En este momento, también en Long Island, pero noventa kilómetros más al este, en la playa sur, el club náutico acababa de abrir sus puertas para la nueva temporada. El club poseía un edificio bajo y laberíntico, situado de través en las dunas, a unos cien metros de la playa, con una terraza cercada por unas gruesas cuerdas marineras sujetas por postes metálicos. Las instalaciones del club eran espaciosas y confortables, pero conservaban ascéticamente su estilo original, de acuerdo con la moda ascético-brahman o residencia universitaria de los años veinte y treinta. Así, Sherman McCoy estaba ahora en la terraza, sentado a una mesa sencilla de madera y bajo un gran parasol desteñido. Con él se encontraban su padre, su madre, Judy e, intermitentemente, Campbell.
Se podía bajar directamente de la terraza a la zona de arena cercada por las cuerdas, y Campbell, que bajaba siempre de un salto, estaba en esos momentos en la arena, jugando con Eliza, la hijita de Rawlie Thorpe, y con MacKenzie, la hijita de Garland Reed. Sherman procuraba con todas sus fuerzas no atender a las explicaciones que le daba su padre a Judy acerca del modo en que Talbot, el barman, le había preparado su martini, que era del mismo color que un té flojo.
—…ignoro por qué, pero siempre me han gustado más los martinis preparados con vermouth dulce. Agitándolo hasta que hace espuma. Talbot siempre me discute…
Los delgados labios de su padre se abrían y cerraban, su noble mentón subía y bajaba, y su encantadora sonrisa de gran narrador le arrugaba las mejillas. Una vez, cuando Sherman tenía la edad de Campbell, su padre y su madre le llevaron de picnic a la arena, más allá de las cuerdas. Esta excursión le pareció una aventura. Estaban metiéndose en un mundo salvaje. Los desconocidos de allá afuera, el puñado de gente que seguía en la arena a media tarde, resultaron ser inofensivos.
Sherman dejó ahora que su mirada abandonara el rostro de su padre para volver a explorar la extensión de arena, más allá de las cuerdas. Tuvo que guiñar un poco los ojos porque, al final del grupo de mesas y sombrillas, la playa le deslumhró. De modo que retrocedió un poco y se encontró enfocando una cabeza sentada a una de las mesas, justo detrás de su padre. Era la cabeza inconfundiblemente redonda de Pollard Browning. Pollard estaba acompañado pot el viejo Lewis Sanderson, que cuando Sherman era pequeño siempre había recibido el tratamiento de «Sanderson el embajador», con su esposa, y con Coker Channing y esposa. Sherman no entendía cómo se las había arreglado Channing para ingresar en el club, aunque tenía que reconocer que Channing había dedicado buena parte de su vida a congraciarse con gente como Pollard. Pollard era el presidente del club. Joder, y también es presidente de la asociación de propietarios de mi casa, pensó Sherman. Esa cabeza redonda, densa… Sin embargo, en su estado de ánimo actual, Sherman se sintió tranquilizado por la visión de esa cabeza… densa como una roca, rica como Creso, inamovible.
Los labios de su padre dejaron de moverse, y Sherman le oyó decir a su madre:
—Cariño, no aburras a la pobre Judy con los martinis. No sabes lo viejo que pareces cuando te pones a hablar de esas cosas. Aparte de ti, ya no hay nadie que tome martinis.
—Pues aquí en la playa los toma todo el mundo. Y si no me crees…
—Es como hablar del Charleston o de coches con asiento trasero descubierto o de vagones restaurante o de…
—Si no me crees…
—… rancho para soldados de la Segunda Guerra, o del Hit Parade…
—Si no me crees…
—¿Has oído hablar alguna vez de una cantante llamada Bonnie Baker? —Esto dirigiéndose a Judy, e ignorando al padre de Sherman—. Bonnie Baker era la estrella del Hit Parade, en aquellos tiempos de la radio. Se llamaba Wee Bonnie Baker. Todo el país la escuchaba. Y supongo que nadie se acuerda ya de ella.
Sesenta y cinco años, y tan guapa todavía. Alta, delgada, tiesa, con una magnífica melena blanca —se niega a teñirse—, aristocrática, mucho más que su padre, pese a todo el esfuerzo puesto por él en el empeño de serlo o parecerlo, y capaz todavía de seguir golpeando peligrosamente la base de la estatua del León de Dunning Sponget.
—No hace falta que te remontes tan atrás —dijo Judy—. El otro día estaba hablando con Landtum, el hijo de Gatland. Está en la universidad, creo que en Brown…
—¿Que Garland Reed tiene un hijo en la universidad?
—El hijo de Sally.
—Dios mío. Me había olvidado completamente de Sally. ¿No es horrible?
—Horrible, no. Actual. Hay que estar al día —dijo Judy, sin esbozar siquiera una sonrisa.
—¡Al día! —dijo la madre de Sherman, riendo e ignorando al León con sus martinis y su Talbot.
—En fin —dijo Judy—, le hice no sé qué comentario a Landrum sobre los hippies, y el chico se quedó mirándome. Jamás había oído mencionarlos siquiera. Un capítulo de la prehistoria.
—Aquí en la playa…
—Como los martinis —le dijo a Judy la madre de Sherman.
