19. Fraternidad asnal

El lunes por la mañana, a primerísima hora, Kramer y Bernie Fitzgibbon fueron llamados al despacho de Abe Weiss. También estaba presente Milt Lubell. Kramer vio que su categoría había mejorado notablemente tras aquel glorioso fin de semana. Weiss le tuteaba y se abstenía de dirigir todos los comentarios sobre el caso Lamb a Bernie, como si él, Kramer, no existiera.

Pero Weiss miró a Bernie cuando dijo:

—No quiero tener que mezclarme con este asunto a no ser que resulte estrictamente necesario. ¿Tenemos base suficiente para llevar a ese McCoy ante un tribunal?

—La tenemos, Abe —dijo Fitzgibbon—, pero las cosas no acaban de gustarme. Por un lado está ese chico, Auburn, que identifica a McCoy como el tipo que conducía el coche en el momento en que Henry Lamb fue atropellado. También tenemos al encargado del garaje, quien asegura que McCoy sacó su coche esa tarde. Y Martin y Goldberg han localizado a ese gitano, Brill, el dueño de los taxis, que confirma que Auburn usó uno de sus taxis aquella noche. Pero no han logrado localizar al conductor del taxi, ese tal Curly Kale. —Fitzgibbon puso los ojos en blanco, como diciendo: «Menudos nombres tienen»—. Creo que, antes de nada, habría que hablar con él.

—¿Por qué? —dijo Weiss.

—Porque hay algunas cosas que carecen de toda lógica, y porque Auburn es un jodido camello de poca monta que sólo ha asomado la nariz porque no le gusta la idea de pasarse mucho tiempo a la sombra. Por otro lado, me gustaría saber por qué el chico ese, Lamb, no dijo nada del coche cuando estuvo en el hospital la primera vez. Me gustaría saber qué pasó en ese taxi, y me gustaría saber también si Auburn acompañó al herido hasta el hospital, como él asegura. Y no estaría de más averiguar algunos detalles adicionales sobre Auburn. Mira, él y Henry Lamb no son el clásico par de colegas que van cada día juntos al Texas Fried Chicken. Lamb parece ser un buen chico, mientras que Auburn es un pájaro de cuenta.

Kramer notó cierta extraña pasión en su pecho. Quería defender a Roland Auburn. ¡Sí! ¡Defenderle!

Weiss hizo un ademán con la mano, como quitándoles importancia a las dudas de Fitzgibbon.

—Eso no son más que cabos sueltos, Bernie. No veo por qué razón no podemos detener a McCoy, interrogarle y, más tarde, acabar de atar los cabos sueltos. Todo el mundo cree que cuando decimos que seguimos haciendo averiguaciones, en realidad nos dedicamos a permanecer cruzados de brazos.

—Un par de días más carecen por completo de importancia, Abe. McCoy no va a esfumarse, y Auburn todavía menos.

Kramer creyó entrever un hueco por el que colarse, y, animado por su reciente ascenso de categoría, se atrevió a intervenir:

—Por ese lado podríamos tener problemas, Bernie. Es cierto que Auburn no se nos va a esfumar, pero me parece que tendríamos que utilizarle inmediatamente. Probablemente ese chico crea que va a salir en libertad bajo fianza de un momento a otro. Si tenemos intención de utilizarle, habría que llevarle lo antes posible ante un gran jurado.

—No te preocupes por eso —dijo Fitzgibbon—. No es muy listo. Pero sabe que sólo tiene dos salidas: o pasarse tres años en la cárcel, o librarse de la cárcel. Cuando llegue el momento, no se quedará callado.

—¿Ha sido ése el trato que hemos hecho? —preguntó Weiss—. ¿Auburn saldrá libre?

—Así es como me imagino que acabará el asunto. Tenemos que reducir la acusación a delito de menor cuantía, tanto la de posesión como la de tráfico.

—Mierda —dijo Weiss—. Ojalá no hubiésemos actuado con tantas prisas cuando pillamos a ese hijo de puta. No me gusta dar pasos atrás cuando ya ha actuado un gran jurado.

—Abe —dijo Fitzgibbon, sonriendo—, fuiste quien nos metió prisas, no yo… Lo único que te digo es que será mejor que nos lo tomemos con algo más de calma. Me sentiría mucho mejor si tuviéramos algo que nos diese garantías de que ese chico ha dicho la verdad.

