A la mañana siguiente Sherman McCoy experimentó una sensación que, después de ocho años en Pierce & Pierce, le resultaba una novedad. Era incapaz de concentrarse. Normalmente, tan pronto como entraba en la sala de bonos y notaba el impacto de la luz que se colaba por los cristales de la fachada y del estruendo provocado por aquella legión de jóvenes enloquecidos por la codicia y la ambición, todos los demás aspectos de su vida se esfumaban y el mundo quedaba reducido a los pequeños símbolos verdes que se deslizaban por la negra pantalla de las terminales de ordenador. Incluso la mañana siguiente a la llamada telefónica más estúpida que había hecho en su vida, la mañana en la que despertó preguntándose si su esposa iba a abandonarle y llevarse consigo el mayor tesoro de su vida, a saber Campbell, incluso esa mañana, en cuanto entró en la sala de bonos, así, de repente, la existencia humana se redujo hasta adquirir solamente las proporciones de los bonos franceses con aval oro, y los bonos de veinte años del gobierno norteamericanos. Ahora, en cambio, era como si tuviera en el cerebro un cassette de dos pistas, y el mecanismo saltara continuamente de una pista a la otra, más allá de su control. En la pantalla.
«U Frag 13 '96 102.» ¡Habían bajado un punto entero! Los bonos United Fragance a trece años, cuya fecha de vencimiento era 1996, habían caído ayer de 103 a 102,5. Ahora estaban a 102, el beneficio sería del 9,75 por ciento… y la pregunta que se formuló a sí mismo fue:
¿Tuvo por fuerza que ser una persona lo que golpeó el coche cuando Maria hizo culear el Mercedes? ¿No hubiera podido ser el neumático o un bidón de basura o cualquier otra cosa? Intentó notar otra vez la sacudida en su sistema nervioso central. Fue un… zoc… un golpecito. En realidad no había sido gran cosa. Pero luego se desanimó. ¿Qué otra cosa podía haber sido, qué otra cosa que no fuese el chico alto y delgado? Y luego llegó a ver el rostro oscuro y delicado, la boca abierta de miedo… ¡Aún no era demasiado tarde para acudir a la policía! Treinta y seis horas, a estas alturas unas cuarenta… ¿cómo lo explicaría? Mé parece que, bueno, mi amiga Mrs. Ruskin y yo, en fin, que es posible que… por Dios, domínate. ¡Al cabo de cuarenta horas no sería como informar de un accidente, equivaldría a una confesión! Eres un Amo del Universo. Si estás en el piso cincuenta de Pierce & Pierce no es porque te escondas cuando estás sometido a presión. Esta feliz idea le devolvió las fuerzas necesarias para la tarea que le aguardaba, y volvió a concentrarse en la pantalla.
Los números se deslizaban transversalmente, como si los pintara un pincel untado en color verde radiación, y habían seguido deslizándose y cambiando sin que su mente los registrara. Se sobresaltó. United Fragance había bajado a 101 7/8, lo cual significaba que el beneficio había subido al 10 por ciento. ¿Qué estaba ocurriendo? Ayer mismo había encargado un análisis al departamento de investigación, y United Fragance parecía estar en forma, de primera. Lo que necesitaba saber en este momento era:
¿Había salido alguna información en The City Light? Un ejemplar del diario crepitaba a sus pies. No había encontrado nada en el Times, el Post ni el Daily News, que había podido repasar mientras hacía el recorrido en taxi. La primera edición del City Light, un vespertino, salía pasadas las diez. De modo que, hacía veinte minutos, le había dado cinco dólares a Felix, el limpiabotas, para que bajase a comprarle el City Light. Pero leerlo era imposible. Ni siquiera podía permitir que viesen aquel diario en la superficie de su mesa. No, de la suya no; y menos después de haber fustigado al joven Argüello. De modo que lo tenía en el suelo, a sus pies, crepitando. El diario crepitaba, y él era un verdadero incendio. Ardía en deseos de recogerlo y repasarlo… ahora mismo… y al diablo si dejaba de guardar las apariencias… Pero aquel impulso era sin duda irracional. Además, ¿importaba mucho que lo leyese ahora o al cabo de seis horas? ¿Cambiaría algo? Casi nada, casi nada. Y siguió ardiendo unos momentos más, hasta que le pareció que ya no lo soportaba.
¡Mierda! ¡A los bonos United Fragance de trece años les estaba pasando algo! ¡Habían vuelto subir a 102! ¡Otros compradores habían avistado la ganga! ¡Actúa, rápido, ahora mismo! Marcó el número de Oscar Sunder, de Cleveland, se puso su lugarteniente, Frank… Frank… ¿cómo se llamaba de apellido? Frank… Frank el donut…
—¿Frank? Aquí Sherman, de Pierce & Pierce. Dile a Oscar que puedo conseguirle United Fragance treces del 96, que dan 9,75, en caso de que esté interesado. Pero han empezado a subir.
—Espera. —El donut habló de nuevo a los pocos instantes—. Oscar quiere tres.
—Vale. Bien. Tres millones de United Fragance a trece años del 96.
—De acuerdo.
—Gracias, Frank, y recuerdos a Oscar. Oh, y dile que volveré a hablar con él muy pronto, por lo de los Giscard. El franco ha bajado un poco, pero podemos organizar un plan de cobertura. En fin, ya hablaré con él.
—Se lo diré —dijo el donut de Cleveland.
…y antes incluso de que terminara de redactar la orden de compra y se la pasara a Muriel, la ayudante de ventas, McCoy pensaba: quizá tendría que consultarlo con un abogado. Tendría que llamar a Freddy Button. Pero conocía demasiado bien a Freddy. Al fin y al cabo, Freddy trabajaba en Dunning Sponget. Había sido su padre quien le había recomendado a Freddy. ¿Y si Freddy le soltaba alguna cosa al León? No, no lo haría… ¿O sí? Freddy se consideraba a sí mismo como un amigo de la familia. Conocía a Judy, y le preguntaba por Campbell siempre que hablaban, aunque probablemenre Freddy fuese homosexual. En fin, a los homosexuales podían interesarles los niños. Freddy también tenía hijos. Lo cual, sin embargo, no significaba que no fuese homosexual. ¡Joder! ¿Qué demonios le importaba a él cuál fuese la vida sexual de Freddy Button? Sólo a un chiflado se le ocurriría permitir que su mente divagara de aquel modo. Freddy Button. Se sentiría como un tonto contándole sus preocupaciones a Freddy Button, y todo para que luego resultase ser una falsa alarma… y probablemenre no era más que eso. Un par de jovencitos habían intentado atracarles a él y a Maria, y se habían llevado su merecido. Una trifulca en plena selva, que se había regido por las leyes de la selva; eso era todo. Durante un momento volvió a sentirse a gusto consigo mismo. ¡La ley de la selva! ¡El Amo del Universo!
Hasta que, de repente, recordó la verdad. Los chicos no habían llegado realmente a amenazarle. ¡Eh!¿Necesita ayuda! Y lo más probable era que Maria le hubiese golpeado con el coche. Sí, había sido Maria. Yo no conducía. Conducía ella. Ahora bien, ¿le absolvía eso de toda culpa a los ojos de la ley? Y…
¿Qué es eso? En la pantalla, los bonos United Fragance a trece años del 96 habían subido, blip-blip hasta 102 1/8. ¡Ah! Eso significaba que acababa de ganar 0,25 por cien en los tres millones de bonos de Oscar Suder, y gracias solamente a la velocidad con la que él había actuado. Mañana se lo diría. Eso ayudaría a fomentar la operación de los Giscard. Aunque, si ocurriese algo con… zoc… ese chico alto y delgado… Los pequeños símbolos verdes lanzaban su brillo radiactivo desde la pantalla. Llevaban un minuto entero sin moverse. McCoy no lo podía soportar ni un instante más. Iría al lavabo. Ninguna ley prohibía ir al lavabo. Cogió de encima de su mesa un gran sobre de papel manila. La solapa iba provista de una cinta delgada que se podía enroscar en un disco de papel, para de este modo cerrar el sobre. Era el tipo de sobres que se utilizaba allí para enviar documentos de una oficina a otra. Describió una panorámica por toda la sala para ver si el panorama estaba despejado, hundió luego la cabeza bajo la mesa, metió el City Light en el sobre, y se encaminó al lavabo.
