Gene Lopwitz no recibía a las visitas sentado a su escritorio. Las instalaba en un grupo de enormes butacones con orejeras de estilo chippendale inglés, con mesitas bajas de estilo chippendale irlandés, frente a la chimenea. Ese amontonamiento de muebles chippendale, al igual que otros amontonamientos similares de muebles esparcidos por aquella enorme estancia, eran productos del cerebro de Ronald Vine, el famoso decorador. Pero la chimenea era idea de Lopwitz. Era una chimenea que funcionaba. Los botones de la sala de bonos, que tenían aspecto de guardias jurados de banco recién jubilados, podían encender en ella un auténtico fuego con troncos, hecho que, cuando corrió la voz, provocó varias semanas de chistes burlones por parte de los escépticos de la casa, gente como Rawlie Thorpe.
Debido a que las oficinas se encontraban en un edificio moderno, nadie había calculado la posibilidad de tener que disponer salidas de humo para chimeneas. Pero Lopwitz, tras un año de éxitos acumulados, decidió instalar en su oficina una chimenea de verdad, con una repisa de madera tallada. ¿Por qué? Porque Lord Upland, el dueño del Daily Courier de Londres, tenía una chimenea así en su despacho personal. Este austero aristócrata había invitado a comer a Lopwitz en su suite de oficinas situada en un gran y antiguo edificio de ladrillo visto situado en pleno Fleet Street, con la esperanza de que Pierce & Pierce colocase entre los yanquis un buen paquete de acciones del Daily Courier. Lopwitz jamás volvió a olvidar que un mayordomo se les acercó de vez en cuando para echar otro tronco al cálido y crepitante fuego que estuvo ardiendo en la chimenea. Era tan… ¿cómo decirlo…?, tan señorial, tan aristocrático. Lopwitz se sintió como un muchacho afortunado que ha sido invitado a casa de un gran hombre.
El hogar. Esa era la clave. Los británicos, con su profundo instinto clasista, habían comprendido que la persona que se encontraba en la cúspide de un negocio no debía tener una oficina corriente, porque eso daba la impresión de que esa persona sólo era una pieza intercambiable de un mecanismo inmenso. No, había que disponer de unas oficinas que tuviesen el mismo aspecto que la casa de un noble, unas oficinas que dijesen: «Soy yo, personalmente, el señor, el creador, el amo de esta gran organización.» Lopwitz salió victorioso de una tremenda pelea con los propietarios de aquella torre de oficinas y con sus administradores, y también con el departamento de Urbanismo del ayuntamiento, y con el Cuerpo de Bomberos, y la construcción de la chimenea le había costado nada menos que 350.000 dólares, pero al final logró salirse con la suya. De modo que, ahora, Sherman McCoy se quedó mirando pensativo aquel señorial y aristocrático hogar, cincuenta pisos por encima de la calzada de Wall Street, no lejos de la sala de bonos de Pierce & Pierce. Pero el fuego no estaba encendido. Hacía mucho tiempo que no se había encendido el fuego en aquella chimenea.
Sherman se notaba el temblor eléctrico de la taquicardia en el pecho. Él y Lopwitz estaban sentados en los monstruos chippendale. Lopwitz no servía para las conversaciones preparatorias, ni siquiera en las situaciones más favorables, y esta pequeña reunión iba a ser especialmente sombría. La chimenea… las pulgas… Joder… Bueno, cualquier cosa antes que parecer un perro apaleado. De modo que Sherman se enderezó en la butaca, alzó su imponente mentón, e incluso se las arregló para mirar de arriba abajo al señor y amo de aquella gran empresa.
—Sherman —dijo Gene Lopwitz—, no voy a andarme por las ramas contigo. Te respeto demasiado para hacerte una cosa así.
¡El temblor eléctrico en su pecho! La cabeza de Sherman funcionaba tan aceleradamente como su pecho, y de repente se encontró preguntándose, sin saber por qué, si Lopwitz sabía cuál era el origen de la expresión andarse por las ramas. Probablemenre no lo supiera.
