La voz de la secretaria sonó en el interfono:
—Tengo a Irv Stone, del Canal 1, en la 4.
Sin disculparse ante Bernie Fitzgibbon, Milt Lubell ni Kramer, Abe Weiss interrumpió una frase a la mitad y cogió el teléfono. Y, sin ningún saludo preliminar, ni ninguna otra clase de preámbulos, dijo:
—¿Se puede saber qué tengo que hacer para que os mováis chicos? —Era la voz de un padre cansado y decepcionado—: ¿No se supone que os encargáis de las noticias que ocurren en la ciudad más importante de todo el país? ¿Y cuál es el problema más importante que tiene la ciudad más importante de todo el país? Las drogas. ¿Y cuál es la peor de todas las drogas? El crack. ¿De acuerdo? Y nosotros conseguimos organizar una acusación en toda regla ante un gran jurado contra tres de los principales traficantes de crack en el Bronx… ¿y qué hacéis vosotros? Nada… Déjame terminar. Los llevamos a los tres al Registro Central, a las diez de la mañana, ¿y dónde estábais vosotros? ¡No se os vio en ningún lado! ¡No te jode…! —Ya no era el padre entristecido sino el airado vecino del piso de abajo—. No valen excusas, Irv. Sois una pandilla de vagos. Todo por no perderos una comida en el Cote Basque. Algún día despertaréis… ¿Cómo…? ¡No me vengas con ésas, Irv! Lo único que pasa es que esos traficantes de crack son negros y son del Bronx. Eso es lo que pasa. Sí, Vanderbilt, Astor, y… y… y Wriston… —No parecía estar muy seguro de que el tercero se llamase Wriston—. Algún día despertaréis y os daréis cuenta de que ya no contáis para nada. Esto es América, Irv, aquí en el Bronx está la verdadera América de hoy en día. Y, tanto si lo sabéis como si no, en la América moderna hay montones de negros. Manhattan no es más que una boutique en una isla perdida en el Atlántico. América está aquí, en el Bronx. ¡Este es el verdadero laboratorio de las relaciones humanas! ¡Aquí es donde se llevan a cabo los verdaderos experimentos de la vida urbana…! ¿Qué quieres decir con lo del caso Lamb? ¿Qué tiene que ver con esto? ¿Así que tuvisteis que ir a cubrir una noticia en el Bronx, y con una os basta? ¿Qué pasa ahora? ¿Tenéis un cupo máximo?
Colgó. Sin decir adiós. Se volvió hacia Fitzgibbon, que estaba a su derecha, entre Kramer y Lubell, todos ellos en torno al enorme escritorio del fiscal de distrito. Weiss alzó las manos, como sí sostuviese un balón sobre su cabeza.
—Cada noche lloran a gritos por el problema del crack, y cuando conseguimos llevar ante un gran jurado a tres de los principales traficantes viene y me dice que eso no es noticia, que es pura rutina.
Kramer se encontró a sí mismo diciendo que sí con la cabeza, indicando lo mucho que le entristecía la obcecación de los periodistas de la televisión. El secretario de prensa de Weiss, Milt Lubell, un hombre delgado de rizada barba gris y ojos muy grandes, hizo girar su sillón y puso cara de absoluta y escandalizada incredulidad. Sólo Bernie Fitzgibbon encajó la noticia sin la más mínima reacción motriz.
—¿Lo veis? —dijo Weiss. Señaló el teléfono, sin mirarlo, con una sacudida de su mano cerrada con el pulgar extendido—. Intento que ese tipo comprenda la importancia de nuestra labor en un caso relacionado con el crack, y él me echa en cara lo del caso Lamb.
El fiscal de distrito parecía estar muy furioso. Pero Kramer no recordaba haberle visto nunca con expresión de tranquilidad. Weiss tenía unos cuarenta y ocho años. Pelo castaño claro, cara estrecha y fuerte mandíbula, con una cicatriz en un lado. Lo cual no tenía nada de malo. Abe Weiss formaba parte de aquel linaje de fiscales de distrito neoyorquinos cuya carrera se había basado fundamentalmente en sus apariciones por televisión, para anunciar el golpe fatal que le había asestado su departamento en pleno plexo solar a la delincuencia que asolaba la ciudad. Weiss, el buen capitán Ahab, daba pie, sin duda, a muchos chistes. Pero estaba directamente conectado con el Poder, las corrientes eléctricas del Poder fluían a través de su cuerpo, y su oficina, con sus paredes revestidas de madera y sus muebles antiguos de tamaño gigantesco y su gran bandera norteamericana, era uno de los puestos de mando del Poder, y Kramer estaba excitadísimo porque no era frecuente que le convocasen para asistir a una reunión en la cumbre como ésta.
—Sea como sea —dijo Weiss—, tenemos que encargarnos de resolver ese caso. En este momento me veo metido en una situación en la que lo único que puedo hacer es reaccionar frente a los ataques exteriores. Bernie, tendrías que haber visto venir las complicaciones con antelación. Y tendrías que haberme puesto sobre aviso. Kramer habló hace ya una semana con Bacon. Seguro que se veía venir.
—Ahí está precisamente la cuestión, Abe —dijo Fitzgibbon—. Ahí está…
Weiss pulsó un botón de su mesa, y Fitzgibbon se calló sin terminar la frase, pues era evidente que los pensamientos del fiscal de distrito se habían alejado hacia otros asuntos. En efecto, Weiss miraba un televisor situado al fondo de la sala. Como un espantoso bocio que sobresalía de la señorial pared revestida de madera noble, en una esquina, había un grupo de cuatro televisores con montones de cajas metálicas con controles metálicos y diales de cristal negro y luces verde-diodo, todo ello rodeado de montones de cables eléctricos. Detrás de los televisores, en los estantes que antiguamente debían de contener libros, había ahora hileras y más hileras de videocassettes. Porque cada vez que Abe Weiss o alguna cosa relacionada con Abe Weiss salía por la tele, Abe Weiss quería tenerlo grabado. Uno de los televisores cobró vida con un estremecimiento luminoso. Sólo la imagen; sin sonido. Una pancarta de tela llenaba toda la pantalla… JOHANNESBRONX: LA JUSTICIA DE WEISS ES JUSTICIA DE APARTHEID… Luego salió un amontonamiento de rostros blancos y negros, vistos en contrapicado, de forma que diese la sensación de que había una tremenda muchedumbre.
—¿Se puede saber qué coño es eso? —preguntó Weiss.
—Es el Canal 7 —dijo Milt Lubell.
—Pero si los del 7 no estuvieron allí… Sólo fueron los del Canal 1 —dijo Kramer, mirando a Lubell.
Lo dijo en voz baja, para indicar que sólo se atrevía a dirigirse al jefe de prensa del fiscal de distrito. No pretendía que le oyeran los jefes.