Había cuatro cabinas, dos urinarios y un ancho lavabo. Una vez en la cabina tuvo espantosa conciencia del ruido de papeles que hizo al sacar el diario del sobre. ¿Cómo volver las páginas? Cada leve crujido de una hoja sería un atronador anuncio de que algún vago se había encerrado allí para leer la prensa. Retiró los pies hasta pegarlos a la base de loza del váter. Así nadie alcanzaría a ver por debajo de la puerta de la cabina sus zapatos de New & Lingwood, con las suelas cosidas a mano y los empeines biselados, y de este modo llegar a la conclusión: ¡Ajá! McCoy.
Escondido detrás de la puerta, el Amo del Universo comenzó a volver una por una las páginas de aquel repugnante diario.
No había nada, ninguna referencia a que un chico había sido atropellado en una rampa de acceso a la vía rápida en el Bronx. Se sintió inmensamente aliviado. Habían transcurrido casi dos días completos… y nada. Joder, qué calor hacía ahí dentro. Sudaba horrorosamente. ¿Cómo podía permitir que las cosas le arrastraran de esa manera? Maria tenía razón. Aquellos salvajes les habían atacado, y él había derrotado a aquellos salvajes, y habían conseguido huir, y eso era todo. ¡Había triunfado, pese a no llevar armas!
¿No sería que al final sí habían atropellado al chico, y la policía andaba en busca del coche, pero los periódicos no creían que el hecho tuviera suficiente importancia como para publicar la noticia?
Volvió a subirle la fiebre. ¿Y si llegaba a salir alguna referencia en los diarios… aunque sólo fuera una leve insinuación…? ¿Cómo iba a poder organizar la operación de los Giscard si pesaba sobre él una amenaza tan considerable…? ¡Estaría acabado! ¡Acabado! Y, aun cuando comenzaba a temblar temiendo que se le avecinaba aquella catástrofe, supo sin embargo que estaba dejándose llevar por silogismos supersticiosos. Se le había ocurrido que cuando alguien imagina un desastre así significa que ese desastre no puede ocurrir… imposible… Dios, o el Destino, tenían por fuerza que negarse a que un simple mortal adivinase… No, Él, el Señor, no permitía nunca algo así… Prefería que sus Divinos Desastres fueran siempre acompañados por el efecto sorpresa, sí… Sin embargo… sin embargo… ciertas formas de fatalidad son tan obvias que no hay modo de sortearlas. ¡El más mínimo escándalo…!
…Estaba cada vez más deprimido. El más mínimo escándalo, y no sólo se hundiría el plan Giscard sino que ¡hasta su misma carrera profesional se habría acabado! Las tremendas cifras le remachaban la cabeza. El año pasado había tenido unos ingresos de 980.000 dólares. Pero tuvo que pagar 21.000 dólares mensuales a cuenta del préstamo de 1,8 millones con el que había comprado el apartamento. ¿Qué eran 21.000 dólares mensuales para alguien que casi ganaba un millón al año? Así fue como pensó en aquel momento, pero de hecho esa cantidad mensual resultaba una carga pesada, aplastante. Subía a 252.000 dólares anuales, no desgravables porque no se trataba de una hipoteca, sino de un préstamo personal. (Las juntas de propietarios de los edificios de lujo en Park Avenue no permitían que nadie hipotecase su apartamento.) De modo que, teniendo en cuenta los impuestos, necesitaba ingresar 420.000 dólares para pagar esos 252.000. De los 560.000 dólares restantes de sus ingresos del año anterior, 44.000 se le iban en pagar los gastos mensuales de mantenimiento del apartamento; 116.000 para la casa de Old Drover's Mooring Lane de Southampton (84.000 para el pago de la hipoteca con sus intereses, 18.000 para la calefacción, servicios, reparaciones y seguros, 6.000 para cortar el césped y los setos, 8.000 para los impuestos). Las fiestas en casa y en restaurantes habían subido 37.000. Esta era una cifra modesta en relación con lo que pagaban otros; por ejemplo, la fiesta de cumpleaños de Campbell en Southampton no contó más que con un tío-vivo (aparte de, naturalmente, los ponies y el prestidigitador, que eran obligatorios), y le había costado menos de 4.000 dólares. La escuela Taliaferro, servicio de autobús incluido, le había salido por 9.400. La factura de muebles y ropa había sido de aproximadamente 65.000; y no había posibilidades de reducir esta partida de gastos dado que Judy era, al fin y al cabo, decoradora, y tenía que mantener cierto nivel mínimo. El servicio (Bonita, Miss Lyons, Lucille, la mujer de la limpieza, y Hobie, el chico para todo de Southampton) les costaba 62.000 dólares anuales. En resumen, sólo le quedaban 226.200 dólares anuales, o 18.850 al mes, para impuestos adicionales y gastos diversos, entre los que había que contar los seguros (en promedio, casi 1.000 al mes), el alquiler del garaje para dos coches (840 al mes), gastos de comida en casa (1.500 al mes), cuotas de clubs (unos 250 al mes)… La verdad, la abismal verdad era que el año pasado había gastado más de 980.000 dólares. Bien, podía, naturalmente, recortar un poco por aquí y por allá —aunque no lo suficiente— suponiendo… ¡que ocurriera lo peor! Pero de lo que no podía escabullirse era del préstamo de 1,8 millones de dólares, de esos aplastantes 21.000 dólares al mes, a no ser que lo devolviera de golpe, o que vendiera el apartamento para mudarse a otro más modesto, ¡lo cual era imposible! ¡Ya no podía volverse atrás! En cuanto alguien ha vivido en un apartamento de 2,6 millones de dólares, un apartamento de Patk Avenue, ¡resulta imposible irse a vivir a un apartamento de sólo un millón! Desde luego, le hubiera resultado imposible explicárselo a nadie. A no ser que fueras un cretino de solemnidad, no había modo de pronunciar siquiera esas palabras carentes de toda lógica. Sin embargo, era asi. Retroceder resultaba… ¡imposible! El edificio en el que se encontraba su apartamento era uno de esos tan grandes que fueron construidos antes de la Primera Guerra Mundial. En aquel entonces no se consideraba decente que una buena familia viviese en un apartamento en lugar de hacerlo en una casa. De modo que los constructores hacían apartamentos que eran como mansiones, con techos de alturas de tres a cuatro metros, vastísimos vestíbulos, escalinatas, alas para el servicio, pisos de parqué con dibujo de espiga, tabiques de un palmo de espesor, paredes exteriores tan gruesas como las murallas de una fortaleza, y chimeneas y más y más chimeneas, a pesar de que todos esos edificios contaban con calefacción central. ¡Una mansión! Con la sola diferencia de que para llegar a la puerta de tu casa usabas un ascensor (cuya puerta se abría directamente en el vestíbulo particular de tu apartamento). Eso era lo que te daban por 2,6 millones de dólares, y cualquiera que pisase el vestíbulo del dúplex de McCoy, en aquel fantástico décimo piso de Park Avenue, sabía al instante que se encontraba en… ¡uno de esos apartamentos de fábula que todo el mundo… le monde, se moría por tener!. Mientras que, ¿qué clase de apartamento se podía obtener por un millón? Como máximo, como máximo, como máximo: un apartamento de tres habitaciones —sin habitaciones para el servicio, o para los invitados, y, por supuesto, sin tocador, sin galería— en uno de esos altos bloques de ladrillo blanco construidos en la zona este de Park Avenue durante los años sesenta, con techos de sólo dos metros y medio de altura, comedor sin biblioteca, un vestíbulo diminuto como un armario, sin chimenea, estucados ridículos en caso de que los hubiese, tabiques tan finos que dejaban pasar hasta los susurros, y sin parada particular del ascensor. Oh, no; en lugar de eso, un rellano sin ventanas, con un mínimo de cinco puertas de color bilis patéticamente lisas y forradas de metal, protegidas por al menos un par de feos cerrojos, y la horrible conciencia de que una de esas puertas era la tuya. Evidentemente… ¡imposible!
Se sentó con sus zapatos de New & Lingwood (650 dólares) recogidos contra la porcelana blanca de la taza, y el periódico crujiendo en sus temblorosas manos, y le pareció ver a Campbell, con los ojos rebosantes de lágrimas, saliendo por última vez del vestíbulo de mármol del décimo piso de Park Avenue, iniciando su descenso hacia las capas más bajas de la sociedad.
Si he llegado a preverlo, Dios mío, es imposible que permitas que ocurra, ¿no es cierto?
¡Los Giscard…! ¡Tenía que actuar con presteza! ¡Conseguir un impreso! Esta frase poseyó su mente, conseguir un impreso. Cuando terminaba una operación de las más importantes, como, por ejemplo, llegaría a serlo la de los Giscard, todos los detalles de los contratos eran impresos en una imprenta de verdad. ¡Conseguir un contrato impreso! ¡Conseguir un impreso!
