Esta vez la explosión del teléfono le produjo auténtica taquicardia; cada contracción lanzaba grandes masas de sangre a presión hacia su cabeza… ¡un infarto! ¡Estaba a punto de tener un infarto! ¡Un infarto en la soledad de aquella mierda de apartamento norteamericano…! ¡Un infarto! El pánico despertó al monstruo. El monstruo salió a superficie y asomó el hocico.
Fallow abrió un ojo y vio el teléfono, sobre la alfombra de estreptolón. Estaba mareado, y eso que ni siquiera había intentado levantar la cabeza. Ante su cara flotaban cuajarones de porquería ocular. La sangre latiente le estaba batiendo la yema mercurial de su cabeza, formaba cuajarones que le salían por los ojos. El teléfono volvió a estallar. Cerró los ojos. El hocico del monstruo le rozaba el párpado. Ese asunto de la paidofilia…
¡Y pensar que la noche anterior había empezado tan tranquilamente!
Como le quedaban sólo cuarenta dólares para tirar otros tres días, hizo lo acostumbrado en esas situaciones. Telefoneó a un yanqui. Telefoneó a Gil Archer, el agente literario, casado con una mujer cuyo nombre Fallow no lograba recordar jamás. Le insinuó que podían cenar juntos en el Leicester's, y le dejó entender que él iría acompañado también de una chica. Archer llevó a su esposa, mientras que él se presentó solo. Naturalmente, dadas las circunstancias, Archer, con su típica actitud pusilánime de yanqui educado, se hizo cargo de la cuenta. Una velada tranquila; una velada breve; una velada rutinaria para un inglés vecino de Nueva York: la cena, con un yanqui de pagano; en realidad, Fallow pensaba irse a casa en cuanto se levantara de la mesa. Pero entonces llegaron Caroline Heftshank y ese italiano, un artista amigo de ella, Filippo Chirazzi se llamaba, y se sentaron a su mesa, y Archer les preguntó si querían tomar una copa, y Fallow dijo que por qué no pedían otra botella de vino, de modo que Archer pidió otra botella de vino, se la bebieron, y luego se bebieron otra y otra y otra, y a estas alturas el Leicester's estaba atestado de gente, lleno de las caras de siempre, y Alex Britt-Withers les mandó a un camarero para ofrecerles una ronda a cuenta de la casa, lo cual hizo que Archer se sintiera mundanamente triunfal, reconocido su savoir faire por el dueño del local —a los yanquis les emocionaban mucho estas cosas—, y Caroline Heftshank no paraba de darle abrazos y besos a Chirazzi, su italiano, que mostraba constantemente su perfil a todos los presentes, como si todos ellos tuvieran que sentirse orgullosos de poder respirar el mismo aire que él. St. John se les acercó porque quería admirar al joven Signor Chirazzi, para disgusto de Billy Cortez, y el Signor Chirazzi le dijo a Sr. John que los pintores tienen que pintar «con ojos de niño», y St. John repuso que también él trataba de mirar el mundo «con ojos de niño», a lo cual Billy Cortez repuso por su parte: «Ha dicho de niño, no de paidófilo.» El Signor Chirazzi siguió posando, exhibiendo su alargado cuello y su nariz a lo Rodolfo Valentino por encima de una ridícula camisa azul eléctrico punk, con un cuello diminuto y una relampagueante corbata rosa, y entonces Fallow dijo que era mucho más posmoderno pintar con ojos de paidófilo que con ojos de niño, y le preguntó a Chirazzi que cuál era su opinión al respecto. Caroline, que estaba muy bebida, le dijo que no fuera estúpido; se lo dijo en un tono muy seco, y Fallow retrocedió un poco, sólo pretendía imitar las poses ridículas del italiano, pero con tan mala fortuna que perdió el equilibrio y cayó al suelo. Grandes carcajadas. Cuando se puso en pie estaba mareado, se agarró a Caroline, simplemente para no perder el equilibrio, pero el Signor Chirazzi se lo tomó como una ofensa, como una puñalada dirigida contra su varonil honor italiano, e intentó apartar a Fallow de un empujón, y entonces cayeron Fallow y también Caroline, y Chirazzi trató de lanzarse sobre Fallow, y St. John, vaya usted a saber por qué, se abalanzó sobre el guapo italiano, y Billy Cortez se puso a gritar, y Fallow se levantó a duras penas, tratando de apartar el peso que tenía encima, y Britt-Withers se encontraba en pie a su lado, y gritaba «¡Por Dios!» y entonces cayó encima de Fallow un montón de gente, y todos ellos acabaron saliendo a trompicones por la puerta que daba a Lexington Avenue…
El teléfono volvió a estallar, y Fallow se quedó horrorizado de sólo pensar lo que podía oír si lo descolgaba. No recordaba nada de lo ocurrido a partir del momento en que todos ellos salieron a la acera. Sacó los pies de la cama, y el jaleo de la noche seguía hirviendo y gritando en su cabeza, y tenía todo el cuerpo dolorido. Se arrastró por la alfombra hasta llegar al teléfono, y se tendió junto al aparato. La alfombra tenía un tacto seco, metálico, polvoriento, sucio.
—¿Diga?
—¡Ajáaaaa, Pete! ¡Qué tal, tío!
Era una voz animada, una voz yanqui, una voz neoyorquina, una voz neoyorquina especialmente tosca. A Fallow le hirió más incluso esa voz que el insoportable Pete. Bueno, al menos no era nadie del City Light. Nadie del City Light le hubiese hablado con una voz tan animada.
—¿Quién es? —dijo Fallow. Su propia voz era un animal en una trampa.
—Joder, Pete, ¿vienes de ultratumba? ¿Aún te late el pulso? Soy Al Vogel.
La noticia hizo que Fallow cerrase de nuevo los ojos. Vogel era uno de esos típicos norteamericanos famosos que, vistos desde Inglaterra, cuando la prensa publicaba noticias sobre ellos, parecían gente encantadora, valiente y moralmente admirable. En persona, una vez en Nueva York, siempre producían otra impresión. Eran yanquis, lo que equivale a decir, sosamente aburridos. Visto desde Inglaterra, Vogel era un famoso abogado progresista que se había dedicado a la defensa de causas políticamente impopulares. Había defendido, en efecto, a radicales y pacifistas, al igual que otros colegas suyos: Charles Garry, William Kuntslet y Mark Lane. Lo de impopulares era, por supuesto, una referencia a la impopularidad que tenían esos acusados ante la gente ordinaria. Porque, desde otro punto de vista, las personas defendidas por Vogel habían sido popularísimas, en los años sesenta y setenta, entre periodistas intelectuales, sobre todo en Europa, en donde cualquier persona defendida por Vogel adquiría de inmediato una imagen alada, angelical, aparecía adornado de un halo, una toga, una antorcha. Casi ninguno de esos santos contemporáneos tenía apenas dinero, sin embargo, y Fallow se había preguntado a menudo cómo lograba Vogel ganarse la vida, sobre todo habida cuenta de que los años ochenta no le habían tratado con amabilidad. En los años ochenta, ni siquiera la prensa o los intelectuales mostraban la menor paciencia para con el tipo de clientes que Vogel solía defender: tipos irascibles, furiosos, malhumorados, gente de venas hinchadas y vida miserable. Sin embargo, últimamente Fallow se había tropezado con el famoso abogado en las fiestas más inesperadas. Incluso en la inauguración de algún nuevo aparcamiento.
