11. Las palabras en el suelo

La bolsa de París, la Bourse, sólo estaba abierta dos horas diarias, de una a tres de la tarde, es decir de siete a nueve de la mañana según el horario de Nueva York. De modo que, el lunes, Sherman llegó a las oficinas de Pierce & Pierce a las seis y media de la mañana. Ahora ya eran las siete y media, y Sherman estaba sentado a su mesa, con el teléfono en la oreja izquierda y su pie derecho sobre la caja de limpiabotas de Felix.

A esa hota ya resonaban en la sala los aullidos de todos aquellos jóvenes que luchaban por ganar dinero, pues el mercado estaba haciéndose cada vez más internacional. Frente a Sherman se encontraba el joven señorito de la Pampa, Argüello, con el reléfono aplicado a la oreja derecha y la mano izquierda tapando su oreja izquierda, hablando, casi seguro, con Tokio. Cuando Sherman llegó, él llevaba ya doce horas trabajando en la venta de una tremenda cantidad de bonos del Tesoro norteamericano al servicio postal japonés. Sherman era incapaz de imaginar cómo se las había arreglado aquel jovencillo para meterle mano a semejante negocio, pero ahí estaba. La bolsa de Tokio permanecía abierra de las 7'30 de la tarde hasta las 4 de la madrugada, hora de Nueva York. Argüello se había puesto unos tirantes de paracaidista, con imágenes de Tweety Pie, el personaje de la tira cómica, pero eso no importaba. Al fin y al cabo, estaba trabajando, y Sherman se encontraba en paz con él y con el mundo.

Felix, encorvado, le sacaba brillo al zapato derecho de Sherman, una suerte de abarca de New & Lingwood, con un trapo especial. A Sherman le gustaba que, al alzar un poco el pie, se le flexionara la pierna hasta tensar los músculos y marcarlos en la pernera del pantalón. Así se sentía muy atlético. Y le gustaba ver al limpiabotas encorvado, con la espalda convertida en un caparazón, como si envolviera el zapato con todo su cuerpo y toda su alma. La coronilla de Felix, apenas a un palmo de la altura de sus ojos, tenía una perfecta corona de calvicie color caramelo, lo cual era curioso, pues alrededor de ese hueco su pelo era espeso y parecía sano. A Sherman le gustaba esa perfecta corona calva. Felix era un tipo útil, ridículo, en absoluto joven, resentido, y agudo.

Junto a su caja de limpiabotas, Felix había dejado un ejemplar del City Light, abierto, a fin de ir leyéndolo mientras trabajaba. La página 2 contenía prácticamente todas las noticias internacionales del City Light. El titular de cabecera decía: UN BEBÉ SUFRE UNA CAÍDA DE SESENTA METROS, Y RESULTA ILESO. La noticia estaba fechada en Elaiochori, una población griega. Pero a Sherman le pareció muy bien. La prensa sensacionalista había dejado de resultarle amenazadora. Habían transcurrido cinco días sin que ninguno de los diarios mencionase ningún horrible accidente ocurrido en una rampa del Bronx. Había pasado lo que en su momento dijo Maria. Se habían visto arrastrados a una pelea en plena selva, habían combatido, habían ganado, y la selva jamás protesta por sus bajas.

Esta mañana, Sherman se había comprado solamente el Times en la tiendecita de Lexington. De hecho, las noticias que había leído trataban de los soviéticos, de Sri Lanka, de las refriegas internas de la Reserva Federal, y, en el curso del recorrido del taxi hasta la parte baja de Manhattan, ni siquiera había abierto la sección de noticias locales.

Tras una semana de terror, por fin podía concentrarse en los números verde radiactivo que se deslizaban por la pantalla negra. Podía concentrarse en el negocio que tenía entre manos… en los Giscard…

Bernard Levy, el francés de Traders Trust Co., con el que solía hacer transacciones, se encontraba ahora en Francia, llevando a cabo las últimas investigaciones preparatorias en torno a los Giscard. Una vez concluido su trabajo, Trader T comprometería en la operación 300 millones de dólares, y el contrato de compraventa sería enviado a una imprenta… las migajas… el despectivo término usado por Judy apareció en su mente y desapareció de nuevo… migajas… ¿Y qué…? Eran migajas de oro… Se concentró en la voz de Levy, que le hablaba desde el otro extremo de la carambola vía satélite:

—De modo que, mira, Sherman, el problema es éste: los datos de la deuda exterior que acaba de publicar aquí el gobierno han puesto a todo el mundo de uñas. El franco está bajando, y por fuerza seguirá bajando, y al mismo tiempo, bueno, ya sabes, el oro también baja, aunque sea por motivos diferentes. La cuestión es saber en qué nivel tocará fondo, y cuándo…

Sherman se limitó a dejarle hablar. No era raro que la gente se pusiera nerviosa antes de comprometer una cifra de 300 millones de dólares en una operación. Sherman llevaba hablando con Bernard diariamente desde hacía ya seis semanas, y casi no recordaba ya su cara. Mi donut francés, pensó; e inmediatamente comprendió que era el chiste de Rawlie Thorpe, el chiste producido por el escepticismo, el sarcasmo, el nihilismo, el pesimismo de Rawlie, todo lo cual se podía resumir en una sola expresión, la debilidad de Rawlie, de modo que borró de su mente la palabra donut del mismo modo que había borrado la palabra migajas. Esta mañana se sentía otra vez del lado de la fuerza, del lado del Destino. Estaba casi a punto de permitirse… otra vez… sí, el Amo del Universo… Los aullidos de los jóvenes titanes atronaban el ambiente a su alrededor…

—Estoy en dieciséis, diecisiete. ¿Qué quiere hacer tu cliente?

—¡Cómprame veinticinco de los diez-años!

—¡Vendo!

…y de nuevo le sonó a música. Felix frotaba el cuero del zapato con su trapo, dándole brillo. A Sherman le gustó notar la presión del trapo sobre sus metatarsianos. Era como un leve masaje para su ego, pensándolo bien: sí, este hombre enorme, encorvado a sus pies, frotándole el zapato con su trapo, con su perfecta corona calva en la cúspide de su cráneo, ignorante de las palancas que Sherman podía accionar, unas palancas capaces de mover un país entero de otro continente, y sin hacer otra cosa que enviar unas cuantas palabras a través del satélite.

—El franco no representa ningún problema —le dijo a Bernard—. Podemos montar una operación de cobertura hasta el próximo enero, o a largo plazo, o hacer ambas cosas.

Notó que Felix le daba unos golpecitos en el pie derecho. Levantó el pie, y Felix se lo cogió y lo colocó a un lado de su caja; luego, Sherman alzó su poderosa y atlética pierna izquierda y apoyó el pie izquierdo en el estribo metálico de la caja de limpiabotas. Felix volvió otra página del diario, lo dobló por la mirad, y lo dejó en el suelo junto a la caja, para en seguida ponerse a trabajar en el otro New & Lingwood.

—Sí, pero las coberturas se pagan —dijo Bernard—, y desde el primer momento hablamos de hacer la operación sólo con el cielo perfectamente despejado y…

Sherman intentó imaginarse a su donut, Bernard, sentado en una oficina en uno de esos pequeños edificios modernos que suelen construir los franceses, con cientos de coches pequeños pegados los unos a los otros y haciendo sonar sus ridiculas bocinas abajo, en la calle… abajo… y su mirada cayó casualmente en el periódico que estaba abajo, en el suelo…

Se le puso la carne de gallina en los brazos. En lo alto de la página, la tercera página del City Light, un titular decía:

LA MADRE DE UN DESTACADO ALUMNO DE INSTITUTO ACUSA:

LA POLICÍA SE CRUZA DE BRAZOS

Sobre el titular, en letra más pequeña subrayada por una línea negra: Mientras el joven atropellado está en puertas de la muerte. Más abajo, Exclusiva del City Light. Y más abajo aún: Por Peter Fallow. Y debajo del nombre, a una columna, aparecía una foto, el rostro de un joven y sonriente negro, pulcramente vestido con americana oscura, camisa blanca y corbata listada. Su rostro delgado y delicado sonreía.

—Creo que lo más sensato sería averiguar en qué nivel tocará fondo —dijo Bernard.

—Bien, creo que exageras el… hum, el… hum… —¡Esa cara!— El… hum, el… —¡Esa cara delicada y delgada, esa cara que aquí aparece con camisa y corbata! ¡Un joven estudiante!—, el hum, el problema.

—Ojalá —dijo Bernard—. De todos modos, esperar un poco no va a perjudicarnos.

—¿Esperar? —¡Eh! ¿Necesita ayuda? ¡Esa cara asustada, delicada! ¡La cara de un buen chico! ¿Qué había dicho Bernard? ¿Esperar?—. No lo entiendo, Bernard. ¡Lo tenemos todo a punto!

Sherman no había tenido intención de subrayar tanto su frase. No había querido sonar tan apremiante. Pero sus ojos estaban clavados en la página abierta en el suelo.

Tratando de reprimir las lágrimas, una viuda del Bronx declaró ayer al City Light que su hijo de dieciocho años, brillante alumno de instituto, fue atropellado por un sedán de lujo que avanzaba por la calle a toda velocidad, y dijo que la policía y la Oficina del Fiscal de Distrito del Bronx se habían cruzado de brazos y se negaban a investigar el caso.

Mrs. Annie Lamb, oficinista del departamento de Matrimonios del Ayuntamiento, dijo que su hijo Henry, de dieciocho años, un estudiante brillantísimo que está a punto de terminar la enseñanza media en el Instituto Coronel Jacob Ruppert, pudo darle parte de la matrícula del coche, un Mercedes-Benz, antes de caer en coma.

«Pero el funcionario de la Oficina del Fiscal de Distrito dijo que esta información era inútil», dijo Mrs. Lamb, pues, según alegó el funcionario, el muchacho es el único testigo del accidente, al menos hasta ahora.

Los médicos del Lincoln Hospital han declarado que el coma es «probablemente irreversible» y dicen que el estado del joven Henry Lamb es «grave».

Lamb y su madre viven en los bloques de protección oficial Edgar Allan Poe, en el Bronx. El joven, que, según sus vecinos y profesores, es «un muchacho ejemplar», tenía que ingresar el próximo otoño en la universidad.

El profesor de literatura de Henry Lamb en el instituto, Zane J. Rifkind, declaró al City Light: «Es una tragedia. Henry forma parte de esa notable y pequeña proporción de alumnos que han demostrado ser capaces de superar los múltiples obstáculos que la vida del South Bronx interpone en su camino, y de estudiar con provecho, pese a las muchas dificultades que amenazan con malograr su talento y su futuro. Sólo cabe preguntarse de qué habría sido capaz en la universidad.»