—¿Así que no te enteraste de esto? —dijo Lubell—. Fue ayer, a última hora de la tarde. Después de que el 1 sacara la noticia, los demás canales también quisieron tener la noticia. De modo que hubo una segunda manifestación.
—¿En serio? —dijo Kramer.
—Y la segunda salió en cinco o seis canales. Son muy listos.
Weiss pulsó otro botón de su mesa, y una segunda pantalla se encendió. En la primera seguían apareciendo y desapareciendo las cabezas, apareciendo y desapareciendo. En la segunda, tres músicos de rostro huesudo y enorme nuez, y una mujer… en un callejón estrecho y sombrío… MTV… Un zumbido… Los músicos se transforman en unas listas vibrantes. Entra la cinta de vídeo. Un joven con cara de luna y provisto de un micrófono… delante mismo de los bloques Edgar Allan Poe… En segundo tétmino, un grupo de mozalbetes.
Mort Selden, Canal 6 —dijo Weiss.
—Exacto —dijo Milt Lubell.
Weiss pulsó otro botón. Se encendió la tercera pantalla. Los músicos aparecían de nuevo en el callejón sombrío y humeante. La mujer tenía los labios oscuros… como los de Shelly Thomas… Un recuerdo nostálgico y exquisito embargó a Kramer… Los músicos volvieron a transformarse en las listas temblequeantes. Un hombre de rasgos latinos…
—Roberto Olvidado —dijo Lubell.
El reportero sostenía su micro ante el rostro airado de una mujer. De repente, en los tres televisores se vio a otros tantos grupos de cabezas que aparecían y desaparecían, proyectando sus tóxicos brillos sobre las molduras de la madera.
—¿Te das cuenta —le dijo Weiss a Fitzgibbon— de que lo único que salió en los telediarios de ayer noche fue lo del caso Lamb? Y lo único que ha hecho Milt esta mañana ha sido recibir llamadas de reporteros que quieren saber qué coño estamos haciendo al respecto.
—Pero Abe, todo eso es ridículo —dijo Fitzgibbon—. ¿Qué pretenden que hagamos? Nosotros somos acusadores, y la policía no ha detenido todavía a nadie.
—Bacon es un tipo listo —dijo Lubell—. Muy listo. Listísimo. Anda diciendo que la poli ha hablado con la madre del chico, y que nosotros también hemos hablado con la madre del chico, pero que, por motivos muy poco claros, hemos decidido cruzarnos de brazos. Dice que nos importa un huevo lo que les pase a los negros de las viviendas baratas.
De repente, Weiss lanzó una mirada siniestra hacia Kramer. Este se preparó para recibir el chaparrón.
—Kramer, quiero saber una cosa. ¿Es cierto que le dijiste a la madre de ese chico que la información que te estaba dando era inútil?
—¡Desde luego que no! —Kramer comprendió, algo tarde, que su respuesta tenía un tono excesivamente nervioso—. Lo único que dije fue que lo que su hijo le había dicho a ella era un testimonio de segunda mano, desde el punto de vista de la acusación, claro, y que necesitábamos algún testigo presencial, y que en cuanto supiera de alguien que hubiera estado allí nos informara inmediatamente. Eso fue todo lo que le dije. No dije que lo que me había contado era inútil. Precisamente todo lo contrario. Le di las gracias por su información. No entiendo cómo han podido darle la vuelta a mis palabras.
Y, mientras hablaba, estuvo pensando: ¿Por qué me mostré tan frío ante esa mujer? ¡Para impresionar a Martin y Goldberg, para evitar que ellos creyesen que yo soy un tipo blando! ¡Para que vieran que puedo ser tan irlandés como ellos! ¿Por qué no actué como un buen judío, capaz de identificarse con el drama de aquella mujer? En menudo lío me he metido por culpa de eso… Se preguntó si Weiss decidiría echarle del caso.
Pero Weiss se limitó a hacer un gesto de asentimiento, y sólo le dijo, bastante entristecido:
—Ya, ya… Pero, recuérdalo, no siempre podemos actuar de acuerdo con la lógica frente a… —No terminó la frase. Volvió la vista hacia Fitzgibbon—. Mientras Bacon anda por ahí diciendo todo lo que le pasa por los huevos, yo tengo que quedarme aquí sentado y repetir una y otra vez: «Tengo las manos atadas.»
—Imagino, Abe —dijo Fitzgibbon—, que ya te habrás dado cuenta de que todas esas manifestaciones son una farsa. Una docena de chicos de Bacon, y dos docenas más de los gilipollas de siempre. El Partido Laborista Social Monolítico y toda esa basura. ¿No es cierto, Larry?
—La vez que yo vi —dijo Kramer— fue exactamente así. —Sin embargo, un sexto sentido le dijo que no debía tratar de quitarles importancia a las manifestaciones. De modo que, señalando los televisores, añadió—: Pero parece que ayer hubo muchísima gente.
—Sí, claro —dijo Lubell—. En cuanto un asunto sale en la TV y en los periódicos, la gente imagina que es importante. Imagina que es natural que el asunto les excite. Un viejo truco.
—En fin —dijo Weiss—, ¿cómo está ahora la situación? ¿Qué hay de ese McCoy? ¿Tenemos algo que nos permita meterle mano? Esos dos polis… ¿cómo se llaman?
—Martin y Goldberg —dijo Fitzgibbon.
—Ellos dicen que es él, ¿no?
—Están seguros.
—¿Son buenos inspectores?
—Martin tiene muchísima experiencia —dijo Fitzgibbon—. Pero no es infalible. El hecho de que ese tipo se liara tanto no significa que hiciera algo.
—Park Avenue —dijo Weiss—. El padre de ese McCoy era el principal abogado de Dunning Sponget & Leach. Milt ha encontrado su nombre en un par de columnas sobre la vida social, y está casado con una decoradora de interiores. —Weiss se hundió en su asiento y sonrió. Era una de esas sonrisas provocadas por ciertos sueños inalcanzables—. Así se acabaría toda esa historia de la justicia de los blancos.
—Abe —dijo Fitzgibbon, la ducha fría irlandesa—, de momento no tenemos nada contra ese tipo.
—¿Tenemos alguna posibilidad de detenerle para someterlo a un interrogatorio? Sabemos que había sacado su coche el día del accidente…
—Ahora tiene abogado, Abe. Es Tom Killian.
—¿Tommy? ¿Cómo diablos puede haber localizado a Tommy? Y tú, ¿cómo te has enterado?
—Me ha llamado el propio Tommy. Dice que representa a ese McCoy. Quería saber por qué motivo le hicieron tantas preguntas los inspectores.
—¿Y qué le has dicho?
—Le he dicho que el coche de ese tipo encaja con la descripción que tenemos. Y que por eso tratan de echarle una ojeada.
—¿Qué te ha contestado?
—Que lo único que tenemos es una descripción de mierda basada en testimonios indirectos.
—¿Y qué le has dicho?