—Ah, hooola —dijo Fallow, pero su voz acabó convirtiéndose en un gemido.
—He llamado a la redacción, Pete, pero me han dicho que no te habían visto el pelo.
Mal asunto, pensó Fallow. Se preguntó cuándo y por qué le había dado a Vogel el teléfono de su propia casa.
—¿Sigues ahí, Pete?
—Hummmmmmmmmmm. —Fallow mantenía cerrados los ojos. No sabía dónde estaba lo de arriba ni lo de abajo—. No pasa nada. Hoy trabajo en casa.
—Quiero contarte un asunto, Pete. Creo que tienes ahí un notición.
—Hummmmm.
—Pero preferiría no hablarlo por teléfono. Mira, ven a comer conmigo. Podemos encontrarnos a la una en punto, en el Regents Park.
—Hummmm. No sé, Al. El Regent's Park, dices. ¿Dónde está eso?
—En Central Park South, cerca del New York Athletic Club.
—Hummmmm.
Fallow se sentía desgarrado entre las fuerzas opuestas de dos instintos contradictorios. Por un lado, la idea de levantarse del suelo y agitar por segunda vez la espesa yema de su cabeza, y sólo para escuchar a un soso yanqui que ni siquiera se había sabido mantener en la cresta de la ola, y durante una o hasta dos horas… Por otro lado, una comida gratis, en un buen restaurante… El pterodáctilo y el brontosaurio estaban enzarzados en un combate mortal, al borde de un arrecife del Continente Perdido.
Ganó la comida gratis, como casi siempre.
—Bien, Al. Nos veremos a la una. ¿Dónde decías que está ese sitio?
—En Central Park South, Pete, muy cerca del New York A.C. Está muy bien. Tiene vistas al parque. Se ve la estatua ecuestre de José Martí.
Fallow se despidió y, con gran esfuerzo, se puso en pie. La yema mercurial se dejaba caer contra un lado, contra el otro, y, encima, le dio sin querer una patada con el dedo gordo al pie de la cama. El dolor que sintió fue espantoso, pero al menos le permitió que su sistema nervioso se centrara un poco. Se duchó a oscuras. La cortina de plástico era asfixiante. Al cerrar los ojos tenía la sensación de estar cayéndose. De vez en cuando tenía que agarrarse a la tubería de la ducha.
El Regent's Park era uno de esos típicos restaurantes de Nueva York cuya clientela está formada en su mayor parte por hombres casados con sus jóvenes amantes. Estaba decorado con un estilo grandioso, reluciente, solemne, mucho mármol por fuera y por dentro, todo muy estirado, a fin de resultar atractivo para la gente que se hospedaba en los hoteles vecinos, el Ritz-Carlton, el Park Lane, el St. Moritz, el Plaza. En toda la historia de Nueva York, jamás había comenzado nadie el relato de ninguna anécdota con las palabras: «El otro día, estaba comiendo en el Regent's Park cuando …»
Fiel a su palabra, Vogel había reservado una mesa junto a los grandes ventanales. Lo cual no era difícil de conseguir en el Regent's Park. Y, sin embargo, ahí estaba el parque, en pleno esplendor primaveral. Y ahí estaba la estatua ecuestre de José Martí, tal como Vogel le había prometido también. El caballo de Martí estaba levantado de manos, y el gran revolucionario cubano se inclinaba peligrosamente hacia la derecha. Fallow desvió la mirada. Una estatua inestable en pleno parque podía acabar con él.
Vogel estaba tan animado como siempre. Fallow veía el movimiento de sus labios pero no logró oír ni una palabra de lo que le decían. Tenía la sensación de que la sangre había abandonado su rostro, y luego también el pecho y los brazos. Se le enfrió toda la piel. Después, un millón de pececillos al rojo vivo intentaron huir de sus arterias y llegar a la superficie. Comenzó a sudarle la frente. Temió estar muriéndose. Así empiezan los infartos. Lo había leído en alguna parte. Se preguntó si Vogel sabría poner en práctica algún método de resurrección para víctimas de anginas de pecho. Vogel tenía aspecto de abuela. El pelo blanco, no gris blanquecino sino blanco y sedoso como la nieve. Era un hombre bajito y gordinflón. En sus días más gloriosos también tenía un aspecto gordinflón, pero al mismo tiempo enfermizo. Ahora, en cambio, su piel era delicada y sonrosada. En sus manos pequeñitas asomaban los volúmenes de unas viejas venas que recorrían los dorsos hasta los nudillos. Una viejecita animada.
—¿Quieres un aperitivo, Pete? —dijo Vogel.
—No me apetece beber —dijo Fallow, subrayando en exceso la forzosa inapetencia. Pero luego le pidió agua al camarero.
—A mí tráigame un margarita con hielo —dijo Vogel—. ¿Seguro que no prefieres una copa, Pete?
Fallow negó con la cabeza. Lo cual fue un grave error. Un venenoso martilleo le sacudió los sesos.
—¿Sólo una, para que el motor se vaya calentando?
—No, no.
Vogel apoyó los codos en la mesa, se inclinó hacia adelante, y se puso a observar el comedor. Luego, sus ojos se fijaron en una mesa situada a espaldas de Fallow. La ocupaban un hombre con traje gris y una joven, casi una adolescente, de cabello rubio, largo, lacio y espectacular.
—¿Ves a esa chica? —dijo Vogel—. Juraría que era una de las que formaban parte del comité, o como se llame, de la Universidad de Michigan.
—¿Comité?
—El grupo de estudiantes que organizaba las conferencias. Hace un par de días estuve dando una conferencia en la Universidad de Michigan.
¿Y a mí qué?, pensó Fallow. Vogel volvió a mirar a esa mesa.
—No, no es ella. Pero, joder, hay que ver cómo se parecen. Esas condenadas tías de las universidades… ¿Quieres saber por qué sale la gente a dar conferencias por ahí?
No, pensé Fallow.
—Por dinero, claro. Pero, aparte de eso, ¿sabes por qué?
Los yanquis y su manía de repetir las preguntas introductorias.
