Sherman y Judy llegaron a casa de los Bavardage, en plena Quinta Avenida, en un sedán Buick de color negro, conducido por un chófer canoso, y alquilado a la Mayfair Town Car Inc. Vivían a seis manzanas de los Bavardage, pero ir andando estaba estrictamente descartado. Para empezar, por el vestido de Judy. Le dejaba los hombros al aire, pero tenía unas manguitas abombadas, algo así como unas pantallas de lámpara china, sobre los brazos. Aunque se le ajustaba a la cintura, también tenía la falda hinchada, y a Sherman le recordó un globo aerostático. La invitación para cenar en casa de los Bavardage no exigía vestir de etiqueta. Pero, como tout le monde sabía, esta temporada las mujeres vestían mucho más elegantemente para las cenas informales en pisos de moda que para grandes bailes en grandes salones. En cualquier caso, Judy no podía ir por la calle, andando seis manzanas, con aquel vestido. Un viento de proa, aunque sólo fuera de seis o siete kilómetros por hora, le hubiese impedido avanzar un solo paso.
Pero había otro motivo más definitivo incluso para usar un coche alquilado con chófer. Hubiera sido perfectamente correcto que se presentaran a cenar en un Buen Edificio (era la expresión que se utilizaba en ese momento) de la Quinta Avenida en taxi, y les saldría por menos de tres dólares. Pero ¿y después de la fiesta? ¿Podían acaso salir de casa de los Bavardage y permitir que todo el mundo, tout le monde, les viese plantados en la acera, a ellos, los McCoy, esa magnífica pareja, alzando los brazos valiente, desesperada, patéticamente, tratando de llamar a un taxi? Los porteros no les serían de ninguna ayuda, porque estarían muy atareados acompañando a tout le monde a sus respectivas limusinas. Por eso Sherman había alquilado el coche con chófer, con este chófer de blanquísimas canas, que les llevaría a lo largo de las seis manzanas, esperaría tres horas y media, o cuatro, les devolvería luego a su casa, y se iría. Incluida la propina del quince por ciento y los impuestos, el precio global sería de 197,20 o 246,50 dólares, según les cobraran cuatro o cinco horas.
¡Una hemorragia de dinero! ¡Y quizá ni siquiera tenía ya un empleo! Puro pánico… Lopwitz… No, Lopwitz no le despediría… por tres días malos, malísimos… ¡Y una pérdida de 6 millones, so imbécil… Tengo que empezar a reducir gastos, mañana mismo… Esta noche, por supuesto, el coche con chófer era inevitable.
Para empeorar todavía más las cosas, el chófer no pudo aparcar delante de la casa de los Bavardage, tantas eran las limusinas que ya ocupaban todo el espacio. El Buick aparcó, pues, en doble fila. Sherman y Judy tuvieron que sortear limusinas… Envidia… envidia… Por las matrículas, Sherman dedujo que esas limusinas no eran alquiladas. Eran propiedad de las personas cuya elegancia acababa de ser trasladada hasta allí.
Un chófer, un chófer bueno, dispuesto a trabajar muchas horas diarias, y hasta muy entrada la noche, costaba 36.000 dólares al año, como mínimo; espacio en el garaje, mantenimiento del coche, seguros, como mínimo otros 14.000 al año; un total de 50.000 dólares, no deducibles. ¡Y yo gano un millón de dólares al año, y no me lo puedo permitir!
Llegó por fin a la acera. ¿Eeehhh? Justo a su izquierda, en la penumbra, una figura… ¡un fotógrafo!
¡Puro pánico!
¡Mi foto en el periódico!
¡El otro chico, el gigante, aquel animal, ve su foto y corre a contárselo a la policía!
¡La policía! ¡Los dos inspectores! ¡El gordo! ¡El que torcía la cara! McCoy… ese sujeto que va a las fiestas de los Bavardage… ¡Menuda vida se pega!
Horrorizado, Sherman mira fijamente al fotógrafo…
… y descubre que no es más que un joven que pasea al perro. Se ha detenido junto a la marquesina que sale de la puerta del edificio… Ni siquiera mira a Sherman… se fija en una pareja que va a entrar ahora mismo… un anciano que lleva un traje oscuro y una joven, una rubia, con vestido corto.
¡Cálmate, por Dios! ¡Te portas como un chiflado! ¡No seas paranoico!
Pero una voz burlona, insultante, dice: ¿No tiene algo oculto en su pecho, algo que necesita sacar a la luz?
Sherman y Judy ya se encontraban bajo la marquesina, a tres o cuatro pasos solamente del anciano y la joven rubia, dirigiéndose a la puerta. Un portero de perchera blanquísima y almidonadísima la abrió. Llevaba guantes blancos. La rubia pasó primero. El anciano, casi de la misma estatura que ella, parecía muy serio y soñoliento. Llevaba el pelo gris y escaso peinado hacia atrás. Tenía la nariz grande, pestañas gruesas, como un indio de película. Alto ahí… Le conozco… No, pero al menos le había visto alguna vez, en algún sitio… ¿Dónde…? ¡Bingo…! En una revista, claro… Era el barón Hochswald, el financiero alemán.
Justo lo que Sherman necesitaba, precisamente esta noche… Después de las catástrofes de los tres últimos días, justo cuando vivía esa sima peligrosísima de su carrera en Wall Street, tenía que cruzarse con aquel hombre, un hombre cuyo éxito era tan completo, tan permanente, un hombre cuya fortuna era tan inconmensurable, tan segura… Haberse encontrado con él, con este indestructible y anciano alemán…
Quizá el barón sólo vivía en este mismo edificio… Por favor, Dios mío, que no esté invitado a la cena…
Justo en ese instante oyó que el barón le decía al portero, con fuerte acento europeo:
—Bavardage.
El blanco guante del portero señaló al fondo del vestíbulo.
Desesperante. A Sherman le desesperaba aquella velada, su vida toda. ¿Por qué no se había ido a Knoxville hacía seis meses? Una casita georgiana, una máquina para cortar el césped, una red de badminton para Campbell… ¡Pero no! Tenía que seguir los pasos de este alemán de ojos color nuez, asistir a la cena que daba una gente abrumadoramente vulgar, los Bavardage, un comerciante venido a más y señora.
Sherman le dijo al porrero: «Los Bavardage, por favor», marcando su acento inglés para diferenciarse lo más posible de la anterior pareja. Sin embargo, todos ellos se dirigieron, casi pisándose los talones los unos a los otros, al ascensor, en donde se repitió el mismo juego de acentos. Era un ascensor con paredes revestidas de caoba vieja y reluciente. Una madera de grano espectacular pero de color dulce y elegante.
Los cuatro iban, naturalmente, a la misma cena, y tenían que tomar una decisión. Podían adoptar esa costumbre tan americana, tan de buena vecindad, tan honesta… hacer lo que hubieran hecho sin dudarlo ni un solo instante en cualquier ascensor de cualquier edificio similar a éste de la zona de Beacon Hill o de Rittenhouse Square, o en cualquier edificio de cualquier parte de Nueva York en el que diera una fiesta cualquier persona de buena familia, alguien como Rawlie o Pollard (en relación con la pareja formada por el nuevo rico y su mujer, hasta Pollard parecía un auténtico Knickerbocker)… podían, así pues, sonreír al barón y la rubia, y presentarse, que era lo corriente y aceptado por todos… o bien actuar con esnobismo y fingir que no se habían enterado de que los otros iban al mismo sitio que ellos, y quedarse mudos en el ascensor, mirando fijamente al cogote del ascensorista mientras aquel cajón de caoba ascendía hasta el piso de los anfitriones.
Sherman lanzó una mirada exploratoria a Hochswald y a la rubia. El vestido de ella era una especie de vaina negra que terminaba unos cuantos centímetros por encima de sus rodillas, y que se pegaba a sus suculentos muslos y al lúbrico declive de su abdomen, para elevarse hasta formar una gorguera que imitaba los pétalos de una flor. ¡Joder, qué buena estaba la tía! Sus hombros, cremosamente blancos, y las curvas superiores de sus pechos, se redondeaban, se hinchaban como si quisieran sacarse de encima aquella vaina negra para salir desnudos por entre las begonias… Llevaba la melena rubia recogida hacia atrás, dejando al descubierto un par de enormes pendientes de rubíes… Apenas veinticinco años de edad… ¡Una tía buenísima! ¡Un animal fogoso…! ¡Sí, aquel viejo bastardo se había quedado con lo mejor…!
Hochswald llevaba un traje de estameña negra, camisa blanca de cuello ancho, corbata de seda negra con un nudo grande, exagerado… un conjunto no especialmente adecuado… Sherman se alegró de que Judy se hubiese empeñado en hacer que se pusiera el traje azul marino y la corbata azul marino… No obstante, en comparación con Hochswald, éste parecía más elegante.
Sherman captó la mirada del barón alemán, que, fugazmente, les estaba repasando a él y a Judy de los pies a la cabeza. Las miradas de los dos se cruzaron durante un instante brevísimo. Luego, los dos fijaron los ojos en los ribetes del cuello del ascensorista.
Así ascendieron, el ascensorista y los cuatro mudos de buena sociedad, hacia alguno de los pisos altos del edificio. Finalmente habían actuado de la forma más esnob.
El ascensor se detuvo, y los cuatro mudos salieron al vestíbulo del piso de los Bavardage, comunicado directamente con el ascensor, e iluminado por racimos de lamparitas con pantalla de seda situados a uno y otro lado de un espejo de marco dorado. Al fondo se veía una puerta abierta… una iluminación intensa, rosada… el zumbido de una colmena de voces excitadas…
A través de esa puerta entraron en el grandioso vestíbulo principal con escalinata. ¡Cuántas voces! ¡Cuánta diversión! ¡Cuántas risas! Sherman estaba enfrentándose al hundimiento de su carrera, a la inminente catástrofe matrimonial, al estrechamiento del cerco policíaco… y sin embargo, la colmena… la colmena… ¡la colmena…! Las ondas sonoras de la colmena hicieron que vibrara todo su cuerpo. ¡Rostros resplandecientes de sonrisas, destellos, dentaduras brillantes! ¡Qué fabulosamente afortunados somos, nosotros, los poquísimos que tenemos acceso a estas salas de las alturas, nosotros y nuestra radiante y sonrosada piel!
