! ¡Una rata que salía del bolsillo de aquel desgraciado…! La rata se quedó prendida un momento de la tela, saltó luego al suelo y se detuvo otra vez. Luego salió a la carrera y agarró una loncha de carne. Se detuvo de nuevo, como para tasar su captura…
—¡Mira! —dijo uno de los latinos. Había visto la rata.
Un pie salió disparado del asiento. La rata se deslizó por el piso de azulejos como un disco de hockey sobre hielo. Otra pierna salió disparada. La rata regresó volando hasta el reborde… Risas, carcajadas… «¡Mira!» Más patadas… La rata llegó patinando sobre el dorso hasta quedar junto a Sherman. La tenía apenas a diez centímetros de su pie, mareada, agitando las patas en el aire. El bicho logró poner las patas en el suelo, pero apenas podía moverse. La rata estaba acabada. Ni el miedo que sentía era suficiente para permitirle dar un paso, huir. Avanzó dos pasos… Más risas… ¿Debería darle una patada, para demostrar mi solidaridad con los demás detenidos? Estuvo preguntándoselo… Sin proponérselo, se puso en pie. Se agachó y cogió la rata. Con ella en la mano, se acercó a la puerta de barrotes. Toda la celda fue quedándose en silencio. Casi estaba en la puerta… ¡Hijaputa! Un dolor espantoso en el dedo índice… ¡La rata le había pegado un mordisco…! Sherman dio un brinco y sacudió la mano. La rata se aferraba a su dedo con los dientes. Sherman agitó el dedo varias veces, como si sacudiera un termómetro. ¡Aquella mala bestia no se soltaba! «¡Mira, mira!» Risas, carcajadas… ¡Menudo espectáculo, divertidísimo! ¡Estaban disfrutando! Sherman golpeó la palma de la mano contra una de las intersecciones de los barrotes. La rata salió volando… hasta ir a parar delante mismo de Tanooch, que, con un montón de papeles, se encaminaba a la celda. Tanooch retrocedió de un salto.
—¡La puta hostia! —dijo. Y miró con ojos asesinos a Sherman—. ¿Se le ha saltado un tornillo?
La rata yacía en el suelo. Tanooch la pisó con el tacón. El animal se quedó aplastado en el suelo, con la boca abierta.
A Sherman le dolía horrorosamente la mano, por el golpe contra la reja. Se la sujetó con la otra. ¡Me he roto la mano! Veía claramente las marcas de los dientes en el índice, y una solitaria gotita de sangre. Se llevó la mano izquierda a la espalda, y sacó el pañuelo del bolsillo trasero derecho. Tuvo que torcerse horriblemente. Todos le miraban. Sí, sí… todos. Se limpió la sangre y se envolvió la mano con el pañuelo. Luego oyó que Tanooch le decía a otro policía.
—El tipo de Park Avenue. Me ha tirado una rata.
Sherman regresó, arrastrando los pies, al lugar donde había dejado su americana enrollada. Volvió a sentarse sobre ella. La mano ya no le dolía tantísimo. Quizá no me la he roto. Pero ¡quizá el mordisco sea peor…! ¡Quizá esa rata tuviera la rabia! Retiró un poco el pañuelo, hasta ver el mordisco. No tenía mal aspecto. La gota de sangre había desaparecido.
¡El chico negro se le acercaba otra vez!
—Eh, tío —le dijo—. Tengo frío, sabes.
Sherman trató de ignorarle. Se volvió hacia otro lado. Sabía que su rostro había adoptado una expresión petulante. ¡Estás provocándole! ¡Te la estás jugando!
—¡Eh! ¡Mírame cuando te hablo!
Sherman se volvió hacia él. ¡Pura maldad!
—Te pido algo de beber, y te portas como un maleducado. Pero voy a darte una oportunidad para que rectifiques… Mira… tengo frío. Quiero tu americana. Dámela.
¡Mi americana! ¡Mi ropa!
Los pensamientos de Sherman avanzaban a toda velocidad. No era capaz de hablar. Dijo que no con la cabeza.
