Kramer y los dos inspectores, Martin y Goldberg, llegaron a los bloques Edgar Allan Poe en un sedán Dodge sin identificación policíaca alrededor de las cuatro y cuarto. La manifestación estaba programada para las cinco. Aquellos bloques de viviendas habían sido construidos durante la época de la campaña «Hierba verde», que pretendía erradicar los barrios viejos e infectos de la ciudad. El plan consistió en construir bloques de apartamentos en zonas ajardinadas donde pudieran jugar los niños y en donde los viejos encontraran rincones arbolados y paseos para tomar el sol. En la práctica, los niños y muchachos cortaron, arrancaron de raíz o destrozaron los árboles en cuestión de un mes, y los viejos que tuvieron la ocurrencia de tomar el sol o pasear por los senderos de la zona verde corrieron prácticamente el mismo destino. El conjunto urbanístico había quedado convertido en una serie de sombríos bloques de ladrillo visto distribuidos al azar en mitad de una extensión de terrenos pelados, repletos de basuras y desperdicios diversos. Desaparecidas las tablas de los bancos, sólo quedaban ahora los soportes de cemento, que más bien parecían ruinas de una antigua ciudad. El movimiento de las mareas urbanas, consecuencia de la idas y venidas de la población que buscaba trabajo en Nueva York, no había jamás afectado a este nuevo barrio supuestamente modélico, ya que la tasa de paro en los bloques Edgar Allan Poe era de un setenta y cinco por ciento como mínimo. Era una zona tan mortecina a las doce del mediodía como en ese momento, apenas pasadas las cuatro de la tarde. Kramer no logró ver ni un alma, a excepción de una pandilla de chicos que pasaron corriendo al pie de los graffiti que ilustraban la base de los edificios. Eran, por cierto, unos graffiti bastante borrosos. El sombrío ladrillo, recorrido por numerosas y sucias torrenteras, podía incluso con los más brillantes colores de los sprays.
Martin frenó y dejó que el coche se deslizara un poco más, arrastrado por la inercia. Se encontraban en la calle principal, delante mismo del Bloque A, que es donde se suponía que tenía que formarse la manifestación. No había por allí más que un jovencillo que, en mitad de la calzada, parecía estar arreglando la rueda de un coche. El coche, un Camaro rojo, estaba aparcado en batería contra la acera, de manera que cortaba en parte el paso por la calle. El jovencillo llevaba tejanos negros, camiseta negra sin mangas, y zapatillas deportivas a listas. Se encontraba en cuclillas, manejando una llave inglesa.
Martin paró del todo el coche apenas a tres metros de él, y apagó el motor. El jovencillo, sin levantarse, se volvió a mirar el Dodge. Martin y Goldberg ocupaban el asiento delantero, y estaban mirando al frente. Kramer no sabía qué se proponían. De repente, Martin se apeó. Llevaba una gabardina de color tostado, un polo, y unos pantalones grises muy baratos. Martin se dirigió hasta donde se encontraba el jovencillo y, en un tono muy amable, le preguntó:
—¿Qué coño haces aquí?
—Nada —dijo el jovencillo con voz sorprendida—. Estoy arreglando el tapacubos.
—¿Arreglando el tapacubos, eh? —preguntó Martin, en un tono preñado de amenaza.
—Sí.
—¿Siempre aparcas así, justo en medio de la puta calle?
El jovencillo se puso en pie. Medía más de metro ochenta. Sus brazos eran largos y musculosos, y sus manos muy fuertes. En una de ellas seguía sosteniendo la llave inglesa. Se quedó mirando boquiabierto a Martin, que en este momento parecía un enano. Sus estrechos hombros apenas se le notaban bajo la gabardina. Por otro lado, no llevaba nada que le identificase como policía. Kramer no daba crédito a sus ojos. Allí estaban, en pleno South Bronx, apenas media hora antes de que empezara una manifestación para protestar por el carácter discriminatorio de la justicia de los blancos, y a Martin no se le ocurría otra cosa que desafiar a un joven negro que medía el doble que él, y que, por si fuera poco, llevaba una llave inglesa en la mano.
Martin inclinó la cabeza y miró a los ojos del jovencillo sin parpadear. Al jovencillo también parecía haberle sorprendido mucho la situación, pues ni se movió ni dijo media palabra. Luego desvió la vista hacia el Dodge, y se encontró con el ancho rostro carnoso de Goldberg, con aquellos ojos pequeños como ranuras y aquel bigote negro con los extremos curvados hacia abajo. El jovencillo miró de nuevo a Martin, y adoptó una expresión desafiante y cabreada.
—Sólo estoy arreglando el tapacubos, tío. Olvídame.
Antes de pronunciar la palabra «olvídame» ya había comenzado a separarse de Martin con paso pretendidamente tranquilo y lento. Abrió la puerta trasera del Camaro, tiró la llave inglesa al asiento de atrás, rodeó el coche para entrar por la puerta del volante, se sentó, puso el motor en marcha, y se fue.
Martin volvió a sentarse al volante del Dodge.
—Marty, voy a proponer que te den una medalla por haber contribuido a mejorar las relaciones entre las diversas comunidades de esta ciudad —dijo Goldberg.
—Suerte ha tenido de que no le pusiera una multa —dijo Martin.
Y luego se preguntan por qué les odia tanto la gente de los ghettos, pensé Kramer. Sin embargo, en ese mismo momento se quedó maravillado… ¡maravillado! Él, Kramer, era lo suficientemente alto y fuerte como para haberse peleado con el jovencillo de la llave inglesa, y no se podía excluir la posibilidad de que el chico se hubiese llevado una buena paliza. Pero lo más notable era que en ese enfrentamiento él habría terminado peleando. En cambio, Martin supo desde el primer instante que no pelearía. Supo que el chico le notaría en los ojos que era el típico Policía-irlandés-que-no-se-achica-ante-nada-ni-ante-nadie. Naturalmente, la presencia de Goldberg en el coche había representado una ayuda considerable, sobre todo por su pinta de Matón-sin-escrúpulos, del mismo modo que también suponía una gran ayuda recordar que llevaba un 38 bajo la americana. No obstante, Kramer supo que él no hubiera sido capaz de hacer lo que aquel peso pluma irlandés acababa de hacer como si tal cosa. Y, por enésima vez a lo largo de su carrera de vicefiscal de distrito, rindió silencioso homenaje a ese atributo masculino tan misterioso y codiciado que recibía el nombre de machismo[17] irlandés.
Martin aparcó el coche en el espacio que el jovencillo acababa de abandonar, pero a lo largo de la acera, y los tres se apearon y se dedicaron a esperar acontecimientos.
—Cuánta mierda —dijo Martin lacónicamente.
—Oye, Marty —dijo Kramer, orgulloso de la familiaridad que había adquirido con aquel par de tipos—, ¿habéis averiguado quién fue el que dio al City Light esos datos del departamento de Matriculación?