Mrs. Lamb dijo que su hijo salió del apartamento familiar a media tarde del martes pasado. Al parecer iba a comprar comida. Cuando cruzaba el Bruckner Boulevard, dijo Mrs. Lamb, fue atropellado por un Mercedes-Benz en el que iban un hombre y una mujer, blancos los dos. El coche ni siquiera se detuvo. Se trata de un barrio cuyos vecinos son predominantemente negros e hispanos.

Henry Lamb logró llegar al hospital, pero el departamento de urgencias, tras curarle una rotura de muñeca, le dio de alta. A la mañana siguiente dijo tener un fuerte dolor de cabeza y sentir mareo. Perdió por completo la conciencia cuando ya había sido ingresado en urgencias, y el parte médico afirma que sufrió una conmoción subdural.

Milton Lubell, portavoz del fiscal de distrito del Bronx, Abe Weiss, dijo que dos inspectores y un vicefiscal habían interrogado a Mrs. Lamb, y que «se está llevando a cabo una investigación». Añadió, sin embargo, que en Nueva York hay 2.500 Mercedes-Benz cuya matrícula empieza por R, la letra facilitada por Mrs. Lamb. Según ella, su hijo creía que la segunda letra era una E, F, B, P, o R. «Incluso suponiendo que la segunda letra sea una de las que llegó a mencionar el joven —dijo Lubell—, la cifra todavía sigue siendo altísima, unos quinientos coches…»

RF-Mercedes-Benz: los datos en las páginas de un millón de ejemplares de aquel diario. Y la noticia atravesó el plexo solar de Sherman como una terrible vibración. Su matrícula empezaba por las letras RFH. Horriblemente sediento de noticias del espantoso destino que estaba cayéndole encima, siguió leyendo:

y ni siquiera tenemos la descripción del conductor, y tampoco hay testigos, y…

Eso fue todo lo que alcanzó a leer. Felix había doblado el periódico por la mitad y lo demás estaba en la parte inferior de la página. Un incendio barría su cerebro. Se moría de ganas de agacharse y darle la vuelta al periódico, y se moría de ganas de no tener que saber nunca qué más le revelaría esa información. Entretanto, la voz de Bernard Levy seguía ronroneando desde el otro lado del océano, tras rebotar en un satélite de comunicaciones de la AT&T.

—… hablamos de noventa y seis, si te refieres a ese nivel cuando hablas de «estabilizado». Pero esto empieza a parecer bastante caro porque…

¿Caro? ¿Noventa y seis? ¡No dice nada del otro chico! ¡No dice nada de ninguna rampa, de ninguna barricada, de ningún intento de atraco! ¡El precio quedó fijado y acordado desde el principio! ¿Cómo se le ocurría volver a discutirlo? Pero quizá… ¡no hubo intento de atraco! Sherman había pagado un precio promedio de noventa y cuatro por esos bonos. ¡Un beneficio de sólo dos puntos! ¡No podía rebajarlo! ¡Y que este muchacho de aspecto bondadoso se esté muriendo! ¡Mi coche! ¡Tengo que concentrarme en… los Giscard! La operación no debe fallar. No puede fallar, después de tanto tiempo… Y el tabloide parecía hervir en el suelo.

—Bernard —se le había secado la boca—, escúchame, Bernard…

—¿sí?

Aunque quizá, si bajara el pie del estribo…

—¿Félix? ¡Félix!

Felix no parecía oírle. La perfecta corona calva color caramelo de su cabeza seguía moviéndose de un lado para otro mientras le sacaba brillo a su zapato New & Lingwood.

—¡Félix!

—¡Eh, Sherman! ¿Qué decías?

En su oído, la voz del donut francés, sentado sobre 300 millones de bonos con aval oro; en sus ojos, la coronilla de un negro sentado a sus pies. —Disculpa, Bernard… Un instante… ¡Félix! —¿Félix, decías?

—¡No, Bernard! Espera un momento… ¡Félix!

Felix dejó de sacarle brillo al zapato y alzó la vista.

—Lo siento, Felix, necesito estirar la pierna un momento.

El donut francés:

—Oye, Sherman, no entiendo qué dices…

Sherman levantó el pie del estribo y extendió la pierna con mucho aparato, como si se le hubiese quedado dormida.

—¿Sherman, sigues ahí?

—¡Sí! Discúlpame un momento, Bernard.

Tal como Sherman imaginaba, Felix aprovechó esta oportunidad para volver el diario y leer así la mitad inferior de la página. Sherman apoyó de nuevo el pie en el estribo, Felix se encorvó otra vez sobre el zapato, y Sherman bajó un poco la cabeza hasta enfocar las letras de la página. De hecho, inclinó la cabeza hasta acercársela tanto a la de Felix, que éste alzó la vista. Sherman retrocedió un poco y sonrió.

—¡Perdón! —dijo.

—¿Has dicho perdón? —dijo Bernard.

—Disculpa, Bernard, hablaba con otra persona.

Felix hizo un gesto desaprobador, pero volvió a su trabajo.

—¿«Disculpa»? —repitió el donut francés, que seguía sin entender nada.

—No importa, Bernard. Estaba hablando con otra persona.

Lentamente, Sherman volvió a bajar la cabeza y fijó la vista en la letra impresa.

…nadie, ni siquiera el desdichado joven, puede explicarnos qué fue exactamente lo que pasó.»

—Sherman, ¿sigues ahí? Sherman…

—Sí, Bernard, lo siento. Huuum… ¿puedes repetirme lo que estabas diciendo sobre el precio? Porque, en realidad, en eso ya habíamos llegado a un acuerdo. ¡Hace semanas que nos habíamos puesto de acuerdo!

—¿Repetir?

—Si no te importa… Es que me han interrumpido.

Un gran suspiro procedente de Europa, vía satélite.

—Te decía que hemos pasado de una situación estable a una situación bastante inestable. Ya no podemos hacer extrapolaciones de las cifras con las que contábamos al principio, cuando nos propusiste esa operación…

Sherman trató de prestar atención a ambas cosas simultáneamente, pero al poco rato las palabras del francés se convirtieron en una monótona llovizna, una llovizna vía satélite, mientras él se dedicaba a devorar la letra impresa que alcanzaba a ver por encima de la cabeza del limpiabotas:

Pero el reverendo Reginald Bacon, presidente de Solidaridad de Todos los Pueblos, una organización con base en Harlem, ha dicho que esto era «la vieja historia de siempre. La vida humana, cuando se trata de la vida de los negros o de los hispanos, carece casi totalmente de valor para la estructura del poder. Si el chico hubiera sido blanco, si le hubiesen atropellado en Park Avenue, y si el conductor del coche hubiera sido negro, no estarían ahora entreteniéndose con estadísticas ni con obstáculos legales.»

Por otro lado, el reverendo Reginald Bacon dijo que era «un escándalo» que el hospital no diagnosticara la conmoción cerebral de Henry Lamb desde el primer momento, y ha exigido una investigación al respecto.

Entretanto, los vecinos han acudido al pequeño y pulcro apartamento de Mrs. Lamb para consolarla en esta nueva tragedia sufrida por su familia.

«El padre de Henry fue asesinado aquí mismo, hace seis años», declaró Mrs. Lamb al City Light, señalando a través de una ventana que da a la entrada del grupo de bloques Edgar Allan Poe. Monroe Lamb, que tenía entonces 36 años, fue asesinado a tiros por un atracador, cuando regresaba una noche de su trabajo de reparador de sistemas de aire acondicionado.

«Si pierdo rambién a Henry, para mí será el final, y a nadie le va a importar —dijo Mrs. Lamb—. La policía jamás llegó a encontrar al asesino de mi esposo, y ahora ni siquiera quiere buscar a la persona que le hizo eso a Henry.»

El reverendo Bacon declaró sin embargo que presionará a las autoridades hasta que éstas actúen. «Si la estructura de poder pretende decirnos que no le importa lo que nos ocurra, ni siquiera lo que pueda ocurrirle a uno de nuestros mejores jóvenes, los que son la esperanza de estos barrios, ha llegado el momento de transmitirle a la estructura de poder un mensaje muy claro: Vuestros nombres, les vamos a decir, no están grabados en unas tablas que alguien bajó de la montaña. Se acercan las elecciones, y vais a ser sustituidos por otros.»

Abe Weiss, fiscal del distrito, se enfrenta a un duro rival en las primarias del Partido Demócrata, que se celebrarán el próximo diciembre. El diputado del congreso estatal de Nueva York, Robert Santiago, cuenta con el respaldo del reverendo Bacon, del diputado Joseph Leonard, y de otros líderes negros, así como con el de los líderes portorriqueños de las zonas sur y central del Bronx.

—…de modo que lo que yo digo es que habría que dejarlo reposar unas semanas, dejar que se posen las partículas. Para entonces ya sabremos en que nivel tocarán fondo. Sabremos si los precios acordados son o no realistas. Sabremos…

De repente Sherman comprendió qué estaba diciéndole aquel franchute asustado. Pero él no podía esperar, y menos con esa amenaza pesando sobre su cabeza, necesitaba un gran contrato, un contrato impreso con todos los honores, y lo necesitaba ahora, ¡ahora!

—Bernard, escúchame tú ahora. No podemos esperar. Hemos pasado mucho tiempo organizando este proyecto. No hace ninguna falta que esperemos más. Ya está todo dispuesto. ¡Tenemos que actuar ahora mismo! ¡Tenemos que reunir fuerzas y actúar! ¡Ya hemos discutido todo eso que dices hace mucho tiempo! Lo que les ocurra al franco francés o al oro hoy o mañana, en el día a día, no tiene ninguna importancia.

Mientras hablaba, notó el tono fatalmente apremiante de sus palabras. Y, en Wall Street, un vendedor que perdiese la calma era un vendedor muerto. ¡Lo sabía! Pero no podía refrenarse…

—No puedo cerrar los ojos, y eso es lo que tú me pides, Sherman.

—Nadie te lo pide. —Zoc. Un golpe leve. Un chico alto y delicado, ¡un buen estudiante! Aquella idea terrible se apoderó de toda su conciencia: en realidad no eran más que un par de chicos bien intencionados que trataban de ayudarnos… La rampa, la oscuridad… Pero ¿y el otro, y el más fuerte? No decía nada del otro chico… No decía nada de la rampa… Eso no tenía sentido… Quizá no fuese más que una coincidencia… otro Mercedes… R… dos mil quinientos Mercedes cuya matrícula empieza por R…

Pero ¿también en el Bronx? ¿Y la misma tarde?