—¿Qué te pasa, tío? Tendrías que ser amable, Mr. Homicidio-sin-premeditación. Mi colega de ahí dice que te conoce. Te vio en la tele. Jodiste a no sé quién, y vives en Park Avenue. Muy bonito, sí, pero esto no es Park Avenue. ¿Entendido? Mejor será que hagas amistades, ¿entendido? Me has tratado todo lo mal que sabías, pero voy a darte una oportunidad. Venga, dame la americana, joder.
Sherman dejó de pensar. ¡Tenía el cerebro en llamas! Apoyó las manos en el suelo, alzó las caderas y se adelantó hasta apoyarse en una rodilla. Luego saltó, cogiendo al mismo tiempo la americana con la mano derecha. Lo hizo tan bruscamente que el chico se quedó desconcertado.
—¡Cállate ya! —se oyó decir Sherman—. ¡No tenemos nada de que hablar!
El chico le miró inexpresivamente. Luego sonrió:
—¿Que me calle? —dijo—. ¡Que me calle! —Hizo una mueca que imitaba una sonrisa, y soltó un bufido—. ¡Que me calle!
—¡Eh! ¡Gusanos! ¡Basta ya de peleas! —Era Tanooch, desde la puerta. Les miraba fijamente a los dos. El negro le lanzó a Sherman una mirada que equivalía a decirle: «Diviértete. Apenas te quedan sesenta segundos de vida…» Luego se retiró a su asiento, sin dejar de mirar a Sherman ni un momento.
Tanooch levantó una hoja y leyó:
—¡Solinas! ¡Gutiérrez! ¡McCoy!
¡McCoy! Sherman se puso apresuradamente la americana, no fuera a ser que su némesis se precipitase y descargara su golpe contra él antes de darle tiempo a salir de la jaula. La americana estaba húmeda, grasienta, fétida, sin forma alguna. Mientras se la estaba poniendo se le cayeron los pantalones. Había pelotitas de styrofoam por toda la americana y… ¡algo que se movía…! Dos cucarachas se habían colado entre los pliegues. Histéricamente, sacudió la tela hasta que ambas cayeron al suelo. Todavía respiraba de forma agitada, sonora.
Cuando Sherman salía en fila de la celda, detrás de los dos latinos, Tanooch le dijo:
—¿Lo ve? No nos hemos olvidado de usted. En realidad, aún le quedaban otros cinco detenidos por delante.
—Gracias —dijo Sherman—. Se lo agradezco sinceramente.
—Prefiero que salga por su propio pie de aquí dentro —dijo Tanooch, encogiéndose de hombros—, que tener que sacar sus restos con la escoba.
La sala central se encontraba en estos momentos repleta de policías y detenidos. Junto al escritorio, el escritorio de Angel, Sherman fue entregado a un funcionario del departamento de Prisiones, que le esposó las manos a la espalda y le puso en una cola, detrás de los latinos. Ahora no podía impedir que los pantalones le resbalasen hacia abajo. Y miraba una y otra vez por encima del hombro, temiendo ver aparecer en cualquier momento al chico negro. Pero él era el último de la breve cola.
Los funcionarios les condujeron hacia una escalera estrecha, en lo alto de la cual había otra sala sin ventanas. Más funcionarios de Prisiones trabajaban allí, sentados a maltrechos escritorios metálicos tras los cuales Sherman vio… ¡más celdas! Estas eran más pequeñas, más grises, más sucias que las de azulejos blancos del piso inferior. Estas eran auténticas celdas de cárcel. En la primera, un cartel deteriorado decía SÓLO HOMBRES —MAS DE 21 AÑOS— CAPAC. 8 A 10. La frase «MÁS DE 21 AÑOS» había sido tachada con un grueso rotulador. Todos los detenidos de la cola fueron introducidos en esa primera cola. No les quitaron las esposas. Sherman mantuvo la vista fija en el portal por el que habían llegado a ese piso. Si aparecía el negro y le metían en su misma celda… el miedo le enloquecía por momentos. Sudaba con profusión. Ya no tenía conciencia del tiempo que estaba transcurriendo. Tratando de mejorar un poco su circulación, mantuvo la cabeza gacha.