—El viernes pasado tuve una larga conversación con Arnold —estaba diciéndole Lopwitz—. Bien. Lo que voy a decirte… Pero quiero que una cosa quede absolutamente clara, no es el dinero, la cantidad que hayamos perdido, lo que me importa. —Esta expedición hacia el terreno psicológico hizo que las ya de por sí hundidas mejillas de Lopwitz adquiriesen unos complicados plegamientos de perplejidad. Era un fanático del jogging (de la raza de las 5 de la madrugada). Poseía ese aspecto chupado y atlético de los que cada día miran de frente las huesudas facciones del gran dios Aeróbico.
Se puso a hablar de Oscar Suder y los bonos de United Fragance, y Sherman comprendió que debía prestar mucha atención. Los bonos de United Fragance… Oscar Suder… pero él sólo pensaba en el City Light, ¿Qué significaba aquello de «está próxima una revelación sensacional en torno al caso de Henry Lamb»? El texto, firmado por el mismo Fallow, era desconcertantemente vago, excepto cuando decía que la «revelación» había sido disparada por la noticia del City Light sobre la matrícula del coche. ¡Disparada! Esa era la clase de lenguaje que utilizaba la prensa. No sabía cómo, pero era esa palabra la que había provocado la taquicardia cuando se encontraba encerrado en el lavabo. Ninguno de los demás periódicos decía nada al respecto.
Lopwitz se había puesto a hablar del despiste que tuvo Sherman el día en que salió la gran emisión de bonos. Sherman veía perfectamente las regordetas manos de Freddy Button aleteando en torno a la pitillera. Gene Lopwitz seguía moviendo los labios. El teléfono de la mesita chippendale situada junto a la butaca de Lopwitz comenzó a sonar con un discreto zumbidillo. Lopwitz descolgó y dijo:
—Sí… Bien, de acuerdo. ¿Está todavía al teléfono?
Inexplicablemente, Lopwitz dirigió una sonrisa resplandeciente a Sherman y le dijo:
—Un segundo nada más. Le he dejado a Bobby Shaflett mi avión para que pudiera llegar a tiempo. Tenía una cita en Vancouver. Ahora están volando sobre Wisconsin, o Dakota del Sur o no sé dónde.
Lopwitz bajó la vista, se hundió en la butaca, y sonrió emocionado ante la perspectiva de hablar con el Campesino de Oro, cuyo famoso volumen mantecoso y cuya famosa voz de tenor se encontraban ahora en el jet privado de Lopwitz, con sus ocho asientos y su motor Rolls Royce. Estrictamente hablando, el jet era de Pierce & Pierce, pero desde todos los puntos de vista prácticos era de Lopwitz, un avión personal, aristocráticamente suyo. Lopwitz bajó la cabeza, y una increíble animación brilló en su cara en cuanto empezó a hablar:
—¿Bobby? ¿Bobby? ¿Me oyes…? ¿Qué tal? ¿Cómo van las cosas? ¿Te tratan bien ahí arriba…? ¿Cómo…? ¿Oiga, oiga…? ¿Bobby? ¿Sigues ahí? ¿Oiga? ¿Me oyes, Bobby?
Sin soltar el teléfono, Lopwitz miró a Sherman con el ceño muy fruncido, como si acabase de hacer algo peor aún que hundir la operación de los United Fragance, o ausentarse sin autorización de su puesto de ttabajo.
—Mierda —dijo Lopwitz—. Se ha cortado la conexión. —Hizo sonar la tecla de colgar, varias veces—. ¿Miss Bayles…? Se ha cortado la conexión. Mire si puede establecerla de nuevo.
Colgó y puso cara de abatimiento. Había perdido una oportunidad de escuchar al gran artista, a la gran esfera de grasa, dándole las gracias y, por lo tanto, rindiendo homenaje a Lopwitz desde la altura de los cielos, mientras sobrevolaba la gran patria americana.