Sin volverse, Martin contestó:
—Sí, un «hermano». Un negrata.
Luego volvió un poco la cabeza, hizo un gesto que significaba que no podía esperarse otra cosa, que aquello no tenía remedio.
—¿Y vais a comprobar uno por uno los ciento veinticuatro coches, o los que sean?
—Sí. Weiss ha estado dando la paliza toda la mañana para que se haga.
—¿Cuánto tiempo tardaréis?
—Tres o cuatro días. Ha encargado a cuatro o cinco agentes que se dediquen a eso exclusivamente. Cuánta mierda.
—¿Qué coño le pasa a Weiss? —dijo Goldberg, volviéndose hacia Kramer—. ¿Resulta que ahora se cree todas las mentiras que dicen los periódicos?
—Sólo cree en los periódicos —dijo Kramer—. Y enloquece cada vez que sale algún caso con connotaciones raciales. Ya te lo dije: se acerca el momento de su reelección.
—Ya. Pero ¿por qué coño cree que vamos a encontrar algún testigo en esta manifestación, que no es más que un montaje muy bien organizado?
—Ni idea. Pero ésas fueron las instrucciones que le dio a Bernie.
Goldberg sacudió la cabeza con expresión desesperada:
—Ni siquiera sabemos exactamente dónde ocurrió. ¿Te das cuenta? Marty y yo hemos ido a Bruckner Boulevard, y así me condene si he logrado enterarme dónde pasó. Es otro de los detalles que ese chico se olvidó de contarle a su madre cuando le dio los datos de la jodida matrícula: dónde coño se supone que ocurrió.
—Por cierto —dijo Kramer—, ¿cómo cojones crees tú que un chico que ha vivido siempre en estos bloques puede saber qué aspecto tiene un Mercedes?
—Eso es justamente lo que mejor saben —dijo Martin sin volver la cabeza—. Los chulos y pícaros de la zona tienen todos Mercedes.
—Sí —dijo Goldberg—. Los Cadillac ya no les emocionan. ¿No te has fijado? Ahora andan por ahí con una estrella de Mercedes colgando del cuello.
—Si a un chico de este barrio se le ocurre inventar una patraña, el primer coche que se le ocurre mencionar es un Mercedes. Bernie se lo sabe de memoria.
—Pues Weiss también lo sabe, pero… —dijo Kramer. Miré a su alrededor. Todo el conjunto de bloques estaba tan desierto y silencioso que aquello parecía un mundo de fantasmas, espeluznante—. ¿Seguro que es aquí, Marty? No hay nadie…
—No te preocupes —dijo Martin—. Ya llegarán. Cuánta mierda, Señor, cuánta mierda.
Al poco rato apareció una furgoneta color tostado que se detuvo algo más adelante de donde ellos estaban. Se apearon doce hombres aproximadamente. Todos negros. En su mayor parte vestían camisa azul y mono de mecánico. Aparentemente tenían todos alrededor de unos treinta años. Uno de ellos destacaba porque era altísimo. Tenía un perfil anguloso y una gruesa nuez y llevaba un aro de oro colgando de una oreja. Les dio una orden a sus compañeros, y todos se pusieron a sacar de la furgoneta unos palos bastante largos. Los palos resultaron ser portapancartas, para la manifestación. Fueron colocándolos a los lados de la calzada. Luego, los hombres empezaron a fumar, apoyados en la furgoneta.
—He visto a ese mamón en algún lugar —dijo Martin.
—A mí también me parece haberlo visto —dijo Goldberg—. Oh, mierda, sí. Ya sé. Es uno de los mamones de Bacon, ese al que llaman Buck. Estuvo en aquel jaleo de Gun Hill Road.
—Exacto —dijo Martin, enderezándose en el asiento—. Es el mismo mamón de aquel día. —Hablaba como en sueños—. Anda, mamón de mierda, hazme el puto favor de cometer alguna estupidez… Voy a bajar.
Martin se apeó del Dodge, se quedó plantado en la acera, y, ostentosamente, empezó a hacer girar los hombros y los brazos, como un boxeador que estuviera relajando los músculos en espera del inicio del combate. También Goldberg bajó del coche. De modo que Kramer decidió imitarles. Desde el otro lado de la calzada, los manifestantes se fijaron por fin en ellos.
Uno de los negros, un joven muy fuerte con camisa de mecánico y tejanos, cruzó la calle con el típico contoneo de chuloputas, en actitud muy fría, y se dirigió a Martin.
—¡Eh! —le dijo—. ¿Es de la tele?
Martin bajó la cabeza y le dijo que no con un gesto, muy lento, y una actitud que era amenaza en estado puro. El negro le midió con la vista y le dijo:
—Entonces, ¿de dónde eres, tío?
—De donde a ti no te importa, guapa.
El negro intentó fruncir el ceño, luego probó a sonreír, pero todo lo que le sacó a Martin fue su rotunda cara de mala uva irlandesa. El joven dio media vuelta, se reunió con los demás compañeros, y el que se llamaba Buck se quedó mirando a Martin. Este le devolvió la mirada: un par de lasers irlandeses. Buck volvió la cabeza y se agrupó con tres o cuatro de los suyos. De vez en cuando miraban a Martin de reojo.
Esta tensa espera de western duró unos minutos, hasta que llegó otra furgoneta de pasajeros. De ella bajaron algunos jóvenes blancos, siete varones y tres mujeres en total. Parecían estudiantes, con la excepción de una mujer cuya larga melena rubia y ondulada comenzaba a encanecer.
—¡Eh, Buck! —canturreó la mujer. Se acercó al hombre alto del aro de oro, le tendió las dos manos y le sonrió. Él tomó sus manos, aunque sin el menor entusiasmo, y le dijo:
—¿Qué tal, Reva?
La mujer lo atrajo hacia sí y le besó primero en una mejilla y luego en la otra.
—Lo que me faltaba, ¡joder! —dijo Goldberg—. La furcia esa.
—¿La conoces? —preguntó Kramer.
—Sé quién es. Una comunista de mierda.
En ese momento, la mujer blanca, Reva, se volvió, dijo algo, y un hombre y una mujer blancos regresaron a la furgoneta y sacaron más pancartas.
Luego llegó la tercera furgoneta. Salieron de ella otras nueve o diez personas, hombres y mujeres blancos, casi todos jóvenes. Sacaron de la furgoneta un gran rollo de tela y lo desplegaron. Era una enorme pancarta. Kramer llegó a leer: EL PUÑO GAY CONTRA EL RACISMO.
—¿Qué coño es eso? —dijo Kramer.
—Eso son las lesbos y los gaybos —dijo Goldberg.
—¿Qué puñetas hacen aquí?
—Se meten en todos los jaleos. Supongo que les gusta respirar el aire de las calles. Parece que les divierte.
