21. El koala fabuloso

Jamás en su vida había visto las cosas, las cosas de la vida cotidiana, con mayor claridad. ¡Y todas y cada una de ellas parecían estar siendo envenenadas por sus ojos!

En el banco de Nassau Street, un banco en el que había entrado cientos de veces, ese banco en el que los cajeros, guardias de seguridad, apoderados y hasta el propio director le conocían como Mr. McCoy de Pierce & Pierce, ese banco en el que era tan apreciado y donde, de hecho, había conseguido que le dieran un préstamo personal de 1,8 millones de dólares para que se comprara con él su apartamento —¡y que le costaba 21.000 dólares al mes!, ¡y de dónde iban a salir ahora esos dólares! ¡Dios mío!—, Sherman se fijaba ahora hasta en los más nimios detalles… en las molduras con relieves de huevos y flechas que reseguían la cornisa de la planta baja… en las viejas pantallas rojizas de las lámparas situadas en los escritorios del centro de la gran sala… en los adornos en espiral de las columnas que sostenían la barandilla que separaba la zona destinada al público de la ocupada por los empleados… ¡Tan sólido todo! ¡Tan preciso! ¡Tan ordenado…! Y, ahora, ¡tan falso! ¡Una burla…! Todo ello absolutamente inútil, pues no le brindaba la más mínima protección…

Todos le dirigían sonrisas. Frágiles seres respetuosos que no sospechaban nada… Hoy era todavía Mr. McCoy Mr. McCoy Mr. McCoy Mr. McCoy Mr. McCoy… Qué triste pensar que en este lugar sólido y ordenado… mañana…

Diez mil en metálico… Killian le había dicho que el dinero de la fianza había de darlo en metálico… en la ventanilla estaba una joven negra, apenas veinticinco años, con una blusa de cuello alto cerrada con un alfiler de oro… una nube de oro con una cara de carrillos hinchados… soplando… Los ojos de Sherman se quedaron clavados en la extraña tristeza de la cara de oro de aquella nube, el viento… Si entregaba a la cajera un cheque por diez mil dólares, ¿se lo aceptaría? ¿Sería necesario que fuera a darle explicaciones a otro empleado del banco? ¿Qué diría? ¿Diría que era para pagar una fianza? El muy estimado Mr. McCoy Mr. McCoy Mr. McCoy Mr. McCoy…

Lo único que de hecho le dijo la cajera fue:

—Supongo, Mr. McCoy, que ya sabe que hemos de informar de todas las transacciones de 10.000 dólares o más…

¿Informar? A algún directivo del banco…

Ella debió de haber notado la sorpresa en su rostro, porque añadió:

—Siempre informamos al Gobierno. Tendremos que rellenar un impreso.

Entonces lo recordó. Era una norma que pretendía detectar a los traficantes de drogas, cuyas transacciones siempre eran en metálico y en cantidades muy grandes.

—¿Cuánto rato tardaremos? ¿Hay mucho papeleo?

—No, basta con que rellenemos el impreso. Toda la información necesaria, señas y todo lo demás, lo tenemos en nuestras fichas.

—Bueno… De acuerdo.

—¿Cómo lo quiere? ¿Billetes de cien?

—Hum, sí, de cien. —No tenía la menor idea del volumen que representaban diez mil dólares en billetes de cien.

La cajera abandonó la ventanilla y regresó en seguida con algo que tenía aspecto de un ladrillo de papel envuelto en una faja.

—Aquí tiene. Cien billetes de cien dólares.

Sherman sonrió con cierto nerviosismo:

—¿Eso es todo? No parece gran cosa…

—Bueno… depende. Todos los billetes nos llegan en paquetes de cien, tanto los de un dólar como los de cien. Un paquete de los de cien impresiona bastante, la verdad.

Sherman apoyó su attache sobre el mostrador de mármol junto a la ventanilla, lo abrió, tomó el ladrillo de papel que le ofrecía la cajera, lo guardó en la cartera, la cerró, y volvió a mirar a la joven. Esa chica lo sabía, ¡desde luego! Sabía que tenía algo sórdido entre manos si se veía obligado a sacar una cantidad tan enorme en metálico. ¡Por fuerza!

De hecho, el rostro de la joven cajera no traicionó aprobación ni censura. La chica le sonrió, cortésmente, para demostrarle su buena volunrad…, y una oleada de miedo golpeó a Sherman de pies a cabeza. ¡Buena voluntad! ¿Qué pensaría en cambio ella, o cualquier otro negro, mañana, al ver el rostro de Sherman McCoy…?