—Le he dicho que también tenemos a un chico en el hospital, que probablemente acabará muriéndose, y que la policía investiga a partir de todas las informaciones que posee.
—¿En qué situación se encuentra el chico?
—Sigue en coma, en la unidad de cuidados intensivos. Está entubado, y vive gracias a eso.
—¿Hay alguna posibilidad de que recobre la conciencia?
—Por lo que me han dicho, no es posible, pero eso no significa gran cosa. A veces despiertan, pero generalmente les dura unos instantes y vuelven a perder la conciencia. Además, no puede hablar. Respira a través de un tubo que lleva metido por la boca.
—Pero… quizá puede señalar —dijo Weiss.
—¿Señalar?
—Sí. Tengo una idea. —Una mirada perdida en la lejanía; la mirada luminosa de la inspiración—: Hay que llevar al hospital una foto de McCoy. Milt ha encontrado una en esas revistas que estuvo mirando.
Weiss le pasó a Fitzgibbon una página de un semanario de la vida social. Toda la página estaba llena de fotos de personas sonrientes. Los hombres con smoking. Las mujeres, emaciadas y exhibiendo la dentadura. Kramer se inclinó para mirar. Una de las fotos estaba marcada con rotulador rojo. Un hombre y una mujer, ambos sonriendo, de etiqueta. Míralos. Los wasps. El hombre tenía la nariz larga y afilada. La cabeza echada hacia atrás, para que destacase mejor su fuerte mandíbula de patricio. Una sonrisa tan segura… ran arrogante… La mujer también parecía wasp, pero de otro tipo. Tenía esa expresión severa, gazmoña, tensa, que hace que te preguntes inmediatamente qué tiene de malo tu atuendo o lo que acabas de decir. El pie de foto decía Sherman y Judy McCoy. Estaban en algún festejo benéfico. Aquí, en el piso sexto de la fortaleza, al oír un nombre como Sherman McCoy en seguida deducías que se trataba de algún negro. Pero éstos eran los McCoy originales, los wasps. Kramer apenas les veía nunca, como no fuera así, en fotografías, y las fotografías le mostraban a unos extraterrestres envarados y engreídos de nariz afilada, una gentuza a la que Dios, en su ilimitada perversidad, había querido rodear de favores. Pero, a estas alturas, esto no era en Kramer una idea consciente; se había convertido en un simple acto reflejo.
—Llevamos esta foto de McCoy —estaba diciendo Weiss—, con las de otras cuatro o cinco personas, cuatro o cinco blancos, y se las ponemos al lado de la cama. El chico vuelve en sí, y señala la foto de McCoy… La señala con insistencia…
Bernie Fitzgibbon miró a Weiss como si esperase de él algún indicio, lo que fuera, que dijese que esto no era más que una broma.
—¿No valdría la pena probarlo? —dijo Weiss.
—¿Y quién tiene que ser el testigo de todo eso que dices? —dijo Fitzgibbon.
—Una enfermera, un médico, quienquiera que se encuentre allí. Y luego nos presentamos nosotros y le tomamos una declaración de agonizante, todo hecho como Dios manda.
—¿Cómo Dios manda? —dijo Fitzgibbon—. Abe, no puedo dar crédito a lo que estoy oyendo. ¿Un pobre moribundo, con un tubo metido por el cuello, y señalando fotos? Eso no se sostiene de ningún modo…
—Ya lo sé, Bernie. Lo único que pretendo es contar con el testimonio del chico. Porque, en cuanto lo tengamos, las cosas serán mucho más fáciles para nosotros.
—¡Joder…! ¡Abe! ¡Olvídate de los aspectos legales de la cuestión! ¿Pretendes poner en la mesilla de noche de ese chico la foto de un broker de Wall Street junto con las de un grupo de blancos? ¿Olvidas que ese chaval se está muriendo? ¡Imagínate que vuelve en sí… y que mira la mesilla… y que se encuentra allí media docena de fotos de blancos vestidos con traje y corbata, y todos mirándole! ¡Seguro que le da un infarto y se nos muere de verdad! ¡La puta leche!, dirá el pobre, y se nos quedará tieso. ¡Joder, Abe! ¿No tienes sentimientos?
Weiss dejó escapar un prolongado suspiro, y a Kramer le pareció que, literalmente, empezaba a deshincharse.
—Sí, tienes razón. Es demasiado bestia.
Fitzgibbon miró fugazmente a Kramer.
Kramer no parpadeó. No quería lanzar ni la más mínima crítica en contra de su jefe supremo, el Fiscal de Distrito del Condado del Bronx. El capitán Ahab seguía obsesionado por el caso Lamb, y el caso Lamb estaba todavía en sus manos. Era él, Kramer, quien aún podía tratar de resolver aquel caso tan importante, tan sensacional, que podía poner en sus manos al más preciado objetivo de todos los acusadores del Bronx: el Gran Acusado Blanco, aquel ser casi mítico.
El colegio Taliaferro cerraba sus puertas cada viernes a las doce y media. Esto se hacía así únicamente debido a que la mayoría de las niñas pertenecían a familias que poseían casas para el fin de semana en el campo, y que, por lo tanto, abandonaban la ciudad a las dos de la tarde, antes de que comenzara el colapso circulatorio de todas las tardes de los viernes. De modo que, como siempre, Judy iría en la rubia Mercury a Long Island, con Campbell, Bonita y Miss Lyons, la niñera. Y, como siempre, Sherman iría en el Mercedes por la noche, o a la mañana siguiente, según la hora a la que saliese de Pierce & Pierce. Durante los últimos meses, este sistema le había resultado muy práctico. Los viernes podía hacer siempre su visita al escondrijo de Maria.
Durante toda la mañana Sherman intentó, desde su mesa de Pierce & Pierce, localizar por teléfono a Maria, tanto en su apartamento de la Quinta Avenida como en el escondrijo. En el escondrijo no contestaba nadie. En el apartamento, una criada declaró no saber ningún detalle sobre el paradero de Maria, ni siquiera respecto al país o continente. Al final, Sherman se sintió tan angustiado que se atrevió a dejar su nombre y su número de teléfono. Pero Maria no le llamó.
¡Estaba eludiéndole! En la fiesta de los Bavardage Maria le dijo que la telefonease ayer noche. Sherman estuvo llamando repetidas veces, sin obtener respuesta. ¡Maria prentendía cortar las comunicaciones entre ellos dos! Pero ¿por qué motivo? ¿Miedo? No era en absoluto una mujer cobarde… Un dato crucial que podía salvar a Sherman: la que conducía era ella… Aunque, si Maria se esfumaba… Imposible. No se esfumaría. ¡Italia! ¡Podía desaparecer en Italia! Ouuujjj… Ridículo. Contuvo el aliento y abrió la boca. Alcanzaba a oír perfectamente sus latidos… tch, tch, tch, tch… bajo el esternón. Apartó la vista de las terminales de ordenador. Era incapaz de quedarse allí sentado; tenía que hacer algo. Lo espantoso de la cuestión era que la única persona a la que podía pedir consejo era Killian, alguien a quien apenas conocía.