—Esas condenadas tías. —Vogel sacudió la cabeza y pareció quedarse abstraído durante unos instantes, como si la sola idea le hubiese dejado aturdido— …Te juro, Pete, que has de contenerte. De lo contrario, acabas sintiéndote de lo más culpable. Esas tías, actualmente, bueno, cuando yo tenía esa edad, todo el mundo pensaba que lo bueno de ir a la universidad era que podías emborracharte cada vez que te daba la gana. Pues esas tías, esas tías van a la universidad para que se las follen cada vez que les dé la gana. ¿Y quién quieren que se las folle? Esto es lo verdaderamente patético. ¿Quieren que se las folle algún chico guapo y sano de su edad? No. ¿Quieres saber quién? ¡Alguien que represente… la autoridad… el poder… la fama… el prestigio…! ¡Quieren que se las follen los profesores! Los profesores andan locos hoy en día. Cuando el radicalismo alcanzó su punto culminante, una de las cosas que intentamos conseguir en las universidades fue derribar la muralla de ceremoniosidad que separaba a los profesores de los alumnos, porque nos parecía que sólo era un instrumento de control. Mientras que ahora, joder, es increíble. Supongo que lo que quieren es que se las folle su padre, como diría Freud, cosa en la que yo no creo. Mira, ésta es una de las cosas en las que las feministas no han dado ni un paso adelante. Una mujer, en cuanto llega a los cuarenta años, tiene hoy en día los mismos problemas que siempre… En fin, tampoco soy tan viejo, pero, joder,trengo el pelo gris…
Blanco, pensó Fallow.
—… y eso no cambia las cosas, en absoluto. Basta que seas un poquitín famoso, y las tienes todas a tus pies. A tus pies. Y no creas que estoy fanfarroneando, porque a mí me parece patético. Y esas chicas, cada una que aparece está más buena que la anterior. Me encantaría darles una conferencia sobre ese tema, pero probablemente no entenderían ni de qué les hablo. Carecen de marcos de referencia, en todos los terrenos. Esa conferencia que di anteayer trataba del compromiso de los estudiantes en los años ochenta.
—Me moría de ganas de saberlo —dijo Fallow desde el fondo de su garganta y sin mover los labios.
—¿Cómo?
—Nada, nada.
—Les expliqué cuál era la situación de las universidades hace quince años. —Se le ensombreció el rostro—. Pero… hace quince años… hace cincuenta… hace cien… Carecen de marcos de referencia. Para los universitarios de ahora, todo resulta muy lejano. Hace diez años… hace cinco… Hace cinco años fue la era anterior a los walkman. Para ellos es un mundo inimaginable.
Fallow dejó de escuchar. No había forma de desviar a Vogel de su camino. Estaba hecho a prueba de ironía. Fallow miró a la chica de la lacia melena rubia. El jaleo del Leicester's. Caroline Hefrshank y su expresión asustada. ¿Había hecho él alguna cosa horrible, poco antes de que les echaran a la calle? Fuera lo que fuese, seguro que Caroline se lo tenía merecido. Pero ¿qué había sido? Los labios de Vogel seguían moviéndose. Estaba pasando revista a toda su conferencia del otro día. Los párpados de Fallow se cerraron. El monstruo salió a superficie, le miró fijamente. Le miró fijamente desde el otro lado de su repugnante hocico. El monstruo le tenía dominado. No podía moverse.
—…Managua? —preguntó Vogel.
—¿Qué?
—¿Has estado alguna vez? —preguntó Vogel.
Fallow negó con la cabeza. El movimiento le provocó la sensación de vértigo.
—Tendrías que ir. Todos los periodistas tendrían que ir. Es una ciudad pequeña… no sé, como East Hampton. O menos. ¿Te gustaría ir? No me costaría mucho organizarte un viaje.
Fallow no quería exponerse a mover de nuevo la cabeza.
—¿Es de eso de lo que querías hablarme?
Vogel hizo una breve pausa, como si quisiera averiguar si esta frase contenía o no algún sarcasmo.
—No —dijo—, pero es un buen tema, de todos modos. En este país apenas si se llega a contar la quincuagésima parte de lo que habría que explicar de Nicaragua. No, quería contarte una cosa que ocurrió hace cuatro días en el Bronx. Aunque, para los que viven allí, casi es como si fuese Nicaragua. En fin, supongo que conoces al reverendo Bacon, ¿no?
—Creo que sí.
—Es un… bueno, un… ¿Has leído algo sobre él, le has visto por la tele?
—Sí.
Vogel soltó una carcajada.
—¿Sabes dónde le vi por primera vez en persona? En un gigantesco apartamento de la Quinta Avenida, el apartamento de Peggy Fryskamp, cuando Peggy estaba apasionada por la Hermandad Gerónimo. Dio una fiesta en su casa para recaudar fondos. Debió de ser a finales de los sesenta o comienzos de los setenta. Estaba un tío que se llamaba Ciervo Volador. Él fue el encargado de hablar del mundo del espíritu. En esas fiestas siempre había alguien que hablaba de las cosas espirituales, y otro que hablaba de dinero. En fin, ése fue el que habló de las cosas espirituales, como te decía. Y Peggy no sabía que el tipo iba bebido. Siempre. Peggy creía que era la forma de hablar de los indios, ya sabes, parece que estén chiflados. Al cabo de un cuarto de hora ese tal Ciervo Volador vomitó sobre el piano, un Duncan Phyfe, una joya de ochenta mil dólares que Peggy tenía en el salón, vomitó sobre las teclas y las cuerdas y los macillos y todo. Ya sabes, esa especie de martillitos de fieltro. Fue un escándalo. La pobre Peggy no pudo superarlo. Jamás. El loco aquel se había bebido la bodega entera esa noche. ¿Y sabes quién acabó de enfurecerle? El reverendo Bacon. En serio. El reverendo Bacon estaba a punto de pedirle a Peggy dinero para alguna de sus organizaciones, cuando de repente llega el Ciervo Volador y vacía el estómago encima del piano, de modo que Bacon supo que ya podía irse despidiendo del dinero de Peggy Fryskamp. Y empezó a llamar al indio Cervecero Volador. «¿Ciervo Volador? Ese tipo es más bien un Cervecero Volador.» Dios mío, qué risa. Pero lo curioso es que Bacon no pretendía ser gracioso. El reverendo Bacon jamás intenta ser gracioso. En fin, a lo que íbamos. Resulta que hay una mujer que le hace algunos trabajos, Annie Lamb, vive en el Bronx, en uno de los bloques Edgar Allan Poe, los de protección oficial, con su hijo Henry.
—¿Es negra? —preguntó Fallow.
—Sí, negra. Toda la gente que vive en esos bloques es negra o portorriqueña. Por cierto que, legalmente, se supone que en esos bloques debería haber integración racial. —Vogel hizo un gesto despectivo—. En fin, esta tal Annie Lamb es una mujer poco corriente.
Vogel le contó a Fallow la historia de Annie Lamb y su familia, y llegó hasta el accidente de coche que había dejado a su prometedor hijo Henry a las puertas de la muerte.
Una desgracia, sin duda, pensó Fallow. Pero ¿dónde está la gran noticia?
Como si esperase esta objeción, Vogel añadió:
—Bien, el asunto tiene dos aspectos, y los dos están relacionados con lo que suele ocurrirles a todos los buenos chicos que tienen la mala suerte de ser negros y crecer en el Bronx. Quiero decir que este chico era de los pocos que lo hacen todo bien. Henry Lamb forma parte de ese uno por ciento de jóvenes de su tipo que hacen exactamente lo que el sistema les dice que hagan. Bien. ¿Y qué ocurre? Primero, que el hospital le cura… ¡solamente la muñeca! Si hubiese sido un muchacho blanco de clase media, seguro que le hubieran hecho placas de rayos X, escaners y pruebas de resonancia magnética nuclear, de todo. En segundo lugar, la policía y el fiscal del distrito no piensan hacer nada por investigar el caso. Y esto es lo que ha enfurecido de verdad a la madre del chico. Un caso de atropello en el que el conductor se da a la fuga, un caso en el que tienen parte de la matrícula del coche, y los tipos se cruzan de brazos y no hacen absolutamente nada.