De nuevo le caló hasta el fondo lo horrible de la situación.

—Lo siento, pero una operación de esta magnitud exige cierta prudencia, Sherman. No quedará otro remedio que seguir empollando los huevos algún tiempo más.

—¿Qué dices? ¿Cuánto tiempo es eso de «algún tiempo más»? —¿Estaban en condiciones de revisar uno por uno esos dos mil quinientos Mercedes?

—Pues la semana próxima, o la otra. Yo diría que, como máximo, tres semanas.

—¡Tres semanas!

—Piensa que, por otro lado, se nos vienen encima unas cuantas emisiones nuevas, de las más grandes, y eso no hay modo de evitarlo.

—¡No puedo esperar tres semanas, Bernard! Vamos a ver, apenas si has mencionado unos cuantos problemas secundarios… ¡Y son problemas que te resolví hace tiempo! ¡Eso no son ni siquiera problemas! ¡Ya te he cubierto frente a todas esas eventualidades! ¡Maldita sea, actúa de una vez! ¡Ahora! ¡Tres semanas no te van a servir de nada!

En Wall Street, este tono estaba estrictamente fuera de lugar.

Una pausa. Y luego, otra vez la voz paciente del donut desde París, vía satélite:

—Sherman. Por favor. Cuando alguien se va a jugar 300 millones, jamás actúa con prisas.

—Pues claro que no. Por supuesto. Sólo que ya te he explicado…

Sherman sabía muy bien que tenía que abandonar esa actitud acalorada, apremiante, lo antes posible, que tenía que volver a convertirse en el hombre sereno y frío del piso cincuenta de Pierce & Pierce, el mismo Sherman con el que había tratado hasta ahora el donut francés de Trader T, una figura confiada y poderosa, pero… por fuerza tenía que ser su coche. ¡Seguro! ¡Un Mercedes RF, un hombre y una mujer, los dos blancos!

El incendio desató toda su furia en el interior de su cráneo. El negro seguía sacándole brillo a su zapato. El jaleo de la sala de bonos le cercó como una jauría de animales salvajes:

—¡Dice que acepta a seis! ¡Y tú me ofreces cinco!

—¡Vende! ¡La Reserva Federal está cambiando de actitud!

—¡La Reserva compra todos los cupones!

—¡Mierda, mierda, mierda! ¡Vende de una vez!

Todo era confusión en la Sala 62, bajo la presidencia del juez Jerome Meldnick. Detrás de la mesa del secretario, Kramer observó con divertido desprecio el asombro que reflejaba la cara de Meldnick. En lo alto del estrado, el ancho rostro paliducho del juez parecía un queso gouda. En estos momentos estaba inclinado hacia su asesor jurídico, Jonathan Steadman. Toda la preparación legal con la que Meldnick se enfrentaba a los casos que llegaban a su tribunal estaba contenida en los límites del cerebro de Steadman. Meldnick había trabajado como secretario general del sindicato de maestros, uno de los sindicatos más fuertes y sólidos que tenía el Partido Demócrata en todo el estado, y, de repente, el gobernador le nombró, en reconocimiento de su potencial jurídico y, sobre todo, de los años de trabajo en favor del partido, nada menos que magistrado de la Audiencia del condado. Pero Meldnick sólo había podido poner en práctica sus conocimientos de leyes durante la remota época en la que trabajó como chico de recados para un tío suyo que era abogado, un especialista en herencias y contratos inmobiliarios, instalado en un bufete que ocupaba dos pisos de una casa de Queens Boulevard.

Irving Bietelberg, defensor de un delincuente peligroso llamado Willie Francisco, se había puesto de puntillas al otro lado, y trataba de oír lo que Steadman le decía al juez. En cuanto al acusado, Francisco, un gordo de veintidós años con bigotillo delgado y camisa a listas rojas y blancas, también estaba en pie, y no paraba de gritarle a Bietelberg: «¡Eh! ¡Oiga! ¡Eh!» Tres guardias del juzgado habían tomado posiciones detrás y a ambos lados de Francisco, por si se excitaba más de la cuenta. De hecho, les hubiese encantado volarle la cabeza, pues Francisco se había cargado sin parpadear a un policía. El policía había logrado detenerle cuando Francisco salía a la carrera de una tienda de óptica, con unas gafas de sol Porsche en la mano. Las gafas de sol Porsche estaban muy de moda en la parte del Bronx conocida como Morrisiana, debido a que costaban 250 dólares, y a que llevaban el nombre Porsche grabado en letras blancas sobre el borde superior del cristal izquierdo. Willie Francisco había entrado en la óptica con una receta falsificada del seguro Medicaid para unas gafas, y anunció que quería unas Porsche. El dependiente le dijo que no se las podía dar, porque Medicaid no reembolsaría a la tienda unas gafas tan caras. De modo que Willie cogió las Porsche, salió corriendo, y le pegó un tiro al policía.

Era el típico caso de mierda, un caso que se podía resolver en un abrir y cerrar de ojos, y Jimmy Caughey no tendría que alzar siquiera la voz para ganarlo. El jurado se había retirado a deliberar la tarde anterior, y al cabo de seis horas reapareció sin veredicto. Esta mañana, Meldnick se encontraba «pasando lista» lentamente cuando le llegó el aviso de que el jurado ya tenía veredicto. Los miembros del jurado entraron en fila india, y su portavoz dijo que el veredicto era: culpable. Bietelberg, de acuerdo con la costumbre establecida, pidió que cada miembro del jurado expusiera públicamente su propio voto. «Culpable», «Culpable», «Culpable» dijeron todos, hasta que le llegó el turno a un blanco viejo y obeso, Lester McGuigan, que también dijo: «Culpable», pero que luego miró a los ojos de Willie Francisco, unos ojos desprovistos de sus Porsche, y añadió:

—No estoy completamente seguro, pero supongo que he de votar y así es como he votado.

Willie Francisco pegó un brinco y gritó «Juicio viciado de nulidad» antes incluso de que pudiese hacerlo Bietelberg; luego, todo fue una tremenda confusión. Meldnick llamó a Steadman, y así estaban las cosas en este momento. Jimmy Caughey no daba crédito a lo que veía. Los jurados del Bronx solían tener reacciones imprevisibles, pero Caughey había dado por supuesto que McGuigan era uno de sus puntos fuertes. No solamente era blanco, sino que era, además, irlandés. Pero McGuigan había resultado ser un viejo con mucho tiempo que perder, un hombre que pensaba más de la cuenta y que filosofaba demasiado acerca de todas las cosas, incluso acerca de tipos como Willie Francisco.

A Kramer le hizo reír la perplejidad de Meldnick, pero a Jimmy Caughey aquella circunstancia no le hizo la menor gracia. Kramer terminó, sin embargo, apiadándose de Jimmy. Él había llegado a la sala 62 para un caso tan de mierda como el de su colega, y se temía catástrofes parecidas. Kramer debía estar presente para escuchar la moción que iba a presentar el abogado Gerard Scalio en nombre de Jorge y Juan Terzio, unos hermanos, «un auténtico par de necios», que habían intentado atracar una tienda coreana de alimentación situada en Fordham Road, pero que no supieron qué teclas de la registradora debían pulsar para abrir el cajón, y acabaron conformándose con arrancarle un par de anillos a una cliente. Lo cual enfureció de tal modo a otro cliente, Charlie Esposito, que éste salió corriendo tras los hermanos, alcanzó a Jorge, le sujetó, le tumbó, y le dijo: «¿Sabes qué pienso de vosotros? Sois un auténtico par de necios.» A continuación Jorge se metió la mano en el bolsillo, sacó una pistola, y le pegó un tiro en pleno rostro, lo cual fue suficiente para acabar con su vida.

Un típico caso de mierda.

Mientras el escándalo crecía en intensidad y Jimmy Caughey ponía los ojos en blanco, absolutamente desesperado, Kramer se puso a pensar en escenas más alegres. Por fin, esa noche, se reuniría a solas con ella… con la chica del pintalabios marrón.

Muldowny's, ese restaurante del East Side, Tercera Avenida esquina Setenta y cinco… paredes de ladrillo visto, madera clara, latón, cristales emplomados, plantas colgantes… aspirantes a actriz esperando en las mesas… personajes famosos… pero con un ambiente informal, y no excesivamente caro, según lo que había oído contar… el bullir eléctrico de los jóvenes de Manhattan acostumbrados a… la Vida, la buena vida… una mesa para dos… Kramer mirando el rostro de la incomparable Miss Shelly Thomas…

Una vocecita tímida le dijo que no debía hacerlo, o que al menos no debía hacerlo aún. El caso había concluido, al menos en cuanto al juicio, y Herbert 92X había sido condenado, y el jurado había sido disuelto. De modo que, ¿qué daño hacía entrevistándose con un miembro del jurado para averiguar cómo habían ido las deliberaciones? Ninguno… Lo malo, claro, era que la sentencia no había sido confirmada todavía, de modo que, técnicamente, el caso no estaba cerrado. Lo más prudente sería esperar. Pero, entretanto, Miss Shelly Thomas podía… apagarse… olvidar la emoción de esos días en los que estuvo metida en el mundo de la criminalidad… alejarse del éxtasis producido por la magia de aquel joven y temerario vicefiscal de distrito, aquel pico de oro de potentes esternocleidomastoideos…

Una potente voz masculina le preguntó si pensaba pasarse toda la vida evitando los riesgos. Y Kramer enderezó los hombros. Iría a la cita. ¡Claro que sí! ¡Qué excitada le había parecido la voz de Miss Shelly Thomas! Casi como si hubiese estado esperando su llamada. En aquel momento ella se encontraba en las oficinas de cristal de la MTV en Prischer & Bolka, en el corazón mismo de la Vida, latiendo todavía al ritmo excitante de la dura selva del Bronx, emocionada aún por la fuerza de aquellos seres cuya virilidad les permitía enfrentarse a los depredadores… Kramer la veía… la veía… Cerró los ojos… Su espesa melena castaña, su rostro de alabastro, su pintalabios…

—¡Oiga, Kramer! —Abrió los ojos. Era el secretario—. Le llaman por teléfono.

Cogió el teléfono, que estaba en la mesa del secretario. En el estrado, Meldnick, ese queso gouda consternado, seguía haciendo capillitas con Steadman. Y Willie Francisco seguía gritando:

—¡Eh! ¡Oiga! ¡Eh!

