Tras una noche agitada, Sherman llegó a Pierce & Pierce a las ocho en punto. Estaba exhausto, y el día apenas acababa de empezar. La sala de bonos le ofrecía una imagen alucinatoria. Ese espantoso fulgor de los ventanales… las siluetas serpenteantes… los números color verde radiactivo desfilando por las pantallas de innumerables terminales… los jóvenes Amos del Universo, aullando ante sus donuts eléctricos.
—¡Pago dos!
—Sí, pero ¿y si viene el oso?
—¡Ha bajado dos puntos!
—¡Y una mierda!
Incluso Rawlie, el pobre y triste Rawlie, estaba en pie, con el teléfono pegado a la oreja, moviendo los labios a toda velocidad, dando golpecitos a la mesa con un lápiz. El joven Argüello, señor de la Pampa, permanecía apoyado en el respaldo de su silla, con las piernas separadas, el teléfono sujeto contra la oreja, sus tirantes de moaré refulgiendo en su pecho, y una sonrisa anchísima en su cara de gigoló. El día anterior había dado el golpe en Japón con la venta de Tesoros. Toda la sala no hablaba de otra cosa. El jovencillo sonreía, sonreía, sonreía, disfrutaba su triunfo.
Sherman ansiaba largarse al Yale Club, darse un baño de vapor y tumbarse en una camilla de cuero para que le diesen un buen masaje y luego dormir.
Tenía un recado sobre la mesa, urgente: llamar a Bernard Levy.
Cuatro terminales de ordenador más abajo, Felix le sacaba lustre al zapato de un presumido joven prometedor llamado Ahlstrom, que hacía sólo dos años se había graduado en Wharton. Ahlstrom hablaba por teléfono. ¿Bla, bla, bla, bla, Mr. Ahlstrom? Felix. El City Light. A esa hora ya debía de estar en los kioscos. Y Sherman quería leerlo, y le aterrorizaba la idea de leerlo.
Sin casi darse cuenta de lo que hacía, cogió el teléfono y marcó el número de París. Se inclinó sobre la mesa y se apoyó en los dos codos. En cuanto Felix terminara con el joven Ahlstrom, le llamaría. Sólo parte de su cerebro estaba escuchando cuando la voz de Bernard Levy, su donut francés, dijo:
—Sherman, después de hablarlo ayer contigo, se lo comenté todo a Nueva York, y están de acuerdo con tu opinión. No tiene sentido seguir esperando.
Gracias a Dios.
—Pero —prosiguió Bernard— no podemos subir a noventa y seis.
—¿Que no podéis subir a noventa y seis?
Lo que estaba oyendo era increíble… pero no se podía concentrar… La prensa de la mañana, el Times, el Post, el News, que había leído en el taxi mientras bajaba hacia la oficina, publicaba breves notas sobre lo ya publicado el día anterior por el City Light, y sólo añadía algunas declaraciones de ese tal reverendo Bacon. Feroces denuncias en contra del hospital en donde el chico seguía en coma. Por un momento Sherman recobró la confianza. ¡Están echándole todas las culpas al hospital! Pero comprendió que eso equivalía a confundir sus deseos con la realidad. También les culparían… La que conducía era Maria. Si al final se cerraba el cerco, si todo lo demás fallaba, al menos era ella la que conducía… Se aferró a ese dato.
—No, lo de noventa y seis ha quedado descartado —dijo Bernard—. Ahora estamos dispuestos a pagar noventa y tres.
—¡Noventa y tres!
Sherman se enderezó. Era imposible. Seguro que Bernard le diría inmediatamente que le disculpase, que se había equivocado. A lo peor diría que noventa y cinco. Sherman había comprado a noventa y cuatro. ¡Seiscientos millones de bonos a noventa y cuatro! A noventa y tres, Pierce & Pierce perdería seis millones de dólares.
—No creo que hayas dicho noventa y tres…
—Noventa y tres, Sherman. Nos parece un precio justo. En cualquier caso, ésa es nuestra oferta.
—Dios Todopoderoso… Tengo que pensarlo un momento. Mira, te llamo dentro de un rato. ¿Seguirás ahí?
—Claro.
—De acuerdo. Te vuelvo a llamar.
Colgó y se frotó los ojos. ¡Joder! Tenía que haber algún modo de resolver el problema. Ayer me dejé pillar por Bernard. ¡Desastroso! Al notar el pánico en su voz, Bernard había dado un paso atrás. ¡Venga, hombre! ¡Tranquilízate! ¡Contraataca! ¡Busca alguna solución! ¡Después de tantos esfuerzos, no permitas ahora que todo se vaya a la mierda! Telefonéale otra vez y habla con tu voz de siempre, sé otra vez el de siempre, el mejor, el vendedor número uno de Pierce & Pierce… Amo del… Le faltaron las fuerzas. Cuanto más trataba de darse ánimos, más nervioso se ponía. Se miró el reloj. Miró a Felix. Felix acababa de levantarse. Le llamó agitando la mano en el aire. Sacó del bolsillo de los pantalones el clip con el que llevaba sujeto el dinero y, escondiéndolo entre las piernas para que nadie pudiese verle, cogió un billete de cinco dólares, lo metió en uno de los sobres que usaban para la correspondencia interna, y, cuando Felix se le acercó, le dijo:
—Toma, Felix. Ahí dentro hay cinco dólares. Baja y cómprame el City Light, ¿de acuerdo? Y quédate con el cambio.
