Sherman despertó de un sueño que no se sentía capaz de recordar, con el corazón a pumo de salírsele del pecho. Era la hora de los bebedores, esa hora a mitad de la noche en la que los bebedores y los insomnes despiertan de repente y saben que todo ha terminado, que ya no podrán conciliar de nuevo el sueño. Se resistió al impulso de mirar la hora en el reloj luminoso de la radio que estaba en la mesita de noche. No quería saber cuántas horas tendría que pasarse peleando con ese desconocido, su corazón, que sentía desesperados deseos de salir huyendo a algún lejano, lejano, lejano, lejano país.
Estaban abiertas las ventanas que daban a Park Avenue y a la travesía lateral. Entre los alféizares y el borde inferior de las cortinas asomaba una delgada cinta de tinieblas carmesíes. Oyó el ruido de un coche, un coche solitario, que arrancaba junto a un semáforo. Luego, un avión. No era un jet, sino un avión pequeño, a hélice. El motor se paró. ¡Estaba a punto de estrellarse! Luego volvió a oírlo, ronroneando y gruñendo sobre Nueva York. Qué rarísimo…
… en mitad de la noche más cerrada. Su mujer dormía, a medio metro de distancia, al otro lado del Muro de Berlín, respirando regularmente, olvidada de todo… Estaba vuelta de espaldas a él, de costado, con las rodillas dobladas. Hubiera sido bonito deslizarse en la cama hasta encajar sus propias rodillas contra las piernas de Judy, pegar su pecho a la espalda de su mujer. Antaño lo hacían… estaban muy próximos entonces… podían hacerlo sin que el otro se despertara… en mitad de la noche.
¡No podía ser cierto! ¡Era imposible que alguien pudiera violar estas paredes tan gruesas, invadir su vida! Aquel chico alto y delgado, los periodistas, los policías… a la hora de los bebedores.
Su queridísima Campbell, su hijita, dormía al final del pasillo. Mi preciosidad, Campbell. Una niña feliz, ¡olvidada de todo! Una neblina cubrió sus ojos completamente abiertos.
Se quedó mirando el techo y trató de hacerse alguna trampa que le permitiera dormir. Pensó en… otras cosas… Esa chica a la que conoció una vez, en el comedor de un hotel de Cleveland… su modo nada ceremonioso de desnudarse delante de él… en contraste con las técnicas de Maria… que se meneaba así y asá, con su ropa interior… ¡Lujuria…! Era la lujuria lo que le había llevado hasta… las tripas del Bronx, el chico delgado…
No había otras cosas. Todo estaba atado a esas cosas, y siguió tendido en la cama con esas cosas llameando en su imaginación, reproduciendo visiones espantosas… Las caras espantosas del televisor, la horrible cara de Arnold Parch, su espantosa severidad… la voz evasiva de Bernard Levy… la expresión de Muriel, como si ella supiese que Sherman llevaba ahora una horrible mancha, que ya no era uno de los olímpicos de Pierce & Pierce… Una hemorragia de dinero… ¡Por fuerza tenía que estar soñando! Los ojos completamente abiertos, clavados en las tinieblas carmesíes que asomaban por el hueco que dejaban esas cortinas compradas en Roma… en mitad de la noche, aterrorizado de sólo pensar en la llegada de las primeras luces del amanecer.
Se levantó temprano, llevó a Campbell a la parada del autobús, compró los periódicos en Lexington Avenue, y bajó en taxi a Pierce & Pierce. En el Times… nada. En el Post… nada. En el Daily News… sólo una foto y un pie. En la foto aparecían los manifestantes con sus carteles, y la muchedumbre al fondo. En primer plano, un cartel decía: LA JUSTICIA DE WEISS ES JUSTICIA PARA LOS BLANCOS. Faltaban dos horas… para que el City Light estuviera en los kioscos.
Era un día tranquilo en Pierce & Pierce, al menos para él. Hizo sus llamadas rutinarias, a Prudential, Morgan Guaranty, Allen & Company… El City Light… Felix estaba en el otro extremo de la sala. Utilizar de nuevo sus servicios equivaldría a rebajarse… Ni Arnold Parch ni ninguno de sus compañeros le habían dicho ni palabra. ¿Qué pretenden, hacer como si no estuviera? El City Light… Llamar a Freddy por teléfono, para decirle que se agenciara un ejemplar del diario. Que Freddy se lo leyera por teléfono. De modo que llamó a Freddy, pero Freddy no estaba en su despacho, había salido. Telefoneó a Maria: ilocalizable… El City Light… No podía soportarlo ni un segundo más. Bajaría él mismo, compraría el diario, lo leería en la calle, y volvería a subir. Ayer estuvo ILOCALIZABLE en el momento de la salida de una nueva emisión de bonos. Había perdido millones —¡millones!— en los Giscard. ¿Hasta qué punto empeoraría las cosas si volvía a violar las reglas? Con la mayor frialdad de la que se sintió capaz, cruzó la sala de bonos camino de los ascensores. Nadie pareció fijarse. (¡A nadie le importo ya!)
Abajo, en el kiosco del vestíbulo principal del edificio, miró a derecha e izquierda, y compró luego el City Light. Se encaminó a una gruesa columna de mármol rosado. El corazón parecía estar a punto de reventarle el pecho. ¡Qué sombrío! ¡Qué extraño! ¡Vivir, todos los días, aterrado por lo que pudiera decir la prensa de Nueva York! Nada en la primera página, ni en la segunda o la tercera… Estaba en la página 5, una foto y un texto firmado por ese tal Peter Fallow. En la foto aparecía, llorando, una negra delgada, consolada por el negro alto de traje negro y corbata a listas. Bacon. En el fondo se veían algunas pancartas. El texto era breve. Lo repasó velozmente… «comunidad enfurecida…», «coche de lujo…», «conductor blanco…». Ninguna indicación de qué era lo que estaba haciendo la policía. Al final del texto, un recuadro remitía al editorial de la página 36. El corazón volvió a acelerársele. Los dedos tropezaban unos con otros mientras volvía apresuradamente las páginas, buscando la número 36. Allí, en lo alto de la columna de los editoriales, el titular: JUSTICIA PARA TODOS.
En nuestra edición del pasado lunes, el reportero Peter Fallow del City Light descubría la trágica historia de Henry Lamb, brillantísimo estudiante del Bronx, que fue críticamente herido por un coche cuyo conductor se dio a la fuga, y abandonó al joven Henry como si formase parte de las basuras que salpican las calles de la ciudad.
Es cierto que, desde un punto de vista estrictamente legal, el caso de Henry Lamb dista mucho de ser claro y transparente. Pero ¿acaso fue clara y transparenre su vida? Pues Henry tendría que estar agradecido de la suerte que tuvo por haber sobrevivido a la experiencia que supone crecer en un grupo de bloques de viviendas protegidas —por ejemplo, la muerte de su padre, asesinado en su mismo barrio— y lograr incluso convertirse en uno de los alumnos más destacados del Instituto Ruppert. Hay que decirlo claramente: Henry Lamb fue arropellado justo cuando estaba pisando el umbral de un brillante futuro.
Y no basta con que nos apiademos de Henry Lamb, o de todo el resto de buenas personas que están decididas a luchar contra las condiciones de vida que suelen padecer quienes habitan en las zonas menos privilegiadas de nuestra ciudad. Henry y todos los demás necesitan saber que sus esperanzas y sus sueños son importantes para el futuro de todo Nueva York. Por esta razón exigimos desde aquí que se lleve a cabo una investigación en profundidad del caso Lamb.