—Pero ¿qué relación tienen con este asunto?
—Yo qué sé. La unidad de los oprimidos… Esos se presentan cada vez que alguno de estos grupos pide gente.
De modo que ahora ya había un par de docenas de manifestantes blancos, y una docena de manifestantes negros, todos ellos haraganeando, charlando y preparando sus pancartas.
A continuación llegó un coche. De él se apearon dos hombres. Uno de ellos llevaba colgadas del cuello un par de cámaras y una gran bolsa de correa ancha, con las palabras THE CITY LIGHT en uno de los lados. El otro era un treintañero alto, de nariz larga y pelo rubio. Su pálida tez estaba moteada de rojo. Sin motivos aparentes que justificaran la violencia de sus movimientos, este hombre del extraño blazer se dobló de repente por la cintura, hacia un lado, como si fuese víctima de algún ataque. Se quedó muy quieto en la acera, rerorcido, se metió el cuaderno debajo del brazo, y se llevó las dos manos a las sienes, con los ojos cerrados. Permaneció así un buen rato, haciéndose masaje, y luego abrió de nuevo los ojos, los guiñó haciendo muecas, parpadeó unos momentos, y finalmente contempló la escena que le rodeaba.
Martin se partía de risa:
—Miradle la cara. Cualquiera diría que se ha metido entre pecho y espalda una caja entera de whisky. Menuda resaca. En cualquier momento se nos pone a vomitar y se queda tieso.
Fallow volvió a doblarse por la cintura, inclinándose a babor. Seguro que se había producido alguna avería grave en su sistema de equilibrio. Esta vez la avería era tremenda. Tenía la sensación de que le hubiesen envuelto el cerebro con unas fibras membranosas, como las que recubren los gajos de las naranjas, y como si cada una de las contracciones de su corazón tensara repentinamente esa membrana. No era la primera vez que tenía una jaqueca fuerte, pero esta vez parecía una jaqueca tóxica, horriblemente venenosa…
¿Y dónde estaba la multitud? ¿Se habían equivocado de sitio? Le pareció ver apenas un puñado de gente, unos cuantos negros y varios grupos de estudiantes blancos, nada más. Una pancarta larguísima decía: PUÑO GAY. ¿Puño gay? Antes de llegar temía el estruendo que podía haber en un jaleo como aquél, pero ahora era el silencio lo que le estaba matando.
En la acera, a pocos metros de él, se encontraba el mismo negro altísimo con el aro colgando de la oreja que, hacía un par de días, le acompañó con Vogel hasta esos mismos bloques. Vogel. Cerró los ojos. La noche pasada Vogel le había llevado a cenar al Leicester's como celebración (¿o pago?) de su primer reportaje… Tomó un vodka Southside… luego otro… ¡El hocico del monstruo! ¡Iluminado por un fulgor azul radiactivo…! Tony Stalk y Caroline Heftshank se acercaron a su mesa, se sentaron con ellos, y Fallow quiso disculparse por lo ocurrido con Chirazzi, el pintor amigo de Caroline, pero ella le miró con una sonrisa extraña, le dijo que no pasaba nada, y él se tomó otro vodka Southside mientras Caroline se iba bebiendo un Frascati tras otro, sin dejar de pegarle gritos a Britt-Withers, y al final Fallow se encontró mal, y ella le desabrochó la camisa y le pegó tales tirones de los pelos del pecho que él se puso a blasfemar, y más tarde ella y Fallow se encontraron en la oficina de Britt-Withers, en el primer piso, en donde Britt-Withers tenía, sujeto con una cadena, un bull terrier de ojos acuosos, y Caroline seguía mirando a Fallow con su extraña sonrisa, y él intentó desabrocharle la blusa a ella, y ella se rió de él, y le pegó, despectivamente, en el trasero, pero aquello enfureció, enloqueció a Fallow —¡un intenso ondear de la superficie! ¡el monstruo se agitaba en las profundidades!—, y ella enroscó el dedo índice, llamándole, y supo que Caroline estaba burlándose de él, y Fallow atravesó la oficina, y había una máquina: algo de una máquina y un fulgor azul radiactivo, ¡y el monstruo que se agitaba, que subía a superficie! sí, un coletazo como de caucho, ya casi alcanzaba a verlo, casi, y ella se burlaba de él, pero a él no le importaba, y ella seguía presionando alguna cosa, y el azul radiactivo lanzaba destellos desde dentro, y sonaba un zumbido, y ella se agachó a recogerlo, se lo mostró a él: casi alcanzaba a verlo, siguió subiendo, partió las aguas de la superficie y le miró directamente a los ojos desde el otro lado de su repugnante hocico. Y era como un bloque de madera perfilado contra un aura radiactiva sobre un fondo negro, y el monstruo seguía mirándole desde la base de su hocico, y él quería abrir los ojos para alejar al monstruo, pero no podía, y el bull terrier comenzó a ladrar, y Caroline ya no le miraba, ni siquiera para demostrarle su desprecio, de modo que él le tocó el hombro, pero de repente ella estaba afamadísima, y la máquina seguía emitiendo zumbidos y fulgores de un azul radiactivo, y luego ella tenía un montón de fotos en la mano, y se fue escaleras abajo, al restaurante, y él siguió escorándose hacia un lado, y luego se le ocurrió una idea espantosa. Bajó precipitadamente las escaleras, que formaban una cerrada espiral, y se sintió todavía más mareado. Una vez en el restaurante, ¡una cantidad enorme de caras rugientes, de dentaduras afiladas! Y Caroline Heftshank estaba junto a la barra y les enseñaba una foto a Cecil Smallwood y a Billy Cortez, y luego había fotos por todo el local, y él se debatía por entre las mesas y la gente, tratando de coger las fotos…
Abrió los ojos, e hizo un esfuerzo por mantenerlos abiertos. El Bronx, el Bronx, estaba en el Bronx. Se acercó a Buck, el hombre del aro de oro. Seguía escorándose a estribor. Se sentía mareado. ¿Había tenido un ataque al corazón?
—Hola —le dijo a Buck. Había intentado decirlo en tono animado, pero le salió una voz semiahogada. Buck le miró sin dar señales de reconocerle. De modo que añadió—: Soy Peter Fallow, del City Light.
—Oh, ah, qué tal, hermano. —El negro le habló en tono agradable, pero carente por completo del entusiasmo que Fallow esperaba tras sus brillantes exclusivas en el periódico. El negro se olvidó de él para reanudar su conversación con una mujer.
—¿Cuándo empieza la manifestación? —preguntó Fallow.
—En cuanto llegue el Canal 1 —dijo Buck sin apenas prestarle atención, y volviéndose hacia la mujer antes de haber terminado la frase.
—¿Y la gente, dónde está?
Buck miró a Fallow y vaciló un momento, como si tratara de situarle.