—Aquí en la playa todavía podemos permitirnos el lujo de disfrutar de los placeres sencillos de la vida —dijo el padre de Sherman—, o todavía podíamos permitírnoslo, hasta hace unos instantes.
—Ayer noche, Sherman, papá y yo fuimos a un restaurante pequeño que hay en Wainscott, ése que le gusta tanto a tu padre, con Inez y Herbert Clark, y ¿sabes qué me dijo la dueña, esa mujer bajita que es la propietaria?
Sherman asintió con la cabeza.
—A mí me parece una mujer encantadora, muy divertida —dijo la madre de Sherman—. Pues bien, cuando ya nos íbamos, me dijo… Bueno, antes tendría que decir que Inez y Herbert se habían tomado dos gin tonics por cabeza, y que Papá se tomó sus tres martinis, y que cenamos con vino, y cuando nos íbamos ella me dijo…
—Celeste, esa noche veías doble, o triple… Sólo me tomé un martini.
—Bueno, quizá no fueron tres. Sólo dos.
—Celeste…
—Da igual. La cuestión es que la dueña pensó que era mucho alcohol, y me dijo: «Mis clientes preferidos son la gente de cierta edad. Hoy en día, son los únicos que todavía beben un poco.» ¡Gente de cierta edad! A saber cómo creía esa mujer que me sentaría semejante expresión…
—Seguro que cree que tienes veinticinco años —dijo el padre de Sherman. Luego, dirigiéndose a Judy—: De repente resulta que estoy casado con una «cinta blanca».
—¿Qué es eso de «cinta blanca»?
—Otro capítulo de la prehistoria[15] —murmuró él—. O quizá es que esroy casado con Miss Moda. Siempre has estado al día, Celeste.
—Sólo comparada contigo, cariño. —Sonrió y apoyó la mano en el brazo de su esposo—. No te privaría de tus martinis por nada del mundo. Y mucho menos de tu Talbot.
—Talbot no me preocupa —dijo el León.
Sherman había oído contar al menos cien veces la historia de cómo le gustaba a su padre que le preparasen los martinis, y Judy debía de haberla oído contar al menos veinte veces, pero no le importaba gran cosa. La que se ponía nerviosa con todo eso era su madre. Para él, aquello era sólo un elemento más de una vida confortable. Todo seguía siendo igual que siempre. Y así quería que fuese este fin de semana; todo igual, igual, igual, limitado por un par de gruesas cuerdas.
El solo hecho de salir del apartamento, entre cuyas paredes todavía pesaba su frase ¿Puedo hablar con Maria, por favor?, ya había sido bastante positivo. Judy había ido a la playa el día anterior por la tarde, en la rubia, con Campbell, Bonita y Miss Lyons, la niñera. Él lo hizo por la noche, en el Mercedes. Por la mañana, con el coche aparcado delante del garaje situado en la parte trasera del gran caserón familiar de Old Drover's Mooring Lane, lo había revisado de punta a cabo a la luz del sol. No había rastro alguno del accidente, ninguno, al menos, que él fuese capaz de detectar… Esta mañana todo era más luminoso y feliz, incluida Judy. Durante el desayuno su esposa había estado charlando tranquilamente. En este mismo momento miraba sonriente a los padres de Sherman. Parecía relajada… y, la verdad, hasta bonita, muy chic… con su polo y su suéter Shetland de color amarillo claro, y los pantalones blancos … No era joven, pero poseía esos rasgos delicados que no envejecen mal… Un pelo adorable… Los regímenes, las malditas horas en el gimnasio… y los años… se habían cobrado su peaje en aquellos pechos que ya no eran lo que fueron, pero seguía teniendo buen tipo… un cuerpo pequeño y firme… Sherman sintió un débil temblor… Tal vez esta noche… ¡o a media tarde…! ¿Por qué no…? Así llegaría el deshielo, el renacimiento de la primavera, el regreso del sol… unos cimientos más sólidos… Si ella estuviese de acuerdo, seguramente, luego… aquel feo asunto… habría terminado… Tal vez todos los asuntos feos estuviesen a punto de terminar para siempre. Habían transcurrido ya cuatro días, y no había aparecido ni la más mínima mención en la prensa, ni un solo suelto que dijese que le había ocurrido algo espantoso a un chico alto y delgado cuando se encontraba en una rampa del Bronx. Nadie había llamado a su puerta. Además, la que conducía era ella. Así lo había expresado la propia Maria. Y, pasara lo que pasase, él se encontraba en una posición moralmente correcta. (De Dios no tenía por qué temer nada.) Lo único que había hecho era luchar en defensa de su propia vida y la de ella…
Quizá todo aquello no fuese más que un aviso de Dios. ¿Por qué no se decidían, él y Judy, a alejarse con Campbell de toda esa locura de Nueva York… de la megalomanía de Wall Street? ¿Quién que no fuese un ser arrogante querría ser un Amo del Universo… y jugársela como él había estado jugándosela? ¡Un aviso muy serio! Dios mío, te juro que a partir de ahora… Podían, por ejemplo, vender el apartamento e irse a vivir todo el año en Southampton… o irse a Tennessee… Tennessee… Su abuelo, William Sherman McCoy, se instaló en Nueva York, procedente de Knoxville, a los treinta y un años… Era un palurdo a los ojos de los Browning y compañía. Y bien. ¿Qué tenía de malo ser un palurdo, un buen destripaterrones norteamericano? El padre de Sherman le había llevado una vez a Knoxville. Y había visto la casa, la preciosa casa en donde nació y se