7. La casa del incauto

El teléfono despertó con su estallido a Peter Fallow, que estaba metido dentro de un huevo que había perdido su cáscara y sólo se mantenía entero gracias a su tenue bolsa membranosa. ¡Ah! La bolsa membranosa era su cabeza, y el lado derecho de su cabeza estaba apoyado en la almohada, y la yema pesaba como el mercurio, y se deslizaba como el mercurio, y presionaba sobre su sien derecha y su ojo derecho y su oreja derecha. Si intentaba levantarse para descolgar el teléfono, esa yema, el mercurio, la masa venenosa, se desplazaría, rodaría, acabaría rompiendo la membrana, y su cerebro se derramaría fuera de su cabeza.

El teléfono estaba en el suelo, en un rincón cerca de la ventana, sobre la alfombra parda. La alfombra era repugnante. Sintética; los norteamericanos fabricaban unas alfombras asquerosas; de metalón, estreptolón, gruesas, peludas, con un tacto que, de sólo imaginarlo, le ponía la piel de gallina. Otra explosión; estaba mirando directamente el aparato, un teléfono blanco y un delgado cable blanco que yacían en mitad de la sucia alfombra parda y peluda de estreptolón. Al otro lado de la persiana graduable el sol brillaba tan intensamente que le dañaba los ojos. Su habitación sólo recibía luz directa de la una a las dos de la tarde, cuando el sol pasaba entre dos altos edificios en su recorrido por el cielo sureño. Los otros cuartos, el baño, la cocina y la salita, jamás recibían los rayos del sol. La cocina y el baño ni siquiera tenían ventanas. Al encender la bombilla del baño, en el cual se encontraba un módulo —¡módulo!— de bañera-ducha de plástico que solía inclinarse ligeramente cada vez que Fallow pisaba la bañera, al encender la bombilla del baño, se ponía simultáneamente en marcha un ventilador protegido por una rejilla e instalado en el techo. El ventilador producía un estruendo demoledor y una vibración increíble. De modo que ya no acostumbraba encender la luz del baño, sobre todo al levantarse. Sólo se veía gracias al tubo fluorescente del pasillo que daba acceso al baño. Más de una vez se había ido a trabajar sin afeitarse.

Con la cabeza apoyada todavía en la almohada, Fallow siguió mirando el teléfono, cuyos estallidos no habían cesado. En realidad, hubiese tenido que colocar una mesilla junto a la cama, suponiendo que pudiera llamarse cama a aquella combinación de colchón y somier metálico, típicamente americana, y que servía sobre todo para llevarse arañazos y hasta cortes en los nudillos cada vez que uno trataba de encajar una pieza en la otra. El teléfono tenía un aspecto sucio sobre la sucia alfombra. Pero jamás había invitado a nadie a que subiera a su casa, como no fuera alguna chica, y a éstas sólo las invitaba a subir por la noche, cuando ya se había tragado dos o tres botellas de vino, y nada le importaba. Sí, ésa era la verdad. Cuando subía con alguna chica, siempre veía su patética madriguera con los ojos de ella, al menos durante un momento. El recuerdo de las chicas y el vino pulsó una cuerda de su cerebro, y un estremecimiento de vergüenza recorrió todo su sistema nervioso. Ayer noche. Había pasado algo. Últimamente solía despertarse así, con una resaca criminal, temiendo moverse aunque sólo fuese un centímetro, y con una vaga sensación de vergüenza, de desesperación. Lo que había hecho, fuera lo que fuese, quedaba sumergido como un monstruo en el fondo de un lago frío y oscuro. Se le había ahogado la memoria durante la noche, y lo único que le quedaba al amanecer era una helada desesperación. Para encontrar al monstruo tenía que avanzar paso a paso, sumergirse por medio de deducciones hasta profundidades insondables. A veces sabía que, fuese lo que fuese, no era capaz de hacerle frente, y decidía volverle la espalda para siempre, hasta que algún detalle disperso, anodino, lanzaba una señal, y la fiera asomaba la cabeza en la superficie, movida por su propio impulso, para mostrarle a Fallow su repugnante hocico.

Esta vez recordaba al menos cómo había empezado todo. En el Leicester's, en donde, como otros muchos ingleses que solían frecuentar aquel local, había logrado sentarse a la mesa de un norteamericano que, seguro, se haría cargo de la cuenta sin rechistar, en este caso un tipo gordo llamado Aaron Gutwillig, que hacía poco había vendido una empresa de leasing por doce millones de dólares y que gustaba de ser invitado a sus fiestas por los miembros de las colonias inglesas e italianas de Nueva York. Otro yanqui, un hombrecillo torpe pero divertido que se llamaba Benny Grillo, productor de documentales para la televisión, se empeñó en bajar hasta el Limelight, una discoteca instalada en un edificio que antiguamente había sido una parroquia episcopaliana. Grillo se mostró dispuesto a pagarlo todo en el Limelight, de modo que Fallow se fue con él y con dos modelos norteamericanas, y también con Franco di Nodini, un periodista italiano, y Tony Moss, viejo conocido de la Universidad de Kent, y Carolina Heftshank, recién llegada de Londres y absolutamente petrificada por el miedo a la criminalidad nocturna de Nueva York, acerca de la cual había estado leyendo diariamente noticias en la prensa británica, de modo que la pobre pegaba un brinco cada vez que veía una sombra, lo cual, al principio, había resultado hasta gracioso. Las dos modelos pidieron emparedados de rosbif en el Leicester's, y sacaron la carne del pan, y se la comieron con los dedos. Caroline Heftshank no paró de dar brincos cuando salieron del taxi, enfrente del Limelight. El local estaba rodeado de negros jóvenes calzados con enormes zapatillas deportivas, colgados de la antigua verja de la iglesia, mirando a los borrachos y la gente que entraba y salía de la discoteca. Una vez dentro, el Limelight tenía un aspecto anormalmente grotesco, y Fallow se sintió anormalmente ingenioso, borracho y encantador. ¡Tantísimos travestís! ¡Tantísimos punkarras supremamente repulsivos! ¡Tantísimas chicas norteamericanas con cara de empanada y dentaduras ortoperfectas y pintalabios plateado y sombra de ojos de tonos húmedos! ¡Y aquella música descoyuntada e interminablemenre metálica, y aquellos brumosos vídeos en las pantallas, con chicos enfermizamente flacos, y aquellas humaredas artificiales! Todo había ido hundiéndose cada vez más en el lago. Atravesaban en taxi calles y más calles de la zona de las Cincuenta Oeste, hacia adelante y hacia atrás, en busca de un local con la puerta de metal galvanizado, el Cup. Un piso de caucho sujeto con tachones negros, y una pandilla de irlandeses, o al menos con aspecto irlandés, desnudos de cintura para arriba, horribles, derramando cerveza encima de todo el que se les acercaba; y luego unas chicas, también desnudas de cintura para arriba. Ah. Había ocurrido algo, delante de algunas personas, en una habitación. Hasta donde podía decir, basándose en sus recuerdos, le parecía que… ¿Por qué hacía cosas así…? La casa de Canterbury… la guardarropía de Cross Keys… A veces recordaba aquellos tiempos de su juventud… su pelo rubio de retrato Victoriano, ese pelo del que tan orgulloso se sentía… su nariz larga y afilada, su mandíbula larga y afilada, su cuerpo huesudo, siempre demasiado flaco para su estatura, y del cual también se había sentido tan orgulloso… su cuerpo huesudo… Un estremecimiento de las aguas…

¡El monstruo comenzaba a subir a la superficie! Y, pronto… ¡su repugnante hocico!

Incapaz de hacerle frente…

El teléfono volvió a estallar. Abrió los ojos, contempló haciendo guiños la asoleada lobreguez moderna, y cuando pudo abrir los ojos del todo las cosas fueron incluso peores. Cuando pudo abrir los ojos del todo… el futuro inmediato. ¡Qué desesperante! ¡Heladamente desesperante! Volvió a guiñar los ojos, se estremeció, y los cerró de nuevo. ¡El hocico!

Los abrió inmediatamente. Aquello que había hecho cuando estaba tan completamente borracho… Además de la desesperación y del remordimiento, ahora comenzaba a sentir miedo.

El teléfono le alarmó. Podían ser los del City Light. Después de que la Rata Muerta le leyese la cartilla por última vez, se había jurado a sí mismo que se presentaría todos los días en la redacción a las diez de la mañana, y ya eran más de la una. Siendo así, lo mejor era no descolgar. No… si no contestaba, acabaría hundiéndose para siempre hasta el fondo, con el monstruo. Rodó en la cama, apoyó los pies en el suelo, y la horrible y pesada yema se desplazó. Sintió un espantoso dolor de cabeza. Tenía ganas de vomitar, pero sabía que, de hacerlo, no soportaría el dolor de cabeza. Cayó de rodillas y luego caminó a gatas. Se arrastró hasta el teléfono, lo descolgó y se tendió en la alfombra, confiando en que la yema se posara otra vez.

—¿Diga?

—¿Peter? —Gracias a Dios: el acento era inglés.

—¿Sí?

—Peter, ¿qué te pasa? Parece que te he despertado, eh. Soy Tony.

—No, no, no, no, no. Estaba… estaba en la otra habitación. Me he quedado trabajando en casa. —Se dio cuenta de que su voz apenas era un timbre de barítono afónico.

—Pues haces una magnífica imitación de alguien que acaba de despertarse.

—¿No me crees? —Gracias a Dios, era Tony. Tony era inglés, y había entrado en el City Light el mismo día que él. Eran compañeros de fatigas en aquel tosco país.

—Claro que te creo. Pero los que te creemos somos minoría. Oye, lo mejor que puedes hacer es venir ahora mismo al periódico.

—Hummmmmmmmm. Sí.

—Acaba de pasar la Rata por aquí, y me ha preguntado que dónde estabas. Y no parecía que fuese simple curiosidad. Daba la sensación de estar muy cabreado.