—La gente llegará… en cuanto lleguen los del Canal 1. —Lo dijo en el tono que se emplea para hablar con alguien que no tiene la culpa de nada, pero que no posee un cerebro especialmente dotado.
—Entiendo —dijo Fallow, que no entendía nada—. Y cuando lleguen los del Canal 1… ¿qué tiene que ocurrir?
—Dale la información a este hombre, Reva —dijo Buck.
Una mujer blanca con cara de demente metió la mano en una gran bolsa de vinilo que estaba en la acera, a sus pies, y le dio un par de hojas grapadas. El papel, una xerocopia —¡Xero… …'¡Azul radiactivo! ¡El hocico!— llevaba el membrete de la Alianza del Pueblo Americano. Un titular, en mayúsculas, decía: EL PUEBLO EXIGE JUSTICIA EN EL CASO LAMB.
Fallow comenzó a leer el texto, pero las palabras se le entremezclaron hasta formar un goulash. Justo en ese momento apareció de repente un joven blanco. Llevaba una americana de tweed, horrible, deprimente.
—Soy Neil Flannagan, del Daily News —dijo—. ¿Qué pasa aquí?
La mujer que se llamaba Reva sacó otra nota informativa. Neil Flannagan, como el propio Fallow, iba acompañado de un fotógrafo. Flannagan no se entretuvo a hablar con Fallow, pero los dos fotógrafos comenzaron a charlar animadamente desde el primer momento. Fallow les oyó quejarse de tener que hacer aquel reportaje. El fotógrafo de Fallow, un hombrecillo bajito y odioso, con gorra, repetía una y otra vez «mierda de trabajo». Eso parecía ser lo único de lo que hablaban los fotógrafos de prensa norteamericanos cada vez que tenían que salir de la redacción para ir a sacar fotos. Entreranto, el grupito de manifestantes no parecía en absoluto emocionado por la presencia de aquellos representantes de los dos tabloides de la ciudad, el City Light y el Daily News. Siguieron haraganeando junto a las furgonetas, tan tranquilos como si no les costase el menor esfuerzo contener la supuesta ira que les producían casos como los de Henry Lamb.
Fallow probó de nuevo a leer la nota de prensa, pero volvió a fracasar. Miró a su alrededor. Los bloques Edgar Allan Poe seguían inmersos en la más completa paz. Cosa muy anormal, dado su descomunal tamaño. Al otro lado de la calzada vio a tres blancos. Un tipo bajito con gabardina color tostado, un hombretón porcino con bigote de puntas caídas y chaquetón acolchado, y un hombre con entradas vestido con un traje barato de color gris y la típica corbata americana a listas. Se preguntó quiénes podían ser. Pero sobre todo sentía deseos de quedarse dormido allí mismo. Se preguntó si sería capaz de dormir de pie, como un caballo.
Poco después oyó que Reva, la mujer blanca, le decía a Buck:
—Me parece que son ellos.
Los dos miraron hacia el final de la calle. Los manifestantes comenzaron a cobrar vida.
Desde el final de la calle avanzaba hacia ellos un camión blanco de gran tamaño. En los lados, unas letras enormes decían: el 1 en directo. Buck, Reva y los manifestantes se encaminaron hacia el camión. Neil Flannagan, los dos fotógrafos y, por fin, también Fallow, les siguieron de cerca. Había llegado el Canal 1.
El camión se detuvo, y del asiento delantero se apeó un joven de voluminoso pelo rizado, con blazer azul marino y pantalones color tostado.
—Robert Corso —dijo Reva en tono reverente.
Se abrieron también las puertas laterales del camión, y un par de jóvenes con tejanos y jersey y zapatillas deportivas saltaron a la calzada. El conductor se quedó sentado al volante. Buck corrió hacia los recién llegados.
—¡Eeeeeh! ¡Robert Corso! ¿Cómo va, tío? —De repente, Buck sonreía, y su sonrisa iluminaba toda la calle.
—¡Bien! —dijo Robert Corso, tratando de adoptar un tono entusiasta, tan animado como el de Buck—. Bien. —Evidentemente no tenía ni idea de quién era el negro alto del aro de oro.
—¿Qué quieres que hagamos? —le preguntó Buck.
El joven periodista se interpuso entre ellos dos:
—Hola, Corso. Flannagan, del Daily News.
—Ah, hola.
—¿Qué quieres que hag…?
—¿Dónde os habíais metido?
—¿Qué quieres que hag…?
Robert Corso miró su reloj de pulsera.
—No son más que las cinco y diez. Salimos al aire a las seis. En directo. Tenemos tiempo de sobra.
—Sí, pero mi sección cierra a las siete en punto…
—¿Qué quieres que hagamos?
—Bien… ¡Eh! —dijo Robert Corso—. No lo sé. Si no hubiésemos venido nosotros, ¿qué habríais hecho?
Buck y Reva le miraron con sendas sonrisas mezquinas, como si sus palabras sólo pudieran ser un chiste malo.
—¿Dónde están el reverendo Bacon y la viuda Lamb? —preguntó Corso.
—En casa de Mrs. Lamb —dijo Reva. A Fallow le sentó mal la noticia. Nadie se había tomado la molestia de decírselo a él.
Robert Corso agitó su gran cabeza rizada.
—Qué diablos, no esperéis que sea yo el que dirija la orquesta —murmuró. Luego, dirigiéndose a Buck—: Tardaremos un rato en tenerlo todo montado. Supongo que lo mejor será centrar la acción en la acera. Quiero que se vean los bloques al fondo de la imagen.
Buck y Reva se pusieron a trabajar. Comenzaron a gesticular y dar órdenes a los manifestantes, que regresaron a las furgonetas y cogieron sus pancartas, hasta entonces apiladas en el suelo. Algunos vecinos de los bloques habían comenzado a aproximarse.
Fallow dejó a Buck y a Reva y se acercó a Robert Corso.
—Disculpe —le dijo—. Soy Petet Fallow, del City Light. ¿Ha dicho usted que el reverendo Bacon y Mrs. Lamb están por aquí?
—¿Fallow? ¿El autor de los reportajes? —dijo Robert Corso, y le tendió la mano, y estrechó la de Fallow con entusiasmo.
—Exacto.
—¿Usted tiene la culpa de que estemos en este jodido rincón del mundo? —Lo dijo con una sonrisa de admiración.
—Lo siento… —Fallow se sintió reconfortado. Esto era lo que había estado esperando desde el primer momento, pero lo que menos imaginaba era que le llegara de un presentador de televisión.
Robert Corso adoptó una expresión seria:
—¿Cree que el reverendo Bacon juega limpio en este caso? Bueno, es evidente que sí lo cree, claro.
—¿Y usted, no lo cree? —preguntó Fallow.