—Aquí Kramer —dijo Kramer.

—Larry, soy Bernie. ¿Has visto la tercera página del City Light de hoy?

—No.

—Hay un reportaje en la página tres sobre el caso de Henry Lamb. Dice que la policía se está cruzando de brazos. Y dice que nosotros estamos haciendo lo mismo. Dice que le dijiste a Mrs. Lamb que la información que te dio era inútil. Es un reportaje muy destacado y amplio.

¡Qué!

—No menciona tu nombre. Sólo habla de «el funcionario de la Oficina del Fiscal de Distrito».

—¡Es una mentira repugnante, Bernie! ¡Le dije justamente lo contrario, no te jode! ¡Le dije que nos había dado una buena pista! Pero que con eso no bastaba para llevar adelante el caso.

—Pues, mira, Weiss está cabreadísimo. Está dándoles de patadas a las paredes. Milt Lubell baja aquí cada tres minutos. ¿Qué estás haciendo en este momento?

—Espero una moción relacionada con el caso de los hermanos Terzlo, ese par de necios. ¡El caso Lamb! joder. El otro día me dijo Milt que había llamado alguien, algún cabrón de inglés, que dijo ser del City Light… Pero, mierda, eso que me cuentas es escandaloso. Es un caso imposible. No hay modo de hacer nada. Supongo que lo entiendes, Bernie.

—Sí, bueno, pero escúchame bien. Consigue un aplazamiento del caso de los dos necios, y ven inmediatamente.

—No puedo. Meldnick está como siempre, con la cabeza entre las manos, y sin entender nada de nada. Un miembro del jurado ha modificado su voto en el caso de Willie Francisco. A Jimmy le sale humo hasta por las orejas. Y aquí no hay modo de hacer nada hasta que Meldnick encuentre alguien que le explique lo que tiene que hacer.

—¿Francisco? Oh, por todos los diablos. ¿Quién está de secretario, Eisenberg?

—Sí.

—Dile que se ponga.

—Eh, Phil —dijo Kramer—. Bernie Fitzgibbon quiere hablar contigo.

Mientras Bernie Fitzgibbon hablaba por teléfono con Phil Eisenberg, Kramer se fue al otro lado de la mesa del secretario para recoger sus papeles del caso de los hermanos Terzio. Era increíble. Esa pobre viuda, Mrs. Lamb, la mujer por la que incluso Martin y Goldberg llegaron a sentir compasión… ¡resultaba no ser más que otra víbora! ¿Dónde había un City Light? Se moría de ganas de leerlo. Kramer estaba cerca del estenógrafo, Sullivan, un irlandés altísimo. Sullivan había abandonado su estenotipia, justo al pie de la mesa del juez, y estaba desperezándose. Era un cuarentón bien humorado, de pelo lacio y áspero, famoso en Gibraltar por la pulcritud con que solía vestir. Esa mañana llevaba una americana de tweed, suave y elegante, con brillos campesinos de los Highlands, y Kramer supo que jamás en la vida le llegaría el dinero para comprársela. Por detrás de Kramer apareció un viejo habitual de los juzgados, Joe Hyman, el supervisor de los estenógrafos. Se dirigió a Sullivan y le dijo:

—Tienes un homicidio viniendo para acá. ¿Qué me dices?

—¿Cómo? —dijo Sullivan—. Joder, Joe. Acabo de tener un homicidio. ¿Para qué quiero ahora otro homicidio? Tendré que hacer caravana por la tarde. Y he comprado entradas para el teatro. Treinta y cinco dólares que me ha costado cada una.

—Vale, vale —dijo Hyman—. ¿Y una violación? Hay una violación en la lista de espera.

—Mierda, Joe —dijo Sullivan—. Una violación… eso también significa hacer caravana. ¿Por qué tengo que ser yo? ¿Por qué tiene que tocarme siempre a mí? Sheila Polsky lleva meses sin hacer horas extra. ¿Por qué no se lo dices a ella?

—Tiene un problema en la espalda. No puede estar sentada tantas horas.

—¿Un problema en la espalda? —dijo Sullivan—. Tiene veintiocho años, joder. El único problema que tiene es su jeta.

—De todos modos…

—Mira, voy a pedir que se convoque una reunión. Estoy hasta los huevos de que me toque siempre a mí. Hay que hablar otra vez de los horarios. Y voy a señalar uno por uno a los que siempre acaban escaqueándose.

—Vale —dijo Hyman—. Escúchame bien. Si te quedas con la violación, la semana próxima te pongo a régimen de media jornada. ¿De acuerdo?

—No sé qué decirte —dijo Sullivan. Frunció el entrecejo hasta montarlo sobre la misma nariz, como si tuviese que tomar la decisión más grave de su vida—. ¿Crees que me pedirán copias?

—No lo sé. Es probable.

Copias. Por fin entendió Kramer el motivo por el cual se enfurecía cada vez que veía la elegante ropa de Sullivan. Después de catorce años como estenógrafo de juzgado, Sullivan había alcanzado el techo salarial del funcionario, los 51.000 dólares al año —14.500 más que Kramer—, pero eso era sólo la base. Además de eso, los estenógrafos podían vender las transcripciones a tanto la página, y a un mínimo de 4,50 dólares la página. La referencia a las «copias» significaba que cada defensor y cada vicefiscal, más el tribunal, es decir el juez, pedían todos los días transcripciones de la vista oral. Un pedido que le proporcionaba buenas propinas a Sullivan. En caso de que hubiese más de un acusado —lo cual era corriente en casos de violación— podía llegar a sacar de 14 a 15 dólares por página. Según rumores, el año anterior, durante el juicio de una banda de contrabandistas de drogas, un grupo de albaneses, Sullivan y otro estenógrafo se habían repartido 30.000 dólares en sólo dos semanas y media. Para esos tipos, ganar 75.000 al año no era nada especial. Y eso suponía 10.000 más que el juez, y el doble que él. ¡Y no eran más que estenógrafos! ¡Autómatas que accionaban las estenotipias! ¡Tipos que no podían abrir la boca durante un juicio, a no ser que fuera para pedirle al juez que alguien repitiera una palabra o una frase!

Mientras que él, Kramer, graduado de la facultad de derecho de Columbia, vicefiscal de distrito, tenía que preguntarse si le llegaría para invitar a una chica a un restaurante del Upper East Side.

—¡Eh, Kramer!

Era Eisenberg, el secretario, que le devolvía el teléfono.

—Dime, Bernie.

—Ya lo he arreglado todo con Eisenberg, Larry. Pondrá a los hermanos Terzio al final de la sesión que dedicará a «pasar lista». Puedes venir. Ahora mismo. Tenemos que hacer algo en ese asunto de Henry Lamb.

—Los yanquis construyen los bloques de pisos protegidos de una forma muy especial. Los ascensores sólo paran cada dos pisos —dijo Fallow—. Y huelen a meados. Me refiero a los ascensores. En cuanto entras, te llegan los vapores de meados.

—¿Y por qué paran sólo cada dos pisos? —le preguntó Sir Gerald Steiner, que estaba devorando aquella historia de los bajos fondos. El director del diario, Brian Highridge, se encontraba junto al dueño y también parecía en éxtasis. En un rincón del cubículo de Fallow en la sección de local, la sucia gabardina de siempre seguía colgada del perchero, y en su bolsillo seguía estando la cantina de vodka. Pero Fallow contaba ahora con atención, elogios y entusiasmo, y aquello le bastó para superar la resaca de la mañana.

—Imagino que para ahorrarse dinero —dijo—. O para recordarles a esos pobres diablos que siguen en la miseria. Para los que tienen la suerte de vivir en uno de los pisos en donde para el ascensor, todo va bien, pero a la otra mitad de vecinos no le queda más remedio que subir en ascensor al piso siguiente y luego bajar a pie. Lo cual es muy peligroso en ese barrio. La madre del chico, esa tal Mrs. Lamb, me contó que se quedó casi sin muebles cuando hizo la mudanza a ese bloque. —Fallow no pudo reprimir una sonrisa al recordarlo. La suya fue una de esas sonrisas que dicen: Sí, esta historia es muy triste, pero no por eso deja de ser graciosa—. Subió los muebles en ascensor hasta el piso superior al suyo. Y luego hubo que ir bajándolos, pieza por pieza, y cada vez que regresaban al piso de encima comprobaban que les faltaba alguna cosa. ¡Son las costumbres de allí! ¡Cada vez que se muda un vecino nuevo a uno de los pisos sin parada de ascensor, los antiguos le roban sus pertenencias!

La Rata Muerta y Highridge trataron de contener sus carcajadas, pues al fin y al cabo hablaban de gente muy desdichada. La Rata Muerta se sentó al borde de la mesa de Fallow, lo cual indicaba que todo aquello le gustaba tanto que hasta pensaba quedarse un ratito. El alma de Fallow se lo agradeció. Ahora ya no veía ante sí a… la Rata Muerta… sino a Sir Gerald Steiner, el gran empresario periodístico británico que le había hecho ir a trabajar al Nuevo Mundo.

—Al parecer, lo mejor es no usar jamás la escalera, porque te juegas la vida —continué Fallow—. Mrs. Lamb me aconsejó que no bajara por la escalera, pasara lo que pasase.

—¿Por qué? —preguntó Steiner.

—Las escaleras son, por así decirlo, como las plazas del barrio. Resulta que los pisos están amontonados en esos bloques tan altos, y los bloques están dispuestos así y así —les explicó con las manos una disposición desordenada—, rodeados de lo que en principio tendrían que haber sido jardines. Pero, naturalmente, allí no sobrevive ni una sola hoja de hierba, y, por otro lado, no hay calles ni callejones ni bares ni nada entre los bloques, simplemente eriales abiertos y desérticos. No hay ningún lugar dispuesto para que los vecinos puedan pecar. De modo que tienen que usar las escaleras y los rellanos para rodas esas actividades. Y te los encuentras en las escaleras haciendo… de todo.

Los ojos asombrados de Sir Gerald y del director eran una tentación para Fallow. Eran como una invitación a tomarse toda clase de licencias poéticas.

—Debo confesar que no pude resistir la tentación de echar una ojeada. De modo que decidí seguir la misma ruta que habían seguido Mrs. Lamb y su hijo cuando llegaron por vez primera a ese bloque de las viviendas Edgar Allan Poe.

De hecho, tras haber escuchado esa advertencia, Fallow no se atrevió a pisar la escalera. Pero ahora su cerebro estaba en ebullición, y se le iban ocurriendo las mentiras una tras otra. En su intrépido viaje imaginario por la escalera se encontró con todos los vicios imaginables: fornicadores, consumidores de crack, de heroína, jugadores de dados, trileros, y más fornicadores.