—¿Y qué le has dicho tú?

—Le he dicho que te habías ido al tribunal de testamentaría.

—Hummmmm. No es por meterme en donde no me llaman, pero ¿qué hago allí?

—Joder, Peter. Entonces es cierto que te he sacado de la cama, ¿eh? Es por el asunto de Lacey Putney.

—Hummmmmmm. Lacey Putney. —Dolor, náuseas, sueño, un ataque conjunto que arrasó la cabeza de Fallow como una ola hawaiana. Tenía la cabeza apoyada en la alfombra. La pesada yema se movía horrorosamente—. Hummmmmmmmm.

—No te desmayes, Peter. No es broma. Creo que lo mejor será que vengas por aquí y te dejes ver.

—Lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé. Gracias, Tony. Tienes toda la razón.

—¿Vienes?

—Sí. —En el momento de decirlo, sabía perfectamente cómo iba a sentirse en cuanto tratara de ponerse en pie.

—Y hazme un favor.

—Lo que sea.

—Intenta recordar que has estado en el tribunal de testamentarías. La herencia Lacey Putney. No creo que la Rata se haya creído lo que le he dicho. Pero ya sabes.

—Sí, Lacey Putney. Gracias, Tony.

Fallow colgó, se levantó, avanzó tambaleándose hasta la persiana graduable, y se cortó el labio. Era una persiana metálica, al gusto yanqui. Las tiras cortaban como hojas de afeitar. Se secó la sangre con el dorso del dedo índice. No lograba que la cabeza se le mantuviera tiesa. La yema de mercurio le dejaba sin sentido del equilibrio. Se lanzó hacia el baño, y se valió de la azul iluminación de madrugada que proporcionaba el fluorescente del pasillo. En el espejo del armarito, y vista con esa luz enfermiza, la sangre del labio parecía de color morado. No importaba. Podía soportar que su sangre fuese de color morado. Pero encender la luz del baño hubiese sido el final.

Las hileras de terminales de ordenador con sus luces de diodo y sus cajas gris masilla a lo 2001 daban a la redacción de local del City Light un rebrillo de orden y modernez. Pero esta primera apariencia no soportaba una segunda ojeada. Las mesas estaban cubiertas de la típica basura de papeles, vasos de plástico, libros, manuales, almanaques, revistas y ceniceros negros. Ante los teclados se sentaban los típicos jóvenes, hombres y mujeres, de espalda encorvada. De esos teclados salía una trepidación sorda —zuc zuc zuc zuc zuc zuc zuc zuc zuc zuc zuc—, como si estuviese celebrándose allí un gigantesco campeonato mundial de mahjong. Los reporteros, redactores de mesa y redactores jefe estaban todos encorvados, de acuerdo con el estilo consagrado por los periodistas desde los más remotos comienzos de la profesión. Cada pocos segundos emergía una cabeza, enderezándose de repente, como si necesitara aire, y aullaba una frase breve que hablaba de titulares, columnas, dimensiones de las noticias. Pero ni siquiera el nerviosismo de la hora del cierre duraba mucho tiempo. Se abrió una puerta al fondo de la sala, y un griego con uniforme blanco avanzó bajo el tremendo peso de una bandeja repleta de vasos de café y soda, cajas de donuts, recipientes de queso fresco, pollos, buñuelos, todas y cada una de las variedades de inmundicias grasientas que suelen vender los restaurantuchos de comida para llevar, y la mitad de los presentes abandonó de repente los ordenadores para caer sobre el griego y saquear su bandeja con la misma furia que si se tratase de una horda de gorgojos hambrientos.

Fallow aprovechó este descanso para dirigirse a su mesa. En mitad de aquel sembrado de ordenadores se detuvo y, dándose aires de profesional, cogió un ejemplar de la segunda edición, que acababa de llegar a la redacción. Bajo el logotipo —THE CITY LIGHT— la primera página tenía, en la mitad de la derecha, una columna entera de enormes letras con el titular:

LE ARRANCA EL CUERO CABELLUDO A SU ABUELA,

Y LUEGO LE ROBA SUS AHORROS

En la mitad de la izquierda, una gran foto. Era la clásica foto de estudio, con el rostro sonriente y sin arrugas de Carolina Pérez, una mujer de cincuenta y cinco años cuyo aspecto no era precisamente el de una abuela, coronado por una exuberante melena negra recogida sobre la coronilla en un gran moño de anticuado estilo Miss España.

¡Por los clavos de Cristo! ¡Atrancarle el cuero cabelludo a esa mujer debió de haber sido toda una proeza! Si se hubiese encontrado un poco mejor, Fallow le hubiese rendido un silencioso tributo a la extraordinaria esthétique de l'abattoir que permitía a aquellos desvergonzados diablos que eran sus patronos, compatriotas suyos, ingleses como él, miembros de su misma raza, descendientes también de Shakespeare y Milton, salir a la calle día tras día con cosas tan espeluznantes como aquélla. Qué magnífica capacidad de síntesis la que demostraba ese titular repleto de verbos y complementos, pero sin rastro alguno de sujeto, a fin de provocar la reacción del lector, que sin duda estaría en ese mismo momento abriendo con sus zarpas las páginas del diario a fin de averiguar cómo era y quién era el vil diablo que había dado origen a la frase. Qué perseverancia de gusano había demostrado el reportero que tuvo arrestos como para invadir chez Pérez y sacar de allí una foto de la Abuelita capaz de hacerte notar en las yemas de tus propios dedos aquella sangrienta escena, capaz de hacértela sentir incluso en tu espina dorsal. ¡Y esa anticlimática caída del «Le arranca el cuero cabelludo…», «y luego le roba sus ahorros». ¡Un anticlímax brillantísimo, absurdo! Joder, si hubiesen tenido más espacio, seguro que hubiesen añadido: «Y después se deja encendidas las luces de la cocina.»

De momento, sin embargo, estaba tan venenosamente enfermo que no pudo disfrutar de ninguno de esos detalles. No, se quedó contemplando aquella última muestra de brillantez periodística con la sola intención de dejar bien claro —sobre todo a los ojos de la Rata Muerta en persona— que ya estaba allí, y que no había en el mundo nada que suscitara tanto su interés como el City Light.

Con el periódico en las manos y mirando la primera página, como si sus excelsas virtudes le hubiesen dejado en éxtasis, siguió avanzando por la sala hasta su cubículo, un recinto cercado por tabiques de aglomerado de un metro veinte centímetros de altura, pintados de enfermizo color salmón, que contaba con todos los elementos propios de los espacios laborales de alta tecnología, desde la mesa metálica de color gris hasta la ubicua terminal de ordenador con su correspondiente teclado, pasando por la silla de plástico con un diseño desagradablemente ortopédico, y el perchero modular de plástico que encajaba ingeniosamente en los tabiques modulares. El perchero ya tenía una notable resquebrajadura, y de él colgaba una solitaria y andrajosa prenda, la gabardina de Fallow, que jamás salía de aquel cubículo.

Justo al lado del perchero había una ventana, y Fallow pudo ver su reflejo en el cristal. De frente parecía un hombre joven y guapo de unos treinta y seis años. No llegaba a notársele que era más bien cuarentón y empezaba a envejecer. De frente, su pelo rubio, largo y ondulado, con entradas, seguía pareciendo… bueno, byroniano… y no se notaba su cada vez más pronunciada escasez en la zona de la coronilla. Sí, de frente… ¡todo saldría bien! Su nariz larga y afilada parecía muy patricia, y no se notaba apenas que la punta era exageradamente bulbosa. Su abrupta mandíbula no llegaba a verse amenazada por los salientes carrillos que comenzaban a colgarle a los lados. Y su blazer azul marino, confeccionado por Blades hacía ocho —no, ¡diez!— años, empezaba a tener… algunos ¡brillos! Sí, brillos en las solapas… pero, probablemente, con uno de sus cepillos de cerda dura lograría… Comenzaba a echar barriga, y se le acumulaba la grasa en las caderas y los muslos. Pero nada de eso resultaría un problema ahora que había dejado de beber. Nunca más. Esa misma noche empezaría a hacer algo de ejercicio. Y, si no era esa noche, al día siguiente; se sentía tan bilioso que no era capaz de pensar en esa noche. Tampoco tenía intención de practicar esa patética costumbre norteamericana del jogging. Pensaba más bien en algún tipo de ejercicios limpios, tensos, agotadores… Ingleses. Imaginó por un momento sacos de arena y espalderas y potros y plintos y paralelas y pesas y gruesas y tensas cuerdas con el extremo forrado de cuero, y después comprendió que eran los aparatos del gimnasio de Cross Keys, el colegio del que fue alumno hasta el momento de su ingreso en la Universidad de Kent. Santo Dios… hacía veinte años. Pero aún no tenía más que treinta y seis, y medía metro ochenta y tres, y su estado físico, en lo fundamental, era magnífico.