—Qué diablos, con Bacon no se sabe nunca. Es de lo más disparatado. Pero cuando entrevisté a Mrs. Lamb, la verdad, me dejó impresionado, en serio. Me pareció una buena persona: es lista, tiene empleo fijo, y un pisito limpio y ordenado. Muy impresionado, la verdad. No sé, de ella me fío. La creo. ¿Y usted?
—¿Así que ya ha podido entrevistarla? Yo creía que había venido hoy aquí para esa entrevista.
—Bueno… no. Esto es sólo para empalmar en directo. Empalmaremos en directo a eso de las seis.
—Empalmar en directo… —repitió Fallow, dándole a la frase una ambivalencia irónica.
Pero el norteamericano no captó la ironía:
—Mire, de hecho, nosotros ya hemos estado aquí hoy. He venido en cuanto he leído su información. ¡Y gracias por los datos! En serio. De hecho, me encanta venir a trabajar al Bronx. En fin, que hemos entrevistado a Mrs. Lamb y también a un par de vecinos, y hemos grabado un poco en Bruckner Boulevard, y en el sitio en donde fue asesinado el padre de ese chico y demás, y hemos recogido algunas fotos de Henry. De modo que ya tenemos grabada casi toda la información. Serán unos dos minutos aproximadamente. Y ahora lo que haremos es salir en directo durante la manifestación, y luego empalmaremos en directo con la manifestación para cerrar el bloque.
—¿Y qué piensan mostrar ustedes? No hay nadie más que ese grupito. Y casi todos son blancos —dijo Fallow señalando hacia Buck y Reva.
—Oh, no se preocupe. En cuanto saquemos nuestros telescopios, ya verá como aumenta la concurrencia.
—¿Telescopios?
—Las cámaras y el transmisor —dijo Corso, señalando el camión. Fallow siguió su indicación. Un par de hombres con tejanos trabajaban dentro del vehículo.
—Ya. Por cierto, ¿dónde están los demás?
—¿Los demás?
—La competencia. Los otros canales.
—Ah, nos prometieron la exclusiva.
—¿Exclusiva? ¿Quién se la prometió?
—Bacon, claro. Eso es lo que no me gusta de sus montajes. Este Bacon manipula las cosas como le da la gana. Tiene hilo directo con mi productor, Irv Stone. ¿Conoce a Irv?
—Lo siento, pero no.
—Habrá oído hablar de él…
—Pues no.
—Ha ganado muchos premios.
—Ujuuuum.
—Irv es… Bueno, Irv es un tipo estupendo, pero es uno de esos bastardos que fueron líderes estudiantiles en los años sesenta, cuando los universitarios sólo se dedicaban a hacer manifestaciones contra la guerra y todo eso. Y cree que Bacon es un romántico líder popular. Si quiere saber mi opinión, Bacon no es más que un jodido manipulador de la gente. En fin, le ha prometido una exclusiva a Irv, e Irv le ha prometido meterlo en el telediario de las seis.
—Muy bien montado. Pero ¿qué gana Bacon con eso? ¿Por qué no quiere que estén todos los canales?
—Porque entonces corre el riesgo de que nadie saque nada. En Nueva York tenemos todos los días más de veinte manifestaciones, y todas compiten entre sí para conseguir unos segundos en la tele. Si Bacon le da la exclusiva a un canal, sabe que ese canal le dedicará mucho riempo. Sabe que si nos tomamos la molestia de venir al fin del mundo con las cámaras y el camión del directo, que si sabemos que tenemos la exclusiva, pondremos esta noticia como la más importante del telediario, para justificar el directo, y mañana tanto los del 5 como lo del 7 y los del 2 creerán que lo mejor será ocuparse también de este asunto.
—Entiendo —dijo Fallow—. Huuuummmm… ¿Y cómo puede garantizarles la exclusiva? ¿Qué puede impedir que los demás canales vengan aquí?
—Nada. Pero Bacon no les habrá dicho el lugar ni la hora.
—Parece que conmigo no se anduvo con tantos miramientos —dijo Fallow—. Al Daily News sí que le ha comunicado el lugar y la hora.
—Cierto —dijo Robert Corso—. Pero ustedes ya han tenido la exclusiva dos días seguidos. Ahora tiene que permitir que el resto de la prensa pueda trabajar rambién en primera línea. —Corso hizo una pausa. De repente, su bello rostro coronado de voluminoso pelo rizado adquirió tintes melancólicos—. De todos modos, en su opinión, en esta noticia no hay trampa, ¿no?
—Desde luego que no la hay —dijo Fallow.
—Ese tal Henry Lamb —dijo Corso— es… o era… un buen chico. Un estudiante magnífico, sin ficha de la policía. Un muchacho tranquilo. Parece que los vecinos le aprecian. ¿No piensa usted lo mismo?
—Por supuesto que sí —dijo el inventor del «magnífico estudiante».
—Ya estamos preparados —dijo Reva, acercándoseles—. Cuando quieras.
Robert Corso y Fallow se volvieron hacia la acera, en donde tres docenas de manifestantes se habían agrupado con sus pancartas apoyadas en el hombro, como los fusiles de unos soldados.
—¿Están preparados el reverendo Bacon y Mrs. Lamb? —preguntó Corso.
—Mira, mejor será que me avises a mí, o a Buck, cuando llegue el momento —dijo Reva—. El reverendo Bacon no quiere bajar con Mrs. Lamb para estar aquí sin hacer nada. Cuando llegue el momento, bajará. Pero no te preocupes, está listo.
—Bien —dijo Robert Corso. Luego se volvió hacia el camión—. ¡Oye, Frank! ¿Estáis listos?
—¡Casi! —dijo una voz desde el interior del camión.
Comenzó a oírse un zumbido rechinante. De la parte superior del camión emergió un cilindro plateado. En su extremo más alto había un estandarte o una bandera naranja reluciente. No, en realidad era un cable, un cable super-aislado, ancho pero aplastado, como una anguila eléctrica. La chirriante anguila eléctrica subía enroscada en espiral por el cilindro plateado. El conjunto de cilindro y anguila siguió subiendo y subiendo. El cilindro estaba formado por piezas embutidas las unas en las otras, como un telescopio, y subió alto, muy alto, mientras el camión seguía emitiendo sin patar su zumbido rechinante.
Comenzó a salir gente de los silenciosos bloques, que ya no permanecían silenciosos. Un auténtico hervidero de voces salía del erial. Y se iban acercando hacia el camión hombres y mujeres y grupos de mozalbetes y críos, todos con la mirada fija en la lanza plateada que ascendía hacia el cielo desplegando su estandarte de color naranja radiactivo.
El cilindro se había elevado ya hasta la altura de dos pisos, con su anguila anaranjada enroscada en él. La calle y la acera ya no estaban vacías. Una enorme y animada multitud se había congregado en la zona del camión. Una mujer gritó: «¡Robert Corso! ¡Canal 1! ¡El hombre del voluminoso pelo rizado, el de la tele!»
