5. La chica del pintalabios marrón

En el sexto piso del edificio de los juzgados del Bronx, cerca de los ascensores, había una ancha entrada enmarcada por dos o tres toneladas de caoba y mármol, y cerrada por un mostrador y una puerta. Detrás del mostrador estaba sentado un guardia con un revólver del 38 en la cartuchera que colgaba junto a su cadera. El guardia hacía las funciones de recepcionista. El revólver, enorme, debía servir como agente disuasor para toda clase de altercados que pudiesen tratar de organizar allí los delincuentes del Bronx, caso de que se les desatara la furia vengativa que solían albergar en sus almas.

Sobre esta entrada se podían leer unas mayúsculas de estilo romano, fabricadas en carísimo latón pagado por los contribuyentes neoyorquinos y pegadas al mármol con adhesivo químico. Una vez a la semana, un empleado se subía a una escalera y frotaba con limpiametales todas las letras, a fin de que el rótulo que decía RICHARD A. WEISS, FISCAL DEL DISTRITO, CONDADO DEL BRONX, brillase más que todos los adornos que los arquitectos del edificio, Joseph H. Freedman y Max Hausle, se atrevieron a poner en las diversas fachadas del edificio, en su dorado amanecer de hacía ya medio siglo.

Cuando Larry Kramer salió del ascensor y se encaminó hacia este brillo de latón, la esquina derecha de sus labios se torció en un gesto subversivo. La A era la inicial de Abraham. Los amigos de Weiss, sus compinches de la política, los periodistas y los reporteros de los canales 1, 2, 4, 5, 7 y 11 de televisión, así como sus votantes, en especial los judíos e italianos de la zona de Riverdale y Pelham Parkway y Coop City, le conocían como Abe Weiss. Y Weiss detestaba ese diminutivo, Abe, que le colocaron cuando era un muchacho de Brooklyn. Hacía algunos años que comunicó a quienes pudiera interesar que prefería que le llamasen Dick, pero las carcajadas que eso provocó en la organización del Partido Demócrata del Bronx estuvieron a punto de obligarle a salir por piernas del local. Ésa fue la última vez que Abe Weiss dijo lo de Dick Weiss. Para Abe Weiss, que le expulsaran a carcajadas de la organización por el procedimiento que fuera, hubiera sido como si le echaran por la borda de un crucero navideño en mitad del Caribe. De modo que sólo era Richard A. Weiss en el New York Times y en el frontispicio de esta entrada.

El guardia pulsó el botón que abría la puerta, y las zapatillas deportivas de Kramer comenzaron a chirriar contra el piso de mármol. El guardia les dirigió una sola y escéptica mirada. Como de costumbre, Kramer llevaba sus zapatos de piel en una bolsa de A & P.

Después de la señorial entrada, el nivel de grandeza de las oficinas del fiscal de distrito aumentaba y disminuía simultáneamente. El despacho del propio Weiss era incluso más grande y más espectacular que el del alcalde de Nueva York, gracias, entre otras cosas, a los paneles de madera que forraban sus paredes. Los jefes de los departamentos de Homicidios, Investigaciones, de las salas de lo Penal, y las de Apelaciones, también tenían sus paredes forradas de madera y sus sofás de cuero y sus butacas Contraer Sheraton. Pero los despachos en los que trabajaban los vicefiscales de distrito, como el de Larry Kramer, tenían una decoración del tipo de «suficiente-para-un-funcionario».

Los dos vicefiscales de distrito que compartían el despacho con él, Ray Andriutti y Jimmy Caughey, estaban despatarrados en sus sillones giratorios. En la habitación apenas si había espacio suficiente para tres mesas metálicas, tres sillones giratorios, cuatro archivadores, un viejo perchero del que salían seis amenazadores ganchos, y una mesa con una máquina de Mr. Coffee y un promiscuo montón de vasos y cucharillas de plástico, más un pringoso collage de servilletas de papel y sobrecitos blancos de azúcar y rosados de sacarina, todo ello pegado a una bandeja de plástico por medio de una pasta superadhesiva y de aroma dulzón formada por café derramado y leche en polvo. Andriutti y Caughey estaban sentados con las piernas cruzadas en idéntica posición, el tobillo izquierdo reposando sobre la rodilla derecha, como si fuesen unos sementales cuyos abultados genitales les impidieran cerrar ni un centímetro más las piernas. Esta era la posición en la que se sentaban los funcionarios del departamento de Homicidios, el más viril de los seis que formaban la Oficina del Fiscal de Distrito.