Al cabo de un rato les sacaron a todos de la celda para llevarles al otro lado de una puerta de barrores de hierro. Sherman vio que en el siguiente pasillo había otra cola de detenidos; estaban todos sentados en el suelo. El pasillo apenas tenía ochenta o noventa centímetros de anchura. Uno de los detenidos era un joven blanco con la pierna derecha escayolada. Llevaba pantalones cortos, de modo que se le veía casi toda la voluminosa escayola. Estaba sentado en el suelo. Un par de muletas reposaban contra la pared, a su lado. Al otro extremo del pasillo había otra puerta. Un funcionario parecía estar allí de guardia. Llevaba un enorme revólver colgando de la cadera. A Sherman se le ocurrió que era la primera arma de fuego que veía desde que había entrado en aquel edificio. A medida que llevaban a los detenidos por la puerta del fondo, les quitaban previamente las esposas. Sherman se dejó caer contra la pared, como los demás. El pasillo resultaba asfixiante. Sin ventanas. Reinaba en él una vaga luminosidad fluorescente, y el hedor de los excesivos cuerpos allí encerrados. ¡El tubo de carne! ¡La caída al matadero! ¿Adónde iría a parar desde allí…?
Se abrió la puerra del final del pasillo, y una voz gritó:
—Lantier.
El funcionario que vigilaba la puerta dijo:
—Venga, Lantier.
El joven de las muletas se levantó con esfuerzo. El latino que estaba junto a él le echó una mano. El herido estuvo dando saltitos sobre su pierna sana hasta que logró colocarse las muletas bajo los sobacos. ¿Qué diablos puede haber hecho éste en ese estado? El funcionario le abrió la puerta, y Sherman oyó una voz que desde el otro lado gritaba unos cuantos números y, finalmente, añadía:
—¿Herbert Lantier? ¿El abogado que representa a Herbert Lantier?
¡El juzgado! ¡Al final del pasillo estaba el juzgado!
Para cuando por fin le llegó el turno, Sherman estaba mareado, grogui, febril. La voz del otro lado dijo:
—Sherman McCoy.
El funcionario de la puerta dijo:
—McCoy.
Sherman atravesó la puerta arrastrando los pies para no perder los zapatos, y sujetándose los pantalones. En seguida vio que se dirigía a una habitación luminosa y moderna, en la que un gran número de personas iban de acá para allá en todas direcciones. El estrado del juez, las mesas, los asientos, todo era de barata madera clara. A un lado, la gente se movía a oleadas en torno al alto observatorio en el que estaba situado el juez, mientras que al otro también había un movimiento como de oleaje correspondiente a la zona del público. Tantísima gente… tantísima luz… tantísima confusión… tantísimo ruido… Las dos secciones de la sala estaban separadas por una barandilla, también de madera clara. Y junto a la barandilla se encontraba Killian… ¡Estaba allí! ¡Y fresco y elegante con su peculiar estilo de vestir! Sonreía. Con la sonrisa tranquilizadora que solemos reservar para los inválidos. Cuando Sherman avanzaba arrastrando los pies hacia Killian comprendió con una punzada de dolor cuál debía de ser su propio aspecto… la sucia y húmeda americana, los pantalones arrugados y mojados… las pelotitas de styrofoam… la camisa sucia, los zapatos empapados, sin cordones… Sherman alcanzaba a oler el hedor de la suciedad y desesperación y terror que él mismo desprendía.
Alguien estaba diciendo un número en voz alta; después oyó pronunciar su nombre, y luego oyó que Killian pronunciaba su propio nombre, y el juez dijo:
—¿Cómo se declara?
Killian, en voz baja, le dijo a Sherman:
—No culpable. Di que te declaras «no culpable».
Sherman graznó las palabras.
