8. Un caso judicial

Martín, el inspector irlandés, iba al volante, y su compañero Goldberg, el inspector judío, iba a su lado, mientras que Kramer ocupaba el asiento de atrás, colocado en un ángulo que le permitía ver el velocímetro. Bajaban por Major Deegan Expressway a unos cien kilómetros por hora, camino de Harlem.

En este momento Kramer estaba concentrado en el hecho de que Martin fuese irlandés. Acababa de recordar dónde le había visto por vez primera. Fue poco después de su incorporación a Homicidios. Le enviaron a la calle Ciento cincuenta y dos Este, en donde un hombre había sido asesinado de un balazo en el interior de un coche. El coche era un Cadillac sedán DeVille. Una de las puertas traseras estaba abierta, y junto a ella se encontraba un joven inspector, un tipo bajo, de apenas sesenta y cinco kilos de peso, cuello delgado, cara chupada y algo torcida, y ojos de doberman. El inspector Martin. El inspector Martin señaló la puerta abierta con un ademán que recordaba el de los camareros indicando una mesa. Kramer miró el interior del coche, y lo que vio era mucho más horrible que lo que parecía indicar la frase «asesinado de un balazo en el interior de un coche». La víctima era un hombre gordo vestido con una americana a cuadros vistosísimos. Estaba sentado en el asiento posterior del coche, con las manos en las piernas, justo encima de las rodillas, como si estuviese a punto de estirarse los pantalones para dejarlos más holgados sobre las rótulas. Daba la sensación de que llevara puesto un babero rojo y brillante. Dos terceras partes de su cabeza habían desaparecido. La luneta trasera estaba como si alguien hubiese arrojado una pizza contra ella. El babero rojo era simplemente sangre arterial, que había brotado de la cabeza como una fuente. Kramer retrocedió.

—¡Mierda! —dijo—. ¿Ha visto eso? ¿Cómo han podido…? ¡Mierda! Pero si está esparcido por todo el coche…

A lo cual Martin respondió:

—Sí, seguro que le ha jodido el día de punta a cabo.

Al principio Kramer creyó que la sorna de Martin era una reprimenda que el inspector le dirigía por la impresión que, evidentemente, le habla causado lo que acababa de ver, pero luego pensó que su reacción era la que Martin había deseado. ¿Dónde hubiera estado lo divertido de enseñarle a un novato un ejemplo de los típicos destrozos sanguinarios del Bronx si el susodicho novato no reaccionaba así? A partir de ese día, Kramer decidió que, cada vez que llegase al escenario de un crimen, su actitud sería todo lo irlandesa de lo que se sintiera capaz.

El compañero de Martin, Goldberg, era el doble de alto y grueso, un auténtico toro de abundante pelo rizado, un bigote que caía hacia abajo en las comisuras de la boca, y un cuello poderoso. Había irlandeses que se llamaban Martin, y judíos que también se llamaban Martin. Había alemanes que se llamaban Kramer, y judíos que rambién se llamaban Kramer. Pero todos los Goldberg de la historia de la humanidad eran judíos, con la posible excepción de aquel inspector. A estas alturas, y después de tantos años trabajando al lado de Martin, seguramente ya se había convertido en un irlandés.

Martin, desde su posición al volante, volvió ligeramente la cabeza para hablar con Kramer.

—Es increíble. Jamás hubiera creído que algún día iría a Harlem para oír hablar a ese tonto del culo. Si me hubiese colocado algún micro oculto, todavía podría creérmelo. ¿Cómo diablos ha logrado hablar con Weiss?

—Ni idea —dijo Kramer. Lo dijo en tono cansino, simplemente para demostrar que era un tipo tan duro como el que más, un tipo al que esta misión le parecía una gilipollez. De hecho, Kramer seguía flotando en el veredicto de la noche anterior. Herbert 92X había sido condenado. Shelly Thomas, brillante como el sol, le había mirado fijamente—. Parece que ese Bacon ha telefoneado a Joseph Leonard. ¿Conoces a Leonard, el concejal negro?

El radar de Kramer le advirtió de que lo de negro había sido un patinazo, una palabra demasiado refinada, demasiado propia de tipejos liberales, para ser utilizada en una conversación con Martin y Goldberg, pero prefirió no tratar de enmendarse.

—Sí, le conozco —dijo Martin—. Menudo pícaro.

—Son simples conjeturas —dijo Kramer—, pero recuerda que Weiss tiene unas elecciones en noviembre, y si Leonard le pide un favor, Weiss se lo hará, seguro. Weiss cree que necesita el apoyo de los negros. En las primeras tendrá que enfrentarse con Santiago, el portorriqueño.

—Me encanta esa palabra que suelen usar, apoyo —bufó Goldberg—. Como si hubiese algún tipo de organización. No te jode. En el Bronx no hay nadie capaz de organizar a nadie. Y en Bedford-Stuyvesant lo mismo. He trabajado en el Bronx, en Bedford-Stuyvesant y en Harlem, y en Harlem los encuentro más sofisticados. En Harlem, si metes a un individuo en comisaría y le dices: «Mira, tío, podemos arreglar esto de dos maneras. A las buenas o a las malas. Tú decides», como mínimo entienden de qué les hablas. Mientras que en el Bronx o en Bed-Stuy, no hay modo. Lo peor es Bed-Stuy. En Bed-Stuy nadie se entera de nada. ¿Cierto, Marty?