Al mediodía telefoneó a Killian. La recepcionista dijo que estaba en los juzgados. Veinte minutos más tarde Killian le llamó desde una ruidosa cabina, y le dijo que se reuniría con él a la una de la tarde, en el vestíbulo central del edificio de los juzgados del número 100 de Centre Street.
Cuando salía, Sherman le dijo a Muriel una mentira a medias. Le dijo que tenía que ir a hablar con un abogado, Thomas Killian, y le dejó el número de teléfono de su bufete. La media mentira estaba en el tono despreocupado con que lo dijo, un tono que dejaba entrever que Thomas Killian era un importante abogado que trabajaba para algo relacionado con Pierce & Pierce.
Aquel templado día de junio, ir hasta el número 100 de Centre Street desde su oficina era un agradable paseo. Durante los años que había estado viviendo en Nueva York y trabajando en la parte baja de Manhattan, jamás se había fijado en el edificio de los juzgados de lo Penal, pese a que se trataba de uno de los más grandes y grandiosos de la zona del ayuntamiento. Lo diseñó un tal Harvey Wiley Corbett de acuerdo con las normas del estilo moderno, que ahora recibía el nombre de art déco. Corbett, tan famoso en tiempos, sólo era recordado ya por un puñado de historiadores de la arquitectura; y el mismo y triste destino había corrido la excitación suscitada por la inauguración de aquel edificio en 1933. Los juegos de piedra y latón y cristal de la entrada seguían resultando impresionantes. Sin embargo, en cuanto Sherman penetró en el gran vestíbulo hubo algo que le puso en alerta roja. No se sintió capaz de determinar el motivo. De hecho, se debía sin duda a la presencia de tantos negros, tantas zapatillas deportivas, tantos contoneos de chuloputas. Para él, aquello era como la terminal de autobuses del puerto. Territorio enemigo. Aquel tremendo espacio, cubierto por un anticuado techo que recordaba el de las grandes estaciones de ferrocarril, estaba atestado de grupos de negros hostiles cuyas voces producían un tremendo fragor nervioso. En torno a esos grupos de negros caminaban algunos blancos vestidos con trajes baratos o americanas sport, que se dedicaban a observar a los negros como lobos vigilando rebaños de corderos. Seguían entrando en el vestíbulo nuevos rostros oscuros, jóvenes que atravesaban el recinto en parejas y tríos, todos ellos andando con aquel extraño contoneo. En uno de los lados, inmersos en la penumbra, unos cuantos blancos y negros hablaban en los teléfonos públicos. Enfrente, los ascensores iban tragando y vomitando más gente de piel oscura, y había grupos de esa gente que se disgregaban mientras en otros puntos se congregaban nuevos grupos, y el fragor nervioso de las voces crecía y se apagaba, crecía y se apagaba, y las zapatillas deportivas chirriaban sobre el mármol del piso.
No fue difícil localizar a Killian. Se encontraba junto a los ascensores, cerca de otros pícaros urbanos como él; Killian llevaba un traje gris claro con anchas listas de color blanco tiza, camisa blanca de cuello anchísimo y listas finas de tono marrón. Estaba charlando con un blanco bajito de mediana edad, con cazadora acolchada. Cuando Sherman se les aproximó, oyó que Killian decía:
—¿Que te haga descuento? Vete-por-ahí, Dennis. ¿Un descuento por pagar en metálico?
El hombre bajito le contestó algo.
—Tampoco es tanta pasta, Dennis. Yo siempre cobro en metálico. ¿O crees que mis clientes acostumbran tener cuenta bancaria? Además, yo pago mis impuestos… —Se fijó en Sherman, le hizo un saludo con la cabeza, y siguió diciéndole al hombre bajito—: No puedo decirte nada más. Las cosas están como están. Págamelo el lunes. De lo contrario, no podremos trabajar.
El hombre bajito siguió la mirada que Killian había desviado hacia Sherman, añadió algo más en voz baja, y, diciendo que no con la cabeza, se retiró.
—¿Qué pasa, hombre? —le dijo Killian a Sherman.
—Bien, bien.
—¿Había estado aquí alguna vez?
—No.
Es la mayor oficina legal de todo Nueva York. ¿Ve a esos dos tipos de ahí? —Señaló a un par de blancos con traje y corbata que rondaban por entre los grupos de negros y latinos—. Son abogados. Andan buscando clientes.
—No lo entiendo.
—Muy sencillo. Se acercan a los tipos y les preguntan: «Eh, ¿necesita abogado?» Mire, ¿ve a ese de ahí? —Señaló a un hombre de estatura media, con americana deportiva a cuadros, que estaba ante las puertas de los ascensores—. Se llama Miguel Escalero. Le llaman Mickey Elevator. Es abogado. Se pasa media mañana ahí, y en cuanto aparece alguien con pinta de hispano y de desgraciado, se le acerca y le pregunta: «¿Necesita usted un abogado?»[25] Si el tipo le contesta que no puede pagarse un abogado, Escalero le contesta: «¿Cuánto dinero lleva encima?» Y, si el tipo lleva cincuenta dólares, ya tiene abogado.
—¿Qué clase de defensa puede conseguir alguien por cincuenta dólares? —preguntó Sherman.
—Lo normal es que le consigan una rebaja en la acusación. Si el abogado tiene que organizar una defensa, el pobre tipo se queda otra vez solo. Bien, ¿cómo andan las cosas?
Sherman le habló de sus fallidos intentos de localizar a Maria.
—Yo diría que se ha buscado un abogado —dijo Killian. Al hablar, movía la cabeza de un lado a otro, con los ojos entrecerrados, como un boxeador aprestándose para el combate. A Sherman le produjo una penosa impresión, pero se abstuvo de hacer comentarios.
—¿Y cree que su abogado le ha dicho que no hable conmigo?
—Eso es lo que yo le habría dicho si ella fuese cliente mía. No se preocupe por mí. Ayer estuve haciendo puentes, de lucha libre, sabe. Me parece que me torcí el cuello.
Sherman le miró, atónito.
—Antes corría —dijo Killian—, pero tanto brinco acabó fastidiándome la espalda. Así que ahora voy al Athletic Club y levanto pesas. Y estoy rodeado de chiquillos haciendo puentes, sabe. Supongo que ya estoy muy viejo para los puentes. Intentaré localizarla yo.
Dejó de menear la cabeza.
—¿Cómo?
—Ya se me ocurrirá algo. La mitad de mi trabajo consiste en hablar con gente que no tiene ganas de hablar.
—La verdad, estoy muy sorprendido —dijo Sherman—. Maria… no es una mujer cautelosa, sino todo lo contrario. Es más bien una aventurera. Le gusta el riesgo. Una chica del Sur, salida de ninguna parte, que logra subir hasta un piso de la Quinta Avenida… No sé… Quizá le parezca ingenuo por mi parte, pero creo que ella… siente algo sincero por mí. Creo que me quiere.