Pareció producirse una gran conmoción en la sala. ¿La prensa? ¿Cuánto tiempo llevaba en el edificio? De repente estalló una discusión. Delante del juez se encontraba un joven de calvicie incipiente, muy agitado. Posiblemente fuera el miembro de la Oficina del Fiscal de Distrito. El juez le dijo algo ininteligible al joven, al que llamó Mr. Kramer. Mr. Kramer.
A Sherman le pareció que el juez era muy joven. Un rechoncho hombrecillo blanco de pelo rizado y escaso, disfrazado con unos ropajes como los que alquilan los universitarios para la ceremonia de fin de carrera.
Sherman le oyó murmurar a Killian:
—Hijo de puta.
—Ya sé, señoría —decía Kramer—, que nuestra oficina accedió a que en este caso se fijara una fianza de 10.000 dólares. Sin embargo, acontecimientos posteriores, que sólo hemos conocido después de haber fijado esa fianza, hacen imposible que aceptemos una suma tan reducida. Señoría, este caso está relacionado con heridas de carácter muy grave, posiblemente fatales, y ahora sabemos con absoluta certeza que existe un testigo, y que ese testigo iba de hecho en el mismo coche conducido por el acusado, Mr. McCoy, y tenemos motivos más que suficientes para creer que han intentado, o que se intentará, impedir que ese testigo salga a la luz pública, y creemos que no beneficiará los intereses de la justicia…
—Señoría —dijo Killian.
—…Y que el acusado no debería ser puesto en libertad con una fianza meramente simbólica…
Desde el sector de los espectadores salió una oleada de murmullos, de gruñidos iracundos, y de entre esa masa sonora emergió una potente voz que griró:
—¡Nada de fianzas!
A lo cual respondió todo un estruendoso coro:
—¡Nada de fianzas…
—¡Que lo encierren!
—¡Al talego con él!
El juez hizo sonar su martillo. El vocerío cesó poco a poco.
—Señoría —dijo Killian—, Mr. Kramer sabe muy bien…
El vocerío comenzó a crecer de nuevo.
Kramer siguió con sus argumentos, tratando de acallar a Killian con su voz:
—Dados los exacerbados sentimientos de esta comunidad, justificadísimamente exacerbados en este caso, diría yo, pues parece como si la justicia fuese un junco…
Killian, gritando, al contraataque:
—¡Señoría, es absurdo!
Un tremendo griterío.
Poco a poco, los gritos se transformaron en alaridos, y los alaridos en un abucheo aullado a coro:
—¡La jeta que tienes!
—¡Buuuuuuu!
—¡Jeeeeta!
—¡Cierra el pico y deja que hable el fiscal!
El juez hizo sonar de nuevo su martillo.
—¡Silencio! —El jaleo fue amainando. Luego, dirigiéndose a Killian—: Deje que termine la acusación. Luego podrá contestarle.
—Gracias, señoría —dijo Kramer—. Señoría, quiero llamar la atención de este tribunal acerca del hecho de que este caso, incluso en su fase actual, y a cortísimo plazo, ha traído hasta esta Sala una importante representación de la comunidad y, más concretamente, de los amigos y vecinos de la víctima, Henry Lamb, que permanece en el hospital, en situación muy crítica.
Kramer se volvió para señalar con un ademán la zona de público. Estaba atestada. Había incluso gente de pie. Sherman se fijó en un grupo de negros con camisas azules de mecánico. Uno de ellos era muy alto y llevaba un pendiente de oro.
—Tengo aquí una petición —dijo Kramer, y agitó unas hojas de papel por encima de su cabeza—. Este documento ha sido firmado por más de un centenar de miembros de la comunidad, y entregado en la Oficina del Fiscal de Distrito del Bronx. En él se pide que nuestra oficina les represente, que actúe de modo que se haga justicia en este caso. Naturalmente, nosotros tenemos el deber de hacerlo, y así lo juramos al aceptar nuestros cargos.
—La rehostia —murmuró Killian.