El vestíbulo no era tan grande como el de la casa de Sherman, pero mientras que el suyo (decorado por su esposa, la diseñadora de interiores) resultaba solemne y estirado, éste era más bien deslumbrante, efervescente. Las paredes estaban forradas de luminosa seda rojo chino, enmarcada con molduras doradas, enmarcadas a su vez por cenefas de tapicero color siena tostada, y esas cenefas estaban enmarcadas por más molduras doradas, y la luz de una hilera de candelabros de latón aplicados a la pared hacía brillar los dorados, y los brillos de los dorados y de la seda rojo chino contribuían a aumentar más aún el esplendor de las caras sonrientes y de los lustrosos trajes.
Sherman pasó revista al gentío e inmediatamente captó cierta pauta repetida… presque vu! presque vu! ¡casi visto…!, pero se sintió incapaz de expresarlo con palabras. Absolutamente incapaz. Todos los hombres y las mujeres que se encontraban en este ancho vestíbulo se habían agrupado en racimos, en ramilletes de conversación, por así decirlo. No había solitarios, no había ovejas descarriadas. Todas las caras eran blancas. (Las negras podían, muy cuidadosamente, aparecer en las cenas de beneficencia organizadas en hoteles o restaurantes, pero jamás había ninguna en cenas celebradas en domicilios particulares.) No había hombres menores de treinta y cinco años, y eran pocos los que no superaban los cuarenta.
En cuanto a las mujeres, pertenecían a dos variedades. En primer lugar estaban las mujeres de treinta y muchos, y cuarentonas, y mayores incluso («mujeres de cierta edad»), todas ellas en la piel y los huesos, cuerpos casi perfectos a base de pasar hambre. Para compensar la nula concupiscencia que emanaban aquellas sus nada jugosas costillas y sus espaldas atrofiadas, todas ellas recurrían a los modistos. Esta temporada no había borlas, fruncidos, pliegues, volantes, baberos, lazos, escarolados, festoneados, encajes ni arrebujados cuya exageración estuviese mal vista. Esas mujeres eran las radiografías sociales, por decirlo con la frase que solía emplear Sherman mentalmente.
En segundo lugar estaban las Tartas de Limón[18]. Mujeres veinteañeras o de treinta y muy pocos años, casi todas rubias (de ahí lo de «limón»), que eran las segundas, terceras, cuartas esposas o amantes con residencia compartida de hombres cuyas edades superaban los cuarenta, los cincuenta, los sesenta (y hasta los setenta) años, la clase de mujeres a las que los hombres llaman «chicas». Esta temporada las tartas de limón podían, sin atentar contra el buen gusto, lucir los privilegios naturales de su juventud mostrando al descubierto sus piernas desde muy por encima de la rodilla y marcando claramente la redondez de su culo (algo que ninguna de las radiografías poseía).
El tipo de mujer que no estaba representado en chez Bavardage era el de las que no son ni muy jóvenes ni muy viejas, las que ya han producido su primera capa de grasa subcutánea, las que relucen con una rotundidad rolliza y una tez sonrosada que, sin necesidad de palabras, cuenta toda una historia de vida hogareña y comida preparada para la vuelta del marido tras su jornada, y lectura en voz alta de cuentos infantiles, y conversaciones matrimoniales a la hora de acostarse… En pocas palabras, ninguna Madre era jamás invitada a esta clase de cenas.
Sherman se sintió atraído por un ramillete de arrobados rostros situados en primer plano del vestíbulo. Dos hombtes y una mujer de emanación impecable dirigían sus sonrisas a un voluminoso joven cuya frente estaba coronada por un indomable mechón muy tieso, a contracorriente del resto de su pelo rubio muy pálido… Le he visto en algún sitio… Pero ¿quién es…? ¡Bingo…! Otro rostro de la prensa. El Campesino de Oro, El Tenor del Copete. Sí, así le llamaban… Bobby Shaflett. Era un tenor recién contratado por la Metropolitan Opera, un ser insultantemente gordo que, sin que nadie supiera cómo, había emergido de alguno de los valles más altos de los Apalaches. No había revista ni diario que no sacara su foto últimamente. Mientras Sherman le miraba, el joven abrió su boca de par en par. Jao jao jao jao jao jao jao jao jao jao, estalló en una estruendosa carcajada de pajar, y los rostros sonrientes que le rodeaban brillaron incluso más, y con más arrobamiento.
Sherman alzó su mentón Yale, enderezó los hombros y la espalda, se elevó todo cuanto daba su estatura, y adoptó la Presencia, la presencia de un Nueva York más refinado y antiguo, el Nueva York de su padre, el León de Dunning Sponget.
Un mayordomo apareció como por arte de magia, y les preguntó a Sherman y a Judy qué querían beber. Judy pidió «agua con burbujas». (Decir Perrier o nombrar cualquier otra marca habría sido una horterada.) Sherman no quería beber nada. Pensaba mantenerse distante de todo lo relacionado con aquella gente, los Bavardage, empezando por sus bebidas alcohólicas. Pero la colmena empezaba a engullirle, y el copete del tenor campesino destacaba por encima de las cabezas.
—Un gin-and-tonic —dijo Sherman desde la altura de su eminente mentón.
Una mujercilla huesuda y enérgica salió de entre los grupos y se encaminó directamente hacia ellos. Era una radiografía de peinado rubio a lo paje, dotada de una superabundancia de dientecillos sonrientes. Su emaciado cuerpo estaba insertado en un vestido rojo y negro de hombros ferozmente abombados, cintura estrechísima y falda larga. Tenía la cara ancha y redondeada, pero sin un solo gramo de carne. Su cuello era mucho más delgado que el de Judy. Y las clavículas le sobresalían tanto que Sherman tuvo la sensación de que no le hubiera costado nada cogerle ambos huesos con los dedos. Su caja torácica era prácticamente transparente.
—¡Querida Judy!
—¡Inez! —dijo Judy, y las dos mujeres se besaron. Bueno, más bien se rozaron las mejillas, primero por un lado, luego por el otro, de acuerdo con esa moda europea que Sherman, convertido ahora en el hijo de un knickerbocker de pro, de un Viejo Patriarca familiar, de ese azote episcopaliano, John Campbell McCoy, encontró pretencioso y vulgar.
—¡Inez! ¡Creo que no conoces a Sherman! —Judy forzó la voz hasta convertir la frase en una exclamación y lograr que su timbre se oyera por encima de los zumbidos de la colmena—. ¡Sherman, te presento a Inez Bavardage!
—Mucho gusto —dijo el vástago del León.
—¡De hecho, es como si te conociera! —dijo la mujer, mirándole a los ojos y lanzando destellos con sus dientecillos y proyectando su mano hacia él. Abrumado, Sherman se la estrechó—. ¡Tendrías que oír las maravillas que Gene Lopwitz cuenta de ti! —¡Lopwitz! ¿Cuándo? Sherman se sorprendió a sí mismo agarrándose a este clavo ardiendo de esperanza. (¡Quizá había llegado a ganar tanto prestigio en el pasado, que el desastre de los Giscard no bastaría para hundirle!)—. Y también conozco a tu padre. ¡Me muero de miedo cada vez que le veo!
Y con esto la mujer agarró a Sherman del antebrazo, clavó su mirada en la de él, y estalló en una carcajada extraordinaria, una carcajada formada por hachazos que no era un ah ah ah ah, sino un hach hach hach hach hach hach hach, una carcajada tan animadísima, y que llevaba su paroxismo de éxtasis a tales extremos, que Sherman se encontró a sí mismo riendo como un imbécil y diciendo:
—¡En serio!
—¡Sí! —Hach hach hach hach hach hach hach—. ¡Nunca te lo había confesado, Judy! —Sacó un brazo, lo enlazó con el codo de Judy, tiró con la otra mano de Sherman, acercándolos a los dos, como si fuesen los grandes compinches de su vida—. Resulta que había un hombre espantoso, un tal Derderian, que demandó a Leon. El tipo pretendía cazarle. Le hostigaba. Pues bien, un fin de semana fuimos a Santa Catalina Island, a casa de Angie Civelli. —Dejó caer el nombre del famoso cómico sin la más mínima síncopa—. Y cuando comíamos, Leon se puso a contar lo de los problemas que le estaba causando ese Derderian, y Angie le dijo, y, de verdad, lo dijo con la mayor seriedad del mundo, le dijo: «¿Quieres que me encargue yo de ese asunto?» —Y, al mismo tiempo, Inez Bavardage empujó con el dedo índice la punta de su nariz hacia un lado para indicar que aquello no se lo contaba a cualquiera—. En fin, ya había oído hablar de Angie y sus Muchachos, pero aquello era increíble. ¡Estaba hablando en serio! —Hach hach hach hach hach. Tiró de Sherman para acercárselo un poco más, y le metió los ojos delante mismo de su cara—. Cuando regresamos a Nueva York, Leon fue a ver a tu padre, y le contó lo que Angie había dicho, y luego le dijo a tu padre: «Tal vez ésa sea la forma más simple de abordar este asunto.» Jamás olvidaré lo que le contestó tu padre. Le dijo: «No, Mr. Bavardage, deje que me encargue yo. No será la manera más simple, no será la más rápida, y le costará a usted un montón de dinero. Pero mi factura podrá pagarla. En cuanto a lo otro… no hay nadie lo suficientemente rico como para pagarles. Seguirán cobrándoselo hasta el día de su muerte.»
Inez Bavardage permaneció pegada a la cara de Sherman, y le lanzó una mirada de insondable profundidad. Sherman se sintió obligado a decir algo.
—Y… ¿qué hizo tu marido?
—Lo que le aconsejó tu padre, por supuesto. Cuando tu padre habla… ¡la gente se pone firmes! —Una cascada de hach hach hach bach.
—¿Y los honorarios? —preguntó Judy, como si estuviese encantada de haberse enterado de esta anécdota sobre el padre de Sherman, ese hombre incomparable.
—¡Unos honorarios sensacionales! ¡Qué honorarios! ¡Asombrosos! —Hach hach hach hach hach. El Vesubio, el Cracatoa y el Manua Loa lanzando conjuntamente una erupción de carcajadas, y Sherman se sintió barrido por la explosión, por mal que le supiera. Era irresistible. ¡Lopwitz te adora! ¡Tu incomparable padre! ¡Tu linaje aristocrático! ¡Qué euforia siente mi fuerte pecho al oír estas palabras!
Sabía que era una reacción irracional, pero se sintió encendido, animado, en el Séptimo Cielo. Se guardó el revólver de su Resentimiento en la cartuchera, y le dijo a su Esnobismo que se fuera a descansar un rato a cualquier rincón. ¡Una mujer verdaderamente encantadora! ¡Quién lo hubiera imaginado, con las cosas que oye uno contar de los Bavardage! Una radiografía social, sin duda, pero ¡cómo echárselo en cara siendo tan encantadora y afectuosa, y divertida!