¿Qué pensarán mañana todos ellos del hombre que atropello a un buen estudiante negro y le dejó abandonado en la calzada, un chico que ahora está a punto de morir?

Cuando bajaba por Nassau hacia Wall Street, camino de Dunning Sponget & Leach, sufrió un ataque de angustia financiera. Tras haber retirado aquellos 10.000 dólares, su cuenta bancaria había quedado prácticamente a cero. Tenía alrededor de 16.000 dólares más en una de las llamadas cuentas de ahorro, que en cualquier momento podían ser transferidos a la otra cuenta. Era un dinero que Sherman guardaba a mano para… gastos adicionales… toda la larga serie de facturas que le llegaban todos los meses… que seguirían llegándole… ¡todos los meses! ¿Y ahora, qué? Pronto se vería obligado a invadir su capital… y su capital era bastante reducido. Mejor sería dejar de pensar en todo eso. Tenía que pensar en su padre. Dentro de cinco minutos estaría ante él… No podía ni imaginárselo. Y eso no sería nada en comparación con el momento de contárselo a Judy y a Campbell.

Al entrar en el despacho de su padre, éste se levantó de su silla situada al otro lado del escritorio… pero los ojos envenenados de Sherman se fijaron en otra cosa… lo más triste de todo… Justo frente a la ventana del despacho de su padre, en la ventana de un nuevo edificio de aluminio y cristal situado en la otra acera, una mujer joven, blanca, miraba hacia abajo mientras se metía en la oreja, por el canal que separa el trago del antitrago, un palito con la punta de algodón… una mujer muy fea de pelo espeso y rizado, que miraba la calle mientras se limpiaba las orejas… Qué tristísimo… La calle era tan estrecha que Sherman tuvo la sensación de que podía dar unos golpecitos en el cristal de la habitación en la que estaba ella… Aquel nuevo edificio dejaba en perpetua penumbra el caserón que albergaba el despacho de su padre. Tenían que dejar encendida la luz a todas horas. En Dunning Sponget & Leach no se obligaba a los antiguos socios, como John Campbell McCoy, a que se retirasen, pero se suponía que ninguno de ellos trataría de interferir en la marcha del bufete. O sea, que todos ellos abandonarían los despachos más grandes y con mejor panorámica, y se los dejarían a los socios de mediana edad que se encontraban en pleno ascenso profesional, abogados cuarentones y cincuentones, hinchados todavía de ambición y visiones de vistas todavía más grandiosas en despachos aún más grandiosos.

—Pasa, Sherman —le dijo su padre… el viejo León… con una sonrisa y también cierta entonación. Seguro que había podido adivinar, en el tono de la voz de Sherman cuando le telefoneó aquella misma mañana, que esta visita no iba a ser corriente. El León… Seguía siendo una figura impresionante gracias a su mentón aristocrático y a su abundante pelo blanco peinado hacia atrás, y su traje inglés, la gruesa cadena de reloj que cruzaba su chaleco. En cambio, su piel parecía delgada y delicada, como si de un momento a otro su pellejo leonino pudiese desmoronarse bajo el magnífico traje de estambre. El León señaló la butaca situada junto a su escritorio, y le dijo, en tono muy agradable:

—El mercado de bonos debe de estar en calma. De repente, parezco ser merecedor de una visita a media jornada.

Una visita a media jornada… Antiguamente, el despacho del viejo León dominaba una magnífica vista del puerto de Nueva York. Qué contento se sentía Sherman de pequeño cuando iba a visitar a papá en su despacho… Desde el momento en que salía del ascensor en el piso dieciocho, él era Su Majestad el Niño. Todo el mundo, desde la chica de la recepción hasta los socios jóvenes e incluso los botones, conocía su nombre y lo entonaba alegremente, como si nada en el mundo pudiera proporcionarles a cada uno de ellos mayor júbilo que ver su carita, provista ya de un incipiente y pronunciado mentón. Todo lo demás parecía interrumpirse en cuanto Su Majestad el Niño era conducido hasta la enorme suite de oficinas presidida por el despacho que el León tenía en una esquina del edificio. Entonces se abría la puerta y, oh maravilla, el sol entraba a raudales desde encima del puerto, que se extendía, como un obsequio especial para Sherman, a sus pies. La estatua de la Libertad, los ferries de Staten Island, los remolcadores, las lanchas patrulla de la policía, los cargueros que se aproximaban por los Narrows, a lo lejos… ¡Qué espectáculo, y todo para él! ¡Qué felicidad!