Escondió el estómago e inspiró profundamente. Y en el mismo momento se sintió muy mareado. Cogió el teléfono. ¡Finge estar atareadísimo! Eso era lo principal. El tono de llamada le pareció consolador. Deseó ser capaz de reptar por el inrerior del receptor, flotar en aquel tono, dejar que el zumbido le limpiase todas sus terminaciones nerviosas. Nada más fácil que apoyar la cabeza en la mesa, cerrar los ojos, echar un sueñecito. Quizá daría el pego apoyando una mejilla en la mesa y poniéndose el auricular del teléfono en la otra oreja, de espaldas a la sala, como si hablase con alguien. Qué va, no colaría. Tal vez si…

Joder. Un norteamericano, Robert Goldman, se dirigía hacia él. Goldman, uno de los reporteros de calle, se había puesto una corbata a estridentes listas rojas, amarillas, negras y azul celeste. Esas corbatas hechas a imitación de las de ciertos uniformes militares recibían en América el nombre de corbata de reportero. Los yanquis tenían la manía de ponerse una corbata que brincaba por delante de sus camisas como para anunciar la torpeza natural de quien las llevaba. Hacía un par de semanas que había obtenido de Goldman un préstamo de cien dólares. Le había dicho que tenía que pagar una deuda de juego a medianoche… backgammon, el Bracer's Club… europeos de vida disoluta. Los yanquis se quedaban boquiabiertos cuando les hablabas de Libertinos y Aristócratas. Desde aquel día, aquel gilipollas ya le había reclamado tres veces el dinero, como si su futuro dependiese de tan poca cosa. Sin separar el teléfono de su oreja, Fallow le echó una ojeada despectiva a Goldman y su espantosa corbata. Al igual que buena parte de los ingleses que vivían en Nueva York, Fallow veía a los norteamericanos como seres irremediablemente infantiles, arrojados al mundo por la perversa Naturaleza a fin de poblar con ellos aquel enorme y tedioso continente. Cualquier método no violento de aliviarles de su riqueza les parecía a los ingleses deportiva y hasta a veces moralmente justificado, pues, en cualquier caso, los norteamericanos no eran capaces de despilfarrar su dinero más que en cosas inútiles y de mal gusto.

Fallow comenzó a hablar por teléfono, como si estuviese metido en una conversación importante, y se puso a buscar en todos los rincones de su cerebro un diálogo a una sola voz como los que suelen escribir los dramaturgos que usan escenas de teléfono.

—¿Cómo dices…? ¿Que el tribunal no nos autoriza a usar las transcripciones taquigráficas? Bueno, pues les dices… Vale, vale… Por supuesto… Eso es ilegal… No, no… Mira, escúchame atentamente…

La corbata —y Goldman— se encontraban justo a su lado. Peter Fallow mantuvo la vista baja y alzó una mano, como diciendo: «¡Por favor! No puedo interrumpir esta llamada.»

—Hola, Pete —dijo Goldman.

¡Pete!, le había dicho, y en tono bastante serio. ¡Pete! De sólo oírlo, a Fallow le rechinaron los dientes. ¡Esa… apestosa… familiaridad yanqui…! ¡Yanquis! ¡Siempre con sus diminutivos, con sus Arnie y sus Buddy y sus Hank y sus… Pete! ¡Cómo tiene este repugnante hortera con esa corbata de escándalo los cojones de meterse en mi cubículo cuando estoy hablando por teléfono, y sólo porque le ha cogido un ataque de nervios por sus patéticos cien dólares! ¡Y encima me llama Pete!

Fallow torció el gesto hasta adoptar una expresión de tremenda intensidad, y siguió hablando ininterrumpida y rápidamente.

—¡Bien…! Pues les dices a los del tribunal y al taquígrafo que queremos esa transcripción antes de mañana al mediodía…! ¡Por supuesto…! ¡Es obvio…! ¡Seguro que su abogado ha pagado un buen soborno…! ¡Toda esa gentuza son uña y carne…!

—Aquí en América no decimos abogado en ese caso, sino… Da lo mismo. Supongo que de todos modos te habrán entendido. Tampoco decimos taquígrafo, sino estenógrafo —dijo Goldman en voz monótona.

Fallow le lanzó una mirada de furia. Goldman se la devolvió, con un gesto de ironía en los labios.

Fallow cerró los ojos y los labios hasta dejarlos reducidos a tres gruesas líneas, sacudió la cabeza con incredulidad, y sacudió una mano en el aire, como si acabara de ser testigo de una increíble demostración de impudicia.

Pero cuando abrió los ojos Goldman seguía allí. Le miraba, y adoptó una expresión de fingida excitación, alzó las dos manos, abrió todos los dedos delante de las narices de Fallow, cerró luego los dos puños, volvió a extender los diez dedos, y repitió este movimiento diez veces, y dijo:

—Cien, Pete.

Luego dio media vuelta y se fue al otro extremo de la sección de local.

¡Qué impudicia! ¡Qué impudicia! En cuanto estuvo seguro de que aquel impúdico mequetrefe no iba a regresar, Fallow colgó el teléfono, se puso en pie y se acercó al perchero. Había jurado… Pero ¡por los clavos de Cristo! Acababan de someterte a… eso era… intolerable. Sin descolgarla del gancho, abrió la gabardina, y metió la cabeza dentro, como si estuviera observando las costuras. Luego tiró de la gabardina hasta pasársela sobre los hombros, de forma que la parte superior de su cuerpo desapareció de la vista. Era una de esas gabardinas con bolsillos sesgados y abiertos tanto por dentro como por fuera, que, cuando llueve, te permiten meter la mano en los bolsillos de la americana o de los pantalones sin desabrochar la gabardina. Bajo esta tienda de popelín, Fallow palpó el bolsillo de la izquierda, que contenía una cantimplora.

Desenroscó el tapón, se llevó la abertura a los labios, tomó dos largos tragos de vodka, y esperó a que su estómago experimentara la sacudida. El vodka golpeó allá abajo, y luego rebotó por todo su cuerpo y su cabeza con una oleada de calor. Volvió a enroscar el rapón, devolvió la cantimplora a su sitio, y salió del interior de la gabardina. Tenía la cara llameante. Lágrimas en los ojos. Miró cansinamente la redacción, y…

Mierda.

…la Rata Muerta le miraba fijamente. Fallow no se atrevió ni siquiera a parpadear, y mucho menos a sonreír. No quería provocar absolutamente ninguna respuesta por parte de la Rata. Se volvió como si no le hubiera visto. ¿Era cierto que el vodka no huele? Rezó por que así fuera. Se sentó a la mesa, cogió otra vez el teléfono y movió los labios. Sonaba el tono de llamada, pero estaba demasiado nervioso como para aceptar su consuelo. ¿Le había visto la Rata Muerta escondido en la gabardina? Y, en caso afirmativo, ¿sospecharía algo? ¡Ah, qué diferente había sido aquel trago de los gloriosos brindis, apenas hacía seis meses! ¡Qué magníficas posibilidades había echado a perder! Podía ver la escena… ese banquete en el grotesco apartamento que la Rata tenía en Park Avenue… las invitaciones, pomposísimas, superceremoniosas, con la letra en relieve: Sir Gerald Steiner y Lady Steiner solicitan el placer de su compañía en la cena en honor de Mr. Peter Fallow (cena y Mr. Peter Fallow estaban escritos a mano)… el ridículo museo de muebles borbónicos y las pisoteadas alfombras Aubusson que habían acabado reuniendo en Park Avenue entre la Rata Muerta y Lady Rata… Por otro lado, ¡qué velada tan embriagadora! Todos los invitados eran ingleses. En los peldaños más altos del City Light no había, de todos modos, más que tres o cuatro norteamericanos, y ninguno de ellos fue invitado. Y Fallow descubrió muy pronto que había cenas como aquéllas cada noche en todo el East Side de Manhattan, deslumbrantes fiestas sólo para ingleses, o franceses, o italianos, o europeos; en todo caso, siempre sin norteamericanos. En esas reuniones llegabas a tener la sensación de formar parte de la riquísima y selecta legión secreta que había conseguido colarse en las casas de apartamentos en propiedad de Park Avenue y de la Quinta Avenida, para, desde allí, saltar sobre las vacas gordas norteamericanas y devorar tranquilamente hasta el último pedazo de la carne sonrosada del capitalismo.

En Inglaterra, Fallow siempre había llamado mentalmente «ese judío de Steiner» a Gerald Steiner, pero durante aquella cena quedó borrado hasta el último rastro de esnobismo. Ahora se habían convertido en compañeros de armas de la legión secreta, al servicio del herido chovinismo inglés. Steiner había contado en la mesa que Fallow era todo un héroe. Les explicó a los presentes que se quedó pasmado al leer la serie de reportajes sobre la vida campestre de los ricos que Fallow había escrito para el Dispatch. Unos reportajes con abundantes nombres y títulos nobiliarios y helicópteros y desconcertantes perversiones («aquello de la taza») y carísimas enfermedades, y todo ello escrito con tal habilidad que resultó estar a prueba de todo intento de incoar demandas por difamación. Fue el mayor triunfo periodístico de Fallow (de hecho, el único que había obtenido), y Steiner no conseguía entender cómo se las había arreglado para lograrlo. Fallow sí sabía exactamente cuáles fueron sus métodos, pero había conseguido ocultar sus recuerdos bajo numerosas capas de vanidad. Todos y cada uno de los picantes datos se los había contado una chica con la que salía en aquel entonces, una muchacha resentida, Jeannie Brokenborough, hija de un comerciante de libros antiguos, que tenía acceso al mundillo de la aristocracia aunque sólo fuera en calidad de personaje de segunda categoría. Cuando Miss Brokenborough cambió de pareja, toda la magia periodística desplegada por Fallow se esfumó repentinamente.

La invitación de Steiner para ir a Nueva York le llegó justo a tiempo, pese a que Fallow se negaba a verlo así. Al igual que todos los escritores que han obtenido un gran triunfo, aunque sea en un nivel tan bajo como el del Dispatch, Fallow se negaba a creer que hubiera sido cuestión de suerte. De modo que no creía que fuera a costarle gran esfuerzo repetir ese triunfo en una ciudad acerca de la cual no sabía nada, en un país que para él no era más que un auténtico chiste. ¿Por qué iba a costarle? Su genio apenas había comenzado a dar frutos. Y el periodismo era simplemente su oficio, apenas una etapa inicial de la carrera que le convertiría finalmente en novelista. Ambrose Fallow, el padre de Peter, era novelista, aunque sólo fuese un novelista menor. Su padre y su madre eran de East Anglia, los típicos jóvenes cultísimos de buena familia que, tras la Segunda Guerra Mundial, se convencieron a sí mismos de que bastaba cierta sensibilidad literaria para llegar a ser aristócrata. La idea de llegar a la aristocracia estuvo siempre presente en sus proyectos, como en los de Fallow. Fallow había tratado de compensar su relativa pobreza convirtiéndose en un tipo ingenioso, en un libertino. Sin embargo, estos logros tan aristocráticos sólo le habían permirido conseguir un puesto no muy seguro en la cola del cometa de los elegantes de Londres.