—Cierto —dijo Martin, sin el menor entusiasmo. Goldberg no había llegado a concretar a quiénes se refería. De todos modos, aunque Martin le había entendido, no parecía tener ganas de ponerse a hablar de los problemas de la policía—. Así que Bacon llama a Leonard, y Leonard llama a Weiss —dijo, dirigiéndose a Kramer—. Y luego qué…

—El chico ese, Lamb… resulta que su madre trabaja para Bacon —dijo Kramer—. La madre dice poseer cierta información sobre lo que le pasó al chico, pero tiene toda una montaña de multas de aparcamiento, y hay una orden de busca y captura por impago, y tiene miedo de ir a la policía. De modo que nos propone este trato: Weiss echa la orden a la papelera y dispone una fórmula que le permita a esa mujer ir pagando las multas poco a poco, y a cambio ella nos da la información, pero ha de ser en presencia de Bacon.

—Y Weiss ha dicho que sí.

—Eso.

—Precioso.

—Ya conoces a Weiss —dijo Kramer—. Lo único que le importa es que es judío, y se presenta a la reelección en noviembre, y en un condado con un setenta por ciento de negros y portorriqueños.

—¿Has hablado alguna vez con Bacon? —preguntó Goldberg.

—No.

—Pues mejor que te escondas el reloj antes de entrar ahí. Ese cabrón no levanta un dedo como no sea para robar algo.

—Estaba pensando, Davey —dijo Martin—, que no veo nada de pasta en este asunto, pero seguro que la hay. No sé dónde, pero hay pasta en algún lugar. —Dirigiéndose a Kramer, añadió—: ¿Has oído hablar alguna vez de la Coalición Laboral Puertas Abiertas?

—Claro.

—Es una de las organizaciones de Bacon. Ahora se dedican a montar manifestaciones delante de los restaurantes, pidiendo puestos de trabajo para las minorías. Tendrías que haber estado en ese jaleo de la leche que hubo en Gun Hill Road. Y no había ni un puto blanco trabajando allí, de modo que no sé de qué coño de minorías hablan, a no ser que llamemos minoría a una pandilla de bongos armados con pedazos de cañería.

Kramer se preguntó si había que interpretar bongos como epíteto racial. Pretendía hacerse el irlandés, pero no tanto.

—Y bien, ¿qué crees que andan buscando en todo esto?

—Dinero —dijo Martin—. Si hubiese salido el gerente y les hubiera dicho: «Pues sí, necesitamos gente, os doy trabajo a todos», los tíos le hubiesen mirado como si tuviese micos en la cara. Simplemente, aceptan dinero para no volver a manifestarse. Y lo mismo ocurre con la Liga contra la Difamación del Tercer Mundo. Son los que se dedican a armar jaleos en Broadway. Y también lo organiza todo el tal Bacon. Es encantador.

—Pero he oído decir que los de Puertas Abiertas —dijo Kramer— no se andan con chiquitas. Organizan auténticas batallas campales.

—Batallas de pega —dijo Goldberg.

—Si no va en serio, ¿por qué empiezan? Cualquier día acabarán matando a alguno de ellos.

—Tendrías que haberles visto —dijo Martin—. Esos cabrones serían capaces de pasarse el día peleando gratis. ¿Por qué no van a hacerlo si aparece un tío que encima les paga por darse de puñetazos?

—¿Te acuerdas de aquel que arremetió contra ti con aquel tubo de hierro, Marty?

—¿Que si me acuerdo? Hasta se me aparecía en sueños. Un mamón alto y fornido, con un aro de oro en la oreja, así. —Martin hizo una O grande con el índice y el pulgar, y la puso colgando de su oreja derecha.

Kramer no sabía hasta qué punto debía dar crédito a todas esas historias. Una vez leyó un artículo del Village Voice según el cual el reverendo Bacon era «un socialista callejero», un activista político negro que había creado sus propias teorías acerca de los grilletes del capitalismo y las tácticas que había que emplear para que los negros superasen las injusticias. A Kramer no le interesaba la política de izquierdas, al igual que le ocurría a su padre. Sin embargo, cuando era pequeño, Kramer había oído pronunciar la palabra socialista con reverencia religiosa. Algo así como celote y masada. Era una palabra de reverberaciones judías. Por muy equivocado que estuviera un socialista, por cruel y vengativo que fuese, siempre había en su alma una chispa de luz divina, de Yaveh. Quizá Bacon se dedicaba simplemente a las extorsiones. Quizá no. Desde cierto punto de vista, toda la historia del movimienro de los trabajadores consistía en una sucesión de extorsiones. ¿Qué eran las huelgas, sino extorsiones respaldadas por amenazas reales o implícitas de violencia? El movimiento de los trabajadores también tenía un aura religiosa en casa de Kramer. Los sindicatos eran un levantamiento masada contra lo peor del mundo de los gentiles. Su padre era un candidato frustrado a capitalista, aunque en realidad no fuese más que un criado de los capitalistas, y jamás en su vida había pertenecido a ningún sindicato, y siempre se había sentido infinitamente superior a quienes se afiliaban a alguna de esas organizaciones. Pero, una noche, cuando apareció en la TV el senador Barry Goldwater y defendió una ley del Derecho al Trabajo, su padre comenzó a gruñir y maldecir con tal saña que, a su lado, Joe Hill y los Wobblies[13] hubiesen parecido hermanitas de la caridad. Sí, los movimientos obreros eran auténticamente religiosos, tanto como el propio judaismo. Eran una de esas cosas que te parecían válidas para el conjunto de la humanidad, pero que ni por un segundo pensabas en aplicarte a ti mismo. Era gracioso lo de la religión… Su padre se envolvía en ella como si se tratara de una capa… Herbert también se había envuelto en ella… Herbert… De repente Kramer encontró la manera de contarles su triunfo a los inspectores.