Y se quedó instalado en la caza de porcelana blanca, pidiéndole un impreso al Todopoderoso.
Dos jóvenes blancos estaban sentados en el salón de una mansión de Harlem, mirando ambos a un negro de mediana edad. El más joven de los dos, el que llevaba la voz cantante, estaba bastante confundido por lo que había visto hasta ahora. Tenía la sensación de que una proyección astrológica se le hubiera llevado lejos de su propio cuerpo, y estuviera escuchando sus propias palabras, como un simple espectador, a medida que las iba pronunciando.
—De forma que, no sé cómo explicarlo, reverendo Bacon, pero la cuestión es que nosotros, o sea, la diócesis, la iglesia episcopaliana, le ha dado a usted la suma de 350.000 dólares en concepto de base económica para que usted pudiera poner en marcha el proyecto de la Guardería el Pastorcillo, pero ayer recibimos una llamada telefónica en la que un periodista nos comunicó que la administración de Recursos Humanos había rechazado su solicitud de autorización hace nueve semanas, y, en fin, nos pareció increíble. Hasta ese momento no sabíamos nada de nada, y…
Sus labios siguieron pronunciando palabras, pero el joven, Edward Fiske III, ya no pensaba en ellas. Su voz funcionaba con piloto automático, mientras su mente intentaba encontrar algún sentido a la situación en la que se encontraba. La habitación era un inmenso salón de estilo monumental, adornado con diversas muestras de imitaciones de estilos antiguos, desde los artesonados y cornisas de roble hasta los rosetones de estuco, los oropeles, los candelabros de cristal en los rincones y los zócalos de ricas molduras, todo ello perfectamente restaurado y con el esplendor decorativo de fin de siglo. Era una de esas mansiones que solían hacerse construir los reyes de los áridos en el Nueva York de antes de la Primera Guerra Mundial. Ahora, sin embargo, el rey de esta mansión era el hombre que estaba sentado al escritorio de caoba, un negro.
Su sillón girarorio de alto respaldo estaba tapizado de un magnífico cuero color sangre de buey. En su rostro no había ni rastro de emoción. Era uno de esos hombres flacos y de huesos delgados que, sin ser musculosos, tienen aspecto de tremenda fuerza física. Llevaba peinado su no muy abundante pelo negro hacia atrás, muy estirado, pero los dos últimos centímetros de las puntas los tenía muy rizados. Vestía un traje cruzado negro con solapas angulosas, camisa blanca con el cuello almidonadísimo, y corbata negra con anchas listas blancas en diagonal. En la muñeca izquierda lucía un voluminoso reloj de oro.
Fiske tomó conciencia con fastidio del sonido de su propia voz:
—… y luego hemos llamado, de hecho yo mismo hice la llamada, a ese departamento, y hablé con un tal Mr. Lubidoff, que me dijo, y me limito a repetirle lo que él me dijo, me dijo que varios, de hecho dijo que siete, dijo que siete de los nueve miembros del consejo de administración de la Guardería el Pastorcillo tienen antecedentes penales, y que tres de ellos están en libertad condicional, lo cual supone que, desde el punto de vista técnico, legal —echó una ojeada a su joven colega, Moody, que era abogado— se les considera como, o tienen la misma consideración que, los presos comunes.
Fiske se quedó mirando al reverendo Bacon, abrió mucho los ojos, y enarcó las cejas. Era un intento desesperado de conseguir que el rey de aquella mansión aceptara el diálogo. De hecho, Fiske no se había atrevido a formularle preguntas, a interrogarle. Lo máximo a lo que aspiraba era a dejar las cosas claras de forma que él, dada la situación y su lógica interna, se sintiese obligado a contestar.
Pero el reverendo Bacon ni siquiera modificó su expresión. Se quedó mirando al joven como si fuese un roedor africano pegando brincos en el interior de su jaula. El delgado bigote que perfilaba su labio superior no se movió ni un milímetro. Luego, el reverendo empezó a tamborilear con el índice y el corazón de la mano izquierda sobre el escritorio, como diciendo: «¿Y por lo tanto?»
No fue el reverendo Bacon sino el propio Fiske el que no pudo soportar el vacío que se había producido, y se lanzó:
—Y por lo tanto, bueno, desde el punto de vista de la administración de Recursos Humanos, y ellos son quienes tienen que dar la autorización para montar nuevas guarderías, y ya sabe usted lo hipersensibles que son en todo lo relativo a guarderías, es un tema político muy debatido, desde su punto de vista, como le iba diciendo, los tres consejeros de la Guardería el Pastorcillo que aún están en libertad condicional, para ellos es como si aún estuviesen en la cárcel, porque las personas que están en libertad condicional siguen cumpliendo una pena de cárcel y siguen sometidos a todos los… todos los… bueno, lo que sea… y los otros cuatro también tienen antecedentes, y sólo eso ya es suficiente para… para… para… Bueno, las normas prohiben…
Le salían las palabras a torpes borbotones atragantados, y, mientras, su mente seguía recorriendo toda la habitación, tratando de localizar la salida. Fiske era uno de esos blancos magníficamente sanos que conservan la tez amelocotonada de los chicos de trece años cuando ya están próximos a cumplir los treinta. En este preciso instante, su fina piel comenzaba a enrojecer. Estaba azorado. No, estaba asustado. Faltaba poquísimo para que tuviese que hablar de lo de los 350.000 dólares, a no ser que su acompañante, Moody, lo hiciera por él. Santo Dios, ¿cómo se había metido en aquel brete? Cuando salió de Yale, Fiske estudió en la Wharton School of Business, en donde escribió una tesis doctoral titulada «Aspectos cuantitativos del comportamiento ético en una empresa de capital intensivo». Durante los tres últimos años había sido director de actividades comunitarias externas de la diócesis de Nueva York de la iglesia episcopaliana, un cargo que hizo que tuviera que encargarse de la administración del importante apoyo financiero y moral que esa iglesia estaba dándole al reverendo Bacon y a sus diversas actividades. Pero incluso en sus esperanzados comienzos, hacía de eso un par de años, ya en las primeras expediciones a aquel enorme caserón de Harlem se había sentido incómodo. Para empezar, mil y un detalles habían comenzado a hacer mella en su profundo liberalismo intelectual. Por ejemplo eso de «reverendo Bacon». Todos los graduados de Yale, o, como mínimo, todos los graduados que además eran miembros de la iglesia episcopaliana, sabían que Reverendo no era un nombre, sino un adjetivo. Era lo mismo que el título de Honorable que solía colocarse delante del nombre de los jueces o legisladores. Se podía decir, por ejemplo, «el honorable William Rehnquist», pero era incorrecto llamarle «honorable Rehnquist». Del mismo modo, se podía hablar de «el reverendo Reginald Bacon», o decir «el reverendo Mr. Bacon», pero era incorrecto decir en cambio «reverendo Bacon», excepto en esta casa o en esta zona de Nueva York, en donde había que llamarle tal y como a él le diese la gana, y olvidarse de Yale y todo lo demás. La verdad era que a Fiske le había parecido imponente y atemorizador incluso en aquellos primeros tiempos, cuando todo eran sonrisas. Entonces estaban de acuerdo prácticamente en todas las cuestiones políticas, en todos los planteamientos. Pero no eran en absoluto personas parecidas. Y, ahora, aquellos primeros días quedaban muy lejos. Más bien se diría que ya estaban en los últimos días.
—…y, por lo tanto, nos encontramos con un problema, reverendo Bacon. Hasta que no arreglemos el asunto de la autorización, y ojalá hubiéramos sido informados de este dato hace nueve semanas, cuando se produjo la noticia, en fin, creo que no hay modo de lograr que el proyecto siga adelante sin haberlo resuelto previamente. Y no digo que no se pueda resolver, por supuesto, pero tendría usted que… bueno, lo primero que tendríamos que hacer, me parece, es ser realistas, tomarnos lo de los 350.000 dólares de forma realista. Naturalmente, este consejo, me refiero a su actual consejo de administración, este consejo no puede gastar ni un céntimo de ese dinero en el proyecto de la guardería, me parece, puesto que, si vamos al fondo del proyecto, hace falta que antes se reorganice completamente el consejo, y para eso hará falta algún tiempo. No mucho tiempo, quizá, pero sí algún tiempo, y…
Mientras su voz seguía luchando por expresar sus ideas, Fiske lanzó una mirada hacia su colega. Moody no parecía en absoluto impresionado. Permanecía sentado en el sillón, con la cabeza inclinada a un lado, fríamente, como si le hubiese tomado la medida al reverendo Bacon. Era su primer viaje a la mansión de Bacon, y parecía encantado. Se trataba de un nuevo miembro del bufete de Dunning Sponget & Leach, un jovencillo que la firma de abogados había asignado a la diócesis debido a que el trabajo que ésta les daba, aun siendo prestigioso, era de poca monta. Mientras subían hacia Harlem en el coche, el joven abogado le había contado a Fiske que también él había sido alumno de Yale. Había jugado de defensa en un equipo de rugby. Se las arregló para mencionar este detalle unas cinco veces. Luego, entró en el cuartel general del reverendo Bacon como si llevara una jarra de cerveza Dortmunder Light entre las piernas. Pero no había pronunciado ni palabra.