Se quedó atónito. Aquello estaba convirtiéndose en una cruzada. Miró perplejo el periódico. ¿Quedarse aquel ejemplar? Sería mejor que no lo hiciera. Podían verle con él. Buscó una papelera, un banco… Nada. Cerró el periódico, lo dobló por la mitad y lo dejó caer al suelo, detrás de la columna, para luego irse rápidamente hacia los ascensores.
Comió sin moverse de su mesa de trabajo, un emparedado y un zumo de naranja. Quería que todos viesen su buena disposición laboral. Se encontraba hecho un manojo de nervios, agotado. Fue incapaz de terminarse el emparedado. A primera hora de la tarde sintió unos irreprimibles deseos de cerrar los ojos. Le pesaba la cabeza… En su frente notaba la amenaza de una jaqueca espantosa. Se preguntó si no habría pillado la gripe. Tenía que telefonear a Freddy Button. Pero estaba cansadísimo. Justo en ese momento tuvo una llamada. Era Freddy.
—Es curioso. Estaba pensando en llamarte. No sé si has visto ese editorial, Freddy.
—Sí. Lo he leído.
—¿Lo has leído?
—Siempre leo los cuatro diarios. Escúchame, Sherman, me he tomado la libertad de telefonear a Tommy Killian. ¿Por qué no vas a verle? Está en Reade Street. No lejos de tu oficina, junto al ayuntamiento. Llámale por teléfono. —Y, con su tomada voz de fumador, canturreó un número.
—Parece que las cosas van de mal en peor —dijo Sherman.
—No lo creas. No hay, en todo lo que he leído, nada que suponga pruebas comprometedoras ni cosas parecidas. Lo que pasa es que tratan de darle peso desde el punto de vista político. Killian tendrá que analizar también ese aspecto de la cuestión.
—Bien. Gracias, Freddy. Le telefonearé.
Un irlandés de Reade Street, un tipo llamado Tommy Killian.
No le telefoneó. Le dolía demasiado la cabeza. Cerró los ojos, se hizo un masaje en las sienes con las puntas de los dedos. A las cinco en punto, hora oficial para el término de la jornada, se fue. Lo cual estaba muy mal visto. Para un Amo del Universo, el final de la jornada sólo significa el comienzo de la segunda parte del día de trabajo.
Cada día, a las cinco de la tarde, la sala de bonos parecía el final de una batalla. Pasadas las cinco, los Amos del Universo se ocupaban de las cosas a las que se dedicaba durante toda la jornada la gente que trabajaba en los demás tipos de oficinas. Por ejemplo, calculaban los beneficios netos, a saber, el balance de ganancias y pérdidas de las transacciones. Revisaban la situación de los mercados, analizaban las estrategias, discutían problemas personales, investigaban las nuevas emisiones, y se entregaban a la lectura de toda esa prensa financiera que, mientras se desarrollaba la batalla diaria, tenían prohibido consultar. Se contaban, asimismo, anécdotas de guerra, hinchaban el pecho y se lo aporreaban con los puños, y hasta soltaban alaridos a la tirolesa si sus hazañas lo justificaban. Lo que jamás hacía ninguno de ellos era regresar corriendo a casa para estar con la mujer y los mocosos.
Sherman le pidió a Muriel que llamara al servicio de alquiler de coches para que fueran a buscarle a la misma oficina. Mientras lo hacía, escrutó la expresión de su rostro, tratando de encontrar señales del desprestigio en el que había caído. Pero sólo halló unas facciones inexpresivas.
En la calle, delante mismo del edificio, los coches de alquiler con chófer se amontonaban en triple y cuádruple y hasta quintuple fila. Elegantes hombres blancos con traje de negocios serpenteaban entre los vehículos, entrecerrando los ojos hasta divisar el número del que les correspondía. Todos los coches de alquiler con chófer llevaban en una de las ventanillas el nombre de la empresa y su número particular. Pierce & Pierce utilizaba los servicios de una empresa llamada Tango. Eran siempre Oldsmobile y Buick, tipo sedán. Pierce & Pierce utilizaba un promedio diario de tres o cuatrocientos viajes de la compañía Tango, que venían a costar unos 15 dólares cada uno. De modo que algún picaro de Tango, el listo que era el dueño de la empresa, estaba probablemente sacando un millón de dólares al año sólo de Pierce & Pierce. Sherman buscaba el Tango 278. Anduvo un rato errante por entre el mar de coches, sorteando a hombres que tenían prácticamente el mismo aspecto que él, todos con la cabeza baja y los ojos entrecerrados, tratando de divisar el número que les correspondía… trajes gris marengo… «Disculpe…» «Disculpe…» ¡La nueva hora punta! En las películas de antes, la hora punta de Wall Street solía tener como escenario el metro, sus entradas y sus andenes… ¿El metro…?¿Bajar ahí… confundirse con… la gente…? ¡Aislarse! ¡Ese era el lema! Hoy en día todos caminaban por entre los coches, sorteándose mutuamente… «Disculpe…» «Disculpe…», entre los sedán… los ojos entrecerrados, entrecerrados… «Disculpe…» «Disculpe…» Por fin encontró el Tango 278.
Bonita y Lucille se llevaron una sorpresa al verle entrar en casa a las cinco y media de la tarde. Sherman no se sintió con ánimos para mostrarse amable con ellas. Judy y Campbell no estaban. Judy se la había llevado a una fiesta de cumpleaños, en el West Side.
Con pasos cansinos, Sherman subió por la gran escalinata curva. Entró en el dormitorio y se quitó la americana y la corbata. Sin descalzarse, se tendió en la cama. Cerró los ojos. Notó que la conciencia iba esfumándose, esfumándose. Cómo le pesaba la conciencia…
Mister McCoy. Mister McCoy.
Bonita se encontraba a su lado. Sherman no entendía nada.
—No quería molestarle —dijo Bonita—. El portero dice que abajo hay dos policías.
—¿Qué?
—El portero, que dice…
—¿Abajo?
—Sí. Dice que son de la policía.
Sherman se apoyó con un codo, enderezándose un poco. Se fijó en sus piernas, estiradas sobre la cama. No entendía nada. Debía de ser por la mañana, pero llevaba los zapatos puestos. Bonita estaba en pie, junto a la cama. Sherman se frotó la cara.
—Bueno… Pues di que no estoy.
—El portero les ha dicho que sí que estaba.
—¿Qué quieren?
—No sé, Mr. McCoy.
Un leve fulgor. ¿Era de madrugada? Se encontraba en estado semihipnótico. Tenía bloqueados los conductos nerviosos. No entendía nada. Bonita; la policía. El pánico le dominó antes incluso de que llegara a saber por qué lo sentía.
—¿Qué hora es?
—Las seis.
Volvió a mirarse las piernas, los zapatos. Debían de ser las seis de la tarde. Había llegado a casa a las cinco y media. Debía de haberse dormido. Seguía tumbado allí, delante de Bonita… Su sentido de la compostura, más que ninguna otra cosa, le hizo girar las piernas hasta apoyar los pies en el suelo. Se quedó sentado al borde de la cama.
—¿Qué le digo al portero, Mr. McCoy?