—Bien, ¿dónde estábamos? —preguntó Lopwitz, tan furioso que Sherman no recordaba haberle visto así en su vida—. Ah, sí, los Giscard. —Lopwitz se puso a menear la cabeza, como si hubiese ocurrido algo verdaderamente horrible, y Sherman trató de reunir fuerzas, porque el desastre de los bonos Giscard era lo más grave de todo. Al instante siguiente, no obstante, Sherman tuvo la extraña sensación de que en realidad Lopwitz meneaba la cabeza sólo por lo del teléfono.
Este volvió a sonar. Lopwitz se abalanzó sobre él.
—¿Sí…? ¿Tiene otra vez el jet…? ¿Cómo…? Bien, póngamelo.
Esta vez Lopwitz miró a Sherman con una expresión de frustración y pasmo, como si Sherman fuera el amigo comprensivo que está a tu lado en el momento preciso.
—Es Ronald Vine. Llama desde Inglaterra. Ha ido a Wiltshire; está buscando unos revestimientos de madera con adornos en forma de pliegues que yo le encargué. Allí nos llevan seis horas de adelanto, así que tengo que atenderle.
Su tono pedía comprensión, solicitaba disculpa. ¿Revestimientos de madera con adornos en forma de pliegues? Sherman fue incapaz de hacer otra cosa que quedarse mirándole boquiabierto. Pero, temeroso al parecer de que Sherman dijera alguna cosa en un instante tan crítico, Lopwitz alzó un dedo y cerró los ojos.
—¿Ronald…? ¿Desde dónde me llamas…? Me lo imaginaba… No, sé perfectamente… ¿Cómo? ¿Qué significa eso de que no te lo quieren vender…?
Lopwitz se sumergió en un acalorada discusión con Ronald Vine, el decorador, en torno a ciertos impedimentos que obstaculizaban la adquisición en Wiltshire de aquellos revestimientos de madera. Sherman miró de nuevo la chimenea… El nerviosismo… Lopwitz había usado el hogar durante dos meses solamente, para no volver a encenderlo nunca más. Un día, cuando estaba sentado a su escritorio, notó una intensa y molestísima comezón en la parte inferior de la nalga izquierda. Se le habían formado unas espantosas ampollas… Picaduras de pulgas… La única explicación plausible era que las pulgas se hubiesen abierto camino hasta el piso cincuenta, hasta la altura de la sala de bonos de Pierce & Pierce, en una carga de leña para el fuego, para luego dedicarse a morderle el trasero al gran señor. Sobre los morillos de latón había dispuestos ahora unos cuantos troncos de cuidadosamente seleccionada leña de New Hampshire, todos y cada uno de ellos escultóricamente perfectos, perfectamente limpios, total y absolutamente antisépticos, y empapados de suficiente insecticida como para dejar todo un platanar completamente vacío de toda criatura movediza, y permanentemente instalados, ya que jamás eran encendidos.
—¿Cómo que no quieren venderlos «comercialmente»…? Ya. He oído muy bien lo que te han dicho, pero saben que los compras para mí, ¿no? ¿A qué viene eso de «comercialmente»…? Unnh-hnnh… Pues mira, diles que para mí son una pandilla de trayf… Ya lo averiguarán ellos. Si lo mío es comercial, ellos son trayf… ¿Que qué quiere decir? Que mejor no tocarlo… Supongo que es lo que ellos llamarían, lisa y llanamente, mierda. No sé si conoces el viejo dicho: «Si miras de cerca, muy de cerca, todo es trayf», y eso incluye también a esos carcomidos aristócratas, Ronald. Diles que por mí ya pueden coger sus revestimientos de madera y metérselos por donde les quepan.
Lopwitz colgó y miró enfurecido a Sherman.
—Bien, Sherman, vamos al grano. —Lo dijo como si Sherman llevase rato esquivándole, perdiendo el tiempo, discutiendo, engañándole y, en general, tratando de volverle loco—. No logro entender qué ha pasado con los Giscard… Permíteme que te haga una pregunta. —Y puso la cabeza de lado, mirándole con una expresión que significaba: «Soy un astuto observador de la naturaleza humana»—. No es que quiera meterme en donde no me llaman, pero ¿tienes problemas familiares, o algo así?