Corso echó una ojeada a los grupos de manifestantes provistos de pancartas, que habían formado un óvalo en la acera y comenzaban a desfilar. Buck y Reva permanecían junto a ellos. Buck llevaba un megáfono en la mano. Mantenía la vista fija en Corso. Luego, Corso miró a sus técnicos. El cámara estaba a unos dos metros de él. La cámara parecía diminuta en contraste con el camión y el enorme cilindro, pero la muchedumbre ya estaba hipnotizada por su profundo ojo afectado de cataratas. La cámara ni siquiera había sido conectada, pero cada vez que el encargado de manipularla se volvía para hablar con el técnico de sonido y, de paso, hacía girar en panorámica el gran ojo, una larga ondulación agitaba la muchedumbre, como si la máquina poseyera cierto oculto poder cinético.
Buck miró a Corso y alzó una mano, con la palma abierta, como preguntando «¿Ya?». Corso se encogió de hombros y luego, cansinamente, señaló a Buck con el dedo. Buck se llevó a los labios su megáfono y aulló:
—¿Qué pedimos?
—¡Justicia! —canturrearon las tres docenas de manifestantes profesionales. Sus voces apenas si llegaron a oírse, perdidas entre los rumores de la muchedumbre, y en los enormes espacios de los bloques, bajo la espléndida lanza de plata del Canal 1.
—¿QUÉ NOS DAN?
—¡Racismo!
—¿QUÉ PEDIMOS?
—¡Justicia! —gritaron un poco más, pero no mucho.
—¿QUÉ NOS DAN?
—¡Racismo!
Un grupo de siete u ocho adolescentes estaban empujándose mutuamente y riendo, mientras trataban de ponerse en el centro del campo de visión de la cámara. Fallow se encontraba no lejos de la estrella de la función, Corso, que sostenía el micrófono en la mano pero seguía sin decir nada. El negro provisto de aquel megáfono de diseño y tecnología modernísimos se acercó un poco más a la primera línea de manifestantes, los portadores de pancartas, y, en respuesta a este movimiento, la muchedumbre se arremolinó, aproximándose más a la cámara. Los carteles y pancartas, brincando sobre las cabezas, también se aproximaron. LA JUSTICIA DE WEISS ES JUSTICIA PARA LOS BLANCOS… LAMB: ASESINADO POR LA INDIFERENCIA… LIBERTAD PARA JOHANNE… EL PUÑO GAY CONTRA EL RACISMO… EL PUEBLO GRITA: ¡VENGAD A HENRY!… ¡DEJA DE CRUZARTE DE BRAZOS, ABE … ! LOS GAYS Y LESBIANAS DE NUEVA YORK EXIGIMOS JUSTICIA PARA NUESTRO HERMANO HENRY LAMB… CAPITALISMO + RACISMO = CRIMEN LEGALIZADO… ¡BUSCAD AL CONDUCTOR QUE SE DIO A LA FUGA!… ¡JUSTICIA YA!…
—¿Qué pedimos?
—¡Justicia!
—¿Qué nos dan?
—¡Racismo!
Buck volvió el megáfono hacia el grueso de la muchedumbre. Quería que sus voces también se oyeran.
—¿QUÉ PEDIMOS?
Nadie respondió nada. La gente, animadísima, sólo quería ver el espectáculo.
Buck contestó su propia pregunta:
—JUS-TICIA.
—¿QUÉ NOS DAN?
Nada.
—¡RA-CISMO!
—Venga… ¿qué pedimos? Nada.
—HERMANOS, HERMANAS —dijo Buck, con su embudo rojo junto a los labios—. Nuestro hermano, nuestro vecino, Henry Lamb, fue atropellado… por un coche que luego se dio a la fuga… y en el hospital… no hicieron nada por él… y la pasma y el fiscal … están muy ocupados en sus cosas… Henry es un destacado estudiante … y ellos dicen: «¿Qué más nos da…? Al fin y al cabo, es pobre, vive en los bloques… es negro…» Así que, ¿por qué estamos aquí, hermanos?, ¿por qué estamos aquí, hermanas?… ¡Para conseguir que Chuck haga lo que tiene que hacer!
La muchedumbre pareció encontrar gracioso el chiste, que Fallow no logró entender.
—¡Para que se le haga justicia a nuestro hermano, a Henry Lamb! —prosiguió Buck—. Vale. Entonces, ¿QUÉ PEDIMOS?
—Justicia —dijeron algunas voces del gentío.
—¿Y QUÉ NOS DAN?
Risas, miradas vacías. Las risas eran de los adolescentes, que seguían pegándose codazos y empujones, tratando ahora de situarse lo más cerca posible de Buck. Así la cámara les enfocaría. La cámara, cuya hipnótica luz roja estaba ahora encendida.
—¿Quién es Chuck? —preguntó Kramer.
—Chuck quiere decir Charlie —dijo Martin—, y Charlie es tu jefe. Y, aunque Weiss me caiga gordo, me gustaría retorcerle el cuello a ese mamón del megáfono.
—¿Os habéis fijado en esas pancartas? —dijo Kramer—. «La justicia de Weiss es justicia para los blancos.» «¡Deja de cruzarte de brazos, Abe!»
—Sí.
—Como las saquen en televisión, a Weiss le va a dar el ataqué.
—Bastaría que viera esta escena, sin detalles, para que se lo diera.
Desde el lugar que ocupaban Kramer, Goldberg y Martin, lo que estaba ocurriendo en la otra acera parecía un teatro callejero. Una presentación en honor de los Media. Al pie del enorme camión de la TV, tres docenas de personas, blancos en sus dos terceras partes, y negros en la otra, caminaban formando un óvalo, con los carteles y pancartas en alto. Once personas, dos negros y nueve blancos, centraban en este grupito toda su atención, con el fin de transmitir las débiles voces de los manifestantes y sus carteles escritos con rotuladores de punta de fieltro, a toda la población de una ciudad de siete millones de habitantes: un hombre con un megáfono, una mujer con una gran bolsa de nylon, un reportero de televisión con el pelo ensortijado y voluminoso, un cámara y un técnico de sonido unidos al camión por sus respectivos cordones umbilicales, dos técnicos ocultos en el interior del camión, el conductor del vehículo, dos fotógrafos y dos periodistas de los diarios, uno de los cuales se escoraba aún a estribor de vez en cuando. Disfrutando del espectáculo, y alrededor de sus principales actores, se había congregado una muchedumbre de dos o trescientas personas.
—Bien —dijo Martin—, ya es hora de hablar con los testigos.
Y comenzó a cruzar la calle, dirigiéndose hacia la muchedumbre.
—Eh, Marty —dijo Goldberg—. Tranquilo, eh.
