16. Carácter irlandés

El machismo irlandés de Martin era tan frío que Kramer era incapaz de imaginárselo animado y alegre como no fuera en estado de embriaguez. E incluso así, pensó Kramer, seguro que era un borracho pesado e irritable. Esta mañana, sin embargo, parecía de buen humor. Sus siniestros ojos de doberman lanzaban destellos. Estaba contento como un niño.

—Y estábamos en el portal, con los dos porteros —iba diciendo—, cuando sonó un zumbido, y se encendió un botón, y, la hostia, no veas cómo salió disparado uno de los porteros, cagando leches, haciendo sonar un silbato y llamando a un taxi.

Miraba directamente a Bernie Fitzgibbon mientras relataba su anécdota. Estaban los cuatro, Martin, Fitzgibbon, Goldberg y Kramer, en la oficina de Fitzgibbon. Éste, tal como le correspondía a todo un jefe de Homicidios de la Oficina del Fiscal de Distrito, era un irlandés delgado y atlético: pelo muy moreno, mandíbula cuadrada, ojos negros, y lo que Kramer solía llamar una Sonrisa de Vestuario. La Sonrisa de Vestuario era rápida pero en absoluto simpática. De modo que si Fitzgibbon sonreía ante la historia de Martin y sus tediosos detalles era solamente porque Martin pertenecía a un tipo especial de policías duros y con mala leche que Fitzgibbon sabía apreciar.

Había en la oficina dos irlandeses, Martin y Fitzgibbon, y dos judíos, Goldberg y él, pero era como si, a todos los efectos, fuesen un cuarteto de irlandeses. Sigo siendo judío, pensó Kramer, menos en esta oficina. Todos los policías acababan adquiriendo el carácter irlandés, tanto los policías judíos —Goldberg, por ejemplo— como los policías italianos y los policías negros. Sí, incluso los policías negros; nadie entendía a los jefes de policía de las diversas comisarías porque casi todos eran negros, y su piel ocultaba su mentalidad irlandesa. Lo mismo podía decirse de los vicefiscales del departamento de Homicidios. Todos se volvían irlandeses. En el conjunto de la población de Nueva York, el número de irlandeses estaba descendiendo notablemente. En el terreno de la política, los irlandeses, que hasta hacía veinte años habían tenido la sartén por el mango en el Bronx, Queens, Brooklyn y buena parte de Manhattan, apenas si controlaban ahora un pequeño distrito despreciable del West Side de Manhattan, por la zona en la que estaban oxidándose irremediablemente los muelles abandonados del Hudson River. Todos los policías irlandeses que Kramer iba conociendo, incluso Martin, vivían ahora en Long Island o en sitios como Dobbs Ferry, y cada día hacían el viaje hasta la ciudad desde esas zonas de la periferia. Bernie Fitzgibbon y Jimmy Caughey no eran más que dinosaurios. Todos los funcionarios que estaban escalando peldaños en la jerarquía de la Oficina del Fiscal de Distrito del Bronx eran judíos o italianos. Sin embargo, el sello irlandés seguía predominando en la policía y en el departamento de Homicidios, y probablemente no habría nada capaz de borrarlo. El machismo irlandés era una forma de amarga locura que los dominaba a todos. Les encantaba llamarse a sí mismos Donkeys y Harps [23] ¡Donkeys! Usaban el término con orgullo, pero también identificándose con el significado. La valentía de los irlandeses no era como la del león, sino como la del asno. No retroceder jamás. Como policía, o como vicefiscal de distrito, jamás había que retroceder, por grave que fuese el aprieto en el que uno se metiera. Había que negarse a ceder un solo palmo de terreno. Y eso era lo temible, lo terrible de todos y cada uno de los miembros de esa raza, incluso de los más insignificantes. En cuanto alguno de ellos tomaba una posición, siempre estaba dispuesto a defenderla con uñas y dientes. De modo que para tratar con ellos había también que estar dispuesto a pelear, y en este mundo no hay mucha gente dispuesta a pelear hasta el final. El otro aspecto importante era el de la lealtad. En cuanto uno de ellos se metía en algún embrollo, todos los demás cerraban filas junto a él. Bueno, eso no era cierto del todo, pero las cosas tenían que ponerse muy feas para que los irlandeses escurrieran el bulto y dejaran solo a uno de los suyos. Así eran los polis, y así se suponía también que eran los vicefiscales de distrito pertenecientes al departamento de Homicidios. La lealtad era la lealtad, y la lealtad irlandesa era monolítica, indivisible. ¡La ley de los Asnos! Y cada judío, cada italiano, cada negro, cada portorriqueño interiorizaba esta ley y se convertía en otro pétreo irlandés. A los irlandeses les gustaba contarse mutuamente anécdotas bélicas, de modo que cuando el Asno Fitzgibbon y el Asno Goldberg escuchaban al Asno Martin, lo único que les faltaba para completar el cuadro era algo fuerte para beber, porque si lo hubiesen tenido se habrían emborrachado y se habrían puesto sentimentales, o enloquecidamente furiosos. No, pensó Kramer, no necesitan beber nada. Están borrachos de sólo pensar en lo duros y lo hijoputas que son.

