18. Shuhmun

Daniel Torres, el obeso vicefiscal de la Audiencia del condado, llegó a la oficina de Kramer tirando de su hijo de diez años, y con una profunda arruga en el entrecejo. Estaba furioso, con la furia blanda de los gordos, por tener que presentarse en la fortaleza un sábado por la mañana. Parecía más hinchado que la última vez que le vio Kramer, en la sala de Kovitsky. Llevaba una camisa deportiva a cuadros, una americana a la que ni una hora de oraciones habría convencido para que se cerrase sobre su abultado y blando estómago, y unos pantalones de la sección Altos y Grandes de algunos almacenes, sostenidos por un cinturón bajo el cual se abombaba una tripa con un perfil como el de Sudamérica. Problemas glandulares, pensó Kramer. El hijo, por su parte, era delgado y cetrino, un chico de rasgos finos, tímido y sensible, a juzgar por su apariencia. Llevaba un libro de bolsillo y un guante de baseball. Después de una rápida y aburrida inspección de la oficina, el niño se sentó en la silla de Jimmy Caughey y se puso a leer el libro.

—No sabía —dijo Torres— que los Yankees jugaban en campo contrario. —Señaló con el mentón colina abajo, hacia el Yankee Stadium—. Mira que hacerme venir hasta aquí… Este es el fin de semana que me toca… —Ahora señaló con el mentón a su hijo—. Le había prometido llevarle al partido, y le prometí a mi ex mujer que iría a Kiel's, que está en Springfield Boulevard, y que le compraría unas plantas y se las llevaría a su casa, pero ya me dirás cómo me las arreglo para ir desde aquí hasta Springfield Boulevard y después a Maspeth y luego hasta Shea para llegar a tiempo antes de que empiece el partido, porque lo que es yo no tengo ni idea de cómo hacerlo. Y no me preguntes que por qué me comprometí a llevarle las dichosas plantas. —Sacudió la cabeza con desesperación.

Kramer, identificado con el niño, que seguía leyendo, se sintió azorado. El libro se titulaba La mujer de arena. Por lo que podía deducirse de la portada, el autor era un tal Kobo Abe. Sintiendo curiosidad y hasta simpatía por el crío, Kramer se le acercó y, adoptando una actitud de campechano pariente próximo, le dijo:

—¿Qué lees?

El chico alzó la vista como un ciervo sorprendido por los faros de un coche:

—Una novela —dijo. O eso fue al menos lo que dijeron sus labios, porque sus ojos decían más bien: «Déjeme que me refugie otra vez en mi libro, por favor.»

Kramer detectó esa expresión, pero se sintió obligado a prolongar su rasgo hospitalario.

—¿De qué trata?

—Del Japón. —Tono suplicante.

—¿Del Japón? ¿Sobre qué cosa del Japón?

—Un hombre queda atrapado en unas dunas. —Una voz muy dulce, muy suplicante, suplicante, suplicante, suplicante.

A juzgar por la ilustración de la portada, muy abstracta, y por lo apretado de sus líneas, no era un libro infantil. Kramer, estudioso del corazón humano, supuso que aquel muchacho era brillante, retraído, producto de la mitad judía de Torres, seguramente parecido físicamente a su madre, y muy distanciado ya de su padre. Pensó por un instante en su propio hijo. Intentó imaginarse arrastrándole hasta Gibraltar un sábado, al cabo de nueve o diez años. Y se sintió profundamente deprimido.

—Y bien, Danny, ¿qué sabes de ese tal Auburn? —le preguntó a Torres—. ¿Qué es todo ese asunto del Rey del Crack de Evergreen Avenue?

—Es el típico caso de m… —Se interrumpió a tiempo, por el niño—. Si quieres saber mi opinión, más que un caso es un chiste. El tal Auburn, bueno, no es más que el típico jovencillo de los bloques baratos. Esta es la tercera vez que se le detiene por asuntos de drogas. El inspector que le detuvo dijo que era el Rey del Crack de Evergreen Avenue. Pero esa frase no era más que simple sarcasmo. Evergreen Avenue tiene sólo cinco manzanas de longitud. Ni siquiera sé cómo se enteró Weiss de la frasecita. Cuando vi la nota de prensa, estuve a punto de… No me lo podía creer. Gracias a Dios, nadie le prestó ninguna atención. —Torres miró su reloj—. ¿Cuándo llegarán?