Durante un momento Sherman consideró la posibilidad de apelar, de hombre a hombre, a la compasión de Lopwitz, y revelar, aunque sólo fuese mínimamente, el asunto de su infidelidad conyugal. Pero un sexto sentido le dijo que la exposición de sus «problemas familiares» no haría otra cosa que provocar el desdén de Lopwitz y fomentar su sed de murmuraciones, que parecía considerable. De modo que se limitó a decir que no con la cabeza y sonreír levemente, indicando que aquella pregunta no le había afectado en lo más mínimo.
—No. En absoluto —dijo.
—Bien. ¿Necesitas entonces unas vacaciones?
Sherman no supo qué contestar a eso. Pero empezó a sentirse algo más animado. Como mínimo, no parecía que Lopwitz tuviera intención de despedirle. De hecho, no hizo falta que dijera nada porque el teléfono volvió a sonar. Lopwitz descolgó, con menos precipitación que la vez anterior.
—¿Sí…? ¿Cómo dice, Miss Bayles…? ¿Sherman? —Un tremendo suspiro—. En efecto, está aquí.
Lopwitz dirigió una mirada interrogadora a Sherman:
—Parece que es para ti. —Y le tendió el teléfono.
Extrañísimo. Sherman se puso en pie, tomó el teléfono, y se quedó junto a la butaca de Lopwitz.
—¿Diga?
—¿Mr. McCoy? —Era Miss Bayles, la secretaria de Lopwitz—. Hay un tal Mr. Killian al teléfono. Dice que es «urgentísimo», que tiene que hablar con usted. ¿Quiere que le ponga?
Sherman notó el fuerte impacto de una palpitación en el pecho. Luego su corazón emprendió una taquicardia galopante.
—Sí. Gracias.
—¿Eres Sherman? —dijo una voz. Era la de Killian—. Tengo que hablar contigo.
—Estoy en el despacho de Mr. Lopwitz —dijo Sherman, en tono muy serio.
—Ya lo sé —dijo Killian—. Pero tengo que asegurarme de que no abandonas el edificio antes de que nos veamos. Acabo de recibir una llamada de Bernie Fitzgibbon. Dice que tienen un testigo que puede… identificar a las personas que estuvieron metidas en el accidente. ¿Entiendes por dónde van los tiros?
—Sí… Ya llamaré en cuanto regrese a mi escritorio. —Sin perder la compostura.
—Bien. Estoy en mi bufete, pero tengo que irme a los juzgados. No tardes, ¿eh? Debo comunicarte una cosa muy importante. La fiscalía querrá hablar contigo, oficialmente, mañana. Oficialmente, ¿entendido?
Por el modo en que Killian dijo «oficialmente», Sherman adivinó que era una palabra en clave, por si acaso había alguien de Pierce & Pierce que tenía acceso a la conversación telefónica.
—De acuerdo —dijo Sherman. Sin perder la compostura—. Gracias.
Colgó el teléfono en la mesita estilo chippendale irlandés y volvió a sentarse, mareado, en la buraca.
Lopwitz prosiguió como si no hubiese pasado nada:
—Como te decía, Sherman, el problema no está en que hayas perdido dinero de Pierce & Pierce. No es a eso a lo que me refiero. Lo de los Giscard fue una idea tuya. Estratégicamente estaba muy bien pensado, y se te ocurrió a ti solo. Pero, joder, hombre, te pasaste cuatro meses preparando tu plan, y eres el vendedor número uno de la sala de bonos. De modo que lo malo no está en el dinero que nos has hecho perder, sino que, mira, tú eres nuestro mejor vendedor, siempre has funcionado bien, y de repente nos encontramos con toda esa serie de cosas que he ido mencionándote…
Lopwitz se interrumpió y se quedó mirando fijamente, con asombro, a Sherman, que, sin decir palabra, se había puesto en pie. Sherman sabía qué hacía, y al mismo tiempo carecía de control sobre lo que estaba haciendo. Nadie puede dejar plantado a Gene Lopwitz en mitad de una conversación crítica en la que lo que se discute es su eficacia como vendedor en Pierce & Pierce, y, sin embargo, Sherman era incapaz de seguir sentado allí ni un segundo más.