Steiner y Highridge le miraban boquiabiertos, con los ojos desorbitados.

—¿En serio? —preguntó Highridge—. ¿Y qué hicieron al verte?

—Nada, seguir en lo suyo. ¿Qué podía importarles que pasara un periodista por allí?

—Joder, es puro Hogarth —dijo Steiner—. Gin Lane. Con la sola diferencia de que está todo dispuesto en vertical.

Fallow y Highridge rieron para demostrar el entusiasmo que les merecía esta ingeniosa comparación.

—Gin Lane en Vertical —dijo Highridge—. Podríamos publicar una serie de reportajes sobre este tema. La vida en un barrio bajo de protección oficial, o algo así.

—Lo malo —dijo Steiner— es que los americanos no deben de tener ni idea de qué es eso de Gin Lane, ni tampoco les sonará Hogarth.

—Eso no sería complicado —dijo Highridge—. Es como cuando publicamos todo aquello sobre el Barbazul de Howard Beach. Estoy seguro de que aquí no había nadie que tuviera ni remota idea de quién fue Barbazul, pero se les puede explicar en un párrafo, y encima se quedan tan contentos por haber aprendido una cosa más. Y Peter Fallow podría ser nuestro Hogarth.

Fallow sintió un estremecimiento de alarma.

—Pensándolo bien —dijo Steiner—, quizá no fuese tan buena idea.

Fallow se sintió aliviadísimo.

—¿Por qué no, Jerry? —preguntó Highridge—. Más bien creo que has dado con una idea sensacional.

—Bien, creo que se trata de un tema de gran importancia intrínseca. Pero ya sabes lo sensibles que son aquí para esta clase de cosas. Si sacáramos una serie sobre bloques de protección oficial para blancos, seguro que les parecería bien. Lo malo es que no hay bloques para blancos en Nueva York, me parece. Esta ciudad es muy delicada, y me preocupa que la situación se nos escape de las manos. Actualmente hay unos cuantos grupos que acusan al City Light de ser un diario antiminoritario, por decirlo con la expresión que usan ellos. En fin, que está muy bien hacer un periódico blanco: de hecho, no hay periódico más puramente blanco que el New York Times; pero una cosa es hacer un periódico blanco, y otra muy diferente tener fama de periódico blanco. Porque entonces empiezan a ponerse nerviosas ciertas personas muy influyentes, entre ellos los anunciantes. El otro día me llegó una carta horrible de una organización o qué se yo, alguien que dice llamarse la Liga Antidifamación del Tercer Mundo. —Arrastró las palabras cuando dijo lo de «antidifamación», como si se tratara de la mayor ridiculez que mente alguna pudiera imaginar—. ¿De qué se quejaban, Brian?

—Fue por esa foto de los gamberros partiéndose de risa —dijo Highridge—. Publicamos una foto en primera, la semana pasada, en la que tres jovencillos negros detenidos en una comisaría estaban riendo como locos. Les habían pillado después de haber destruido las instalaciones de terapia de una escuela para disminuidos físicos. Lo rociaron todo con petróleo y luego le prendieron fuego con cerillas. Unos chicos encantadores. La Policía dijo que, cuando les metieron en la comisaría, esos tres gamberros seguían riendo su gracia, de modo que envié a un fotógrafo, Silverstein, un norteamericano, muy cínico por cierto, para que les sacara una foto riendo. —Y se encogió de hombros, como si aquello no hubiera sido para un periodista más que una decisión rutinaria—. La policía cooperó con nosotros. Les sacaron al vestíbulo, para que nuestro hombre les hiciera la foto, pero cuando los tíos vieron a Silverstein con su cámara, se negaron a reír. De modo que Silverstein les contó un chiste verde. ¡Un chiste verde! —Highridge se puso a reír—. Resulta que una mujer judía va de safari al África, y la secuestra un gorila, y el gorila se la lleva a lo alto de un árbol, la viola, la retiene allí un mes entero, dedicándose a violarla día y noche, hasta que finalmente ella logra escaparse, y consigue regresar a los Estados Unidos, y se lo cuenta todo a su mejor amiga, y cuando termina la historia rompe a llorar. Y su amiga le dice: «Anda, mujer, tranquila. Tranquila. Ya ha pasado lo peor.» Y la mujer le contesta: «Es fácil decirlo. Pero no tienes ni idea de lo mal que me siento. No me escribe… No me telefonea…» Y los tres chicos se ponen a reír, seguramenre de vergüenza ajena por lo malo que era el chiste, y Silverstein les saca la foto, y nosotros la publicamos bajo el titular: «Y encima se ríen.»

—Fantástico —estalló Steiner, incapaz de contener las carcajadas—. No debería reírme… ¡Dios mío! ¿Y cómo dices que se llama el fotógrafo ése? ¿Silverstein?

—Silverstein —dijo Highridge—. Un tipo inconfundible. Suele llevar la cara llena de cortes. Se pone pedacitos de papel higiénico en los cortes para que no le sangren. Siempre anda con la cara plagada de papelitos.

—¿Cortes?

—Sí, de navaja. Al parecer, su padre le dejó en herencia una auténtica navaja de barbero. Y el tío está empeñado en utilizarla. Pero no le coge el tranquillo y cada día se hace una docena de cortes, por lo menos. Menos mal que sí sabe sacar fotos.

Steiner se retorcía de risa.

—¡Yanquis! Santo Dios, ¡me encantan! El tío va y les cuenta un chiste. Santo Dios, santo Dios… Qué cara tan dura. Acuérdate, Brian, de concederle un aumento de sueldo. Veinticinco dólares a la semana. Pero, por Dios, no le expliques por qué se lo damos. ¡Mira que contarles un chiste! ¡Una mujer violada por un gorila!

La pasión que Steiner sentía por el periodismo amarillo, y el temor que le inspiraba esa cara dura que permitía lograr tan buenos resultados, eran tan auténticos que Fallow y Highridge no tuvieron más remedio que acabar riendo como él. En este momento la cara de Steiner no era la cara de la Rata Muerta. El ingenioso truco de aquel fotógrafo americano le había devuelto la vida.

—En fin —dijo Steiner—, todavía tenemos que arreglar ese problema.

—Creo que estuvimos plenamente justificados —dijo Highridge—. La policía nos aseguró que esos chicos se morían de risa cuando recordaban su gamberrada. Fue su abogado, uno de los de esa organización que llaman Ayuda Legal o algo así, quien armó todo el alboroto, y probablemente les fue con el cuento a los de la Antidifamación de lo que sea.

—Por desgracia —dijo Steiner—, los hechos no cuentan. Lo que tenemos que hacer ahora es cambiar nuestra imagen. Y me parece que el caso del chico atropellado nos da una magnífica oportunidad para hacerlo. Veamos qué podemos hacer por esa pobre familia, esos pobres Lamb. Por lo que tengo estudiado, ya cuentan con algún apoyo. Ese reverendo Bacon, ¿no?

—Esos pobres Lamb, sí señor —dijo Brian Highridge.

Steiner se quedó perplejo. No se había dado cuenta de que estaba haciendo un juego de palabras[16]

—Vamos a ver, Peter —le dijo Steiner a Fallow—, ¿te parece que podemos dar crédito a la madre, a Mrs. Lamb?

—Desde luego —dijo Fallow—. Tiene buen aspecto, se explica muy bien y es muy sincera. Tiene un empleo, y se diría que es una persona de costumbres bastantes pulcras. Me refiero a que esos pisos de protección oficial son diminutos… pero el suyo estaba ordenado… con cuadros en las paredes… un sofá con una mesita baja a juego… todo eso… Hasta tenía una mesa abatible sujeta a la puerta de entrada…

—¿Y el chico…? ¿No temes que pueda salirnos rana? Parece que es un estudiante muy aplicado, ¿no?

—Bueno, comparado con sus compañeros de instituto, sí. Aunque no creo que pudiese destacar en un buen colegio inglés. —Fallow sonrió—. Nunca ha tenido problemas con la policía. Lo cual es absolutamente extraordinario entre los vecinos de esos bloques. La gente se queda perpleja cuando le comentas eso.

—¿Qué dicen de él los vecinos?

—Oh… que es un chico agradable… que se porta bien y esas cosas —dijo Fallow. De hecho, Fallow había ido al apartamento de Annie Lamb con Albert Vogel y un hombre del reverendo Bacon, un tipo muy alto con un aro de oro en una oreja, y se había limitado a entrevistar a la viuda y largarse sin hablar con nadie más. Pero, a estas alturas, su posición de intrépido explorador de los bajos fondos en versión Bronx le había colocado en un pedestal tan elevado a los ojos de su jefe, que se negaba a apearse de él, al menos de momento.

—Muy bien —dijo Steiner—. ¿Tenemos algo con que seguir?

—El reverendo Bacon, bueno, todo el mundo le llama así, el reverendo Bacon está preparando una gran manifestación para mañana. En protesta…

En este momento sonó el teléfono de Fallow.

—¿Diga?

—¡Hola, Pete! —Era la voz inconfundible de Albert Vogel—. La cosa marcha. Hay un chico que acaba de llamar a Bacon, un chico del departamento de Matriculación del ayuntamiento. —Fallow comenzó a tomar notas—. Resulta que ese chico, después de leer tu reportaje, se fue al ordenador que tienen en su oficina, y afirma que ha reducido las posibilidades a sólo ciento veinticuatro coches.

—¿Ciento veinticuatro? ¿Crees que la policía podrá ahora revisarlos de uno en uno?

—No les costará nada… si quieren hacerlo. Podrían comprobarlos todos en cuestión de días. Sólo hace falta que dediquen el suficiente número de agentes a la tarea.

—¿Quién es… el chico ese? —A Fallow le disgustaba la costumbre americana de llamar «chico» a todo el mundo, con tal que fuera joven.

—Nada, un chico de ese departamento, un chico que ha dado por supuesto que a los Lamb no les hacen caso porque son pobres y negros. Ya te dije que eso es lo que me gusta de Bacon. Un hombre capaz de galvanizar al pueblo, a todos los que quieren luchar contra la estructura de poder.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?

Vogel le dio los detalles, y luego añadió:

—Y ahora, Pete, escúchame bien. Bacon acaba de leer tu reportaje y dice que le ha gustado mucho. Todos los diarios y cadenas de televisión han empezado a llamarle, pero te reserva en exclusiva para ti ese dato de la oficina de matriculación. ¿De acuerdo? Pero a cambio, claro, de que le des toda la marcha posible al asunto. Tienes que armar ruido. ¿Me explico?