¿Al portero? No acababa de entender nada. Abajo. Dos policías. Y él sentado al borde de la cama, tratando de despertarse. Había dos policías abajo, con el portero. ¿Qué decir?
—Dile al portero… Dile que tendrán que esperar un poco, Bonita.
Se puso en pie y se encaminó al baño. Se sentía grogui, agarrotado. Le dolía la cabeza. Le zumbaban los oídos. La cara que apareció en el espejo del baño tenía el noble mentón, pero estaba arrugada e hinchada y avejentada. La camisa, muy arrugada, tenía los faldones por fuera del pantalón. Se remojó la cara. Una gota le quedó colgando de la nariz. Se secó con una toalla pequeña. Ojalá fuese capaz de pensar. Pero estaba todo bloqueado. La niebla lo dominaba todo. Si se negaba a verles, y ellos sabían que estaba en casa, y así era, lo lógico sería que sospecharan, claro. Pero si decidía verles, hablar con ellos, y ellos le preguntaban… ¿Qué le preguntarían? Intentó imaginárselo… Era incapaz de hacerlo. Pregunten lo que pregunten… no sé nada… ¡No! ¡Es muy arriesgado! ¡Lo mejor será no recibirles! Pero ¿qué le había dicho a Bonita hacía un momento? Sí, que tendrían que esperar un poco… Lo cual equivalía a decir que estaba dispuesto a recibirles, pero, que tendrían que esperar a que él decidiera que ya estaba a punto.
—¡Bonita! —Regresó al dormitorio, pero la criada no estaba. Salió al pasillo—. ¡Bonita!
—Estoy abajo, Mr. McCoy.
Desde la balaustrada del primer piso vio a Bonita, que se encontraba al pie de la escalinata.
—¿Has hablado ya con el portero?
—Sí. Le he dicho de su parre que tendrán que esperar.
Mierda. Era como haber dicho que sí les iba a recibir. ¡Demasiado tarde para arrepentirse! ¡Freddy! ¡Telefonear a Freddy! Volvió al dormitorio, al teléfono de la mesita de noche. Llamó al despacho de Freddy. No contestaban. Llamó a la centralita principal de Dunning Sponget y preguntró por él; tras lo que a Sherman le pareció una espera interminable, le dijeron que ya se había ido. Llamarle a su casa. ¿Cuál era el número? Estaba en la guía, abajo, en la biblioteca.
Bajó corriendo la escalinata… y comprendió que Bonita se encontraba todavía en el vestíbulo. No debía mostrarse angustiado a sus ojos. Dos policías en la calle, con el portero. Atravesó el piso de mármol verde con lo que pretendió que pareciese un paso vivo pero aplomado.
Guardaba su listín particular en un estante, detrás del escritorio. Le temblaban los dedos mientras iba hojeando el cuaderno. El teléfono. No estaba en el escritorio. Alguien lo había dejado en la mesita, junto a la butaca de orejeras. Vaya. Rodeó corriendo el escritorio y llegó junto a la butaca. El tiempo corría velozmente. Marcó el número de Freddy. Contestó una doncella. Los Button cenaban fuera. Mierda. ¿Y ahora, qué? El tiempo corría, corría, corría. ¿Qué hubiera hecho el León en una situación así? Una de esas familias siempre dispuestas a colaborar automáticamente con la policía. Si se negaba a colaborar, sólo podía deberse a un motivo: que tuviese alguna cosa que ocultar. Naturalmente, los policías lo detectarían de inmediato. A no ser…
Salió de la biblioteca. En el vestíbulo vio a Bonita, que seguía allí. Y le miraba muy fijamente. Eso fue lo que le decidió. No quería que el servicio le viera asustado, ni tan sólo indeciso. No quería que pensaran que era una persona con problemas.
—Bueno, Bonita. —Trató de adoptar la entonación de alguien que, sintiéndose aburrido, se enfrenta a una nueva pérdida de tiempo—. ¿Qué portero está hoy de turno? ¿Eddie?
—Eddie.
—Dile que les haga subir. Hazles esperar aquí. Yo bajaré en seguida.
Con pasos forzadamente tranquilos, subió la escalinata. Una vez arriba, salió disparado hacia el dormitorio. Lo que vio en el espejo era una persona legañosa, desarreglada. Alzó el mentón. Eso mejoraba un poco las cosas. Se mostraría duro. No perdería la cabeza. Se comportaría… se permitió la expresión… como un Amo del Universo.
¿Cómo vestirse? ¿Volver a ponerse la americana y la corbata? Llevaba puesta la camisa blanca, los pantalones del traje gris de estambre, y zapatos negros. Con la corbata y la americana puestas, su aspecto sería tremendamente Wall Street, tremendamente conservador. Seguramente, una imagen molesta para la policía. Corrió al otro dormitorio, que se había convertido en su vestidor, cogió una americana de tweed a cuadros, y se la puso. El tiempo seguía corriendo, corriendo. Ahora tenía un aspecto más deportivo, relajado. Un hombre en su propia casa, completamente relajado. Pero la americana, de textura suave, no armonizaba con los pantalones del traje, muy severos. Además… una americana de estilo deportivo… el clásico uniforme del hombre joven que se va de juerga cada noche… con su coche deportivo… Se sacó la americana de tweed, la arrojó a un rincón, y corrió de nuevo al dormitorio. La americana del traje, y la corbata, estaban tiradas en una silla. Se puso la corbata y se hizo un nudo ajustado. El tiempo corriendo, corriendo. Se puso la americana, se la abrochó. Alzó el mentón, enderezó los hombros. Wall Street. Entró en el baño y se cepilló el pelo hacia atrás. Volvió a alzar el mentón. Muéstrate duro. Como un Amo del Universo.
Salió corriendo al pasillo, pero desaceleró el paso para bajar la escalera. Descendió los peldaños con lentitud, recordándose la necesidad de mantenerse tieso.
Le esperaban, en mitad del vestíbulo de mármol, Bonita y dos hombres. ¡Qué raro era todo aquello! Los dos hombres mantenían las piernas ligeramente separadas, y Bonita permanecía a dos metros de distancia, como si pastorease un pequeño rebaño. El corazón de Sherman latía con fuerza.
El más alto de los dos parecía una masa de carne embutida en un traje. La americana, incapaz de contener aquel cuerpo de luchador, parecía de cartón. Su cara era gruesa, morena, una cara mediterránea, según el criterio de Sherman. Su bigote no armonizaba con el cabello. Era un bigote que se curvaba hacia abajo en las comisuras de los labios, un bigote de un estilo que para alguien de Pierce & Pierce delataba inmediatamente la Clase Baja. Este policía miró fijamente a Sherman mientras él iba bajando la escalera, pero el otro, más bajo, no le prestó la menor atención. Este segundo policía llevaba americana deportiva y los clásicos pantalones marrones que suelen elegir las esposas para combinar con esa clase de chaquetas. Estaba mirando el vestíbulo, como un turista… el mármol, la guantera de tejo, la seda albaricoque de las paredes, las sillas Thomas Hope. La hemorragia de decenas de miles de dólares invertidos por Judy en todos los detalles… Tenía la nariz grande, pero el mentón hundido y la mandíbula estrecha, débil. Mantenía la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. Era como si cierta fuerza terrible hubiera descargado su golpe contra uno de los lados de su cabeza. Pero, finalmente, el segundo policía dirigió sus ojos observadores hacia Sherman. Este notaba en todo momento los latidos de su corazón, el ruido que producían sus zapatos cuando comenzó a cruzar la gran extensión de mármol. Mantuvo el mentón alto, y se forzó a dirigirles una sonrisa amable.