Varias veces, en aquel glorioso despacho, estuvieron a punto de sostener, padre e hijo, una conversación auténtica. Aun siendo muy jovencito, Sherman notó en algunas ocasiones que su padre hacía esfuerzos por abrir la puerta de la ceremoniosidad y dejarle entrar en otro mundo más íntimo. Pero jamás había llegado a abrirse del todo esa puerta. Ahora, en apenas unos instantes, Sherman ya era un hombre de treinta y ocho años, y no había puerta alguna cerrada a su paso. ¿Cómo explicarle su situación a su padre? Nunca se había atrevido a avergonzar a su padre haciéndole una confesión de debilidad, y mucho menos de degeneración moral y de la más abyecta vulnerabilidad. Y ahora no le quedaba otro remedio que hacérsela.

—Bien, ¿cómo van las cosas en Pierce & Pierce?

Sherman rió sin alegría.

—No lo sé. De momento, van… sin mí. Es todo lo que sé.

—¿Vas a dejarles? —dijo su padre, inclinándose hacia adelante.

—En cierto modo. —Aún no sabía cómo exponerlo.

De modo que, a la manera de las personas débiles y que se sienten culpables, optó por soltarlo directamente y formular una torpe petición de solidaridad, tal como hiciera poco antes ante Lopwitz.

—Papá, mañana por la mañana me van a detener.

Su padre le miró de hito en hito durante lo que a Sherman le pareció una eternidad. Luego abrió los labios, volvió a cerrarlos, soltó un breve suspiro, como si se negara a utilizar las reacciones corrientes, la sorpresa, la incredulidad, ante el anuncio de un desastre. Lo que dijo finalmente, aun siendo muy lógico, desconcertó a Sherman.

—¿Quién va a detenerte?

—La… policía. La policía de Nueva York.

—¿De qué se te acusa? —Tanto desconcierto y tanto dolor en su rostro. Sí, le había dejado pasmado, incapaz, seguramente, de enfurecerse… Qué estrategia tan despreciable la que había utilizado…

—De imprudencia temeraria, denegación de auxilio, y de no haber informado del accidente a las autoridades.

—Un accidente… —dijo su padre, como si hablara consigo mismo—. ¿Y dices que van a detenerte mañana?

Sherman asintió con la cabeza e inició el relato de su sórdida historia, tratando mientras de estudiar el rostro de su padre y notando, con tanto alivio como culpa, que seguía permaneciendo pasmado. Sherman trató el asunto de Maria con delicadeza victoriana. Que casi no la conocía. Que la había visto sólo tres o cuatro veces, en situaciones inocuas. Que, por supuesto, jamás debería haber coqueteado con ella. Coqueteado.

—¿Quién es esa mujer, Sherman?

—Está casada con un tal Arthur Ruskin.

—Ah. Me parece que sé quién es. Judío, ¿no?

¿Y qué coño importa que lo sea?

—Sí.

—Y ella… ¿quién es?

—Es de algún lugar de Carolina del Sur.

—¿Cuál era su apellido de soltera?

¿Su apellido de soltera?

—Dean. No creo que se trate de una Gran Dama perteneciente a una Buena Familia del Sur, papá.

Cuando llegó a la primera aparición de la noticia en la prensa, Sherman comprendió que su padre prefería no conocer ninguno más de aquellos sórdidos detalles. Volvió a interrumpir su relato.

—¿Quién te representa, Sherman? Imagino que tienes abogado

—Sí. Thomas Killian.

—Jamás había oído hablar de él. ¿Quién es? Con el alma encogida:

—Trabaja en el bufete Dershkin, Bellavita, Fishbein y Schiossel.

Al León le temblaron las aletas de la nariz, y se le tensaron los músculos de la mandíbula, como si estuviese haciendo un esfuerzo por no vomitar.

—¿Y cómo diablos les has localizado?

—Son criminalistas. Me los recomendó Freddy Button.

—¿Freddy? ¿Has permitido que Freddy…? —Se puso a sacudir la cabeza con incredulidad. No encontraba las palabras.

—¡Es mi abogado!

—Ya lo sé, Sherman, pero Freddy… —El León desvió la vista hacia la puerta y bajó la voz—. Freddy es una magnífica persona, Sherman, ¡pero este asunto es muy grave!

—Fuiste tú mismo, papá, quien me remitió a Freddy, hace ya bastante tiempo.

—¡Lo sé! ¡Pero no para asuntos importantes! —Siguió sacudiendo la cabeza un poco más. Pasmo y más pasmo.