—Le pedí a uno de los porteros que me explicase lo que pasaba… —dijo Martin—. Teníamos mucho tiempo por delante. El jodido ese de MacCoy nos hizo esperar abajo un cuarto de hora. En fin, resulta que en cada piso, junto al ascensor, esa gente tiene dos botones. Uno de los botones es para el ascensor, el otro para llamar a un taxi. En cuanto pulsas el botón, el portero sale cagando leches a la calle, haciendo sonar el silbato y agitando los brazos como un demente. En fin que, después de mucho esperar, nos metimos en el ascensor y de repente me di cuenta de que no sabíamos en qué piso vivía el tipo. Así que saqué la cabeza por la puerta y le dije al portero: «¿Y qué piso es?» Y el tipo me contesta: «Ya le mandamos nosotros allá arriba.» No te jode. Ya le mandamos nosotros… Tú entras en el ascensor y el portero te manda a tu piso con los botones que hay fuera. O sea, que no puedes ir a visitar a un vecino el día que te da la gana. No creas, tampoco me pareció la clase de edificio en donde la gente pasa por el piso de los vecinos para contarles la última anécdota. Bien. Pues el tipo ese, McCoy, vive en el décimo. Se abre la puerta, y sales a un cuarto pequeño. No es el rellano del piso, sino un cuartito, con una sola puerta. En ese piso, el ascensor es para sólo para ese apartamento.

—Caramba, Martin —dijo Fitzgibbon—, se diría que has vivido escondido en tu pequeño mundo, y sólo ahora descubres las verdades de la vida.

—Ojalá hubiera vivido así —dijo Martin—. Bueno. Pues llamamos al timbre y nos abrió la puerta una criada con uniforme. Portorriqueña, sudamericana… algo así. Y entonces entramos en un vestíbulo, qué os voy a decir, todo él de mármol y paneles de madera y con una de esas escalinatas que hacen así, como las que salen en las películas, no te jode. Luego nos estuvimos un buen rato refrescándonos los pies en el mármol, hasta que al tipo le pareció que ya nos había hecho esperar el rato suficiente, y comenzó a bajar la escalinata, lentísimamente, con su mentón de mierda, lo juro, con su mentón de mierda bien levantado. ¿Te fijaste en el detalle, Davey?

—Sí —dijo Goldberg. Se partía de risa.

—¿Qué pinta tiene? —preguntó Fitzgibbon.

—Alto, traje gris, ese mentón bien alto: el clásico gilipollas de Wall Street. No muy mala pinta. Cuarentón.

—¿Cómo reaccionó al veros a los dos?

—Al principio con mucha calma —dijo Martin—. Nos invitó a entrar en la biblioteca o lo que fuera. No muy grande, pero tendrías que haber visto aquellos adornos de mierda que daban la vuelta a todo el techo. —Hizo un ademán amplio con la mano—. Montones de personas, talladas en madera, como una acera llena de gente, y todas las tiendas y la biblia en verso. En tu vida has visto nada semejante. En fin, que nos sentamos allí, y empecé a decirle que aquello no era más que una comprobación rutinaria de los coches de esa marca y con esa matricula y tal, y el tipo iba diciéndome que sí, que ya había oído hablar del caso en la tele, sí, y que tenía un Mercedes con la matrícula que empezaba por R, joder, qué coincidencia. Y yo, mientras, iba pensando, bueno, otra mierda de nombre de esta mierda de lista que nos han dado. Quiero decir que si hay alguien a quien jamás en la vida te imaginarías conduciendo por el Bruckner Boulevard del Bronx por la noche, ese tipo sería el primero de la lista. Así que me dediqué prácticamente a pedirle disculpas por hacerle perder el tiempo. Y luego le pregunté que si podíamos ir a echarle una mirada al coche, y el tipo dice: «¿Cuándo?» Y yo le digo: «Ahora», y bastó con sólo eso. Quiero decir que si el tipo me hubiera dicho «Lo tengo en el taller», o «Se lo ha llevado mi mujer» o la primera gilipollez que se le hubiese ocurrido, me parece que no hubiese vuelto otro día para comprobarlo, tan improbable parecía, os lo juro. Pero el tipo puso una cara muy rara, le comenzaron a temblar los labios, y empezó a enrollarse con que si no sé… que si la rutina… pero sobre todo fue la cara que puso. Miré a Davey, y Davey me miró a mí, y los dos estábamos viendo lo mismo. ¿No es cierto, Davey?

—Sí. De repente salía a superficie el cabrón que llevaba dentro. Se le notaba a tres kilómetros.

—No es la primera vez que me encuentro con tipos así —dijo Martin—. Todas esas preguntas… no le gustaban. Nada de nada. Y no es que sea mal tío. Bastante presumido, pero no me parece mal tío. Tiene esposa e hijo. Y un apartamento de la hostia. Pero no tiene huevos para aguantar según qué preguntas. Es un tipo legal, y no tiene huevos para ser ilegal. Así son las cosas, hay quienes tienen huevos para serlo, y quienes no los tienen.