—El vecindario, la comunidad, el pueblo del Bronx, tiene intención de observar de cerca este caso, de vigilar cada uno de los pasos del proceso judicial.
¡Bien…!¡Dales caña…!¡Eso, eso…! Un tremendo alboroto procedente de la zona del público.
El rechoncho juez utilizó su martillo y gritó:
—¡Silencio! Esto no es un mitin. ¿Ha terminado, Mr. Kramer?
Rumor creciente, murmullos, intensos abucheos ¡Buuuuu!
—Señoría —dijo Kramer—, mi oficina me ha dado instrucciones, de hecho ha sido el propio Mr. Weiss en persona, y he de pedir en su nombre que en este caso la fianza se eleve a 250.000 dólares.
¡Bieeeen! ¡Eeeeso! ¡Dales duro! Vítores, aplausos, pataleos.
Sherman miró a Killian. ¡Dígame… dígame… dígame que no es posible que ocurra algo así! Pero Killian miraba, muy tenso, al juez. Este había levantado una mano. Sus labios ya se movían. El juez golpeaba su martillo.
—¡Como vuelva a repetirse algo así, desalojaré la sala!
—Señoría —dijo Killian cuando se acalló el jaleo—, Mr. Kramer no se ha conformado con violar el acuerdo al que había llegado mi cliente y su oficina, sino que ahora ¡pretende organizar un circo! Esta mañana, mi cliente ha sido víctima de una detención circense, pese a que en todo momento se ha mostrado dispuesto a comparecer ante un gran jurado para dar testimonio. Y ahora Mr. Kramer se inventa una supuesta amenaza contra un testigo ficticio, y le pide a este tribunal que fije una fianza absolutamente absurda. Mi cliente vive en un apartamento en propiedad, es un distinguido vecino de esta ciudad, tiene familia y raíces muy profundas en su comunidad, y creo que ya habíamos llegado a un acuerdo en relación con la cuantía de la fianza, como reconoce el propio Mr. Kramer. Y no me parece que haya ocurrido nada que pueda alterar las bases sobre las que se tomó ese acuerdo.
—¡Han cambiado muchísimo las cosas, señoría! —dijo Kramer.
—Sí —dijo Killian—. ¿Sabe lo que ha cambiado? ¡Lo que ha cambiado es la Oficina del Fiscal!
—¡Bien! —dijo el juez—. Mr. Kramer, si su oficina tiene información relativa a la cuantía de la fianza necesaria en este caso, le exijo que reúna toda esa información y presente una solicitud oficial ante este tribunal. Cuando llegue ese momento revisaremos lo que haya que revisar. Hasta entonces, el tribunal deja al acusado, Sherman McCoy, en libertad, bajo una fianza de 10.000 dólares, en espera de que presente su testimonio ante el gran jurado.
¡Gritos y aullidos! ¡Buuuuuu…!¡Ayyyyy…!¡Noooo…!¡Al talego con él!
Luego, todas las voces corearon: «Ni fianza ni cachondeo, metedlo en el talego…»
Killian comenzó a tirar de Sherman. Para salir de la sala tenían que atravesar la zona de público, rodeados por aquella gente iracunda que ahora se había puesto en pie. Sherman se fijó en sus puños alzados. Luego vio que se acercaban unos guardias, media docena por lo menos. Llevaban camisa blanca, grueso cinturón de cuero, y enormes cartucheras por las que asomaban las culatas de sus revólveres. En realidad, no eran policías, sino funcionarios de vigilancia del juzgado. Los guardias cerraron filas a su alrededor. ¡Van a meterme otra vez en la celda! Hasta que comprendió que formaban un escudo para sacarle sano y salvo por entre el gentío. ¡Tantísimas caras furiosas, negras y blancas! ¡Asesino…!¡Cabrón…! ¡Saldrás tan malparado como Henry Lamb…! ¡Empezad a rezar, vecinos de Park Avenue! ¡Te arrancaremos la piel a tiras! ¡Nada de McCoy, McMuerto, tío…! Avanzó a duras penas, en medio de las camisas blancas de sus protectores. Oía claramente los gruñidos, el esfuerzo de los vigilantes armados tratando de abrirse paso.