—Te explicas muy bien.

Después de colgar, Fallow les dirigió una sonrisa a Steiner y Highridge, que le miraban con gran atención e iban haciendo gestos de asentimiento.

—Bien… —les dijo por fin—. La cosa funciona. Acaban de pasarme un soplo del departamento de Matriculación de Vehículos…

Todo estaba siendo tal como lo había soñado. Tan igual, que le entraban ganas de contener el aliento, por miedo a que se rompiera el hechizo. Ella le miraba a los ojos desde el otro lado de la pequeña mesa a la que se habían sentado. Y estaba concentrada en sus palabras, metida en su campo magnético, tan metida que Kramer sentía deseos de extender los brazos sobre la mesa, enlazar sus dedos con los de ella… ¡Ya! ¡Apenas veinte minutos después del encuentro! ¡Qué descargas de electricidad! Pero no debía precipitarse, no debía destruir aquel momento tan exquisito.

En el fondo estaban el ladrillo visto, la melosa luz de las lámparas de latón, las cataratas de cristales de colores, como en los pubs ingleses, y las voces aeróbicas de los jóvenes y los famosos. En primer plano, aquella espesa melena morena, el brillo de otoño en Berkshire que habían adquirido los pómulos… Aunque, en realidad, pensó, pese a la magia de esos instantes, ese brillo otoñal quizá fuera simple maquillaje. De hecho, los arcos iris malva y violeta de sus párpados superiores eran forzosamente producto del maquillaje… pero así era la perfección de los tiempos modernos. Y de los labios de aquella chica, hinchados de deseos, relucientes de pintalabios marrón, salieron las palabras:

—Pero estabas tan cerca de él, prácticamente gritándole a la cara, y él, mientras, te lanzaba aquellas miradas asesinas, de criminal… ¿No tenías miedo de que saltara de repente y…? ¡Su aspecto era tan desagradable!

—Aaaaahhhh —dijo Kramer, encogiéndose de hombros y reduciendo la tensión de sus esternocleidomastoideos para mostrar así su desprecio del peligro— …Esos tipejos no son tan fieros como aparentan, lo cual no quiere decir que no tengas que estar siempre en guardia, por si acaso. Ah, ah, sí. Para mi, sin embargo, lo principal era desenmascarar el lado violento de la personalidad de Herbert, de forma que todo el mundo pudiese verlo. Su abogado, Al Teskowitz… bueno, no hace falta que te lo diga a ti, no es precisamente el mejor orador de la historia, pero, en un juicio de esas características, a veces eso no ejerce ninguna influencia. En casos de homicidio todo funciona de una manera especial. En esos casos lo que está en juego no es el dinero sino la vida humana, la libertad humana, y te aseguro que en ese debate hay que tener muy en cuenta las pasiones humanas más disparatadas. Por difícil que te resulte creerlo, Teskowitz puede ser un genio a la hora de confundir a la gente, a la hora de manipular a un jurado. Parece un ser desconsolado, y eso forma parte del espectáculo, y sabe muy bien lo que tiene que hacer para fomentar la compasión por sus clientes. Todo está calculado. La mitad de su estrategia es puro lenguaje corporal, puro arte dramático. Y hay cosas que ese abogado hace muy bien, y toda su idea consistía en hacerle creer al jurado que Herbert era un hombre familiar, ¡familiar!, expuesto a toda clase de peligros y amenazas. De manera que se me ocurrió…

Le salían las palabras a borbotones, torrentes de palabras que ponían de relieve su propia valentía ante la refriega, su talento inconmensurable para esa pelea. Hacía tiempo que no podía contarles estas hazañas a Jimmy Caughey o a Ray Andriutti, ni tampoco a su mujer, a quien los crímenes más brutales dejaban absolutamente fría a estas alturas. Pero Miss ShellyThomas… ¡Tengo que mantener viva la llama! Y ella se lo fue tragando todo. ¡Esos ojos! ¡Esos brillantes labios de color marrón! Estaba demostrando tener una sed insaciable de las palabras de Kramer, y había que aprovecharlo porque, por otro lado, había pedido solamente agua mineral francesa. Kramer, por su parte, tenía ante sí un vaso de vino blanco de la casa, y trataba de bebérselo muy despacio, porque a estas alturas ya se había dado cuenta de que aquel local no era de precios tan módicos como había creído al principio. ¡Joder! Su cabeza funcionaba a doble pista, y en ambas pistas sus pensamientos circulaban a toda velocidad. En una de las pistas circulaba su discurso sobre cómo se las había arreglado para ganar el juicio:

—… por el rabillo del ojo alcancé a ver que el tipo estaba a punto de saltar. Dudé por un momento, porque no sabía si era prudente seguir provocándolo de esta manera hasta el final de mis conclusiones, pero estaba también dispuesto a…

Mientras que en la segunda pista pensaba en ella, en la cuenta (y todavía no habían pedido la cena), y en cuál sería el lugar más apropiado para llevarla (si la convencía), y en el público que frecuentaba el Muldowny's. Santo Cielo. ¿No era aquel tipo de allí el popular John Rector, presentador del telediario del Canal 9? En seguida decidió que no le diría nada de eso a ella: sólo había espacio para un famoso, él mismo, el vencedor de la batalla contra el brutal Herbert 92X y el astuto Al Teskowitz. El público era joven, gente de aspecto magnífico, y el local estaba repleto, todo perfecto, inmejorable. Shelly Thomas resultó finalmente ser griega. Una decepción, en cierto modo. El hubiese preferido… no sabía qué. Thomas era el apellido de su padrastro, un fabricante de recipientes de plástico, en Long Island City. El padre de Shelly se llamaba Choudras. Ahora Shelly Thomas vivía en Riverdale con su padrastro y su madre, y trabajaba en Prischer & Bolka, no podía pagarse un apartamento en Manhattan, aunque ardía en deseos de mudarse allí, pero ya no había modo de encontrar «un pisito en Manhattan» (que se lo contaran a él)…

—… el problema está en que los jurados del Bronx son imprevisibles. ¡Si te contara lo que le ha pasado esta mañana a uno de mis compañeros…! Pero… seguramente ya te habrás fijado en eso. Te encuentras con que el jurado está compuesto por personas que… cómo expresarlo… que ya se han hecho una idea, que ya han tomado una decisión. En plan de Nosotros contra Ellos. Ellos, en este caso, somos los policías y los fiscales… pero seguramente tú misma pudiste comprobarlo personalmente.

—Pues no, no me fijé. Creo que todo el mundo se mostró muy sensato, todos parecían estar dispuestos a hacer lo correcto. La verdad, no sabía con qué iba a encontrarme, y acabé llevándome una sorpresa muy agradable.

¿Acaso piensa que tengo prejuicios?

—No… no me malinterpretes. Hay muy buena gente en el Bronx. Lo que pasa es que suelen estar todos muy resentidos, y a veces ocurren cosas extrañas. —Lo mejor sería abandonar este territorio—. Por cierto, puestos a ser sinceros, ¿te importa que te diga una cosa? El miembro del jurado que más me preocupaba eras .

—¡Yo! —Sonrió, y hasta pareció sonrojarse por debajo del maquillaje: la lógica emoción de quien comprende que ha sido un elemento de gran importancia para uno de los grandes estrategas judiciales del Bronx.

—Sí. ¡Es cierto! Verás, en un juicio de esas características no te queda más remedio que analizar las cosas desde un nuevo punto de vista. Quizá no sea muy recto, pero así funciona todo. En un juicio de esas características, tú pareces un jurado… bueno, excesivamente brillante, excesivamente culto, excesivamente alejado del mundo de un tipo como Herbert 92X, y por lo tanto, y en esto radica la ironía, excesivamente capaz de entender sus problemas, en el sentido del dicho francés: «Todo comprendido, todo perdonado.»

—Pues, la verdad…

—No te digo que esta forma de ver las cosas sea justa, ni siquiera que sea realista, pero así es como hay que trabajar en estos casos. No digo que tú…, pero sí puede ser que alguien como tú… sea excesivamente sensible

—Pero tú no me recusaste… ¿Es ésa la palabra que empleáis?

—Exacto. No, no te recusé. Por la sencilla razón de que no creo que sea justo recusar a un jurado simplemente porque sea… una persona inteligente, una persona culta. Seguramente viste que en el jurado del que formabas parte no había nadie más que fuera de Riverdale. Ni hubo tampoco nadie más de Riverdale cuando estuviste en el grupo de candidatos al jurado. Todo el mundo se queja de que hoy en día ya no tenemos jurados cultos y educados en el Bronx, pero, cuando aparece una persona como tú… bueno, los fiscales hemos de tenerlo en cuenta porque hay que prever la posibilidad de que se trate de alguien excesivamente sensible. Además… —¿se atrevería a decirlo? Se atrevió—: A fuer de sincero… Yo… quería tenerte en ese jurado.

Sumergió cuanto pudo su mirada en aquellos grandes ojos orlados por un arco iris malva, y adoptó la expresión más honesta y franca de la que se sintió capaz, y alzó además su mentón, para que ella viese sus esternocleidomastoideos.

Ella bajó la vista y volvió a sonrojarse a través de aquel otoño en Berkshire que era su rostro. Luego volvió a levantar los ojos y miró a los de él, profundamente.

—Me pareció notar que me mirabas mucho.

¡Te miraba yo y te miraban todos los habituales de la sala!, pero no sería práctico decírselo.

—¿En serio? ¡Y yo que esperaba que no se me notase! Dios mío, confío en que los demás no se fijaran.

—¡Ah, ah! Creo que sí lo vieron. ¿Te acuerdas de la señora que estaba sentada junto a mí, aquella señora negra? Era una buena persona. Trabaja para un ginecólogo, y es un encanto, y muy inteligente. Le pedí su número de teléfono, y le dije que la llamaría. En fin, ¿sabes qué me dijo?

—¿Qué?

—Me dijo: «Creo que le gustas mucho a ese fiscal, Shelly.» Nos tuteamos en seguida. Nos caíamos muy bien. «No te quita la vista de encima», me dijo.

—¿Eso te dijo? —Sonriente.

—¡Sí!

—¿Y se molestó por eso? Dios santo. ¡No creí que se me notara tanto!

—Qué va, a ella le gustó. A las mujeres nos gustan esas cosas.

—Así que se me notaba, eh.

—Ella lo notó.