—…de modo que, entretanto —dijo Ed Fiske—, creemos que lo más prudente sería… lo hemos hablado en la diócesis… todo el mundo, no sólo yo, se ha mostrado partidario de esto… nos ha parecido lo más prudente… quiero decir que a todos nosotros nos preocupa el futuro del proyecto, tanto a usted como a nosotros, el proyecto de la Guardería el Pastorcillo, porque seguimos apoyando ese proyecto al cien por cien, eso no ha cambiado en lo más mínimo… pero nos ha parecido que lo más prudente sería colocar esos 350.000 dólares, descontando, claro, el dinero que ya se haya invertido en el alquiler del edificio de la calle Ciento veintinueve Oeste, colocar el resto… ¿cuánto? Digamos que 340.000 o lo que sea, colocarlo en una cuenta en custodia de modo que luego, cuando hayamos resuelto el problema de los miembros del consejo, y cuando, tengan ustedes la autorización concedida por la autoridad de Recursos Humanos, y no debamos preocuparnos por ningún otro problema, ese dinero les sea devuelto a usted y a su nuevo consejo, y, bueno, eso era más o menos lo que tenía que decirle.
Fiske volvió a abrir los ojos, y enarcó las cejas, y hasta intentó esbozar una sonrisilla amistosa, como diciendo: «¡Bueno! ¡Todos estamos en el mismo barco!» Luego volvió la vista hacia Moody, que seguía mirando fría y fijamente al reverendo Bacon. Este ni siquiera parpadeó, y fue esa mirada implacable lo que hizo que Fiske decidiera que no debía seguir mirándole a los ojos. Bajó la vista a los dedos del reverendo Bacon, que seguían haciendo ruiditos sobre la mesa. Ni una palabra. De modo que estudió las cosas que había en la mesa. Un magnífico vademécum de cuero, una escribanía de oro Dunhill con pedestal de ónice y provista de estilográfica y lápiz, toda una colección de pisapapeles y medallas, varias de las cuales estaban dedicadas por diversas organizaciones cívicas a nombre del reverendo Reginald Bacon, un montón de papeles bajo un pisapapeles, y que en su mayor parte eran las cartas de la cadena de TV WNBC, un interfono con toda una hilera de botones, y un gran cenicero en forma de caja con los lados de cuero enmarcado en latón, y con una rejilla de latón en la cara superior…
Fiske mantuvo la vista baja. Los ruidos del edificio llenaron el vacío. Desde el piso superior, y muy acolchado por los gruesos pisos y las gruesas paredes de la mansión, el leve sonido de un piano… Moody, sentado junto a él, probablemente ni siquiera lo estaba percibiendo. Pero Fiske, mentalmente, podía cantar el himno que aquellos acordes acompañaban:
«El reino del milenio
será…
mil años de eternidad…»
Altisonantes acordes.
«Mil años de e-ter-ni-daaad…
Rey de reyes…
Refugio de todos…»
Más acordes. Un océano entero de acordes. La madre del reverendo Bacon debía de estar ahí arriba. Cuando empezó todo este asunto de la diócesis y el reverendo Bacon, Fiske solía ponerse en casa los discos grabados por la madre del reverendo, por las noches, y cantar con ella, a pleno pulmón y con arrobado abandono —«¡El reino del milenio!»—, los himnos que había popularizado Shirley Caesar… Oh, sí, conocía muy a fondo a las cantantes gospel, sí, él, Edward Fiske III, Yale 80, por fin había logrado entrar en el fastuoso mundo de los negros… El nombre de Adela Bacon aún salía en las listas de ventas de gospel de vez en cuando. De la larga lista de organizaciones cuyos rótulos adornaban el enorme vestíbulo de la mansión —Solidaridad de Todos los Pueblos, Iglesia de las Puertas del Reino, Coalición Laboral Puertas Abiertas, Maternidad Alerta, Cruzada contra la Drogadicción de los Niños, Liga contra la Difamación del Tercer Mundo, Guardería el Pastorcillo, y demás—, el único negocio convencional era la Empresa Musical Reino del Milenio, dirigida por Adela Bacon. Fiske lamentó que no hubiese llegado a conocerla a fondo. Ella era la fundadora de la iglesia de las Puertas del Reino, que era la iglesia a la que supuestamente pertenecía el reverendo Bacon, pero que en realidad había dejado casi de existir. Ella fue quien la organizó; ella había dirigido los oficios religiosos; ella había conseguido arrastrar a su rebaño gracias a su asombrosa voz de contralto y a las altas crestas del oleaje de sus acordes; y ella, y solamente ella, había sido la que ordenó a su hijo Reggie y le convirtió en el reverendo Reginald Bacon. Cuando se enteró de todo eso, Fiske se sintió bastante escandalizado. Pero en seguida comprendió una gran verdad. Todas las credenciales religiosas son arbitrarias, son resultado de una autoproclamación. ¿Quién había concebido, por ejemplo, los artículos de fe que permitieron que fuese ordenado su propio jefe, el obispo episcopaliano de Nueva York? ¿Acaso Moisés los bajó de la cumbre de cierta montaña? No, fue un inglés quien los soñó, hacía algunos siglos, no muchos, y luego hubo una gran cantidad de gente de caras alargadas y blancas que decidió que eran rigurosos y sagrados. Lo único que pasaba era que la fe episcopaliana era más antigua, más hierática y más respetable entre los blancos que la fe baconiana.
Pero ya no era el momento adecuado para preocuparse por asuntos de teología y de historia de las religiones. Había llegado la hora de recuperar aquellos 350.000 dólares.
Oyó el agua que salía de un grifo abierto, una puerta de nevera, y una cafetera que comenzaba a hervir. Lo cual significaba que la puerta que daba a la pequeña cocina estaba abierta. Un negro muy alto miraba hacia el salón desde el umbral. Llevaba una camisa azul de obrero, tenía un cuello largo y potentísimo, y de una de sus orejas colgaba un solitario aro de oro, como si fuese un pirata de novela infantil. Esta era una de las características de la casa, el hecho de que siempre rondaran por allí aquellos… aquellos… aquellos… matones. Antiguamente Fiske les tomaba por revolucionarios románticos… Ahora… De sólo recordar la opinión que le merecían ahora, Fiske tuvo que desviar la vista… Y la dirigió hacia el ventanal situado a espaldas del reverendo Bacon. Daba a un patio interior y, aunque sólo era primera hora de la tarde, no llegaba allí más que la sombría luz verdosa que dejaban pasar los edificios construidos en el lado opuesto de la manzana. Fiske alcanzó a ver los troncos de tres enormes y viejos sicómoros. Era todo lo que quedaba del antiguo jardín, que en sus buenos tiempos, y para ser un jardín neoyorquino, debió de ser bastante amplio y bonito.
Los acordes acolchados. Mentalmente, Fiske pudo oír la preciosa voz de Adela Bacon:
«Oh, Señor… ¿qué puedo decir…?
Y así… ocurrió…»
Oleadas de acordes acolchados.
«Una voz… de las alturas dijo…
“Toda carne… es hierba…”»
Un auténtico océano de acordes.
El reverendo Bacon dejó de tamborilear con sus dedos. Apoyó las yemas al borde del escritorio. Alzó ligeramente el mentón y dijo:
—Esto es Harlem.
Lo dijo de forma lenta y suave. Su calma era tan marcada como la intranquilidad de Fiske. Este no le había oído jamás alzar la voz. El reverendo Bacon congeló la expresión de su rostro y la posición de sus manos, a fin de permitir que sus palabras calaran hondo.
—Esto —dijo otra vez— es Harlem… —Hizo una larga pausa. Luego prosiguió—: Y usted viene ahora, después de tanto tiempo, y me dice que hay personas con antecedentes penales entre los miembros del consejo de la Guardería el Pastorcillo. Me informa usted de ese detalle.
—No es que haya venido a informarle, reverendo Bacon —dijo Fiske—. Es que eso es lo que la administración de Recursos Humanos nos ha dicho, tanto a usted como a nosotros.