Como la mayoría de los varones, Sherman desconocía las técnicas salutatorias que utilizaban rutinariamente las anfitrionas de moda. Durante al menos cuarenta y cinco segundos, cada uno de los invitados se convertía en el amigo más íntimo, querido, gracioso, simpático, ingenioso y conspiratorio de la anfitriona. Esta tocaba el brazo de todos sus invitados varones (cualquier otra parte del cuerpo podía traer consigo algún problema), y en seguida le aplicaba una cariñosa presión. Y la anfitriona tenía, además, que mirar a los ojos de todos sus invitados, fueran varones o hembras, con una mirada de radar, hipnotizada, como si fueran absolutamente cautivadores (por su brillo, su ingenio, su belleza, y por los incomparables recuerdos que suscitaban).
El mayordomo regresó con las bebidas encargadas por Judy y Sherman. Sherman se tomó un buen trago de su gin-and-tonic, y el gin tocó fondo, y el dulce enebro le subió a la cabeza, y se relajó y dejó que el feliz zumbido de la colmena comenzara a dar vueltas en su mente.
Hach hach hach hach hach hach hach, reía Inez Bavardage.
Jao jao jao jao jao jao jao jao jao, reía Bobby Shaflett.
Ah ah ah ah ah ah ah ah ah ah, reía Judy.
Eh eh eh eh eh eh eh eh eh eh, reía Sherman.
La colmena zumbaba y zumbaba sin parar.
De repente, Inez les había conducido hacia el ramillete en el que reinaba el Campesino de Oro. Gestos de saludo, holas, apretones de manos, todo bajo la égida de la nueva mejor amiga de Sherman: Inez. Antes de que Sherman acabara de comprender lo que estaba ocurriendo, Inez se había llevado a Judy hacia otra parte, algún saloncito interior, y él se quedó abandonado con el famoso chicarrón de los Apalaches, más dos hombres y una radiografía social. Les miró uno por uno, empezando por Shaflett. Nadie le devolvió su mirada. Los dos hombres y la mujer contemplaban arrobados, con fijeza extrema, la enorme cabeza pálida del tenor, que contaba algo que había ocurrido en un avión.
—…así que estaba yo instalado, esperando a Barbara… ella tenía que volar de regreso a Nueva York conmigo? —Tenía la manía de terminar las frases con un tono de interrogación. Igual que Maria… Maria… ¡Maria, y el enorme judío hasídico! Aquella tremenda masa de grasa que tenía ante sí era como el gigantón enviado por la inmobiliaria… si es que en realidad era de la inmobiliaria. Un temblor frío… Estaban cerrando el cerco, cerrándolo cada vez más…— Y yo estaba en mi asiento… junto a una ventanilla? Y vi que se acercaba desde el fondo un tipo increíble, un negro, lo más escandaloso que os podáis imaginar. —Marcó con el tono las palabras «increíble» y «escandaloso», y agitó las manos en el aire de una manera que hizo que Sherman se preguntara si aquel gigante campesino no sería de hecho homosexual—. El tipo llevaba un abrigo de armiño…? hasta aquí…? a juego con un sombrero de armiño…? y con más anillos que la propia Barbara, y el tipo iba con tres guardaespaldas…? todos con pinta de mafioso hortera…?
El gigante siguió balbuciendo su historia, y los dos hombres y la mujer mantuvieron la mirada fija en su enorme cara redondeada y con la sonrisa congelada en los labios; el gigante, por su parte, sólo les miraba a ellos. Ni una sola vez miró a Sherman. A medida que transcurrían los segundos, Sherman tomó conciencia de que los otros cuatro se comportaban como si él no existiera. Un marica gigantesco con acento de destripaterrones, pensó Sherman, y esta gente paladea cada una de sus palabras. Decidió tomarse tres buenos tragos de su gin-and-tonic.
La anécdota parecía girar en torno al hecho de que ese negro, que se daba aires de monarca, y que se sentó junto a Shaflett en aquel avión, era el campeón mundial de los pesos crucero[19], Sam (Asesino Sam) Assinore. A Shaflett le hacía una gracia infinita lo de «peso crucero» —jao jao jao jao jao jao jao—, y los dos hombres que le escuchaban rompieron también a reír como locos. Sherman dedujo que esos dos también eran maricas. Asesino Sam no tenía ni idea de quién era Shaflett, y Shaflett tampoco tenía ni idea de quién era Asesino Sam. La gracia de la anécdota, al parecer, consistía en que ellos dos eran las únicas personas de toda la primera clase de aquel vuelo que no conocían al otro famoso… Jao jao jao jao jao jao jao jao… ji ji ji ji ji ji… ¡Ajaad! A Sherman acababa de ocurrírsele una forma ingeniosa de terciar en la conversación. Porque Oscar Suder —¡Oscar Suder! El solo recuerdo le provocó un pinchazo de dolor, pero, ignorándolo, decidió lanzarse—, Oscar Suder formaba parte del grupo de inversores del Medio Oeste que respaldaban a Asesino Sam y controlaban sus finanzas. ¡Una auténtica perla! ¡Por fin podía intervenir! ¡Por fin podía colarse en este grupo de conversadores!
En cuanto se acallaron las risas, Sherman le dijo a Bobby Shaflett:
—¿Sabías que el contrato de Assinore, incluido su abrigo de armiño, es propiedad de un grupo de inversores de Ohio, casi todos de Cleveland y Columbus?
El Campesino de Oro le miró como si fuese un mendigo:
—Hmmmmmmmmmmmm —dijo. Era el hmmmmmmmmmm que significa: «Ya. Me doy por enterado. Pero no me interesa en lo más mínimo». Tras lo cual se volvió a los otros tres y dijo—: Al final le pedí que me firmara un autógrafo en la carta… Bueno, ya sabéis, te dan la carta del restaurante y…
Para Sherman, eso fue definitivo. Sacó el revólver del Resentimiento, se alejó del grupo, y le dio la espalda. Ninguno de ellos se fijó siquiera en su huida. El zumbido de la colmena le daba vueltas a la cabeza.
¿Qué hacer ahora? De repente se encontraba completamente solo en medio de la columna, sin saber dónde meterse. ¡Solo! Comprendió con dolor que todos los invitados estaban distribuidos en ramilletes, y que no estar en uno de ellos significaba ser un fracasado de la vida social, un ser abyecto. Miró a uno y otro lado. ¿Quién era ese hombre…? Un tipo alto, guapo, presumido… caras de admiración contemplándole a su alrededor… ¡Ah…! Ya está… Un escritor… El novelista Nunnally Voyd… le había visto en un programa de entrevistas, en la televisión… un hombre sarcástico, ácido… Fíjate en esos bobos, cómo le adulan… Lo mejor sería no intentar colarse en ese ramillete… Se exponía al mismo destino que en el del Campesino de Oro, seguro… Por allí, un conocido… ¡No! Otra cara famosa… Boris Korolev, la figura del ballet… Otro círculo de rostros adorados… brillantes de éxtasis… ¡Los muy idiotas! ¡Motitas humanas! ¿A qué viene toda esa historia de arrastrarse servilmente ante bailarinas, novelistas y gigantescos tenores amariconados? No son más que bufones de la corte, entretenimiento ligero para… los Amos del Universo, los que manejan las palancas que mueven el mundo… y, sin embargo, esa pandilla de idiotas les adoran como si fuesen los oleoductos que comunican directamente con la divinidad… Ni siquiera habían querido enterarse de quién era él… y, en caso de haber querido, ni siquiera hubieran sido capaces de entenderlo…
Se encontró al lado de otro grupito… Bueno, al menos aquí no hay ningún famoso, ningún bufón de la corte que se ponga a hacer gracias… Estaba hablando un hombre gordo y sonrosado, con marcado acento británico:
—El chico estaba tendido en la calle, con la pierna rota… —¡El chico delgado! ¡Henry Lamb! ¡Ese hombre estaba hablando de la noticia aparecida en la prensa! Pero… espera un momento… una pierna rota—, y no dejaba de repetir: «Qué aburrido, qué aburrido.»
No tiene nada que ver conmigo… Está hablando de algún inglés… Los demás miembros del grupito reían… una mujer, de unos cincuenta años, con polvos rosa por toda la cara… Qué grotesco… ¡Alto ahí! Esa cara te resulta conocida. La hija del escultor, una diseñadora escénica, pero su nombre… No lograba recordarlo… Hasta que lo recordó… Barbara Cornagglia… Siguió paseando… ¡Solo…! A pesar de todo, a pesar de que estaban cerrando el cerco —¡la policía!—, también notó sobre sus hombros el peso de su fracaso social… ¿Qué hacer para que los demás pensaran que si estaba solo era porque quería estarlo, como si anduviese por la colmena sin compañía porque así lo deseaba? La colmena no paraba de zumbar y zumbar.
Junto a la puerta por la que habían desaparecido Judy e Inez Bavardage había una consola de anticuario, con un par de caballetes chinos. En cada uno de ellos alguien había colocado un disco de terciopelo color borgoña, del tamaño de un pastel, y en los pliegues del terciopelo se sostenían diversas tarjetas con un nombre en cada una de ellas. Eran el plano de la distribución de comensales para la cena, de modo que cada invitado pudiera saber de antemano quiénes estarían a su lado. A Sherman, el leonino ex alumno de Yale, aquello le pareció una nueva muestra de vulgaridad. No obstante, estudió las tarjetas. Era un modo de fingir que estaba ocupado, como si estuviera solo únicamente porque quería estudiar la distribución de los invitados.
Había, evidentemente, dos mesas. A los pocos momentos vio una tarjeta en la que decía Mr. McCoy. Estaría sentado al lado de… veamos, una tal Mrs. Rawthrote, quienquiera que fuese, y una tal Mrs. Ruskin. ¡Ruskin! El corazón le dio un vuelco. Era imposible… ¡Maria!
Pero, naturalmente, sí era posible. Esta era precisamente la clase de fiesta a la que podían invitarles, a ella y a su marido, tan rico, sí, pero tan poco notable. Vació de un trago el resto de su copa y cruzó la puerta que conducía a la otra habitación. ¡Maria! ¡Tenía que hablar con ella! ¡Pero también tenía que impedir que Judy lo notara, que Judy supiera…! ¡Sólo le hubiera faltado eso!