Kramer fue incapaz de contenerse:

—Pues… no sé qué decirte, Bernie. Lo que nos ha contado es verosímil. Me dijo algunas cosas que, si no se hubiese encontrado allí cuando ocurrió, no habría podido saber de ningún modo. Me dijo el color del coche, cuántas puertas tenía… sabía que era un modelo deportivo. Y sabía el nombre propio de McCoy. Bueno, lo que oyó fue Shuhmun, pero yo diría, vamos, que se acerca mucho. ¿Crees que hubiera podido soñar todos esos detalles?

—No digo que no estuviese allí, Larry, ni digo tampoco que no deberíamos utilizarle. Sólo digo que ese chico es tan escurridizo como un salivazo, y que habría que andarse con cuidado.

¿Salivazo? ¡Estás hablando de mi testigo!

—No sé, Bernie —dijo Kramer—. Por lo que he podido averiguar hasta ahora, no es tan mal tipo. Me he agenciado un informe del funcionario de libertad condicional. Roland no es un genio, pero jamás ha tenido al lado a nadie que le incitara a utilizar su cabeza. En su familia, él pertenece a la tercera generación de una gente que ha vivido siempre de la beneficencia pública. Y su madre tenía sólo quince años cuando él nació. Y luego ha tenido otros dos hijos de padres diferentes, y ahora vive con un amigo de Roland. Ese chico se ha ido a vivir al mismo piso, con Roland y uno de los otros dos hijos. Y el amigo tiene veinte años, uno más que Roland. Joder, hombre, ¡imagínatelo! En su lugar, yo mismo tendría un historial peor incluso. No creo que haya conocido jamás a nadie que no viva en casas protegidas.

Bernie Fitzgibbon le miraba con una sonrisa de burla. Kramer se llevó una sorpresa al fijarse, pero siguió:

—También he averiguado otra cosa de ese chico. Tiene cierto talento. El funcionario de su condicional me enseñó unas fotos hechas por Roland. Son bastante interesantes. Son… comosellamen…

—¿Collages? —dijo Fitzgibbon.

—¡Eso! —dijo Kramer—. Collages, con esa especie de papel de plata…

—¿Papel de aluminio arrugado en los cielos?

—¡Exacto! ¿Los has vistos? ¿Dónde?

—No he visto los collages de Auburn, pero he visto muchos otros parecidos. Los hacen en las cárceles. Es arte carcelario.

—¿Qué quieres decir?

—En las cárceles se ven esos collages por todas partes. Son unas figuras… como de cómic, ¿no? Y luego rellenan el fondo con papel Reynolds…

—Exacto…

—Estoy harto de ver esa clase de mierda. Cada año me vienen dos o tres abogados con los dichosos collages, diciéndome que tenemos a Miguel Ángel metido entre rejas.

—Bueno, es posible que sea así —dijo Kramer—. Pero estoy seguro de que ese chico tiene cierto talento.

Fitzgibbon no quiso hacer más comentarios. Se limitó a sonreír. Y por fin Kramer comprendió a qué venían las sonrisas. Bernie creía que él estaba tratando de darle brillo a su testigo. Kramer sabía muy bien a qué se refería, ¡pero esto era absolutamente distinto! Darle brillo a un testigo era una técnica psicológica utilizada corrientemente por los fiscales. En un caso de delito mayor, lo más probable era que el testigo estelar de la acusación procediera del mismo mundillo que el acusado, y que fuera alguien con historial delictivo. En fin, que de entrada a nadie le daría la sensación de ser un ejemplo palmario de honradez. No obstante, aquél era para el fiscal el único testigo realmente importante. En tal situación, lo corriente era que el fiscal sintiese necesidad de darle un poco de brillo a su imagen, iluminarlo con los focos de la verdad y la credibilidad. Y no solamente para mejorar su imagen a los ojos del juez y del jurado, sino porque el propio fiscal acababa sintiendo necesidad de mejorar la imagen del testigo ante sus propios ojos. El fiscal sentía necesidad de creer que lo que estaba haciendo con aquella persona —a saber, usarle para mandar a otro a pudrirse en la cárcel— no era solamente eficaz sino también correcto. Aquella alimaña, aquel punk, aquel ser inmundo que hasta ese momento no era más que un mamón, se convertía de repente en el camarada del fiscal, en su punta de lanza para la batalla entre el bien y el mal, de modo que el fiscal mismo necesitaba finalmente creer que había aspectos buenos en aquel… organismo, aquel escorpión salido de debajo de su piedra, puesto que ahora tenía que ser una pobre criatura engañada, condenada por las circunstancias, por la incomprensión que había rodeado su juventud.