—¿Por qué?
—En resumidas cuentas, porque se trata sólo de un pobre chico del South Bronx. No les preocupa. Claro que ellos dicen que no hay testigos, aparte de la víctima, claro, y la víctima está en coma terminal, de modo que no pueden hacer nada, incluso suponiendo que localizaran el coche y a su propietario. Bien. Imagina que fuese tu hijo. El chico les proporciona los datos, pero los tíos no quieren usarlos porque, de acuerdo con sus tecnicismos legales, la información procede de una fuente indirecta.
Aquel lío hizo que a Fallow le doliera horriblemente la cabeza. Era incapaz de imaginarse a sí mismo como padre de ninguna clase de hijos, y mucho menos de hijos que vivían en unos bloques baratos del Bronx.
—Es una situación muy triste —dijo Fallow—, pero no estoy seguro de que con esto tengamos una noticia.
—Pues te aseguro, Pete, que pronto habrá alguien que sacará una gran noticia de todo este asunto —dijo Vogel—. La comunidad entera está en rebeldía. A punto de estallar. El reverendo Bacon va a organizar una manifestación de protesta.
—¿Y por qué cosa en particular están a punto de estallar?
—Están hartos de que se les trate como si la vida de los vecinos del Bronx no tuviese importancia. Y te aseguro que cuando el reverendo Bacon le mete mano a algún asunto, acaban ocurriendo cosas. No es Martin Luther King ni el obispo Desmond Tutu. No le van a dar el premio Nobel. Hace las cosas a su manera, y a veces sus métodos no son exactamente legales. Y por eso resulta tan eficaz. Es lo que Hobsbawm llamaría un rebelde primitivo. Hobsbawm era británico, ¿no?
—Y sigue siéndolo.
—Creí que había muerto. En fin. Tiene una teoría sobre los rebeldes primitivos. Existen ciertos líderes naturales para las clases menos privilegiadas, y la estructura del poder suele interpretar lo que hacen esos líderes como simple delincuencia. Pero en realidad esos líderes son revolucionarios. Y Bacon es uno de ellos. Yo le admiro mucho. Y esa gente me inspira compasión. Creo que tienes en tus manos un notición, incluso dejando de lado las consideraciones filosóficas que puedan hacerse.
Fallow cerró los ojos. Vio el hocico del monstruo, iluminado por los suaves focos indirectos de un bistro. Luego, el frío. Abrió los ojos. Vogel estaba mirándole con una animosa mueca sonriente y sonrosada. ¡Qué país tan absolutamente ridículo!
—Mira, Pete, lo mínimo que puedes sacar de esto es un buen reportaje de interés humano. Pero, si las cosas salen bien, hasta es posible que te encuentres con una noticia de las que hacen época. Puedo conseguirte una entrevista con Annie Lamb. Puedo conseguirte una entrevista con el reverendo Bacon. Puedo conducirte hasta la mismísima unidad de cuidados intensivos, la habitación en donde tienen a ese muchacho. Bueno, está en coma, claro, pero podrás verle.
Fallow intentó concebir la posibilidad de desplazar su huevo de mercurio y sus biliosas tripas al Bronx. No: no sobreviviría a una expedición así. Desde su punto de vista, el Bronx era como el Ártico. Se encontraba hacia el norte, en alguna zona indeterminada del norte, y a nadie sensato se le ocurriría internarse por allí.
—No sé qué decirte, Al. Se supone que estoy especializado en la vida de la alta sociedad. —Intentó esbozar una sonrisa.
—Se supone, Pete. Se supone. Pero no van a despedirte porque les lleves un reportaje fantástico, por mucho que trate de la más baja sociedad.
Fue la palabra «despedirte» lo que le hizo cambiar de opinión. Cerró los ojos. El hocico había desaparecido. En su lugar, vio la cara de la Rata Muerta. La Rata, que, en este preciso momento, estaba mirando su cubículo de la redacción de local, viéndolo vacío. El miedo se coló en cada una de sus células, y Fallow se llevó la servilleta a la frente.
—¿Te importa que te haga una pregunta, Al?
—Adelante.
—¿Qué sacas tú de todo esto?
—Nada, si te refieres a intereses materiales. El reverendo Bacon me ha telefoneado, me ha pedido consejo, y le he dicho que intentaría ayudarle, eso es todo. Es un tipo que me cae bien: Me gusta lo que trata de hacer. Me gusta su forma de conseguir que esta jodida ciudad se agite un poco. Estoy de su lado. Le he dicho que, antes de organizar la manifestación, debía tratar de conseguir que la prensa hablara del caso. De esta forma irán las televisiones y demás, y la manifestación tendrá más alcance. Te digo la verdad. Y he pensado en ti porque imaginé que serías capaz de sacarle partido a una ocasión como ésta. Tú puedes beneficiarte, y también se beneficiará un montón de gente honrada que en esta jodida ciudad siempre lleva las de perder.
Fallow se estremeció. ¿Se había enterado Vogel de su situación en el diario? En realidad no quería saberlo. Le bastaba con saber que querían utilizarle. Al mismo tiempo, aquello era un buen bistec para arrojárselo a la cara de la Rata Muerta.
—Bien, tal vez tengas razón.
—Sé que tengo razón, Pete. De uno u otro modo, esto va a convertirse en una noticia bomba. Lo mejor sería que tú fueses el primero en darla.
—¿Puedes llevarme a ver a toda esa gente?
—Desde luego. Por eso no te preocupes. Lo único que… no puedes esperar. Bacon tiene prisa por ponerse en movimiento.
—Hummm. Voy a tomar nota de los nombres. —Fallow buscó en sus bolsillos. Joder, ni siquiera llevaba un bloc encima, ni tan sólo una hojita de papel. Lo único que encontró fue una nota en la que le notificaban que estaban a punto de cortarle el suministro de gas y electricidad. Pero estaba escrita por ambos lados, no había espacio para anotar nada. Vogel observó todo esto y, sin hacer ningún comentario, sacó un bloc y se lo entregó a Fallow. Luego le dio un bolígrafo de plata. Le repitió los nombres y demás datos.
—Mira —le dijo Fallow—, voy a telefonear ahora mismo a la redacción.
Se puso en pie, pero tropezó con una silla de la mesa contigua, en la que una anciana con un vestido Chanel trataba de acercarse a los labios una cucharada de sopa acerada. Le lanzó una mirada asesina a Fallow.
—¿Qué querrás comer? —le preguntó Vogel.
—Nada. Sopa de tomate. Pollo paillard.
—¿Vino?
—No. Bueno, un vaso solamente.