—Apuesto a que también quiere su piso de la Quinta Avenida —dijo Killian—. Quizá empieza a pensar que ha llegado la hora de no correr más riesgos.
—Es posible —dijo Sherman—, pero no puedo creer que pretenda darme el esquinazo. Naturalmente, sólo han sido dos días.
—Si se trata de eso —dijo Killian—, hay un detective que tiene su oficina al lado mismo de nuestro bufete. Había sido inspector de policía, encargado de los casos más importantes, pero ahora trabaja por su cuenta. De todos modos, no hace ninguna falta comenzar con gastos así, a no ser que sea necesario. Y creo que de momento no es necesario. He hablado con Bernie Fitzgibbon. Supongo que lo recuerda, ese tipo del departamento de Homicidios del Bronx…
—¿Ya ha hablado con él?
—Sí. La Oficina del Fiscal de Distrito está siendo asediada por la prensa, y por eso han tenido que comprobar todos los coches, uno por uno. Eso es lo único que ocurre de momento. No tienen nada.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—¿Cómo dice?
—Que cómo está seguro de que ese hombre le ha dicho la verdad…
Bueno, quizá no me diga todo lo que sabe, pero a mí no me miente jamás. No me engaña nunca.
—¿Por qué?
Killian desvió la mirada hacia el amplio vestíbulo de los juzgados. Luego se volvió a Sherman.
—¿Ha oído hablar alguna vez del Banco de Favores?
—¿El Banco de Favores? No.
—Mire, todo lo que ocurre en este edificio, todo lo que ocurre en el sistema legal de Nueva York, funciona a base de favores. Todos hacemos favores a todos los demás. En cuanto alguien tiene la más mínima oportunidad, corre a hacer algún depósito en el Banco de Favores. Una vez, al comienzo de mi carrera como vicefiscal, estaba llevando la acusación en un caso y me enfrentaba a un abogado, un hombre mayor, que se dedicaba a maniatarme y fastidiarme. Era judío. Y yo no tenía ni idea de cómo manejarle. De modo que fui a hablar con mi superior, que era un Asno, como yo. Y el tipo me llevó directamente a ver al juez, en privado. El juez también era un Asno, un viejo de pelo blanco. Jamás lo olvidaré. Cuando entramos, estaba de pie junto a su mesa, jugando al golf. Uno de esos juegos de golf en miniatura. Golpeas la bola, y en lugar de agujero hay una especie de copita con una pendiente que baja hasta el suelo. El juez ni siquieta levantó la vista. Estaba apuntando a la copita. Mi superior nos dejó solos, y yo me quedé allí plantado, sin saber qué hacer, y el juez me dijo: «Tommy…» Todo esto sin dejar de preparar su golpe. «Tommy —me dijo—, pareces un buen chico. Ya sé que hay un hijoputa de judío que te lo está poniendo todo muy complicado.» Me quedé pasmado. Ya se lo imagina… todo eso era absolutamente contrario a las normas. No se me ocurría nada que decir. Y él me dijo: «No te preocupes por nada, Tommy.» Y seguía sin levantar la vista. De modo que le dije: «Gracias, juez», y me fui. A partir de ese momento, el juez comenzó a complicarle la vida al abogado. Cada vez que yo empezaba a decir: «Protesto», el juez, antes de que yo llegase a la segunda sílaba, decía: «Acepto la protesta.» De repente parecía que yo fuese un genio de la fiscalía. Pues bien, esto no fue nada más que un depósito efectuado en el Banco de los Favores. Yo no podía hacer absolutamente nada por aquel juez, al menos de momento. Un depósito efectuado en el Banco de Favores no es un quid pro quo. Es como ahorrar para los días de lluvia. El código penal tiene muchas zonas borrosas, y es precisamente en esas zonas donde puedes actuar. Pero si cometes una equivocación puedes meterte en problemas muy graves, y necesitas ayuda con la mayor urgencia. En fin, mire a esos de ahí. —Y señaló a los abogados que rondaban por entre los grupos del vestíbulo. Luego señaló a Mickey Elevator—. Lo que hacen es ilegal. Podrían detenerles. Sin el Banco de Favores, estarían acabados. Pero si has ido haciendo depósitos periódicos en el Banco de Favores, te colocas en una situación que te permite hacer contraros. Así se llaman los grandes favores: contratos. Y hay que apañárselas a base de contratos.
—¿Por qué?
—Porque en los juzgados todo el mundo piensa lo mismo: si no cuidas hoy de mí, mañana no cuidaré yo de ti. Lo cual, a no ser que tengas una gran confianza en tus propias fuerzas, es una situación temible.
—Entonces, ¿le pidió usted a su amigo Fitzgibbon que le hiciera un contrato? ¿Es así como se dice?
—No, Bernie sólo me hizo un favor corriente, puro protocolo. Todavía no estamos en una situación que nos lleve a forzar un contrato. Mi estrategia consiste en evitar que las cosas lleguen hasta ese punto. En este momento, me parece, el cabo suelto es su amiga, Maria Ruskin.
—Sigo creyendo que me llamará.
—Si lo hace, haga lo que voy a decirle. Cítese con ella en algún sitio, y luego telefonéeme. Nunca estoy lejos de mi teléfono más de una hora, ni siquiera los fines de semana. Creo que tendría que ir cableado a esa cita.
—¿Cableado? —Sherman intuyó lo que significaba aquella expresión, y se sintió profundamente escandalizado.
—Sí. Tendría que ir con una grabadora.
—¿Una grabadora?
Sherman volvió a fijarse en la enorme y biliosa penumbra del vestíbulo; en las oscuras formas metidas en las conchas de los teléfonos; en las figuras que erraban hacia uno y otro lado, todas calzadas con enormes zapatillas deportivas y caminando con sus extraños contoneos; en los desdichados tête-à-têtes; en Mickey Elevator merodeando a la caza de clientes en los márgenes de este harapiento y repulsivo rebaño.
—No tiene ninguna complicación —dijo Killian, creyendo que a Sherman le preocupaban los aspectos simplemente tecnológicos—. Le pegamos la grabadora con cinta adhesiva a sus riñones, y le ponemos el micro debajo de la camisa. Es más pequeño que la última falange de un dedo meñique.
—Mire, Mr. Killian…
—Podemos tutearnos…
Sherman hizo una pausa y estudió el delgado rostro irlandés que emergía por encima del ancho cuello de camisa inglesa. De repente tuvo la sensación de venir de otro planeta. No pensaba hacer caso de la indicación de Killian.
—Todo esto me preocupa mucho —dijo—, pero no estoy tan preocupado como para hacer una grabación clandestina de una conversación con alguien que para mí es un ser muy querido. De modo que olvidemos esa parte del plan.