—Pues yo también quiero decirle algo a usted. Quiero recordarle algo que usted me dijo a mí. ¿Qué personas queremos que lleven nuestros centros pre-escolares? Supongo que lo recuerda. ¿Las chicas de Wellesley, las chicas de Vasar? ¿Son ellas las que tendrían que subir a Harlem para hacerse cargo de los niños de Harlem? ¿Queremos acaso que todo esto lo organicen los benefactores sociales de los barrios ricos? ¿O queremos acaso que lo lleven unos burócratas convenientemente autorizados, unos funcionarios de la asistencia social? ¿Queremos que lo lleven todo los empleados del ayuntamiento? ¿Es eso lo que queremos? ¿Es eso lo que queremos?
Fiske se sintió obligado a contestar. Obediente, como un niño de párvulos, respondió:
—No.
—No —dijo el reverendo Bacon en tono aprobador—, no es eso lo que queremos. ¿Qué es, entonces, lo que queremos? Queremos que sea la gente de Harlem la que cuide de los niños de Harlem. Sacaremos la fuerza que necesitamos… la fuerza… de nuestra propia gente y de nuestras propias calles. Fue lo que le dije a usted hace mucho tiempo, cuando nos conocimos. ¿Lo recuerda? ¿Se acuerda de lo que le dije entonces?
—Sí —dijo Fiske, sintiéndose más niño a cada momento, y más desamparado ante aquella mirada tan fija.
—Sí. Nuestras propias calles. Pues bien, pongamos que un joven nace y crece en las calles de Harlem, y consideremos las posibilidades que tiene de que la policía acabe fichándole. ¿Entiende? La policía tiene ficha de ese joven. Una ficha de la policía. De manera que si viene usted y les dice a todas las personas que han estado alguna vez en la cárcel, y a las personas que han salido de la cárcel, y a las personas que están en libertad condicional, si usted les dice: «Usted y usted y usted no pueden participar en el renacimiento de Harlem porque están fichados…» ¿Entiende? Entonces ya no estamos hablando del renacimiento de Harlem. Estamos hablando de algún barrio de fantasía, de un reino mágico. Nos estamos engañando a nosotros mismos. Estamos dejando de buscar soluciones radicales. Estamos jugando otra vez al juego de siempre, sólo queremos ver las mismas caras de siempre. Estamos poniendo otra vez en práctica el antiguo colonialismo de siempre. ¿Entiende? ¿Entiende lo que le estoy diciendo?
Fiske estaba a punto de hacer un gesto de asentimiento, pero, de repente, Moody alzó la voz:
—Mire, reverendo Bacon, todo eso ya lo sabemos, pero el problema es otro. Nos enfrentamos a un problema inmediato, concreto, técnico, legal. Con la ley en la mano, la autoridad de Recursos Humanos no tiene poder para dar su autorización en estas circunstancias, y punto. De modo que enfrentémonos a este problema, veamos lo de los 350.000 dólares, y luego podremos resolver otros problemas de mayor alcance.
Fiske no daba crédito a sus oídos. Involuntariamente, se hundió en su butaca y miró atemorizado al reverendo Bacon. Este miró a Moody de forma inexpresiva. Le miró durante el tiempo suficiente como para que se sintiera envuelto por el silencio. Luego, sin separar los labios, se metió la lengua contra la mejilla, hasta que se le formó un bulto del tamaño de una pelota de golf. Se volvió hacia Fiske y dijo con suavidad:
—¿Cómo han venido hasta aquí?
—Esto… en coche —dijo Fiske.
—¿Dónde han dejado el coche? ¿Qué aspecto tiene el sitio donde lo han aparcado?
Tras unos momentos de vacilación, Fiske se lo explicó.
—Deberían habérmelo dicho antes —dijo el reverendo Bacon—. Ahí afuera rondan algunos malos elementos. —Y añadió, en voz muy alta—: ¡Eh, Buck!
Salió de la cocinita el negro alto del aro de oro, arremangado, mostrando unos codos tremendos. El reverendo Bacon le llamó con una seña, el hombre se le acercó, se inclinó, con las manos en jarras, y escuchó lo que el reverendo Bacon le dijo en voz baja. Los brazos de aquel tipo formaban unos ángulos apabullantes a la altura de los codos. Oído el mensaje, el hombre se enderezó, miró muy serio al reverendo Bacon, hizo un gesto de asentimiento, y comenzó a irse.
—Por cierto, Buck —dijo el reverendo Bacon.
Buck se detuvo y volvió la cabeza.
—Y vigila bien ese coche.
Buck volvió a asentir con la cabeza, y se fue.
El reverendo Bacon miró a Fiske:
—Espero que ninguno de esos críos… en fin, que no se la van a jugar si ven a Buck rondando por allí. Bien, ¿en dónde estábamos? —Todo esto dirigido a Fiske. Como si Moody hubiese abandonado la habitación.
—Creo —dijo Fiske—, reverendo Bacon, que…
El interfono del reverendo Bacon emitió un zumbido.
—¿Sí?
—Itv Stone, del Canal 1 —dijo una voz de mujer—, en la cuatro siete.
El reverendo Bacon se volvió al teléfono instalado en una mesita próxima a su asiento.
—Hola, Irv… Bien, bien… No, no. Sobre todo la Solidaridad Popular. En noviembre tenemos que derrotar a un alcalde, recuérdalo… Esta vez no, Irv, esta vez no. Lo único que necesita ese tipo es un simple empujón. Pero no te había llamado para eso. Te he llamado por lo de la Coalición Laboral Puertas Abiertas… No, digo la Coalición Laboral Puertas Abiertas… ¿Cuánto tiempo? Mucho, mucho tiempo. ¿No lees la prensa…? Bien, de acuerdo. Por eso te he llamado. Ya sabes, esos restaurantes del centro, los de las calles Cincuenta y Sesenta Este, esos restaurantes en donde la gente se gasta cien dólares por un almuerzo, y doscientos dólares por una cena, sin pensárselo ni un instante… ¿Cómo? No pretendas engañarme, Irv. Os conozco bien, sé cómo sois los de la televisión. ¿Sabes ese sitio adonde tú vas a comer todos los días, eso de La Boue d'Argent? —Fiske notó que el reverendo Bacon pronunciaba sin problemas el nombre de uno de los restaurantes más lujosos y famosos de Nueva York—. Bueno, eso es lo que me habían contado a mí. ¿O quizá es en el Leicester's? —También pronunció correctamente el nombre. La gente bien pronunciaba Lester's, a la inglesa. El reverendo Bacon se había puesto a reír. Su chiste le había salido bien. A Fiske le alegraba siempre verle reír, de lo que fuera—. Bien, lo que te quería decir es: ¿has visto en alguno de esos locales a algún camarero negro? ¿Lo has visto alguna vez? ¿Lo has visto…? Nunca. Jamás. Exacto… ¿Y por qué…? Exacto. Y los sindicatos, también los sindicatos. ¿Entiendes ahora lo que quería decirte…? Exacto. Pues bien, eso es lo que no puede seguir así… lo que tiene que cambiar. El próximo martes, a partir del mediodía, la Coalición organizará una manifestación delante del restaurante Leicester's, y cuando hayamos logrado resultados allí, seguiremos con La Boue d'Argent y el Macaque y La Grise y el Three Ortolans y los demás… ¿Cómo? Por todos los medios a nuestro alcance. Tú siempre te quejas de la falta de espectacularidad, Irv. Pues tendrás todo el espectáculo que quieras. ¿Me sigues?… ¿Llamar al Leicester's? Por supuesto, hazlo… No. No me importa.
Cuando colgó, como si hablase consigo mismo, el reverendo Bacon añadió:
—Ojalá les llames.
Luego miró a los dos jóvenes:
—¡Bien! —dijo, como si hubiese llegado el momento de tomar decisiones y enviar a todo el mundo a cumplirlas—. Ya ven ustedes con qué he de habérmelas aquí. Me dejo la vida en esta lucha. La vida… La Solidaridad de Todos los Pueblos se ha propuesto derrotar en noviembre al alcalde más racista de toda la historia de los Estados Unidos. Y la Coalición Laboral Puertas Abiertas tiene que romper los muros del apartheid en el mercado de trabajo. Y la Liga contra la Difamación del Tercer Mundo tiene que negociar con una pandilla de explotadores que están produciendo una película absolutamente racista que se titula Los ángeles de Harlem. Bandas de delincuentes, traficantes de droga y borrachos, y nada más. Estereotipos racistas. Esa gente cree que porque sacan a un negro que logra que un grupo de gamberros jóvenes se acerquen a Jesús, la película ya no es racista. Pero lo es, son unos racistas que no conocen la realidad, y hay que enseñársela. Se aproxima el gran día de Nueva York. La hora se acerca. La batalla final, podríamos decir. El Ejército de Gedeón… ¡Y ustedes…! Ustedes me vienen aquí a poner encima de la mesa una tontería, un problema trivial relativo a los miembros del consejo de la Guardería el Pastorcillo…
La voz del gran señor había adquirido un matiz furioso. Había estado a punto, Fiske lo sabía, de soltar alguna palabrota, y hubiera sido la primera que oyera pronunciar al reverendo Bacon desde que le conocía, porque jamás soltaba un solo taco, ni siquiera los más leves. Fiske se sentía desgarrado entre el impulso de largarse de allí antes de que comenzara la batalla final y comenzara a caer alguna lluvia demoníaca, y el deseo de no perder su empleo. Porque era él personalmente quien le había hecho entrega al reverendo Bacon de aquellos 350.000 dólares. Y ahora también le correspondía a él recuperarlos.