Era justo lo que Kramer estaba a punto de decirle. Aquél no era precisamente el lugar más adecuado para hacer una demostración de machismo irlandés. Kramer se imaginó horrorizado a Martin dirigiéndose al tipo del megáfono, arrebatándoselo, y tratando de hacérselo tragar entero, ante los vecinos de los bloques Edgar Allan Poe.
Kramer, Martin y Goldberg se encontraban ya en mitad de la calle cuando, de repente, los manifestantes profesionales y los curiosos allí reunidos parecieron iniciar una ceremonia religiosa. El jaleo era considerable. Buck aullaba a través del megáfono. La probóscide tecnológica del cámara giraba a un lado y a otro. Había aparecido de golpe y porrazo un hombre alto de traje negro, camisa blanca de cuello duro, y corbata negra a listas blancas. Le acompañaba una mujer bajita con un lustroso vestido negro. Eran el reverendo Bacon y Mrs. Lamb.
Sherman cruzaba el amplísimo vestíbulo de marmol cuando vio a Judy sentada en la biblioteca. Se había instalado en la butaca de orejeras, y estaba viendo la televisión, con una revista en el regazo. Judy alzó la vista para mirarle. ¿Qué significaba esa mirada? No era amable, sino de sorpresa. Hubiera bastado con que ella mostrara el más mínimo afecto, el más mínimo calor, para que Sherman corriese… ¡a decírselo, a contárselo todo! ¿Conque sí, eh? ¿A contarle qué cosa? A contarle… al menos el desastre de la oficina, la actitud con la que le había hablado Arnold Parch y, peor aún, la forma en que le había mirado… ¡Y no sólo él, también los demás! Como si… Evitó las palabras que definían lo que sus compañeros pensaban de él. Su desaparición, el fracaso de su plan de los Giscard… ¿Y lo demás? ¿Se lo hubiera contado también? ¿Había leído Judy la noticia del Mercedes… matrícula RF?… Pero no hubo en la actitud de su mujer ni rastro de cariño. Sólo sorpresa. Eran las seis en punto. Hacía tiempo que Sherman no regresaba tan temprano a casa… No había más que sorpresa en el triste y delgado rostro coronado de suave pelo castaño. Siguió caminando hacia ella. Decidió, de todos modos, entrar en la biblioteca. Se sentaría a ver la televisión en la otra butaca. Era el silencioso acuerdo al que habían llegado. Se sentarían a ver juntos la televisión o a leer. De este modo podían seguir haciendo, aunque fuese gélidamente, las cosas que hacen los miembros de una familia, por Campbell y por lo demás, y ahorrándose toda clase de conversación.
—¡Papá!
Sherman se volvió. Campbell corría hacia él desde la cocina. En su rostro brillaba una maravillosa sonrisa, que a punto estuvo de romperle el corazón a Sherman.
—Hola, mi amor.
Metió las manos bajo las axilas de la chiquilla, la levantó en volandas y la abrazó. La niña le rodeó el cuello con sus brazos y la cintura con sus piernas, y le dijo:
—¡Papá! ¿A que no sabes qué he hecho?
—¿Qué?
—Un conejo.
—¿En serio? ¿Un conejo?
—Ven, te lo enseñaré. —Y empezó a serpentear, tratando de bajar al suelo.
—¿Me lo enseñarás?
No tenía ganas de ver ningún conejo, al menos en este momento, pero le forzó a obedecer su sensación de estar obligado a mostrarse entusiasta. Dejó que Campbell bajara al suelo.
—¡Vamos! —La niña le tomó de la mano y empezó a tirar de él con una fuerza increíble. Casi le hizo perder el equilibrio.
—¿Adónde me llevas?
—¡Ven! ¡Está en la cocina! —Mientras le arrastraba hacia la cocina, Campbell colgaba casi todo su peso del brazo que le unía a la mano de su padre.
—¡Cuidado! —dijo Sherman—. ¡No vayas a caerte!
—¡Ven… ga!
Sherman la siguió, tironeado desde un lado por sus miedos, y desde el otro por el amor que sentía por aquella criatura de seis años que quería mostrarle un conejo.
La puerta daba a un pequeño pasillo de armarios empotrados que desembocaba en la llamada despensa, una estancia a lo largo de cuyas paredes se alineaban vitrinas con una centelleante proliferación de cristalerías, vajillas, junto a unos amplios fregaderos de acero inoxidable. Las vitrinas, con sus adornos de madera tallada, sus cornisas, sus parteluces, sus maineles —era incapaz de recordar todos los términos— habían costado miles… miles… Y qué pasión había puesto Judy en todas… esas cosas… Cuánto dinero se habían gastado… Una hemorragia de dinero…
Ya estaban en la cocina propiamente dicha. Más vitrinas, más cornisas, más acero inoxidable, alicatados, focos, el enorme frigorífico-congelador, la cocina Vulcan… siempre lo mejor, resultado de largas investigaciones de Judy, que no había parado hasta encontrar lo más caro, aquella interminable hemorragia de dinero… Bonita estaba junto a la cocina.
—Hola, Mr. McCoy.
—Hola, Bonita.
Lucille, la doncella, estaba sentada junto a la repisa, tomándose un café.
—Mr. McCoy…
—Caramba, Lucille, hola. —Hacía siglos que no la veía; siempre llegaba demasiado tarde a casa. Hubiese tenido que decirle algo, después de tanto tiempo, pero lo único que se le ocurría era decir qué triste le parecía todo. Qué triste verlas, cada una a lo suyo, como todos los días, convencidas y seguras de que todo seguía siendo como siempre.
—Ven para acá, papá —dijo Campbell, tirando de él. No quería que Bonita ni Lucille le robaran la atención de Sherman.
—¡Campbell! —dijo Bonita—. ¡No le des esos tirones a tu padre!
Sherman sonrió, y se sintió impotente. Campbell ignoró la advertencia. Pero de repente dejó de tirar de su mano.
—Bonita lo cocerá para que se ponga duro.
Allí estaba el conejo. Sobre la mesa con superficie de formica blanca. Sherman se quedó mirándolo fijamente. Era increíble. Un conejo asombrosamente bien hecho, de arcilla. Su ejecución era, sin duda, muy primitiva, pero tenía la cabeza inclinada hacia un lado, las orejas le salían en ángulos muy expresivos, y las piernas estaban extendidas de manera poco convencional, tratándose de un conejo, mientras que los volúmenes y proporciones de las ancas resultaban excelentes. Parecía que el animal estuviera sorprendido.
—Pero ¡pequeña mía! ¿Lo has hecho tú?
—Sí. —Con mucho orgullo.
—¿Dónde?
—En el colegio.
—¿Tú sola?
—Sí. Yo sola. Del natural.
—Caramba, Campbell, ¡es un conejo precioso! ¡Me siento muy orgulloso de ti! ¡Tienes muchísimo talento!
—Ya lo sé. —Con mucha timidez.