Felix le miró, le dirigió una sonrisa divertida, y dijo:
—Bien, vale, pero, sabe, la última vez me hicieron esperar un buen rato en el kiosco, y luego tardó mucho en llegar el ascensor, y acabé perdiendo mucho tiempo. Hay que bajar y volver a subir cincuenta pisos. Pierdo mucho tiempo. —Y no se movió ni un centímetro.
¡Escandaloso! Felix estaba diciéndole, con todos esos rodeos, que no le parecían suficientes los cinco dólares que le daba para ir a comprar un diario que costaba treinta y cinco centavos; estaba diciéndole que con su encargo iba a reducirle los beneficios que obtendría siguiendo con su actividad de limpiabotas… Y Felix estaba teniendo los cojones de regatear… ahhhhh. ¡Por fin lo entendió! Felix había utilizado su radar callejero, había comprendido que si tenía que subir el periódico metido en el sobre era porque se trataba de contrabando. Porque Sherman actuaba a la desesperada. Y la gente que actúa a la desesperada paga lo que se le pida.
Casi incapaz de contener su furia, Sherman metió la mano en el bolsillo y sacó otro billete de cinco dólares y lo dejó en la palma del negro. Este lo aceptó, le dirigió una mirada aburrida, y se fue con el sobre.
Sherman marcó otra vez el número de París.
—¿Bernard?
—¿Sí?
—Soy Sherman. Sigo trabajando en nuestro asunto. Dame otros quince o veinte minutos.
Una pausa. Luego:
—De acuerdo.
Sherman colgó y dirigió la vista hacia los grandes ventanales. Las siluetas brincaban y se agitaban siguiendo ritmos enloquecidos. Si Bernard estuviera dispuesto a subir a noventa y cinco… De repente el negro ya había regresado. Le dio el sobre con una expresión insondable, sin decir palabra. El sobre parecía preñado y gordo con el diario dentro. Era como si contuviese un ser vivo. Sherman lo guardó bajo la mesa, y le pareció que se revolvía y gruñía desde el suelo.
¿Y si desviaba parte de sus propios beneficios…? Comenzó a garabatear cifras en un papel. La visión de esas cifras… ¡carente por completo de significado! ¡No tenía ninguna relación con nada! Sherman alcanzaba a oír su propia respiración. Cogió el sobre y se fue al lavabo.
Una vez en la cabina, con los pantalones de su traje de Savile Row, de su traje de dos mil dólares, rozando el inodoro, y con los zapatos New & Lingwood casi tocando la base de la taza de porcelana, Sherman abrió el sobre y sacó el periódico. Cada crujido del papel era una acusación contra él. La primera página… escándalo por los votantes fantasma de chinatown… Ni el más mínimo interés… Abrió la página dos… la página tres… la foto del dueño de un restaurante chino… Lo encontró: estaba en la parte inferior de la página, con este titular en grandes caracteres:
REVELAMOS NUEVOS DATOS SECRETOS
SOBRE EL ACCIDENTE CASI MORTAL DEL BRONX
Sobre el titular, en letras más pequeñas, blancas sobre fondo negro: Otra bomba en el caso Lamb. Debajo del titular, también sobre fondo negro: Una exclusiva del CITY LIGHT. El autor del texto era de nuevo Petet Fallow:
«Harto de la lentitud con la que se lleva la investigación oficial», según palabras textuales de alguien que prefiere mantener su nombre en secreto, un funcionario del departamento municipal de Matriculación de Vehículos ha proporcionado al City Light un cálculo de ordenador que permite reducir a tan sólo 124 el número de coches que podrían haber sido el que la semana pasada atropelló al estudiante Henry Lamb en el Bronx, para después darse a la fuga.
Nuestra fuente, que ha colaborado con la policía en casos similares, declaró: «Pueden estudiar uno por uno esos 124 coches en unos cuantos días, muy pocos. Pero para eso hace falta que tomen la decisión de emplear a un número suficiente de funcionarios. Pero, claro, cuando la víctima es un vecino de los bloques protegidos, la policía no suele dedicarle tantos esfuerzos a la investigación.»
El joven Lamb, que vive con su madre, una viuda, en los bloques de protección oficial Edgar Allan Poe, en el Bronx, sigue en estado de coma aparentemente irreversible. Antes de perder la conciencia llegó a decirle a su madre la primera letra —una R— y cinco posibilidades de la segunda —E, F, B, R, P— de la matrícula del lujoso Mercedes-Benz que le atropello en el Bruckner Boulevard y que luego huyó a toda velocidad del lugar en donde se produjo el accidente.