Kramer sacudió la cabeza, como si aquello le azorase, pero sin dejar ni un instante de zambullirse en los ojos de Shelly, y ella zambullía a su vez sus ojos en los de él. Ya habían salrado el foso, casi sin esfuerzo alguno. Kramer sabía —¡sabía!— que podía adelantar las manos encima de la superficie de la mesa, y tomar los dedos de ella, y ella le dejaría hacer, y todo ocurriría sin que sus ojos dejaran de mirarse, pero al final no se atrevió. Era todo tan perfecto que no quería correr ni el más mínimo riesgo.

Kramer siguió sonriendo… cada vez más expresivamente… De hecho, se sentía preocupado, pero no porque otros hubieran notado en la sala que se pasaba el rato mirándola a ella. Estaba preocupado porque no sabía adonde llevarla. Shelly no tenía apartamento propio, y, por supuesto, tampoco podía llevarla a su propia colonia de hormigas. ¿Un hotel? Muy tosco y, por otro lado, ¿cómo diablos iba a poder permitirse un lujo así? Incluso los hoteles de segunda categoría costaban cien dólares o casi. Y sólo Dios sabía lo que iban a cobrarle por esa cena. El menú estaba escrito a mano, casi descuidadamente, y eso solo bastó para que sonara la alarma: ¡dinero! Aunque apenas tenía experiencia en este terreno, sabía que esa mala imitación del estilo casero equivalía a mucho dinero.

Justo en ese momento regresó la camarera:

—¿Han decidido ya?

También ella era una imitación perfecta. Joven, rubia, de pelo rizado y con brillantes ojos azules, era la clásica aspirante a actriz, con hoyuelos en las mejillas, y una sonrisa que decía: «¡Bien! ¡Ya veo que acerca de una cosa sí se han decidido!» Aunque quizá en realidad decía: «Soy joven, guapa, y encantadora, y espero que me dé una magnífica propina cuando pague la cuenta.»

Kramer miró a la chispeante camarera, y luego miró a Shelly Thomas. Le consumían sentimientos de lujuria y pobreza simultáneamente.

—Bien, Shelly, ¿has decidido ya qué vas a tomar?

Era la primera vez que la llamaba por el nombre propio.

Sherman estaba sentado al borde de una de las sillas viejas del refugio de Maria. Había apoyado los codos en las piernas y mantenía la cabeza gacha. El espantoso e incriminatorio ejemplar del City Light reposaba sobre la mesa de roble como un objeto radiactivo. Maria estaba sentada enfrente de él, más compuesta, pero sin su acostumbrada despreocupación.

—Lo sabía —dijo Sherman, sin mirarle—. Lo sabía. Tendríamos que haber ido inmediatamente a la policía. Es increíble que me haya visto metido en… Es increíble que estemos metidos en esta situación.

—Pues ya es demasiado tarde, Sherman. Eso es agua pasada.

Sherman se enderezó y la miró:

—Quizá no lo sea. Dirás… dirás… que no te enteraste de que golpeaste a alguien con el coche hasta haber leído la noticia en el periódico, ¿no?

—Desde luego —dijo Maria—. Iré a decirles que no me había enterado. Y ¿puedes explicarme tú cómo les digo que ocurrió, si ya he dicho que fue algo de lo que no me enteré?

—Basta con que les cuentes exactamente lo ocurrido.

—Oh, fantástico. Les encantará. Diré que un par de chicos nos pararon en plena calle, que intentaron atracarnos, pero que tú le tiraste un neumático a uno de ellos, y que yo salí de allí conduciendo el coche como… como un piloto de carreras, pero que no me enteré de que hubiese golpeado a nadie.

—Eso fue, Maria, lo que ocurrió. Precisamente eso.

—¿Y quién se lo va a creer? Ya has leído el diario. Dicen que ese chico era un magnífico estudiante y no sé qué, le tratan como a un santo. Y, en cambio, ni palabra del otro. Ni palabra tampoco de la rampa. Sólo hablan del santito que iba a buscar comida para su familia.

De nuevo estalló aquella otra posibilidad tan espantosa: ¿y si, al final, aquellos dos chicos sólo hubiesen tratado de ayudarles?

Maria estaba sentada frente a él, con un jersey con cuello de tortuga que hacía que sus pechos, incluso en estas circunstancias, se le marcaran maravillosamente. Llevaba además una falda corta a cuadros, y mantenía cruzadas sus relucientes piernas, y uno de sus zapatos se le bamboleaba de la punta del pie.

Detrás de ella estaba la cama, y encima de la cama un nuevo óleo, una mujer desnuda con un animal de tamaño pequeño. Las pinceladas eran tan atrozmente torpes que no había modo de adivinar de qué animal se trataba. Podía ser un perro, pero también una rata. Sherman se sentía tan desdichado que por un momento se le quedó la vista prendida en el cuadro.

—Esta vez te has fijado —dijo Maria—. Veo que vas mejorando. Es un regalo de Filippo.

—Tremendo. —A Sherman había dejado de interesarle el porqué de la repentina generosidad que estaba demostrando hacia Maria aquel repugnante pintor. El mundo se le había hundido—. ¿Qué piensas que deberíamos hacer, dime?

—Creo que tendríamos que inspirar profundamente diez veces, y tranquilizarnos. Eso creo yo.

—¿Y luego?

—Luego, quizá nada. Sherman, como les digamos la verdad van a matarnos. ¿Lo entiendes? Nos van a cortar en pedacitos. En este momento no saben de quién era el coche, ni saben tampoco quién lo conducía, ni tienen testigos, y ese chico está en coma y no parece que vaya jamás a… a volver en sí.

La que conducía eras , pensó Sherman. No te olvides de ese detalle. Esto servía para tranquilizarle un poco. Pero luego se llevó un sobresalto: ¿y si ella negaba haber esrado conduciendo en ese momento? Pero el otro chico, fuera quien fuese, lo vio con sus propios ojos.

De modo que se limitó a decir:

—¿Y qué me dices del otro chico? ¿Y si de repente aparece?

—Si fuese a aparecer, a estas alturas ya lo habría hecho. No aparecerá, tranquilo. Es un delincuente y no dirá nada.

Sherman se inclinó hacia delante y agachó la cabeza. Se encontró contemplando la brillante superficie de sus zapatos New & Lingwood. La colosal vanidad de aquellos zapatos hechos a mano le produjo náuseas. ¿De qué le vale al hombre…? No logró recordar la cita completa. Estaba viendo mentalmente la desdichada coronilla reluciente de Felix… Knoxville… ¿Por qué no se había ido a vivir a Knoxville hacia tiempo…? En una sencilla casita georgiana, con terraza…

—No sé, Maria —dijo, alzando la cabeza—. Me temo que serán más listos que nosotros. Creo que lo mejor sería que nos pusiéramos en contacto con algún abogado… —dos abogados, dijo una vocecilla desde el fondo de su cráneo, porque no conozco mucho a esta mujer, y tal vez no permanezcamos siempre del mismo lado— y… que digamos lo que sabemos.

—Lo que tú quieres es que metamos la cabeza en las fauces del tigre —dijo Maria con su acento sureño más cerrado que nunca. El acento de Maria estaba empezando a crispar los nervios de Sherman—. Soy yo la que conducía el coche, Sherman, y creo que es a mí a quien le corresponde decidir.

¡Soy yo la que conducía el coche! Lo había dicho ella misma. Sherman se reanimó un poco.

—No pretendo convencerte de nada —dijo—. Sólo pienso en voz alta.

La expresión de Maria se suavizó. Le dirigió una sonrisa cálida, casi maternal.

—Sherman, déjame que te diga una cosa. Hay dos clases de selvas. Wall Street es una selva. Lo has oído decir, ¿no? Y tú sabes manejarte muy bien en esa selva. —La brisa sureña le soplaba violentamente en sus oídos, pero lo que ella estaba diciendo era cierto, sí. Su estado de ánimo mejoro otro poquito—. Pero hay otra selva. La selva en la que nos perdimos el otro día. La selva del Bronx. ¡Y tuviste valor para pelear, Sherman! ¡Estuviste maravilloso! —Sherman tuvo que resistir la tentación de sonreír—. Pero tú no vives en esa selva, nunca has vivido en ella, Sherman. ¿Y sabes qué hay en esa selva? Gente que se pasa el día cruzando a este lado y al otro, cruzando cada día la frontera que separa la legalidad de la ilegalidad. Y no tienes ni idea de cómo funciona la vida en ese mundo. Tuviste una buena educación. Las leyes no constituyen para ti ningún tipo de amenaza. Porque eran tus leyes, Sherman, las leyes hechas para ti y para tu familia y la gente como vosotros. Pues bien, yo crecí en otro mundo. Nosotros estábamos siempre dando saltos a uno y a otro lado de esa frontera, como un montón de borrachos incapaces de andar recto, y por eso conozco esa selva y por eso no me da miedo. Y voy a decirte una cosa. Ahí, en esa zona fronteriza, todos son animales, todo el mundo: la policía, los jueces, los delincuentes, todos.

Y siguió sonriéndole calurosamente, como una madre que acaba de contarle una gran verdad a su hijo. Sherman se preguntó si en realidad Maria sabía de qué estaba hablando, o si aquello no era más que un arranque de esnobismo sentimentaloide.

—Bien. Entonces, ¿qué opinas tú? —le preguntó a Maria.

—Opino que tendrías que fiarte de mi instinto.

Justo en ese momento llamaron a la puerta.

—¿Quién es? —dijo Sherman, entrando en alerta roja.

—No te preocupes —dijo Maria—. Es Germaine. Le dije que estarías aquí. —Y se levantó para abrir la puerta.

—Supongo que no le contaste nada…

—Claro que no.

Maria abrió la puerta. Pero no era Germaine. Era un hombre gigantesco vestido de negro. Entró como si fuese el dueño del piso, echó una rápida ojeada a la habitación, miró a Sherman y luego observó las paredes, el techo, el suelo, y finalmente volvió a mirar a Maria.

—Usted debe de ser Germaine Boll… —estaba jadeando, quizá porque acababa de subir las escaleras aprisa—, ¿o Bowl?

Maria se había quedado sin habla. Y Sherman igual. El gigante era un joven blanco de grandes barbas morenas, un rostro ancho y rojo que brillaba de sudor, sombrero de fieltro de ala plana, un sombrero demasiado pequeño, negro, que parecía de juguete, montado sobre aquella enorme cabeza, camisa blanca y arrugada, abrochada hasta el cuello, y un reluciente traje negro de chaqueta cruzada, con la parte derecha encima de la izquierda, como las de las mujeres. Un judío hasídico. Sherman había visto frecuentemente a judíos hasídicos en el barrio de los diamantes, en las calles Cuarenta y seis y Cuarenta y siete, entre la Quinta y la Sexta Avenida, pero nunca había contemplado a ninguno que fuese tan enorme. Probablemente medía metro noventa, y debía de pesar cerca de cien kilos: era muy gordo pero también muy fuerte, y su lívida piel parecía a punto de reventar, como un bratwurst.