—Es gracioso lo de esos tipos y la religión —les dijo a los dos policías del asiento delantero—. Acabo de liquidar un caso, el de un tipo llamado Herbert 92X. —No dijo: «Acabo de ganar un caso.» Ya llegaría el momento de decirlo así—. Ese tipo…

A Martin y a Goldberg su historia no les interesaba un huevo. Pero, sin duda, ellos comprenderían la importancia… Y Kramer fue un entretenido narrador durante el resto del camino hasta Harlem.

Cuando la secretaria de Bacon condujo a Kramer, Martin y Goldberg hasta el interior del salón-despacho del reverendo, la estancia se encontraba completamente vacía. El sillón giratorio emergía al otro lado del escritorio, marcando especialmente la ausencia de Bacon.

La secretaria les indicó los tres sillones que se encontraban delante del escritorio, y luego se fue. Kramer se quedó mirando los tres sombríos árboles que se veían a través de los grandes ventanales situados detrás de la mesa. Manchas de amarillo cenagoso y verdín de putrefacción salpicaban los troncos. Luego alzó la vista hacia los artesonados del techo, las molduras de yeso blanquísimo, y el resto de detalles arquitectónicos que, hacía ochenta años, proclamaban que aquélla era la casa de un millonario. Martin y Goldberg hacían lo mismo. Martin miró a Goldberg, torció los labios en un gesto que expresaba su repugnancia ante tanto dispendio.

Se abrió una puerta, y entró en la sala un negro alto con aspecto de poseer una tremenda cuenta bancaria. Llevaba un traje negro, cortado de modo que subrayase la anchura de sus hombros y la delgadez de su cintura. A partir del segundo botón, la americana se abría para dejar al descubierto una hectárea entera de blanca pechera de camisa. El cuello almidonado tenía un aspecto impoluto en contraste con la oscuridad de la piel. La corbata era blanca, con un dibujito negro entrecruzado, una corbata como las que usaba en tiempos Anuar el Sadat. Tras echarle una sola ojeada, Kramer tuvo la sensación de ser un andrajoso.

Durante un instante se debatió entre la posibilidad de ponerse en pie o permanecer sentado, pues sabía muy bien qué opinión les merecería a Martin y Goldberg cualquier señal de respeto. Pero no se le ocurrió ninguna solución, de manera que se puso en pie. Martin esperó unos instantes, pero también él acabó levantándose, y Goldberg le imitó a continuación. Los inspectores se miraron el uno al otro, y apretaron ambos los labios. Dado que Kramer había sido el primero en levantarse, el recién llegado se dirigió hacia él, le tendió la mano y dijo:

—Reginald Bacon.

Kramer le estrechó la mano y dijo:

—Lawrence Kramer, de la Oficina del Fiscal de Distrito del Bronx. Inspector Martin. Inspector Goldberg.

Por el modo en que Martin miró al reverendo Bacon con sus ojos de doberman, Kramer no supo si el inspector iba a estrecharle la mano, o a mordérsela. Finalmenre se la estrechó. Estuvo estrechándosela durante al menos un cuarto de segundo, como si acabara de coger del suelo un pedazo de creosota. Goldberg le imitó.

—Caballeros, ¿quieren un café?

—No, gracias —dijo Kramer.

Martin dirigió una mirada fría al reverendo Bacon, y dijo que no con la cabeza, len-ta-men-te, logrando de este modo transmitir el mensaje: «Ni que estuviese muriéndome de sed aceptaría nada de usted.» Goldberg, el judío irlandés, le imitó.

El reverendo Bacon rodeó el escritorio hasta llegar a su inmenso sillón giratorio, y todos se sentaron. Bacon se recostó en el respaldo y miró a Kramer con expresión impasible durante lo que al vicefiscal le pareció una eternidad, y por fin dijo, en voz baja y suave:

—¿Les ha explicado el fiscal de distrito la situación en la que se encuentra Mrs. Lamb?

—Sí, me lo ha explicado el jefe de mi oficina.

—¿El jefe de su oficina?

—Bernie Fitzgibbon. Es el jefe del departamento de Homicidios.

—¿Pertenece usted al departamento de Homicidios?

—Cuando se presenta un caso de algún herido en estado de muerte probable, casi siempre se encarga Homicidios. No siempre, pero casi.

—No es necesario que le diga usted a Mrs. Lamb que pertenece al departamento de Homicidios.

—Entendido —dijo Kramer.

—Se lo agradeceré.

—¿Dónde está Mrs. Lamb?