—Caballeros, ¿en qué puedo ayudarles?
Lo dijo mirando al más alto de los dos, pero fue el bajito, el de los ojos observadores, quien contestó.
—¿Mr. McCoy? Soy el inspector Martin, y éste es el inspector Goldberg.
¿Debería estrecharles la mano? Qué más daba. Les tendió la mano, y primero el bajito, y luego el otro, se la estrecharon. Lo cual pareció haberles puesto en una situación embarazosa. Ninguno de los dos le apretó casi su mano.
—Estamos investigando un accidente automovilístico cuya víctima resultó herida. Quizá haya leído algo en la prensa, o visto la noticia en los telediarios. —El policía bajo se sacó del bolsillo de la americana una hoja de periódico doblada por la mirad. Se la dio a Sherman. Era el reportaje del City Light. La foto del chico delgado. Partes de la noticia estaban marcadas con color amarillo. Bruckner Boulevard. Mercedes-Benz. R. ¡Los dedos acabarían poniéndosele a temblar si se entretenía leyendo todo el texto de la noticia! Miró a los policías.
—Mi esposa y yo vimos algo sobre esto en la televisión, ayer noche. —¿Debía decir que estaba sorprendido? ¿O, «qué coincidencia»? De repente lo comprendió, con estas palabras: No sé mentir—. Sí, pensamos, Santo Dios, nosotros tenemos un Mercedes, y nuestra matrícula empieza por R.
Bajó otra vez la vista al recorte de prensa y se lo devolvió rápidamenre a Martin, el más bajo.
—Sí, usted y mucha gente más —dijo Martin con una sonrisa tranquilizadora—. Tratamos de ir comprobándolos uno por uno.
—¿Cuántos hay?
—Muchos. Tenemos a un montón de gente trabajando en este asunto. Mi compañero y yo hemos de inspeccionar veinte.
Bonita seguía junto a ellos, mirándoles, enterándose de todo.
—Bien, pasen por aquí —dijo Sherman, dirigiéndose al que se llamaba Martin. Les indicó la biblioteca con un ademán—. Bonita, hazme un favor. Si regresan Mrs. McCoy y Campbell diles que estaré ocupado en la biblioteca con estos señores.
Bonita asintió con la cabeza y se retiró a la cocina.
Una vez en la biblioteca, Sherman se sentó a su escritorio y les indicó a los policías la butaca de orejeras y la silla Sheraton. El bajito, Martin, iba mirándolo todo. Sherman tuvo aguda conciencia de la enorme cantidad de… cosas… evidentemente carísimas… que se amontonaban en la pequeña habitación… la fabulosa acumulación de… chucherías… y cuando los ojos del detective bajito se fijaron en los bajorrelieves del friso, se quedaron clavados allí. Luego se volvió hacia Sherman con una mirada infantil, como diciendo: ¡No está nada mal! Finalmente, se sentó en la silla Sheraton, mientras el gordo, Goldberg, se instalaba en la butaca de orejeras.
—Bien, veamos —dijo Martin—. ¿Puede decirnos si su coche fue utilizado esa tarde?
—¿Cuándo fue, exactamente? —Bueno, ahora no tengo más remedio que mentir.
—El martes de la semana pasada —dijo Martin.
—No sé —dijo Sherman—, tendré que pensarlo.
—¿Cuántas personas utilizan su coche?
—Casi siempre yo. A veces también lo coge mi mujer.
—¿Tiene hijos?
—Una niña, de sólo seis años.
—¿Alguien más tiene la posibilidad de usar el coche?
—No, supongo que no. Bueno, la gente del garaje, claro.
—¿El garaje? —preguntó Martin.
—Sí. —¿Por qué había hablado del garaje?
—¿Es de esos en los que usted deja el coche con las llaves puestas, y lo aparcan ellos mismos?
—Sí.
—¿Dónde está ese garaje?
—Está… cerca de aquí.
La mente de Sherman comenzó a dar vueltas como un torbellino. ¡Sospechan de los encargados del garaje! No, qué locura. ¡Dan! Veía con su imaginación al regordete pelirrojo. ¡Le encantaría contarle a la policía que aquella tarde había sacado el coche! Aunque, quizá no lo recuerde, o no sepa qué día fue. ¡Seguro que se acordará! Le dejé con la palabra en la boca…
—¿Podríamos ir a echarle una ojeada?
A Sherman se le había quedado la boca seca. Notaba cómo se le contraían los labios.
—¿Al coche?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Para nosotros, lo mejor sería ahora, en cuanto salgamos de aquí.
—¿Ahora mismo? Bueno, no sé… —A Sherman le pareció como si tuviese los músculos de los labios atados con cuerdas.
—Suelen aparecer ciertas huellas después de un accidente de esas características. Si no las encontramos, pasaremos al siguiente coche de nuestra lista. De momento, sólo estamos buscando un coche. No tenemos descripción alguna de ningún conductor. Bueno, ¿le parece bien?
—Mire… no sé… —¡No! ¡No permiras que lo vean! ¡No van a encontrar nada! ¿O sí? ¡Algo de lo que no tenga ni idea, de lo que jamás había oído hablar! Pero si me niego a que lo vean… ¡sospecharán! ¡Di que sí! ¿Y si está de turno el pelirrojo?
—Es nuestro procedimiento rutinario. Tenemos que echarles una ojeada a todos los coches.
—Ya lo sé, pero, uh, si se trata, uh, de algo rutinario, supongo que yo… debería, uh, seguir también la rutina normal para mí, quiero decir para alguien cuyo coche está en esa situación.
La boca de Sherman se negaba a articular las palabras. Vio que los policías se miraban entre sí.
El más bajo, Martin, adoptó una expresión muy decepcionada.
—Supongo que quiere colaborar, ¿no?
—Claro que sí.
—Bueno, no es nada complicado. Sólo una inspección rutinaria. Les echamos una ojeada a todos los coches.
—Ya lo sé, pero si hay un procedimiento rutinario, como usted dice, lo que yo tendría que hacer también es seguir el procedimiento rutinario en estos casos. Vamos, yo diría que eso es lo más lógico.
Sherman tenía plena conciencia de no estar balbuciendo más que bobadas, pero se agarró a la palabra rutinario como si de ella dependiese su vida. Ojalá pudiese controlar sus músculos bucales…
—Lo siento, pero no acabo de entenderle —dijo Martin—. ¿A qué procedimiento rutinario se refiere?
—Mire, usted ha hablado del procedimiento rutinario que siguen ustedes cuando investigan un caso de este tipo. Bueno, no sé cómo funcionan estas cosas, pero seguramente también hay un procedimiento rutinario para el propietario del coche que se encuentra en esa situación… Quiero decir que, mire, yo soy el dueño de un coche de tal marca y que tiene tal matrícula, eh, que tiene tal matrícula… y sé que también para mí debe haber algún procedimiento rutinario. Eso es lo que estoy tratando de explicarle. Creo que es eso exactamente lo que yo, no sé, tendría que meditar. El procedimiento rutinario.
Martin se puso en pie y empezó a mirar el bajorrelieve del friso. Sus ojos fueron siguiéndolo hasta la mitad de la habitación. Luego, con la cabeza inclinada a un lado, miró a Sherman. Había una ligera sonrisa en sus labios. ¡Qué impudicia! ¡Una sonrisa heladora!