—Bien —dijo Fiske, tratando de nadar entre dos aguas—, es posible que tenga usted razón, reverendo Bacon. Y nosotros, la diócesis, no hemos venido para complicarle las cosas. Francamente, queremos protegerle, y queremos proteger la inversión que hemos hecho en las obras que usted dirige. Le dimos 350.000 basándonos en el supuesto de que iba a conseguir los permisos necesarios para organizar los centros preescolares. De modo que, si nos devuelve usted los 350.000 dólares, 340.000 o la cantidad exacta que le reste, y nos permite colocar esa suma en una cuenta en custodia, seguiremos ayudándole. Seguiremos apoyándole.
El reverendo Bacon le miró con aire distraído, como si interiormente estuviera meditando cierta decisión de tremenda importancia.
—No es tan sencillo —dijo.
—¿Por qué?
—Ese dinero está casi todo, comprometido.
—¿Comprometido?
—Con los proveedores.
—¿Los proveedores? ¿Qué proveedores?
—¿Qué proveedores? Santo Dios, buen hombre, ha habido que ir adquiriendo todo el equipo, el material, los muebles, los ordenadores, los teléfonos, las alfombras, el aire acondicionado, la ventilación, la ventilación es importantísima para los niños, los juguetes de seguridad total. Muchas cosas. Es difícil recordarlas todas.
—Pero, reverendo Bacon —dijo Fiske, que comenzaba a alzar la voz—, ¡si de momento no tiene usted más que un viejo almacén completamente vacío! ¡He pasado por allí! ¡Ahí dentro no hay nada de nada! ¡Ni siquiera ha contratado usted a un arquitecto! ¡Ni siquiera hay planos, nada!
—Eso es lo que menos importa. En este tipo de proyectos lo principal es la coordinación. La coordinación.
—¿La coordinación? No entiendo qué… Bueno, es posible, pero, en caso de que se haya usted comprometido con los proveedores, me parece que no tendrá más remedio que explicarles que habrá un retraso inevitable. —De repente Fiske temió estar hablando con firmeza exagerada—. Veamos, dígame, si no le importa, ¿cuánto dinero le queda todavía, reverendo Bacon, tanto si lo ha comprometido como si no?
—No me queda nada —dijo el reverendo Bacon.
—¿Nada? ¿Cómo es posible?
—¿No pretendían ustedes que usáramos ese dinero como semillas, según su propia expresión? Pues bien, nosotros hemos sembrado esas semillas, y algunas de esas semillas han caído en tierra estéril.
—¿Sembrar las semillas? Reverendo Bacon, ¿insinúa que le adelantó el dinero a toda esa gente antes de que empezaran a trabajar, a suministrarle las cosas?
—Se trata de empresas llevadas por gente perteneciente a las minorías. Gente perteneciente a nuestra comunidad. Habíamos quedado en eso, ¿no?
—Sí. Pero no es posible que haya usted adelantado…
—Se trata de empresas que no tienen «línea de crédito» ni «inventarios informatizados» ni «cash-flow» ni «tasa de liquidez» ni «bonos convertibles» ni nada de eso. Son empresas llevadas por gente de las minorías, y por tanto carecen de muchas de las ventajas de otras empresas, y no pueden permitirse el lujo de estar a cubierto de cualquier eventualidad, como esos «retrasos inevitables» a los que usted se refería antes… Son empresas que pertenecen a esta comunidad, tiernos brotes que salen de las semillas que nosotros, usted, yo, la iglesia episcopaliana, la iglesia de las Puertas del Reino, hemos sembrado… Y ahora me viene usted con lo del «retraso inevitable». Eso no es solamente una expresión, eso es una sentencia de muerte. Una sentencia de muerte. Es como decir, con toda la amabilidad del mundo, desde luego: «Cáete muerto donde te dé la gana.» De modo que no me venga ahora con que se lo tengo que explicar yo. Diga muerte inevitable. Muerte inevitable…
—Pero, reverendo Bacon, estamos hablando nada menos que de 350.000 dólares… Sin duda…
Fiske miró a Moody. Moody permanecía muy tieso en su asiento. Ya no parecía frío y distante, y no decía ni palabra.
—La diócesis… Tendrá que encargar una auditoría —dijo Fiske—. Inmediatamente.
—Oh, claro —dijo el reverendo Bacon—. Habrá una auditoría. Ya le daré yo auditorías… Inmediatamente. Escúcheme bien. Escúcheme bien porque voy a decirle algo acerca del capitalismo, de cómo funciona el capitalismo al norte de la calle Noventa y seis. ¿Por qué cree que están ustedes invirtiendo ese dinero, esos 350.000 dólares, en una guardería de Harlem? ¿Por qué?
Fiske se mantuvo mudo. Los diálogos socráticos del reverendo Bacon hacían que se sintiera infantil y desamparado.
Pero Bacon insistió:
—Venga, dígamelo. Quiero oírselo decir a usted. Habla de auditorías. De auditorías. Quiero oírselo decir a usted. ¿Por qué ustedes, precisamente ustedes, tienen que invertir todo ese dinero en Harlem? ¿Por qué?
Fiske no pudo contenerse más:
—Porque Harlem tiene una incontenible necesidad de guarderías —dijo, sintiéndose como si sólo tuviera seis años de edad.
—Pues no, amigo mío —dijo Bacon suavemente—, la razón no es ésa. Si ustedes fueran de los que se preocupan por los niños, se hubiesen encargado ustedes mismos de construir la guardería, y hubiesen contratado a los mejores profesionales para llevarla, a la gente con más experiencia. No se les ocurriría ni siquiera pensar en la posibilidad de contratar a los ciudadanos de a pie. ¿Qué saben los ciudadanos de a pie sobre cómo se llevan las guarderías? No, amigo mío, ustedes hacen otra clase de inversión. Una inversión en el campo del control del vapor. Y es una inversión que les da a ustedes grandes beneficios. Grandes beneficios.
—¿Control del vapor?