crió su abuelo… Un pueblo pequeño y encantador, un pueblo sobrio, tranquilo, Knoxville… Podía perfectamente irse a vivir allí, conseguir un trabajo como broker local, un empleo digno, un empleo sano y responsable en el que no hiciera falta estar todo el día tratando de hacer que el mundo diese vueltas, un empleo de los de horario de oficina, de nueve a cinco o como fueran las costumbres en Knoxville; de 90.000 a 100.000 dólares al año, una décima parte, o menos, de esa locura que ahora necesitaba ganar, y le bastaría… una casa georgiana con porche a un lado… media o una hectárea de césped verde, una máquina cortacésped pequeña, que él mismo pudiese utilizar cuando fuera necesario, un garaje con puerta de apertura automática, accionada desde dentro del coche, una cocina con un tablón magnético en donde dejar recados, una vida hogareña, una vida amorosa, Nuestro Pueblo…
Judy sonreía ahora en respuesta a algún comentario del padre de Sherman, y el León sonreía también, complacido por su propio ingenio, y la madre de Sherman les sonreía a los dos, y, en las mesas de más allá, Pollard sonreía, y Rawlie sonreía, y el embajador Sanderson, con su flacura de anciano, sonreía, y el suave sol de comienzos de junio, junto al mar, calentaba los huesos de Sherman, y, por vez primera en las dos últimas semanas, por fin se relajó, y sonrió a Judy y a su padre y a su madre, como si hubiese estado prestando atención a sus chanzas.
—¡Papá!
Campbell llegó corriendo desde la arena, desde la luz deslumbrante, se subió de un salto a la terraza y se coló por entre las mesas.
—¡Papá!
Estaba resplandeciente. Pronto cumpliría los siete años, y había cambiado sus rasgos de bebé por los de una niña de brazos y piernas delgados, de muslos firmes, sin una sola imperfección en ninguna parte de su cuerpo. Llevaba puesto un traje de baño rosa con las letras del alfabeto estampadas en blanco y negro. Le brillaba la piel bajo el sol. Su sola imagen… la visión de aquella criatura, fomentó renovadas sonrisas en el abuelo, en la abuela, en Judy. Sherman sacó las piernas de debajo de la mesa y abrió los brazos. Quería que Campbell corriera directamente hacia su abrazo.
Pero la niña se detuvo de repente. No había ido a buscar su cariño.
—Papá. —Campbell jadeaba. Tenía que formularle una pregunta muy importante—. Papá.
—Dime, pequeña.
—Papá. —Respiraba con dificultad.
—Tranquila, mi niña. ¿Qué querías?
—Papa… ¿Tú qué haces?
¿Qué hacía él?
—¿Qué hago? ¿A qué te refieres?
—Mira, el papá de MacKenzie hace libros, y tiene ochenta personas que trabajan para él.
—¿Eso te ha contado MacKenzie?
—Sí.
—¡Caramba! ¡Ochenta personas! —dijo el padre de Sherman, con la voz que empleaba para hablar con los niños—. ¡Caramba, caramba, caramba!
Sherman podía imaginar fácilmente qué pensaba el León de Garland Reed. Garland había heredado la imprenta de su padre, y durante diez años se había limitado a evitar que el negocio se hundiera. Los «libros» que «hacía» eran en realidad impresiones de obras que publicaban las editoriales, y los productos de los que se encargaba su imprenta no pasaban de ser manuales, folletos de diversos clubs, contratos empresariales e informes anuales, de modo que no tenían relación alguna con lo litetario. En cuanto a sus ochenta empleados, bueno, en realidad sólo eran ochenta desgraciados manchados de tinta, linotipistas, impresores, etcétera. En la cumbre de su carrera, el León había tenido a sus órdenes un total de doscientos abogados de Wall Street, casi todos graduados de las mejores universidades, y siempre atentos a su látigo.
—¿Y tú, qué haces? —preguntó Campbell, que empezaba a impacientarse. Quería regresar junto a MacKenzie para informarle, y necesitaba poder darle datos que la dejaran muy impresionada.
—Y bien, Sherman, ¿qué vas a contestarle? —le dijo su padre con cierta sorna—. Yo también quiero escuchar tu respuesta. A menudo me pregunto qué hacéis exactamente tú y los que trabajan contigo. Campbell, creo que le has hecho una pregunta excelente.
Campbell sonrió, aceptando sin ironía las alabanzas de su abuelo.
Una ironía, pensó Sherman, que llegaba en un mal momento. Al León siempre le fastidió que su hijo no hubiese entrado en algún bufete. El hecho de que Sherman acabara metiéndose en el negocio de los bonos no le gustó al principio, y su opinión sólo había empeorado desde que a Sherman comenzaron a irle tan bien las cosas. Sherman empezó a enfurecerse. No podía presentar, como si tal cosa, una imagen de sí mismo como Amo del Universo, no podía hacerlo porque su padre y su madre y Judy estaban pendientes de sus palabras. Al mismo tiempo, no podía ofrecerle a Campbell una imagen modesta, decir que era, simplemente, un vendedor, ni siquiera que era el mejor vendedor de bonos de su empresa. Al fin y al cabo, eso sonaría pomposo sin ser preciso ni capaz de impresionar a unos oídos infantiles. De hecho, para Campbell aquella definición carecería de significado. Y Campbell seguía delante de él, jadeando, preparada para salir corriendo otra vez junto a su amiguita, cuyo papá hacía libros y tenía ochenta personas a sus órdenes.