Se encontraba ahora en la sala de estar del apartamento, un espacio con pretensiones de gran salón. Era, sin duda, enorme, pero parecía… atestado… atiborrado de sofás, almohadones, enormes butacones, y cojines, todos ellos adornados de borlas, flecos, encajes… Incluso las paredes estaban cubiertas de cierta extraña clase de tejido acolchado, con listas de color rojo, lila y rosa. Las ventanas que daban a la Quinta Avenida estaban adornadas por cortinajes del mismo tejido, que caía en gruesos pliegues y quedaba recogido a ambos lados de cada ventana por unos cordones gruesos que dejaban ver el forro rosado. No había ni la menor huella del siglo XX en toda esta decoración, ni siquiera en las lámparas. Toda la luz procedía de unas pocas lamparitas de mesa con pantallas rosadas, de modo que casi todo el territorio de este planeta gloriosamente atestado de cachivaches permanecía en la sombra.
La colmena zumbaba en pleno éxtasis por el hecho de encontrarse en esta rosada órbita melosa. Hach hach hach hach hach hach: la risa caballuna de Inez Bavardage sonó en algún lado. Tantísimos ramilletes de gente… caras sonrientes… dientes al desnudo… Apareció el mayordomo y le preguntó si quería beber algo. Sherman pidió otro gin-and-tonic. Se quedó en el salón. Sus ojos saltaban por entre las profundas y acolchadas sombras de la estancia.
Maria.
Maria estaba en pie, junto a una de las dos ventanas de la esquina. Hombros desnudos… una vaina roja… Maria captó su mirada y sonrió. Simplemente eso, una sonrisa. Él respondió con la más débil sonrisilla que se pueda imaginar. ¿Dónde estaba Judy?
En el grupito de Maria se encontraba una mujer a la que Sherman no reconoció, un hombre al que no reconoció, y un hombre calvo que le sonaba de algo, otra de esas caras famosas en las que parecía especializado este zoo… algún escritor, un británico… No conseguía recordar su nombre. Completamente calvo; ni un solo pelo en su alargada y delgada cabeza; una cabeza desvaída; una calavera.
Sherman describió una panorámica por la estancia, tratando con desesperación de localizar a Judy. Bueno, ¿y qué pasaría si Judy localizaba a alguien que se llamaba Maria? No era un nombre tan raro. Pero ¿sabría Maria ser discreta? No era ningún genio, y tenía un ramalazo de peligrosa malicia… ¡y estarían sentados el uno al lado del otro durante la cena!
Sherman notó el golpeteo del corazón en su pecho. ¡Joder! ¿Era posible que Inez Bavardage estuviese enterada de lo que había entre ellos dos, y que les hubiese puesto juntos a propósito? ¡Alto ahí! ¡No seas paranoico! Inez jamás correría el riesgo de provocar una escena. De todos modos…
Judy.
Allí estaba, junto al hogar, riéndose a fuertes carcajadas… su nueva sonrisa para fiestas… quiere ser otra Inez Bavardage… riéndose a carcajadas tan fuertes que hasta el peinado le daba brincos. Estaba ensayando un nuevo sonido, joj joj joj joj joj joj joj. No llegaba al hach hach hach hach hach hach de Inez Bavardage, sino que se quedaba en un joj joj joj. Quien hablaba en su grupo era un anciano de pecho abombado, entradas profundas, sin cuello. El tercer miembro del ramillete, una mujer elegante, delgada, cuarentona, no se divertía tanto como Judy. Parecía un ángel de mármol. Sherman se abrió paso por la colmena, rozó las rodillas de algunas personas que se habían sentado en un portentosamente grande cojín oriental de forma redonda, camino de la chimenea. Tuvo que empujar a toda una flotilla de vestidos inflados y caras en ebullición…
La cara de Judy era una máscara de felicidad. Estaba tan extasiada por lo que decía el hombre del pecho abombado que al principio ni siquiera notó la presencia de Sherman. Hasta que, por fin, le vio. ¡Cara de sorpresa! ¡Naturalmente! Si un cónyuge se veía forzado a buscar la compañía del otro, era porque había fracasado socialmente. ¡Y qué!¡Tenía que alejarla de Maria! Eso era lo principal. Judy no se volvió a mirarle. Repitió su anterior mirada resplandeciente y extasiada y se concentró en el viejo.
—…así que la semana pasada —estaba diciendo éste—, mi esposa, al regresar de Italia, me dijo que teníamos una casa para el verano en «Como». Lo dijo así a secas, «Como». ¡Qué le vamos a hacer! Al parecer se trata del lago de Como. En fin, mejor que Hammamet, que es donde estuvimos hace un par de veranos. —Hablaba con voz cascada, una voz callejera de Nueva York, pero convenientemente limada de asperezas. Sostenía en la mano un vaso de agua de seltz, y, mirando alternativamente a Judy y al ángel de mármol, contaba su historia e iba cosechando tremendas efusiones de aprobación por parte de Judy, y algún que otro encogimiento del labio superior por parte del ángel de mármol cuando volvía la vista hacia ella. Apenas un encogimiento, pues le faltaba un grado todavía para llegar a ser el esbozo de una sonrisa educada—. Al menos sé dónde está «Como». En cambio, jamás había oído hablar de Hammamet. Mi mujer está loca por Italia. Pintura italiana, ropa italiana, y, ahora, «Como».
Judy estalló en otra ristra de carcajadas que emitía como una arma automática: joj joj joj joj joj joj, como si la forma en que el viejo pronunciaba «Como», imitando el acento de su mujer, aquella enamorada de todo lo italiano, fuese lo más gracioso del mundo. Maria. Sherman lo comprendió de repente. El viejo estaba hablando de Maria. Era Arthur Ruskin, el marido de Maria. ¿La había mencionado ya por su nombre, o sólo decía «mi mujer»?
El ángel de mármol permanecía allí, sin inmutarse. El viejo se inclinó de repente hacia su oído izquierdo y le cogió el pendiente con el índice y el pulgar. Escandalizada, la mujer se puso muy tiesa. Se le notaban las ganas de retirar la cabeza de una sacudida, pero tenía la oreja prendida entre el índice y el pulgar de aquel tipo anciano y de aspecto osuno.
—Precioso —dijo Arthur Ruskin, sin soltar el pendiente—. Nadina D., ¿verdad? —Nadina Dulocci era una diseñadora de joyas cuyo nombre se podía mencionar en aquel ambiente sin hacer el ridículo.
—¡Creo que sí! —dijo la mujer en un tono timorato, europeo. Apresuradamente, se llevó las manos a las orejas, se quitó los dos pendientes, y se los pasó a Ruskin, con un ademán que decía: «Ande, cójalos. Pero tenga la amabilidad de no arrancarme las orejas.»
Sin darse por aludido, Ruskin los sostuvo en sus peludas garras y los inspeccionó.
—Nadina D., seguro. Preciosos. ¿Dónde los conseguiste?
—Son un regalo. —Fría como el mármol. Ruskin se los devolvió, y ella se los guardó en seguida en el bolso.
—Preciosos. Preciosos. Mi esposa…
¡Y si decía «Maria»…! Sherman interrumpió:
—¡Judy! —Y, dirigiéndose a los otros—: Perdón. —A Judy—: Había pensado…
Judy transformó bruscamente su expresión de perplejidad en otra de encantada sorpresa. Jamás en la vida ninguna esposa se había alegrado tanto de que su marido llegase a su ramillete de conversación.
—¡Sherman! ¿Conoces a Madame Prudhomme?
Sherman alzó su mentón Yale y adoptó una expresión del más puro encanto knickerbocker para saludar a la mujer francesa:
—¿Qué tal?
—Y Arthur Ruskin —dijo Judy. Sherman estrechó con firmeza la mano peluda.
Archur Ruskin contaba ya setenta y un años, y no podía disimular su edad. Tenía orejotas con gruesos pliegues, y dotadas de pelos duros como alambres. Bajo su ancha mandíbula se amontonaban las papadas. Se mantenía erecto, apoyado en los talones, lo cual hacía que sobresaliese mucho su abombado pecho y su gran tripón. Su cuerpo iba enfundado en un bien elegido traje azul marino, con camisa blanca y corbata azul marino.
—Disculpen —dijo Sherman. Y, dirigiéndose a Judy, con una sonrisa encantadora—: Ven un momento.
Dirigió una sonrisa de disculpa a Ruskin y a la francesa, y se alejó un par de palmos, remolcando a Judy. El rostro de Madame Prudhomme reflejó su decepción. Había creído que, con su llegada al ramillete, por fin podría librarse de Ruskin.
—¿Qué pasa? —preguntó Judy sin abandonar su sonrisa a prueba de incendios.
Sherman, transformado en una sonrisa de encanto a lo Yale:
—Quiero… hum… presentarte al barón Hochswald.
—¿A quién?
—Al barón Hochswald. Ya sabes, el alemán… Un Hochswald.
Judy, con la sonrisa firmemente instalada:
—¿Y por qué?
—Hemos subido con él en el ascensor.
Esto, naturalmente, carecía de sentido para Judy.
—En fin, ¿y dónde está? —Dicho en tono apremiante, porque ya estaba en falta tras haber sido pillada por sorpresa en un ramillete de conversadores en el que participaba su esposo, y porque formar un grupito con él, sin absolutamente nadie más…
—Pues… —Sherman miraba a su alrededor, sorprendido—. Ahora mismo estaba aquí…
Judy, desaparecida su sonrisa:
—¿Se puede saber, Sherman, qué te pasa? ¿De qué hablas? ¿Qué es eso de presentarme a no sé qué barón?
Justo en ese instante se presentó el mayordomo con el gin-and-tonic de Sherman. Éste tomó un buen trago y siguió mirando a su alrededor. Estaba algo mareado. Por todas partes… radiografías sociales enfundadas en vestidos inflados y brillando a la luz albaricoque de lamparitas de sobremesa…
—¡Será posible…! ¡Vosotros dos…! ¿Se puede saber qué estáis tramando? —Hach hach hach hach hach hach hach. Inez Bavardage les cogió a los dos del brazo. Durante unos momentos, antes de lograr que su sonrisa a prueba de incendios reapareciese en su rostro, Judy pareció presa de pánico. No solamente había terminado metida en un ramillete de dimensiones mínimas y formado con su propio esposo, sino que la anfitriona reinante en la alta sociedad de Nueva York, la directora de circo del siglo de este mes, les había sorprendido así, y se había sentido obligada a convertirse en la ambulancia que debía salvarles de la ignominia social.
—Sherman me decía…
—¡Os estaba buscando! Quiero presentaros a Ronald Vine. Está decorando la casa del vicepresidente, en Washington.