De repente, Sherman sintió deseos de llorar. Un conejo sorprendido. Y pensar en el significado que, en este mundo, puede llegar a tener el hecho de ser capaz de desear hacer un conejo de barro, y luego hacerlo, con la mayor inocencia, con la confianza de que el mundo lo recibiría con toda la ternura, todo el amor, toda la admiración posibles… Pensar en lo que ella daba por supuesto a sus seis años, a saber, que así es como era el mundo, y que su mamá y su papá —¡su papá!— habían hecho que el mundo fuera así, y que jamás permitirían que fuese de otro modo.
—Vamos a enseñárselo a mamá —dijo Sherman.
—Ya lo ha visto.
—Seguro que le ha encantado.
—Ya lo sé. —La voz muy tímida.
—Bien, pues vayamos juntos a enseñárselo.
—Bonita tiene que meterlo en el horno. Para que se ponga duro.
—Bueno, pero quiero ir a decirle a mamá cuánto me ha gustado a mí. —Y, con entusiasmo, levantó a Campbell en volandas y se la cargó sobre un hombro. Ella se lo tomó como un juego divertidísimo.
—¡Papá!
—¡Cada día pesas más! Pronto seré incapaz de cargarte como un saco. ¡Agacha la cabeza! Vamos a cruzar la puerta.
Entre risas y serpenteos, Sherman cruzó con ella la gran extensión de mármol hasta la biblioteca. Judy alzó la vista, muy seria.
—Campbell, ya eres muy mayorcita para permitir que tu padre te lleve a cuestas. Bájate de ahí.
—Ha sido él quien me ha cogido. —Dicho en un tono ligeramente desafiante.
—Sólo estamos jugando —dijo Sherman—. ¿Has visto el conejo que ha hecho Campbell? ¿No te parece maravilloso?
—Sí. Muy bonito. —Y Judy volvió la cabeza hacia el televisor.
—Me ha impresionado de verdad. Creo que tenemos una niña con muchísimo talento.
No obtuvo respuesta.
Sherman bajó a Campbell de su hombro a los brazos, para sostenerla como un bebé, y después se sentó en la butaca y la instaló sobre sus rodillas. Campbell se agitó un poco hasta sentirse del todo cómoda, y se apoyó contra su pecho, y Sherman la abrazó. También ellos dos se quedaron mirando el televisor.
Estaban dando las noticias. La voz de un reportero. Una mesa confusa de caras negras. Un cartel de manifestación: ¡JUSTICIA YA!
—¿Qué hace esa gente, papá?
—Parece una manifestación, cariñito.
Otro cartel: LA JUSTICIA DE WEISS ES JUSTICIA PARA BLANCOS.
¿Weiss?
—¿Qué es una manifestación? —Campbell se había enderezado sobre las rodillas de Sherman, y, para hacerle la pregunta, se volvió hacia él, tapándole en parte la pantalla. Sherman trató de inclinar la cabeza para no perderse las imágenes.
—¿Qué es una manifestación, papá?
Medio distraído, tratando de ver la pantalla:
—Hummm… Es un… A veces, cuando la gente se enfada mucho por alguna cosa… pues hacen unos carteles y caminan en círculos con esos carteles en alto.
¡BUSCAD AL CONDUCTOR QUE SE DIO A LA FUGA!
¡El conductor que se dio a la fuga!
—¿Y por qué se enfadan tanto?
—Espera un momento, pequeña.
—¿Por qué se enfadan tanto, papá?
—Se enfadan casi por cualquier cosa.
Sherman estaba muy inclinado ahora hacia la izquierda, para de este modo ver la pantalla. Y tenía que sujetar a Campbell por la cintura, para impedir que resbalara al suelo.
—Pero ¿por qué cosas?
—Veamos por qué se han enfadado éstos.
Campbell volvió la cabeza, hacia la pantalla, pero inmediatamente se distrajo y dejó de mirar. Había un negro hablando, un negro muy alto, con americana negra y camisa blanca y corbata a listas, junto a una mujer delgada, una negra vestida con ropa oscura. Detrás de ellos se amontonaban muchísimas caras negras. De vez en cuando asomaban los rostros sonrientes de unos chiquillos que trataban de mirar a la cámara.
—Cuando un joven como Henry Lamb —estaba diciendo el hombre—, un estudiante extraordinario, un joven brillantísimo, cuando un joven como Henry Lamb ingresa en el hospital con una conmoción cerebral aguda, y le tratan solamente la rotura de muñeca que también padece… ¿entiende…?, cuando su madre le da a la policía y a la Oficina del Fiscal de Distrito una descripción del vehículo que atropello a ese joven, una descripción… ¿entiende…?, y ellos se cruzan de brazos…
—Papá, volvamos a la cocina. Bonita va a cocer el conejo para que se ponga duro.
—Ahora mismo…
—… nuestro pueblo lo comprende en seguida, está acostumbrado a que le digan: «No nos importa. No nos importan vuestros jóvenes, vuestros estudiantes más destacados, vuestras esperanzas, nada de todo eso cuenta, en absoluto…», ¿entiende…? Ese es el mensaje que nuestro pueblo capta. Pero a nosotros sí nos importa, y no vamos a quedarnos callados. Si la estructura de poder se niega a dar un paso…
Campbell se dejó caer al suelo, le cogió la mano derecha con ambas manos, y comenzó a tirar de él.
—Venga, papá.
La cara de la negra delgada llenó por completo la pantalla. Las lágrimas corrían incontenibles por sus mejillas. Luego apareció un joven de voluminoso pelo rizado, con un micrófono en la mano. A su espalda había un universo entero de rostros negros, y más mozalbetes pegando brincos y haciendo visajes, tratando de entrar en el campo de visión de la cámara.
—…un Mercedes-Benz que aún no ha sido identificado, y cuya matrícula empieza por las letras RE, RF, RB, o RP. Y mientras, tal como dice el reverendo Bacon, esta comunidad desprotegida ha captado el mensaje que le envían las autoridades. Y estos manifestantes que me rodean también tienen un mensaje para las autoridades: «Si el poder no organiza rápidamente una investigación, la organizaremos nosotros mismos.» Les ha hablado Robert Corso, Canal 1, desde el Bronx.
—¡Papá! —Campbell tiraba de él con tanta fuerza que Sherman estuvo a punto de caerse de lado.
—¿RF? —Judy se habla vuelto y miraba a Sherman—. El nuestro empieza por RF, ¿verdad?
¡Ahora! ¡Díselo ahora!
—¡Vamos, papá! ¡Quiero cocer el conejo!
La cara de Judy no mostraba preocupación. Estaba sorprendida por la coincidencia. Eso era todo. Tan sorprendida, que hasta se había dignado iniciar una conversación con él, después de tanto tiempo.
¡Ahora!
—¡Vamos, papá!
Veamos qué es todo eso de cocer el conejo.