—Bien, sea como fuere, el abogado que me representa se llama Thomas Killian.

—Ah, Sherman. —Un tremendo cansancio. La situación parece irremediable—. Ojalá hubieses acudido a mí en cuanto ocurrió lo que me has contado. Ahora, estando las cosas tan avanzadas… En fin, ahí es donde estamos. Tratemos de avanzar a partir de esta situación. De una cosa estoy absolutamente convencido. Tienes que encontrar el mejor abogado. Un abogado en el que puedas confiar plenamente, porque vas a poner muchas cosas en sus manos. No se puede ir al primero… Telefonearé a Chester Whitman y a Ed LaPrade, y les sondearé.

¿Chester Whitman y Ed LaPrade? Dos viejos jueces federales que, si no se habían retirado ya, estaban a punto de jubilarse. Era tan remota la posibilidad de que alguno de ellos supiese algo sobre las maquinaciones de un fiscal del Bronx o de un agitador de Harlem… Y de repente Sherman se entristeció, no tanto porque sintiera pena de sí mismo como porque se la inspiraba aquel anciano con el que estaba hablando, al que veía aferrarse a ciertas relaciones que sin duda fueron importantísimas allá por los años cincuenta, o sesenta…

—¿Miss Needleman? —El León ya estaba hablando por teléfono—. ¿Quiere llamar al juez Chester Whitman, por favor? ¿Cómo…? Ah, ya comprendo. Bien, pues cuando lo termine.

Colgó. Como antiguo socio del bufete, ya no tenía secretaria propia. Tenía que compartirla con otra media docena de abogados, y, evidentemente, Miss Needleman no brincaba de su asiento en cuanto oía la voz del León. Mientras esperaba, el León miró por su única ventana, frunció los labios, y adoptó una expresión que hacía resaltar su vejez.

Y en ese momento Sherman llevó a cabo un horrible descubrimiento, el mismo que todos los hombres, tarde o temprano, hacen en relación con su respectivo padre. Por vez primera comprendió que el anciano que tenía junto a él no era un padre envejecido sino un muchacho, un muchacho muy parecido al que había sido él mismo, un muchacho que creció, tuvo un hijo y, lo mejor que pudo, obedeciendo a su sentido del deber y también, quizás, por amor, adoptó un papel consistente en Ser Padre, a fin de que su hijo tuviera una figura mítica e infinitamente importante a su lado: la figura del Protector encargado de impedir que se destapara la caja que contenía todas las posibilidades de caos y desastre que la vida podía traer consigo. Y, ahora, ese muchacho, ese buen actor, se había hecho viejo, frágil, se había convertido en un ser cansado, mucho más cansado que nunca ante la perspectiva de tener que ponerse otra vez su armadura de Protector, cuando sus hombros ya no tenían fuerzas para cargar con ella.

El León volvió de nuevo la mirada hacia él y sonrió con, según le pareció a Sherman, cierto amable embarazo.

—Sherman —le dijo—, prométeme una cosa. No te desanimes en ningún momento. Ojalá hubieses venido a verme antes, pero eso ya no importa. Tendrás todo mi apoyo, y tendrás también el de tu madre. Haremos por ti todo lo que esté a nuestro alcance, te lo aseguro.

Por un instante Sherman creyó que su padre le hablaba de dinero. Pensándolo bien, sin embargo, supo que no era así. Para el criterio del resto del mundo, del mundo de fuera de Nueva York, sus padres eran ricos. De hecho, tenían lo suficiente como para mantener la casa de la calle Setenta y tres y la casa de Long Island, más asistenta en ambas casas algún día a la semana, más los gastos gracias a los cuales podrían seguir manteniendo ese mismo nivel de vida hasta el fin de sus días. Pero meterle mano a su capital sería como cortar una vena. No podía hacerle eso al hombre de cabello blanco que estaba sentado ante él en aquel diminuto despacho. Por otro lado, ni siquiera sabía con seguridad si era eso lo que le estaban ofreciendo.

—¿Y Judy? —preguntó su padre.

—¿Judy?

—¿Cómo se lo ha tomado ella?

—Aún no sabe nada.

—¿Que no lo sabe?

—Nada de nada.

Hasta el último vestigio de expresión quedó borrado del rostro de aquel viejo muchacho encanecido.