—Pues, mira, cariño, trabajo con bonos. Los compro, los vendo, los…
—¿Qué son bonos?
La madre de Sherman se puso a reír:
—¡Como no te expliques mejor, Sherman…!
—Mira, pequeña, los bonos son… Un bono es… Vamos a ver, no sé cuál será la mejor forma de explicártelo.
—Explícamelo a mí, Sherman —le dijo su padre—. Debo de haber preparado unos cinco mil contratos de compraventa de bonos y cada vez me quedaba dormido antes de adivinar por qué podía haber gente que quisiera comprarlos.
Eso te ocurría, sencillamente, porque tú y tus doscientos abogados de Wall Street no erais más que funcionarios de los Amos del Universo, pensó Sherman, más fastidiado a cada segundo que transcurría. Vio que Campbell se había quedado mirando consternada a su abuelo.
—Tu abuelo bromea, pequeña. —Lanzó una mirada muy severa hacia su padre—. Un bono es una forma de tomar dinero prestado. Digamos, por ejemplo, que quieres construir una carretera, y que no es una carretera pequeñita sino una gran autopista, como la que tomamos el año pasado cuando fuimos a Maine. O bien, supongamos que quieres construir un gran hospital. Pues bien, cualquiera de esas cosas requiere mucho dinero. Mucho más del que conseguirías si se lo pidieses a un banco. Para lograr todo ese dinero tendrías que hacer una emisión de bonos.
—¿Construyes carreteras y hospitales, papá? ¿Es eso lo que haces?
Su padre y su madre se pusieron a reír. Sherman les miró en son de reproche, lo cual sólo provocó más risas. Judy sonreía, quizá con un guiño de simpatía, pensó Sherman.
—No. No soy exactamente yo quien construye esas cosas, hija mía. Yo me encargo de los bonos, y los bonos hacen posible que…
—¿Ayudas a construir carreteras y hospitales?
—En cierto sentido, sí.
—¿Cuáles?
—¿Cuáles?
—Has dicho que carreteras y hospitales.
—Ya. Pero no me refería a ningún caso en partícular.
—¿La carretera de Maine?
El padre y la madre de Sherman hacían ahora muecas y visajes, adoptaban esas retorcidas y enfurecedoras expresiones de quien trata de contener la risa sin demasiado éxito.
—No, no…
—¡Me parece que te has metido en un aprieto, Sherman! —dijo su madre. La palabra aprieto había estado a punto de convertirse en un estallido de carcajadas.
—No, la carretera de Maine en particular, no —dijo Sherman, haciendo caso omiso de la observación—. A ver si puedo explicártelo de otra manera.
—Déjame que lo intente yo —interrumpió Judy.
—Bien… De acuerdo.
—Mira, Campbell —dijo Judy—, papá no construye carreteras ni hospitales, ni tampoco ayuda a construirlos, pero se encarga de los bonos que emite la gente que reúne el dinero.
—¿Cómo?
—Sí. Imagina que un bono es como un pedazo de pastel, y que tú no te encargaste personalmente de hacer el pastel, pero que cada vez que le das un pedazo de pastel a alguien, cae de ese pedazo una migaja, un pedacito pequeñísimo, y que cada vez te puedes quedar ese pedacito.
Judy sonreía, y Campbell también, pues parecía comprender que todo eso era algo así como un chiste, una especie de cuento de hadas basado en lo que hacía su papá.
—¿Pedacitos? —dijo Campbell, como animando a su madre a que siguiera.
—Sí —dijo Judy—. Tienes que imaginar unas miguitas muy pequeñas, pero no una, sino muchas, muchísimas. Si te pones a repartir a todo el mundo un número suficiente de pedazos de pastel, pronto te encontrarás con que tienes suficientes migajas como para hacer un pastel gigantesco.
—¿Un pastel de verdad? —preguntó Campbell.
—No. Tienes que pensar en un pastel imaginario. —Judy miró a los padres de Sherman, buscando su aprobación para esta forma ingeniosa de definir el negocio de los bonos. Los abuelos de Campbell sonrieron, pero no muy convencidos.
—Me temo que no estás aclarándole mucho las cosas —dijo Sherman—. Dios mío… migajas. —Sonrió, como para mostrar que ya se daba cuenta de que todo aquello no era más que un entretenimiento inocente. De hecho… estaba acostumbrado a la actitud despectiva de Judy respecto a Wall Street. Pero lo de las migajas no le había gustado nada.