La policía y la Oficina del Fiscal de Distrito han dicho que en Nueva York hay casi 500 Mercedes-Benz con matrícula que empieza por esas letras, una cifra que se considera excesiva para hacer una comprobación coche por coche, más aún teniendo en cuenta que el único testigo conocido del accidente, el propio Henry Lamb, puede no volver a recobrar jamás la conciencia.
Pero la fuenre consultada por el City Light afirmó: «Es cierto que hay unas 500 posibilidades, pero de ésas apenas hay 124 que sean probables. El Bruckner Boulevard no es precisamente un centro de atracción turística. De modo que lo más razonable es suponer que el coche pertenece a alguien que, dentro del estado de Nueva York, vive en la misma ciudad de Nueva York o, a lo sumo, en Westchester. Partiendo de esa base —que es lo que la policía suele hacer en casos parecidos—, la cifra se reduce a unos 124 coches.
»Si la policía y el fiscal de distrito se niegan a investigar —dijo—, lo haremos nosortos mismos. La estructura de poder siempre actúa así: deja que alguien destruya la vida de ese brillante muchacho, y luego se limita a bostezar y cruzarse de brazos. Pero no vamos a permitirlo. Ahora tenemos en nuestro poder el estudio de ordenador que reduce las probabilidades a 124 coches, y si es necesario nosotros mismos los investigaremos uno por uno.»
El corazón de Sherman pegó un brinco.
El vecindario del South Bronx, zona en la que Lamb tiene su hogar, está «furioso» y «a punto de estallar» ante la aparente despreocupación de los organismos oficiales que deberían acelerar las investigaciones.
Un portavoz del departamento de Sanidad ha dicho que se ha puesto en marcha una «investigación interna» en torno al trato recibido por el joven Lamb en el hospital. Por su parte, la policía y la oficina de Abe Weiss, fiscal de distrito, se limitan a decir que sus investigaciones «prosiguen». No obstante, se han negado a comentar la reducción de vehículos con grandes posibilidades de haber participado en el accidente, aunque un portavoz del departamento de Matriculación, Ruth Berkowitz, dijo, en referencia al material obtenido por el City Light: «Hacer público un documento secreto, y sobre todo en un caso que afecta tanto a la opinión pública, supone una grave violación de las normas por las que se rige este departamento.»
Eso era todo. Sherman se quedó mirando la letra impresa. ¡El cerco se estaba cerrando! Pero la policía no prestaba la menor atención a los nuevos datos… Sí, pero ¿y si ese… el tal Bacon y un montón de enfurecidos negros, empezaban a comprobar los coches uno por uno…? Intentó imaginárselo… No, era inimaginable… Alzó la vista y se quedó mirando la puerta gris-ocre de la cabina… Se estaba abriendo el gozne de aire comprimido que daba acceso al lavabo de caballeros. Luego, la puerta de otra cabina, dos cabinas más allá, se abrió también. Lentamente, Sherman cerró el periódico, lo dobló y volvió a introducirlo en el sobre. Lentísimamente, se levantó del inodoro; lentísimamente, abrió la puerta de la cabina; cautelosísimamente, y con el corazón latiéndole a toda velocidad, salió de los lavabos.
De nuevo en la sala de bonos, cogió el teléfono. Tenía que llamar a Bernard. Tengo que llamar a Maria. Intentó adoptar una expresión seria, de hombre que se dedica exclusivamente al trabajo. Todo el mundo ponía mala cara si alguno de los vendedores hacía llamadas personales desde la oficina de Pierce & Pierce. Marcó el número del apartamento de Maria en la Quinta Avenida. Contestó una mujer de acento español. Mrs. Ruskin no estaba en casa. Llamó a su escondite, marcando los números con precaución. No contestaban. Se recostó en el asiento. Enfocó la mirada en la lejanía… el brillo deslumbrante, las agitadas siluetas, el estruendo…
El ruido de un chasqueo sobre su cabeza… Alzó la vista. Era Rawlie, haciendo chasquear los dedos.
—Despierta. Aquí no se permite dormitar.
—Sólo estaba… —No se tomó la molestia de terminar porque Rawlie ya se había ido.
Volvió a encorvarse sobre su mesa y a mirar los números verde-radio que cabalgaban en las pantallas.
Y entonces, de golpe y porrazo, decidió ir a ver a Freddy Button.
¿Qué excusa podía darle a Muriel, su ayudante de ventas? Le diría que iba a ver a Mel Troutman, de Polsek & Fragner, para consultarle sobre los bonos Medicart Fleet… Eso es lo que le diría a Muriel… y la sola idea de decírselo le dio náuseas. Una de las máximas del León decía: «Con una mentira es posible que engañes a alguien; pero cualquier mentira te dice a ti mismo una gran verdad indiscutible: eres débil.»
No lograba acordarse del teléfono de Freddy Button. Hacía mucho tiempo que no le llamaba. Tuvo que buscarlo en su agenda.
—Soy Sherman McCoy. Querría hablar con Mr. Button.