Se quitó el sombrero. Llevaba el pelo pegado al cráneo por el sudor. Se dio un golpe en la sien con el canto de la mano, como si de este modo quisiera devolverle su forma natural a la cabeza. Y luego volvió a ponerse el sombrero. Le enrraba tan poco en el cráneo que casi parecía que se fuese a caer de un momento a otro. El sudor resbalaba a lo ancho de toda su frente.

—¿Germaine Boll? ¿Bowl? ¿Bull?

—No. No soy yo —dijo Maria. Ya se había recuperado del susro. Hablé en tono malhumorado, presta al ataque—. Germaine no está aquí. ¿Qué quiere?

—¿Vive usted aquí? —Para ser tan grande, tenía una voz muy atiplada.

—Miss Boll ha salido —dijo Maria, haciendo caso omiso de la pregunta.

—¿Quién vive aquí, usted o ella?

—Mire, estamos ocupados. —Demostraciones exageradas de paciencia—. ¿Por qué no vuelve más tarde? —Desafiante—: ¿Cómo ha entrado en este edificio?

El hombre metió la mano en el bolsillo derecho de la americana y sacó una anilla cargadísima de llaves. Había allí docenas y docenas de llaves. Deslizó su gordo índice por la serie de llaves, lo detuvo al llegar a una en particular, y, delicadamente, la sacó de entre las otras con el índice y el pulgar.

—Con esto. Inmobiliaria Winter.

Su acento era ligeramente yiddish.

—Pues bien, será mejor que vuelva más tarde y hable con Miss Boll.

El hombrón no se movió ni un milímetro. Volvió a echarle una ojeada al apartamento.

—¿No vive usted aquí?

—Óigame bien…

—Vale, vale. Tenemos que pintarlo. —Al pronunciar estas palabras, aquel hombrón extendió los dos brazos, igual que un par de alas, como si estuviese a punto de zambullirse como un cisne en un estanque, se acercó en esa posición a una de las paredes y se quedó mirándola. Luego apoyó la mano izquierda en la pared, la abrió cautelosamente sobre su superficie, alzó la mano derecha y la apoyó, abierta también, con los brazos abiertos, repitiendo su imitación del cisne en el estanque.

Maria miró a Sherman. Él sabía que iba a tener que actuar, pero no sabía qué hacer. Se acercó al hombrón. En el tono más helado y autoritario del que se sintió capaz, el mismo que el León de Dunning Sponget había utilizado, dijo por fin:

—Un momento. ¿Qué hace usted?

—Tomo medidas —dijo el hombrón, que seguía haciendo sus imitaciones del cisne junto a la pared—. Hay que pintar el piso.

—Pues, mire, lo siento, pero ahora estamos muy ocupados. Tendrá que venir en otro momento.

El enorme joven se volvió lentamente y puso los brazos en jarras. Inspiró profundamente, y por un instante pareció tan hinchado como un globo. Su rostro mostraba la expresión de quien se ve obligado a enfrentarse a la peste. Sherman pensó, deprimido, que aquel tipo estaba acostumbrado a situaciones como aquélla, y que, de hecho, las disfrutaba. Pero la pelea de gallos no había concluido.

—Y usted, ¿vive aquí? —le preguntó el hombrón.

—Ya le he dicho que no podemos perder el tiempo con este asunto, estamos ocupados —dijo Sherman, tratando de mantener el frío tono de mando que había aprendido del León—. Sea amable, y hágame el favor de volver en cualquier otro momento.

—¿Y usted, vive aquí?

—De hecho, no vivo aquí, pero he sido invitado, y no…

—Así que usted no vive aquí y ella tampoco vive aquí. Entonces, ¿qué hacen en este piso?

—¡Y a usted qué le importa! —dijo Sherman, incapaz de controlar su furia, pero más impotente a cada segundo que transcurría. Señaló la puerta—: ¡Ande, vayase de una vez!

—Ustedes no tendrían que estar aquí. No son de aquí. ¿De acuerdo? Así que tenemos problemas. En este edificio no vive la gente que tendría que vivir. Este es un edificio de renta controlada, y la gente toma los apartamentos y luego se los alquila al primero que les paga mil o dos mil dólares al mes. El alquiler de este apartamento es de 331 dólares al mes, sabe. Y está a nombre de Germaine Boll, pero ella no parece vivir aquí, nunca está. ¿Cuánto le pagan ustedes, eh?

¡Menuda insolencia! ¡La pelea de gallos! ¿Qué hacer? En la mayoría de situaciones, Sherman tenía la sensación de ser, físicamente, un hombre grande y fuerte. Pero al lado de aquel hombrón… No se atrevía ni a rozarle un pelo. No lograría intimidarle. El tono frío y autoritario del León no había servido de nada. Y, además, actuaba sobre bases poco firmes. Tenía todas las desventajas desde el punto de vista moral. Era cierto que él no tenía por qué estar en aquel piso, y que tenía mucho que ocultar. ¿Y si aquel monstruo no fuese en realidad de la Inmobiliaria Winter? ¿Y si fuese…?

Por fortuna, Maria decidió intervenir:

—Resulta que Miss Boll regresará en seguida. Entretanto…

—Bien. Vale. La esperaré.

El hombrón comenzó a cruzar la salita como si fuese un druida de paso tambaleante. Se detuvo junto a la mesa y, con espectacular despreocupación, se dejó caer lentamente en una de las butacas.

—¡Ya basta! —dijo Maria—. ¡Se acabó!

La respuesta del hombrón consistió en cruzarse de brazos, cerrar los ojos y recostarse en el respaldo, como si pensara aguardar cómodamente todo el tiempo que fuese necesario. En ese instante Sherman comprendió que, inevitablemente, tendría que hacer algo, pues lo contrario supondría quedar desprovisto de toda aura de virilidad. ¡La pelea de gallos! Dio un paso al frente.

¡Craaaaaccccc! De repente, el hombrón estaba tendido en el suelo, de espaldas, y el ala de su sombrero rodaba por la alfombra dando enloquecidas vueltas. Una de las patas de la butaca se había partido en dos. Su tremendo peso había roto el mueble.

Maria se puso a gritar:

—¡Mire lo que ha hecho, salvaje! ¡Fíjese qué desastre, cerdo seboso!

Con acompañamiento de abundantes resoplidos y gemidos, el hombrón logró ponerse en pie a duras penas. Su insolencia ya no se sostenía. Estaba rojo como un tomate, y volvía a sudar copiosamente. Se agachó para recoger el sombrero, y a punto estuvo de perder el equilibrio.

Maria siguió atacándole. Señaló los restos de la maltrecha butaca:

—¡Supongo que comprende que va a tener que pagar una butaca nueva!

Pero él había empezado a batirse en retirada. Los reproches de Maria y su propio embarazo le resultaban insoportables.

—¡Esto le va a costar quinientos dólares y… y una demanda en toda regla! —dijo Maria—. ¡Es un delito de violación de la intimidad!

El hombrón se detuvo un momento junto a la puerta, como si fuese a replicar, pero no se sintió con fuerzas. Y salió, tambaleándose, confuso y descompuesto.

En cuanto oyó sus pasos en la escalera, Maria cerró la puerta con llave. Después dio media vuelta, miró a Sherman y estalló en carcajadas.

—¡Le… has… visto… ahí… tumbado… en… el… suelo…! —Reía tantísimo que casi no le salían las palabras.

Sherman la miró perplejo. Era cierto: Maria tenía razón. Eran animales diferentes. María tenía estómago para… para todo lo que pudiera pasarles. Peleaba, ¡y disfrutaba peleando! La vida era una pelea, tal como ella misma acababa de explicarle. ¿Y él? Él tenía ganas de reír también. Hubiese querido compartir con ella esa alegría bestial que le producía la ridicula escena de la que habían sido testigos. Pero no podía. Ni siquiera lograba sonreír. Era como si el aislamiento respecto al mundo en el que había estado viviendo comenzase ahora a desvanecerse. Aquella… gentuza… absolutamente increíble, se colaba ahora en su vida a cada momento.

—¡Caaaatacraaac! —dijo Maria, llorando de risa—. Dios mío, ¡ojalá hubiese podido grabarlo en vídeo! —Pero en ese momento se fijó en la expresión de Sherman—. ¿Qué te pasa?

—¿Qué crees tú que ha sido todo eso?

—¿Cómo que qué ha sido?

—¿Qué crees tú que había venido a hacer aquí ese tipo?

—Le ha mandado el casero. ¿No te acuerdas de la carta que te enseñé?

—Pero es bastante extraño que…

—Germaine sólo paga 331 dólares al mes, y yo le pago a ella 750. Es un piso de renta controlada. Les encantaría echarla a la calle.

—Pero ¿no te parece extraño que decidan echarla… precisamente ahora?

—¿Precisamente ahora?

—No sé, quizá sea una locura, pero… Precisamente hoy, después de ese reportaje del periódico…

—¿Periódico? —Por fin entendió a qué estaba refiriéndose Sherman, y se sonrió—: Sherman, es una locura. Te ha entrado la paranoia. ¿Lo sabes?

—Es posible. Sólo que me parece que es una coincidencia muy extraña.

—¿Quién crees que puede haberle enviado aquí, suponiendo que no haya sido el casero? ¿La policía?

—Bueno… —Comprendió que estaba poniéndose muy paranoico, de modo que sonrió, sin ganas.

—¿Crees que la policía mandaría a un subnormal hasídico de tamaño gigantesco para espiarte a ti?

Sherman hundió su potentísimo mentón Yale en el pecho:

—Tienes razón.

Maria se le acercó, le alzó el mentón con el dedo índice, le miró a los ojos y le dirigió la sonrisa más cariñosa que jamás le hubiera dirigido a Sherman.

—Sherman —Shuhmun, a lo sureño—. No vayas a creer que el mundo entero está pensando sólo en ti. No pienses que el mundo entero va a por ti. Sólo yo pienso sólo en ti.

Le tomó el rostro entre sus manos y le besó. Terminaron en la cama, pero esta vez a Sherman le costó bastante trabajo. Las cosas no eran lo mismo cuando se estaba muerto de miedo.