—Pronto —dijo Kramer—. En Rikers Island, los sábados todo funciona más despacio. ¿Cómo consiguieron detenerle?

—Es una historia curiosa —dijo Torres—. En realidad le detuvieron dos veces, pero es que se trata de un joven con los… así de grandes. O es muy valiente o muy estúpido, no sé cuál de las dos cosas. Hace un mes, un agente de paisano les compró drogas a Auburn y a otro chico. Les dijo inmediatamente que estaban detenidos y tal y cual, pero Auburn le dijo: «Si quieres cogerme, tío, tendrás que pegarme un tiro», y se puso a correr. He hablado con el policía, el agente Iannucci. Me dijo que si no hubiera sido porque el tipo era negro y estaba en un barrio de negros, le hubiese pegado un tiro. Hace una semana lo trajeron detenido otra vez. Fue el mismo agente.

—¿Qué le va a caer encima si le condenan por tráfico ilegal?

—Supongo que de dos a cuatro.

—¿Sabes algo del abogado, un tal Hayden?

—Sí. Es negro.

—¿En serio? —Casi pareció que Kramer hubiere dicho: «No tenía voz de negro»—. No suele haber negros en Ayuda Legal.

—No creas. Hay unos cuantos. Sólo así encuentran trabajo. Esos abogados negros no tienen el futuro muy despejado. Se sacan el título en las facultades, pero luego no les resulta fácil colocarse. Los grandes bufetes de Wall Street hablan mucho de que tendría que haber abogados negros, pero luego no contratan a ninguno. De manera que casi todos acaban metiéndose en Ayuda Legal. Hay algunos que consiguen ir tirando a trancas y barrancas como criminalistas. Pero los negros listos, los grandes traficantes, siempre se niegan a contratar abogados negros. Y los camellos de poca monta, lo mismo. Una vez, estando en las celdas de preventivos, llegó un abogado negro del turno de oficio para entrevistarse con el cliente que le habían asignado, y empezó a gritar su nombre. Ya sabes, los abogados suelen ponerse a gritar hasta que alguien dice ser el cliente que le ha correspondido. En fin, resulta que le había tocado un negro, y el preso se asoma a los barrotes, le mira a los ojos, y le suelta: «Vete a tomar viento, tío… Quiero un judío.» ¡Como te lo digo! El negro va y le suelta: «Vete a tomar viento, tío… Quiero un judío.» Este Hayden parece listo, pero apenas sé nada de él.

Torres volvió a mirar su reloj, y luego se quedó con los ojos perdidos en un rincón de la oficina. En cuestión de segundos sus pensamientos se habían ido muy lejos de aquella habitación y de Gibraltar. ¿Las plantas? ¿El estadio de los Mets? ¿Su ex esposa? Su hijo estaba en Japón, atrapado en unas dunas. Sólo Kramer seguía en la oficina. Atado allí. Tomó conciencia de la extraña quietud que reinaba en la fortaleza aquella soleada mañana de junio. Si al menos ese tal Auburn tuviera algo importante que contar, si no fuese el típico chiflado que suele pedir el cielo, que trata de tomarle el pelo al más pintado, el clásico descerebrado que se pasa el día aullando contra el mundo…

Al poco rato Kramer oyó unas voces que se acercaban por el pasillo. Abrió la puerta, y allí estaban Martin y Goldberg y, entre los dos inspectores, un fortísimo y altísimo negro con jersey de cuello alto y las manos a la espalda. Cubría la retaguardia un negro bajito y relleno con traje gris claro. Debía de ser Cecil Hayden.

Pese a llevar las manos esposadas a la espalda, Auburn lograba caminar con el contoneo de chuloputas. En realidad no pasaba del metro ochenta, pero tenía una musculatura muy desarrollada. El volumen y los claros perfiles de sus pectorales, deltoides y trapecios destacaba bajo el jersey. Kramer, el atrofiado, sintió una punzada de envidia. Decir que aquel tipo tenía conciencia de su tremenda fuerza hubiera sido quedarse a medias. El jersey de cuello alto se le ajustaba como una doble piel. Llevaba pantalones negros muy ajustados también, y calzaba unas deportivas Reebok que parecían recién sacadas de la caja. Tenía la cara cuadrada, dura, impasible, el pelo corto, y un bigotito estrecho que perfilaba su labio superior.