—Lo siento, Mr. McCoy, está con un cliente. ¿Quiere que le llame él cuando termine?
Sherman esperó unos instantes, luego le dijo:
—Dígale que es urgente.
La secretaria tardó un momento en contestar:
—Aguarde.
Sherman seguía encorvado sobre su mesa. Bajó la vista al suelo… el sobre con el periódico… ¡No! ¿Y si la telefonista llamaba a Freddy por el interfono, y otro abogado, algún conocido de su padre, alcanzaba también a oír «Sherman McCoy… Urgente»?
—¡Oiga! ¡Oiga! ¡Espere! ¿Sigue ahí…? —Sherman se había puesto a gritar. Pero ella no le oía.
Miró fijamente el sobre. Garabateó unas cuantas cifras en un papel, para parecer ocupado, serio, trabajador. Lo siguiente que oyó fue la voz superamable, supernasal, de Freddy Button.
—¿Sherman? ¿Qué tal estás? ¿Qué ocurre?
Cuando salía, Sherman le contó a Muriel la mentira que había preparado, y se sintió un tipo barato, sórdido, y débil.
Al igual que otras muchas familias antiguas y acomodadas pertenecientes a la comunidad protestante de Manhattan, los McCoy siempre se habían esforzado por confiar sus asuntos privados y sus cuerpos a otros protestantes, pese a que era muy raro encontrar dentistas, o contables, que fueran protestantes, y nada fácil encontrar médicos protestantes.
No obstante, seguían siendo numerosísimos los abogados protestantes, al menos en la zona de Wall Street, y Sherman era cliente de Freddy Button por las mismas razones por las que, de muchacho, había ingresado en los Knickerbocker Greys, el cuerpo infantil de cadetes. Todo lo había arreglado su padre. Cuando Sherman estaba cursando estudios en Yale, el León creyó llegado el momento de que su hijo hiciera testamento, simplemente como un paso más de su proceso de maduración, un paso prudente y normal. Y así, le dijo a Sherman que se hiciese cliente de Freddy, que en aquel entonces era un reciente, joven y activo socio del bufete de Dunning Sponget. Sherman no tuvo jamás que preocuparse por averiguar si Freddy era buen o mal abogado. Se había puesto en sus manos tranquilamente, para que él se encargara de los testamentos, para que los cambiase cuando se casó con Judy, y para que los volviese a modificar cuando nació Campbell, y para que le hiciese los contratos cuando compró el apartamento de Park Avenue o la casa de Southampton. La adquisición del apartamento hizo que Sherman meditase largamente: Freddy se enteraría de que había tenido que pedir un préstamo personal de 1,8 millones de dólares para comprarlo, y Sherman no quería que su padre (socio de Freddy, al menos desde el punto de vista técnico) se enterase. Freddy supo, en aquella ocasión, guardar el secreto. Sin embargo, en un caso tan obsceno como el de ahora, con la prensa hablando del asunto a voz en grito, Sherman comenzó a temerse que, siguiendo tal vez ciertas normas del bufete, ciertas costumbres que él ignoraba, Freddy se viese obligado a comentar el caso con sus demás socios, a comentárselo incluso al anciano León.
Dunning Sponget & Leach ocupaba cuatro pisos de un rascacielos de Wall Street, a tres manzanas de Pierce & Pierce. Cuando fue construido aquel edificio de estilo moderno, allá por los años veinte, su arquitectura era el último grito. Ahora, no obstante, había adquirido ese aspecto gris y sombrío tan típico de Wall Street. Las oficinas del bufete de Dunning Sponget se parecían a las de Pierce & Pierce. En ambos casos, los interiores modernos habían desaparecido bajo paneles ingleses estilo siglo XVIII y muebles ingleses de la misma época. Pero Sherman no se fijó en este detalle. Para él, todo lo relativo a Dunning Sponget era tan venerable como su propio padre.
Para su alivio, la recepcionista no le reconoció ni pareció fijarse en su apellido. Naturalmente, a estas alturas el León ya no era más que uno de los arrugados y antiguos socios que pasaban todavía algunas horas de la jornada por allí. Sherman acababa de tomar asiento en una butaca cuando la secretaria de Freddy Button, Miss Zilitsky, se presentó ante él. Era una de esas mujeres cincuentonas con aspecto de insobornable fidelidad al jefe. Miss Zilitsky le condujo por un silencioso pasillo.
Alto, delgado, elegante, encantador, Freddy le esperaba, fumando un pitillo, a la puerta de su despacho.
—¡Ho-la, Sherman! —Una espiral de humo del pitillo, una sonrisa magnífica, un cálido apretón de manos, una encantadora demostración de placer por el hecho de encontrarse con Sherman McCoy—. Vaya, vaya, ¿cómo estás? Siéntate. ¿Café? ¡Miss Zilitsky!
—No, gracias. No quiero.
—¿Qué tal está Judy?
—Muy bien.
—¿Y Campbell? —Siempre se acordaba del nombre de su hija, lo cual, incluso en su actual situación, era especialmente agradecido por Sherman.