—Creo que esa metáfora no está nada mal —dijo Judy, sonriendo también. Luego se volvió a su suegro—: Voy a dar un ejemplo real, y tú, John, juzgaras…
John. Aunque toda esa historia de las… migajas… era un poco rara, la primera señal percibida por Sherman de que las cosas no iban demasiado bien fue ese uso del nombre propio. Su padre y su madre le habían pedido siempre a Judy que les tratara con la máxima familiaridad, pero a ella no le resultaba sencillo, y procuraba evitarlo. De modo que este John era inesperado. Una advertencia. Incluso el padre de Sherman pareció ponerse en guardia.
Judy se lanzó a explicar el proyecto de los Giscard. Luego, dirigiéndose a su suegro, añadió:
—Pierce & Pierce no hace esa emisión de bonos en nombre del gobierno francés, ni tampoco le compra esos bonos al gobierno francés, sino a quienquiera que se los haya comprado ya al gobierno francés. De modo que las transacciones de Pierce & Pierce no tienen nada que ver con ningún proyecto de construcción o desarrollo del gobierno francés. Todo eso ya está hecho, mucho antes de que Pierce & Pierce entre en escena. De modo que esos bonos son algo así como… pedazos de pastel. Un pastel de oro. Pierce & Pierce va coleccionando millones de maravillosas —se encogió de hombros— migajas de oro.
—Llámales migajas, si quieres —dijo Sherman, tratando de fingir que no se había molestado, pero sin conseguirlo.
—Bueno, no se me ocurre ninguna imagen mejor —dijo animadamente Judy. Luego, dirigiéndose a sus suegros—: La verdad es que resulta difícil de explicar el negocio de los bonos a alguien de menos de veinte años. O tal vez de treinta.
Sherman se fijó ahora en que Campbell había adoptado una expresión muy triste.
—Campbell —le dijo—, ¿sabes una cosa? Me parece que mamá quiere que cambie de profesión. —Y sonrió, como si aquella discusión fuese una de las más divertidas de los últimos años.
—En absoluto —rió Judy—. ¡No me quejo de tus migajas de oro!
Migajas… ¡Ya basta! Sherman notaba que su furia aumentaba por momentos. Pero siguió sonriendo:
—Quizá podría probar en el campo de la decoración. Oh, disculpa, quería decir diseño de interiores.
—No creo que estés hecho para ese trabajo.
—No sé, no sé. Debe de ser divertido buscar pufs y cortinas y cretonas para, ¿cómo se llaman ésos, los italianos a los que les decoraste la casa, los Di Ducci?
—No sé si es tan divertido como tú crees.
—Bueno, pues llamémoslo creativo, ¿de acuerdo?
—Mira… como mínimo puedo decir: eso es lo que yo he hecho. Algo tangible…
—Para los Di Ducci.
—Aunque lo haga para gente superficial y vanidosa, como mínimo lo que yo hago es real, algo que se puede describir, algo que contribuye a que los seres humanos sean más felices, aunque sea de forma meretriz y temporal, algo que les puedes explicar a tus hijos. Porque, vamos a ver, ¿se puede saber qué os contáis los unos a los otros en Pierce & Pierce, día tras día?
De repente, un gemido. Campbell. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Sherman la rodeó con sus brazos, pero la niña mantuvo el cuerpo rígido.
—¡Tranquilízate, cariñito!
Judy se puso en pie, se acercó, y también la rodeó con sus brazos.
—¡Oh, Campbell, Campbell, corazoncito mío! Papá y yo sólo estábamos tomándonos el pelo.
Pollard Browning les miraba. Y Rawlie también. Rostros de todas las mesas de alrededor se fijaban en la pobrecita niña.
Como los dos intentaban abrazar a Campbell, Sherman notó que su cara estaba muy próxima a la de Judy. Sintió deseos de estrangularla. Echó una ojeada a sus padres. Estaban ambos horrorizados.
Su padre se puso en pie:
—Voy a por un martini —dijo—. Sois excesivamente modernos para mi gusto.
¡Sábado! ¡En el SoHo! Tras una espera de menos de veinte minutos, Larry Kramer y Rhoda, su mujer, y Greg Rosenwald y Mary Lou, su pareja estable, y Herman Rappaport y Susan, su mujer, habían logrado instalarse en una mesa junto a la ventana del Haiphong Harbor Restaurant. Afuera, en West Broadway, hacía un día tan centelleantemente claro y primaveral que ni siquiera la mugre del SoHo podía oscurecerlo. Que ni siquiera la envidia que Greg Rosenwald le inspiraba a Kramer podía oscurecerlo. Él y Greg y Herman habían sido compañeros de curso en la New York University. Y habían trabajado juntos en el comité de actividades estudiantiles. Herman era ahora uno de los editors de Putnam, la gran editorial, y había sido en buena medida gracias a él que Rhoda encontró su empleo en Waverly Place Books. Kramer, por su parte, era uno de los doscientos cuarenta y cinco vicefiscales de distrito del Bronx. Pero Greg, Greg, con su vestir modernoso y su adorable Mary Lou la Super Rubia a su lado, era uno de los redactores del Village Voice. Hasta ahora, Greg era el único de los tres cuya estrella se había elevado de verdad. Una circunstancia que se notó desde el instante mismo en que se sentaron a la mesa. Cuando alguno de los otros quería hacer una observación, la expresaba mirando a Greg.
Así, Herman miraba a Greg cuando dijo:
—¿Habéis estado en Dean and DeLuca? ¿Os habéis fijado en los precios? Salmón… ahumado… escocés… ¡a treinta y tres dólares la libra! Susan y yo hemos ido hoy.