—¡Despejen! ¡Despejen!
Aquí y allá, por todas partes, asomaban caras, labios que se movían… El inglés rubio y alto… Fallow… La ptensa… Más gritos… ¡Asesino! ¡Narigudo! ¡Asesino…! ¡Cuenta cada latido, tío, que son los últimos…! ¡Nos las pagarás…! ¡Muerte al asesino! ¡Mamón…! ¡Mírale, qué humos de Park Avenue!
Incluso en mitad de la tormenta, Sherman notó que, extrañamente, nada de lo que estaba ocurriendo le afectaba. Su mente le decía que todo aquello era horrible, pero no lo sentía así. Porque ya estoy muerto.
La tormenta le siguió por el pasillo que encontraron a la salida del juzgado. También ese pasillo estaba repleto de gente. Sherman vio sus expresiones, que pasaban de la consternación al miedo. Todos fueron apartándose hacia los lados, cohibidos ante la presencia de la gentuza que había salido disparada en cuanto se abrieron las puertas. Killian y los guardias le empujaban hacia una escalera. En la pared había un mural espantoso. La escalera bajaba, quizá hacia la calle. Notaba una presión por la espalda, cayó, y se dio contra la espalda de uno de los guardias. Por un momento pareció que iba a producirse una avalancha de cuerpos, pero el funcionario se agarró a la barandilla. La masa de vociferantes salió como impelida por una explosión a través del portal que daba a la escalera principal. Una muralla de gente cortaba el paso en la acera. Cámaras de televisión, siete u ocho, y micrófonos, de quince a veinte, gritos… la prensa.
Las dos masas de gente se encontraron, se fundieron, se congelaron. Killian se adelantó a Sherman. Los micros apuntaban a su cara, y Killian se puso a decir, en tono declamatorio:
—Quiero que le muestren ustedes a la ciudad de Nueva York —¡qué acento!, pensaba Sherman— todo lo que han visto. —Un acento verdaderamente espantoso, siguió pensando Sherman, sorprendido de, en su situación, ser tan sensible a cada una de las inflexiones de voz del discurso de su abogado—. Primero han visto ustedes una detención que era puro circo; luego, una presentación ante el juez que también era puro circo; y después han podido ver cómo la Oficina del Fiscal de Distrito se prostituía, pervertía la ley ante las cámaras, y buscaba el aplauso de una turbamulta evidentemente manipulada…
¡Buuuuuu…! ¡Fueeeera…! ¡Manipulado lo serás tú, gilipollas…!
Sherman oyó también la voz de alguien que, situado apenas a medio metro de él, entonaba desde su espalda una extraña letanía:
—Empieza a rezar, McCoy… Tienes los días contados… Empieza a rezar, McCoy… Tienes los días contados…
—Ayer mismo —estaba diciendo Killian— llegamos a un acuerdo con el fiscal…
La letanía seguía diciendo:
—Empieza a rezar, McCoy… Se te acabó el tiempo…
Sherman alzó la vista al cielo. Había dejado de llover. El sol se abría paso entre las nubes. Era un magnífico y saludable día de junio. Una cúpula azul cubría el Bronx.
Miró el cielo y oyó los diversos sonidos, sólo los sonidos, los rotundos tropos y sentencias, las letanías en falsete, los gritos interrogantes, los abucheos, y pensó: no volveré a entrar ahí adentro, jamás. No me importa el precio que tenga que pagar, aunque tenga que meterme el cañón de una pistola en la boca. Jamás entraré de nuevo ahí adentro.
En realidad, la única arma de que disponía era de cañón doble. Un cacharro grandote y antiguo. Y, mientras seguía plantado en la acera de la calle Ciento sesenta y uno, a una manzana de la Grand Concourse, en pleno Bronx, se preguntó si le cabrían los dos cañones en la boca.