Kramer se preguntó por qué motivo había decidido Martin esposarle con las manos a la espalda. Era más humillante que esposarlas delante. Hacía que el detenido se sintiera más desamparado y vulnerable, que notara el peligro que representaba una caída. En caso de caer, lo haría como un árbol, y no podría protegerse la cabeza. Dado que trataban de conseguir la colaboración de Ronald Auburn, Kramer había imaginado que Martin le trataría con cierto mimo. Aunque, ¿acaso pensaba el inspector que existía alguna posibilidad de que aquel joven, fuerte como una roca, tratase de huir corriendo? Quizá fuese simplemente que Martin había utilizado su dureza de siempre, sin pararse a pensar en otras consideraciones.

Los recién llegados se amontonaron en el centro de la oficina. Las presentaciones provocaron unos torpes desplazamientos. Torres, como vicefiscal encargado del caso del detenido, conocía a Cecil Hayden, pero no a Martin, Goldberg ni al acusado. Hayden no conocía a Kramer, y Kramer no conocía al detenido, aunque, ¿cómo presentar al detenido? En realidad no era más que un punkie acusado de tráfico de estupefacientes. Sin embargo, en este momento, y desde un punto de vista técnico, era un ciudadano que había decidido ayudar a las autoridades en una investigación relacionada con un delito mayor. Martin resolvió el problema de la nomenclatura llamándole, frecuentemente y en tono aburrido, por el nombre de pila.

—Bien, Roland, vamos a ver… ¿Dónde te metemos?

Echó una ojeada a su alrededor y estudió la oficina, repleta de mobiliario decrépito. Llamar a un preso por el nombre de pila era una forma establecida de quitarle toda pretensión de dignidad y privacidad que todavía pudiese albergar. De modo que Martin acabaría metiendo aquel paquete llamado Ronald en el primer lugar que se le ocurriese. Pero el detective se interrumpió, miró a Kramer, y después lanzó una mirada dubitativa hacia el hijo de Torres. Era evidente que, en opinión de Martin, aquel niño no tenía que estar en esa oficina. El niño había abandonado su lectura. Estaba hundido en la silla, con la cabeza gacha. Ya no quedaba ni rastro de su anterior actitud. Ahora se había convertido en unos ojos que sólo miraban a Roland Auburn.

Para todos los demás, incluido quizá el propio Auburn, la escena era simplemente rutinaria: un acusado negro conducido ante la presencia de un vicefiscal para una negociación, un toma y daca que podía servirle para reducir la acusación que pesaba sobre él. Pero aquel niño triste, sensible y con aspecto de rata de biblioteca, jamás olvidaría lo que estaba viendo en esos momentos: un negro con las manos esposadas a su espalda, en la oficina de su papá, un sábado, unas horas antes de un partido de los Mets.

—Dan —le dijo Kramer a Torres—, me parece que necesitaremos esa silla. —Miró al hijo de Torres—. Quizá podría sentarse allí, en la oficina de Bernie Fitzgibbon. No hay nadie.

—De acuerdo. Ollie —dijo Torres—, ¿por qué no te vas ahí mientras esperas a que terminemos?

Sin decir palabra, el niño se puso en pie, cogió su libro y su guante de baseball, y se dirigió a la puerta que comunicaba con la oficina de Bernie Fitzgibbon. Pero no pudo resistir la tentación de mirar otra vez al negro esposado. Roland Auburn le devolvió la mirada, pero de forma absolutamente inexpresiva. Por su edad, estaba más cerca de aquel crío que de Kramer. Pese a toda su musculatura, apenas era un niño.

—Bien, Roland —dijo Martin—. Voy a quitártelas, y quiero que te sientes ahí y te portes como un buen chico, ¿vale?

Roland Auburn no dijo nada. Volvió ligeramente la espalda para acercar sus manos esposadas a Martin.