—En el estado de Nueva York es absolutamente legal —dijo Killian—, y muy corriente. Tienes todo el derecho a grabar tus propias conversaciones, tanto telefónicas como cara a cara.
—No se trata de eso —dijo Sherman. Involuntariamente, elevó un poco su mentón Yale.
—Bien —dijo Killian, encogiéndose de hombros—. Lo único que digo es que es legal, y que a veces es la única forma de lograr que la gente se atenga a la verdad.
—Creo que… —Sherman iba a enunciar un principio fundamental, pero temió que Killian lo tomase por un insulto. De modo que se limitó a decir—: Sería incapaz de hacerlo.
—Muy bien —dijo Killian—. Ya veremos cómo evolucionan las cosas. De todos modos, intenta localizarla, y llámame en cuanto lo consigas. También yo lo intentaré.
Cuando abandonaba el edificio, Sherman se fijó en los morosos grupos de gente esparcida por la escalera de la fachada. ¡Tantísimos jóvenes de espaldas cargadas! ¡Tantísimas caras de piel oscura! Por un instante pudo ver al chico delgado, y al gigante que le acompañaba. Se preguntó si no era un riesgo encontrarse en un edificio donde cada día, y a cada hora, se reunían tantísimas personas acusadas de violar gravemente el código penal.
Fallow no lograba entender cómo conseguía Albert Vogel conocer esa clase de locales. El Huan Li era tan pomposo y envarado como el Regents Park. Aunque se encontraban en la zona de las Cincuenta Este, cerca de Madison Avenue, en la hora punta del almuerzo, el restaurante estaba casi en silencio. Era posible, pero no seguro, que no estuvieran ocupadas más que una tercera parte de las mesas. No había modo de adivinarlo, tanto debido a la penumbra como a los biombos. El comedor estaba dividido en cubículos por biombos de madera oscura con relieves de anzuelos de diferentes formas. Y la oscuridad era tan cerrada que incluso Vogel, apenas a medio metro de distancia, parecía un Rembrandt. Un rostro iluminado, un rayo de luz que daba a su cabeza de abuela una blancura deslumbrante, un destello de camisa bajo la cinta de la corbata…, y todo lo demás sumergido en la negrura. De vez en cuando, silenciosa y repentinamente, los camareros chinos aparecían como por arte de magia junto a ellos, con sus chalecos y sus pajaritas negras. No obstante, comer con Vogel en el Huan Li tenía una ventaja insoslayable. El americano se encargaría de pagar la cuenta.
—¿Seguro que no vas a cambiar de opinión, Pete? —estaba diciéndole el americano—. Tienen un vino chino francamente magnífico. ¿Has probado alguna vez el vino chino?
—Los vinos chinos saben a rata muerta —dijo Fallow.
—¿Cómo dices?
Rata muerta… Fallow no tenía ni idea de por qué lo había dicho. Al fin y al cabo, hacía algún tiempo que ya no empleaba esa expresión. Ahora avanzaba codo a codo con Gerald Steiner por el mundo de la prensa amarilla, en parte gracias a Albert Vogel, pero también gracias a su propia brillantez. Ya estaba a punto de olvidar casi por completo la ayuda que Vogel le había prestado para aquella gran primicia del caso Lamb. Le fastidiaba aquel tipo, con su manía de llamarle Pete por aquí, Pete por allá, y tenía ganas de tomarle el pelo. Por otro lado, sabía que Vogel era el oleoducto que le vinculaba con Bacon y su pandilla. Y a Fallow no le hubiese gustado la idea de tener que arreglárselas directamente con ellos.
—Con la comida china prefiero tomar cerveza, Al —dijo Fallow.
—Ya… comprendo —dijo Vogel—. ¡Eh, camarero, camarero! Joder, ¿dónde se han metido los camareros? Está tan oscuro que no veo nada.
Una cerveza, en efecto, estaría bien. La cerveza era prácticamente inocua y natural, casi como tomarse una manzanilla. La resaca que Fallow tenía hoy era poca cosa, apenas una niebla espesa. Sin dolor; sólo la niebla. Ayer, gracias al aumento de su prestigio en el City Light, había encontrado el momento oportuno para invitar a la más cachonda de las redactoras de mesa, una rubia de grandes ojos que se llamaba Darcy Lastrega, a cenar con él. Fueron al Leicester's, en donde Fallow hizo las paces con Britt-Withers e incluso con Caroline Heftshank. Y terminaron sentadas a La Mesa, con Nick Stopping, Tony y St. John y Billy Cortez, y algunos de los demás. La Mesa encontró en seguida a un incauto, en la persona de un tejano que atendía al nombre de Ned Perch, alguien que había ganado una cantidad impresionante de dinero en cierto negocio, y que había comprado montañas de plata vieja en Inglaterra, según él mismo repetía a cada momento. Fallow estuvo entreteniendo a sus contertulios durante largo tiempo con anécdotas sobre los bloques de pisos del Bronx, para que de esta manera todo el mundo se enterase de su reciente éxito. Su pareja, Miss Darcy Lastrega, no parecía sin embargo cautivada. Nick Stopping y St. John comprendieron desde el primer momento que era la típica subnormal norteamericana, una persona carente de sentido del humor, y nadie se tomó la molestia de darle conversación, de manera que al poco rato la joven se hundió en su silla, cada vez más deprimida. A fin de reparar el agravio, cada veinte o treinta minutos Fallow se volvía hacia ella, la cogía del brazo, y le decía, en un tono que debía ser interpretado sólo en parte como una broma:
—No entiendo lo que me está ocurriendo. Debe de ser que me he enamorado. ¿Verdad que no estás casada?
La primera vez, la chica le respondió con una sonrisa. La segunda vez, y la tercera, ni siquiera eso. Para la cuarta, la chica había desaparecido. Se había ido del restaurante sin que él se enterase. Billy Cortez y St. John comenzaron a reírse de él, y Fallow lo encajó muy mal. Aunque no fuera más que una tía buena con cerebro de pajarito, su desaparición le resultó humillante. Tras apenas cuatro o cinco vasos más de vino, Fallow abandonó también el Leicester's, sin despedirse de nadie. En cuanto llegó a su casa se durmió.
Vogel había conseguido finalmente pedirle una cerveza al camarero. También pidió unos palillos, pues el Huan Li era tan descaradamente comercial, y tan nulamente preocupado por aparentar autenticidad, que ponía las mesas con cubiertos occidentales. Qué americano era dar por supuesto que aquellos serios chinos iban a sentirse complacidos en cuanto uno de los clientes mostrara su preferencia por los artilugios de su lejana cultura… Qué americano era sentirse culpable a no ser que uno decidiera pelearse con los escurridizos fideos y pedazos de carne con aquellos objetos que parecían agujas gruesas de calceta. Mientras perseguía en su escudilla un resbaloso fragmento de masa hervida, Vogel le dijo a Fallow:
—A ver, Pete, dime la verdad. ¿No te lo dije yo desde el principio? ¿No te dije que esta noticia sería sensacional?