Sí, Kramer sabía muy bien todo eso… ¡Pero Roland Auburn era otra cosa!

—De acuerdo —dijo Abe Weiss, poniendo fin al debate sobre estética con otro ademán de su mano—. Da lo mismo. Tengo que tomar una decisión, y he tomado una decisión. Con lo que tenemos nos basta. Vamos a detener a McCoy. Le traemos mañana por la mañana, y lo anunciamos. ¿Os parece que el martes es un buen día?

Lo dijo mirando a Milt Lubell. Lubell hizo un gesto de asentimiento:

—Lo mejor son los martes y miércoles. Martes y miércoles. —Se volvió hacia Bernie Fitzgibbon—. Los lunes son un asco. Los lunes, la gente se pasa el día leyendo las páginas deportivas, y las noches viendo los partidos.

Pero Fitzgibbon estaba mirando a Weiss. Finalmente, sin embargo, se encogió de hombros y dijo:

—De acuerdo, Abe. Lo soportaré. Pero si hemos de hacerlo mañana, será mejor que telefonee a Tommy Killian ahora mismo, antes de que entre en la sala, para asegurarme de que nos entrega a su hombre.

Weiss señaló el teléfono situado en una mesita al fondo del despacho, al otro lado de la mesa de conferencias, y Fitzgibbon se encaminó hacia allí. Mientras Fitzgibbon estaba hablando por teléfono, Weiss dijo:

—¿Dónde están esas fotos, Milt?

Milt Lubell rebuscó entre la montaña de papeles que tenía sobre las piernas, sacó varias páginas de una revista, y se las entregó a Weiss.

—¿Cómo se llama la revista, Milt?

Architectural Digest.

—Mira esto.

De repente, Weiss se adelantó sobre su escritorio y le dio las fotos a Kramer. Este se sintió tremendamente adulado. Estudió las páginas con detenimiento… un papel suavísimo… lujosas fotos en color, con los detalles tan bien enfocados que te hacían parpadear… el apartamento de McCoy… Un mar de mármol verde que terminaba en una impresionante escalinata curvada y con una balaustrada de carísima madera oscura… Madera oscura por todas partes y una mesa complicadísima con un jarrón inmenso cargado de una camionada entera de flores… Era el vestíbulo al que Martin se había referido. Tan grande que hubiesen cabido allí tres pisos de 888 dólares al mes como el de Kramer o el de cualquier otra colonia de hormigas, y eso no era más que el vestíbulo. Había oído decir que había en Nueva York gente que vivía así… Otra habitación… más madera oscura… Debía de ser la sala de estar… Tan grande, que había dos o tres grupos de muebles inmensos repartidos por toda su extensión… una de esas habitaciones en las que entras de puntillas y hablas en susurros… Otra foto… un primer plano de madera tallada, una reluciente madera de tonalidades rojizas, con montones de figuras en relieve, todas con trajes y sombreros, caminando hacia este lado, hacia el otro, delante de unos edificios… Weiss, apoyado en el escritorio, le señalaba ahora una de las fotos.

—¿No te parece increíble? —dijo—. Se titula «Wall Street», y es de Wing Wong o de no sé quién, que resulta ser el mejor tallista de Hong Kong. Lo pone ahí abajo. ¿Lo ves? Está en la pared de la biblioteca. «Biblioteca.» Fantástico.

Kramer vio por fin la estancia a la que Martin se había referido también. «La biblioteca»… Los wasp… Treinta y ocho años, seis más que él, solamente… A esa gente les dejaban una fortuna sus padres, y vivían en el País de las Maravillas. Pues muy bien: este sujeto estaba a punto de darse de narices contra el mundo real.

—¿Has hablado con Tommy? —preguntó Weiss.

—Sí. Tendrá preparado a su hombre.

—Échale una ojeada a esto —dijo Weiss, señalando las páginas de la revista. Kramer se las pasó a Fitzgibbon—. El apartamento de McCoy —añadió Weiss.

Fitzgibbon echó una rápida ojeada a las fotos, y se las devolvió a Kramer.

—¿Habías visto en tu vida nada parecido? —preguntó Weiss—. La decoradora es su mujer, ¿no es cierto, Milt?

—Sí. La mujer es una de esas millonarias que se dedican a la decoración —dijo Lubell—. Una millonaria que decora las casas de otras millonarias. Han publicado artículos sobre ellas en la revista New York.