—Nada-nada-nada, Marty —dijo Cecil Hayden—. No te preocupes por nada. Mi cliente está aquí porque quiere salir de esta oficina andando, sin tener que volverse a mirar por encima del hombro.

Increíble, pensó Kramer. Hayden ya estaba llamando al doberman irlandés por su mote, Marty, pese a que acababa de conocerle. Hayden era uno de esos hombres bajitos y animados, siempre de buen humor, con los que sólo si estás de muy mala leche puedes llegar a enfadarte. Y estaba logrando de esta forma transmitirle a su cliente la idea de que él estaba allí para defender sus derechos y su dignidad, sin que el contingente irlandés pudiera sentirse en modo alguno ofendido.

Roland Auburn se sentó y comenzó a frotarse las muñecas hasta que, de repente, dejó de hacerlo. No quería que Martin y Goldberg se sintieran satisfechos pensando que las esposas le habían dolido. Goldberg había dado la vuelta a su silla y depositó su peso sobre el borde de la mesa de Andriutti. Llevaba en la mano un bloc y un bolígrafo, para tomar notas durante la entrevista. Martin se fue al otro lado del escritorio de Jimmy Caughey, y se sentó encima. El detenido se encontraba, por lo tanto, entre los dos inspectores, y para mirarles a la cara tendría que girarse a uno y otro lado. Torres se instaló en la silla de Ray Andriutti, Hayden en la de Kramer, y Kramer, director del espectáculo, permaneció en pie. Roland Auburn se había apoyado en el respaldo de su silla, mantenía las rodillas muy separadas, hacía crujir las articulaciones de las manos y miraba fijamente a Kramer. El rostro del detenido era una máscara. Ni siquiera parpadeaba. Kramer recordó la frase que solía aparecer en todos los informes de libertad condicional de esta clase de jóvenes negros: «Jamás ha recibido ninguna clase de afecto.» Al parecer, aquello significaba que no poseían casi ninguno de los sentimientos propios de la gente normal. Es decir que no sentían mala conciencia, vergüenza, remordimientos, miedo ni simpatía por los otros. Sin embargo, cada vez que hablaba con uno de esos jóvenes, Kramer tenía la sensación de que se trataba de otra cosa. Simplemente, bajaban el telón en cuanto él aparecía. Le mantenían alejado de lo que pudiese haber al otro lado de la imperturbable superficie de sus ojos. No le permitían ver ni un milímetro de la opinión que el vicefiscal les merecía, o qué pensaban del Poder, o qué sentían respecto a sus propias vidas. Al igual que en ocasiones anteriores, también en ésta se preguntó: ¿Quiénes son? (Quiénes son estas personas cuyo destino está en mis manos, todos los días…) Kramer miró a Hayden y le dijo:

—Señor defensor… —Defensor. En realidad, no sabía cómo llamarle. Hayden le había tuteado por teléfono, pero allí, en su oficina, no le había dirigido tratamiento alguno, y Kramer no quería llamarle «Cecil», por miedo a que Roland pensara que eran amiguetes o que no le guardaba el respeto debido a su abogado—. Señor defensor, supongo que le habrá explicado a su cliente qué es lo que vamos a tratar de hacer aquí. ¿Es así?

—Desde luego —dijo Hayden—. El ya sabe…

Kramer miró a Roland:

—Mr. Auburn… —Mr. Auburn. Kramer confiaba en que Martin y Goldberg se lo perdonaran. Lo corriente, cuando un vicefiscal interrogaba a un acusado, era empezar con un respetuoso «mister», para más adelante, en cuanto las cosas se ponían a funcionar, pasar al tuteo—. Mr. Auburn, creo que ya conoce usted a Mr. Torres. Es el vicefiscal encargado del caso por el cual ha sido usted detenido y acusado, el caso del tráfico ilegal. ¿De acuerdo? Yo, por mi parte, llevo el caso Henry Lamb. Bien, no puedo prometerle nada, pero si usted nos ayuda, nosotros le ayudaremos a usted. Así de sencillo. Pero tiene que decirnos toda la verdad. De lo contrario, estará usted provocando molestias innecesarias a todo el mundo, lo cual no le reportará ningún beneficio en absoluto. ¿Entendido?