Ahora que formaba parte de la brigada de Steiner en Nueva York, Fallow pensaba, como su jefe, hacer fortuna en el Nuevo Mundo.

La gente se preguntaba por qué razón Steiner, que no tenía ningún historial en el mundo del periodismo, se había instalado en los Estados Unidos para dedicarse al carísimo negocio de montar un diario vespertino. Los más listos decían que el City Light era solamente un arma de ataque o represalia, con la cual Steiner pretendía apoyar y defender sus demás inversiones norteamericanas. De hecho, en los Estados Unidos ya se le conocía como «el temible británico». Fallow, sin embargo, sabía que la realidad era todo lo contrario. Las inversiones más «serias» estaban al servicio del City Light. Steiner había sido criado, educado, entrenado y preparado por el Viejo Steiner, un financiero pomposo y charlatán, un hombre hecho a sí mismo, pero que quiso que su hijo fuese, en lugar de un simple judío rico, todo un gran señor inglés. Steiner fils acabó, así pues, convirtiéndose en la rata bien educada, bien alimentada y bien vestida que su padre quería. Jamás tuvo valor suficiente como para rebelarse. Ahora, avanzada ya su vida, había descubierto el mundo de los tabloides. Sus zambullidas diarias en el barro —LE ARRANCA EL CUERO CABELLUDO, LUEGO LE ROBA SUS AHORROS— le proporcionaban inagotables placeres. ¡Yujujú! ¡Al fin libre! Día tras día, se arremangaba la camisa y se metía a fondo en la sección de local. Algunos días él mismo redactaba los titulares. Era posible que ese «Le arranca el cuero cabelludo» fuera suyo, aunque Fallow creyó más bien detectar el inconfundible estilo del director, un proletario de Liverpool que se llamaba Brian Highridge. De todos modos, pese a los muchos logros obtenidos a lo largo de su carrera, Steiner jamás había triunfado en la buena sociedad. Esto era en buena parte consecuencia de su carácter, pero también debían de haber influido las tendencias antijudías, que estaban lejos de haber desaparecido. En todo caso, Steiner aguardaba con placer la posibilidad de que Peter Fallow se las arreglase para preparar una magnífica y crepitante hoguera en la que quemar a todos aquellos pseudoaristócratas que le menospreciaban. Pero de momento tenía que limitarse a esperar…

Y seguir esperando. Al principio, los gastos de Fallow (infinitamente mayores que los del resto de sus colegas del City Light) no preocupaban en lo más mínimo a su patrono. Al fin y al cabo, para penetrar en la vida de los selectos había que participar en ella, al menos en cierta medida. Las tremendas facturas de restaurantes y bares iban seguidas de divertidas crónicas en las cuales Peter Fallow aparecía como el altísimo y refinado inglés que se zambullía hasta el fondo de la alta sociedad norteamericana. Pero al cabo de un tiempo sus crónicas dejaron incluso de ser divertidas. Este mercenario no parecía ya ser capaz de descargar ningún gran golpe periodístico. En más de una ocasión, los reportajes de Fallow eran reducidos por el director a simples noticias breves sin firmar. Steiner le había pedido que le informase personalmente de sus progresos. Pero estas charlas eran cada día más frías. Herido su orgullo, Fallow se inventó, para disfrute de sus colegas, un nuevo mote para «el temible inglés»: la Rata Muerta. Todo el mundo parecía encantado con ese rasgo de ingenio. Al fin y al cabo, Steiner tenía una nariz larga y afilada y recordaba el hocico de una rata, y carecía de mentón y su boca era pequeñita y arrugada, y poseía grandes orejas, y manos diminutas, y unos ojos en los que toda luz parecía haberse apagado, y una vocecilla frágil y cansada. En los últimos tiempos, por otro lado, Steiner se mostraba distante y brusco, y Fallow estaba empezando a preguntarse si no se habría enterado de lo de su mote.

Alzó la vista… allí estaba Steiner, a dos metros de distancia, mirándole directamente, con una mano apoyado en uno de los tabiques modulares.

—Es todo un detalle, Fallow. Hay que agradecerle su visita.

¡Ahora le trataba de usted! ¡Y en el tono que hubiera empleado el profesor encargado de la disciplina en una universidad inglesa! Fallow se quedó sin habla.

—Y bien —dijo Steiner—, ¿me has traído algo?

Fallow abrió la boca. Rebuscó en su destrozado cerebro algún tema de conversación, cualquier cosa que le permitiera lucir su famosa verborrea. Pero no encontró nada.

—¡Bien! Tenemos… la herencia Lacey-Putney… ya lo mencioné… si no estoy confundido… han intentado ponernos las cosas difíciles… en el tribunal… el… —¡Maldita sea! ¿Cómo se decía? ¿Taquígrafos? ¿Estenógrafos? ¿Qué le había dicho Goldman?—. ¡Bien! No sé… ¡Pero ahora ya lo tengo todo! Es sólo cuestión de… puedo asegurar que… esto va a ser…

Steiner no tuvo paciencia ni para esperar a que terminase.

—Espero sinceramente que así sea, Fallow —dijo, ominosamente—. Espero sinceramente que así sea.

Y, dicho esto, se fue y se sumergió en su adorada sección de local.

Fallow se hundió en su asiento. Y consiguió esperar casi un minuto entero antes de refugiarse de nuevo en su gabardina.

Albert Teskowitz no era en absoluto temido por Kramer ni por ninguno de los demás vicefiscales, sobre todo cuando le llegaba el momento de convencer a un jurado con la magia de su recapitulación final. Era incapaz de producir crescendos emotivos, y las pocas veces que conseguía alguna proeza retórica, sus efectos quedaban anulados rápidamente por su aspecro. Adoptaba una postura tan ridícula que todas las mujeres de los jurados, o todas las buenas madres, sentían en seguida unos deseos incontenibles de gritarle: «Ponte tieso.» En cuanto a la escenificación de sus conclusiones, no es que no las preparase a fondo, sino que sólo era capaz de leerlas página por página, sentado a la mesa, y sin levantar casi la vista de su bloc de papel amarillo.

—Miembros del jurado, el acusado tiene tres hijos, de seis, siete y nueve años —estaba diciendo Teskowitz—, y se encuentran en esta sala ahora mismo, esperando el resultado de este juicio.

Teskowitz hacía todo lo posible por no pronunciar el nombre de su cliente. Si hubiese podido decir Herbert Cantrell, Mr. Cantrell o incluso Herbert, se habría atrevido a hacerlo, pero Herbert no toleraba ni siquiera que le llamasen Herbert a secas.

—No me llamo Herbert —le dijo a Teskowitz en su primera entrevista—. No soy el chófer de su limusina. Me llamo Herbert 92X.

—El acusado —prosiguió Teskowitz— no es un criminal cualquiera que hubiese ido a pasar el rato aquella tarde en el Doubleheader Grill, sino un trabajador que tiene un empleo y tiene una familia. —Vaciló un momento, y luego alzó la cara con esa expresión distante, lejanísima, de quien está a punto de padecer un ataque de epilepsia—. Un empleo y una familia —repitió como hechizado, a mil kilómetros de distancia. Luego giró sobre sus talones y se acercó a la mesa de la defensa, dobló su normalmente encorvado tronco por la cintura, y estudió unos instantes las hojas amarillas de su bloc, con la cabeza torcida a un lado, como un pájaro que inspecciona una lombriz. Tras haberse mantenido en esa pose durante lo que pareció toda una eternidad, regresó al recinto del jurado y dijo—: No era un agresor. No pretendía saldar una cuenta ni quedar en paz con nadie. Era un trabajador, con un empleo y una familia, al que sólo le preocupaba una cosa, y tenía todo el derecho a estar preocupado por esa cosa, pues era ni más ni menos que su vida. Su vida estaba en peligro. —Los ojillos del defensor se abrieron de nuevo, como para sacar una instantánea, pero luego dio la espalda otra vez al jurado, se encaminó a su mesa, y se puso a releer su bloc de hojas amarillas. Encorvado de aquella manera, su silueta recordaba un grifo de los antiguos… Un grifo antiguo… Un drogota con el mono… Imágenes disparatadas comenzaron a poblar la mente de los miembros del jurado. Se fijaban en cosas como la película de polvo de los enormes ventanales de la sala, los efectos de los últimos rayos del sol sobre el polvo, como si los cristales estuviesen hechos del mismo plástico con el que fabrican los juguetes, ese plástico que imanta el polvo, y todas las amas de casa que formaban parte del jurado, incluso las más descuidadas, empezaron a preguntarse por qué no limpiaban nunca esos cristales. Y todos los miembros del jurado siguieron pensando en muchas y muy variadas cosas, excepto acerca de las que Albert Teskowitz decía de Herbert 92X, y sobre todo comenzaron a pensar qué diablos pasaba con aquel bloc de hojas amarillas, que parecía tener sujeto al pobre Albert Teskowitz con una correa— …y declaren a este acusado… inocente.

Cuando Teskowitz terminó la exposición de sus conclusiones, los miembros del jurado ni siquiera se enteraron de si había terminado o no. Sus ojos estaban fijos en el bloc de hojas amarillas. Esperaban que Teskowitz volviese de un momento a otro a su mesa para consultarlo otra vez. Incluso Herbert 92X, que no se había perdido detalle de su intervención, parecía perplejo.

Justo en ese instante se oyó un canturreo en toda la sala.

—Ya-ahhhhhhh… —sonaba por allí.

—Ya-ahhhhhhhhhhh… —sonaba por allá.

Kaminsky, el gordo, fue el que empezó. Pero continuó Bruzzielli, el secretario; e incluso Sullivan, el estenógrafo, que estaba sentado a su mesa justo al pie del juez Kovitsky, se sumó al coro con su propia y discreta versión del cántico:

—Ya-ahhh.