—Desde luego, para lo que no tenía huevos era para soportar que un poli se le sentara en su escritotio —dijo Goldberg, riendo.

—¿Su escritorio? —dijo Fitzgibbon.

—Ah, sí —dijo Martin, sonriendo al recordarlo—. Bueno, la cuestión es que vi que el tipo empezaba a ponerse muy nervioso, y pensé: «Joder, todavía no le he leído sus derechos de mierda, así que será mejor que lo haga.» En fin, que traté de quitarle importancia a todo el asunto, y le dije que le agradecíamos que estuviese dispuesto a colaborar y todo eso, pero que no tenía que decir nada si no quería, y que tenía derecho a un abogado, y tal y cual, y entretanto mi cabeza se adelantaba a los acontecimientos y pensaba: «¿Y cómo te las vas a arreglar para que parezca que la cosa no tiene importancia cuando tengas que decirle lo de que “Y si no puede pagarse un abogado, el Estado se lo proporcionará gratis?”» ¡Si no puede pagárselo!, cuando el jodido friso tallado debe de costar más de lo que un abogado de segunda gana en todo el año! De modo que pensé que lo mejor sería dar un paso adelante, ponerme a su lado y, aprovechando que se había sentado al escritorio, mirarle desde arriba con una expresión de esas que dicen: «Mira, tío, no me vas a joder la marrana. No me vas a callar como un mudo sólo porque te esté leyendo tus derechos, ¿entendido?»

—Fue peor incluso —dijo Goldberg—. ¡Marty se sentó en el borde del escritorio!

—¿Y qué hizo el tipo? —preguntó Fitzgibbon.

—Al principio nada —dijo Martin—. Comprendió que allí se estaba tramando algo. Nadie empieza a leerle sus derechos a un tío simplemente por matar el tiempo. Estaba cada vez más confundido. Se le ponían los ojos cada vez más desorbitados. Supe que mentía como un hijoputa. Hasta que, por fin, se puso en pie y dijo que quería hablar con un abogado. Lo más gracioso es que empezó a cagarse en cuanto le dijimos que queríamos ver el coche. Mientras que, de hecho, vimos el coche y lo encontramos completamente limpio. Ni una sola marca.

—¿Cómo encontrasteis su coche?

—Sencillo. Nos dijo que lo tenía en un garaje. Así que pensé: si tienes tanta pasta como la que gasta ese hijo de puta, seguro que dejas el coche en el garaje más próximo. Al bajar, le pregunté al portero que dónde estaba el garaje más próximo. Eso fue todo. Ni siquiera mencioné el nombre de McCoy.

—Y en el garaje, ¿os enseñaron el coche así, por las buenas?

—Sí. Saqué mi identificación, y Davey se puso al otro lado, mirando al encargado como si quisiera taladrarle la cabeza. Ya sabes, un cabrón de judío puede parecer más temible que un cabrón de asno.

Goldberg resplandecía de orgullo. Para él, aquella frase había sido un gran cumplido.

—Así que el encargado dijo: «¿Qué coche?» —dijo Goldberg—. Resulta que los McCoy tienen dos coches en ese garaje, el Mercedes y una rubia Mercury, y eso que guardar un solo coche allí cuesta 410 dólares al mes. Lo pone en un cartel. Ochocientos veinte dólares al mes por los dos coches. Eso son doscientos dólares más de lo que yo pago por toda mi casa de mierda en Dix Hills.

—¿Y el tipo os enseñó por fin el coche? —preguntó Fitzgibbon.

—Nos dijo dónde estaba y añadió: «Ustedes mismos» —dijo Goldberg—. Me parece que McCoy no le cae muy simpático.

—De hecho, hizo grandes esfuerzos, por ayudarnos —dijo Martin—. Le pregunté si alguien usó el Mercedes la semana pasada, el martes, y él dijo que sí, que lo recordaba muy bien. McCoy mismo lo sacó, a eso de las seis, y regresó hacia las diez, hecho un cristo.

—Nada mejor que tener alguien que cuide tus intereses —dijo Goldberg.

—¿Iba él solo? —preguntó Fitzgibbon.

—Eso dijo el del garaje —dijo Martin.

—Así que estáis seguros de que fue ese tal McCoy.

—Desde luego.

—Bien —dijo Fitzgibbon—. A ver, ¿cómo lo organizamos?

—Como mínimo, ya tenemos por dónde empezar —dijo Martin—. Sabemos que esa noche él conducía el Mercedes.

—Si podemos pasarnos otros veinte minutos con ese tipo, seguro que le arrancaremos todo lo demás —dijo Goldberg—. Tiene ganas de cantar.

—Yo no estaría tan seguro —dijo Fitzgibbon—, pero podéis intentarlo. En realidad, no es tan fácil. No tenemos testigos. El chico atropellado ya no cuenta. Ni siquiera sabemos cómo ocurrió. Es más, cuando el chico fue al hospital después del accidente, no dijo nada de ningún coche.

—Tal vez —intervino Kramer— para entonces ya estuviera medio atontado.