Inez Bavardage les remolcó a través de la colmena de sonrisas afectadas y vestidos inflados, y les insertó en un ramillete dominado por un hombre joven aún, alto, delgado y guapo, el tal Ronald Vine. Mr. Vine estaba diciendo:
—…volantes y volantes y más volantes. Me parece que la mujer del vicepresidente acaba de descubrir los volantes.
Y puso los ojos en blanco, escandalizado. El resto del ramillere, dos mujeres y un hombre calvo, rieron y rieron. Judy apenas si fue capaz de esbozar una sonrisa… Tener que ser rescatada de la muerte social por la anfitriona…
¡Qué triste ironía! Sherman se odió a sí mismo. Se odió a sí mismo por todas las catástrofes que ella seguía ignorando.
Las paredes del comedor de los Bavardage tenían tantas capas de laca de color albaricoque tostado, catorce en total, que emitían el mismo brillo espejeante de un lago que estuviese reflejando un fuego de campamento en plena noche. La sala era un festival de reflejos nocturnos, un ejemplo de los muchos triunfos semejantes obtenidos por Ronald Vine, cuya especialidad consistía en producir brillos sin necesidad de usar espejos. La Indigestión de Espejos estaba considerada, en la actualidad, como uno de los pecados más vergonzosos de los años setenta. De modo que, desde comienzos de los ochenta, desde Park Avenue hasta la Quinta, desde la calle Sesenta y dos hasta la Noventa y seis, comenzó a oírse el espantoso ruido que producían los metros y metros cuadrados de carísimos espejos que iban siendo arrancados de las paredes de los mejores apartamentos. No, en el comedor de los Bavardage los ojos de sus invitados revoloteaban en un universo de brillos, destellos, centelleos, lustres, reflejos y espejeantes lagos y deslumbrantes fulgores conseguidos por medio de métodos más sutiles tales como la laca, o como esa estrecha banda de azulejos que se deslizaba justo debajo de las molduras del techo, o como los dorados muebles ingleses estilo regencia, los candelabros de plata, los jarrones de cristal tallado, los floreros de la School of Tiffany, y una cubertería de plata esculpida, tan pesada que al coger el cuchillo daba la sensación de estar sosteniendo un sable.
Las dos docenas de invitados se sentaron a un par de mesas circulares estilo regencia. La mesa de banquete, esa especie de pista de aterrizaje estilo Sheraton capaz para veinticuatro comensales, había desaparecido hacía algún tiempo de los comedores más elegantes. No estaba bien vista su ceremoniosidad, su grandiosidad. Quedaba mucho mejor poner dos mesas más pequeñas. ¿Y qué tal si rodeamos y adornamos esas dos mesas pequeñas con una buena acumulación de objets, tejidos, y bibelots tan lujosos que hasta el mismo Rey Sol parpadearía nada más ver el conjunto? Las anfitrionas de la categoría de Inez Bavardage se enorgullecían de su instintivo gusto por los ambientes hogareños e íntimos.
A fin de subrayar mejor incluso que se trataba de una cena íntima, en medio de cada mesa, y rodeado por el espeso bosque de cristal y plata, había un cestito de sarmientos trenzados, en el más puro estilo rústico de la artesanía de los Apalaches. Por la parte exterior de los cestitos, con los tallos insertos en los sarmientos, crecía todo un prado de florecillas silvestres. En el centro de los cestitos se amontonaban tres o cuatro docenas de amapolas. Estos centros faux-naïf llevaban la marca de fábrica de Huck Thigg, el joven florista, que presentaría una factura de 3.300 dólares a los anfitriones, solamente por estos centros.
Sherman se quedó mirando fijamente los sarmientos entrelazados. Parecía que Gretel o Heidi se hubiesen olvidado aquellos cestos en algún festín organizado por Lúculo. Suspiró… Insoportable. Maria estaba junto a él, a su derecha, charlando con el inglés cadavérico, comosellame, que estaba a la derecha de ella. Judy se encontraba en la otra mesa, pero podía verle perfectamente. Verle a él, y también a Maria. Sherman quería hablar con Maria del interrogatorio al que le habían sometido los dos inspectores, pero ¿cómo iba a hacerlo mientras Judy les miraba? Podía hablar adoptando una inocua sonrisa festiva. ¡Eso! ¡Aunque discutieran, mantendría en todo momento la sonrisa! Seguro que Judy no se enteraría de nada… ¿O sí? Arthur Ruskin estaba sentado a la mesa de Judy… Pero, gracias a Dios, les separaban cuatro sillas… no podría charlar con ella… Judy estaba entre el barón Hochswald y un jovenzuelo de aspecto notablemente pomposo… Inez Bavardage, dos sillas más allá de Judy, y Bobby Shaflett a la derecha de Inez. Judy dirigía una grandísima sonrisa de compromiso social al joven pomposo… Joj joj joj joj joj joj joj joj joj joj! Destacando claramente por encima de los zumbidos de la colmena, Sherman alcanzaba a oír a Judy riendo con su nueva risa… Inez hablaba con Bobby Shaflett pero también con la sonriente radiografía social sentada a la derecha del Campesino de Oro y con Nunnally Voyd, que se encontraba a la derecha de la radiografía social. Jao jao jao jao jao jao jao jao, canturreaba el Tenor Cabezudo… Hach hach hach hach hach hach hach, canturreaba Inez Bavardage… Joj joj joj joj joj joj joj joj joj joj aullaba su propia esposa…
Leon Bavardage se encontraba a cuatro sillas de distancia a la derecha de Sherman, después de Maria, el inglés cadavérico, y Barbara Cornagglia, la mujer con los polvos rosados en la cara. A diferencia de Inez, Leon Bavardage se mostraba tan animado como una gota de lluvia. Poseía un rostro plácido, pasivo, sin arrugas, coronado por una ondulada melena rubia que empezaba a ceder terreno por la frente, una nariz larga y delicada, y una tez muy pálida, casi lívida. En lugar de una sonrisa social de 300 vatios, mostraba una sonrisilla tímida y recatada, que en estos momentos dirigía a Miss Cornagglia.
Con cierto retraso se le ocutrió a Sherman que hubiese tenido que charlar con su vecina de la izquierda. Rawthrote, Mrs. Rawthrote. ¿Quién diablos era esa mujer? ¿Qué podía decirle? Se volvió a su izquierda, y se la encontró esperando. Le miraba a los ojos, con unos rayos láser situados apenas a medio metro de su cara. Una auténtica radiografía social con el cabello rubio-plata notablemente hinchado, y con una mirada tan intensa que al principio Sherman creyó que aquella mujer sabía algo… Sherman abrió los labios… sonrió… rebuscó en su cerebro algo que decir… hizo cuanto pudo… Y le dijo:
—¿Le importaría hacerme un grandísimo favor? ¿Cómo se llama el caballero que está a mi derecha, el delgado? Su cara me resulta muy familiar, pero, por mucho que me empeñe, no consigo recordar su nombre.
Mrs. Rawthrote se inclinó hacia él, hasta que sus rostros estuvieron a menos de un palmo. La tenía tan cerca que a Sherman le dio la sensación de que en su cara había tres ojos.
—Aubrey Buffing —le dijo ella. Y sus ojos siguieron lanzando llamaradas hacia los de Sherman.
—Aubrey Buffing —dijo mansurronamente Sherman. En realidad era una pregunta.
—El poeta —dijo Mrs. Rawthrote—. Es candidato al premio Nobel. Es hijo del duque de Bray. —Todo esto dicho con un tono que equivalía a: «¿Cómo es posible que lo ignore?»
—Claro —dijo Sherman, consciente de que, aparte de sus demás pecados, era un hipócrita—. El poeta.
—¿Qué opina de su aspecto? —La mujer tenía ojos de cobra. Mantuvo el rostro pegado al de Sherman. Este sentía deseos de retirarse un poco, pero fue incapaz de hacerlo. Estaba paralizado.
—¿Su aspecto? —preguntó.
—El de lord Buffing —dijo ella—. Me refiero a su salud.
—La-la verdad, no sé qué decirle. No le conozco.
—Está siendo sometido a un tratamiento en el Vanderbilt Hospital. Tiene el sida.
Y, dicho esto, se retiró unos pocos centímetros, para mejor observar el efecto que esta declaración producía en Sherman.
—¡Qué horror! —dijo Sherman—. ¿Y cómo lo sabe usted?
—Conozco a todos los que hemos subido a bordo. —Entrecerró los ojos, y luego volvió a abrirlos, como diciendo: «Sé todo lo que hay que saber, pero no me haga preguntas indiscretas.» Luego añadió—: Esto es entre nous. —¡Pero no le había visto a usted en mi vida!—. No se lo diga a Leon o a Inez —prosiguió—. Está viviendo en su casa… lleva aquí dos semanas y media. Jamás se le ocurra invitar a ningún inglés a que pase el fin de semana en casa. Luego no hay modo de echarles. —Esto lo dijo sin sonreír, como si fuese el consejo más importante que jamás le hubiese dado a nadie, gratis. Y continuó con su mirada de miope fija en la cara de Sherman.
Con el firme propósito de romper aquel contacto ocular, Sherman lanzó una mirada de soslayo al inglés flaco, a Lord Buffing, el candidato al premio Nobel.
—No se preocupe —dijo Mrs. Rawthrote—. En la mesa no se contagia. Si se contagiase, a estas alturas todos lo tendríamos. La mitad de los camareros de Nueva York son gay. Señáleme usted a un homosexual de vida alegre, y me estará mostrando un cadáver gay.
Este mot farouche fue pronunciado en el mismo tono monótono que todo lo demás, sin rastro de sonrisa.
Justo en ese momento, un camarero joven y guapo de aspecto latino comenzó a servir el primer plato, que tenía aspecto de huevo de Pascua cubierto por una espesa salsa blanca sobre un lecho de caviar rojo dispuesto, a su vez, sobre un lecho de lechuga.
—Estos no lo son —dijo Mrs. Rawthrote, justo en las narices del camarero—. Trabajan sólo para Inez y Leon. Son mexicanos, de Nueva Orleans. Viven en la casa que tienen los Bavardage en el campo, y vienen cada vez que dan una fiesta, para servir las cenas. —Luego, sin más preámbulo, añadió—: ¿A qué se dedica usted, Mr. McCoy?