—De acuerdo, la rutina consiste… No es en absoluto complicada. Si quiere colaborar con nosotros, si no le importa colaborar con nosotros, pues entonces colabora usted con nosotros, y nosotros le echamos una ojeada al coche, y luego nos vamos a por el siguiente. No es en absoluto complicado. ¿Vale? Pero si usted no quiere colaborar, si tiene motivos para no colaborar con nosotros, pues no coopere, y enronces tendremos que seguir los conductos adecuados, y al final pasará lo mismo que pasaría ahora, de modo que ya lo ve: usted decide.
—Ya. Es solamente que… —No sabía de qué manera iba a terminar la frase.
—¿Cuándo usó su coche por última vez, Mr. McCoy?
Esta vez era el gordo, Goldberg, que no se había movido de la butaca de orejeras. Por un instante, Sherman se sintió agradecido de poder cambiar de tema.
—Vamos a ver… El fin de semana, supongo, a no ser que… Déjenme que lo piense, ¿lo saqué…?
—¿Cuántas veces lo ha usado en las dos últimas semanas?
—No lo sé con exactitud. Vamos a ver…
Sherman miraba aquella masa de carne envuelta en ropa que descansaba en la butaca frente al escritorio, y trataba entretanto de imaginar de qué forma podía contestar con mentiras a todas esas preguntas. Mientras, por el rabillo del ojo, vio que el otro se le estaba aproximando, rodeando el escritorio.
—¿Suele usarlo a menudo? —preguntó Goldberg.
—Depende.
—¿Cuántas veces a la semana?
—Ya le digo que depende.
—Depende, eh. ¿Lo usa para ir al trabajo?
Sherman se quedó mirando a aquella masa de carne con bigote. Ese interrogatorio estaba pareciéndole muy insolente. Ya era hora de que le pusiera fin, de que se mostrara firme ante esos tipos. Pero ¿cuál era el tono más adecuado? Aquellos individuos estaban conectados por unos hilos invisibles a cierto peligroso… poder… cuyo alcance se le escapaba. ¿Qué…?
Martin, el bajito, había rodeado completamente el escritorio. Hundido en su asiento, desde abajo, Sherman miró a Martin, y Martin le miró desde arriba, con su expresión escrutadora. Al principio su expresión era entristecida. Luego sonrió. Una sonrisa valienre.
—Mire, Mr. McCoy —le dijo, sonriendo a través de su tristeza—, estoy seguro de que quiere colaborar, y no querría que se complicase la vida dándole vueltas a lo del procedimiento rutinario. Lo único que ocurre es que en este caso tenemos que hacer las cosas con el mayor cuidado, porque la víctima, ese tal Henry Lamb, se encuentra muy grave. Según nuestras informaciones, probablemente acabará muriéndose. Por eso le pedimos a todo el mundo que colabore, pero nadie le obliga a colaborar. Si así lo desea, puede no decir nada. Tiene ese derecho. ¿Me explico?
Cuando Martin dijo «¿Me explico?», inclinó la cabeza a un lado, más incluso que en las ocasiones anteriores, y le dirigió una sonrisa, una sonrisa de incredulidad que decía que, si no colaboraba, Sherman estaría demostrando no ser más que un ciudadano horriblemente desagradecido, insensible, lioso.
Luego puso las palmas de las dos manos sobre la mesa de Sherman, y adelantó un poco el tronco hasta apoyarlo sobre las manos. Esto acercó un poco más su rostro al de Sherman, pero seguía mirándole desde arriba.
—Con eso quiero decir —dijo Martin— que supongo que sabe usted que tiene derecho a un abogado.
Cuando pronunció la palabra abogado, Martin lo hizo como si estuviera tratando de tomar en consideración las cosas más absurdas y chifladas que una persona —una persona de menos categoría, una persona mucho más artera que Sherman— podía llegar a hacer en aquella situación.
—¿Entiende? —insistió Martin.
Sherman se encontró diciendo que sí con la cabeza, pero a pesar suyo.
—Quiero decir que, si vamos a eso, aunque no tuviera usted dinero para pagarse un abogado… —y esto lo dijo con tanta camaradería, con tan buen humor, que era como si Sherman y él fuesen viejos amigos que tenían numerosos chistes privados—, pero a pesar de todo quisiera tener un abogado, el Estado le proporcionaría ese ahogado gratuitamente. Si tuviese motivos para querer un abogado, claro.
Sherman volvió a asentir con la cabeza. Se quedó mirando la cara torcida del inspector. Se sentía impotente, tanto para hacer algo como para resistirse. Parecía que aquel hombre estuviera diciéndole: «No hacía ninguna falta que le dijese a usted todo eso. Usted es un ciudadano importante, que está por encima de todas esas cosas. Claro que, si no lo está, entonces es usted un germen patógeno, y tendremos que eliminarle.»
—Lo único que quiero decirle es que necesitamos su colaboración.
Luego giró el cuerpo para sentarse en el escritorio y mirar desde allí arriba a Sherman. ¡Se ha sentado en mi escritorio!
Martin sonrió con toda la amabilidad de la que era capaz, y, en tono suave, le preguntó:
—¿Qué me dice, Mr. McCoy? Mi compañero estaba preguntándole que si usa el coche para ir al trabajo.
Martin seguía sonriéndole.
¡Qué desfachatez! ¡Qué tono tan amenazador! ¡Yse ha sentado en mi escritorio! ¡Qué insolencia, qué mala educación!
—Y bien, ¿lo usa? —sonriéndole desde su cara torcida—. ¿Va en coche a su trabajo?
El miedo y un sentimiento de ofensa imperdonable le subían simultáneamente hasta su cabeza. Pero el miedo subió más.
—No… Nunca.
—Entonces, ¿cuándo coge el coche?
—Los fines de semana… O cuando me hace falta… A veces de día, o de noche, también de noche. Quiero decir que de día casi nunca, excepto cuando lo usa mi mujer, es decir, bueno, no sé, es difícil contestar…
—¿Cree que su esposa pudo utilizarlo el martes pasado por la tarde?
—¡No! Bueno, quiero decir que no lo creo.
—Entonces, puede usted haberlo utilizado en cualquier momento, pero no lo recuerda.
—No es eso. Sólo que… Mire, cuando uso el coche no suelo apuntármelo. No llevo ningún registro. Supongo que no pienso mucho en si lo uso o no.
—Y de noche, ¿lo usa a menudo?
Desesperadamente, Sherman intentó calcular la respuesta adecuada. Si les decía que a menudo, ¿creerían ellos que era especialmente probable que lo hubiese utilizado esa noche? Pero si decía que casi nunca, ellos esperarían que estuviese más seguro de cuál era la noche en que lo había sacado del garaje.
—No lo sé —dijo—. No mucho, pero seguramente, en fin, a menudo, relativamente.
—No mucho pero seguramente a menudo relativamente —repitió el inspector bajito en tono monocorde. Cuando llegó a relativamente se había vuelto a mirar a su colega. Luego miró de nuevo a Sherman desde su posición prominente.
—Bien. Volvamos al coche. ¿Por qué no le echamos una ojeada? ¿Qué me dice?
—¿Ahora?
—Claro.
—No es un buen momento.
—¿Tiene una cita, o algo así?
—Estoy… esperando a mi mujer.