Roland miró a su abogado, Cecil Hayden, y Hayden se limitó a asentir con la cabeza, como diciendo: «No te preocupes. Todo normal.»

Roland se volvió de nuevo hacia Kramer, le miró, y dijo inexpresivamente:

—Unh-hunh.

—Bien —dijo Kramer—. Lo que quiero saber es qué fue lo que le pasó a Henry Lamb la noche en que resultó herido. Quiero que me diga todo lo que sabe.

Repantigado en la silla de Jimmy Caughey, Roland dijo:

—¿Por dónde quiere que empiece?

—Bueno… por el principio. ¿Cómo es que esa noche estaba usted con Henry Lamb?

—Yo iba por la acera —dijo Roland—, bajando hacia la calle Ciento sesenta y uno, al Texas Fried Chicken, cuando vi a Henry, que rondaba por allí. —Se interrumpió.

—Bien —dijo Kramer—. ¿Qué pasó luego?

—Le dije: «Eh, Henry, ¿adónde vas?» Y él me dijo: «Voy al Texas». Yo le dije: «Yo también.» Y así fue como nos fuimos los dos hacia el Texas.

—¿Por qué calle bajabais?

—Bruckner Boulevard.

—¿Sois buenos amigos, Henry y tú?

Por vez primera, Roland mostró cierta emoción. Parecía ligeramente divertido por la pregunta. Una sonrisilla retorcida estremeció las esquinas de sus labios, y bajó la vista, como si hubiese aparecido un tema embarazoso.

—No. Sólo le conozco. Vivimos en los mismos bloques.

—¿Rondáis juntos por ahí?

Más sonrisillas retorcidas.

—No, Henry no ronda mucho por ahí. Sale poco.

—Sea como fuere —dijo Kramer—. Bajabais los dos por Bruckner Boulevard, camino del Texas. ¿Qué pasó entonces?

—Bueno, llegamos a Hunts Point Avenue, y estábamos a punto de cruzar la calle para ir al Texas Fried Chicken.

—¿Qué calle ibais a cruzar, Bruckner Boulevard o Hunts Point Avenue?

—Bruckner Boulevard.

—A ver, para que sepamos exactamente qué pasó, ¿en qué lado de Bruckner Boulevard estabais? ¿En el lado este para cruzar al lado oeste?

—Eso. En el este para cruzar hacia el lado oeste. Yo miraba la calle, para ver cuándo dejaban de pasar los coches, y Henry estaba a mi derecha, ahí. —Señaló a su derecha—. O sea que yo veía los coches mejor que él, porque venían de este lado. —Señaló a su izquierda—. Los coches iban casi todos por el carril central, como en fila, sabe, y de repente hubo un coche que salió de la fila, y trató de adelantar a todos los demás por la derecha, y vi que iba a pasar muy cerca de donde yo estaba. Así que pegué un salto hacia atrás. Pero Henry… Supongo que no vio nada hasta que yo pegué el salto, y entonces oí un golpecito, y Henry cayó, así. —Hizo un movimiento de espiral con un dedo.

—Bien. ¿Qué pasó luego?

—Oí un chirrido. El coche frenó de golpe. Lo primero que hice fue acercarme a Henry. Estaba tirado en la calle, junto a la acera, hecho un ovillo, de lado, como agarrándose un brazo, y le dije: «Eh, Henry, ¿te duele algo?» Y él me dijo: «Me parece que se me ha roto el brazo.»

—¿Dijo que le dolía la cabeza?

—Sólo me lo dijo después. Cuando me puse en cuclillas junto a él únicamente hablaba del brazo. Y después le llevé al hospital, y entonces me dijo que cuando empezaba a caer estiró los brazos, y que al dar contra el suelo paré el golpe con la mano, pero que rodó un poco y se dio con la cabeza contra el suelo.

—Bien, volvamos al momento en que ocurrió. Tú estás en la calzada, junto a Henry Lamb, y el coche que le había golpeado frenó bruscamente. ¿Paró del todo?

—Sí, lo veo perfectamente, parado un poco más arriba.

—¿Mucho más arriba?