—De primera, de primera.
—¿Verdad que ahora ya va a Taliaferro?
—Sí. ¿Cómo te has enterado? ¿Te lo ha dicho mi padre?
—No, fue mi hija, Sally. Hace un par de años que se graduó en Taliaferro. Le encantó. Y sigue enterada de todo lo que pasa en el colegio. Ahora va a Brown.
—¿Le gusta Brown? —Por Dios, ¿y por qué lo pregunto? Pero sabía muy bien el porqué. La espesa, intensa y envolvente corriente de amabilidad que desprendía Freddy, siempre acababa arrastrándote. Impotente, no te quedaba más remedio que decir las cosas de siempre.
Fue un error. Freddy empezó a contarle una anécdota sobre Brown y la coeducación. Sherman no atendió. De repente, para subrayar cierto comentario, Freddy hizo un ademán lánguido, afeminado. Siempre estaba hablando de familias: de su familia, de la de los demás y, sin embargo, era homosexual. Seguro. Freddy tenía unos cincuenta años, medía más de metro ochenta, y era un hombre de tipo delgado, algo descoyuntado, pero elegantemente vestido al estilo inglés. Llevaba su lacio pelo rubio, al que las canas estaban haciendo perder brillo, peinado hacia atrás, estilo años treinta. Con la misma languidez, se dejó caer ahora sobre el respaldo de su asiento, sin dejar de hablar, fumando. Inhaló profundamente el pitillo, dejó que el humo saliera lentamente de su boca, y luego lanzó dos espesas columnas a través de los orificios nasales. Era lo que en tiempos se llamaba fumar a la francesa, y Freddy Button seguía sin duda llamándolo así: Freddy, el último Gran Fumador. Luego lanzó al aire un par de anillos de humo. Inhalaba profundamente y formó unos anillos de humo más pequeños que se colaron a través del orificio de los anteriores, más anchos. De vez en cuando en lugar de sostener el Pitillo entre el índice y el corazón, lo sujetaba con el pulgar y el índice, poniéndolo muy tenso, como una vela. ¿Por qué fumaban tanto los homosexuales? Quizá por sus tendencias autodestructivas. Pero el término «autodestructivo» era el límite de los conocimientos psicoanalíticos de Sherman, de modo que su mirada comenzó a revolotear por toda la habitación. El despacho de Freddy había pasado por las manos de un decorador, una Judy cualquiera. Tenía ese aspecto típico de los que salen en una de esas abominables revistas ilustradas… terciopelo color borgoña, cuero sangre de buey, bibelots de latón y plata… De golpe y porrazo, el encanto y el buen gusto de Freddy le resultaron horriblemente fastidiosos.
Freddy debía de haber notado su irritación, porque interrumpió su relato para decir:
—Bueno… habías dicho que te ha ocurrido algo con el coche.
—Por desgracia, puedes averiguar lo que me pasó leyendo simplemente los periódicos. —Sherman abrió su attaché y sacó un sobre de Pierce & Pierce, extrajo de él su ejemplar del City Light, lo abrió por la página tres, y lo dejó sobre el escritorio—. La noticia de la parte inferior de la página.
Freddy cogió el diario con la mano izquierda, mientras con la derecha apagaba el pitillo en un cenicero Lalique en cuyo borde asomaba la cabeza de un león. Esa misma mano buscó a continuación el pañuelo de seda blanca que descuidada, voluptuosamente, colgaba del bolsillo superior de su americana, y lo sacó, acompañado de unas gafas de montura de carey. Dejó el periódico en la mesa, y se puso las gafas con ambas manos. Del bolsillo interior izquierdo de la americana sacó a continuación una pitillera de plata y marfil, la abrió, y cogió uno de los cigarrillos sujetos por un clip de plata. Golpeó uno de sus extremos contra la misma pitillera, lo encendió con un delgado mechero de plata, cogió de nuevo el periódico, y empezó a leerlo; o, mejor dicho, a leerlo y fumar. Con la vista fija en el periódico, acercó el pitillo a sus labios en posición vela, entre el pulgar y el índice, inhaló profundamente, hizo un rápido movimiento con los dedos y… ¡bingo! El pitillo reapareció entre los nudillos del índice y el corazón. Sherman estaba pasmado. ¿Cómo lo había hecho? Luego se enfureció. ¡Y ahora se pone a hacer juegos de manos con el pitillo… justo cuando yo estoy en plena crisis!
Freddy terminó la lectura de la noticia, dejó el pitillo en el cenicero de cristal tallado, se quitó las gafas y volvió a meterlas con el lustroso pañuelo de seda blanco en el bolsillo exterior de su americana, y cogió el pitillo e inhaló de nuevo profundamente.
Sherman, casi escupiendo las palabras:
—Ese coche al que se refiere es el mío.
La ira de su entonación sorprendió a Freddy. Mojigatamente, casi de puntillas, el abogado contestó:
—¿Tienes un Mercedes con la matrícula que empieza por R… por R-no-sé-qué?
—Exactamente. —Entre dientes.