El teléfono de monedas estaba en un vestíbulo situado junto a la guardarropía, en donde una chica muy guapa, sentada en un taburete, estaba leyendo un libro. Sus ojos estaban enmarcados por una elipse siniestramente negra, cuidadosamente dibujada en torno a sus párpados. Fallow llamó a Frank de Pietro, redactor jefe de local del City Light. De Pietro era uno de los pocos norteamericanos que ocupaban cargos importantes en la redacción. Para la sección de local necesitaban a alguien que fuese de Nueva York. Los demás ingleses que trabajaban en su sección, como Fallow, apenas conocían de la ciudad la zona limitada al sur por los restaurantes de moda del TriBeCa, y al norte por los restaurantes de moda de Yorkville, cerca de la calle Ochenta y seis. Todo el Nueva York que estaba fuera de esos límites era, para ellos, como Damasco o Tombuctú.
—¿Sí? —La voz de Frank de Pietro. No parecía sentir apenas entusiasmo ante una llamada de Fallow en un momento de tanto trabajo como aquél.
—Frank —dijo Fallow—. ¿Conoces los bloques de viviendas protegidas Edgar Allan Poe?
—Sí. ¿Y tú?
Fallow recibió con desagrado el tono de incredulidad con el que le hablaron. Pero no se dejó impresionar, y comenzó a contar la historia de Albert Vogel con todos los embellecimientos que se le ocurrían sobre la marcha, y sin mencionar a Vogel ni una sola vez. Dejó entender que ya se había puesto en contacto con el reverendo Bacon y con la madre de la víctima, y que todo el mundo estaba esperando su inminente aparición en el Bronx. De Pietro le dijo que podía seguir adelante, sin que en su entonación se notara el más mínimo entusiasmo. No obstante, el corazón de Fallow estaba rebosante de alegría.
Cuando regresó a la mesa, Vogel le dijo:
—¿Cómo te ha ido? Se te está enfriando la sopa. —Apenas se le entendió nada, porque hablaba con la boca llena de comida.
Ante Fallow había un gran plato de sopa de tomate y un vaso de vino blanco. Vogel estaba peleando furiosamente contra un bistec de ternera cuyo aspecto era francamente horrible.
—Les ha gustado, ¿eh?
—Hummmm.
Como mínimo, no les ha parecido mal, pensó Fallow. Cada vez sentía menos náuseas. La yema de mercurio fue reduciéndose de tamaño. Cierto júbilo, como el del atleta que se apresta para el combate, había invadido todo su sistema nervioso. Se sentía… casi limpio. Era esa emoción, jamás tratada por los poetas, que disfrutan quienes tienen, aunque sea por una vez y como excepción, la sensación de estar ganándose el sueldo que cobran.
Ese día le correspondió a Kramer el turno de llevar el avisador portátil prendido en su cinturón durante doce horas. En el departamento de Homicidios de la Oficina del Fiscal de Distrito del Bronx, había siempre alguien, algún vicefiscal, a quien se podía avisar con urgencia, a cualquier hora del día. Así era posible enviar a un funcionario judicial a la escena del crimen de forma inmediata para que, una vez allí, procediese a interrogar a los testigos antes de que se esfumasen o de que perdiesen todo deseo de hablar de la horrorosa escena que hubiesen presenciado. Durante esas doce horas, el vicefiscal de turno tenía que cargar con todos los jaleos del Bronx que incluyeran algún muerto, y había sido uno de los jaleos típicos del Bronx, con muerto incluido, lo que había hecho que Kramer se presentara en aquella comisaría. Un sargento de policía, Gordon, estaba ahora dándole los detalles.
—Todo el mundo le llama Chulo —dijo el sargento Gordon—, pero no es un chulo. Es más bien un jugador, y probablemente hace algún bisnes con drogas, pero viste como un chulo. Ahora mismo podrá verle usted. Está ahí atrás, vestido con un increíble traje de chaqueta cruzada. —Gordon sacudió incrédulamente la cabeza—. Está sentado en el extremo de un banco, comiendo costillas, y cogiéndolas así —se inclinó hacia adelante y alzó la mano con ademán remilgado—, para que la salsa no le manche el traje. Tiene unos cuarenta trajes, y cuando empiece a hablarle de sus jodidos trajes, por el tono que emplea seguro que tendrá usted la sensación de que, en lugar de su ropa, lo que le han birlado es su propio hijo.
El asunto empezó cuando alguien le robó sus cuarenta trajes al Chulo. En fin, un caso de mierda, y punto. Oleadas y más oleadas de infantilismo y de violencia absurda, y Kramer todavía no había escuchado más que una pequeña parte de la historia.
La sala principal de la comisaría estaba saturada del olor húmedo y morbosamente dulzón de la madera podrida, provocado por decenios de exposición al vapor y los goteos de la calefacción. Casi todo el antiguo piso de madera había sido sustituido por cemento. Las paredes eran del clásico verde de las oficinas gubernamentales, con la sola excepción del viejo y gastado revestimiento de madera de un metro de altura que circundaba toda la habitación. Era un edificio de paredes gruesas y techos altos, de los que ahora colgaban bandejas de tubos fluorescentes. Desde su posición, Kramer podía ver las espaldas de dos policías. Sus caderas estaban sobreabultadas por su armamento y demás parafernalia, que, entre otras cosas, incluía linternas, blocs de multas, walkie-talkies y esposas. Uno de esos policías alzaba elocuentemente las manos mientras les daba explicaciones a dos mujeres y un hombre, vecinos del barrio, cuyos rostros decían que no estaban creyéndose ni una sola palabra de lo que les decían.
Gordon seguía diciéndole a Kramer:
—De modo que el tipo estaba en ese apartamento, y había allí cuatro tíos, y uno de ellos era ese tal André Potts, y él se imagina que Potts sabe quién le robó los trajes, pero Potts dice que él no sabe nada de nada, y siguen discutiendo hasta que Potts dice que ya está harto, de modo que se levanta y se va. Pues bien, ¿qué haría usted si un mamón irrespetuoso se pusiera en pie y le diese la espalda mientras estaba usted preguntándole por el destino de sus cuarenta jodidos trajes? Pegarle un tiro en la espalda, naturalmente. Y eso fue lo que hizo el Chulo. Le pegó a André Potts tres tiros en la espalda con un treinta y ocho.
—¿Tenemos testigos? —preguntó Kramer.
—Todos los que hagan falta.
En ese momento sonó el bip-bip en el cinturón de Kramer.
—¿Me permite usar el teléfono?
Gordon señaló una puerta abierta que conducía a la oficina de los inspectores, un pequeño despacho con tres horribles mesas metálicas, las típicas de todas las oficinas gubernamentales, del típico color gris. Un negro de treinta o cuarenta años estaba sentado a cada una de esas mesas. Y los tres llevaban un disfraz de vecino del Bronx, demasiado funky en los tres casos para no ser reconocido como tal disfraz. Kramer pensó en lo raro que era encontrar una oficina en la que todos los inspectores fueran negros. El que ocupaba la mesa más próxima a la puerta llevaba un chaleco acolchado y una camiseta negra sin mangas que dejaba al descubierto sus fuertes brazos.