—Control del vapor. Es una inversión de capital. Y muy buena. ¿Sabe usted qué es el capital? Usted cree que el capital es algo que alguien posee, ¿no es cierto? Usted cree que el capital son las fábricas, las máquinas, los edificios, las tierras, las cosas que se pueden vender, y también las acciones y el dinero y los bancos y las empresas. Usted cree que el capital es algo que alguien posee porque siempre lo ha poseído. Ustedes poseían todo este país. —Y con un ademán de su negra mano señaló hacia la ventana, hacia el sombrío patio interior, y los tres sicómoros—. Ustedes poseían toda esta tierra, y la de más allá… todo Kansas, y Oklahoma… Y ahí todo el mundo se ponía en fila, y ustedes decían: «Preparados, listos, ¡ya!», y un montón de blancos se ponían a correr, y tenían ante sí tierras y más tierras, y lo único que esos blancos tenían que hacer era llegar a las parcelas y, en cuanto las pisaban, ya eran suyas, y su simple piel blanca era su escritura de propiedad… ¿Entiende…? Los indios se interponían en su camino, y fueron eliminados. Los chinos servían para tender líneas férreas de un lado a otro del país, pero luego les encerraron en Chinatown y les sellaron la boca. Y los negros, los negros se pasaron toda su vida encadenados. De manera que ustedes lo poseían todo, y siguen poseyéndolo, y por eso creen que el capital consiste en poseer cosas. Pero se equivocan. El capital consiste en controlar las cosas. En controlarlas. ¿Quieren poseer tierras en Kansas? ¿Quieren hacer efectiva su escritura de propiedad blanca? Para eso, lo primero que necesitan ustedes es controlar Kansas… ¿Entiende…? Controlar. Imagino que usted no ha trabajado nunca en una sala de calderas. Yo he trabajado en una sala de calderas. Hay personas que son dueñas de las salas de calderas, pero eso sólo no les sirve de nada a no ser que sepan cómo se controla el vapor… ¿Entiende…? Si no son ustedes capaces de controlar… el vapor, aquello se convierte en el Valle de la Pólvora para usted y para todos los suyos. Si alguna vez llegase usted a ver una sala de calderas en la que se ha perdido el control del vapor, lo primero que notaría es que hay un montón de gente que sale corriendo para tratar de salvar la vida. Y ninguno de los que corren piensan en las calderas como un bien de capital ni en los dividendos que les va a dar su inversión, ni piensan en cuentas en custodia ni en auditorías ni en medidas prudentes… ¿Entiende…? Sólo piensan en una cosa: «Santo Dios, he perdido el control», y salen corriendo porque quieren salvar al menos sus vidas. Quieren salvar su pellejo. ¿Ve usted esta casa? —dijo el reverendo Bacon haciendo un vago ademán hacia el techo—. Esta casa fue construida en el año mil novecientos seis por alguien que se llamaba Stanley Lightfoot Bowman. Lightfoot. Toallas turcas y mantelerías de damasco, venta al por mayor, Stanley Lightfoot Bowman. Vendía toallas y mantelerías turcas al por mayor. Y en mil novecientos seis se gastó cerca de medio millón de dólares en la construcción de esta casa… ¿Entiende…? Las iniciales de este señor, S.L.B., aparecen por todas partes, en bronce, y te las encuentras por toda la escalera, hasra el último piso. Este era un barrio de lujo en mil novecientos seis. Construyeron casas como ésta subiendo por todo el West Side, desde la calle Setenta y dos hasta aquí arriba. Sí, y yo compré esta casa (a un judío, por cierto), en mil novecientos setenta y ocho, por setenta y dos mil dólares, y el tipo estaba contento de sacar tanto dinero. Pegaba brincos y pensaba: «He encontrado… he encontrado a un tonto que me ha pagado setenta y dos mil dólares por esa casa.» Pues bien, ¿qué fue de Stanley Lightfoot Bowman y compañía? ¿Perdieron su dinero? No, perdieron el control… ¿Entiende…? Perdieron el control de la zona que quedaba al norte de la calle Noventa y seis, y en cuanto perdieron el control, perdieron también el capital. ¿Lo entiende? Todo ese capital quedó borrado de la faz de la tierra. La casa seguía estando aquí, pero el capital se esfumó… ¿Entiende…? De modo que lo que estoy diciéndole es que mejor será que despierten ustedes de una vez. Están ustedes practicando el capitalismo del futuro, y ni siquiera se han dado cuenta. No están ustedes haciendo una inversión en una guardería para Harlem, están ustedes invirtiendo en las almas… las almas… de unas personas que llevan tanto tiempo viviendo en Harlem que ya no miran su barrio con ojos infantiles, personas que, al crecer, han acabado por sentir una justísima ira en sus corazones, personas cuyas almas soportan una excesiva presión, un vapor incontenible, y que están a punto de estallar. Un vapor justísimo. Y cuando ustedes nos vienen aquí y nos hablan de «empresarios de la minoría» y de «contratos con las minorías» y de guarderías para que las lleven los ciudadanos de a pie, para que acojan a los hijos de los ciudadanos de a pie, aciertan en la elección de la melodía, sí, pero todavía no entienden que se han equivocado de letra, que ésta es otra canción. Se niegan ustedes a decir sencillamente: «Por favor, Dios todopoderoso, que hagan lo que quieran con el dinero, a condición de que ese dinero controle el vapor…» Muy bien, organicen su auditoría, hablen con la autoridad de Recursos Humanos, reorganicen el consejo, pongan todos los puntos sobre las íes. Entretanto, yo ya he hecho en nombre de ustedes la inversión que ustedes necesitaban, y, gracias a mí, están en condiciones de llevar la partida adelante… ¡Sí, hagan su auditoría…! Pero llegará el día, ya está muy cerca el día, en que ustedes dirán: «Gracias, Señor. ¡Gracias! ¡Menos mal que metimos el dinero en las cuentas del reverendo Bacon!» Porque, tanto si ustedes lo saben como si no, yo soy un conservador. No tienen ustedes ni idea de qué clase de gente hay ahí afuera, en esas calles salvajes y hambrientas. Yo soy su prudentísimo agente de bolsa, el que lo prepara todo antes de que llegue el Día del Juicio. Harlem, el Bronx, Brooklyn, todos esos barrios estallarán, amigo mío, y ese día se sentirán ustedes muy agradecidos por lo que ha hecho su agente de bolsa… su prudente agente de bolsa… porque él podrá controlar el vapor. Oh, sí. Ese día, los dueños del capital se mostrarán dispuestos a regalar hasta sus mismísimos derechos de primogenitura con tal de poder controlar todo ese vapor salvaje y hambriento. No, amigo, no. Lo que tiene que hacer es volver junto a su obispo y decirle: «He subido ahí arriba, y he venido a decirle que ha hecho usted una buena inversión. Hemos encontrado un agente de bolsa que es un hombre muy prudente. Cuando todo se venga abajo, nosotros podremos ocupar ese territorio.»
Justo en ese instante volvió a sonar el interfono, y la voz de la secretaria dijo:
—Está un tal Mr. Simpson al teléfono, es de la Compañía Mutua Aseguradora. Quiere hablar con el presidente de la Harlem Guaranty Securities.
El reverendo Bacon cogió el teléfono:
—Soy Reginald Bacon… Exacto, presidente y director ejecutivo… Exacto, exacto… Sí, bien, valoro su interés, Mr. Simpson, pero ya hemos sacado esa emisión al mercado… Exacto, toda la emisión… Oh, desde luego, Mr. Simpson, esos bonos son muy populares. Por supuesto, es bueno conocer bien ese mercado en particular, y para eso está Harlem Guaranty Securities. Queremos que Harlem salga al mercado… Exacto, exacto, Harlem ha estado siempre en el mercado… Gracias, muchas gracias… En fin, inténtelo a través de alguno de sus asociados de Wall Street. ¿Conoce Pierce & Pierce…? Exacto… Compraron una buena tajada de bonos en el mercado, una tajada importantísima. Estoy seguro de que les encantará tratar con ustedes.
¿Harlem Guaranty Securities? ¿Pierce & Pierce? Pierce & Pierce era una de las firmas más grandes y prestigiosas de Wall Street. El corazón de Fiske, siempre tan generoso, se sintió de repente asediado por las sospechas más terribles. Lanzó una mirada rápida a Moody, y vio que Moody estaba mirándole a él, y, evidentemente, haciéndose las mismas preguntas que él. ¿Había desviado el reverendo Bacon los 350.000 dólares hacia esa operación financiera? Si el dinero había entrado en el mercado de las obligaciones y los bonos, ya podían despedirse de él.
En cuanto el reverendo Bacon colgó, Fiske le dijo:
—No sabía que ustedes habían… no tenía ni noticia… bueno, tal vez ustedes… pero no lo creo… disculpe, pero le he oído hablar de… ¿qué es eso de Harlem Guaranty Securities?
—Oh —dijo el reverendo Bacon—, siempre procuramos asegurar un poquito nuestra situación financiera, cuando nos alcanza. No hay motivos para que Harlem tenga siempre que comprar al detall y vender al por mayor… ¿Entiende…? ¿Por qué no convertir a Harlem en un broker?
Aquello le sonó a chino al pobre Fiske.
—Pero de dónde sacan… cómo pueden financiar… quiero decir que una cosa así… —Era incapaz de hallar una frase con la que expresar sus ideas. No encontraba los eufemismos de rigor.
Y se llevó una sorpresa cuando Moody habló de nuevo para decir:
—Tengo ciertos conocimientos sobre las sociedades de ese tipo, reverendo Bacon, y sé que exigen un capital notablemente amplio. —Hizo una pausa, y Fiske se fijó en que también Moody se debatía en el oleaje de un embravecido mar de circunloquios—. Lo que quiero decir, o sea, capital, hace falta un gran capital, en el sentido corriente de la palabra. Usted… ahora mismo hablaba usted del capital al norte de la calle Noventa y seis y del control… ejem, hablaba usted del vapor… pero esto suena más bien a capitalismo puro y duro, no sé si me explico.
El reverendo Bacon le dirigió una mirada siniestra, pero luego tragó saliva y sonrió, aunque sin la menor amabilidad.
—No necesito capital. Nosotros somos aseguradores de emisiones. Llevamos las emisiones al mercado, en la medida en que esas emisiones sean buenas para nuestra comunidad… escuelas, hospitales…
—Sí, pero…
—Como bien sabía san Pablo, para llegar a Damasco hay muchos caminos. —La expresión muchos caminos quedó colgando en el aire, húmeda, cargada de sentido.