—Gene —dijo—, tendrás que disculparme un momento. Tengo que irme. —Sherman llegó a oír su propia voz, como si llegase de otra persona—. Lo siento muchísimo, pero tengo que salir.
Lopwitz permaneció sentado y le miró como si se hubiese vuelto loco.
—Es lo de esa llamada —dijo Sherman—. Disculpa.
Comenzó a irse. En la zona periférica de su visión notó que Lopwitz le seguía con la mirada.
En la sala de bonos, la histeria matutina había alcanzado su punto culminante. Mientras avanzaba hacia su mesa, Sherman tuvo la sensación de nadar en pleno delirio.
—…Octubres del noventa y dos a cien…
—¡Te digo que les dejes en pelotas!
Ahhh, las migajas de oro… Qué absurdo le parecía ahora… Cuando ya se había sentado a su mesa, Argüello se le acercó y le dijo:
—Sherman, ¿sabes algo de la de diez millones de Joshua Tree S & L?
Sherman le apartó con un ademán, como el que se utilizaría para apartar del borde de un precipicio o de la proximidad del fuego a alguien que se hubiese acercado más de la cuenta. Mientras pulsaba los números de teléfono de Killian, se fijó en que le temblaba horrorosamente el dedo. Contestó la telefonista, y Sherman vio mentalmente la brutal luminosidad de la sala de espera de aquel viejo edificio de Reade Street. Instantes después Killian se puso al teléfono.
—¿Puedes hablar desde donde estás? —El horrible acento.
—Sí. ¿Qué significa eso de que quieren verme oficialmente?
—Quieren detenerte. Me parece antiético, innecesario y chapucero por su parte, pero van a hacerlo.
—¿Detenerme? —Hizo la pregunta como si no hubiese entendido. Pero el interrogante no era más que una oración lanzada involuntariamente desde su sistema nervioso central, una plegaria pidiendo que no fuera cierto, que no lo hubiese entendido bien.
—Sí. Es escandaloso. Lo que tendrían que hacer en realidad es ir con lo que tienen, sea lo que sea, a un gran jurado, y conseguir allí una acusación, y luego buscar un trato, como de costumbre. Bernie sabe que eso es lo que tendrían que hacer, pero Weiss necesita una detención urgente para quitarse de encima a los sabuesos de la prensa.
A Sherman se le secó la garganta. Sí, iban a detenerle. Lo demás no eran más que palabras.
—¿Detenerme? —Apenas un graznido.
—Ese Weiss es una bestia —dijo Killian—, y se porta con la prensa igual que una puta.
—Detenido… No puede ser. —Por favor, que no sea cierto—. ¿De qué… de qué me acusan?
—Imprudencia temeraria y denegación de auxilio, y también de no haber dado parte del accidente a las autoridades.
—Increíble. —Por favor, que todo esto no sea real—. ¿Imprudencia temeraria? Pero ¿cómo pueden…? ¡Si ni siquiera conducía yo!
—Su testigo dice otra cosa. Según Bernie, el testigo señaló tu foto entre otras muchas.
—¡Pero yo no conducía!
—Sólo digo lo que dice Bernie. Bernie dice que el testigo sabía también el color y el modelo del coche.
Sherman tomó conciencia de su respiración agitada y del estruendo de fondo en la sala de bonos.
—¿Sigues ahí, Sherman? —dijo Killian.
—Sí… —Con la voz ronca—. ¿Y quién es ese testigo?
—No ha querido decírmelo.
—¿Es el otro joven?
—No ha querido decirlo.
—¡Joder! ¿Podría ser Maria?
—No me lo ha dicho, ni piensa decírmelo.
—¿Ha dicho algo de la mujer que iba en el coche?
—No. Se guardarán los detalles en secreto, al menos por ahora. Pero mira, Sherman. Déjame decirte una cosa. No va a ser tan horrible como crees. Bernie me ha dado su palabra. Puedo llevarte hasta allí y ser yo quien te entregue. Será entrar y salir.