—No sé. Unos cien metros quizá. Se abre la puerta, y baja un tío, un blanco. Y el tío mira hacia atrás. Nos mira a Henry y a mí.

—¿Qué hiciste?

—Bueno, yo pensé que, al ver que había tirado a Henry, el tío había parado para echar una mano o algo. Pensé que ese tío podía llevar a Henry al hospital. Me levanté, y empecé a caminar hacia él, y le dije. «Eh, eh, ¡Necesitamos ayuda!»

—¿Y qué hizo él?

—El tipo me miró directamente, y luego se abrió la otra puerta del coche, y salió una mujer. Bueno, salió sólo a medias, entiende, sacó una pierna, y también miró hacia atrás. Los dos se habían quedado mirándome, y yo grité: «¡Mi amigo está herido!»

—¿A qué distancia estabas de ellos en ese momento?

—No muy lejos. Unos diez metros.

—¿Les veías bien?

—Perfectamente.

—La mujer ponía una cara rara. Asustada. Le oí decir: «¡Shuhmun, cuidado!» Se lo decía al tío.

—¿«¡Shuhmun, cuidado!»? ¿Dijo «Shuhmun»? —Kramer miró furtivamente a Martin. Martin abrió mucho los ojos y resopló. Goldberg, con la cabeza gacha, tomaba notas.

—Así me sonó a mí.

—¿Shuhmun o Sherman?

—A mí me sonó a Shuhmun.

—Bien, ¿qué pasó luego?

—La mujer se metió otra vez en el coche. Y el tío había regresado otra vez al coche, y seguía mirándome. Entonces la mujer dijo: «¡Shuhmun, entra!» Pero ahora ella se había puesto al volante. Y el hombre corrió al otro lado, donde ella iba sentada antes, entró en el coche de un salto y cerró la puerta de golpe.

—Así que ahora habían cambiado de asiento. ¿Y qué hiciste? ¿A qué distancia estabas de ellos en ese momento?

—Casi tan cerca como de usted ahora.

—¿Estabas furioso? ¿Les gritaste algo?

—Lo único que les dije fue que mi amigo estaba herido.

—¿Levantaste el puño contra ellos? ¿Hiciste algún ademán amenazador?

—Lo único que yo quería es que alguien ayudase a Henry. No estaba furioso. Tenía miedo. Por Henry.

—Bien, ¿qué pasó a continuación?

—Corrí hasta ponerme delante del coche.

—¿Por qué lado?

—¿Por qué lado? Por la derecha, por el lado donde estaba el tío. Le miré por la ventanilla. Volví a decirle: «¡Eh, mi amigo está herido!» Ya me había puesto delante del coche, y miré calle abajo y entonces vi a Henry. Estaba detrás del coche. Había venido andando, como mareado, sabe, cogiéndose el brazo así. —Roland sostuvo su brazo izquierdo con la mano derecha, dejando colgar el antebrazo izquierdo, como si estuviese herido—. Eso quería decir que aquel tipo había podido ver a Henry, que se acercaba andando hacia el coche, y agarrándose el brazo así. Por fuerza sabía que a Henry le había pasado algo. Y, mientras yo miraba a Henry, de repente, la mujer le pisó a fondo, soltó el embrague y salió hacia un lado, quemando neumáticos. Salió tan disparada que llegué a ver que el tío se daba con la nuca en el reposacabezas. Y ya está. Salieron disparados como una bala. —Unió el pulgar y el índice—. Si llegan a rozarme, me dejan peor que a Henry.

—¿Te fijaste en la matrícula?

—No. Pero Henry se fijó. En parte al menos.

—¿Te dijo la parte que llegó a ver?

—No. Parece que se lo dijo a su madre. Lo vi por la tele.

—¿Qué coche era?

—Un Mercedes.

—¿De qué color?

—Negro.

—¿Modelo?

—No sé qué modelo era.

—¿Cuántas puertas?

—Dos. Era uno de esos coches bajos, sabe, en plan deportivo.

Kramer miró de nuevo a Martin. Este había vuelto a adoptar la expresión de antes: Bingo.

—¿Reconocerías a ese hombre si volvieras a verle?

—Le reconocería. —Roland lo dijo con una convicción amarga que sonaba absolutamente sincera.