No era eso lo que Fallow quería oír. No quería oír que la noticia, el caso Lamb, era sensacional. De modo que se limitó a asentir con la cabeza.
Vogel debió de captar sus ondas mentales, porque añadió a continuación:
—Menudo jaleo has organizado. Has conseguido que toda la ciudad hable del caso. Lo que has escrito, Pete, es pura dinamita.
Adecuadamente adulado, Fallow experimentó ahora un espasmo de gratitud.
—Debo admitir que, la primera vez que hablamos, me sentí bastante escéptico. Pero tenías razón. —Y alzó su cerveza para brindar.
Vogel hundió casi en la escudilla su mentón a fin de engullir el fragmento de masa hervida antes de que se le escapase entre la punta de los palillos.
—Y lo fabuloso, Pete, es que no se trata de una noticia pasajera. Porque estos hechos inciden directamente en la estructura misma de esta ciudad, en su estructura de clases, en su estructura racial, en el funcionamiento mismo del sistema. Por eso le importa tantísimo al reverendo Bacon. Y te está muy agradecido por todo lo que has hecho.
A Fallow le molestaba que le recordasen que Bacon estaba interesado en su noticia como si fuese el propietario. Al igual que la mayor parte de periodistas que han publicado una noticia, Fallow trataba de convencerse a sí mismo de que él había sido su descubridor.
—Precisamente, el otro día me dijo —prosiguió Vogel— lo asombrado que… Mira, Pete, tú eres inglés, pero resulta que en cuanto llegas aquí metes el dedo en la llaga, en el tema esencial: ¿cuánto vale una vida? ¿Vale menos la vida de un negro que la vida de un blanco? Eso es lo que hace que esa noticia tenga tanta trascendencia.
Fallow flotó unos instantes en la dulzona adulación, y luego comenzó a preguntarse hacia dónde conducía ese prólogo.
—Pero hay un aspecto de la cuestión que, creo yo, tendrías que machacar todavía más. Justamente le hablé de eso al reverendo Bacon el otro día.
Ah —dijo Fallow—. ¿Qué aspecto?
—Lo del hospital, Pete. De momento, la gente del hospital está saliendo bastante bien librada. Ahora dicen que están «investigando» cómo pudo ser que ese muchacho llegase a urgencias con una contusión subdural y le curasen solamente la muñeca. Pero ya sabes lo que harán. En realidad, tratarán de escurrir el bulro.
—Es muy posible —dijo Fallow—, pero ellos insisten en que Lamb no les dijo nada de que le hubiese atropellado un coche.
—Probablemente para entonces al pobre muchacho ya no le funcionaba muy bien la cabeza, Pete. ¡Eso es precisamente lo que tendrían que haber investigado, su estado general! A eso me refiero cuando hablo de la vida de los blancos y la vida de los negros. Me parece que ha llegado el momento de atacar frontalmente al hospital. El momento adecuado, Pete. La noticia ha perdido fuerza desde que la poli localizó el coche y al conductor.
Fallow no dijo nada. Le molestaba que le empujasen tan descaradamente. Pero luego comentó:
—Me lo pensaré. Yo diría que los del hospital han explicado las cosas bastante a fondo. Pero me lo pensaré.
—Bien, Pete —dijo Vogel—, quiero serte completamente franco. Bacon ya se ha puesto en contacto con el Canal 1 para que ellos analicen este punto de vista. Pero tú has sido… has sido nuestro principal portavoz, y nos gustaría que siguieras siéndolo.
¡Su principal portavoz! ¡Qué suposición tan detestable! Pero no quería que Vogel comprendiese hasta qué punto le había ofendido.
—¿A qué viene esta relación tan íntima entre Bacon y el Canal 1? —dijo finalmente.
—¿Cómo dices?
—Bacon les dio la exclusiva de la primera manifestación.
—Bueno… es cierto, Pete. Voy a serte absolutamente franco. Pero ¿cómo te enteraste de eso?
—Me lo contó el comosellame del Canal 1. El reportero o lo que sea, Corso.
—Ah. Bueno, la cuestión es que no queda otro remedio que trabajar de esa forma. Los telediarios son puras relaciones públicas. Todos los días, las redacciones de los telediarios se limitan a esperar que la gente de relaciones públicas les lea la lista de cosas que pueden tratar, y luego ellos eligen. No son unos periodistas especialmente emprendedores. Se sienten mucho más a gusto si tratan noticias que ya han salido antes en la prensa escrita.
—En el City Light, por ejemplo —dijo Fallow.
—Bien… es cierto. Voy a serte absolutamente franco, Pete. Tú eres un periodista de verdad. Pues bien, cuando la gente de la televisión ve que un periodista de verdad se lanza sobre una noticia, en seguida tratan de seguir sus pasos.
Fallow se recostó en su asiento y tomó con calma un buen trago de cerveza en la penumbra del Huan Li. Sí, su siguiente golpe periodístico consistiría en hacer una denuncia en toda regla de los telediarios. Pero, de momento, mejor sería olvidarlo. De hecho, jamás en la vida se había sentido tan a gusto como al comprobar que la gente de la televisión se dedicaba a seguir sus huellas.
Pocos minutos más tarde ya había llegado a la conclusión de que el siguiente paso que debía dar consistía en denunciar la negligencia del hospital. Seguro que se le hubiese ocurrido a él solo, inevitablemente, sin necesidad de que se lo dijese aquel ridículo yanqui de rostro sonrosado.
Los emparedados de este día llegaron a las fauces de Jimmy Caughey, Ray Andriutti y Larry Kramer gratuitamente, a cuenta del Estado de Nueva York, y en relación con el caso de Willie Francisco. El juez Meldnick había tardado sólo cuatro días en hacer sus averiguaciones y decidir qué opinaba acerca de la petición de Willie, quien había exigido que se declarase juicio viciado de nulidad. Y esa misma mañana había accedido a esa petición, basándose en el ataque de dudas que había padecido el viejo y gordo McGuigan, un jurado irlandés. Pero como al empezar la jornada el juicio estaba técnicamente en pleno desarrollo, Gloria, la secretaria de Bernie Fitzgibbon, había podido encargar la comida gratis.
Ray estaba de nuevo encorvado sobre su mesa, comiendo un superbocadillo y bebiendo su amarillento café. Kramer tomaba un emparedado de rosbif que sabía a química. Jimmy apenas había probado su comida. Aún seguía quejándose de que le hubieran arrebatado de las manos el seguro triunfo en aquel caso tan sencillo. Su historial era excelente. El departamento de Homicidios elaboraba unas estadísticas en las que, como en las de baloncesto, se anotaban junto al nombre de cada vicefiscal todos los veredictos de culpabilidad que había conseguido. Y Jimmy Caughey no había perdido un solo caso durante los dos últimos años. Su furia se había transformado finalmente en un odio intensísimo dirigido contra Willie Francisco y la vileza de su hazaña, mientras que Andriutti y Kramer opinaban que aquel caso se había convertido en la típica mierda carente de todo interés. Era raro ver a Jimmy en ese estado. De ordinario aparentaba la misma frialdad temible que el mismísimo Fitzgibbon.