Sherman se sintió pillado por sorpresa. Se quedó sin habla. Tan perplejo y fastidiado como el día en que Campbell le hizo la misma pregunta. Esta mujer no era nadie, una radiografía social, una cuarentona, y sin embargo… ¡Quiero dejarla impresionada! Las posibles respuestas comenzaron a martillearle la cabeza… Soy vendedor de bonos, en el departamento de bonos de Pierce & Pierce… No, eso sonaría a que formaba parte de la burocracia, que era un elemento reemplazable de una gran maquinaria y que, encima, se enorgullecía de no ser más que eso… Soy el vendedor número uno… No, eso sería lo que diría cualquier vendedor de aspiradoras a domicilio… Formo parte del grupo selecto de hombres que toman las principales decisiones… Tampoco… Muy impreciso, y muy torpe… El año pasado gané cerca de un millón de dólares vendiendo bonos… Eso era lo fundamental, por supuesto, pero no podía dar una información así, tal cual, sin parecer estúpido… ¡Soy… un Amo del Universo…! Sigue soñando… Además, una cosa así… De modo que decidió decir:
—Oh, intento vender algún que otro bono en Pierce & Pierce.
Y sonrió levísimamente, esperando que la modestia de su declaración fuese interpretada como señal de un trato que sólo se da a quien conoce la tremenda magnitud del negocio de bonos en Wall Streer.
Mrs. Rawthrote le cepilló de nuevo con sus pestañas. Desde apenas diez centímetros:
—Gene Lopwitz es uno de nuestros clientes.
—¿Clientes?
—De Benning & Sturtevant.
¿Dónde ha dicho? La miró fijamente.
—Conocerá usted a Gene…
—Claro, trabajo con él.
Era evidente que su respuesta no había resultado convincente. Ante el pasmo de Sherman, Mrs. Rawthrote giró noventa grados a su izquierda, sin añadir una sola palabra más, para mirar a un hombre de rostro enrojecido y risueño que hablaba con la Tarta de Limón que había llegado en compañía del barón Hochswald. Sherman comprendió finalmente quién era aquel hombre… un ejecutivo de televisión, Rale Brigham. Sherman se quedó mirando las huesudas vértebras de Mrs. Rawthrote, que en la parte superior de la espalda quedaban al descubierto por encima del escote… Tal vez se había vuelto sólo un momento y en seguida reanudaría su conversación con él… Pero no… se había embarcado en una conversación con Brigham y la Tarta… Sherman oía la voz monótona de la radiografía social… Se inclinaba hacia Brigham, le lanzaba sus miradas de rayos láser… Le había dedicado todo el tiempo que se merecía… ¡a un simple vendedor de bonos!
Sherman volvió a quedarse aislado. A su derecha, Maria seguía profundamente inmersa en su conversación con Lord Buffing. De nuevo tenía que enfrentarse Sherman a la muerte social. Un hombre aislado en una cena elegante. La colmena zumbaba a su alrededor. Todos los demás estaban flotando en un estado de arrobamiento social. Sólo él permanecía aislado. Sólo él era un pasmarote sin pareja de conversación, una luz social de potencia nula en medio del Zoo de Celebridades reunido por los Bavardage… ¡Mi vida destrozada! Y, encima, atravesando todo el resto de desgracias que pesaban sobre su sobrecargado sistema nervioso central, la llama lacerante y vergonzosa —¡vergonzosa!— de su incompetencia social.
Miró fijamente los sarmientos trenzados de Huck Thigg, como si fuese un apasionado de los adornos florales. Luego adoptó una sonrisa, como si interiormente hubiese encontrado algo que le hacía mucha gracia. Dio un buen trago de vino y miró hacia la otra mesa, como si hubiese interceptado la mirada de alguien… Sonrió… Murmuró silenciosamente con la vista fija en los huecos vacíos de la pared. Bebió un poco más de vino y volvió a estudiar durante otro rato los sarmientos. Contó las vértebras visibles de la espalda de Mrs. Rawthrote. Se sintió muy feliz cuando uno de los camareros, uno de los varones[20] del campo, se presentó a su lado y volvió a llenarle el vaso.
El segundo plato consistía en un rosado rosbif servido en enormes bandejas de porcelana, con una gorguera de cebollas, zanahorias y patatas asadas. Era un segundo plato sencillo, muy americano. Los segundos platos sencillos y muy americanos, dispuestos entre prólogos y epílogos de exótica sofisticación, eran comme il faut, en estos momentos, y muy de acuerdo con la nueva moda anticeremoniosa. Cuando el camarero mexicano comenzó a pasar aquellas enormes bandejas por encima de los hombros de los comensales, a fin de que cada uno se sirviese lo que quisiera, fue como si hubiera sonado la señal que indicaba a todo el mundo que tenía que cambiar de pareja para la conversación. Lord Buffing, el poeta inglés moribundo, entre nous, se volvió hacia la empolvadísima Mme. Cornagglia. Maria, a su vez, se volvió hacia Sherman. Le sonrió y le dirigió una profunda mirada a los ojos. ¡Demasiado profunda! ¡Y si Judy estuviese viéndoles en ese momento! Sherman adoptó una congelada sonrisa social.
—¡Fíu! —dijo Maria. Puso los ojos en blanco, indicando a Lord Buffing.
Sherman no tenía ganas de hablar de Lord Buffing, sino de la visita de los dos inspectores. Pero será mejor que empieces gradualmente, por si Judy está mirando.
—¡Ah, es cierto! —dijo Sherman. Una anchísima sonrisa social—. Ya no me acordaba. Los ingleses no te gustan.
—Oh, no es por eso —dijo Maria—. Parece una persona agradable. Lo malo es que casi no he entendido nada de lo que me decía. Tiene un acento rarísimo.
—¿De qué hablaba? —Con una sonrisa social.
—De la verdadera finalidad de la vida. En serio.
—¿Y te ha dicho cuál es esa verdadera finalidad? —Con una sonrisa social.
—Pues sí. La reproducción.
—¿La reproducción? —Con una sonrisa social.
—Sí. Me ha dicho que ha necesitado setenta años para comprender que la única y auténtica finalidad de la vida es ésa: la reproducción. A la Naturaleza, ha dicho, sólo le preocupa una cosa: la reproducción por la reproducción.
—Es muy interesante que lo diga él. —Sonrisa social—. Supongo que sabrás que es homosexual…
—Uf, anda. ¿Quién te lo ha dicho?
—Ésa de ahí —dijo, señalando a Mrs. Rawthrote—. Por cierto. Y ella, ¿quién es? ¿La conoces?
—Sí. Sally Rawthrote. Un agente inmobiliario.
—¡Un agente inmobiliario! —Sonrisa social. ¡Santo Dios! ¡A quién se le ocurre invitar a un agente inmobiliario a una cena así!
Como si estuviese leyendo sus pensamientos, Maria comentó:
—Estás pasado de moda, Sherman. Los agentes inmobiliarios son de lo más chic hoy en día. Sally está en todas partes, y siempre va con esa bañera de rostro enrojecido que está sentado allí, Lord Gutt. —Y señaló la otra mesa.
—¡El gordo que habla con acento británico!
—Sí.
—¿Quién es?
—Un banquero o algo así.
—Tengo que decirte una cosa, Maria. —Sonrisa social—. Pero… no te excites. Mi mujer está en la otra mesa, y puede vernos. Por favor, tómatelo con calma.
—Vaya, vaya, vaya. Mr. McCoy, qué bien me cae usted…
Con su mejor sonrisa social fija en el rostro, Sherman le resumió rápidamente su enfrentamiento con los policías.
Tal como él se había temido, Maria perdió la compostura. Comenzó a decir que no con la cabeza y a mirarle ceñudamente.
—¡Y se puede saber por qué diantres no les dejaste ver tú maldito coche, Sherman! ¡Si me dijiste que no tiene ni la menor abolladura!
—¡Eh! —Sonrisa social—. ¡Calma! Mi mujer podría estar mirándonos. Lo que me preocupaba no era el coche. Sólo que no quería que hablasen con el encargado del garaje. Podía ser el mismo que estaba de guardia aquella noche.
—Por Dios, Sherman. ¿Y me pides que no pierda la calma? ¿Y tú? Pero si la has perdido del todo. ¿Seguro que no les dijiste nada?
—Seguro. —Con una sonrisa social.
—Joder, Sherman, hazme el jodido favor de borrar esa sonrisa de tu rostro. Se supone que a nadie le importa que sostengas una conversación seria con tu vecina de mesa en una cena así, aunque tu mujer esté mirando. Y a ver si me explicas por qué diablos accediste a hablar con la policía.
—Me pareció, en ese momento, que era lo más correcto.
—Ya te lo dije: no estás hecho para esas cosas.
Volviendo a ponerse la máscara de la sonrisa social, Sherman le dirigió una mirada fugaz a Judy. Su mujer estaba sonriéndole a la cara de indio del barón Hochswald. Después, sin dejar de sonreír, se volvió a Maria otra vez.
—¡Por Dios! —dijo Maria.
Sherman desconectó la sonrisa.
—¿Cuándo podría hablar contigo? ¿Cuándo podríamos vernos?
—Telefonéame mañana por la noche.
—De acuerdo. Mañana por la noche. Y… quiero preguntarte una cosa. ¿Has oído a alguien que comentase la noticia que publicó el City Light? Me refiero a alguien que esté aquí, hoy.
Maria se puso a reír. Sherman estaba contento. Si Judy les miraba en ese momento, creería que estaba sosteniendo con su vecina de mesa una conversación graciosísima.
—¿Hablas en serio? —dijo Maria—. Esta gente no abre el City Light más que para leer la columna de ésa.
Y señaló a una voluminosa mujer del otro lado de la mesa, una mujer de cierta edad, con un ridículo mocho de pelo rubio en la cabeza, y unas pestañas postizas tan largas y espesas que apenas si podía elevar los párpados superiores.
—¿Quién es? —Con una sonrisa social.
—«La Sombra».
El corazón le dio un vuelco a Sherman:
—¿En serio? ¿La gente invita a cenar a los periodistas?
—Claro. No te preocupes. Tú no le interesas en lo más mínimo. Ni tampoco le interesan los accidentes de coche que puedan ocurrir en el Bronx. Si yo le pegase un tiro a Arthur, seguro que escribiría algún comentario. Y no sabes lo que me gustaría darle precisamente esta excusa…
Maria se lanzó a criticar ácidamente a su marido. Era un hombre que vivía consumido por los celos y el resentimiento. Hacía que su vida fuese un infierno. La llamaba furcia a todas horas. El rostro de Maria se retorcía cada vez más. Sherman acabó sintiéndose alarmado… ¡Judy podía estar mirándoles! Quiso adoptar de nuevo su sonrisa social, pero no podía. Imposible, ante todas aquellas lamentaciones.