¿Entrar y salir? ¿De dónde? Pero lo que Sherman dijo fue:
—¿Entregarme?
—Sí. Porque, si quisieran, podrían haber bajado al centro de la ciudad, detenerte en tu casa y llevarte esposado hasta allí.
—¿Hasta dónde?
—Hasta el Bronx. Pero no será así. Bernie se ha comprometido. Y para cuando le pasen la noticia a la prensa, ya habrás salido, Sherman. Puedes estarles agradecido por el detalle.
La prensa… el Bronx… entregarme… imprudencia temeraria… una simple acumulación de abstracciones, a cuál más grotesca. De repente sintió unos desesperados deseos de visualizar lo que estaba a punto de ocurrir, imaginárselo, fuera lo que fuese, en lugar de no poder hacer otra cosa que sentir cómo aquella fuerza invisible iba estrechando el cerco a su alrededor.
—¿Sigues ahí, Sherman? —dijo Killian.
—Sí.
—Puedes agradecérselo a Bernie Fitzgibbon. ¿Recuerdas lo que te comenté acerca de los contratos? Esto es un trato, un contrato que hemos hecho Bernie y yo.
—Necesito salir de aquí y discutirlo largo y tendido, Killian.
—Justo en este momento he de irme a los juzgados. Voy a llegar tarde. Pero a eso de la una habré terminado. Ven a verme. De todos modos, probablemente necesitarás un par de horas.
Esta vez Sherman supo exactamente a qué se refería Killian.
—Dios mío —dijo en voz afónica—, tengo que hablar con mi mujer. No tiene ni idea de nada de esto. —Hablaba tanto consigo mismo como con Killian—. Y mi hija, mis padres… y Lopwitz… No sé… No sé qué decir. Todo esto es increíble.
—Te sientes como si te faltara el suelo bajo los pies, ¿eh? Natural. Lo más natural del mundo, Sherman, no eres un delincuente. Pero no será tan horrible como te imaginas. Que te detengan ni siquiera significa que tengan base suficiente para llevarte ante el juez. Simplemente significa que creen tener base suficiente para dar un paso en lugar de mantenerse cruzados de brazos. Así que óyeme bien, quiero decirte una cosa. Mejor dicho, voy a decirte otra vez algo que ya te he dicho anteriormente. Ahora vas a tener que contarles a algunas personas lo que ha ocurrido, pero no entres en detalles, entiendes. Tu mujer, por ejemplo… Bueno, lo que le digas a tu mujer es cosa tuya. No puedo darte consejos al respecto. Pero en cuanto a los demás… no entres en detalles. Todo lo que digas podría ser utilizado contra ti.
Una oleada de tristeza, de tremenda tristeza, cayó sobre Sherman. ¿Qué podía decirle a Campbell? ¿Qué versiones le llegarían a través de otra gente? Seis años; inocente; una niña a la que le gustan las flores y los conejos.
—Entendido —dijo en un tono profundamente deprimido. Pobre Campbell. Seguro que todo aquello la aplastaría.
Tras despedirse de Killian, dejó que las letras y números verde diodo se deslizaran ante sus ojos. Sabía, desde un punto de vista lógico, intelectual, que Campbell, su hijita, sería la primera persona en creerle a ciegas, y la última en perder su fe en él, pero no servía de nada tratar de aplicar criterios lógicos e intelectuales en esta situación. Sherman vio el tierno y exquisito rostro de su pequeña.
Su preocupación por Campbell tuvo, al menos, efectos positivos. Sirvió para hacer que olvidara en parte la primera de las difíciles tareas a las que se enfrentaba: ir de nuevo a hablar con Gene Lopwitz.
Cuando llegó de nuevo a la suite de Lopwitz, Miss Bayle le miró con recelo. Era obvio que Lopwitz le había hecho algún comentario acerca de su modo de abandonar, como un chiflado, el despacho. La secretaria le señaló un exagerado sillón francés, y no le quitó el ojo de encima durante los quince minutos que tuvo que esperar hasta que Lopwitz le hizo llamar.