Estaba comenzando a brillar una lucecita. Kramer entreveía por fin una posibilidad de sacar algo positivo de todo aquel embrollo. Y añadió:

—Sabemos que se llevó un golpe tremendo en la cabeza.

—Es posible —dijo Fitzgibbon—. Pero nada de eso es suficiente para iniciar ningún tipo de acusación. Y Abe tiene que hacer algo. Querrá que nos movamos, y pronto. No le gustó nada esa manifestación de ayer, LA JUSTICIA DE WEISS ES JUSTICIA PARA LOS BLANCOS. Salió en todos los diarios, y salió en la televisión.

—Menuda mierda —dijo Goldberg—. Nosotros estábamos allí. Dos docenas de manifestantes de los cuales la mitad eran los chiflados de siempre, Reva Comosellame y su pandilla. Los demás eran mirones.

—¿Sí? Pues cuéntaselo a Abe. Él lo vio en la tele, como todo el mundo.

—Por lo que decís —dijo Kramer—, yo diría que este McCoy es de los que no tardan mucho en delatarse.

—¿Delatarse? ¿Cómo?

—Sí. Bueno, sólo estoy pensando en voz alta… pero, quizá, haciendo público lo que sabemos…

—¿Haciéndolo público? —dijo Fitzgibbon—. ¿Estás loco? ¿Qué quieres hacer público? ¿Pretendes que digamos que el tipo se cagó en cuanto dos inspectores comenzaron a hacerle preguntas, y que había sacado el coche del garaje la noche en que el chico fue atropellado…? Suma estos dos datos. ¿Qué te da? Cero.

—Ya te digo que sólo estaba pensando en voz alta…

—¿Sí? Pues mira, hazme un favor. No pienses en voz alta cuando estés con Abe. Podría tomarte en serio, y entonces sí que la vamos a armar.

Reade Street era una de esas viejas calles próximas a los juzgados y el ayuntamiento. Una calle estrecha cercada de altos edificios de oficinas y talleres de industrias ligeras con columnas y arquitrabes de hierro fundido, que la mantenían en una sombría penumbra incluso los días luminosos de primavera como éste. Gradualmente, los edificios de esta zona, conocida como TriBeCa, es decir, «triangle below Canal Street», estaban siendo remozados y convertidos en oficinas y apartamentos. No obstante, toda la zona seguía conservando su vieja mugre de siempre. En el cuarto piso de un antiguo edificio de hierro fundido, Sherman avanzó a lo largo de un pasillo cuyo piso era de baldosas deslucidas.

A mitad del pasillo había una placa de plástico en la que se leían los nombres DERSHKIN, BELLAVTTA, FISHBEIN & SCHLOSSEL. Sherman abrió la puerta y se encontró en un diminuto vestíbulo de paredes acristaladas y abrumadoramente luminoso, con una mujer al otro lado de un mostrador con ventanilla. Dio su nombre y preguntó por Mr. Killian. La mujer pulsó un botón. La puerta de cristal que se abrió con un zumbido daba paso a un espacio más amplio, de paredes blancas y luminosidad aún más deslumbrante. Los focos del techo eran tan potentes que Sherman procuró mantener la cabeza gacha. Una alfombra industrial de color anaranjado cubría el suelo. Sherman guiñó los ojos, tratando de cubrirse de la brutal luz. Ante él, unos pasos más adelante, llegó a entrever la base de un sofá. Era de formica blanca, y sobre esa base reposaban unos almohadones de cuero beige. Sherman se sentó, e inmediatamente le resbaló la rabadilla hacia adelante. Daba la sensación de que el sofá estaba mal colocado. Dejó caer su espalda hacia el respaldo, formado por una plancha de formica dispuesta en vertical contra la base, y recubierta de almohadones de cuero. Temerosamente, levantó un poco la cabeza. Delante de él había otro sofá. Dos hombres y una mujer estaban sentados en él. Uno de los hombres vestía un chándal azul y blanco, con dos recuadros de cuero azul eléctrico en el pecho. El otro hombre llevaba un chaquetón tres cuartos, de un cuero extraño, con mucho grano, aspecto polvoriento y sin brillo, quizá de elefante, provisto de unos hombros tan anchos que le daban un aspecto gigantesco. La mujer vestía una chaqueta de cuero negro, de hechuras también enormes, pantalones de cuero negro, y unas botas negras con el extremo superior doblado hacia abajo, como si fuesen botas de pirata. Los tres hacían constantes guiños, como Sherman. Y también resbalaban hacia adelante, como él, y se retrepaban a cada momento, de modo que el cuero de su vestuario chirriaba y gemía contra el de los almohadones. Los Hombres de Cuero. Apretujados los unos contra los otros en el sofá, parecían un elefante atormentado por las moscas.