—En serio. Anda por todo el apartamento llamándome furcia. «Eh, furcia. Eh, furcia.» ¡Delante del servicio! ¿Y cómo crees que me siento yo? Como vuelva a llamarme furcia una sola vez, te juro que le voy a dar con algo en la cabeza. Te lo juro.
Por el rabillo del ojo, Sherman vio que la cara de Judy estaba vuelta hacia ellos dos. ¡Joder! ¡Y él sin su sonrisa puesta! Rápidamente la recobró, y la dejó fija en su rostro, y le dijo a Maria:
—¡Qué horror! Se diría que empieza a tener la típica debilidad senil…
Maria se quedó observando durante unos instantes la agradable máscara social de Sherman, y luego se puso a sacudir con desesperación la cabeza:
—Vete al cuerno, Sherman. Eres tan horrible como él.
Sorprendido, Sherman mantuvo puesta su sonrisa y dejó que el zumbido de la colmena flotara a su alrededor. ¡Tanto éxtasis por todos lados! ¡Tantísimas dentaduras desnudas! Hach hach hach hach hach hach hach: las carcajadas de Inez Bavardage se elevaban en son de triunfo social. Jao jao jao jao jao jao jao jao jao, le respondió el carcajeo pueblerino del Campesino de Oro. Sherman vació de golpe otro vaso de vino.
El postre era un soufflé de albaricoque, preparado individualmente, para cada uno de los invitados, en una vasija de barro parecida a las que se encuentran en Normandía, con los bordes au rustaud pintados a mano. Esta temporada volvían a estar de moda los postres muy elaborados. El tipo de postre que demostraba una gran preocupación por las calorías y el colestetol, todos esos platos con frutas silvestres y esferitas de melón zambullidas en una masa de sorbete, se habían convertido en un detalle muy plebeyo. Por otro lado, servir nada menos que veinticuatro souffles individuales era un tour de force. Sólo estaba al alcance de quien dispusiera de una cocina enorme y un número extraordinario de cocineros.
Cuando el tour de force pasó a mejor vida, Leon Bavardage se puso en pie, dio unos golpecitos en su vaso de vino —un vaso de bordelés de Sauternes, de un intenso rosa dorado, pues esta temporada volvían a llevarse mucho los vinos de postre semidulces—, y le respondió la feliz y ebria percusión de la gente que ocupaba las dos mesas, pues todos comenzaron a golpear también sus vasos de vino en son de broma. Jao jao jao jao, la risa de Bobby Shaflett acompañó los tintineos. El tenor golpeaba su vaso con todas sus fuerzas. Los rojos labios de Leon Bavardage se ensancharon en mitad de su rostro, y sus ojos se entrecerraron, como si aquella percusión de cristal fuese un gran homenaje a la alegría de todos los famosos que se habían reunido en su casa.
—Sois todos vosotros tan grandes amigos de Inez y míos que no necesitamos ninguna excusa para reunirnos en nuestra casa —dijo en un tono blanducho, casi femenino, con fuerte acento de la Costa del Golfo. Luego se volvió hacia la otra mesa, y miró a Bobby Shaflett—. A veces, por ejemplo, invitamos a Bobby solamente para poder escuchar su risa. La risa de Bobby es pura música, o eso al menos pienso yo. Por otro lado, ¡nunca logramos que cante para nosotros, aunque Inez toque el piano!
Hach hach hach hach hach hach hach hach, estalló Inez Bavardage. Jao jao jao jao jao jao jao jao, canturreó Bobby, acallando las risas de Inez con sus propias y estentóreas carcajadas. La risa del tenor campestre era francamente pasmosa. Jao jao jaoo jaooo jaoooo jaooooo jaoooooo. Iba subiendo de tono, cada vez más, para después comenzar a descender de una forma extraña, estilizada, hasta transformarse en un sollozo. La sala entera se quedó en silencio, congelada, porque en aquel instante todos los comensales, o casi todos, comprendieron que acababan de escuchar el famoso sollozo mezclado con risas del aria «Vesti la giubba» de Pagliacci.
Un tremendo aplauso de ambas mesas. Sonrisas resplandecientes, risas, y gritos de: «¡Bis! ¡Bis! ¡Bis!»
—¡No! —dijo el gran gigante rubio—. Sólo canto cuando ceno en casa… y por hoy ya basta. Además, ¡mi souffle era muy pequeño, Leon!
Auténticas cascadas de risas, más aplausos. Leon Bavardage llamó con un lánguido ademán a uno de los camareros mexicanos.
—¡Más soufflé para Mr. Shaflett! —dijo—. ¡Háganlo en la bañera!
El camarero le devolvió la mirada con expresión petrificada.
Sonriendo, con los ojos centelleantes, arrastrado por aquel magnífico dúo de ingeniosos cómicos, Rales Brigham aulló:
—¡Soufflé de contrabando!
Era un chiste tan espantosamente malo que a Sherman le tranquilizó notar que todo el mundo lo ignoró, incluida Mrs. Rawthrote, la de los ojos láser.
—De todos modos, hoy es un día especial —dijo Leon Bavardage—, porque contamos con la presencia de una persona muy especial, que ha querido hacernos el honor de ser nuestro invitado durante su estancia en los Estados Unidos. Me refiero, por supuesto, a Aubrey Buffing. —Miró resplandeciente y sonriente hacia el Gran Hombre, que volvió su rostro emaciado hacia Leon Bavardage, con una diminuta, tensa y cansina sonrisa—. Bien… El año pasado, nuestro amigo Jacques Prudhomme —y lanzó una mirada resplandeciente y sonriente al ministro francés de Cultura, que se encomiaba a su derecha— nos contó a Inez y a mí que una autoridad en la materia le confió… espero no estar extralimitándome, Jacques…
—También yo lo espero —dijo el ministro de Cultura con su voz grave, encogiéndose de hombros de forma exagerada, para producir un efecto cómico. Hubo risas de bienvenida para la nueva broma.
—Bien… nos dijiste a Inez y a mí que Aubrey era el nuevo premio Nobel de Literatura. Y, siento decirlo, Jacques, pero tu servicio de inteligencia en Estocolmo no es demasiado bueno…
Otro exagerado encogimiento de hombros, y nuevas palabras de la misma voz grave, sepulcral:
—Por suerte, no tenemos intención de iniciar hostilidades contra los suecos, Leon.
Grandes carcajadas.
—De todos modos, Aubrey estuvo cerquísima de conseguirlo —dijo León—, y es probable que el próximo año sea su año. —La diminuta y tensa sonrisa del inglés no se modificó en lo más mínimo—. Pero, naturalmente, no importa. Porque lo que Aubrey significa para nuestra… nuestra cultura… está muy por encima de todos los premios, y sé que lo que Aubrey significa para Inez y para mí como amigo… bueno, está muy por encima de los premios y de la cultura… —Buscó durante unos momentos la forma de redondear la frase— …y de todo. En fin, quiero proponeros un brindis por Aubrey, con nuestros mejores deseos para su visita a los Estados Unidos…
—Acaba de comprar para sí el título de anfitrión del mes —le comentó Mrs. Rawthrote a Rale Brigham, en un susurro de actor avezado.
Leon alzó su vaso de Sauternes:
—¡Por Lord Buffing!
Vasos alzados, aplausos, hear-hears[21] a la inglesa.
El inglés se puso lentamente en pie. Estaba espantosamente ojeroso. Parecía que su nariz midiese un kilómetro de largo. No era alto, y sin embargo su gran cráneo calvo le daba un aspecto imponente.
—Eres muy amable, Leon —dijo, mirando a Leon y luego bajando con modestia la vista—. Como quizá sepáis… quien crea que puede conseguir el Nobel debe actuar como si ignorase la existencia de ese premio, y, de todos modos, en mi caso, soy demasiado viejo para preocuparse por algo así… Por lo tanto, puedo asegurarte, Leon, que no sé de qué me estás hablando. —Sonrisillas algo desconcertadas—. Pero hay una cosa que difícilmente podría pasarle desapercibida a nadie, me refiero a la maravillosa amistad y hospitalidad tuya y de Inez, y me alegro de no tener que fingir sentimientos que mi corazón no alberga. —Las frases habían sido emitidas ahora con tal rapidez que la mitad de los presentes había perdido el hilo. Pero todos emitieron murmullos para animarle a seguir—. Y tal es mi agradecimiento que, en donde otros se han negado, yo en cambio estaría encantado de entonar una canción en esta cena…
—Lo que faltaba —murmuró Mrs. Rawthrote.
—…aunque me disuade de intentarlo siquiera la notable alusión que Mr. Shaflett ha hecho al doloi de Canio en Pagliacci.
Pronunció, como solamente los ingleses son capaces de hacerlo, un «Mr. Shaflett» maliciosísimo que hizo resaltar lo ridículo que era darle el título de «mister» a aquel rústico payaso.
De repente, el Gran Hombre se interrumpió, alzó la cabeza y miró al frente, como si sus ojos estuvieran atravesando las paredes de la casa y contemplasen la metrópoli que se extendía al otro lado. Luego soltó una risilla muy fría.
—Disculpadme. De repente estaba oyendo el sonido de mi propia voz, y se me ha ocurrido que actualmente poseo esa clase de voz británica que, oída por mí mismo hace medio siglo, cuando era joven, un joven deliciosamente alocado si mi memoria no me engaña, me hubiese inducido a abandonar la sala sin aguardar ni un segundo.
Los comensales comenzaron a mirarse los unos a los otros.
—Pero sé que ninguno de los presentes se irá —prosiguió Buffing—. Siempre ha resultado maravilloso ser un inglés en los Estados Unidos. Lord Gutt no estará, tal vez, de acuerdo conmigo —pronunció Gutt con un ladrido tan gutural que casi dio la sensación de haber dicho Lord Mierda—, mas dudo que manifieste esa disconformidad. Cuando vine por vez primera a los Estados Unidos, de joven, antes de la Segunda Gran Guerra, y la gente me oía hablar, todos comentaban: «¡Oh, es usted inglés!», y siempre acababa consiguiendo lo que quería. Todos se quedaban muy impresionados. Actualmente, cuando vengo a los Estados Unidos, la gente al oírme hablar suele decir: «¡Oh, es usted inglés… pobrecito…», pero, aun así, sigo consiguiendo lo que quiero porque sus compatriotas siempre se apiadan de nosotros.