Lopwitz se encontraba en pie cuando Sherman entró en el despacho, y no le ofreció asiento. En lugar de eso, le interceptó a mitad de la grandísima alfombra oriental, como diciendo: «Bien, te dejo entrar otra vez, ya lo ves. Pero no me entretengas mucho.»
Sherman alzó su mentón e intentó dar una apariencia de dignidad. Pero sentía vértigo de sólo pensar en lo que iba a tener que revelar.
—Gene —dijo—, no pretendía dejarte tan bruscamente, pero no he tenido otro temedio. Esa llamada que he recibido mientras hablábamos… Me habías preguntado si tenía problemas. Pues bien, la verdad es que sí. Mañana por la mañana van a detenerme.
Al principio Lopwitz se quedó, simplemente, mirándole. Sherman se fijó en lo arrugados que tenía los párpados.
—Vamos hacia allá —dijo luego Lopwitz. Y le señaló el grupo de butacas con orejeras.
Volvieron a sentarse. Sherman notó un pellizco de resentimiento al notar la mirada de concentradísima atención que brillaba en el obeso rostro de Lopwitz, un rostro de auténtico voyeur. Sherman le explicó lo que la prensa había publicado en relación con el caso Lamb, y luego le contó la visita de los dos inspectores a su casa, aunque omitiendo todos los detalles humillantes.
Mientras hablaba estuvo mirando el arrobamiento de Lopwitz, sintiendo por dentro el mórbido estremecimiento del libertino que despilfarra el dinero ganado honradamente dedicándolo al pecado, y que echa a perder su vida familiar porque es incapaz de resistirse al tirón del vicio. La tentación de decirlo todo, de mostrarse como un verdadero libertino, de hablar de las firmes y fabulosas curvas de Maria Ruskin y del combate en plena selva y de su triunfo contra aquellas dos bestias… la tentación de decirle a Lopwitz que todo lo que había hecho, fuera lo que fuese, lo había hecho por pura virilidad, y que como varón estaba libre de toda culpa; es más, no solamente estaba libre de culpa sino que era todo un héroe… la tentación de demostrar todo aquel drama desnudamente, un drama en el que él no era el malo… fue casi irresistible. Pero logró contenerse.
—El que me ha llamado cuando estaba aquí era mi abogado, Gene, y me ha aconsejado que no entre en detalles de lo ocurrido en este momento, pero sí quiero que sepas una cosa, sobre todo porque ignoro qué dirá la prensa de todo esto. Lo que quiero decirte es que no atropellé a nadie con mi coche, que no conduje con imprudencia temeraria ni hice absolutamente nada de lo que tenga que sentirme culpable. Tengo la conciencia limpia.
En cuanto dijo «conciencia», comprendió que todos los que son culpables hablan de lo limpia que tienen la conciencia.
—¿Quién es tu abogado? —preguntó Lopwitz.
—Se llama Thomas Killian.
—No le conozco. Tendrías que acudir a Roy Branner. No hay ninguno mejor que él en Nueva York. Fabuloso. Si alguna vez me viera metido en un aprieto, recurriría a Roy, seguro. Si quieres que te defienda, le llamaré.
Perplejo, Sherman tuvo que seguir escuchando a Lopwitz, que comenzó a contarle maravillas de Roy Branner, detallándole los casos que había ganado, explicándole cómo le conoció, lo muy íntimos que eran, y que sus respectivas esposas también se conocían y que Roy haría por él, Sherman, auténticas maravillas con la sola condición de que él, Gene Lopwitz, se lo pidiera.
Así pues, eso era lo que le dictaba su instinto a Lopwitz tras haberse enterado de la crisis en la que se había visto metido Sherman: transmitirle informaciones confidenciales, hablarle de lo enterado que estaba de todo, de la cantidad de gente importante que conocía, de la gran influencia que ejercía, como gran señor, sobre un Famoso. Pero también surgió otro instinto, de carácter más práctico. Un instinto disparado por la palabra prensa. Lopwitz le propuso, en un tono que no invitaba precisamente a que se le discutiera el consejo, que Sherman se tomara una temporada de vacaciones hasta el momento en que quedase resuelto este desagradable asunto.