Un hombre entró en la recepción procedente de algún pasillo interior. Un hombre alto y flaco y calvo de cejas hirsutas. Iba en mangas de camisa, pero con corbata, y de su cadera izquierda le colgaba una cartuchera con un revólver. Lanzó a Sherman una de esas sonrisas muertas que suelen dirigirte los médicos en la sala de espera cuando no quieren que ningún paciente les interrumpa, y en seguida dio media vuelta y regresó por donde había llegado.Voces desde el pasillo interior: un hombre y una mujer. Parecía que el hombre empujase a la mujer tratando de hacerle salir. La mujer dio unos pasitos, y se volvió para mirar al hombre por encima del hombro. El hombre era alto y delgado, treintañero. Llevaba un traje cruzado azul marino con una muestra a cuadritos, camisa a listas con el cuello blanco muy tieso. Un cuello anchísimo, de truhán, pensó Sherman. Su cara era delgada, hasta se habría podido decir que delicada, si no hubiera sido por la nariz, que parecía rota. La mujer era joven, menos de veinticinco años, toda tetas, labios rojo brillante, melena enloquecida y maquillaje provocativo asomando por encima de un jersey negro de cuello redondo. Llevaba pantalones negros y se tambaleaba en lo alto de unos zapatos de tacón de aguja.

Al principio sus voces llegaban asordinadas. Luego la mujer comenzó a gritar, y el hombre bajó más aún el tono de su voz. Era típico. El hombre prefiere que las cosas se resuelvan en una tranquila discusión en privado, pero la mujer decide utilizar uno de sus triunfos, Hacer una Escena. Ahí está: ella le Hace una Escena, y usa Las Lágrimas. Una Escena en toda regla. La voz de la mujer fue subiendo más y más de tono, hasta que al fin también subió la del hombre.

—Tienes que hacerlo —dijo la mujer.

—Pues no. No tengo que hacerlo, Irene.

—¿Y qué quieres que haga yo? ¿Que me pudra?

—Lo que tienes que hacer es pagar tus facturas, como todo el mundo —dijo él—. Ya me debes la mitad de mis honorarios. Y ahora pretendes que dé un paso que podría suponer el final de mi carrera de abogado.

—No te importo.

—No es que no me importes. Es que me da igual lo que te pase. Paga tus facturas, y listo. No me mires así. Eres tú la que tiene que pagarlas.

—Hazlo. Hazlo por mí. ¿Y si me detienen?

—Tendrías que haber pensado antes en eso, Irene. ¿Qué te dije la primera vez que entraste en este despacho? Te dije dos cosas. Te dije: «Irene, no voy a ser tu amigo. Voy a ser tu abogado. Pero, aun así, haré por ti mucho más que todos tus amigos juntos.» Y también te dije: «Irene, ¿sabes por qué hago esto? Lo hago por dinero.» Y luego te dije: «Irene, recuerda estas dos cosas.» ¿Te lo dije o no? ¿Eh?

—No puedo volver allí —dijo ella. Bajó sus párpados cubiertos de Sombra Tropical, y luego agachó toda la cabeza. Le temblaba el labio inferior; se le estremecieron la cabeza y la melena enloquecida y los hombros.

Las Lágrimas.

—Venga, Irene, por Dios.

Las Lágrimas.

—Bien. Mira… Averiguaré si piensan demandarte por el 220-31, y te representaré. Pero no me pidas nada más.

¡Las Lágrimas! Victoriosas una vez más, después de tantísimos milenios… La mujer mantenía la cabeza gacha, como una niña arrepentida. Atravesó la iluminadísima sala de espera. El culo se le meneaba bajo la satinada y brillante superficie del pantalón negro. Uno de los Hombres de Cuero miró a Sherman y sonrió, de hombre a hombre, y dijo «Ay, caramba.»[24]

Estando en territorio enemigo, Sherman se sintió obligado a sonreír también.

El truhán salió a la puerta de espera y dijo:

—¿Mr. McCoy? Soy Tom Killian.

Sherman se puso en pie y le estrechó la mano. Killian no le dio un apretón muy firme; Sherman se acordó de los dos inspectores. Siguió a Killian por un pasillo con más focos.

El despacho de Killian era pequeño, moderno, y sombrío, pues carecía de ventana. Pero, como mínimo, no era un lugar deslumbrante. Sherman miró al techo. De los nueve focos empotrados, siete estaban apagados, fundidos o desenroscados.

—Esas luces de ahí afuera… —dijo Sherman, sacudiendo la cabeza con incredulidad, y dejando la frase sin terminar.

—Ya, ya lo sé —dijo Killian—. Son las cosas que pasan cuando te tiras a la decoradora. El tipo que alquiló este local vino con su novia, y la tía dijo que este edificio era muy sombrío. Y empezó a meterle luces. Bueno, esa tía debe de colocarse a base de vatios. Dijo que tenía que quedar tan luminoso como Key Biscayne.

Sherman sólo oyó hasta lo de «cuando te tiras a la decoradora». Como Amo del Universo, sentía un varonil orgullo cuando pensaba que podía manejarse bien en toda clase de ambientes. Ahora, sin embargo, y al igual que otros muchos varones norteamericanos antes que él, estaba empezando a descubrir que lo de «toda clase de ambientes» estaba bien cuando formabas parte del público. Cuando te tiras a la decoradora. ¿Cómo podía permitir que una decisión tan importante para su propia vida fuese tomada en un lugar así y por un tipo como aquél? Había telefoneado a Pierce & Pierce diciendo que se encontraba mal: una mentirijilla inocente, boba, ridícula. Y todo para visitar a este abogado barriobajero.