Muchas risas y sonrisas de alivio. El viejo había decidido cultivar el género ligero. Buffing esperó unos instantes, como si estuviese tratando de tomar una decisión sobre si continuar o no. La decisión fue, evidentemente, positiva, pues en seguida añadió:
—No sé en realidad por qué razón no he escrito jamás ningún poema sobre los Estados Unidos. Bueno, retiro lo dicho. Sí sé la razón, por supuesto. He vivido en un siglo en el cual se supone que los poetas no deben escribir sobre nada, o, al menos, sobre nada que se pueda nombrar con términos geográficos. Pero los Estados Unidos merecen un poema épico. En diversos momentos de mi carrera consideré la posibilidad de escribir un poema épico, pero no lo hice. Ya nadie espera que los poetas escriban poemas épicos, a pesar de que solamente sobreviven al tiempo los poetas que han escrito poemas épicos. Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare, Milton, Spencer… ¿A qué altura quedarán Mr. Eliot o Mr. Rimbaud —pronunciado con el mismo tono utilizado para Mr. Shaflett— comparados con ellos, dentro de apenas veinticinco años? Me temo que van a parecer enanitos, que no serán más que nombres en las notas a pie de página, hundidos en la espesura de los ibid… junto con Aubrey Buffing y un montón de poetas más que han merecido mi, en ciertas épocas, mayor consideración. No, los poetas de hoy en día carecemos de la vitalidad necesaria para escribir epopeyas. Ni siquiera tenemos los suficientes arrestos para rimar nuestros versos, y una epopeya americana tendría que estar rimada, una rima tras otra, sí, cayendo en cascada, sin timidez, unas rimas como las que nos legó Edgar Allan Poe… Sí… Poe, que vivió sus últimos años no lejos de aquí, apenas un poco más al norte, en una zona de Nueva York que recibe el nombre de Bronx… en una casita con lilas y un cerezo… y con una esposa que se moría de tuberculosis. Era un borracho, por supuesto, y tal vez fuera psicótico, pero su locura era de las que proporcionan visiones proféticas. Poe escribió un relato que nos explica todo cuanto necesitamos saber sobre el momento en el que estamos viviendo nosotros… La máscara de la muerte roja… Una misteriosa peste, la Muerte Roja, asola el país. El príncipe Prospero, qué nombre tan perfectamente adecuado, «próspero», el príncipe Prospero reúne en su castillo a sus mejores súbditos, prepara comida y bebida para dos años, y cierra las puertas al mundo exterior, a la virulencia de las almas indignas, y da comienzo a un baile de máscaras que debe durar hasta que, más allá de los muros de su castillo, la peste se haya extinguido. Es una fiesta interminable e insondable, que se celebra en siete grandes salones, y en cada nuevo salón la juerga es más enloquecida que en el anterior, y los juerguistas siguen avanzando y avanzando, hacia el séptimo salón, que está decorado todo él de negro. Una noche, en esta última estancia, aparece un invitado que lleva el disfraz más ingenioso y más espantosamente bello que jamás hubiera visto este alegre grupo de enmascarados. Este invitado va vestido de Muerte, pero su disfraz es tan convincente que Prospero se muestra ofendido y ordena que le expulsen de allí. Nadie, sin embargo, se atreve a tocarle, de modo que el propio príncipe se ve obligado a encargarse de esa tarea, y cae muerto al instante, en cuanto toca aquella temible túnica, pues la Muerte Roja ha penetrado en casa de Prospero… Prospero, amigos míos… Pues bien, lo más exquisito de este relato es que, en cierto modo, los invitados sabían desde el primer momento qué era lo que les aguardaba en esta última estancia, y sin embargo se han sentido irresistiblemente atraídos hacia ella, porque su excitación es tan intensa y el placer tan desenfrenado, y tan suntuosos y abundantes la comida y la bebida y los disfraces… que eso es al final lo único con que cuentan. La familia, el hogar, los hijos, la gran cadena del ser, la eterna marea de los cromosomas no significan ya nada para ellos. Están atados los unos a los otros, y giran en torbellino los unos en torno a los otros, interminablemente, partículas de un átomo condenado a la destrucción… pues la Muerte Roja no podía ser otra cosa que cierta suerte de estímulo final, un nec plus ultra… De modo que Poe tuvo la suficiente amabilidad como para escribir el final de nuestra historia, hace ya un siglo o más. Y bien, sabiendo que es así, ¿quién podría escribir todos esos pasajes luminosos que preceden ese final? Yo no, desde luego, yo no. La enfermedad… la náusea… el dolor despiadado… todo cesó con la fiebre que enloqueció mi mente… con esa fiebre llamada «Vida» que llameaba en mi cerebro… Y tales fueron las últimas palabras que Poe escribió… No… No puedo ser el poeta épico que merecéis. Soy demasiado viejo para serlo, y estoy demasiado cansado, demasiado cansado de esa fiebre llamada «Vida», y valoro demasiado vuestra compañía, vuestra compañía en el torbellino, que gira y gira. Gracias, Leon. Gracias, Inez.
Y, con esto, el espectral inglés volvió a tomar asiento.
El intruso más temido por los Bavardage, el silencio, pasó a presidir el comedor. Los comensales se miraban embarazados los unos a los otros. Embarazados de tres maneras diferentes. Les resultaba embarazoso aquel anciano, que había metido la pata inyectando aquella nota sombría en la cena de los Bavardage. Les resultaba embarazoso sentir la necesidad de expresar su escéptica superioridad en relación con la solemnidad de las palabras recién escuchadas, pero también el no saber cómo salir de aquella situación. ¿Habría alguno capaz de atreverse a soltar una risilla disimulada? Al fin y al cabo, quien acababa de decir todo aquello era ni más ni menos que Lord Buffing, premio Nobel en potencia, e invitado de honor en casa de sus anfitriones. Y les resultaba finalmente embarazosa la posibilidad de que aquel viejo hubiese dicho alguna frase muy profunda, tan profunda que tal vez a ellos se les había escapado. Sally Rawthrote puso los ojos en blanco, fingió adoptar una expresión burlonamente compungida, y miró a su alrededor, a ver si alguien seguía su broma. Lord Gutt sonrió lúgubremente y miró a Bobby Shaflett, el cual miraba a Inez Bavardage, confiando en que ella iniciara la reacción más adecuada a las circunstancias. Pero no inició nada. Su mirada estaba perdida en el vacío, y parecía aturdida. Judy sonreía con una expresión absolutamente necia, pensó Sherman, como si estuviera pensando que aquel caballero británico acababa de decir alguna cosa agradabilísima.
Hasta que Inez Bavardage se puso en pie y dijo:
—Tomaremos café en el otro salón.
Gradualmente, sin la menor convicción, la colmena reanudó sus zumbidos.
Durante el viaje de regreso a casa, seis manzanas en el coche de alquiler con chófer de Mayfair Town Car Inc., que le costaba a Sherman 123,25 dólares, es decir la mitad de los 246,50 de la factura global, Judy no dejó de parlotear. Estaba burbujeante. Sherman no la había visto tan animada desde hacía dos semanas, desde la noche en que le sorprendió en flagrante teléfono con Maria. Era evidente, así pues, que durante la velada no había captado nada en relación con Maria; ni siquiera se había entetado de que la guapa joven que estaba junto a su marido en la cena se llamaba Maria. No, su humor era magnífico. Estaba embriagada, aunque no de alcohol —el alcohol engorda—, sino de la Vida Social.
Fingiéndose divertidamente aguda, comentó la habilidad con que Inez había elegido su reparto de famosos: tres rítulos nobiliarios (el barón Hochswald, Lord Gutt, y Lord Buffing), un político de altura con cachet cosmopolita (Jacques Prudhomme), cuatro figuras de las artes y las letras (Bobby Shaflett, Nunnally Voyd, Boris Korolev y Lord Buffing), dos diseñadores (Ronald Vine y Barbara Cornagglia), tres VIF «¿VIF?», preguntó Sherman. «Very Important Fags[22] —dijo Judy—. Así les llama todo el mundo.» (De todos los nombres que ella dijo, Sherman sólo pilló el de St. John Thomas, el inglés que estaba sentado a la derecha de Judy. Y tres gigantes de los negocios (Hochswald, Rale Brigham y Arthur Ruskin). Luego se puso a hablar de Ruskin. La mujer que tenía a su izquierda, Madame Prudhomme, se negó a hablar con él, y la mujer que estaba a su derecha, la esposa de Rale Brigham, no estaba interesada en hacerlo, de manera que Ruskin tuvo que inclinarse hacia adelante y comenzó a contarle al barón Hochswald la historia de su negocio de vuelos charter en Oriente Medio.
—¿Tienes idea, Sherman, de cómo ha reunido su fortuna ese tipo? Llevando árabes a La Meca, en aviones… en Jumbos, a millares y decenas de millares… ¡y Ruskin es judío!
Era la primera vez que se dignaba transmitirle un chismorreo, como antaño, como en una época que a Sherman le parecía antiquísima. De todos modos, en estos momentos a él no le importaban en absoluto la vida y los milagros de Arthur Ruskin. Sólo podía pensar en el chupado y hechizado inglés, en Aubrey Buffing.
De repente, Judy le dijo:
—¿Qué diablos crees que puede haberle pasado a Lord Buffing? Todo lo que ha dicho me ha parecido… no sé, atormentador…
Verdaderamente atormentador, pensó Sherman. E iba a contarle a su mujer que Buffing estaba muriéndose de sida, pero ni siquiera le apetecía chismorrear un rato.
—Ni idea —dijo.
Pero sí tenía una idea muy aproximada, muy exacta, de lo que le ocurría a Lord Buffing. Aquel inglés amanerado y fantasmagórico había hablado mirándole directamente a él, como si se tratase de un intermediario enviado por el mismísimo Todopoderoso. ¡Edgar Allan Poe! ¡Poe, la ruina final de los disolutos! ¡Y en el Bronx! ¡En el Bronx! El torbellino desprovisto de todo sentido, la carne desenfrenada, la obliteración de la familia y el hogar…! Y, aguardando en la última estancia, la Muerte Roja.
Eddie les abrió la puerta cuando se apearon del sedán de la Mayfair Town Car, y se encaminaron al portal de su casa.
—¡Hola, Eddie! —tarareó Judy.
Sherman no le miró apenas, y no dijo absolutamente nada. Se sentía mareado. Aparte de estar consumido por el miedo, estaba borracho. Sus ojos saltaban de un rincón a otro de la entrada… La Calle de los Sueños… Esperaba la aparición de la túnica de la Muerte de un momento a otro.