—Bueno… —El abogado estaba muy confundido—. ¿Te importa contarme lo que ocurrió?
Sólo cuando Freddy hubo pronunciado estas palabras comprendió Sherman que se moría de ganas de hacerlo. ¡Se moría de ganas de confesar… ante quien fuera! ¡Quien fuera! ¡Incluso ante este gimnasta de la nicotina, ante este ridículo homosexual que, además, era socio de su padre! Jamás había visto tan claramente a Freddy. Ahora, por fin, sabía a qué atenerse. Freddy era el clásico tontorrón con buenos modales hacia el que los bufetes de Wall Street desviaban todos los asuntos de viudas y herederos, gente como él mismo, personas, en fin, con mucho más dinero que problemas. No obstante, era el único confesor que tenía a mano.
—Tengo una amiga que se llama Maria Ruskin —dijo Sherman—. Está casada con un tal Arthur Ruskin, un tipo que ha ganado montones de dinero en Dios sabe qué negocios.
—He oído hablar de él —dijo Freddy.
—Bien. Yo… —Sherman se interrumpió. No sabía cómo expresarlo—. Bueno… Mrs. Ruskin y yo hemos estado viéndonos bastante a menudo… —Hizo un puchero con los labios y se quedó mirando a Freddy. El mensaje no dicho era: «Sí, justo lo que imaginas. Se trata precisamente de la más pura y jodida lujuria.»
Freddy asintió con la cabeza.
Sherman vaciló una vez más, pero finalmente se zambulló en el relato y le dio todos los detalles de su incursión automovilística por el Bronx. Estudió el rostro de Freddy, tratando de encontrar signos de desaprobación o, peor incluso, ¡de disfrute! Mas no detectó nada que no fuera una amistosa preocupación puntuada por anillos de humo. Pero Sherman ya no estaba resentido contra él. ¡Qué alivio! ¡Por fin reventaba el grano y salía a presión todo el pus! ¡Mi confesor!
Mientras iba contando la historia, se fijó en otro detalle: le embargaba una alegría irracional. Él era el protagonista de aquella narración tan emocionante. De nuevo se enorgulleció —¡un orgullo estúpido!— de haber peleado en plena selva, de haber salido victorioso de la batalla. Por fin había subido al escenario. ¡Por fin él era la estrella! La expresión de Freddy había ido evolucionando. Primero amistosa, luego preocupada… finalmente, ¡puro éxtasis!
—Y bien, aquí estoy —dijo Sherman a modo de conclusión—. No se me ocurre qué hacer. Ojalá hubiese ido a la policía inmediatamente.
Freddy se recostó en el respaldo de su asiento, desvió la vista e inhaló el humo de su pitillo. Luego volvió a mirarle y le sonrió de forma tranquilizadora.
—Bien, por lo que me has contado, tú no eres responsable de las heridas que pueda tener ese joven. —Mientras hablaba, el humo iba saliendo en leves chorros de entre sus labios. Hacia muchos años que Sherman no veía hacer eso—. Es posible que tengas ciertas obligaciones, en tu calidad de propietario del vehículo, obligación, por ejemplo, de informar del accidente, y también puede que exista algún problema derivado del hecho de haberle negado tu auxilio al herido. Tendré que echarle una ojeada a la legislación. Imagino que podrían demandarte por violencia, me refiero a lo de haber arrojado el neumático contra el otro, pero no creo que con eso puedan ir muy lejos, por la sencilla razón de que tenías motivos suficientes como para creer que tu vida estaba en peligro. De hecho, no es una circunstancia tan infrecuenre como quizá hayas creído. ¿Conoces a Clinton Danforth?
—No.
—Es el presidente del consejo de Danco. Le representé en un pleito contra el Club Automovilístico de Nueva York, si no lo recuerdo mal. Él y su esposa, ¿no conoces a Clinton ni de vista?
¿De vista?
—No.
—Muy buen aspecto. Parece uno de esos capitalistas que sacaban antiguamente en las tiras cómicas, con sombrero de copa. En fin, una noche, Clinton y su mujer regresaban en coche a su casa…
Y se embarcó en una anécdota relacionada con una avería que tuvo el coche de su ilustre cliente en pleno Ozone Park, en Queens. Sherman estudió sus palabras, tratando de encontrar en ellas algún rayo de esperanza para su propio caso. Hasta que comprendió que aquello no era más que un reflejo condicionado de Freddy, su actitud normal de trabajo. Lo esencial del gran personaje de la alta sociedad consistía en saber contar siempre entretenidas anécdotas, preferiblemente protagonizadas por gente bien. Tras un cuarto de siglo en el bufete, seguramente ésta era la primera vez en que Freddy tenía que habérselas con un caso ocurrido en las calles de Nueva York.
—… un negro con un perro policía sujeto con una correa…
—Freddy. —Sherman volvía a hablar entre dientes—. No me importa en absoluto lo que le ocurriese a ese Danforth…
—¿Cómo? —Absolutamente confundido y hasta escandalizado.