Killian le indicó una silla, una silla moderna con la estructura cromada y la tapicería rojo China, y Sherman se sentó. El respaldo era demasiado bajo. No había modo de ponerse cómodo. La silla de Killian no parecía mucho mejor.

Killian soltó un suspiro y puso los ojos en blanco.

—Supongo que me habrá oído conversar con mi cliente, Miss…

Y puso las dos manos a media altura, como sopesando grandes melones.

—Sí.

—Pues ahí tiene usted el mundillo del código penal con todos sus elementos.

Al principio Sherman creyó que Killian estaba imitando el horrible acento de la mujer que acababa de irse. Hasta que comprendió que no era así. Aquél era el acento del propio Killian. El almidonado dandy que tenía ante sí hablaba con acento neoyorquino, se olvidaba la mitad de las consonantes y torturaba todas y cada una de las vocales. Sin embargo, Sherman se reanimó un poco al notar que el abogado daba por supuesto que el mundo de lo penal era para él completamente nuevo, pues era un caballero que vivía en unas alturas a las que jamás alcanzaba toda esa bazofia.

—¿Qué clase de problema tiene esa mujer? —preguntó Sherman.

—Drogas. Sólo los traficantes pueden permitirse el lujo de pagar los honorarios de un criminalista durante ocho semanas. —Luego, sin transición alguna, añadió—: Freddy me ha explicado su problema. Y he leído algunas cosas sobre el caso en la prensa. Freddy es un gran hombre, pero tiene demasiada clase como para leer los tabloides. Yo los leo. Bien, explíqueme qué fue exactamente lo que pasó.

Para su propia sorpresa, Sherman comprobó que, una vez comenzado el relato, no le costaba nada decírselo todo a aquel tipo, y en aquel lugar. Al igual que un cura, como si fuese su confesor, este dandy con nariz de boxeador pertenecía a otro mundo.

De vez en cuando, el interfono de plástico que estaba en la mesa de Killian emitía un bip electrónico, seguido de una voz de acento latino, la voz de la recepcionista, que decía: «Mr. Killian… Mr. Scannesi por la 3-0», o «Mr. Rothblatt por la 3-1», y Killian contestaba: «Dile que ya le llamaré yo», y Sherman proseguía. Pero luego la máquina hizo bip, y la voz dijo: «Mr. Leong por la 3-0.»

—Dile que… Pásamelo. —Killian hizo un ademán despectivo con la mano, como diciendo: «No tiene ninguna importancia en comparación con lo que estamos discutiendo nosotros, pero tendré que hablar medio minuto con este señor.»

—Qué hay, Lee —dijo Killian—. Qué-tal-hombre-qué-tal… ¿En serio…? Oye, Lee, precisamente estaba leyendo un libro sobre ti… Bueno, no sobre ti, sino sobre vosotros, los Leong… ¿Por qué iba a engañarte? ¿Crees que tengo ganas de que alguien me dé un hachazo en la nuca?

Sherman empezó a sentirse fastidiado. Al mismo tiempo, estaba francamente impresionado. Al parecer, Killian era el defensor de alguno de los implicados en el escándalo de la compra de votos en Chinatown.

Finalmente Killian colgó, se volvió a Sherman y le dijo:

—Así que dejó otra vez el coche en el garaje, cruzó algunas palabras con el encargado, y se fue a casa.

Esto era, sin duda, para demostrar que la llamada telefónica no le había distraído en lo más mínimo.

Sherman prosiguió, y concluyó con la visita de Martin y Goldberg, los inspectores de policía.

Killian se inclinó hacia adelante y le dijo:

—Vale. Lo primero que debe usted entender, a partir de este momento, es que tiene que mantener el pico cerrado. ¿Entendido? No tiene nada que ganar, me oye, absolutamente nada, hablando de esto con nadie, da igual quién sea. Lo único que va a ocurrir es que volverán a buscarle las cosquillas, como cuando esos inspectores.

—¿Qué tendría que haber hecho? Ya estaban en el edificio y sabían que yo me encontraba en casa. Negarme a hablar con ellos era como decirles que tenía algo que ocultar.

—Mire, lo único que tenía que hacer era decirles: «Caballeros, encantado de conocerles; veo que están ustedes llevando a cabo una investigación, y yo desconozco por completo estos asuntos de modo que les voy a poner en contacto con mi abogado, buenas tardes, y cuidado de no tropezar con el felpudo cuando salgan.»

—Pero incluso así…

—Siempre hubiera sido mejor eso que lo que ocurrió, ¿vale? De hecho, esos tipos seguramente habrían pensado: Vaya, aquí está este tipo que está forrado, y vive en Park Avenue y está demasiado ocupado o es demasiado chulo como para rebajarse a hablar con nosotros. Tiene gente que trabaja para librarle de estas cosas. Y, probablemenre, de haber ocurrido así, no habrían abrigado la menor sospecha contra usted. Pero no se preocupe. A partir de ahora dejarán de tener sospechas. —Sonrió un momento para sí—. Supongo que uno de ellos le leyó sus derechos, ¿no? Ojalá hubiese estado allí para verlo. Seguro que el imbécil ese vive en una casita de Massapequa, y de repente se encuentra en un apartamento de Park Avenue, a la altura de las Setenta, y se ve en la obligación de informarle de que si no puede pagarse un abogado, el Estado se lo proporcionará, gratis. Porque tiene que leerle todos sus derechos, hasta el final.