—Ya lo sé, pero…
—Si estuviese en su lugar —dijo el reverendo Bacon—, dejaría de preocuparme por Harlem Guaranty Securities. Si estuviese en su lugar, haría lo que dicen las viejas de por aquí. Seguir haciendo calceta.
—Eso intento, reverendo Bacon —dijo Moody—. Pero mi calceta consiste precisamente en… Bueno, mi calceta se llama 350.000 dólares.
Fiske volvió a hundirse en su asiento. Moody había recobrado su ingenua valentía. Fiske observó un momento al asesino de ingenuos que estaba instalado en el gran escritorio. Justo entonces sonó de nuevo el interfono.
—Tengo a Annie Lamb al teléfono —dijo la voz de la secretaria—. Dice que tiene que hablar con usted.
—¿Annie Lamb?
—Sí, reverendo.
—Bien. —Un suspiro fastidiado—. Bien, me pondré. —Cogió el teléfono—. ¿Annie…? Annie, espera un momento… Con calma… ¿Cómo? ¿Henry…? Qué horror, Annie. ¿Es grave…? Dios mío, Annie, cómo lo siento… ¿En serio…? —Una larga pausa durante la cual el reverendo Bacon estuvo escuchando, con la vista baja—. ¿Y qué dice la policía…? ¿Multas de aparcamiento…?. Eso… eso… Digo que eso… Bien, Annie, escúchame. Ven para acá y me lo cuentas todo… Entretanto, yo mismo llamaré al hospital. Han incumplido las normas, Annie. Esa es mi opinión. Han incumplido las normas… ¿Cómo…? Desde luego, tienes toda la razón. Absolutamente toda la razón del mundo. Han incumplido las normas, y me van a tener que oír… No te preocupes. Ven ahora mismo.
El reverendo Bacon colgó el teléfono, giró en su sillón hacia Fiske y Moody, entrecerró los ojos y les miró con expresión muy seria:
—Caballeros, tengo una emergencia. Una de mis mejores ayudantes, una de mis líderes comunitarias… su hijo ha sido atropellado por un conductor que luego se dio a la fuga… en un Mercedes-Benz. Un Mercedes-Benz… El chico se encuentra a las puertas de la muerte, y esta buena mujer tiene miedo de ir a la policía, ¿y saben por qué? Multas de aparcamiento. Hay una orden de busca y captura contra ella por impago de multas de aparcamiento. Esta señora trabaja. Trabaja en el ayuntamiento, en la parte baja, y necesita el coche, y ahora hay una orden de busca y captura contra ella por unas multas de aparcamiento… Una cosa así no les detendría a ustedes, sobre todo tratándose de un hijo, pero ustedes no han vivido nunca en el ghetto. Y si se hubiese tratado de un hijo de ustedes, tampoco habrían hecho lo que hicieron los del hospital. No se hubiesen limitado a vendarle la muñeca y mandarle a casa, teniendo en cuenta que ha padecido una conmoción cerebral y que ahora está a las puertas de la muerte… Pero así van las cosas en el ghetto. Negligencia llevada a extremos de escándalo… Caballeros, tenemos que aplazar esta entrevista. Ahora debo atender un asunto de la mayor gravedad.
En el regreso en coche hacia la parte baja de la ciudad, los dos jóvenes ex alumnos de Yale no dijeron casi nada, al menos hasta haber llegado casi a la calle Noventa y seis. Fiske se dio por satisfecho al encontrar el coche en donde lo había dejado, con los neumáticos hinchados y el parabrisas entero. En cuanto a Moody, al cabo de veinte manzanas no había mencionado ni una sola vez la tediosa historia de su participación como defensa en el equipo de rugby de Yale.
Hasta que, finalmente, Moody le dijo:
—Bien, ¿quieres que comamos en Leicester's? Conozco al maître, un negrazo alto con un aro de oro en una de sus orejas.
Fiske esbozó una sonrisa, pero no contestó. La broma de Moody hizo que se sintiera superior. Parte del supuesto chiste venía de que ninguno de los dos comía nunca en el Leicester's, el restaurante del siglo. Pero, casualmente, resultaba que esa misma noche Fiske tenía que cenar en el Leicester's. Es más, Moody ni siquiera se había enterado de que el Leicester's, aun siendo el restaurante de moda, no era en absoluto el tipo de local empingorotado, con un ejército de maîtres y camareros almidonadísimos, sino más bien un bistro como los que pueden encontrarse en la zona de Fulham Road en Londres. El Leicester's era el lugar preferido de la colonia británica de Nueva York, y Fiske había acabado conociendo a un número bastante notable de sus miembros y… en fin, por mucho que se esforzara, Moody no llegaría a entenderlo jamás, pero lo fantástico era que los británicos eran gente que entendía y practicaba como nadie el arte de la conversación. Fiske se consideraba a sí mismo como un ser esencialmente británico, un descendiente de británicos, un… Bueno, era británico, según él mismo, por su visión innatamente aristocrática de la vida, entendiendo lo de atistocrática no como una referencia al dinero sino a la élite. Fiske creía ser como el gran Lord Philbank, sí; Philbank, aquel pilar esencial de la iglesia anglicana que había utilizado sus vínculos sociales y sus conocimientos financieros para ayudar a los pobres del East End londinense.
—Pensándolo bien —dijo Moody—, jamás he visto a un camarero negro en ningún restaurante de Nueva York, como no sea en locales de baja estofa. Por cierto, ¿crees que Bacon llegará a alguna parte?
—Según qué entiendas por eso.
—Bueno, ¿qué crees tú que va a pasar?
—No lo sé —dijo Fiske—, pero tienen tantas ganas de trabajar de camareros en el Leicester's como tú o como yo. Me parece que se contentarán con una contribución a las buenas obras que el reverendo Bacon lleva a cabo en Harlem, y que en cuanto consigan eso pasarán a otro restaurante.
—Entonces, les basta con un soborno —dijo Moody.
—Eso es lo más gracioso —dijo Fiske—. Las cosas cambian. No estoy seguro de que a Bacon le importe que cambien o no, pero están cambiando. Habrá locales cuyo nombre resulta perfectamente desconocido para el reverendo, y que le daría igual si llegase a conocerlo, que preferirán contratar camareros negros antes de recibir la visita de Buck y sus compinches.
—Ellos son el vapor… —dijo Moody.
—Imagino que sí —dijo Fiske—. ¿No te ha encantado toda esa historia de la sala de calderas? Seguro que él no ha trabajado nunca en ninguna sala de calderas. Pero ha descubierto lo que podríamos llamar un nuevo recurso. O una nueva forma de capital, si definimos capital como aquello que puede ser utilizado para obtener más riqueza. No sé, tal vez Bacon no sea diferente de Rockefeller o Carnegie. Descubres unos nuevos recursos, y ganas dinero mientras eres joven, y cuando llegas a viejo te dan todos los honores y premios, y le ponen tu nombre a las cosas más diversas, y pasas a la historia como un líder del pueblo.
—Bien, pero ¿y qué me dices de la Harlem Guaranty Securities? Eso no parece que sea un recurso nuevo.
—No estoy tan seguro de que no lo sea. No sé todavía qué es exactamente, pero pienso averiguarlo. Y estoy dispuesto a cruzar una apuesta contigo. Sea lo que sea, me apuesto lo que quieras a que tendrá algún aspecto bastante escabroso, lo cual me conducirá finalmente a tener que meterme en algún jodido embrollo.
Fiske se mordió en seguida el labio inferior, pues era un episcopaliano de buena fe, y ni juraba ni soltaba tacos casi nunca, no sólo porque le parecía mal, sino también porque creía que era propio de gente vulgar. Esta era una de las pocas cosas en torno a las cuales estaba de acuerdo con Reginald Bacon a estas alturas de su relación.
Para cuando llegaron a la seguridad que ofrecía la calle Setenta y nueve, ya en pleno Manhattan blanco, Fiske supo que Bacon tenía, una vez más, toda la razón. En realidad, la iglesia episcopaliana no estaba invirtiendo ese dinero en una guardería infantil… sino en la compra de almas. Lo que trataban de hacer era tranquilizar el alma virtuosamente enfurecida de Harlem.
¡Enfrentémonos a la realidad!
Pero entonces captó lo que se le había escapado hasta ese momento.
Fiske… estúpido… Como no consiguiese recuperar aquellos 350.000 dólares, en su totalidad o en su mayor parte, acabaría pareciendo un auténtico tonto.