Greg sonrió con expresión de sabelotodo.
—Esa tienda es para la Short Hills Seville Set.
—¿Short Hills Seville Set? —preguntó Rhoda. Mi esposa, tan tonta que sólo sabe dar pie para que los otros se luzcan, pensó Larry. Es más, le miró con esa sonrisa que suele adoptar la gente cuando sabe de antemano que la respuesta será ingeniosísima.
—Sí —dijo Greg—. Echa una ojeada ahí afuera. —Esto dicho con acento tan atroz como el de Rhoda—. Un coche de cada dos es un Cadillac Seville con matrícula de Jersey. Y fíjate en cómo viste esa gente. —No sólo hablaba con un acento atroz, sino que, encima, hablaba con esa potencia de 300 vatios que es la marca de fábrica de David Brenner, el cómico—. Viven como marajás en esos pisos estilo georgiano de Short Hills, pisos de seis dormitorios, no creas, y visten cazadoras de aviador y tejanos, y tienen Cadillacs modelo Seville y cada sábado vienen en coche al SoHo.
Pese al ofensivo acento, Rhoda y Herman y Susan rieron con expresiones de admiración, como si aquel imbécil fuese el único que estuviera en el ajo. La única que no parecía sentirse muy impresionada por esta demostración de desdén esnob fue Mary Lou la Super Rubia Ojazos. Kramer decidió que, si se le ocurría alguna frase brillante, la diría mirándola a ella.
Greg se había lanzado a hacer una disquisición sobre los elementos burgueses que estaban invadiendo últimamente el barrio de los artistas. ¿Por qué no empezaba señalándose a sí mismo como primer culpable de aquel delito? Menuda pinta. Una barba pelirroja y ondulada, tan enorme como la del rey de corazones, bajo la que ocultaba su hundido y diminuto mentón… una americana de tweed verde negruzco, con hombreras enormes y solapas anchas, con el vértice a la altura de sus costillas… una camiseta negra con el logo del grupo Pus Caserole en mirad del pecho… pantalones negros con remaches metálicos… el cabello engominado, con ese look húmedo que resultaba tan… tan Post-Punk, tan Downtown, tan… moderno… Pero de hecho no era más que un buen chico judío de Riverdale, es decir del Short Hills de la ciudad de Nueva York, y sus padres vivían en una bonira y gran casa estilo colonial, o Tudor, o lo que fuera… Un insignificante personajillo de clase media… un colaborador del Village Voice, un enterado, propietario de Mary Lou Super-piernas… Greg había empezado a vivir con Mary Lou cuando ella era alumna del seminario sobre periodismo de investigación que él estuvo dando hacía un par de años en la Universidad de Nueva York. Mary Lou tenía un tipazo impresionante, unos pechos sobresalientes, y el clásico aspecto wasp. En la Universidad de Nueva York, destacaba como un ser procedente de otro planeta. Kramer solía llamarla Mary Lou Amado-Greg, porque era una forma de decir que la chica había abandonado su verdadera identidad para poder vivir con Greg. Aquella chica era un fastidio para todos. Era un fastidio para Kramer, sobre todo. Porque Kramer la encontraba densa, distante… intensamente deseable. Le recordaba a la chica del pintalabios marrón. Y esto era lo que hacía más envidiable a Greg, el hecho de que poseyera a esa criatura despampanante, y que la poseyera sin haber asumido obligación alguna, sin haber tenido que meterse en una colmena del West Side, sin cargar con ninguna niñera inglesa, sin tener que contemplar impotente cómo su mujer se iba convirtiendo paulatinamente en una mamá de aldea judía… Kramer lanzó una mirada a Rhoda, miró a su rostro saludable y gordezuelo, e inmediatamente se sintió culpable. Kramer quería a su hijo, y estaba atado a Rhoda, para siempre, en una unión sagrada… y sin embargo… ¡Esto es Nueva York! ¡Y aún soy joven!
Apenas prestó atención a lo que decía Greg. Su mirada erraba de un lado para otro. Durante un momento sus ojos se cruzaron con los de Mary Lou. Los ojos de Mary Lou sostuvieron su mirada. Tal vez… Pero no podía sostener eternamente esa mirada. Volvió la vista hacia la ventana y miró a la gente que caminaba por West Broadway. Casi todo el mundo era joven, o juvenil, todos tan elegantes, burbujeantes, con su ropa punky de lujo en aquel perfecto sábado de finales de primavera.
Y, allí y entonces, sentado a la mesa del Haipliong Harbor, Kramer juró que también él formaría parte de ese mundo. La chica del pintalabios marrón…
…había sostenido su mirada, y él había sostenido la de ella, cuando fue emitido el veredicto. Kramer ganó la batalla. Había convencido al jurado, y hundido a Herbert, cuya sentencia sería de tres a seis, como mínimo, pues ya tenía antecedentes, una condena por un delito de mayor cuantía. Kramer había hecho gala de toda su dureza, toda su temeridad, toda su astucia, y había ganado. Y había conquistado a la chica del pintalabios marrón. Cuando el portavoz del jurado, un negro llamado Forester, anunció el veredicto, Kramer miró a los ojos de la chica, y ella miró a los de él, y permanecieron así durante lo que a Kramer le pareció un largo rato. Seguro.