—No es la primera vez que ocurre —dijo Caughey—. En cuanto llevas a esos microbios ante un tribunal, se creen estrellas de cine. ¿Os habéis fijado en Willie cuando se ha puesto a pegar aquellos brincos pidiendo que el juicio fuese declarado nulo?
Kramer asintió con la cabeza.
—Cualquiera diría que es un experto en leyes. En realidad, no es más que uno de los más estúpidos gilipollas que hayan sido jamás juzgados en el Bronx. Hace un par de días le dije a Bietelberg que si Meldnick declaraba juicio viciado de nulidad, y sabíamos que iba a hacerlo, nosotros estábamos dispuestos a pactar, a rebajar la acusación de homicidio en segundo grado a homicidio sin premeditación, sólo para librarnos de otro juicio. Pero nada. Ese Willie de los cojones es demasiado listo para eso. Para él sería como reconocer la derrota. Cree que domina a los jurados. Cuando empiece el nuevo juicio se hundirá como una piedra, os lo juro. No saldrá por menos de doce y medio a veinticinco, cuando podría haberse quedado en de tres a seis o de cuatro a ocho.
Ray Andriutti dejó un momento de engullir su alargado bocadillo para decir:
—Quizá sea más listo de lo que supones, Jimmy. Si acepta lo que le propones, es imposible que se libre de la cárcel. Mientras que, con una mierda de jurado como los que tenemos en el Bronx, todo está siempre en el aire. Con esa gentuza puede ocurrir cualquier cosa. ¿Te has enterado de lo que pasó ayer?
—No.
—¿No sabes lo de ese médico de Montauk?
—No.
—Resulta que ese doctor, bueno, un médico de pueblo, de un sitio que se llama Montauk, jamás había estado en el Bronx. Pero uno de sus pacientes padecía una enfermedad tropical, muy esotérica. El tipo estaba gravísimo, y en el hospital no se sentían capaces de curarle. Pues bien, en Westchester hay un hospital que tiene una unidad especializada en esa clase de enfermedades, de manera que ese médico se metió con su paciente en un ambulancia y se vinieron los dos a Westchester, y el enfermo se les murió en cuanto le ingresaron en urgencias. La familia demandó al médico por negligencia. ¿Sabes dónde presentaron la demanda? ¿Crees que lo hicieron en Montauk? ¿O en Westchester? Pues no. La presentaron en el Bronx.
—¿Cómo pueden haberla presentado aquí? —preguntó Kramer.
—Esa ambulancia de los cojones tuvo que pasar por Major Deegan para llegar a Westchester, y el abogado de la familia tuvo la genial idea de asegurar que la negligencia se produjo en el Bronx, y exigió, por tanto, que el juicio se celebrase en el Bronx. Les han dado ocho millones de dólares. Ayer mismo el jurado dio su veredicto. Ese abogado ha demostrado poseer grandes conocimientos de geografía legal…
—La leche —dijo Jimmy Caughey—, seguro que todos los abogados especializados en negligencia se han enterado ya de cómo van las cosas en el Bronx. En cualquier demanda civil, los jurados del Bronx actúan como auténticos redistribuidores de la riqueza.
Los jurados del Bronx… Y, de repente, Kramer dejó de imaginar el amasijo de caras oscuras y negras que Ray y Jimmy tenían en mente, porque se había puesto a pensar en esa sonriente y perfecta dentadura y en esos gruesos y dulces labios en los que brillaba el color marrón y en esos fulgurantes ojos que le miraban desde el otro lado de la mesita, en el mismísimo centro de… La Vida… Manhattan… Joder… Después de pagar la cuenta del Muldowny's se había quedado sin blanca… pero cuando llamó a un taxi frente a la puerta del restaurante, y tomó la mano de ella para despedirse y darle las gracias, la chica dejó que su mano se entretuviera durante largos momentos en la de él, y él aumentó la presión, y ella también apretó, y se quedaron así, mirándose mutuamente a los ojos, y —¡Dios mío!— ese momento fue más dulce, más sexy, más amoroso —¡maldita sea!—, absolutamente preñado de amor, de amor verdadero, de ese amor que te golpea en pleno rostro… y llena tu corazón a rebosa… que todos y cada uno de aquellos ligues con polvo a la primera de los que tanto se enorgullecía cuando comenzaba a salir a rondar por ahí como un pato en celo… No, él estaba dispuesto a perdonárselo casi todo a los jurados del Bronx. Porque gracias a un jurado del Bronx había llegado a su vida la mujer para la que desde el principio estaba predestinado… Amor, Destino… Da igual que los demás se rían de estos elevados conceptos… Ray, que sigue engullendo su superbocadillo; Jimmy, que sigue quejándose entristecido del asunto de Willie Francisco y Lester McGuigan… Porque la vida de Larry Kramer se encontraba en un nivel infinitamente superior…
Sonó el teléfono de Ray. Este lo descolgó y dijo:
—Homicidios… Unnnh-junnnh… Bernie no está… ¿El caso Lamb? Kramer… Larry. —Ray miró a Kramer e hizo una mueca—. Sí, está aquí. ¿Quiere hablar con él? Vale, un segundo. —Tapó el micro y dijo—: Un tipo de la Asociación de Ayuda Legal. Un tal Cecil Hayden.
Kramer se levantó de su escritorio para acercarse al de Andriutti y coger el teléfono.
—Kramer.
—Larry, soy Cecil Hayden, de Ayuda Legal. —El tal Hayden era un hombre de tono muy dinámico—. Creo que estás llevando el caso Henry Lamb, ¿es así?
—Exacto.
—Larry, creo que ha llegado el momento de poner esa vieja canción titulada Hagamos un trato.
—¿Qué clase de trato?
—Represento a un individuo llamado Roland Auburn. Hace un par de días un gran jurado le acusó de posesión ilegal y tráfico de estupefacientes. Weiss ha dado una nota a la prensa diciendo que mi cliente es el Rey del Crack de Evergreen Avenue. Lo cual le pareció muy adulador a ese muchacho. Si conoces Evergreen Avenue no hará falta que te explique el porqué. Pues bien, el Rey del Crak no tiene los diez mil dólares de fianza que le piden, y en estos momentos está en Rikers Island.
—Ya. ¿Y qué tiene que ver todo eso con el caso Lamb?
—Dice que él estaba con Henry Lamb cuando le atropelló ese coche. Y que fue él quien le llevó al hospiral. Puede proporcionarte una descripción del conductor. Quiere un trato.