—¿Van a salir?
—Pues ujjjjjjjjj. —La conjunción degeneró en un suspiro.
—¿Van a salir en coche? —preguntó Goldberg—. Podríamos echarle una ojeada entonces. Es sólo un momento.
Por un instante Sherman decidió sacar el coche del garaje y dejar que los inspectores lo mirasen delante mismo del edificio. Pero ¿y si no se limitaban a eso? ¿Y si se empeñaban en hablar con Dan?
—¿Dice usted que su esposa está a punto de volver a casa? —dijo el bajito—. Tal vez sería mejor que esperásemos y hablásemos también con ella. Quizá recuerde que sacó el coche el martes de la semana pasada.
—Miren, ella… No es un momento oportuno, caballeros.
—¿Y cuál sería el momento oportuno? —preguntó el bajito.
—No lo sé. Si me dejan un poco de tiempo para pensarlo…
—¿Pensar en qué? ¿Cuándo sería oportuno? ¿No quiere colaborar con nosotros?
—No se trata de eso. Simplemente, me preocupa, no sé, el procedimiento.
—¿El procedimiento?
—El procedimiento normal en estos casos. La forma correcta de actuar.
—¿Y eso del procedimiento es lo mismo que lo de la rutina? —El inspector le miraba desde arriba, con una sonrisilla insultante.
—Procedimiento… rutina… No conozco bien la terminología. Pero supongo que sí, que viene a ser más o menos lo mismo.
—Tampoco yo la conozco bien, Mr. McCoy, pero no existe ninguna terminología, ni tampoco ningún procedimiento, ni rutina, si vamos a eso. Sólo hay dos posibilidades: o colabora usted con la investigación, o se niega a colaborar. Yo tenía entendido que quería usted colaborar.
—Así es, pero ustedes parecen estar reduciendo las posibilidades.
—¿Qué posibilidades?
—Bueno… Mire. Supongo que lo que debería hacer es… Lo que debería yo hacer en esta situación es hablar con un abogado.
Tan pronto como hubo pronunciado esas palabras, comprendió que acababa de hacer una horrible admisión.
—Ya se lo he dicho —dijo el detective bajito—, tiene todo el derecho a hacerlo. Pero ¿para qué quiere hablar con un abogado? ¿Para qué tomarse esa molestia y gastar ese dinero?
—Sólo quiero asegurarme de que procedo —tuvo inmediata conciencia de que el solo hecho de usar el verbo proceder le conducía a meterse en un lío— …correctamente.
El gordo, sentado aún en la butaca de orejeras, habló:
—Permítame que le pregunte una cosa, Mr. McCoy. ¿Siente tal vez necesidad de sacar a la luz algo que tiene oculto en algún rincón de su pecho?
Sherman se quedó helado.
—¿De mi pecho?
—Porque en caso afirmativo —una sonrisa paternal… ¡Qué insolencia!—, éste es el momento de hacerlo, antes de que las cosas vayan siguiendo su curso y se compliquen más.
—¿Y qué tendría que sacar? —Había tratado de hablar con firmeza, pero lo que le salió fue un tono de… sorpresa.
—Eso es lo que le estoy preguntando.
Shetman se puso en pie y negó con la cabeza.
—Creo que no sirve de nada seguir ahora con todo esto. Tendré que hablar…
El bajito, sin abandonar el escritorio, terminó por él la frase:
—¿… con un abogado?
—Sí.
El bajito sacudió la cabeza, con la actitud de quien ve que la persona que le ha pedido consejo ignora sus palabras y decide lanzarse por el camino más arriesgado.
—Tiene todo el derecho. Pero si tiene que hablar con algún abogado de algo importante relacionado con todo este asunto, mejor será que lo suelte todo ahora mismo. Así se encontrará mejor. Sea lo que sea, seguramente no es tan grave como usted se está temiendo. Todos cometemos equivocaciones.
—No he dicho que hubiese nada grave. No lo hay. —Se sentía atrapado. ¡Intento seguir el juego que ellos me proponen, pero tendría que negarme a jugar!
—¿Está seguro? —preguntó el gordo con una sonrisa que él debió de creer que era paternal. Pero que en realidad era… horrible… obscena… ¡Impúdica!
Sherman pasó casi rozando al bajito, que seguía sentado en el escritorio y no dejó de mirarle ni un momento con sus ojillos amenazadores. Junto a la puerta, Sherman se volvió y les miró a los dos.
—Lo siento —les dijo—, pero no veo motivos para continuar con este… No voy a seguir discutiéndolo con ustedes.
Finalmente, el bajito se levantó del escritorio. ¡Ya era hora de que se bajara de mi escritorio, el muy insolente! Luego se encogió de hombros y miró a su compañero, que también se puso en pie.
—Vale, Mr. McCoy —dijo el bajito—, volveremos a verle… con su abogado. —Lo dijo como si estuviera en realidad diciendo: «Nos veremos ante el juez.»
Sherman abrió la puerta de la biblioteca y les indicó por señas que salieran al vestíbulo. Le parecía tremendamente importante en ese momento obligarles a salir de la biblioteca, demostrarles por fin que aquélla era su casa y que él era el dueño.
Cuando llegaron junto a la puerta del ascensor, el bajito le dijo al gordo:
—Davey, ¿llevas alguna tarjeta? Dale una tarjeta a Mr. McCoy.
El gordo se sacó una tarjeta del bolsillo lateral de su americana y se la dio a Sherman. La tarjeta estaba bastante atrugada.
—Si cambia de opinión —dijo el bajito—, llámenos.
—Sí, piénselo bien —dijo el gordo, con una sonrisilla detestable—. Sea lo que sea, mejor será que nos cuente lo antes posible eso que le ronda por la cabeza. Cuanto antes, mejor. Así están las cosas. En este momento todavía puede colaborar con nosotros. Pero si espera… la maquinaria se pondrá en marcha… —Y alzó las palmas hacia arriba, como diciendo: «Y se verá usted metido en un jaleo de cuidado.»
Sherman abrió la puerta. El bajito le dijo:
—Piénselo bien.
Sherman cerró la puerta. Ya se habían ido. Pero no se sintió aliviado, sino abrumado por una tremenda consternación. Todo su sistema nervioso central le decía que acababa de sufrir una grave derrota… y eso que aún no sabía muy bien qué había ocurrido. Era incapaz de analizar sus propias heridas. Habían violado su intimidad de la forma más escandalosa… pero ¿cómo había ocurrido? ¿Cómo habían podido aquel par de… insolentes… animales… de poca monta… invadir su vida?
Al darse la media vuelta, se encontró con que Bonita acababa de salir de la cocina y se hallaba ahora en el umbral, al borde de la gran extensión de mármol. Supo que tenía que decirle algo a la criada. Bonita sabía que eran policías.
—Están investigando un accidente de circulación, Bonita.
Un tono demasiado acalorado.
—Oh, un accidente. —Sus grandes ojos decían: «Cuénteme más detalles.»
—Sí… No sé. Uno de los coches que estuvo metido en el accidente tenía la matrícula parecida a la de uno de los nuestros. O algo así. —Suspiró e hizo un ademán desesperado—. No he logrado entender ni media palabra.
—No se preocupe, Mr. McCoy. Ellos ya saben que no fue usted.
Por su manera de decirlo, era evidente que Bonita había notado que Sherman estaba preocupadísimo.