—Aquí. Dentro de un momento se reunirá con nosotros. Pero antes quisiera decirles una cosa. Está muy trastornada. Su hijo se está muriendo, y ella lo sabe, y no lo sabe… ¿Entienden…? Es una cosa que sabe y que al mismo tiempo no quiere saber. ¿Entienden…? Y mientras ocurre todo eso, la pobre ha de soportar una difícil situación, una situación complicada, por culpa de unas multas de aparcamiento. Y entonces se dice a sí misma: «Tendría que estar con mi hijo, pero seguro que me van a detener por culpa de las multas…» ¿Entienden?

—Bueno, esa señora no tiene que seguir preocupada por lo de las multas —dijo Kramer. Y de repente comprendió que le salía un acento tan inculto como a sus demás contertulios—. El fiscal de distrito anulará esa orden de busca y captura. Tendrá que pagar las multas, pero ya no habrá nadie que trate de detenerla.

—Ya se lo he dicho yo, pero sería de gran ayuda que se lo dijera también usted.

—Oh, hemos venido a ayudarla, pero tengo entendido que también ella quería decirnos algo. —Esto lo dijo para los oídos de Martin y Goldberg, pues no quería darles la impresión de que se dejaba acobardar por Bacon.

El reverendo hizo una nueva pausa, miró a Kramer, y luego, con la misma entonación suave, volvió a hablar:

—Cierto. Tiene algo que decirles. Pero me gustaría que antes tuviesen ustedes algunas informaciones acerca de ella y de Henry, su hijo. Henry es… era… era… Dios mío, qué tragedia. Henry es un magnífico joven… un joven maravilloso, de los que no abundan. Va a la iglesia, jamás se ha metido en problemas, está a punto de graduarse en el instituto, se prepara para ir a la universidad… un joven magnífico, maravilloso. Y ya se ha graduado de algo más difícil incluso que una licenciatura de Harvard. Ese joven creció en los barrios pobres, y logró sobrevivir. Sobrevivir. Salió de esos barrios convertido en un magnífico joven. Henry Lamb es… ¡era…! ¡la esperanza.…! ¿Entienden…? La esperanza. Y ahora, en fin, viene alguien y ¡zas! —Descargó la palma contra la mesa—. Viene alguien, le atropella, y ni siquiera se detiene para ver qué le ha ocurrido.

Debido a la presencia de Martin y Goldberg, Kramer se sintió obligado a poner freno al histrionismo del reverendo.

—Es posible, reverendo Bacon —dijo—, pero hasta ahora no hay pruebas de que haya ocurrido tal como usted dice.

El reverendo Bacon le miró a los ojos y, por primera vez, sonrió.

—Tendrá todas las pruebas que quiera. Ahora mismo verá a la madre de Henry Lamb. Yo la conozco bien… ¿entiende…? Y puede creer todo lo que ella le diga. Pertenece a mi iglesia. Y es una mujer muy trabajadora, una buena mujer… ¿entiende…? Una buena mujer. Tiene un buen empleo, en las oficinas del municipio, en el departamento de Matrimonios. No cobra ni un centavo de seguridad social. Es una buena mujer con un buen hijo. —A continuación pulsó un botón del escrirorio, se inclinó hacia adelante, y dijo—: Miss Hadley, venga con Mrs. Lamb a mi despacho. Oh, una cosa más. El esposo de Mrs. Lamb, el padre de Henry, murió hace seis años, fue asesinado de un balazo cuando regresaba a casa por la tarde, delante mismo del bloque donde vivía. Intentó resistirse a un atracador. —El reverendo Bacon miró uno por uno a los tres, haciendo gestos de asentimiento.

Oído esto, Martin se puso en pie y caminó hasta el ventanal. Se puso a mirar a través de los cristales con tal intensidad que Kramer creyó que acababa de ver a unos atracadores en plena acción, como mínimo. El reverendo Bacon, desconcertado, miró al inspector.

—¿Qué árboles son? —dijo Martin.

—¿Cuáles, Marty? —dijo Goldberg, poniéndose también en pie.

—Esos de ahí —dijo Martin, señalándolos.

El reverendo Bacon hizo girar su sillón y también miró al patio.

—Son sicómoros —dijo.

—Sicómoros —dijo Martin, con la entonación contemplativa de un joven biólogo que trabaja en un proyecto de repoblación forestal—. Menudos troncos. Seguro que miden más de quince metros.

—Tratan de buscar la luz —dijo el reverendo Bacon—. Tratan de buscar el sol.

Detrás de Kramer se abrieron dos enormes puertas de roble, y Miss Hadley, la secretaria, entró con una mujer negra, delgada, de cuarenta años de edad o quizá menos. Llevaba una falda azul y americana a juego, y blusa blanca. Su pelo, muy negro, estaba suavemente ondulado. Su rostro era delgado, casi delicado, con los ojos grandes y la expresión segura de una maestra o de alguien acostumbrado a hablar en público.

El reverendo Bacon se puso en pie y rodeó el escritorio para recibirla. Kramer se puso también en pie, y comprendió el repentino interés de Martin y del judío irlandés por los árboles. No querían verse forzados a ponerse en pie cuando hiciese su aparición aquella mujer. Ya les había costado bastante hacerlo para saludar a un buscavidas de la catadura de Bacon. Volver a levantarse para saludar a la mujer de los bloques para pobres que, además, formaba parte de los líos del reverendo, hubiera sido llevar las cosas demasiado lejos. De modo que ahora ya se encontraban en pie, estudiando los sicómoros, en el momento de la entrada de Mrs. Lamb.