Kramer se acercó al teléfono de su mesa y le preguntó:
—¿Puedo?
—¡Qué coño pasa, tío!
Kramer retiró apresuradamente la mano.
—¿Cuánto tiempo tengo que seguir aquí, encadenado como un animal?
Y, dicho esto, el tipo alzó su potente brazo izquierdo con un acompañamiento de ruidos de herrajes producidos por la cadena que colgaba de la esposa que le sujetaba la mano. El otro extremo de la cadena estaba unido por otra esposa a la pata de la mesa. En este momento, los que ocupaban las otras dos mesas alzaron también sus manos, con acompañamiento del mismo estrépito metálico. Los tres estaban encadenados a las mesas.
—Lo único que he hecho ha sido ver cómo ese hijo de puta freía al mamón aquél, y yo soy el que está encadenado aquí como un animal, mientras que ese hijo de puta —otro terrorífico estrépito cuando señaló con la mano izquierda una habitación del fondo— está ahí, tan tranquilo, viendo la tele y comiéndose unas costillas.
Kramer miró al fondo y, en efecto, en el guardarropa, se encontraba un hombre sentado en el borde de una silla, con el rostro iluminado por el vibrante relumbrón de un televisor, comiéndose una costilla de cerdo. El puño de su americana estaba cortado de forma que dejara asomar un buen pedazo del blanco puño de su camisa, adornado con una brillante esposa.
Los tres se habían puesto ahora a gritar. Costillas de mierda… cadenas de mierda… televisión de mierda.
¡Claro! Los testigos. Cuando Kramer lo comprendió, todo lo demás, cadenas incluidas, encajó por fin.
—Ya, vale, vale —le dijo al que tenía más cerca, en tono de impaciencia—. Ahora mismo me encargo de ustedes. Antes tengo que llamar por teléfono.
¡Costillas de mierda…! ¡Cadenas de mierda…!
Kramer telefoneó a la oficina del fiscal, y Gloria, la secretaria de Bernie Fitzgibbon, le dijo que Milt Lubell quería hablar con é!. Lubell era el secretario de prensa de Abe Weiss. Kramer apenas le conocía; no recordaba haber hablado con él más que cuatro o cinco veces. Gloria le dio el número de Lubell.
Milt Lubell había sido redactor del antiguo Mirror de Nueva York, en tiempos remotos, cuando Walter Winchell[14] aún escribía su columna. De hecho, incluso había conocido personalmente, aunque sólo de forma muy superficial, al famoso periodista, y se había encargado de llevar hasta el final del siglo XX aquella forma de hablar urgente y repetitiva que le caracterizó.
—Kramer —dijo Milt Lubell—, Kramer, Kramer, veamos, Kramer. Sí, sí, sí, bien, ya lo recuerdo. Lo tengo. El caso de Henry Lamb. En puertas de la muerte. ¿Qué sacó usted en claro?
—Nada útil.
—Pues bien, me llega una llamada del City Light, un inglés que se llama Fallow. Ya sabe, de esos con el acento raro. Casi me parecía estar escuchando el Canal 13. En fin, que el tipo me lee unas declaraciones que ha hecho el reverendo Bacon sobre el caso Henry Lamb. No necesito más. Las palabras del reverendo pronunciadas con acento inglés. ¿Conoce a Bacon?
—Sí —dijo Kramer—. He hablado con la madre de Henry Lamb en el despacho de Bacon.
—Este tipo también tiene declaraciones de ella, pero lo principal es lo de Bacon. Veamos, veamos, veamos. Aquí dice, ujum… bla bla bla bla bla… la vida humana en el Bronx… prevaricación… blancos de clase media… bla bla bla… resonancia magnética nuclear… Y sigue insistiendo en lo de la resonancia magnética nuclear. Como mucho habrá un par de máquinas de ésas en todo el país… bla bla bla… Veamos, aquí está. Bacon acusa al fiscal de distrito de estar cruzándose de brazos. No nos estamos tomando la molestia de investigar a fondo este caso porque el chico es un negro de los bloques Poe, y porque no queremos esforzarnos.
—Eso es mentira.
—Lo sé, lo sé, lo sé, y usted también lo sabe, pero tengo que llamar otra vez al inglés y decirle alguna cosa.
Un tremendo estrépito interrumpe la conversación:
—¡No pienso seguir aguantando estas cadenas, tío! —El tipo de los brazos fortísimos había entrado de nuevo en erupción—. ¡Esto es ilegal!
—¡Eh! —dijo Kramer, que ahora ya estaba furioso—. ¡Si quiere salir de aquí será mejor que se esté quieto un momento! ¡Espere a que termine esta llamada! —Luego, dirigiéndose a Lubell—: Lo siento, estoy en la comisaría. —Cerró la mano en torno al micrófono del teléfono y, en voz baja, añadió—: Tienen tres testigos de un homicidio sujetos con cadenas a las patas de las mesas de la oficina de los inspectores, y estos tipos están enloqueciendo por momentos.
Kramer gozó de verdad la machada que representaba el resumirle la situación a Lubell de esta manera tan sucinta, incluso pese a que ni siquiera conocía al secretario de prensa de Weiss.
—Las patas de las mesas… Esta sí que es nueva —dijo Lubell con auténtica admiración.
—En fin —siguió Kramer—, ¿dónde estábamos? Ah, sí. Tengo un Mercedes-Benz con una matrícula que empieza por R. Para empezar, ni siquiera sabemos si la matrícula es de este estado. Eso para empezar. Pero supongamos que está matriculado en Nueva York. Hay dos mil quinientos Mercedes-Benz matriculados en el estado de Nueva York cuya matrícula empieza por R. Bien. La segunda letra, al parecer, es una E o una F, aunque quizá sea una P, una B o una R, es decir una letra con una vertical a la izquierda, de la que salen algunas horizontales. Supongamos que seguimos esta pista. De todos modos, todavía nos quedan unos quinientos coches. ¿Qué podemos hacer? ¿Buscar quinientos coches? Eso es lo que hubiéramos hecho de haber contado con un testigo capaz de declarar que el muchacho fue atropellado, en efecto, por un coche de esas características. Pero no hay más testigo que el muchacho, y el muchacho está en coma y no parece que vaya a despertar. Tampoco tenemos información alguna acerca del conductor. Lo único que sabemos es que en el coche iban dos blancos, un hombre y una mujer, y, encima, las cosas que ha contado el chico son bastante contradictorias.
—Bien, pues, ¿qué puedo decir? ¿Que la investigación sigue adelante?
—Sí. Que sigue adelante. Pero, como Martin no encuentre a un testigo, será imposible demandar a nadie. Incluso suponiendo que el chico hubiese sido golpeado por un coche, no fue la clase de colisión que podría proporcionarnos pruebas forenses, porque el chico no tenía las heridas propias de un accidente de este tipo. Lo que quiero decir es que toda esta historia de los cojones está llena de supuestos por todos lados. Si quiere saber mi opinión, no hay quien lleve adelante esta mierda de caso. Creo que el chico es buena persona, y yo diría que la madre también es una persona decente, pero, entre nosotros, me parece que lo que ocurrió fue que el chico se metió en algún embrollo y se inventó esta novela para librarse de las críticas de su madre.