Kramer trató de cruzar de nuevo su mirada con la de Mary Lou pero no lo consiguió. Rhoda estaba estudiando la carta. Le oyó preguntarle a Susan Rappaport si había comido algo antes de ir al restaurante. Le oyó preguntárselo con su penoso, con su incomprensible acento.
A lo cual, con un acento no menos penoso, no menos incomprensible, Susan repuso:
—No. ¿Y tú?
—Me moría de ganas de salir de casa. Hasta dentro de dieciséis años no podré repetir una salida como ésta.
—¿En serio?
—No sabes lo que es: venir al SoHo simplemente porque me aperecía venir al SoHo. O ir a cualquier parte. Pronto se me acaba. La niñera nos deja el miércoles.
—¿Y por qué no buscas a otra persona?
—¿Bromeas? ¿Quieres saber cuánto nos cobra esa mujer?
—¿Cuánto?
—Quinientos veinticinco dólares a la semana. Mi madre nos lo ha pagado. Cuatro semanas solamente.
Muchas gracias, Rhoda. Sigue así. Cuéntales a estas charlatanas que tu marido no puede ni siquiera permitirse el lujo de pagar a una niñera. Kramer vio que los ojos de Susan dejaban de mirar a Rhoda para volverse hacia la calle. En la acera, justo al otro lado del cristal, un joven miraba hacia el interior del restaurante. Si no hubiera sido por el grueso cristal, habría metido la cabeza hasta el centro mismo de la mesa. Y el tipo siguió mirando, mirando, mirando, hasta rozar casi el cristal con la punta de la nariz. Los seis que estaban sentados a la mesa se habían vuelto, pero, al parecer, él no les veía. Tenía una cara delgada, sin arrugas, joven, con el pelo rizado de color castaño. Con su camisa abierta y el cuello de su chaquetón azul marino, parecía un joven aviador de los primeros tiempos.
Mary Lou Caricias se volvió hacia Susan y le dirigió una mirada maliciosa:
—Tendríamos que preguntarle si ha comido ya.
—Hummmmmm —dijo Susan, que, al igual que Rhoda, ya había adquirido su primera capa subcutánea de matrona.
—Yo diría que tiene hambre —dijo Mary Lou.
—Yo diría que es un subnormal —dijo Greg. Greg se encontraba a menos de un palmo del joven, y el contraste entre el aspecto enfermizo de Greg, que tenía pinta de comadreja ex hippie de Downtown, y el rostro sonrosado y sanote del joven, era increíble. Kramer se preguntó si se habrían fijado los demás. Mary Lou debía de haberlo notado. Este gilipollas barbudo de Riverdale no se la merecía.
Kramer volvió a encontrarse un momento con la mirada de Mary Lou, pero ella se concentró de nuevo en el joven de la ventana, que, desconcertado por el reflejo, terminó retirándose y alejándose West Broadway arriba. En la espalda de su cazadora llevaba un relámpago dorado sobre el cual se leía: RADARTRONIC SECURITY.
—Radartronic Security —dijo Greg en un tono que subrayaba que aquel chico no era más que una cifra, un don nadie, pese a que hubiese impresionado a Mary Lou.
—Pues si crees que trabaja en alguna empresa de seguridad, te equivocas —dijo Kramer. Estaba decidido a atrapar la atención de Mary Lou.
—¿Por qué? —dijo Greg.
—Porque yo conozco muy bien a los empleados de esas empresas, los veo cada día. Si de ello dependiera mi vida, no contrataría jamás a ningún guardia de seguridad de Nueva York. No hay ni uno que no sea apache.
—¿Apache? —preguntó Mary Lou.
—Que no haya sido condenado al menos una vez por algún delito con agravante de violencia.
—Venga, venga —dijo Herman—. Es imposible.
Kramer había logrado llamar la atención de todos. Estaba haciendo su papel de hombre duro, el Macho del Bronx.
—Bueno, quizá no todos, pero como mínimo un sesenta por ciento de esos guardias. Tendrías que venir una mañana a ver lo que ocurre en las horas que dedicamos al regateo en torno a la clasificación de los delitos en los juzgados. Una de las formas de buscar una rebaja de la categoría delictiva, y por lo tanto del grado de sentencia, consiste en declarar que el acusado tiene un empleo. Si lo tiene, se supone que eso demuestra que está arraigado en la comunidad y esas cosas. De modo que el juez suele preguntarles a esos chicos si trabajan en algún sitio. Bueno, y estoy hablando de chicos a los que se acusa de atraco a mano armada, robo con escalo, homicidio, intento de homicidio, de todo. Y no hay ninguno que, en caso de tener trabajo, no nos salga con lo de que «Soy guardia de seguridad». En serio. ¿Qué clase de gentuza creéis que acepta esos trabajos? Pagan el salario mínimo, aburren a cualquiera y, cuando el trabajo no resulta aburrido, siempre es desagradable o incluso muy peligroso.
—Es posible que puedan hacerlo mejor que otros —dijo Greg—. Les gusta meterse en jaleos, y saben manejar armas.
Rhoda y Susan rieron. Qué ingenioso, qué ingenioso.