—Caballeros —dijo el reverendo Bacon—, les presento a Mrs. Annie Lamb. Este señor es de la Oficina del Fiscal de Distrito del Bronx, Mr. Kramer. Y, esto…

—Inspector Martin. Inspector Goldberg —dijo Kramer—. Son los encargados de investigar el caso de su hijo.

Mrs. Lamb no se adelantó a estrechar la mano de nadie. Tampoco sonrió. Apenas si insinuó una levísima inclinación de cabeza. Parecía estar aplazando el momento de formarse una opinión acerca de ellos tres.

El reverendo Bacon, en su papel de pastor, le aproximó un sillón a Mrs. Lamb. Luego, en lugar de volver a su gran asiento giratorio, se sentó, deportivamente, en el borde del escritorio.

—Estaba explicándole a Mr. Kramer —dijo el reverendo Bacon— lo de las multas, y dice que ya se ha ocupado de eso. —Miró a Kramer.

—La orden de busca y captura ha sido anulada —dijo Kramer—. Ya no tiene que temer nada al respecto. Ahora sólo quedan las multas y, sea como fuere, a nosotros esas multas no nos interesan en absoluto.

El reverendo Bacon miró a Mrs. Lamb, sonrió, e hizo repetidamente gestos de asentimiento, como si dijese: «El reverendo Bacon cumple sus promesas.» Ella se limitó a mirarle y hacer un puchero con los labios.

—Bien, Mrs. Lamb —dijo Kramer—. El reverendo Bacon nos ha dicho que tiene usted cierta información relacionada con lo que le ha ocurrido a su hijo.

Mrs. Lamb miró al reverendo Bacon. Él hizo un gesto de asentimiento, y dijo:

—Adelante. Dígale a Mr. Kramer lo que me contó a mí.

—Mi hijo fue atropellado por un coche —dijo Mrs. Lamb—, y el coche salió huyendo. Pero Henry consiguió ver el número de matrícula. Al menos en parte.

Hablaba con una entonación de tipo práctico.

—Un momento, Mrs. Lamb —dijo Kramer—. Si no le importa, empiece por el principio. ¿Cuándo tuvo noticias por primera vez de todo esto? ¿Cuándo se enteró de que su hijo había resultado herido?

—Cuando volvió del hospital con la muñeca… bueno, no sé cómo lo llaman.

—¿Enyesada?

—No. No la llevaba enyesada. Más bien entablillada, pero era como si le hubiesen puesto un guante de lona.

—Bien, lo que sea. Llegó del hospital con esa herida en la muñeca. ¿Cuándo ocurrió eso?

—Eso fue… hace tres noches.

—¿Qué dijo su hijo que le había ocurrido?

—No gran cosa. Le dolía mucho, y quiso acostarse. Dijo algo de un coche, pero yo creí que era él quien iba en coche y había tenido un accidente. Ya le digo, no tenía ganas de hablar. Me parece que en el hospital le dieron algo para el dolor. Sólo tenía ganas de acostarse. De manera que le dije que se acostara.

—¿Le contó con quién estaba cuando ocurrió?

—No. No estaba con nadie. Estaba solo.

—Entonces, no iba en coche.

—No. Iba a pie.

—De acuerdo, siga. ¿Qué ocurrió luego?

—A la mañana siguiente se sentía horriblemente mal. Cuando intentó levantar la cabeza, estuvo a punto de desmayarse. Se encontraba tan mal que no fui a trabajar. Avisé por teléfono, y me quedé en casa. Fue entonces cuando me contó que le había atropellado un coche.

—¿Qué le contó exactamente?

—Henry iba andando por Bruckner Boulevard, y el coche le atropelló. Al caer se apoyó en la muñeca, y debió de golpearse también la cabeza, porque tiene una tremenda conmoción. —En este momento falló su compostura. Mrs. Lamb cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, los tenía llenos de lágrimas.

Kramer esperó un momento antes de preguntar:

—¿En qué parte de Bruckner Boulevard ocurrió el accidenre?

—No lo sé. Cuando intentó hablar, el dolor se le hizo insoportable. En cuanto abría los ojos, tenía que volver a cerrarlos. Ni siquiera podía sentarse en la cama.

—Pero dijo usted que iba solo. ¿Qué hacía en Bruckner Boulevard?

—No lo sé. Hay un restaurante de comida para llevar en aquella zona, en el cruce de la calle Ciento sesenta y uno, un Texas Fried Chicken, y, bueno, a Henry le gusta el pollo frito, de modo que tal vez iba hacia allí, pero no lo sé.

—¿En dónde le alcanzó el coche? ¿En qué parte de su cuerpo?

—Tampoco lo sé. Los del hospital… quizá ellos puedan decírselo.

El reverendo Bacon les interrumpió:

—Los del hospital no cumplieron con su deber. No hicieron una placa de rayos X de la cabeza de Henry. No le hicieron ningún escáner ni tampoco la prueba de resonancia magnética ni nada de todo eso. Ese joven llegó al hospital con una gravísima contusión, y los del hospital, al parecer, se limitaron a curarle la muñeca y mandarle a casa.

—Bien —dijo Kramer—, recuerde que ellos no llegaron a saber que le había atropellado un coche. —Se volvió hacia Martin—. ¿No es así?