A Sherman le dejó helado la actitud distanciadamente humorística de Killian.

—Bien —dijo—. Pero ¿qué significa todo eso?

—Significa que están buscando pruebas para acusar a alguien ante los tribunales.

—¿De qué tipo?

—¿Qué tipo de acusación o qué tipo de tribunales?

—De acusación.

—Tienen diversas posibilidades. Suponiendo que Lamb no muera, podría ser imprudencia temeraria.

—¿Es lo mismo que conducción imprudente?

—No, la imprudencia temeraria es un delito mayor. Aunque, si quieren ponerse duros de verdad, podrían incluso montarse una teoría de que fue un asalto armado, en donde el arma sería el coche. En caso de que muera Lamb, habría dos posibilidades. Homicidio sin premeditación, o bien negligencia criminal, aunque lo cierto es que cuando yo estaba en la Oficina del Fiscal de Distrito jamás oí que se acusara a nadie de negligencia criminal a no ser que se tratara de un conductor en estado de embriaguez. Además, también tienen lo del abandono del lugar del accidente y el hecho de no haber informado a la policía de lo ocurrido. En ambos casos, delito mayor.

—Pero, dado que yo no conducía el coche cuando ese chico fue atropellado, ¿cree que pueden acusarme a mí de todo eso?

—Antes de pasar a ese aspecto de la cuestión, déjeme que le explique una cosa. Es posible que no puedan acusar a nadie.

—¿Cómo? —Ante aquella primera señal de esperanza, todo el sistema nervioso de Sherman experimentó una súbita aceleración.

—Dice usted que revisó bien su coche, ¿no? Dice que no tenía golpes, melladuras, sangre, tela… ni un cristal roto. ¿Es así?

—Lo es.

—Entonces, me parece obvio que el chico no recibió un golpe muy fuerte. La gente de urgencias le curó la muñeca rota, y luego dejó que el chico se fuera. ¿No es así?

—Lo es.

—Y el fondo de la cuestión es que ni siquiera está usted seguro de que su coche llegara a golpear al chico. ¿De acuerdo?

—Bueno, oí un ruidito.

—Con todo el jaleo que había en ese momento, ese ruidito podría haberlo producido cualquier cosa. Dice usted que oyó algo. Pero no vio nada. En realidad, no está seguro. ¿Cierto?

—Bueno… sí, cierto.

—¿Empieza a comprender por qué no quiero que hable con nadie?

—Sí.

—Y cuando digo nadie quiero decir nadie. ¿Vale? Bien. Otra cosa. Quizá no fue su coche el que le atropello. ¿Se le había ocurrido esa posibilidad? Quizá no fue ningún coche. Usted no lo sabe. Y ellos, los policías, tampoco lo saben. Todo eso que ha salido en la prensa es más bien extraño. Se supone que nos encontramos ante un gran escándalo, pero nadie sabe ni siquiera dónde ocurrió ese supuesto atropello tras el cual el conductor se dio a la fuga. Bruckner Boulevard. ¡El Bruckner Boulevard tiene siete kilómetros! Y no tienen testigos. Todo lo que ese chico le contó a su madre no es más que un testimonio de segunda mano. No significa nada. Carecen de descripción del conductor. Incluso suponiendo que pudiesen demostrar que el coche que golpeó al chico fue el de usted… ¡No van a detener al coche! Cualquiera de los encargados del garaje le hubiese podido dejar el coche al sobrino de su cuñada para que fuese a darle el beso de buenas noches a su novia. La policía no lo sabe. Y usted tampoco sabe nada. De hecho, han ocurrido cosas incluso más raras.

—¿Y si el otro chico decidiese hablar? Se lo juro. Había otro chico, un tipo alto y fortísimo.

—Le creo. Eso fue una encerrona. Querían atracarle. Sí, es cierto que el otro chico podría hablar, pero tengo la sensación de que tiene poderosos motivos para no hacerlo. A juzgar por la historia que cuenta la madre, el chico tampoco habló del otro.

—Es cierto —dijo Sherman—. Mire, tengo la sensación de que lo mejor que podría hacer es adelantarme a los acontecimientos, tomar la iniciativa e ir a la policía con Maria… con Mrs. Ruskin, y decirles qué fue exactamente lo que pasó. No sé nada de leyes, pero tengo la certeza moral de que yo actué correctamente, y ella también, teniendo en cuenta la situación en la que nos encontrábamos.