Cuando Sherman le pidió a Judy que entrara con él en la biblioteca, estaba completamente decidido a serle del todo honesto. Pero en cuanto abrió los labios tomó conciencia de su otro yo, secreto y torpe: su yo hipócrita. Fue el hipócrita quien adoptó aquel portentoso timbre de barítono, y quien le señaló a Judy la butaca de orejeras con la misma actitud que podría haber adoptado el director de una empresa de pompas fúnebres, y quien cerró la puerta de la biblioteca con lúgubre determinación para después volverse y apretar las cejas en un gesto ceñudo que debía servir para que Judy, antes incluso de haber oído la primera frase, supiese que la situación era grave.

El hipócrita no fue a sentarse a su escritorio —habría sido una situación demasiado empresarial— sino en la silla de brazos. Después de hacerlo le dijo:

—Judy, quiero que trates de dominarte…

—Si piensas contarme lo de tu… comolallames, no te tomes la molestia. No sabes lo poquísimo que me interesa.

—¿Mi… qué? —Desconcertado.

—Tu… amante… si es que se trata de eso. No quiero ni oír hablar de ella.

Sherman se quedó mirándola con los labios ligeramente entreabiertos mientras rebuscaba en su mente algo que decir: «Eso sólo es parte de lo que he de decirte…» «Si sólo fuera eso…» «Lo siento, pero tendrás que oírlo…» «Hay bastante más que eso…» Frases, todas ellas, chatas, cobardes. De modo que recurrió otra vez al método de la bomba. Dejó caer la bomba sobre ella.

—Judy, mañana por la mañana van a detenerme.

Fue suficiente para derrumbarla. Para borrar la expresión condescendiente de su rostro. Se le hundieron los hombros. No era más que una mujercita pequeña en una silla muy grande.

¿Detenerte?

—¿Recuerdas ese día de los dos inspectores, los que vinieron a casa? ¿Recuerdas aquello que pasó en el Bronx?

—¿Fuiste tú?

—Lo fui.

—¡No me lo puedo creer!

—Por desgracia, es cierto. Fui yo.

Judy estaba pasmada, asustada. Sherman volvió a sentirse un simple ser barato y culpable. De nuevo, las dimensiones de su catástrofe alcanzaban el terreno moral.

Comenzó a contar lo ocurrido. Hasta que se puso a pronunciar las primeras palabras, había tenido intención de decirle toda la verdad respecto a lo de Maria. Pero… ¿para qué serviría? ¿Por qué razón devastar del todo la vida de su mujer? ¿Por qué mostrarle lo absolutamente detestable que era su marido? De modo que le dijo que no había sido más que un simple coqueteo. Que sólo hacía tres semanas que la conocía.

—Me había comprometido a recogerla en el aeropuerto. De repente me encontré con que le había dado mi palabra. Probablemente, no sé… ni me di cuenta de lo que le decía… no pretendo engañarte ni engañarme, Judy… pero, te lo juro, ni siquiera la he besado una sola vez, ni, por supuesto, jamás hemos sido amantes. Pero ocurrió eso tan absolutamente increíble, esa pesadilla, y no he vuelto a verla, sólo esa noche en la que me sentaron al lado de ella, en la cena de los Bavardage. Te lo juro, Judy, no éramos amantes.

Sherman estudió el rostro de su mujer para ver si le creía. Era la pura inexpresividad. Estaba atónita. Sherman prosiguió.

—Ya sé que habría tenido que decírtelo en cuanto ocurrió. Pero se añadía a esa estúpida llamada telefónica… Y temí que creyeses que me había liado con ella, lo cual no era cierto. Judy, la he visto sólo cinco veces en toda mi vida, siempre en público. En fin, incluso ir al aeropuerto para recoger a alguien es una situación pública…

Se interrumpió y trató otra vez de estudiar la reacción de Judy. Nada. Su silencio le resultó apabullante. Se sintió obligado a pronunciar todas las palabras que estaba echando en falta.

Siguió contándole lo de las noticias aparecidas en la prensa, los problemas que había tenido en el trabajo, su consulta a Freddy Button, lo de Thomas Killian, lo de Gene Lopwitz. Mientras iba hablando con entonación monótona sobre una cosa, sus pensamientos corrían lanzados hacia la siguiente. ¿Debía hablarle de la conversación con su padre? De este modo contaría con la simpatía de Judy, porque ella comprendería cuánto dolor le había causado hablar de aquello con el León. ¡No! Seguramente se enfadaría por haberse enterado después de su padre… Pero, antes de llegar a ese momento, Sherman comprendió que Judy ya no estaba escuchándole. En su rostro había aparecido una expresión curiosa, casi ensoñada. Luego se puso a reír. El único sonido fue el clac clac clac de su garganta.