—En el parte de urgencias no dice nada de coches —dijo Martin.

—¡Ese chico tenía una herida gravísima en la cabeza! —dijo el reverendo Bacon—. Probablemente no sabía lo que se decía. ¿No tendrían que saberlo los del hospital?

—Bien, no nos desviemos de lo principal —dijo Kramer.

—Llegó a ver parte de la matrícula —dijo Mrs. Lamb.

—¿Qué parte?

—Dijo que la matrícula empezaba por R. Esa era la primera letra. La segunda era una E o una F o una P o una B, o algo parecido. Eso le pareció ver.

—¿De qué estado era la matrícula? ¿Nueva York?

—¿Estado? No lo sé. Supongo que de Nueva York. No dijo que fuera de otro estado. Y también me dijo la marca.

—¿De qué marca era?

—Mercedes.

—Ya. ¿Color?

—No lo sé. No lo dijo.

—¿De cuatro puertas, de dos?

—No lo sé.

—¿Dijo qué aspecto tenía el conductor?

—Dijo que en el coche iban un hombre y una mujer.

—¿Conducía un hombre?

—Supongo. No lo sé.

—¿Algún dato del hombre o de la mujer?

—Eran blancos.

—¿Dijo que eran blancos? ¿Añadió algo más?

—No, sólo dijo que eran blancos.

—¿Eso es todo? ¿No dijo nada más sobre ellos, o sobre el coche?

—No. Apenas si podía hablar.

—¿Cómo se las arregló para llegar al hospital?

—No lo sé. No me lo dijo.

Kramer le preguntó a Martin:

—¿Qué dijeron en el hospital?

—Que llegó por su propio pie.

—Es imposible que llegara andando desde Bruckner Boulevard hasta el Lincoln Hospital con la muñeca rota.

—Eso de que entró por su propio pie no significa que recorriese andando toda esa distancia. Sólo significa que entró en urgencias andando por su propio pie. No hubo que llevarle en camilla. No fue transportado en ambulancia.

Mentalmente, Kramer ya estaba saltando al juicio, preparándose para su comparecencia ante el jurado. Y no veía más que callejones sin salida. Hizo una pausa, y luego, sacudiendo la cabeza, dijo, sin dirigirse a nadie en particular:

—No es gran cosa.

—¿Cómo dice? —dijo Bacon. Por vez primera, su voz había adquirido un tono tenso—. Tiene la primera letra de la matrícula, y tiene una pista sobre la segunda, y tiene la marca del coche… ¿Cuántos Mercedes con matrícula que empiece por RE, RF, RB o RP puede haber?

—Imposible adivinarlo. Los inspectores Martin y Goldberg estudiarán esa cuestión —dijo Kramer—. Pero necesitamos un testigo. Sin testigo no hay caso.

—¿Que no hay caso? —dijo el reverendo Bacon—. Pues yo diría que tiene usted caso y medio. Tiene usted a un joven, un joven extraordinario, que se encuentra a las puertas de la muerre. Tiene usted un coche y una matrícula. ¿Qué más necesita?

—Mire —dijo Kramer, confiando en que su tono, pacientísimo y hasta un tanto condescendiente, bastaría para replicar a las críticas implícitas de Bacon—, me gustaría explicarle la situación. Supongamos que mañana hemos identificado el coche. ¿De acuerdo? Supongamos que es un coche de este estado, y que no hay más que un Mercedes con matrícula que empiece por R. Ya tenemos al coche. Pero seguimos sin tener al conductor.

—Ya, pero podríamos…

—Que una persona tenga un coche de su propiedad no significa… —de nuevo se sorprendió a sí mismo usando un acento rastrero, imperdonable, como el de los demás presentes— …no significa que lo estuviese conduciendo en cierto momento determinado.

—Pero podría usted interrogar a esa persona, ¿no?

—Es cierto, y lo haremos. Pero a no ser que esa persona nos diga: «Desde luego, tuve ese accidente en esa calle y a esa hora, y me largué de allí corriendo», volveríamos a estar como estamos ahora.

—No lo entiendo —dijo el reverendo Bacon sacudiendo la cabeza con incredulidad.

—El problema está en que no tenemos testigos. No solamente nos falta alguien que diga que ocurrió eso, sino que ni siquiera tenemos a una víctima capaz de decirnos que fue atropellada por un coche.

—¡Contamos con el propio Henry Lamb!

Kramer alzó las manos del regazo y se encogió levemente de hombros, como para no subrayar excesivamenre que el hijo de Mrs. Lamb no volvería seguramente a poder actuar como testigo de nada.

—¡Tenemos lo que le dijo a su madre! Se lo dijo él mismo.

—Eso nos permite investigar, nos da una pista, pero es un testimonio de segunda mano.

—Se lo dijo a su propia madre.

—Y seguramente usted y yo aceptamos que eso es la verdad, pero ningún tribunal lo admitiría como prueba.

—Su actitud no tiene ningún sentido.

—Mire, la ley es así. Por otro lado, y para serle sincero, debería plantear aquí otro problema. Al parecer, cuando Henry fue a urgencias, hace tres noches, no dijo nada de que le hubiese atropellado un coche. Y eso, por supuesto, no contribuye a mejorar las cosas.

—Sufrió una conmoción cerebral… se rompió la muñeca… No es de extrañar que omitiera muchos detalles.