Ambos habían dejado sus americanas colgadas del perchero al clásico estilo del me-importa-un-huevo-cómo-quede. Llevaban desabrochado el botón superior de la camisa, y aflojado el nudo de la corbata. Andriutti se frotaba el dorso del brazo izquierdo con la mano derecha, como si le picase algo. De hecho, lo único que hacía era admirar sus tríceps, cuyo desarrollo fomentaba con ejercicios de pesas, tres veces por semana, en el New York Athletic Club. Andriutti podía permitirse el lujo de ir al Athletic Club en lugar de hacer esos ejercicios entre una Dracanea fragrans y un sofá-cama, por la sencilla razón de que no tenía que mantener esposa e hijo en una colonia de hormigas de las Setenta Oeste con sólo 888 dólares al mes. No tenía tampoco que sufrir pensando en el alarmante adelgazamiento de sus tríceps y deltoides y dorsales anchos. A Andriutci le gustaba que, cuando se buscaba la muñeca de una mano con la otra, por la espalda, los músculos más anchos de su espalda, los latissima dorsae, se abrieran en abanico hasta casi romperle la camisa, mientras que sus pectorales se le endurecían hasta formar un par de montañas de puro músculo. Kramer y Andriutti pertenecían a la nueva generación, y conocían mejor los nombres de músculos como los deltoides, tríceps y dorsales anchos que los de los planetas más importantes. Andriutti se frotaba los tríceps unas ciento veinte veces al día, de promedio.

Sin dejar de frotárselos, miró a Kramer, que entraba en ese momento, y anunció:

—Joder, ahí viene la señora de la bolsa de plástico. ¿Qué coño haces con esa bolsa de A & P, Larry? Llevas toda la semana presentándote con esa bolsa de mierda. —Luego se volvió hacia Jimmy Caughey y le dijo—: Tiene la misma pinta que una de esas vagabundas de la bolsa de plástico.

Caughey también era de tipo atlético, pero más bien de los que practican el triatlón, con la cara estrecha y el mentón alargado. Ahora se limitó a sonreírle a Kramer, como diciéndole: «Y bien, ¿qué respondes a eso?»

—¿Te pica el brazo, Ray?—, dijo Kramer. Después miró a Caughey y añadió—: Joder con la alergia de Ray. Creo que la llaman el síndrome del levantador de pesas. —Luego se volvió hacia Andriutti—: Cómo pica, el muy hijoputa…

Andriutti dejó de tocarse el tríceps.

—¿Y se puede saber adonde vas con ese calzado de jogging? —le dijo a Kramer—. Pareces una de esas tías que van a trabajar dando pasitos ridículos. Se ponen superelegantes, pero también usan esas zapatillas de mierda.

—¿Qué leches llevas en la bolsa? —dijo Caughey.

—Los zapatos de tacón alto —dijo Kramer. Se quito la americana y la tiró hacia uno de los ganchos del perchero, estilo me-importa-un-huevo-cómo-quede, al igual que sus compañeros, y luego se aflojó la corbata, se desabrochó el botón superior de la camisa, se sentó en su sillón giratorio, abrió la bolsa de plástico para sacar sus zapatos Johnson & Murphy de color marrón, y empezó a quitarse las Nike.

—Jimmy —dijo Andriutti, dirigiéndose a Caughey—, ¿sabías que los varones judíos (y, Larry, no quiero que te tomes esto como un ataque personal, sólo estoy generalizando), sabías que los varones judíos, aunque sean machos de verdad, tienen un gen maricón? Es un hecho que está demostrado. Los hay que no soportan caminar bajo la lluvia sin paraguas; otros que tienen sus apartamentos llenos de moderneces de mierda; otros a los que no les gusta cazar; o que están en contra de la energía nuclear; o que defienden los planes especiales de empleo para minorías y mujeres; o que van a trabajar con zapatillas de jogging. ¿Lo sabías?