Sin parpadear siquiera, Kovitsky hizo sonar su martillo y declaró que se interrumpía la sesión durante media hora.

Kramer no se lo pensó dos veces. No ocurría nada grave. Simplemente, que en la fortaleza había llegado la hora de la caravana de carromatos. La caravana de carromatos era una costumbre que nadie discutía. Si parecía probable que un juicio se prolongase hasta después de la puesta de sol, siempre se organizaba la caravana de carromatos. Todo el mundo lo sabía. Y este juicio iba a alargarse hasta después de la puesta de sol, porque la defensa acababa de terminar sus conclusiones, y el juez no podía aplazar la vista hasta el día siguiente sin que antes se hubiesen escuchado las conclusiones de la acusación. De modo que había llegado la hora de la caravana de carromatos.

Durante un intermedio de este tipo, todos los funcionarios que habían ido en coche al trabajo, y que tenían que quedarse en el juzgado hasta muy tarde debido a la duración del juicio, abandonaban la sala y se iban directamente a los aparcamientos. Hasta el propio juez, Kovitsky, les imitó. Aquel día, también él había ido en coche al trabajo, de modo que pasó a su cuartito particular de la sala a través de una puerta lateral, se quitó su toga negra y, como todos los demás, bajó al aparcamiento.

Kramer no tenía coche, y no podía permitirse el lujo de pagar los ocho o diez dólares que le cobraría un taxi gitano para llevarle a casa. Los taxis gitanos —conducidos en buena parre por inmigrantes africanos de la época reciente, procedentes de Nigeria, Senegal y sitios así— eran los únicos taxis que se acercaban a la fortaleza, tanto de día como de noche, con la sola excepción de los que bajaban bandera en Manhattan para ir directamente desde allí hasta el edificio de los juzgados del Bronx. Los taxistas encendían la señal «Fuera de servicio» antes incluso de que el pedal del freno le diera el primer mordisco al tambor de las ruedas, y luego dejaban al pasajero, y salían en estampida. Con un leve estremecimiento, Kramer comprendió que aquélla iba a ser una de esas noches en las que no le quedaba otro remedio que caminar las tres manzanas que le separaban de la estación de metro de la calle Ciento sesenta y uno, en plena oscuridad, para después esperar la llegada del metro en una de las diez estaciones más peligrosas de toda la ciudad por su índice de delincuencia, y confiar luego en que hubiese un vagón lo suficientemente lleno de gente como para no temer que hiciera presa de él alguna de las cuadrillas de lobos que siempre estaban prestas a abalanzarse sobre la oveja que se hubiese separado del grueso del rebaño. Kramer pensó que sus deportivas Nike le daban posibilidades de supervivencia en caso de que las cosas salieran mal. Para empezar, porque en cierto modo funcionaban como una especie de camuflaje. En el metro del Bronx, unos zapatos Johnston & Murphy de cuero eran como una etiqueta que te señalaba como víctima propiciatoria. Era igual que llevar colgado del cuello un cartel que dijera: ROBADME. Las Nike y la bolsa de plástico de A & P harían, al menos, que los atracadores se lo pensaran dos veces. Podía ser que le tomaran por un policía de paisano. A estas alturas, todos los policías de paisano que trabajaban en el Bronx llevaban calzado deportivo. En segundo lugar, caso de que pese a todo fuesen a por él, con las Nike podía al menos tratar de huir corriendo, o resistir y pelear. Pero no tenía intención de referirse a nada de eso ante Andriutti o Caughey. Bueno, en realidad le importaba un comino lo que pensara Andriutti, pero no soportaba el desprecio de Caughey. Caughey era irlandés, y prefería un balazo en pleno rostro que usar camuflaje para ir en metro.

Cuando los miembros del jurado comenzaron a retirarse hacia su habitación, Kramer miró a Miss Shelly Thomas hasta que llegó a sentir la suavidad de su pintalabios marrón. Y ella le miró durante un segundo —¡con una levísima sonrisa!—, y acto seguido Kramer comenzó a sufrir pensando en cómo se las iba a arreglar ella para llegar hasta su casa, y pensando también que no podía acercarse a un miembro del jurado para decirle nada. Porque, pese a todo ese canturreo, todo ese Ya-ahhbhh, nadie informaba jamás al jurado o a los testigos de la costumbre de proclamar a media tarde la hora de la caravana de carromatos, aunque, por otro lado, no estaba autorizado que los miembros del jurado bajasen al aparcamiento durante el descanso de un juicio.

Kramer bajó a la entrada de Walton Avenue para estirar las piernas y respirar aire libre, y, de paso, contemplar el desfile. En la acera había un grupo formado por el juez Kovitsky y Mel Herskowitz, su ayudante, más los guardias de la sala, congregados a su alrededor como tropas bien dispuestas. Kaminsky, bajo y ancho como una bañera, se ponía de puntillas y estiraba el cuello para ver si alguien más se les unía. El aparcamiento preferido por los veteranos era el que se encontraba justo después de la cúspide de la Grand Concourse, en la calle Ciento sesenta y uno, en un enorme solar repleto de basuras que se encontraba frente al edificio de los juzgados. El solar, que ocupaba toda una manzana, había sido excavado para hacer los cimientos de un edificio que no llegó a ser construido.

El grupo se puso en marcha, con Kaminsky a la cabeza y otro guardia de la sala en la cola. Los revólveres del 38 que llevaban los guardias se notaban perfectamente sobre sus caderas. El pequeño contingente se internó con temerario arrojo en territorio cherokee. Eran las seis menos cuarto de la tarde. Walton Avenue estaba en calma. En el Bronx no había grandes atascos de circulación, ni a esa hora ni a ninguna otra. Los aparcamientos de Walton Avenue formaban un ángulo de noventa grados con la acera de la fortaleza. Apenas quedaba allí un puñado de vehículos. Junto a la entrada se hallaban los espacios reservados de Abe Weiss, Louis Mastroiani y otros supremos representantes del Poder. El guardia de la puerta colocaba conos rojos reflectantes en los espacios reservados cuando los coches correspondientes no estaban aparcados. Kramer se fijó en que el coche de Abe Weiss no se encontraba allí. Sí había otro coche, que no supo reconocer, pero el resto de espacios estaba vacío. Kramer se puso a caminar de un lado para otro de la acera, sin alejarse mucho de la entrada, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, repasando sus conclusiones. A él le había correspondido hablar en nombre de uno de los protagonistas de la situación que se estaba enjuiciando, en nombre de aquel que no podía hablar por sí mismo, de la víctima, de Nestor Cabrillo, buen padre y buen ciudadano del Bronx. Todo encajaba con suma facilidad. Pero, para lograr el fin que se había propuesto, no iban a bastarle los argumentos más sencillos. Sus conclusiones tenían, sobre todo, que conmover a esa joven, conmoverla hasta hacer que llorase, que se encogiese de miedo, que se embriagase del mundo de la delincuencia del Bronx, un mundo en el que tenía que descollar la figura de cierto vicefiscal, un tipo duro con pico de oro y valerosa elocuencia, y con un fuerte y musculoso cuello. Y así pasó el rato, caminando de un lado para otro de la acera, frente a la entrada de Walton Avenue, preparando la condena de Herbert 92X y tensando sus esternocleidomastoideos, sin que ni por un momento dejase de danzar en su mente la imagen de la chica del pintalabios marrón.

Al cabo de poco rato llegaron los primeros coches. Kovitsky, con su antiguo y enorme buque blanco, el Pontiac Bonneville. Metió el hocico en uno de los espacios reservados junto a la entrada. ¡Zuop! Giró sobre los goznes la tremenda puerta, y salió el juez, aquel hombrecillo gris y calvo con un vulgar traje gris. Y luego apareció Bruzzielli, en un diminuto deportivo japonés en el que parecía imposible que cupiese. Y más tarde Mel Herskowitz con Sullivan, el estenógrafo. A continuación Teskowitz, en un Buick Regal recién estrenado. Mierda, pensó Kramer, incluso Al Teskowitz tiene coche. Incluso aquel abogaducho de séptima fila, ¡y yo tengo que ir a casa en metro! Al poco rato, todos los aparcamienros de Walton Avenue estaban ocupados. El último en llegar fue el de Kaminsky. Había llevado en su coche a otro guardia. Salieron los dos, y Kaminsky, cuando divisó a Kramer, sonrió abiertamente y emitió un: «¡Ya-aahhhhhhhhhhh!»

—¡Ye-ehe-he! —dijo Kramer.

La hora de la caravana de carromatos. «Ya-ahhhhh» era el grito de John Wayne, héroe y explorador, el guía que, con su voz, ponía en marcha la caravana. Aquél era territorio cherokee, territorio de salteadores de caminos, y había que disponer los carromatos en círculo ante la llegada de la noche. Quien imaginase que iba a ser capaz de recorrer a pie las dos manzanas que separaban Gibraltar del aparcamiento después de la puesta de sol, para coger allí el coche y regresar a casa, estaba soñando. Estaba, es más, jugándose la vida.

A última hora de la tarde, Sherman recibió una llamada telefónica de la secretaria de Arnold Parch, informándole que Parch quería verle. Parch ostentaba el título de vicepresidente ejecutivo, pero no era la clase de persona que acostumbra hacer subir al personal a su oficina.

El despacho de Parch era, naturalmente, más pequeño que el de Lopwitz, pero tenía la misma y maravillosa vista hacia poniente, hacia el río Hudson y New Jersey. A diferencia de las antigüedades que poblaban el despacho de Lopwitz, el de Parch estaba decorado con muebles modernos y grandes cuadros modernos, como los que les gustaban a Maria y su esposo.