—¿Y a la mujer?

—A ella también. Les vi por la ventanilla.

—¿Qué aspecto tenía la mujer? ¿Qué edad tenía?

—No sé. Era blanca. No sé qué edad podía rener.

—Bueno, pero ¿era joven o vieja? ¿Dirías que rondaba los veinticinco, treinta y cinco, cuarenta y cinco, cincuenta y cinco?

—Yo diría que estaba cerca de los veinticinco.

—¿Y el pelo? ¿Rubio, moreno? ¿Era pelirroja?

—Morena.

—¿Qué ropa llevaba?

—Me parece que un vestido. Todo azul. Lo recuerdo porque era un azul muy brillante, y con unas hombreras anchísimas. Lo recuerdo muy bien.

—¿Qué aspecto tenía el hombre?

—Alto, con traje y corbata.

—¿De qué color era el traje?

—No sé. Oscuro. Sólo recuerdo eso.

—¿Qué edad tenía? ¿Dirías que era de mi edad, o mayor? ¿Quizá más joven?

—Un poco mayor que usted.

—¿Y dices que le reconocerías si volvieras a verle?

—Le reconocería, sí.

—Bien, Roland, voy a enseñarte unas cuantas fotos, y quiero que me digas si reconoces a alguna de las personas que salen en esas fotos, ¿de acuerdo?

—Enh-hunh.

Kramer se dirigió a su escritorio y le dijo a Hayden:

—Disculpe un momento.

Mientras abría un cajón, Kramer miró un momento a Hayden, y le hizo un leve gesto de asentimiento, como diciendo: «Está saliendo bien.» Del cajón sacó un juego de fotos, el que Milt Lubell había preparado para Weiss. Dispuso las fotos sobre el escritorio de Jimmy Caughey, delante de Roland Auburn, y le preguntó:

—¿Reconoces a alguna de estas personas?

Roland miró las fotos, y su dedo índice cayó directamente en Sherman McCoy, que sonreía en su smoking.

—Es él.

—¿Cómo sabes que es el mismo?

—Es él. Le reconozco. Tiene el mentón así. Aquel tipo tenía un mentón muy marcado.

Kramer miró primero a Martin y luego a Goldberg. Goldberg esbozaba una ligerísima sonrisa.

—Mira la mujer de la foto, la mujer de la foto, la mujer que está al lado de él. ¿Es la mujer que iba en el coche?

—No. La del coche era más joven, y tenía el pelo más oscuro, y era más… más cachonda.

—¿Cachonda?

Roland comenzó a sonreír, pero borró en seguida el gesto.

—Ya me entiende… la típica tía buena.

Kramer se toleró una sonrisilla. La frase del muchacho le permitió manifestar en parte la excitación que sentía.

—Así que una tía buena, eh. Bien, una tía buena, una mujer más cachonda. Y finalmente se largaron de allí. ¿Qué hiciste luego?

—No podía hacer gran cosa. Henry seguía allí, agarrándose el brazo. Tenía la muñeca torcida del revés. Así que le dije: «Henry, tienes que ir al hospital», y él dijo que no quería ir a ningún hospital, que lo que quería era irse a su casa. De modo que comenzamos a regresar por Bruckner Boulevard, de vuelta a los bloques.

—Espera un momento —dijo Kramer—. ¿Hubo alguien que viese todo lo que había pasado? ¿Había alguien en la aceta?

—No sé.

—¿No paró ningún coche?

—No. Supongo que si Henry se hubiese quedado tirado en el suelo mucho rato, tarde o temprano habría parado alguien. Pero no paró nadie.

—Bien. Ahora empezáis a regresar a los bloques, subiendo por Bruckner Boulevard.

—Exacto. Y Henry gimoteaba todo el rato, y parecía que estuviese a punto de desmayarse, y volví a decirle: «Henry, tienes que ir al hospiral.» Así que le hice bajar conmigo hasta Hunts Point Avenue, y cruzamos la calle Ciento sesenta y uno, hasta la parada de metro, y entonces vi el taxi de Brill.

—¿Brill?

—Es un tipo que tiene dos taxis.

—¿Y fue ese Brill el que os llevó hasta el Lincoln Hospital?