Sherman entró en la biblioteca, cerró la puerta y esperó tres o cuatro minutos. Sabía que era irracional, pero tenía la sensación de que si no esperaba a que los policías hubieran salido del edificio, podían reaparecer, como por arte de ensalmo, de golpe y porrazo, con sus muecas y sus sonrisas despectivas, como hasta hacía un momento. Pasado ese tiempo telefoneó a Freddy Button y dejó recado de que le llamara en cuanto regresase.
Maria. Tenía que hablar con ella. ¿Se atrevería a relefonearle? Ni siquiera sabía dónde podía estar… el escondrijo, el apartamenro de la Quinta… ¡Lineas intervenidas! ¿Podían intervenirle su línea telefónica inmediatamente? ¿Habían dejado algún micrófono oculto en la biblioteca…? Cálmate… Qué tontería… Claro que a lo mejor Judy ya ha regresado, y no la he oído…
Se levantó y se fue hasta el vestíbulo y su grandiosa escalinata… Nadie… Oyó un débil clinc clinc… Las chapitas de identificación de Marshall… El lúgubre dachshund salió anadeando de la sala de estar… Las uñas del monstruo repiqueteaban contra el mármol… ¿Verdad que a ti te trae sin cuidado la policía…? Tú… comer y salir a dar un paseo, comer y salir a dar un paseo… Bonita asomó la cabeza desde la cocina… ¿Así que no quieres perderte ni el más mínimo detalle, eh? ¿Conque quieres poder chismorrear sobre lo que pasó el día que vino la policía a casa…? Sherman le lanzó una mirada acusadora.
—Oh, pensaba que Mrs. McCoy había regresado —dijo la criada.
—No te preocupes —dijo él—. Cuando lleguen Mrs. McCoy y Campbell te enterarás en seguida. —Y, hasta que llegue ese momento, aparta tus narices de mis asuntos.
Tras haber captado perfectamente bien el sentido del tono con que Sherman le hablaba, Bonita se retiró a la cocina. Sherman volvió a la biblioteca. Me arriesgaré a hacer una llamada. Justo en ese momento se abrió la puerta del ascensor.
Judy y Campbell.
¿Y ahora? ¿Cómo telefonear a Maria con ellas en casa? ¿Debía, antes, contarle a Judy lo de la visita de la policía? Si no lo hacía él, Bonita se encargaría de contárselo.
Judy le dirigió una mirada interrogadora. ¿Cómo diablos se había vestido su mujer? Pantalones de franela blanca, suéter de cachemira blanca, y una especie de cazadora punk de color negro, con gruesas hombreras… hasta… aquí… las mangas enrolladas hasta casi los codos, un collar con un nudo ridículamente grueso… ahí abajo… Campbell, por su parte, estaba hecha toda una señorita con su jersey borgoña y su blazer de Taliaferro y su blusa blanca de cuello redondo… ¿Por qué coño parecía, últimamente, que las niñas iban vestidas de señoras, mientras que sus madres se disfrazaban como niñas de doce años?
—Sherman —dijo Judy, con cara de preocupación—, ¿pasa algo?
¿Contarle inmediatamente lo de la policía? ¡No! ¡Salir y telefonear a Maria!
—¡Uh, no! —dijo Sherman—. Estaba a punto de…
—¡Papá! —exclamó Campbell, caminando hacia él—. ¿Ves estas cartas?
¿Cartas?
La niña sostenía en su mano tres naipes de tamaño miniatura: el as de corazones, el as de picas, y el as de diamantes.
—¿Qué son? ¿Qué son?
—No lo sé, pequeña. Naipes.
—Pero ¿qué son?
—Un momentito, cariño. Judy, tengo que salir un momento.
—¡Papá! ¿Qué son?
—Se las ha dado el prestidigitador —dijo Judy—. Dile lo que son. —Con un leve ademán de la cabeza que le decía: «Hazle caso. Quiere enseñarte un truco de magia.»
—Cuando regrese —le dijo Sherman a Campbell—. Tengo que salir un momentito.
—¡Papá! —La cría pegaba brincos, tratando de meterle los naipes ante los ojos.
—¡Un momentito, cariño!
—¿Vas a salir? —dijo Judy—. ¿Adónde vas?
—Tengo que ir a…
—¡PAPÁ! ¡DIME-QUÉ-SON!
—…casa de Freddy Button.
—¡PAPA!
—Shhhhhhhh —dijo Judy—, Cállate.
—¡Papá… mira!— Los tres naipes bailaban justo delante de sus narices.
—¿A casa de Freddy Button? ¿Sabes qué hora es? ¡Tenemos que prepararnos para salir!
—¡Dime qué cartas son, papá!
¡Joder! ¡Se le había olvidado! ¡Habían quedado en ir a cenar a casa de esa pareja espantosa, los Bavardage! La pandilla de radiografías sociales de Judy… ¿Esta noche? Imposible.
—Mira, Judy, no sé… No tengo ni idea de cuánto rato estaré en casa de Freddy. Lo siento, pero…
—¿Cómo que no sabes cuánto rato?
—¡PAPÁ! —A punto de llorar de frustración.
—Sherman, por Dios, mira las cartas un momento.
—No digas «Dios», mamá.
—Tienes toda la razón, Campbell. No tendría que haberlo dicho.
Sherman se inclinó hacia abajo y miró las cartas.
—Veamos… El as de corazones… el as de picas… y el as de diamantes.
—¿Seguro?
—Si.
Gran sonrisa triunfal.
—Ahora… las muevo así… —Y la niña se puso a agitar las cartas, como abanicándose, a tal velocidad que se convirtieron en una mera forma borrosa.
—Sherman, no tienes tiempo de ir a casa de Freddy Button. —Lo dijo con una mirada severa que decía: «Y punto.»
—Tengo que ir, Judy. —Desviando la vista hacia la biblioteca, como diciendo: «Te lo explicaré ahí dentro.»
—¡Abracadabra! —dijo Campbell—. Y ahora, ¡mira, papá!
Judy, con una voz contenida a duras penas:
—Tenemos que ir… a esa… cena.
Sherman volvió a inclinarse hacia abajo.
—El as de diamantes… es el as de corazones… el as de… ¡tréboles! ¡Caramba… Campbell! ¿De dónde ha salido ese as de tréboles?
Campbell, encantada:
—¡De ningún lado!
—Caramba… ¡Magia!
—Sherman…
—¿Cómo lo has hecho? ¡Increíble!
—¿Me oyes, Sherman?
Campbell, muy modesta:
—El mago me ha enseñado el truco.
—¡Ah! ¡El mago! ¿Qué mago?
—El de la fiesta de MacKenzie.
—¡Asombroso!
—Sherman. Mírame.
Sherman miró a Judy.
—¡Papá! ¿Quieres saber cómo lo he hecho?
—Sherman. —Como antes: «Y punto.»
—Mira, papá, te lo enseñaré.
Judy, con pretendida amabilidad y los nervios a flor de piel:
—Campbell, ¿sabes a quién le encanta la magia?
—¿A quién?
—A Bonita. Le encanta la magia. Anda, vete a enseñarle ese truco antes de que empiece a prepararte la cena. Luego vuelves y le enseñas a papá cómo lo has hecho.
—Ah, bueno. —Y, desconsoladamente, Campbell se fue hacia la cocina. Sherman se sintió culpable.
—Ven a la biblioteca —le dijo a Judy con voz portentosa.