Escandalizado, ofendido:

—¿Te parece gracioso?

—Me río de mí misma. —Dicho con una sonrisa levísima—. Me he pasado todo el fin de semana fastidiada, pensando en que te habías comportado como un ganso en casa de los Bavardage… Temía que eso echara a perder mis posibilidades de llegar a convertirme en presidenta de la campaña de fondos para el museo…

A pesar de todo, a Sherman le dolió saber que en casa de los Bavardage se había comportado como un ganso.

—¿No te parece divertido? —dijo Judy—. ¿No es gracioso que estuviera preocupada por lo de la presidencia…?

—Siento —su voz era apenas un siseo— ser un obstáculo para tus ambiciones sociales.

—Sherman. Escúchame tú a mí un momento. —Lo dijo con una amabilidad y una calma tan maternales que a Sherman le pareció estar viviendo un sueño—. No estoy reaccionando como una buena esposa, lo admito. Me gustaría poder hacerlo. Pero ¿cómo? Quiero ofrecerte mi amor, o, si no es mi amor, mi… ¿qué…?, mi simpatía, mi solidaridad, mi consuelo. Pero no puedo. No puedo ni fingirlo. No has permitido que estuviera a tu lado. ¿Entiendes lo que digo? No me has permitido estar a tu lado. Me has engañado, Sherman. ¿Sabes qué significa engañar a alguien?

Esto último lo dijo con la misma calma maternal que todo lo demás.

—¿Engañarte? Santo Dios, fue un simple coqueteo, si es que fue algo. Mirar a alguien… en plan seductor… en fin, tú podrás decir que eso es engañarte, pero yo no.

Judy volvió a mostrar una sonrisa muy ancha y, sacudiendo la cabeza con incredulidad, le dijo:

—Sherman, Sherman, Sherman.

—Te juro que es la verdad.

—Mira, no sé qué hiciste con Maria Ruskin, ni me importa. Sencillamente, no me importa. Eso es lo que menos cuenta de todo, aunque tú no lo entiendas. —¿De todo?

—De todo lo que me has hecho a mí. Y no sólo a mí, también a Campbell.

—¡Campbell!

A tu familia. Somos una familia. Eso que ocurrió hace dos semanas, eso que nos afecta a todos, lo has mantenido en secreto. Me lo ocultaste. Estuviste junto a mí, en esta misma habitación, viendo la manifestación, la noticia, y no dijiste ni palabra. Y luego vino a casa la policía, ¡la policía! ¡A casa! Incluso te pregunté por qué estabas de aquel modo, y fingiste que era una simple casualidad. Y luego… esa misma noche… estuviste sentado al lado de tu… tu amiga… tu cómplice… tu compinche… Ya me dirás cómo quieres que la llame… y seguiste sin decir nada. Permitiste que yo siguiera pensando que no pasaba nada. Permitiste que siguiera alimentando mis sueños disparatados, y permitiste que Campbell siguiera teniendo sus sueños infantiles, que creyese que era una niña normal que vivía en una familia normal, que jugaba con sus amiguitas, que hacía sus conejitos y sus tortugas y sus pingüinos. La noche en la que el mundo entero se enteró de tu aventura, Campbell te enseñaba un conejo de barro que había hecho ella sola. ¿No te acuerdas de este detalle? ¿No te acuerdas? ¡Y tú te limitaste a mirarla y a decirle todo lo que tenías que decirle! Y ahora… ahora vuelves a casa —de repente se le habían llenado los ojos de lágrimas— y me dices… que… mañana… por… la… mañana… van… a… detenerte…

Ella se enderezó en su asiento y alzó las manos en un ademán delicado, sin mucha confianza.

—No te acerques —le dijo sin alzar la voz—. Escucha lo que tengo que decirte. —Las lágrimas resbalaban por sus mejillas—. Intentaré ayudarte, e intentaré también ayudar a Campbell, por todos los medios que estén a mi alcance. Pero no puedo darte mi amor ni puedo tampoco darte mi afecto. No soy tan buena actriz como para hacerlo. Ojalá lo fuese, porque, Sherman, vas a necesitarlo. Vas a necesitar mucho amor y mucho afecto.

—¿No puedes perdonarme? —dijo Sherman.

—Imagino que podría hacerlo —dijo ella—. Pero ¿qué cambiaría?

Sherman no supo qué contestarle.