Parch, un hombre de sonrisa permanente, sonrió y le indicó con un ademán un sillón tapizado en gris, tan aerodinámico y tan bajo que casi parecía que un submarino estuviese comenzando a emerger en mitad de la habitación. Sherman se hundió en donde le indicaban, hasta tener la sensación de encontrarse a ras del suelo. Parch se acomodó en una butaca gemela, frente a él. Sherman sólo veía piernas, las suyas y las de Parch. Desde el nivel de los ojos de Sherman, el mentón de Parch apenas sobresalía por encima de sus rodillas.

—Sherman —dijo el sonriente rostro que le miraba desde el otro lado de las grandes rótulas—, acabo de recibir una llamada de Oscar Suder, de Columbus, Ohio, y dice que está muy cabreado por lo de esos bonos de United Fragance.

Sherman se quedó perplejo. Quería levantar un poco más la cabeza, pero no hubo modo.

—¿En serio? ¿Y te ha llamado a ti? ¿Qué te ha dicho?

—Me ha dicho que le has llamado y le has vendido 3 millones de bonos a 102. También ha dicho que le aconsejaste que comprara rápidamente, que estaban subiendo. Esta mañana han bajado a 100.

¡A la par! ¡Increíble!

—Pues es cierto, y siguen bajando. Standard & Poor acaba de dejarlos por los suelos.

—¡No me lo puedo creer… Arnold! Anteayer vi que bajaban de 103 a 102,5, y en Investigación me dijeron que todo estaba bien. Ayer bajaron a 102, y luego a 101 7/8, y después volvieron a 102. De forma que imaginé que mis competidores se habían fijado también, y entonces llamé a Oscar. Estaban volviendo a subir. Y a 102 eran una ganga. Oscar quería algo que rondara los nueve puntos, y estos bonos le daban 9,75, casi 10, doble A.

—¿Te acordaste de preguntar otra vez a Investigación, me refiero a ayer, antes de ofrecérselos esta mañana a Oscar?

—No, pero después de haberlos comprado yo todavía han subido otro octavo. Estaban subiendo. Todo esto me desconcierta. ¡A la par! Es increíble.

—Mira, Sherman —dijo Parch, que había dejado de sonreír—, me parece evidente lo que ha estado ocurriendo. Alguien de Salomon te ha hecho ver visiones. Ellos estaban sobrecargados de U. Frags., y sabían que estaba a punto de salir el informe de S & P, de modo que te han hecho ver visiones. Hicieron bajar el precio hace un par de días, para despistarte. Luego lo hicieron subir otra vez, para dar la idea de que la cosa se movía. Ayer lo bajaron de nuevo y lo hicieron subir después. En cuanto vieron que mordías el anzuelo, que dabas ese mordisco tan tremendo, lo hicieron subir una vez más, para que volvieras a morder a 102 1/8. ¡Sherman, tú y Solly erais todo el mercado! Nadie más les estaba metiendo mano a esos bonos. Te han hecho ver visiones. Y ahora Oscar se ha quedado con 60.000 dólares menos, y tiene tres millones de bonos que nadie quiere.

Estaba clarísimo. Era cierto, sin duda. Se había dejado engañar, como un aficionado. ¡Y había fastidiado ni más ni menos que a Oscar Suder! ¡Oscar, uno de los inversores que Sherman pensaba atraer hacia los Giscard…! Le había destinado sólo diez millones de un total de seiscientos, pero esos diez tendría que buscarlos ahora en algún otro lado…

—No sé qué decir —dijo Sherman—. Tienes toda la razón. He picado como un ingenuo. —Sherman comprendió que lo de ingenuo sonaba a lavarse fácilmente las manos del asunto—. Ha sido una metedura de pata de lo más estúpido, Arnold. Tendría que haberles visto venir. —Sacudió la cabeza—. Caray. Y nada menos que Oscar. ¿Crees que tendría que llamarle yo?

—Mejor será que de momento te abstengas. Está cabreadísimo. Quería saber si tú o alguien de aquí sabía que estaba a punto de salir el informe de S & P. Le he dicho que no, porque sé que a Oscar no le harías jamás la zancadilla. Pero, en realidad, en Investigación si estaban enterados. Tendrías que habérselo preguntado, Sherman. Al fin y al cabo, tres millones de bonos…

Parch sonrió con la sonrisa del todo-queda-olvidado. Era evidente que a él tampoco le gustaban esta clase de entrevistas.

—Tranquilo. Son cosas que pasan. Pero tú eres nuestro número uno en bonos, Sherman. —Alzó las cejas y las mantuvo bien altas en la frente, como si dijese: «¿Te haces cargo de la situación?»

Se levantó de la butaca. Sherman le imitó. Considerablemente embarazado, Parch le tendió la mano, y Sherman se la estrechó.

—Bien, a por ellos —dijo Parch con una sonrisa ancha pero fría.

Al principio, la distancia que mediaba entre el lugar en donde Kramer se había puesto en pie, junto a la mesa de la acusación, y la silla en donde se encontraba Herbert 92X, era de apenas seis metros. Kramer se acercó dos pasos, reduciendo la distancia, hasta que todos los presentes en la sala supieron que estaba pasando algo raro, sin que nadie lograse saber a ciencia cierta qué era. Kramer había llegado a la parte de su discurso en donde tenía que borrar todo resto de compasión por Herbert que Teskowitz hubiese llegado a inspirar entre los miembros del jurado.

—Bien, he oído contar algunas cosas sobre la vida de Herbert 92X —dijo Kramer, mirando al jurado—, y hoy tenemos a Herbert 92X sentado aquí, en esta sala. —A diferencia de Teskowitz, Kramer mencionaba el nombre de Herbert 92X casi en cada frase, hasta convertirlo prácticamente en un robot de ciencia ficción. Luego giró sobre sí mismo, inclinó la cabeza hacia abajo, miró fijamente a Herbert, y dijo—: Sí, aquí está Herbert 92X… ¡perfectamente sano y salvo! ¡Pletórico de energía…! Precisamente al estilo de Herbert 92X, lo cual supone, entre otras cosas, ¡llevar consigo, escondido, un revólver calibre 38, completamente ilegal, sin permiso de armas!

Kramer miró a los ojos del acusado. Ahora se encontraba a no más de tres metros de distancia de Herbert 92X, y aulló las palabras sano y salvo, y energía, entre dientes, como si él mismo estuviera personalmente dispuesto a acabar con la salud y la vida y la energía de aquel hombre, a impedirle regresar a su vida corriente, o a seguir con vida, empleando para ello sus propias manos. Herbert no era de los que se encogen al sentirse desafiados. Contempló a Kramer con una fría sonrisa, una expresión que equivalía a decir: «Sigue hablando, mamón, porque voy a contar hasta diez… y cuando termine me levantaré y te aplastaré.» Para los miembros del jurado —para ella—, Herbert debía de estar pareciendo capaz de estirar los brazos y retorcerle el cuello a Kramer, y hasta de disfrutar en el momento de hacerlo. Lo cual no preocupaba a Kramer. Le respaldaban tres o cuatro guardias especialmente animados de sólo pensar en los ingresos que les proporcionarían aquellas horas de trabajo extra. ¡Ya puede Herbert seguir ahí, con su disfraz de mahometano, y mirándole con la expresión que le dé la gana! Cuanto más duro pareciese Herbert a los ojos del jurado, mejor sería para el acusador. ¡Y cuanto más peligroso pareciese a los ojos de Miss Shelly Thomas, más heroico le parecería el valeroso y joven vicefiscal!

El que no podía dar crédito a lo que estaba viendo era Teskowitz. Movía lentamente la cabeza de un lado para otro, como una boca de riego por aspersión. No podía dar crédito a la desproporcionada actuación de Kramer. Si era capaz de eso frente a un tipo como Herbert, y en una mierda de caso como aquél, ¿de qué no sería capaz el día que tuviese ante sí a un auténtico asesino?

—Bien, señoras y señores del jurado —dijo Kramer, volviéndose hacia ellos, pero sin alejarse de Herbert—, mi deber consiste en hablar en nombre de alguien que no está sentado con nosotros en esta sala, por la sencilla razón de que murió de un balazo disparado por un revólver que se encontraba en poder de un hombre a quien no había visto en toda su vida, Herbert 92X. Me gustaría recordarles que aquí no estamos hablando de la vida de Herbert 92X, sino de la muerte de Nestor Cabrillo, un hombre bueno, un buen ciudadano del Bronx, un buen marido, un buen padre… de cinco hijos… que vio su vida interrumpida en plena madurez simplemente porque la arrogancia de Herbert 92X le hizo creer que tenía derecho a arreglar sus asuntos con un revólver del calibre 38, un arma ilegal, para la que no tenía permiso, y que se encontraba en su poder, oculta…

Kramer dejó resbalar su mirada por los miembros del jurado, uno por uno. Pero al final de cada uno de sus rotundos períodos, sus ojos iban a posarse en ella, precisamente en ella. Estaba sentada en el penúltimo puesto, por la izquierda, de la segunda fila, de modo que esa operación era algo difícil de realizar, y bastante obvia. ¡Pero la vida es tan corta! ¡Y ese brillante destello que pudo detectar ahora en esos grandes ojos marrones! Miss Shelly Thomas estaba completamente borracha, absolutamente embriagada de la criminalidad del Bronx.

En la acera, Peter Fallow miró los coches y taxis que subían velozmente por West Street hacia la parte alta. Por los clavos de Cristo, qué ganas tenía de meterse en un taxi y quedarse dormido hasta llegar al Leicester's. ¡No! ¡Cómo se le ocurría! Nada de Leicester's esta noche; ni una sola gota de alcohol. Esta noche iría directamente a casa. Estaba oscureciendo. Hubiera dado cualquier cosa por encontrar un taxi libre… enroscarse en un taxi e ir directamente a casa, a dormir. Pero la carrera le costaría nueve o diez dólares, y le quedaban menos de setenta y cinco hasta el día de cobro, que era la semana próxima, y en Nueva York setenta y cinco dólares no son nada, apenas un suspiro, una leve inspiración, un pensamiento fugaz, un capricho, un chasquear los dedos. Se quedó mirando la fachada del edificio del City Light, una cochambrosa torre modernista de los años veinte, por si salía algún norteamericano del periódico, alguien con el que compartir taxi. El truco consistía en averiguar hacia dónde se dirigía el norteamericano, elegir luego un destino situado cuatro o cinco manzanas antes, y anunciar sólo entonces que uno se quedaba allí. En tales circunstancias, no había ningún norteamericano con suficientes huevos como para pedirte que pagaras la mitad de la carrera.