Entraron en la biblioteca, y Sherman cerró la puerta y le dijo a su mujer que se sentara. En pie, no podrías soportarlo. Judy se sentó en la butaca de orejeras, y él lo hizo en la silla de Sheraton.
—Judy, ¿te acuerdas de eso que salió en la televisión ayer tarde, la noticia de un accidente en el que el conductor se dio a la fuga, en el Bronx? ¿Sabes que andan buscando un Mercedes cuya matrícula empieza por R?
—Sí.
—Bien. Dos policías han venido, justo antes de que tú y Campbell regresarais. Dos inspectores. Me han hecho muchas preguntas.
Sherman describió el interrogatorio, tratando de conseguir que pareciese amenazador —¡tengo que ver a Freddy Button!—, pero sin hacer mención alguna de sus miedos ni sentimientos de culpabilidad.
—Bien, pues he llamado a Freddy, pero no estaba en casa, aunque le están esperando. Por eso voy a ir allí, para dejarle esta nota —y señaló su bolsillo, como si tuviera una nota preparada—, y, si ya estuviera de regreso para cuando yo llegue, hablaré con él. En fin, mejor será que me vaya.
Judy le miró un momento.
—Sherman. Lo que dices no tiene ni el más mínimo sentido. —Habló en tono casi afectuoso, sonriendo, como si estuviera dirigiéndose a alguien que trata de tirarse desde la azotea y tratase de convencerle para que no lo hiciese—. Nadie te va a meter en la cárcel porque tengas una letra de una matrícula. He leído algo sobre eso esta mañana, en el Times. Parece ser que hay 2.500 Mercedes cuya matrícula empieza por R. Este mediodía he bromeado con Kate di Ducci sobre este asunto, mientras comíamos. Hemos ido a La Boue d'Argent. ¿Se puede saber qué te preocupa? Seguro que ese día no estabas conduciendo por el Bronx…
¡Ahora…! ¡Díselo…! ¡Líbrate de este horrible peso! ¡Sincérate! Sintiéndose casi exultante, Shetman escaló los últimos palmos del gran muro de engaño que había interpuesto entre él y su familia, y…
—Bueno… Ya sé que no estaba yo por allí. Pero esos inspectores… parecía que no quisieran creerme.
… descendió apresuradamente.
—Sherman, no tienes motivos. Son todo imaginaciones tuyas, seguro. ¿Será posible? Si quieres hablar con Freddy, mañana tendrás todo el tiempo que quieras para hacerlo.
—¡No! ¡En serio! Tengo que ir.
—Y charlar larga y detenidamente si hace falta.
—Bueno, sí. Si hace falta.
Judy sonrió de una manera que a Sherman no le gustó nada. Luego sacudió la cabeza con incredulidad. Aún sonreía.
—Sherman, aceptamos esta invitación hace cinco semanas. Hemos de estar allí dentro de hora y media. Y yo voy a ir. Y tú vas a ir también. Si quieres dejarle a Freddy el número de los Bavardage, de acuerdo, hazlo. Seguro que a Inez y Leon no les importará. Pero vamos a ir a esa cena.
Judy siguió sonriéndole afectuosamente… sonriéndole al suicida montado en la barandilla de la azotea… Y punto.
Esa calma… esa sonrisa… ese fingido afecto… El rostro de Judy expresaba sus pensamientos mucho mejor que todas las palabras del mundo. Con palabras, él hubiera podido discutir, escabullirse. Pero esta expresión no le dejaba salida alguna. La cena en casa de Leon e Inez Bavardage era tan importante para Judy como los Giscard para él. Los Bavardage eran, este año, los anfitriones del siglo, los arribistas más recientes y más ruidosos. Leon Bavardage era un comerciante de achicoria, un tipo de Nueva Orleans que había acabado ganando una auténtica fortuna en el campo de las inmobiliarias. Inez, su esposa, podía, tal vez pertenecer, como se decía, a una antigua familia de Louisiana, los Belair. Para Sherman (un knickerbocker), eran una pareja ridícula.
Judy sonrió: y jamás en la vida había ido tan en serio.
¡Pero él tenia que hablar con Maria!
Sherman se puso en pie de un salto.
—De acuerdo, iremos… ¡Pero voy corriendo a casa de Freddy! ¡No tardaré nada!
—¡Sherman!
—¡Te lo prometo! ¡Vuelvo en seguida!
Cruzó la enorme extensión de mármol verde a la carrera. Casi esperaba que ella saliera corriendo en su persecución, para agarrarle y meterle de nuevo en casa.
Una vez abajo, Eddie, el portero, le dijo:
—Buenas… Mr. McCoy. —Y su mirada parecía decir: «¿Y para qué ha subido a verle la pasma?»
—Hola, Eddie —dijo Sherman sin detenerse a mirarle siquiera. Caminó Park Avenue arriba.
En cuanto llegó a la esquina, se metió en aquella condenada cabina telefónica de la otra vez.
Con cuidado, con sumo cuidado, marcó el número de teléfono de Maria. Primero el del escondrijo. Nadie contestó. Luego llamó al apartamento de la Quinta. Una voz de acento español le dijo que Mrs. Ruskin no podía ponerse. ¡Mierda! ¿Y si decía que era urgente o daba su nombre? Pero era probable que el anciano, Arthur, el marido de Maria, estuviera en casa. Dijo que volvería a llamar más tarde.
Tenía que matar el tiempo a fin de que pareciese plausible que había llegado hasta el edificio donde vivía Freddy Button para dejar allí la nota. Se fue caminando hasta Madison Avenue… el museo Whitney… el Carlyle Hotel… Tres hombres salieron de la puerta del Café Carlyle. Tenían aproximadamente su misma edad. Hablaban y reían, echando la cabeza hacia atrás, felizmente bebidos… Los tres llevaban su respectivo attaché, y dos de ellos vestían traje oscuro, camisa blanca y corbata amarillo claro con un estampado pequeñito. Esas corbatas de color amarillo claro se habían convertido en la insignia de las abejas obreras del mundo de los negocios… ¡De qué coño se reían y carcajeaban, de qué, sino del alegre mareo del alcohol que zumbaba en sus cerebros, pobres ingenuos…!
Sherman sentía el profundo resentimiento propio de todos aquellos que, pese a la gravedad de su propia situación, ven que el mundo sigue girando alegremente, sin poner ni siquiera mala cara.
Cuando volvió a su casa, Judy estaba arriba, en la suite del dormitorio de matrimonio.
—Bien… ¿Lo ves? No he tardado tanto —dijo Sherman. Por su tono, se hubiera dicho que esperaba una felicitación por haber cumplido su palabra.
Judy tuvo tiempo de estudiar diversas posibilidades de comentar sus palabras y su actitud. Finalmente, lo que dijo fue:
—Nos queda menos de una hora, Sherman. Hazme un favor, ¿quieres? Ponte el traje azul marino que te hiciste el año pasado. El azul marino. Bueno, azul medianoche, habría que decir. Y no te pongas una de esas corbatas estampadas. Que sea lisa. La de crêpe de Chine. También te irían bien unos cuadritos. Siempre te sientan de maravilla.
Unos cuadritos… Estaba abrumado de culpa y desesperación. Ellos rondaban por la calle, rodeándole, y no había tenido valor para contárselo a Judy. Y ella creía que aún podía permitirse el lujo de preocuparse por las corbatas.