—No tengo tiempo para anécdotas. Estoy metido en un lío.
—Oh, disculpa. Lo siento. —Freddy habló suave, cansinamente. Y también en un tono algo triste, como si se enfrentara a algún lunático que parecía estar a punto de perder los estribos—. En realidad sólo trataba de mostrarte…
—Olvídate de eso. Apaga el pitillo y dame tu opinión.
Sin apartar la vista del rostro de Sherman, Freddy apagó el pitillo en el cenicero Lalique.
—De acuerdo. Te daré mi opinión.
—No pretendía ser brusco, Freddy, por Dios.
—Ya lo sé, Sherman.
—Fuma si quieres, por favor, pero vayamos al grano.
Las manos de Freddy aletearon para indicar que lo de fumar no tenía importancia.
—De acuerdo —dijo Freddy—. Así veo yo las cosas. Me parece que no tienes nada que temer respecto al aspecto más grave de este caso, me refiero a las heridas sufridas por ese joven. Es concebible que te demanden por haber abandonado el lugar del accidente y por no habérselo notificado a la policía. Ya te digo, lo estudiaré detenidamente. Pero no creo que haya ningún problema grave por ese lado, suponiendo que podamos demostrar la secuencia de acontecimientos tal como me los has contado a mí.
—¿Qué quieres decir con «demostrar»?
—Mira, lo que más me preocupa de lo que he leído en el periódico es que no coincide en casi nada con lo que tú me has contado.
—¡Ya lo sé! —dijo Sherman—. Ahí no dicen nada del otro… el tipo que se me acercó al principio. Tampoco dicen nada de la barricada, ni de la rampa. Dicen que el accidente fue en el Bruckner Boulevard. Y no ocurrió en el Bruckner ni en ningún otro bulevar. Y encima se inventan que ese chico es un magnífico estudiante… un santo de la negritud… y dicen que iba simplemente andando por la calle, sin meterse con nadie, cuando algún millonario que conducía un coche deportivo le atropelló y se dio a la fuga. ¡Están chiflados! Venga a decir que se trata de un coche de lujo, cuando no es más que un Mercedes. Por Dios, pero si hoy en día un Mercedes es lo mismo que un Buick de hace unos cuantos años…
La enarcada ceja de Freddy decía: «No es exactamente lo mismo.» Pero Sherman insistió:
—Quiero preguntarte una cosa, Freddy. El hecho de que… —Iba a decir «Maria Ruskin», pero no quiso que su abogado creyese que sólo pretendía sacudirse la culpa de encima— …el hecho de que no fuera yo quién conducía en el momento del accidente… ¿me excluye completamente desde el punto de vista legal?
—Me parece que sí, al menos en lo relativo a las heridas que sufrió ese joven. Ya te digo, quiero estudiarlo detenidamente antes de pronunciarme. Por otro lado, yo también quisiera hacerte una pregunta. ¿Cuál es la versión que da tu amiga, Maria Ruskin, de lo sucedido?
—¿Su versión?
—Sí. ¿Cómo dice ella que resultó herido el chico ese? ¿Admite que era ella la que conducía?
—¿Cómo que si lo admite? La que conducía era ella.
—Ya, pero supongamos que teme que le caiga una acusación grave si afirma que la que conducía era ella. ¿Qué diría entonces?
Sherman se quedó un momento sin habla.
—Bueno, no creo que Maria Ruskin fuese a… —Mentir era la palabra que iba a pronunciar Sherman, pero no llegó a hacerlo. De hecho, no era absolutamente impensable que… La sola idea le escandalizó—. Mira… lo único que puedo decirte es que cada vez que hemos hablado del asunto, ella ha dicho lo mismo: «Al fin y al cabo, la que conducía era yo.» Cuando insinué por vez primera que fuésemos a la policía, casi inmediatamente después de que ocurriera el accidente, ella dijo precisamente esto: «La que conducía era yo. Soy yo quien tiene que decidirlo.» En fin, claro que puede ocurrir cualquier cosa, pero… Dios Santo…
—No pretendo sembrar la duda, Sherman. Sólo quiero asegurarme de que comprendas que la única persona que podría corroborar tu versión de los hechos es ella… y que ella arriesga bastante si corrobora tu versión.
Sherman se hundió en su asiento. La voluptuosa guerrera que había combatido con él en la selva y que, luego, con la piel reluciente, había hecho el amor con él en el suelo…
—De modo que si voy a la policía—, dijo Sherman—, y cuento lo que ocurrió, pero resulta que ella no confirma mis palabras, me encontraré en un aprieto peor que el de ahora, ¿no es eso?
—Es una posibilidad. Mira, no insinúo que ella vaya a dar otra versión. Sólo quiero que sepas… en dónde estás.
—¿Qué crees que tendría que hacer, Freddy?
—¿Con quién has hablado de esto hasta ahora?
—Con nadie. Sólo contigo.
—¿Le has dicho algo a judy?
—No. A Judy menos que a nadie. Esa es la verdad.