—Pero, si fuera así, ¿cómo se habría inventado esos datos de la matrícula? ¿No hubiese sido más lógico que dijese que no había llegado siquiera a verla?
—¿Cómo voy yo a saberlo? ¿Por qué, en este país, suele la gente hacer las cosas, las barbaridades, que hace? ¿Cree que el tipo ese, el periodista, va a escribir algo sobre este asunto?
—No lo sé. Lo que voy a hacer será decirle que, por supuesto, nuestros investigadores siguen encima del caso.
—¿Le ha llamado alguien más para preguntar por este asunto?
—No. Parece que Bacon ha conseguido ponerse en contacto con el periodista.
—¿Qué puede sacar Bacon de todo esto?
—Bueno, es uno de sus pasatiempos preferidos. El sistema de justicia doble, la justicia de los blancos, bla bla bla. Siempre trata de encontrar formas de poner al alcalde en algún aprieto.
—Bien —dijo Kramer—, si Bacon logra sacar algo en claro de un caso como éste, habrá que reconocer que es un prestidigitador.
Cuando Kramer colgó, los tres testigos aherrojados ya estaban armando de nuevo un horrible estruendo con sus cadenas y con sus gritos de protesta. Apesadumbrado, Kramer comprendió que no le quedaba otro remedio que hablar con aquellos subnormales, tratar de arrancarles algún tipo de declaración coherente acerca de un tipo llamado Chulo que había matado a un conocido suyo que quizá estuviese enterado del paradero de los cuarenta trajes. Iba a tener que pasarse buena parte de la velada del viernes así, perdiendo el tiempo con aquella gentuza, para después jugar una partida de dados con el Destino y tomar el metro de regreso a Manhattan. Volvió la vista un momento hacia el guardarropía. El fantasma en persona, aquel modelo para la portada del Gentleman's Quarterly, aquel tipo llamado Chulo, seguía metido allí, comiendo tranquilamente su plato de costillas de cerdo y disfrutando increíblemente de algún programa de televisión, que iluminaba su rostro con rosados de quemadura en primer grado y azules de terapia de cobalto.
Kramer salió de la oficina de los inspectores y le dijo a Gordon:
—Sus testigos están empezando a ponerse nerviosos. Hay un tipo que ha tratado de asfixiarme con su cadena.
—He tenido que encadenarles.
—Lo sé. Pero ¿le importa que le pregunte una cosa? El tipo ese, Chulo, está tan tranquilamente sentado ahí al fondo, comiendo esas costillas. Y no está encadenado ni nada.
—Oh, Chulo no me preocupa en absoluto. No se irá a ninguna parte. Está tranquilo, satisfecho. No conoce más que esta mierda de barrio. Apuesto cualquier cosa a que ni siquiera sabe que Nueva York está en la costa del Atlántico. Es un chico hogareño. No, ése no se irá a ninguna parte. Sólo es el que ha perpetrado el delito. Pero los testigos… Mire, si no hubiese encadenado a los testigos, al llegar usted aquí no hubiese encontrado a nadie, no hubiese podido interrogar absoooolutamente a naaadie. Los testigos… jamás en la vida hubiésemos vuelto a verles el culo. Los testigos se largan aunque sea a Santo Domingo en un decir joder.
Kramer volvió a entrar en la oficina de los inspectores, dispuesto a cumplir con su deber: entrevistar a aquellos tres airados ciudadanos sujetos con cadenas a las patas de las mesas, y tratar de poner un poco de orden en aquella mierda de caso.
Como el City Light no salía los domingos, los sábados por la tarde apenas quedaba en la redacción un pequeño retén de periodistas. La mayor parte de ellos eran redactores de mesa que se pasaban el rato husmeando las montañas de télex de agencias, pues las máquinas de la Associated Press y la United Press, temblorosas y estrepitosas, jamás dejaban de vomitar noticias. Algunas de ellas verían la luz en el City Light del lunes. Había tres reporteros en la sección de local, más otro en la comisaría central de Nueva York, por si ocurría algún jaleo lo suficientemente espeluznante como para que los lectores del City Light tuvieran ganas el lunes de seguir leyendo información al respecto. También había en el periódico un redactor de local que se pasaba casi toda la tarde del sábado al teléfono, ganándose un sobresueldo a base de vender joyas de fraternidades universitarias, al por mayor, a los administradores de las diversas fraternidades, que vendían al detalle todos esos alfileres de corbata, anillos, gemelos y montones de cosas más, y que se guardaban la diferencia en sus bolsillos. El tedio y la pereza dominantes entre estos centinelas de la prensa difícilmente podría ser sobrestimado.
Pero esta vez también se encontraba Peter Fallow en la redacción.
A diferencia de los demás, Fallow era la personificación del fervor periodístico. De los diversos cubículos de local, el suyo era el único ocupado. Fallow estaba sentado al borde de su silla, con el teléfono pegado a la oreja y un boli en la mano. Se hallaba tan metido en su actividad, que su excitación había logrado abrirse paso por entre las tinieblas de la resaca hasta darle una especial clarividencia.
Sobre la mesa tenía la guía telefónica de Nassau County, Long Island. Una guía enorme y pesada. Fallow jamás había oído hablar de ese condado, aunque ahora imaginaba que debió de atravesarlo durante aquel fin de semana en el cual logró que el jefe de St. John, Virgil Gooch III —a los yanquis les encantaba poner ristras de cifras romanas junto a los nombres de sus hijos—, le invitara a pasar un día en su ridiculamente grandiosa mansión junto al océano, en East Hampton, Long Island. La invitación no llegó a repetirse jamás, pero… en fin, en fin… En cuanto a la población de Hewlett, que estaba en el condado de Nassau, su existencia sobre la faz de la tierra era para Fallow completamente novedosa, pero, ahora, en algún lugar de esa población estaba sonando el timbre del teléfono, y Fallow ardía en deseos de que alguien contestara. Por fin, después de siete timbrazos, alguien descolgó:
—¿Diga? —Jadeando.
—¿Mr. Rifkind?
—Sí… —Jadeando y sin el menor entusiasmo.
—Soy Peter Fallow, del City Light de Nueva York.
—No quiero suscribirme.
—¿Cómo dice? Disculpe que le llame un sábado por la tarde…
—Pues no pienso disculparle. Estuve suscrito al Times, y jamás me llegó más de un día a la semana…
—No, no, no, no soy…
—O me lo birlaba alguien antes de que yo saliera a la calle, o lo encontraba empapado de lluvia, o ni siquiera me lo traían.
—No, Mr. Rifkind, soy periodista. Soy redactor del City Light.
Finalmente logró que Mr. Rifkind comprendiera y aceptara este dato.
—Bien, de acuerdo —dijo Mr. Rifkind—. Adelante. Estaba ahora mismo en el jardín, tomándome unas cervezas y terminando el cartel de «En venta» para ponerlo en la ventanilla del coche. Por cierto, ¿no le interesaría comprar un Thunderbird del 81 en buen estado?