Mary Lou no rió. Siguió mirando a Kramer.
—Sin duda —dijo Kramer. No quería perder el mando de la situación, ni la mirada de esos ojos azules de grandes pechos—. En el Bronx, todo el mundo lleva armas. Voy a contaros un caso que acabo de ganar.
¡Ahhhh! Era su oportunidad de contarles cómo se había producido el triunfo del Pueblo contra ese desesperado asesino que se hacía llamar Herbert 92X, de modo que se zambulló en su relato. Pero Greg se dedicó a ponerle obstáculos desde el principio. En cuanto oyó ese nombre, Herbert 92X, le interrumpió para contar un reportaje sobre cárceles que había escrito para el Village Voice.
—Si no fuera por los musulmanes, las prisiones de esta ciudad estarían auténticamente descontroladas.
Menuda mentira, pero Kramer no quería empezar una discusión sobre los musulmanes y las anécdotas de Greg. De modo que dijo:
—En realidad, Herbert no es musulmán. Vamos, me parece que los musulmanes no suelen frecuentar los bares, ¡no?
La historia avanzaba lentamente. Greg estaba enterado de todo. Lo sabía todo sobre los musulmanes, las cárceles, la delincuencia y la vida callejera de aquella ciudad superpoblada. Y comenzó a darle la vuelta a la historia de Kramer, a lograr que se volviera contra él. ¿Por qué, quiso saber, tenían tantísimas ganas de condenar a un hombre que no había hecho más que seguir el mandato de su instinto, que sólo había tratado de salvar su propio pellejo?
—¡Pero Herbert mató a un hombre, Greg! ¡Y con un arma que llevaba siempre encima, rutinariamente, y para la que no tenía permiso!
—Ya, pero piensa en la clase de trabajo que hace… Una ocupación peligrosa, sin duda alguna. Tú mismo decías hace poco que en el Bronx todo el mundo lleva armas.
—¿La clase de trabajo que hace? Bien, pensemos en su trabajo. ¡Trabaja para un delincuente!
—Y qué quieres, ¿que trabaje para la IBM?
—Lo dices como si fuera imposible. Tendrías que saber que la IBM tiene muchos programas para dar empleo a las minorías. Pero Herbert no hubiese aceptado un trabajo así aunque se lo regalasen. Herbert es un jugador. Un buscavidas que trata de encubrir su verdadera naturaleza con la capa de esa supuesta religiosidad, pero luego, ¿cómo vive? Sigue siendo un tipo infantil, caprichoso, excéntrico, irresponsable…
De repente Kramer se dio cuenta de que estaban mirándole, todos, de una forma bastante extraña. Rhoda… Mary Lou… Le miraban como se mira a un reaccionario que por fin está dando la cara. Había ido demasiado lejos en su ataque contra Herbert… Estaba cantando la canción del Sistema, con sus acentos más reaccionarios… Parecía una de aquellas discusiones que habían sostenido en sus tiempos de universitarios, con la diferencia de que todos ellos habían cumplido ya los treinta, y le miraban como si hubiese hecho o dicho algo imperdonable. Y Kramer supo al instante que no habría modo de explicarles en unos minutos todo lo que había tenido que ver durante los últimos seis años. Ninguno de ellos lo entendería, y, menos que nadie, Greg, que había agarrado su triunfo sobre Herbert y se lo estaba haciendo tragar por la fuerza.
Las cosas estaban yéndole tan mal que Rhoda se sintió forzada a acudir en su ayuda.
—No lo entiendes, Greg —dijo—. No tienes ni idea de los casos con los que Larry tiene que enfrentarse. Hay siete mil causas judiciales cada año en el Bronx, y los juzgados sólo pueden resolver quinientos casos anuales. Es imposible que analicen hasta el último matiz de cada encausamiento, que tomen en consideración todo eso que tú decías.
—Imagino fácilmente cómo le habrán explicado eso al tal Herbert.
Kramer alzó la vista al techo del Haiphong Harbor.
Estaba pintado de negro y cruzado por toda clase de conductos, tubos y pantallas de luz. Recordaba unos intestinos. ¡Y que su propia mujer le hiciera eso! No se le había ocurrido mejor forma de defenderle que diciendo: «Mirad, Larry tiene que ir metiendo en la cárcel a tantísimos negros y latinos, que le falta tiempo para verles como individuos. No le tratéis con tanta severidad.» Kramer se había esforzado de verdad en el caso de Herbert 92X, lo había llevado con brillantez, había mirado a los ojos del propio Herbert, había vengado a Nestor Cabrillo, la víctima, el padre de cinco hijos: ¿y qué pago recibía ahora? Tener que defenderse a sí mismo ante aquella pandilla de intelectualoides modernos mientras comía en un bistro moderno del modernísimo SoHo.
Pasó revista a los comensales. Incluso Mary Lou le miraba mal. Aquella jamona de grandes pechos resultaba ahora tan modernosa como los demás.
Sí. Pero había alguien que entendía el caso de Herbert 92X, que sabía cuán brillante había sido su actuación, que comprendía lo justo del veredicto que él había conseguido, y, al lado de ella, Mary Lou Pechugona no era más que…
Por un momento captó de nuevo la mirada de Mary Lou, pero ya no brillaba.