Al poco rato salió del edificio un norteamericano, Ken Goodrich, director de marketing del diario. Fallow no tenía ni idea de qué era eso del marketing. Se preguntó si podía atreverse a repetir la jugada una vez más. Durante los dos últimos meses ya se había aprovechado del taxi de Goodrich en un par de ocasiones, y en la segunda oportunidad Goodrich no pareció disfrutar gran cosa de aquella oportunidad de conversar con un auténtico inglés. No, no se atrevió. De modo que no le quedó más remedio que disponerse a recorrer andando ocho manzanas hasta City Hall, donde tomaría el metro de Lexington Avenue.

Esta parte vieja de la zona baja de Manhattan se vaciaba rápidamente por la tarde, y mientras Fallow caminaba pesadamente en el reverbero sintió una creciente compasión por sí mismo. Se rebuscó los bolsillos, tratando de encontrar alguna ficha para el metro. Tenía una, efectivamente, y esto le trajo un recuerdo desagradable. Hacía un par de noches, en el Leicester's se había rebuscado los bolsillos para darle a Tony Moss una moneda de veinticinco centavos para el teléfono. Fallow quería darle mucha importancia a este rasgo de generosidad porque últimamente se había ganado fama de tacaño incluso entte sus paisanos. De forma que sacó un puñado de monedas, y allí, entre el dinero suelto, aparecieron un par de fichas del metro. Fue como si toda la mesa estuviera mirándolas. Y supo con certeza que Tony Moss se fijó en ellas.

Fallow no tenía miedo físico de ir en el metro de Nueva York. Se imaginaba a sí mismo como un tipo curtido, y, por otro lado, jamás le había ocurrido nada desagradable yendo en metro. No, lo que temía —y lo suyo era auténtico pánico— era la suciedad, la miseria. Bajar las escaleras del metro de City Hall en compañía de toda esa gente oscura y mugrienta era como descender, voluntariamente, a una mazmorra, una mazmorra sucísima y ruidosísima. Por todas partes había muros de enguarrado cemento y barrotes de hierro negro, celda tras celda, nivel tras nivel: en todas direcciones, un delirio encerrado entre barrotes. Cada vez que uno de los trenes entraba o salía de la estación, se oían agónicos chirridos, como si un enorme esqueleto metálico estuviera siendo abierto por una palanca de potencia incomprensible. Fallow no comprendía que este país de vacas gordas, con sus obscenas montañas de riqueza y su todavía más obscena obsesión por la comodidad, hubiese sido incapaz de crear un metro tan tranquilo, ordenado, presentable y —en fin— decente como el de Londres. Pero tenía una respuesta: porque era un país infantil. Todo lo que estuviera bajo tierra, lejos de la vista, carecía de importancia.

Pese a la hora, Fallow logró encontrar un asiento, suponiendo que aquel hueco del estrecho banco de plástico mereciese el nombre de asiento. Ante él se extendía la típica algarada de sombríos graffiti, la típica gentuza oscura y mugrienta con su ropa gris y parda y con sus zapatillas deportivas. Las únicas excepciones eran un hombre y un muchacho que se encontraban justo al otro lado del pasillo. El hombre, cuarentón, era bajo y rechoncho. Vestía un traje gris a listas muy finas, una prenda de buen gusto y aspecto caro, con una camisa blanca y bien planchada, y una corbata que, tratándose de un norteamericano, podía ser calificada de discreta. Calzaba, por otro lado, unos zapatos negros de cuero, de buena manufactura y convenientemente lustrados. Los norteamericanos tenían por costumbre estropear los más diversos conjuntos, a veces muy presentables, con su manía de ponerse zapatones grandes de suelas enormes y muy poco cuidados. (Casi nunca se veían los pies y, siendo tan infantiles, apenas se preocupaban por el calzado.) Sostenía entre los pies un evidentemente caro attache. Y estaba inclinado hacia abajo, para hablarle al oído al chico, que parecía tener ocho o nueve años de edad. El chico vestía un blazer azul marino de colegial, una camisa blanca, y corbata a listas en diagonal. Sin dejar de hablar con el chico, el hombre miraba aquí y allá, y acompañaba sus palabras con ademanes de su mano derecha. Fallow imaginó que se trataba de alguien que trabajaba en Wall Street y que había llevado a su hijo a la oficina para mostrársela, y que ahora le estaba enseñando el metro y haciéndole observar al pequeño los arcanos de esta mazmorra sobre ruedas.

Fallow estuvo mirándoles distraídamente. El metro cobró velocidad y en seguida alcanzó su vibrante-bailoteante-rugiente ritmo de ascenso que le encaminaba hacia la parte alta de la ciudad. Fallow recordó a su propio padre. Un pobre desgraciado, un tipo tristón que tuvo un hijo al que llamó Peter, un pobre fracasado que se conformaba viviendo entre fantasmas de bohemia en una casa ruinosa de Canterbury… ¿Y yo, qué soy?, se preguntó Fallow. ¿Qué hago en esta mazmorra rodante, en esta ciudad chiflada, en este país de locos? Qué ganas de tomar un trago, un buen trago… Otra ola de desesperación cayó sobre él, le arrastró… Se miró las solapas. Incluso a esta miserable luz, brillaban. Había ido cayendo cuesta abajo… un bohemio, o menos incluso… La horrible palabra le invadió la mente: sordidez.

La parada del metro del cruce de Lexington Avenue con la calle Setenta y siete estaba peligrosamente próxima al Leicester's. Pero eso no suponía ningún problema. Peter Fallow no pensaba caer de nuevo en esa trampa. Cuando llegó a lo alto de la escalera y salió a la acera crespuscular, imaginó la escena con la sola intención de demostrarse a sí mismo el alcance de su resolución, su capacidad de rechazar ese mundo. La madera vieja, las lámparas de cristal glaseado, las luces indirectas de la barra cayendo sobre las filas de botellas, el amontonamiento de la gente, como en un pub inglés, la estruendosa animación de sus voces… de sus voces inglesas… ¿Y si se tomaba simplemente una naranjada y un ginger ale, y escuchaba esas voces inglesas durante un cuarto de hora…? ¡No!Tenía que mostrarse firme.

Ya se encontraba delante del Leicester's, que para el transeúnte corriente no era más que uno de los indistinguibles bistros o trattorias del East Side. Entre los anticuados parteluces llegó a distinguir los rostros apretujados de quienes ocupaban las mesas contiguas a las ventanas, caras pequeñas y sonrientes bajo la luz rosada de las lamparitas. No lo soportó. Necesitaba un poco de paz, una naranjada y un ginger ale, y unas cuantas voces inglesas.

Cuando uno entra en el Leicester's procedente de Lexington Avenue, se encuentra en una sala repleta de mesas con manteles a cuadros rojos y blancos, al estilo bistro. A lo largo de una de las paredes se extiende una gran barra con un apoyapiés de latón. A un lado se abre la puerta que da al pequeño comedor. En esa habitación, junto a la ventana de Lexington Avenue, hay una mesa en torno a la que pueden llegar a sentarse, muy apretadas, ocho o diez personas, suponiendo que sean sociables. De acuerdo con una regla no escrita, ésta es la mesa de los ingleses, algo así como una mesa de club en la que, por la tarde, los británicos —miembros del Londres bon ton y vecinos ahora de Nueva York— van a tomarse unas cuantas… y a oír voces inglesas.

¡Las voces! Cuando Fallow entró en el Leicester's, aquel mundillo había alcanzado su mayor auge.

—¡Hola, Peter!

Era Grillo, el norteamericano, metido entre la muchedumbre que se agolpaba en la barra. Era un tipo divertido, y amistoso, pero Fallow ya estaba harto de Norteamérica por aquel día. Sonrió, le canturreó un «¡Hola, Benny!», y se dirigió al comedor lateral.

Estaban sentados a La Mesa Tony Moss, Caroline Heftshank, Alex Britt-Withers, dueño del Leicester's; St. John Thomas, director de museo y marchante de arte; y el amigo de St. John, un venezolano llamado Billy Cortez, que había sido alumno de Oxford y era como si fuese inglés; Rachel Lampwick, una de las dos hijas que Lord Lampwick mantenía alejadas de sí y a las que pagaba una cuantiosa pensión para que siguieran en Nueva York; y Nick Stopping, periodista de tendencia marxista —mejor sería decir estalinista—, que se ganaba la vida escribiendo artículos para House & Garden, Art & Antiques y Connoisseur, en los que solía dedicarse a adular a los ricos. A juzgar por los vasos y botellas que vio Fallow, La Mesa llevaba ocupada desde hacía unas cuantas horas, de modo que muy pronto comenzaría el grupo a buscar a algún incauto, a no ser que Alex Britt-Withers, el dueño… Pero, no, Alex nunca les perdonaba la cuenta.