Weiss seguía mirando a Fitzgibbon, pero Fitzgibbon guardó silencio. Luego, Weiss abrió mucho los ojos, como repentinamente inspirado.

—¿Te lo imaginas, Bernie?

—¿Qué?

—Bueno, así es como veo yo las cosas —dijo Weiss—. Creo que, para que se acabe de una vez toda esa mierda sobre la justicia para los blancos y todo eso de Johannesbronx, lo ideal sería detenerle en su apartamento. Creo que sería sensacional. Si pretendes decirle a la gente de estos barrios que la ley no respeta a nadie, lo mejor es detener a un tipo que vive en Park Avenue de la misma manera que detienes a José García o a Tyrone Smith: en su jodida casa. ¿O no?

—En efecto —dijo Fitzgibbon—. Porque como no les pilles en su casa, no hay manera de meterles mano.

—No me refiero a eso. Tenemos ciertos deberes para con los vecinos del Bronx. La fiscalía de distrito tiene muy mala prensa en el barrio, y hemos de acabar con eso.

—¿No te parece un poco fuerte eso de ir a casa de un tipo a detenerle, sólo porque quieres demostrar que la justicia es igual para todos?

—Cuando te detienen, Bernie, la noticia te sienta tan mal que nunca es agradable.

—En cualquier caso, Abe, no podemos detenerle en su casa —dijo Fitzgibbon.

—¿Por qué?

—Porque acabo de decirle a Tommy que no lo haríamos así. Le he dicho que él mismo puede entregarnos a McCoy.

—Caramba. Lo siento, Bernie, pero no deberías haberte tomado esa libertad. No podemos garantizarle a nadie que le daremos un trato especial a su cliente. Lo sabes muy bien.

—No sé nada, Abe. Además, le he dado mi palabra.

Kramer miró a Weiss. Kramer sabía que el Asno acababa de cavar su trinchera. No retrocedería un solo paso. Pero ¿y Weiss? ¿Se había enterado? Dio la sensación de que no.

—Mira, Bernie, llama a Tommy y dile que yo te he desautorizado, ¿de acuerdo? Échame la culpa a mi. Si hay jaleo, yo cargaré con lo que sea.

—No —dijo Fitzgibbon—. No tendrás que cargar con nada, porque no pasará nada. Le he dado mi palabra a Tommy. Es un contrato.

—Ya, bueno, a veces hay que…

—Nada de nada, Abe. Es un contrato.

Kramer no apartaba la vista de Weiss. Estaba afectado por la repetición de la palabra contrato, Kramer se lo notaba. Weiss se encontraba atado de manos. Sabía que se enfrentaba ni más ni menos que al código de lealtad de los irlandeses. Silenciosamente, Kramer le rogó a Weiss que no le hiciera caso a su subordinado. ¡Fraternidad asnal! ¡Qué obsceno! ¿Y por qué tenía él, Kramer, que ceder, y todo por la maldita solidaridad de los irlandeses? Una detención espectacular de aquel agente financiero de Wall Street en su propio apartamento… ¡Qué idea tan brillante! ¡Así demostrarían que la justicia del Bronx trataba por igual a todo el mundo! ¡Pronto se enterarían de quién era el vicefiscal Lawrence Kramer los del Times, el News, el Post, el City Light, el Canal 1 y todos los demás! ¿Por qué tenía que ceder Abe Weiss ante los pactos de los irlandeses? Sin embargo, Kramer supo que cedería. Se lo notaba en la cara. No era solamente por la negra terquedad asnal de Bernie Fitzgibbon, sino por esa palabra: contrato. Una palabra que calaba hasta el fondo del alma de todos los que andaban metidos en el mundo de las leyes. Nadie se libraba de pagar las deudas contraídas con el Banco de Favores. Tal era la ley por la que se regía el sistema de justicia penal, y Abe Weiss no era otra cosa que uno de los elementos del sistema.

—Joder, Bernie —dijo Weiss—, ¿por qué has tenido que hacerlo?

La espera había terminado. Asunto resuelto.

—Mira, Abe, créeme —dijo Bernie—. Verás como de este modo tu imagen sale beneficiada. Nadie podrá decir que has cedido a las presiones de las masas.

—Hummmmmm. Mira, la próxima vez, no te comprometas a cosas así sin consultármelas de antemano.

Bernie se limitó a mirarle con una sonrisa que era lo mismo que decirle: que te den morcilla.