—No. Fue Curly Kale. Él nos llevó. Es uno de los dos conductores de Brill.

—¿Curly Kale? ¿Es su nombre o un mote?[26]

—No sé. Todo el mundo le llama así.

—¿Fuisteis los dos en el taxi de Curly Kale hasta el hospital?

—Sí.

—Cuando ibais de camino al hospital, ¿en qué estado se encontraba Henry? ¿Fue entonces cuando te dijo que había recibido un golpe en la cabeza?

—Sí. Pero hablaba sobre todo del brazo. Su muñeca tenía un aspecto horrible.

—¿Hablaba normal? ¿Crees que tenía plena conciencia?

—Bueno, ya le digo que se quejaba y gimoteaba todo el rato, y decía que el brazo le dolía muchísimo. Pero sabía dónde estaba. Sabía lo que estaba pasando.

—Una vez en el hospital, ¿qué hicisteis?

—Bueno, bajamos del taxi, acompañé a Henry hasta la puerta de urgencias, y entró.

—¿Y tú, no entraste con él?

—No. Regresé al taxi y me fui con Curly Kale.

—¿No te quedaste con Henry?

—Pensé que ya no podía hacer nada más por él. —Roland lanzó una mirada hacia Hayden.

—¿Cómo regresó Henry a su casa desde el hospital?

—No sé.

—Bien, Roland —dijo Kramer tras una breve pausa—, me gustaría saber otra cosa. ¿Por qué no has dado esta información hasta ahora? No entiendo por qué razón, cuando un amigo tuyo, o al menos un vecino que vive en los mismos bloques que tú, sufre un accidente delante mismo de tus narices, y el conductor se da a la fuga, y el caso sale en la televisión y en los periódicos, sólo a estas alturas se te ocurre contar todo lo que sabes. ¿Qué me dices?

Roland miró a Hayden, que simplemente hizo un gesto de asentimiento, y Roland dijo:

—Tenía a la pasma sobre mis pasos.

Hayden intervino:

—Había una orden de busca y captura, por venta y posesión ilegal, resistencia a la autoridad y dos o tres cosas más, las mismas acusaciones por las que ahora ha sido detenido.

Kramer se dirigió a Roland:

—Entonces, sólo tratabas de protegerte a ti mismo. Preferiste callar toda esa información para no tener que hablar con la policía.

—Sí.

Kramer estaba ebrio de alegría. Las cosas comenzaban a tomar cuerpo. El tal Roland no era un ser especialmente agradable, pero su relato parecía muy verosímil. ¡Bastaría quitarle el jersey de hombre-músculo y las deportivas, romperle la cadera para que no pudiese andar con su contoneo de chuloputas, borrar esa leyenda del Rey del Crack de Evergreen Avenue, porque a ningún jurado le gusta que un delincuente sometido a graves acusaciones aparezca como testigo a cambio de que se le rebaje la acusación…! Pero, arreglándole un poco el aspecto, lavándole y acicalándole convenientemente, ¡y el caso estará resuelto! De repente Kramer empezaba a verlo con la mayor claridad… los retratos de los protagonistas del caso…

—¿Estás diciéndome toda la verdad? —le preguntó a Roland.

—Uhn-hunh.

—¿No añades ni quitas ningún detalle?

—No.

Kramer se dirigió al escritorio de Jimmy Caughey, hasta ponerse al lado mismo de Roland, y recogió las fotos. Luego se volvió hacia Cecil Hayden.

—Señor abogado —dijo—, tendré que discutir este asunto con mis superiores. Pero, si no me equivoco, habrá trato.

Lo vio antes incluso de haber pronunciado las palabras… el retrato del dibujante… apareciendo en la pantalla de la televisión… El vicefiscal de distrito Lawrence N. Kramer… con el índice alzado… sus enormes esternocleidomastoideos poderosamente marcados… Pero ¿qué haría el dibujante cuando llegase a su cabeza, a esa calva más que incipiente? En fin, si el dibujo le hacía justicia al resto, nadie lo notaría. Su valentía, su elocuencia… Sólo se fijarán en eso. Todo Nueva York lo verá. Miss Shelly Thomas lo verá.