—Bien, de momento será mejor que no se lo comentes a nadie, ni siquiera a Judy, a no ser que te sientas impulsado a hacerlo. Pero incluso en ese caso, si llegaras a decírselo, tendrías que explicarle claramente hasta qué punto es importante la mayor reserva. Te asombraría saber cuántas cosas pueden ser utilizadas en contra de ti, en caso de que alguien quisiera hacerlo. Ha ocurrido muchas veces, demasiadas.
Sherman no estaba muy seguro de lo que Freddy estaba diciéndole, pero, de todos modos, asintió con la cabeza.
—Entretanto, y con tu permiso, consultaré el caso con otro abogado. Un amigo mío que está especializado en esta clase de asuntos. —No será alguien de Dunning Sponget…
—No.
—Porque detestaría que este condenado asunto fuese la comidilla de todo el bufete.
—No te preocupes. Se trata de otro bufete.
—¿Cuál?
—Dershkin, Bellavita, Fishbein y Schiossel.
Aquel torrente de sílabas era como un tufo de mal aliento.
—¿Qué clase de bufete es ése?
—Trabajan en todos los campos, pero son especialmente conocidos como criminalistas.
—¿Criminalistas?
—No te preocupes. —Freddy esbozó una sonrisa—. Los criminalistas también pueden ayudar a personas que no son criminales. No será la primera vez que utilicemos los servicios de ese colega. Se llama Thomas Killian. Muy brillante. Tiene más o menos tu edad. Fue a Yale, de hecho. Bueno, a la facultad de derecho. Es la primera vez en la historia que un irlandés logró graduarse en la facultad de derecho de Yale, y es el único graduado de esa facultad que se ha especializado como criminalista. Bueno, estoy exagerando, claro.
Sherman volvió a hundirse en su asiento, y trató de conseguir que el término criminalista se posara en su ánimo. Freddy, por su parte, tras haber comprobado que volvía a ser El Abogado, que tenía la sartén por el mango, sacó su pitillera de plata y marfil, extrajo un Senior Service de debajo del clip de plata, golpeó uno de sus extremos contra la pitillera, lo encendió, e inhaló con profunda satisfacción.
—Quiero consultarle a él —dijo Freddy—, en especial porque, a juzgar por la noticia que trae el periódico, este caso va a tener connotaciones políticas. Tommy Killian nos proporcionará un análisis mucho más ajustado.
—¿Dershkin, Noséqué y Schloffel?
—Dershkin, Bellavita, Fishbein y Schiossel —dijo Freddy—. Tres judíos y un italiano. Tommy Killian es irlandés. Déjame que te diga una cosa, Sherman. El ejercicio de la abogacía está muy especializado en esta ciudad. Es como si hubiese una multitud de… clanes… Te daré un ejemplo. Si me demandasen a mí por un caso de conducción negligente de mi automóvil, jamás en la vida querría que me representase nadie de Dunning Sponget. Iría más bien a ponerme en manos de uno de esos abogados de la parte baja de Broadway, porque ellos se dedican exclusivamente a eso. Están en el peldaño más bajo de la profesión, desde luego. Son los Bellavita y los Schiossel, tipos toscos, desagradables, mugrientos… Ni siquiera te imaginas el aspecto que tienen. Pero es a ellos a quienes yo acudiría. Porque conocen a todos los jueces, secretarios y demás abogados… Saben cómo se negocia un trato y cómo se evita un juicio. Si en uno de esos casos apareciese alguien de Dunning Sponget, alguien que se apellidara Bradshaw o Farnsworth, le harían sabotaje, no le permitirían dar ni un solo paso. Y en el mundo de los criminalistas ocurre lo mismo. Los abogados criminalistas no son precisamente el bout en train, pero en determinados casos hay que usar sus servicios. Y, dada tu situación, Tommy Killian es una buena elección.
—Por Dios —dijo Sherman. De todo lo que le había dicho Freddy, sólo recordaba una palabra: criminalista.
—¡No te deprimas, Sherman!
criminalista.
Una vez de regreso en la sala de bonos de Pierce & Pierce, Muriel le lanzó una mirada desagradable.
—¿Dónde te habías metido, Sherman? He estado intentando localizarte.
—Estaba en… —empezó a repetir la mentira, con algunas adiciones que podían hacerla más plausible, pero al ver la expresión de la ayudante de ventas comprendió que lo mejor sería callarse—. ¿Qué ocurre?
—Justo después de que te fueras ha salido una nueva emisión, 200 millones de Fidelity Mutual. He llamado a Polsek & Fragner, pero no estabas allí, y me han dicho que no te esperaban. Arnold está furioso, Sherman. Dice que quiere verte en cuanto llegues.
—Ahora mismo iré.
Dio media vuelta para irse.
—Espera un momento —dijo Muriel—. El tipo ese de París también ha estado tratando de localizarte. Ha llamado unas cuatro veces. Mr. Levy. Dice que le habías dicho que le volverías a telefonear. Y que te dijera que noventa y tres. «Definitivo», ha dicho. Dice que tú ya sabes de qué va.