—Ya, pero ¿pensaba con mayor claridad a la mañana siguiente? También se podría discutir.

¿Quién discute nada? —dijo el reverendo Bacon—. Es usted el que lo está discutiendo todo.

—Yo no discuto nada. Sólo intento hacerle comprender que sin testigos habrá muchos problemas.

—Bien. ¿Verdad que pueden localizar el coche? Interrogue al dueño. Puede hacerlo y tratar de obtener pruebas, hacer que revisen ese coche, ¿no es así?

—Lo es —dijo Kramer—. Ya le he dicho que nos encargaremos de todo eso. —Señaló con el mentón a Martin y Goldberg—. Y ellos se encargarán también de buscar testigos. Pero no creo que el coche nos proporcione buenas pruebas. Es posible que el coche le atropellase pero seguramente apenas si le rozó. Tiene algunos moretones, pero no se le encontraron las heridas normales de alguien que ha sido atropellado de verdad.

—Supongamos, entonces, que el coche sólo le rozó…

—Este caso está repleto de suposiciones, reverendo Bacon. Suponiendo que encontremos el coche, y suponiendo que encontremos a su dueño, y suponiendo que el dueño diga que, en efecto, hace unos días atropelló a ese joven, y que no se paró, y que no informó a la policía del accidente, suponiendo todo esto, tenemos, en efecto, base suficiente para montar un caso judicial. De lo contrario, lo único que tendremos será un montón de problemas.

—Ajá —dijo el reverendo Bacon—. De lo cual se deduce que, tratándose de un caso tan problemático, no va a dedicarle usted mucho tiempo. ¿No es así?

—No lo es. Este caso recibirá tanta atención como cualquier otro.

—Me habla usted de sinceridad… Pues voy a serle sincero. Henry Lamb no es un ciudadano importante, ni es hijo de un ciudadano importante. Sin embargo, es un magnífico joven… ¿entiende…? Está a punto de graduarse en el instituto. No fue de los que cuelgan los estudios a la mitad. Jamás se ha metido en ningún lío. Y, no obstante, nació y creció en los bloques Edgar Allan Poe. Los bloques Edgar Allan Poe. Es un joven negro de los bloques de protección oficial. Démosle la vuelta a todo este asunto durante unos momentos. Supongamos que Henry Lamb fuera un joven blanco que viviese en Park Avenue y estuviese a punto de ingresar en Yale, y que le atropellasen en Park Avenue un hombre y una mujer negros que fueran en un… un… Pontiac Firebird, en lugar del Mercedes… ¿entiende…? Supongamos que el chico le dijese a su madre lo que Henry Lamb le dijo a la suya. ¿Pretende decirme que en esta otra situación también diría usted que no hay bases suficientes para un caso judicial con todas las de la ley? ¿No cree que, en lugar de hablar de problemas, estaría usred más bien dándoles vueltas y más vueltas a esos datos hasta sacar algo en claro?

Martin cobró vida repentina y sonoramente:

—Estaríamos haciendo exactamente lo mismo que hacemos ahora. Hace dos días que andamos buscando a Mrs. Lamb. ¿Cuándo nos hemos enterado de lo de la matrícula? Ahora mismo. Mire, he trabajado en Park Avenue y he trabajado también en Bruckner Boulevard, y le aseguro que no hay ninguna diferencia.

La voz de Martin sonó tan clara y definitiva, y su mirada fue tan implacable, tan testaruda, tan brutalmente irlandesa, que durante unos instantes pareció que incluso el reverendo Bacon se había quedado perplejo. Bacon le devolvió la mirada fija al irlandés, tratando de conseguir que el inspector acabara bajando la suya, pero fracasó. Luego, el reverendo sonrió levemente y dijo:

—Puede decirme eso a mí porque soy un ministro del Señor, y porque quiero creer que la justicia es ciega… ¿entiende…? Quiero creerlo. Pero mejor será que no salga a las calles de Harlem y del Bronx repitiendo eso mismo. Mejor será que no salga a informarles de todas esas ventajas que tienen, porque ellos saben la verdad sin que nadie se la diga. Porque ellos han descubierto la verdad padeciéndola sobre sus propias carnes.

—Yo salgo todos los días a las calles del Bronx —dijo Martin—, y se lo digo a todo el que quiera saberlo.

—Ajá —dijo el reverendo Bacon—. Mire, nosotros tenemos una organización llamada Solidaridad de Todos los Pueblos, una organización que se dedica a supervisar todas las comunidades, y la gente acude a nosotros, y puedo asegurarle que la gente no se ha enterado de eso que dice usted proclamar. Porque más bien se entera de una cosa muy diferente.

—He sido testigo de una de sus supervisiones —dijo Martin.

—¿Cómo dice?

—Que he sido testigo de una supervisión que hicieron ustedes en Gun Hill Road.

—Mire, no sé de qué me habla.

—Era en las calles del Bronx —dijo Martin.

—En fin —les interrumpió Kramer, dirigiéndose a Mrs. Lamb—, gracias por la información que nos ha facilitado. Y espero que tenga pronto buenas noticias de su hijo. Estudiaremos lo de la matrícula. Entretanto, si sabe de alguien que estuviera la otra noche con su hijo, o de alguien que viera algo, díganoslo, ¿de acuerdo?

—Ujuuum —dijo ella, con la misma entonación vacilante que al principio—. Gracias.