Fallow se sentó y anunció que estaba volviendo una página de su vida, de modo que sólo quería un zumo de naranja con ginger ale. Tony Moss le preguntó si eso significaba que había dejado la bebida, o que no pensaba pagar nunca más. A Fallow no le importó la agudeza, pues Tony le caía bien, de modo que se rió y dijo que esa tarde no haría falta que nadie se rascara el bolsillo, dado que contaban con la presencia de su generoso anfitrión, Alex. Este contestó que, desde luego, no hacía falta que él, Peter, se rascara el bolsillo, pues siempre lo llevaba vacío. Caroline Heftshank dijo que Alex estaba ofendiendo a Peter, y éste dijo que era verdad, y que, dadas las circunstancias, no le quedaba más remedio que cambiar de opinión. Le dijo al camarero que le sirviese un «vodka Southside». Todo el mundo rió la broma, pues contenía una alusión a Asher Herzfeld, un norteamericano, heredero de la fortuna de las cristalerías Herzfeld, que la noche anterior tuvo un furioso altercado con Alex cuando éste le dijo que no había ninguna mesa libre. Herzfeld solía volver locos a los camareros debido a su costumbre de pedir ese nocivo combinado americano, el vodka Southside, en el que entraba un poco de menta, y quejarse luego de que la menta no era fresca. La Mesa comenzó a contar chismes sobre Herzfeld. St. John Thomas, en su entonación más aflautada, les contó lo ocurrido la vez que fue a cenar al apartamento de Herzfeld, en la Quinta Avenida: el magnate del cristal se empeñó en hacer las presentaciones entre sus invitados y sus criados, lo cual hizo que se incomodasen tanto los unos como los otros. Y dijo que le había oído comentar al joven camarero sudamericano: «Vale. ¿Y por qué no vamos todos a cenar a mi casa?», una idea que, según St. John, hubiese valido la pena aprovechar, porque la velada hubiera sido infinitamente más divertida.

—¿Ah sí? —dijo Billy Cortez, con una entonación que no ocultaba sus reproches—. Seguro que, aunque no fueras aquella noche, habrás ido en más de una ocasión. Y todo por un portorriqueño lleno de granos.

—No era portorriqueño —dijo St. John—. Sino peruano. Y no tenía granos.

La Mesa pasó luego a tratar uno de sus temas preferidos: las costumbres norteamericanas. Debido a su perverso sentimiento de culpabilidad, los norteamericanos tenían la manía de hacer las presentaciones entre criados e invitados, aseguró Rachel Lampwick, «sobre todo los tipos como Herzfeld». Después hablaron de las esposas, las esposas norteamericanas. Nick Stopping aseguró haber descubierto el motivo por el cual los hombres de negocios de Nueva York se quedaban trabajando hasta tan tarde en sus despachos: para librarse de sus esposas y ejercitarse sexualmente. Tenía intención de escribir un artículo para Vanity Fair, cuyo título sería: «Sexo a mediodía.» Naturalmente, el camarero le sirvió un vodka Southside a Fallow, y éste, tras muchas bromas y brindis y quejas a Alex por lo poco fresca que era la menta, acabó tomándoselo y pidiendo otro. De hecho, era un buen combinado. Alex abandonó La Mesa para ver qué tal marchaba el negocio en la sala grande, y Johnny Robertson, el crítico de arte, llegó y contó una anécdota muy divertida sobre un norteamericano que se empeñó en tutear al ministro italiano de Asuntos Exteriores y a su esposa durante la inauguración de una exposición de Tiepolo celebrada la noche anterior, y Rachel Lampwick les contó que un norteamericano, tras ser presentado a su padre, Lord Lampwick, se puso a tutearle inmediatamente. En cambio, los catedráticos norteamericanos se sienten tremendamente ofendidos si te olvidas de llamarles doctor Tal o doctor Cual, dijo St. John, y Caroline Heftshank preguntó a la concurrencia si alguien sabía por qué razón tienen tanto empeño los norteamericanos en poner el remite de las cartas en la misma cara que la dirección, y Fallow pidió otro vodka Southside, y Tony y Caroline sugirieron pedir otra botella de vino. Fallow dijo que no le importaba que los norteamericanos le tuteasen a las primeras de cambio, pero que era un fastidio que usaran el diminutivo Pete. Todos los yanquis del City Light le llamaban Pete, y llamaban Nige a Nigel Stringfellow, y, encima, solían ponerse horrendas corbatas imitación de las de los uniformes militares, y cada vez que veía una de esas corbatas se producía en él una reacción estímulo-respuesta, y que lo de Pete le ponía los pelos de punta y le hacía rechinar los dientes. Nick Stopping contó que había cenado en casa de Stropp, el banquero, en Park Avenue, y que la hija de Stropp, una cría de cuatro años que el millonario había tenido con su segunda esposa, entró en el comedor tirando de un camión de juguete que contenía un cagarro humano —¡sí, un cagarro!—. Stopping supuso que era de la misma niña, y que dio tres vueltas a la mesa sin que Stropp ni su esposa hicieran otra cosa que menear un poco la cabeza, sin dejar de sonreír. No hizo falta que nadie se extendiese en detenidos comentarios en torno a esta anécdota, pues la melosa indulgencia de los norteamericanos para con sus hijos era de sobras conocida, y Fallow pidió otro vodka Southside y brindó por Asher Herzfeld, y todos pidieron otra ronda.

Fallow se dio cuenta de que ya había pedido combinados por valor de veinte dólares, cifra que no estaba en condiciones de pagar. Como si les atara entre sí lo que Jung llamó el inconsciente colectivo, Fallow, St. John, Nick y Tony comprendieron de repente que había llegado la hora de pescar a algún candido. Pero ¿cuál?

Fue Tony quien, finalmente, canturreó:

—¡Hola, Ed!

Y, reclamando con exagerados ademanes la presencia del tal Ed en La Mesa, iluminó su rostro con una sonrisa acogedora y resplandeciente. Ed, un hombre alto y bien vestido, en realidad hasta guapo, con unos rasgos aristocráticos y un rostro tan terso, sonrosado y desprovisto de arrugas como un melocotón, era norteamericano.

—Ed, me gustaría presentarte a Caroline Heftshank. Caroline, te presento a mi buen amigo Ed Fiske.

Hubo una ronda de saludos desde todos los rincones de La Mesa a medida que Tony iba presentando al joven norteamericano. Luego, Tony anunció:

—Ed es el Príncipe de Harlem.

—Venga, venga —dijo Mr. Ed Fiske.

—¡Es cierto! —dijo Tony—, Ed es la única persona que conozco capaz de andar a lo largo y a lo ancho, de recorrer avenidas y calles, de subir a la buena vida y bajar hasta la hez de Harlem siempre que le da la gana, como le da la gana, a cualquier hora del día o de la noche, sin que nadie le mire mal.

—Tony, estás exagerando muchísimo —dijo Mr. Ed Fiske, sonrojándose, pero también sonriendo de una manera que indicaba que no era una exageración disparatada. Se sentó, le animaron a que pidiera una copa, y él obedeció.

—¿Qué hay de nuevo en Harlem, Ed?

Sonrojándose más incluso, Mr. Ed Fiske les confesó que esa misma tarde había subido a Harlem. Sin mencionar nombres, les refirió una entrevista con un individuo que se encontraba en poder de trescientos cincuenta mil dólares, una cantidad que él, Mr. Ed Fiske, con la mayor delicadeza, debía tratar de conseguir que devolviese. Contó la historia atascándose cada dos por tres, y con notable incoherencia, pues cuidó de no subrayar excesivamente el aspecto racial, así como de no insinuar siquiera por qué motivo había tanto dinero en juego. Sin embargo, los británicos parecían extasiados por sus palabras, y le miraban arrobados, como si Ed Fiske hubiera sido el mejor narrador de historias de toda América. Los británicos, en efecto, sonrieron, rieron, repitieron los estribillos de las frases de Fiske, como un coro en una opereta de Gilbert y Sullivan. Y Ed Fiske continuó hablando, ganando poco a poco confianza y fluidez verbal. La copa había hecho su efecto. Fiske siguió desplegando los más ricos tesoros de su anecdotario de Harlem. ¡Qué admiración en los rostros británicos que le rodeaban! ¡Qué resplandor en esas caras! ¡Ciertamente, eran personas capaces de apreciar el arte de la conversación! Con despreocupada largueza, Fiske pidió una nueva ronda para todos los presentes. Fallow se tomó otro vodka Southside, y entretanto Fiske les contó la historia de un hombrón, un tipo amenazador que atendía por el nombre de Buck, que llevaba en una oreja un enorme pendiente de oro, como un pirata.

Los británicos se tomaron sus copas y, uno por uno, fueron abandonando La Mesa. Primero fue Tony, luego Caroline, después Rachel, Johnny Robertson, Nick Stopping. Cuando Fallow dijo, en voz baja, «Discúlpeme un momento», y se puso en pie, sólo quedaban ya St. John Thomas y Billy Cortez, y Billy estaba dando tirones a la manga de St. John porque de repente se había dado cuenta de que quizá el arrobamiento de las miradas de St. John no fuera fingido, y St. John seguía mirando con una anchísima sonrisa a aquel joven guapo y seguramente rico de tez amelocotonada.

Una vez en Lexington Avenue, Fallow se preguntó a cuánto ascendería la cuenta que tarde o temprano iban a presentarle al joven Fiske. Sonrió maliciosamente en la oscuridad, sintiéndose feliz y animado, Como mínimo, unos doscientos dólares. El muy cándido de Fiske pagaría, indudablemente, sin rechistar.

Los Yanquis. Santo Dios.

Quedaba sólo por resolver el problema de la cena. Cenar en el Leicester's, incluso sin vino, costaba al menos cuarenta dólares por cabeza. Fallow se encaminó a la cabina telefónica. Podría recurrir a ese tal Bob Bowles, norteamericano, director de una revista… Funcionaría… La mujer flaquísima con la que vivía Bowles, Mona Nosécuántos, era absolutamente insoportable, incluso cuando no decía nada. Pero, en esta vida, todo tenía su precio.

Entró en la cabina y metió una moneda de veinticinco centavos en la ranura. Con un poco de suerte, antes de que transcurriera una hora se encontraría de nuevo en el Leicester's, tomando su plato favorito, pollo paillard, que estaba especialmente sabroso acompañado de un buen tinto. A Fallow le gustaba el Vieux Galouches, un vino francés que servían con esas botellas de cuello extravagante, un buen vino, el mejor.