—¡Ay-ay-ay-ay-ay! —dijo Killian—. Ustedes, los jefazos de Wall Street, disfrutan jugándosela. En serio. ¡Ay-ay-ay-ay-ay-ay! Vaya por Dios, vaya por Dios. —Killian sonreía. Sherman se quedó mirándole, sumido en una profunda perplejidad. Killian debió de detectarlo, porque se puso serio otra vez—: ¿Tiene usted idea de lo que pasaría si entrase usted en la oficina del fiscal y dijera: «Sí, fuimos mi amante y yo, en mi coche»? Le devorarían. Le de-vo-ra-rían.

—¿Por qué?

—Este caso se ha convertido en un escándalo político, y no tienen en dónde agarrarse. El reverendo Bacon ha empezado a protestar, el asunto ha salido en la tele, lo publica el City Light, y Abe Weiss, que tiene unas elecciones por delante, empieza a ponerse nervioso. Conozco muy bien a Weiss. Para Weiss no existe el mundo real. Sólo existen la televisión y los periódicos. Y quiero decirle otra cosa. Aunque no estuviese mirando toda la prensa, igualmente le acorralarían.

—¿Por qué?

—¿Sabe a qué se dedica la gente que trabaja en la oficina de un fiscal de distrito del Bronx? Se pasan el día acusando a gente que se llama Tiffany Latour y LeBaron Courtney y Mestaffalah Shabbazz y Camilo Rodríguez. Y es tan horrible que se mueren de ganas de meterle mano a alguien de categoría. Así que si se presenta alguien y les pone en bandeja a personas como usted y Mrs. Ruskin… ¡Ay-ay-ay! ¡Sólo pensarán en divertirse a costa de ustedes!

Sherman pensó que aquel abogado sentía cierto espantoso entusiasmo nostálgico ante la posibilidad de haber dispuesto de semejante presa.

—Entonces, ¿qué ocurriría si…?

—Para empezar, sería absolutamente imposible impedir que le detuvieran y conozco lo suficiente a Weiss para saber que, encima, organizaría el gran espectáculo. Quizá no pudiera retenerle mucho tiempo, pero sería una experiencia profundamente desagradable. Se lo garantizo.

Sherman trató de imaginárselo. No pudo. Se sintió muy deprimido. Emitió un largo suspiro.

—¿Entiende ahora por qué no quiero que hable con nadie? ¿Se hace una idea del problema?

—Sí.

—Pero mire, no quiero descorazonarle. Mi trabajo en este momento no consiste en defenderle, sino en lograr que no haga falta defenderle. Eso, claro está, suponiendo que acepte usted que yo le represente. No voy a hablar de honorarios a estas alturas porque todavía no sé qué tendré que hacer. Con un poco de suerte, es posible que acabemos comprobando que éste es el típico caso que nunca existió.

—¿Cómo vamos a averiguarlo?

—El jefe del departamento de Homicidios en la fiscalía del Bronx es un tipo que empezó su carrera conmigo, Bernie Fitzgibbon.

—¿Y él se lo contará todo?

—Creo que sí. Somos amigos. Es un Asno, como yo.

—¿Asno?

—Irlandés.

—¿Y cree prudente permitir que ellos se enteren de que he contratado a un defensor, y que estoy preocupado? ¿No bastará ese dato para que empiecen a maquinar…?

—Joder, hombre. Ya han empezado a maquinar, y ya saben que está usted preocupado. Si tras la visita de ese par de inspectores no estuviese usted preocupado, significaría que su cabeza no funciona del todo bien. Tranquilo, hombre. Yo me encargo de todo. En cuanto a usted, lo que tendría que hacer es empezar a preocuparse por su amiga, Mrs. Ruskin.

—Eso fue lo que me dijo Freddy.

—Y llevaba toda la razón. Si tengo que llevar este caso, quiero hablar con ella, y cuanto antes mejor. ¿Cree que estará dispuesta a hacer una declaración?

—¿Una declaración?

—Una declaración jurada y con testigos.

—Antes de hablar con Freddy, hubiera dicho que sí. Ahora ya no lo sé. No tengo ni idea de lo que puede hacer ella si le pido que firme una declaración jurada y en presencia de testigos.

—En fin, sea como fuere, quiero hablar con ella. ¿Puede usted conseguirlo? De todos modos, tampoco me importa pedírselo yo mismo.

—No. Creo que será mejor que se lo pida yo.

—Otra cosa. Tampoco nos conviene que ella ande por ahí contando detalles. Dígaselo.

El acento de Killian seguía siendo espeluznante.

—Freddy me dijo que estuvo usted en la facultad de derecho de Yale. ¿En qué época?

—A finales de los setenta —dijo Killian.

—¿Qué le pareció la facultad?

—Estaba bien. Nadie entendía ni jota de lo que yo decía. Daba lo mismo que fueses del Afganistán como de Sunnyside, Queens, que era mi caso. Pero me gustó. Un sitio precioso. Y, para como están actualmente las facultades de derecho, no era muy difícil. Al menos no intentan sepultarte bajo una montaña de detalles. Te dan una visión académica, una visión global. Te permiten entender cómo funcionan los grandes esquemas legales. Para eso son buenísimos. Yale es fantástico para cualquier especialidad, a no ser que pretendas trabajar con gente que calza zapatillas deportivas, que lleva armas, que trafica con drogas, que vive de la pornografía…