Habló con Campbell en el dormitorio de la pequeña. Entrar en aquel cuarto fue suficiente para romperle el corazón. Campbell estaba sentada a su mesa (una mesa redonda con 800 dólares de una tela Laura Ashley, un estampado de flores que colgaba hasta el suelo, y con un cristal biselado de 280 dólares en su superficie), aunque habría más bien que decir que Campbell se encontraba medio sentada sobre esa mesa, con la cabeza cerca del cristal, en actitud de concentración intensísima, escribiendo letras con un gran lápiz rosado. Era la habitación perfecta para una niña de su edad. Muñecas y animales de peluche colgaban por todas partes. Los había en las estanterías esmaltadas de blanco con serpenteantes columnitas, y también en el par de sillas de boudoir en miniatura (más tapicería a flores de Laura Ashley). Colgaban de la cabecera de la cama, estilo chippendale, con adornos de lacitos, y de los pies, y estaban asimismo esparcidos por encima del cuidadosamente dispuesto montón de almohadones de encaje, y en las dos mesillas de noche, ambas redondas y ambas cubiertas hasta el suelo con otra fortuna de tejidos carísimos. Sherman no había regateado jamás ni un centavo de las fabulosas sumas de dinero que habían sido invertidas por Judy en esta habitación, ni tampoco lo hizo ahora. Tenía el corazón lacerado por la idea de que, en este momento, tenía que encontrar las palabras adecuadas para explicarle a Campbell que el mundo de ensueño de esta habitación se había terminado, con muchísimos años de adelanto sobre lo previsto.

—Hola, cariño, ¿qué haces?

Sin alzar la vista:

—Estoy escribiendo un libro.

—¡Escribiendo un libro! Me parece maravilloso. ¿De qué trata?

Silencio; sin alzar la vista; concentradísima en el trabajo.

—Cariño mío, quiero hablarte de una cosa, una cosa muy importante.

La niña alzó la vista:

—Papá, ¿puedes hacer un libro?

¿Hacer un libro?

—¿Hacer un libro? ¿Qué quieres decir exactamente?

—¡Hacer un libro! —Un tanto exasperada por la torpeza de papá.

—¿Quieres decir… hacerlo, fabricarlo? No, los fabrican en las imprentas.

—MacKenzie está haciendo un libro. Le ayuda su papá. Yo también quiero hacer un libro.

Garland Reed y sus malditos libracos. Sorteando la dificultad:

—Bueno, para eso hace falta escribirlo.

—¡Ya lo he escrito! —Con una sonrisa anchísima. Y señaló la hoja de papel que tenía sobre la mesa.

—¿Lo has escrito tú?

—¡Sí! ¿Me ayudarás a hacer un libro?

Desesperada, tristemente:

—Lo intentaré.

—¿Quieres leerlo?

—Campbell, tengo que contarte una cosa muy importante. Quiero que escuches muy atentamente lo que voy a decirte.

—¿Quieres leerlo?

—Campbell… —Un suspiro; impotente ante la determinación de su hija—. Sí, me encantaría leerlo.

—No es muy largo. —Dicho con modestia. Cogió varias hojas y se las dio a Sherman.

Escrito con letra grande, cuidada:

EL KOALA

por Campbell McCoy

Había una vez un koala. Se llamaba Kelly. Vivía en los bosques. Kelly tenía muchos amigos. Un día alguien fue de excursión y se comió su comida.

Kelly estaba muy triste. Quería ver la ciudad. Kelly fue a la ciudad. También quería ver edificios. Cuando estaba a punto de coger un tirador para abrir una puerta, pasó corriendo un perro. Pero no mordió a Kelly. Kelly saltó a una ventana. Y apretó la alarma por equivocación. Entonces pasaron corriendo los coches de la policía. Kelly consiguió escapar.

Alguien cazó a Kelly y se lo llevó al zoo. Ahora a Kelly le gusta mucho el zoo.

Sherman tuvo la sensación de que la cabeza le hervía. ¡El cuento trataba de él! Durante un instante se preguntó si, de alguna inexplicable forma, la niña había adivinado… captado las siniestras ondas que él emitía… quizá aquello flotaba en la casa… Y apretó la alarma por equivocación. ¡Entonces pasaron corriendo los coches de la policía…! Parecía imposible, ¡pero ahí estaba su historia!

—¿Te ha gustado?

—Sí, hum… Yo…

—¡Papá! ¿Te ha gustado?

—Me ha parecido precioso, Campbell. Tienes muchísimo ingenio… Pocas niñas de tu edad serían… poquísimas… ¡Es maravilloso…!

—¿Querrás ahora ayudarme a hacer el libro?