Esta sugerencia, tan sensata, formulada con tanta tranquilidad, provocó en Sherman una alarma de su sistema nervioso. Si se tomaba esas vacaciones, podía —tal vez, no estaba del todo seguro— seguir cobrando su sueldo base, 10.000 dólares al mes, que era menos de la mitad de lo que tendría que seguir pagando mensualmente sólo en concepto de devolución de préstamos. En cambio, dejaría de percibir la parte proporcional de los beneficios obtenidos por el departamento de bonos. Desde un punto de vista práctico, el sueldo sería su único ingreso.
Sonó el refrescante zumbido del teléfono que Lopwitz tenía instalado en su mesita chippendale itlandés. Lopwitz lo descolgó.
—¿Sí…? ¿En serio? —Gran sonrisa—. Fantástico… ¿Oiga…? ¿Bobby? ¿Me oyes? —Miró a Sherman, le dirigió una relajada sonrisa, y articuló con los labios el nombre de su interlocutor telefónico, Bobby Shaflett. Después bajó la vista y se concentró en el aparato. Tenía el rostro arrugado de la más pura euforia—. ¿Dices que va perfecto…? Bien, bien. Óyeme una cosa, si necesitas algo, lo pides y listo. Sí, son buena gente. ¿Sabías que los dos fueron pilotos en Vietnam…? Desde luego… Unos tipos fabulosos. Si quieres una copa o lo que sea, pídeselo. Tengo en el avión un magnífico Armagnac de 1934. Creo que está al fondo de la cabina de pasajeros. Pregúntaselo a Tony, el más bajito. Él sabe dónde lo guardo… Bien, esta noche, cuando regreses. Es fantástico, el mejor Armagnac de todos los tiempos. Cosecha del 34. Suavísimo. Así te relajarás mejor… Así que ¿todo bien…? Fantástico. Bien… ¿Cómo…? De nada, Bobby. Encantado de hacerte un favor, encantado.
Su expresión después de haber colgado difícilmente hubiese podido ser más jubilosa. El más famoso cantante de ópera de toda Norteamérica se encontraba en su avión particular, viajaba en él a Vancouver, con los dos pilotos personales de Lopwitz, aquellos dos veteranos de la guerra de Vietnam, como pilotos y a la vez mayordomos, sirviéndole un Armagnac de hacía más de medio siglo, de los de a más de mil dólares la botella. Y ahora este tipo voluminoso y famoso y fantástico le estaba dando las gracias, desde el cielo de Montana.
Sherman se quedó observando el rostro sonriente de Lopwitz y comenzó a sentir miedo. Lopwitz no se había enfadado con él. Estaba igual que antes, imperturbable. Ni siquiera se había mostrado especialmente sorprendido. No, el destino que pueda correr Sherman McCoy carece de importancia. El estilo de vida a la inglesa de Lopwitz subsistiría igual que siempre por mucho que Sherman McCoy tuviese problemas, y también Pierce & Pierce los aguantaría como si tal cosa. Durante una breve temporada, todo el mundo disfrutaría contando detalles de aquel asunto picante, y, entretanto, las ventas de bonos seguirían siendo tan abundantes como siempre, y el nuevo vendedor número uno —¿Quién? ¿Rawlie? ¿Alguno de los demás?— se presentaría en la sala de conferencias de Pierce & Pierce —el té en el Connaught— y comentaría allí las incidencias de la jornada. En cuanto sonara otra llamada telefónica aire-tierra que le permitiera hablar con otro famoso de mucho volumen, Lopwitz se olvidaría de todo, hasta de quién era Sherman.
—Bobby Shaflett —dijo Lopwitz, como si él y Sherman estuviesen tomando unas copas en espera de la comida—. Estaba sobrevolando Montana, ahora mismo. —Sacudió la cabeza con incredulidad, y sonrió para sí, como diciendo: «Un chico fenomenal.»