—Lo siento, pero no —dijo Fallow, alegremente—. De hecho, le he llamado porque me interesaría hacerle algunas preguntas acerca de uno de sus alumnos, el joven Henry Lamb.
—Henry Lamb… No me suena. ¿Qué ha hecho?
—Oh, nada. Él no ha hecho nada. Está gravemente herido. —Fallow explicó los detalles más importantes del caso, dando una versión bastante tendenciosa, de acuerdo con el modo en que presentaban las cosas Albert Vogel y el reverendo Bacon—. Me han dicho que era alumno de sus clases de lengua y literatura inglesa.
—¿Quién se lo ha dicho?
—La madre del chico. He sostenido una larga conversación con ella. Es una mujer encantadora, y está muy trastornada, como puede usted imaginar.
—Henry Lamb… Ah, ya sé a quién se refiere. Vaya, qué mala suerte.
—Lo que yo querría averiguar, Mr. Rifkind, es qué clase de alumno es Henry Lamb.
—¿Cómo que qué clase?
—Bueno, ¿diría usted que es un alumno muy destacado?
—¿De dónde es usted, Mr…? Disculpe, ¿podría repetirme su apellido?
—Fallow.
—Bien, Mr. Fallow, por su pregunta deduzco que no es usted de Nueva York.
—Correcto.
—Entonces no hay razón para que esté informado acerca del Instituto Coronel Jacob Ruppert del Bronx. No es que en el Ruppert no usemos términos comparativos, pero el de destacado jamás lo utilizamos. La gama va más bien de la categoría de «bien dispuesto» a la de «suele amenazar con quitarte la vida». —Mr. Rifkind soltó una risilla nerviosa—. Por Dios, no diga que he dicho esto.
—Bien, ¿qué diría usted entonces de Henry Lamb?
—Es un chico bien dispuesto. Un buen chico. Jamás me ha causado problemas, al menos a mí.
—¿Diría usted que es un buen estudiante?
—Eso de «buen estudiante» tampoco puede aplicarse a nuestro alumnado. La clasificación se reduce a: «¿Asiste a clase o falta siempre?»
—¿Solía Henry Lamb asistir a clase?
—Hasta donde yo recuerdo, sí. Suele estar en el aula. Puedes confiar en él. Ya le digo que es un buen chico, de lo mejor.
—¿Hay alguna asignatura en la que destaque especialmente? O, si puedo formularle la pregunta de otra manera, ¿diría usted que mostraba especial aptitud para alguna asignatura? ¿Había algo que hiciera mejor que ninguno de sus compañeros?
—No especialmente.
—¿No?
—Resulta difícil explicárselo, Mr. Fallow. Como dice la antigua frase: «Ex nihilo nihil fit.» Nuestros alumnos no tienen apenas participación activa, de modo que casi no tenemos ocasión para establecer comparaciones. Estos chicos, estas chicas… a veces tienen la cabeza en clase, y otras veces, pues no, sinceramente no.
—¿Y qué me dice de Henry Lamb a este respecto?
—Es un buen chico. Educado, presta atención, y nunca me ha causado ningún problema. Hasta intenta aprender.
—De acuerdo. Por otro lado, seguro que tiene algún talento. Su madre me dijo que el chico tenía la intención de ir a la universidad.
—Es posible, no lo niego. Supongo que esa mujer se refería al City College de Nueva York.
—Me parece que eso fue lo que Mrs. Lamb me dijo.
—El City College es una universidad que admite a todo el mundo. Los chicos que viven en Nueva York y han terminado los estudios en el instituto y quieren ingresar en el City College, pueden ingresar fácilmente. Nada ni nadie se lo va a impedir.
—¿Terminará Henry Lamb sus estudios en el instituto? O, mejor dicho, ¿cree que hubiera podido terminarlos, aprobarlo todo?
—Hasta donde yo sé, sí. Ya le digo, viene mucho por clase.
—¿Qué resultados cree usted que hubiese podido obtener en la universidad?
Un suspiro.
—No lo sé. Soy incapaz de imaginar qué hacen esos chicos cuando ingresan en el City College.
—Bien. ¿Puede al menos decirme usted algo, lo que sea, acerca de los resultados o las aptitudes demostradas por Henry Lamb? Dígame algo, por favor.
—Compréndame usted. Tengo sesenta y cinco alumnos en cada clase cuando empieza el curso, y me asignan todos esos alumnos porque saben que a mitad de curso sólo quedarán cuarenta, y apenas treinta al final. Incluso treinta son demasiados, pero así es como están las cosas. No seguimos un sistema educativo individualizado, con preceptores y todas esas cosas. Henry Lamb es un jovencito encantador que parece aplicado y que quiere aprender, educarse. ¿Qué más podría decirle?
—Permítame una pregunta más específica. ¿Qué tal hace sus trabajos por escrito?
Mr. Rifkind soltó un silbido.
—¿Trabajos por escrito? ¡Hace al menos quince años que nadie presenta ningún trabajo por escrito en el Instituto Ruppert! ¿Quince digo? A lo mejor son veinte. No hay ni exámenes. Lo principal es que logren demostrar que entienden lo que leen. Es lo único que les importa a las autoridades educativas.
—¿Qué me dice al respecto de Henry Lamb? ¿Entiende él lo que lee?
—Tendría que revisar mis datos. Pero si he de improvisar sobre la marcha, yo diría que no era del todo malo.
—¿Mejor que los demás, que la mayoría de sus compañeros? ¿O estaba en un nivel simplemente medio? ¿Qué diría usted?
—Mire… Comprendo que, viniendo de Inglarerra, le cueste a usted entenderlo, Mr. Fallow. Porque usted es británico, ¿no?
—En efecto, lo soy.
—Naturalmenre, ustedes están acostumbrados a los exámenes, las calificaciones con sus diversos grados, y todo eso. Pues bien, mis alumnos no llegan a un nivel suficiente como para que valga la pena establecer esas comparaciones a las que usted se empeña en referirse. Lo único que intentamos hacer es que alcancen cierto nivel, y luego evitar que vuelvan atrás y pierdan lo poco que han ganado. Usted cree que aquí tenemos chicos que sacan sobresalientes y matrículas de honor y no sé qué más, y, viniendo usted de donde viene, no me extraña. Pero en el Instituto Coronel Jacob Ruppert, un sobresaliente con matrícula quiere decir que estamos ante un chico que viene a clase, que no arma jaleo, que trata de aprender, y que sabe leer y hacer las cuatro operaciones básicas de aritmética.
—Bien, utilicemos entonces estos criterios. ¿Diría usted que, según estos criterios que usted mismo ha mencionado, Henry Lamb es un alumno brillante?
—Según esos criterios, sí.
—Muchísimas gracias, Mr. Rifkind.
—De nada. Lamento esa mala noticia. Parece un buen chico. No nos permiten que les llamemos chicos, pero eso es lo que son, pobres chicos muy confundidos que tienen que cargar con una montaña de problemas. Y no me cite usted, por Dios, o el que va a tener muchísimos problemas seré yo. Por cierto, ¿seguro que no le interesaría un Thunderbird del 81 en muy buen estado?