—Pues… Hay una cosa que quería decirte, Campbell. ¿Vale?

—Vale. ¿Te ha gustado de verdad?

—Sí, Campbell. Me ha parecido maravilloso. Y ahora quiero que me escuches bien. ¿Vale? Mira, Campbell, tú ya sabes que la gente no siempre dice la verdad sobre la otra gente.

—¿La verdad?

—A veces la gente dice cosas feas de los demás, cosas que no son verdad.

—¿Cuáles?

—A veces la gente dice cosas feas de los demás, cosas que no debería decir, cosas que hacen que los demás se sientan horriblemente mal. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Papá, ¿te parece que tendría que hacer un dibujo de Kelly para el libro?

¿Kelly?

—Haz el favor de escucharme, Campbell. Es muy importante.

—Vaaaaleee. —Un suspiro de agotamiento.

—¿Recuerdas que una vez MacKenzie dijo de ti una cosa fea, una cosa que no era verdad?

—¿MacKenzie?

Por fin había captado su atención.

—Sí, acuérdate… Dijo que tú… —Por mucho que se esforzase, no lograba recordar lo que había dicho MacKenzie—. Me parece que dijo que tú no eras amiga suya.

—MacKenzie es mi mejor amiga, y yo soy su mejor amiga.

—Ya lo sé. Ahí está la cuestión. Porque resulta que ella dijo una cosa que no era verdad. No quería decirlo, pero lo dijo, y a veces la gente hace estas cosas. Dicen cosas que le hacen daño a otro, y a lo mejor no quieren hacerle daño, pero lo hacen, y entonces a la otra persona le duele, y eso es una cosa que no se debe hacer.

—¿Cuál?

—No ocurre sólo entre los niños. —Sin detenerse a dar explicaciones—. También ocurre a veces entre los mayores. Los mayores también hacen cosas feas a veces. De hecho, pueden hacer cosas feísimas. Bien. Campbell, quiero que me escuches atentamente. Hay algunas personas que dicen de mí cosas feísimas, cosas que no son verdad.

—¿Sí?

—Sí. Dicen que atropellé a un chico con el coche, y que le dejé muy malherido. Mírame, Campbell, por favor. Bien. Eso es mentira. Yo no hice nada de eso, pero hay gente mala que dice que sí, que lo hice, y es posible que oigas a alguien que lo dice. Pues bien, lo que tienes que saber es que no es verdad. Aunque ellos digan que es verdad, tú sabes que no lo es.

—¿Y por qué no les dices tú que no es verdad?

—Lo haré, pero es posible que esa gente no quiera creerme. Hay gente mala que prefiere creer cosas feas de la otra gente.

—Pero ¿por qué no les dices tú que se equivocan?

—Lo haré. Pero esa gente mala sacará esas cosas feas en los periódicos y en la televisión, y los demás les van a creer, porque lo leerán en los periódicos y lo verán en la tele. Pero no es verdad. Y no me importa lo que ellos piensen, pero sí me importa mucho lo que pienses tú, porque te quiero mucho, Campbell, te quiero muchísimo, y quiero que sepas que tu papá es una persona buena que no hizo lo que esa gente dice que hizo.

—¿Saldrás en el periódico? ¿Saldrás en la tele?

—Me temo que sí, Campbell. Probablemente mañana. Y quizá tus amiguitos del colegio te lo comenten. Pero no debes prestarles ninguna atención porque tú sabes que lo que saldrá en los periódicos y en la tele no es verdad.

—¿Eso quiere decir que vas a ser famoso?

—¿Famoso?

—¿Saldrás en la historia, papá? ¿La historia?

—No. No voy a salir en la historia, Campbell. Pero van a mancharme, insultarme, arrastrarme por el barro.

Sherman sabía que la niña no podía entender ni palabra de lo que estaba diciéndole. Pero le salió la frase así, como consecuencia de la frustración que estaba produciéndole el tener que explicar los métodos de la prensa a una niña de seis años.

Pero sí hubo algo en la expresión del rostro de Sherman que la niña entendió perfectamente. Y, con tremenda seriedad y ternura, mirándole a los ojos, le dijo:

—No te preocupes, papá. Yo te quiero.

—Campbell…

Sherman la tomó en sus brazos, y sepultó la cabeza en los hombros de la niña para que ella no pudiese ver las lágrimas.

Había una vez un koala y una preciosa habitacioncita en la que vivían unos seres dulces y suaves que dormían el sueño confiado de los inocentes, pero ahora todo eso había desaparecido.