Martin seguía mirando al reverendo Bacon con sus ojos de doberman. De modo que Kramer se volvió a Goldberg y le dijo:

—¿Puedes dejarle una tarjeta con tu teléfono a Mrs. Lamb?

Goldberg sacó del bolsillo interior de su americana una tarjeta y se la dio a Mrs. Lamb. Ella la cogió sin mirarla.

—No hace falta que me dé su tarjeta —le dijo el reverendo Bacon a Goldberg, mientras sé ponía en pie—. Ya sé quiénes son ustedes… ¿entiende…? Les llamaré. Voy a estar muy encima de ustedes. Quiero que se haga algo. Solidaridad de Todos los Pueblos quiere que se haga algo… ¿entiende…? Así que… pueden estar seguros de una cosa: les llamaré.

—Cuando quiera —dijo Martin—. Cuando quiera.

Sus labios se entreabrieron ligerísimamente, esbozando un gesto parecido a una sonrisa. A Kramer le recordó la expresión que los chicos suelen adoptar cuando está a punto de empezar una reyerta en el patio del colegio.

Kramer comenzó a salir, volviendo la cabeza para decir adiós, y confiando en que de este modo lograría arrastrar en pos de sí a Martin el Agresivo y al Judío Irlandés.

Cuando regresaban a la fortaleza, Martin dijo:

—Joder, ahora entiendo por qué os mandan a la facultad de derecho, Kramer. Para enseñaros a aguantar los insultos con una sonrisa en los labios. —Pero lo dijo sin mala uva.

—Qué diablos, Marty —dijo Kramer, imaginando que, tras haber luchado codo a codo con ellos, como un soldado valiente en las trincheras, era oportuno que pasara a utilizar el mote familiar con el que sus compañeros llamaban a aquel valiente Asno Irlandés—, la madre de ese chico estaba delante, no podíamos hacer gran cosa. Por otro lado, es posible que ese número de matrícula nos dé una pista.

—¿Apuestas algo a que no?

—Hay una posibilidad.

—Esa posibilidad me la paso yo por el culo. El chico recibe un topetazo de un coche, luego va al hospital y, casualmente, no dice nada del accidente. Luego, se va a su casa y tampoco se lo dice a su madre. Pero resulta que a la mañana siguiente ya no se encuentra tan animado, y de repente se le ocurre: «Hombre, podría decir que me atropelló un coche.» Vamos, hombre. A ese pobre bastardo le dieron una paliza, pero fue en unas circunstancias que prefiere que nadie conozca.

—Es posible. ¿Te importaría comprobar si está fichado?

—Mira —dijo Goldberg—, esa gente me da lástima. ¿Les habéis visto? Tan contentos porque el chico no está fichado, como si eso fuese una proeza. No te jode. Y lo curioso es que, en realidad, para un chico de esos bloques, no estar fichado es una proeza. ¡Simplemente el hecho de no estar fichado! Es un bicho raro. Sobre todo, lo siento por ella.

Parece, pensó Kramer, que al Judío Irlandés se le ha reducido el porcentaje de judaismo.

Pero Martin tomó en seguida el relevo:

—Una mujer así… ni siquiera tendría que estar viviendo en un bloque de viviendas protegidas, qué coño. Tenía buena facha. Parecía buena gente. Ahora me he acordado de lo que pasó la vez que mataron a su marido. El tipo era de los que trabajan de verdad. Pero se tropezó con un hijo de puta que le metió un tiro por la boca. Y ella… ella trabaja, no vive de la seguridad social, y manda al chico a la iglesia, le hace estudiar… es buena gente. Vete a saber en qué embrollo se metió ese chico, pero ella es buena gente. Con la mayoría de esos tipos, en cuanto pasa algo y empiezas a preguntarles cosas, se dedican solamente a echarles las culpas a este jodido mundo del jodido lío en el que se han metido, de manera que no hay modo de averiguar qué coño pasó en realidad. Pero esta mujer, esta mujer era buena gente. Mala suerte si ha acabado viviendo en uno de esos bloques de mierda, pero —y al decir esto miró a Kramer— en esos bloques protegidos vive un montón de gente honrada, gente que va a trabajar cada día.

Goldberg hizo un gesto de asentimiento, y añadió a su vez:

—Cualquiera lo diría ahora, pero esos bloques fueron construidos para gente trabajadora. Esa era la idea original: viviendas de bajo coste para gente trabajadora. Y ahora, te encuentras con algún vecino que trabaja y que pretende portarse bien, y, te lo juro, te rompe el corazón.

Fue en este momento cuando Kramer lo comprendió: los polis no eran tan diferentes de él. Lo que contaba era el factor basura. Los polis acababan hartándose de pasarse todo el día metiendo a negros y latinos en la cárcel. Lo mismo que él. Es más, para los polis la cosa era incluso peor, porque, para hacer su trabajo, tenían que sumergirse mucho más en la basura. Lo único que hacía que su actividad le pareciese constructiva era pensar que lo hacían por alguien, por la gente honrada. Por eso abrían bien los ojos, por eso trataban de entrar en sintonía con la buena gente de color… los que emergían de toda la basura… mientras ellos seguían dedicados a revolver aquellas auténticas montañas de basura.

Puede que no sea gran cosa, pensé Kramer, pero por ahí se empieza.