—Joder —dijo Kramer—, ¿y por qué creías que podía tomármelo como un ataque personal?

—Venga, Larry —dijo Andriutti—, di la verdad. ¿No te gustaría, en el fondo, ser italiano, o irlandés?

—Sí —dijo Kramer—, y así no tendría ni puta idea de cómo coño funciona esta oficina.

Caughey comenzó a reír:

—En fin, Larry, no permitas que Ahab vea ese calzado, o le dirá a Jeanette que prepare uno de sus memorándums de mierda.

—O a lo mejor convoca una de sus jodidas conferencias de prensa —dijo Andriutti.

—Eso es apostar con ventaja.

Y de este modo comenzó otra jornada de mierda en el jodido departamento de Homicidios de la jodida Oficina del Fiscal de Distrito del Bronx.

Fue un vicefiscal de las salas de lo penal el que comenzó a llamar «capitán Ahab» a Abe Weiss, y ahora todos le llamaban así. Weiss era conocido por su obsesión publicitaria, y en este sentido sobresalía entre sus colegas, incluso habida cuenta de la pasión publicitaria que, por naturaleza, parecía animar a toda la raza de los fiscales de distrito. A diferencia de los grandes fiscales de antaño, como Frank Hogan, Burt Roberts o Mario Meola, Weiss jamás pisaba un juzgado. No tenía tiempo para esas cosas. El día tenía las horas contadas, y él las necesitaba todas para ponerse en contacto con los canales 1, 2, 4, 5, 7 y 11 de televisión, y con el Daily News, el Post, el City Light y el Times.

—Acabo de ver al capitán —dijo Jimmy Caughey—. Tendrías…

—¿Que has ido a verle? ¿Para qué? —dijo Kramer con una curiosidad excesiva y una incipiente envidia en su tono de voz.

—Hemos ido Bernie y yo —dijo Caughey—. Quería que le informáramos sobre el caso Moore.

—¿Alguna novedad?

—Es el típico caso de mierda —dijo Caughey—. El jodido de Moore tiene una casa enorme en Riverdale, y la madre de su mujer vivía con ellos y llevaba treinta y siete jodidos años dándoles la tabarra. Pues bien, el tío perdió su empleo. Trabajaba para una compañía de seguros y ganaba de 200 a 300 mil al año, y ahora llevaba en el paro ocho o nueve meses, y nadie le daba trabajo, y no sabía qué hacer. Bien, pues andaba el tío haciendo chapuzas por el jardín cuando de repente sale la suegra y le dice: «¿Y por qué no te buscas un empleo de jardinero?» Bueno, aquello enloqueció al tío, se chifló. Entró en casa y le dijo a su mujer: «Estoy hasta los huevos de tu madre. Voy a sacar la escopeta y pegarle un buen susto.» Subió al dormitorio, bajó, se dirigió hacia su suegra, dispuesto a conseguir que la vieja se cagara de miedo, y le dijo:«Muy bien, Gladys», pero tropezó con la alfombra, se le disparó la escopeta, la mató, y ¡zas!, homicidio en segundo grado.

—¿Y por qué le interesa este caso a Weiss?

—Bueno, porque Moore es blanco, tiene bastante pasta, y vive en una casa muy grande de Riverdale. A primera visra, parece que el tío trata de fingir que ha sido un accidente.

—¿Crees que fingió que era un accidente pero que en realidad…?

—Imposible. Ese cabrón es de los míos. El típico irlandés al que le fueron bien las cosas, pero, básicamente, un irlandés. El tipo se muere de remordimiento. Se siente tan culpable como si hubiese matado a su propia madre. En este momento confesaría lo que le pidieras, cualquier cosa. Barnie podría colocarle delante de la cámara de vídeo y hacer que se declarase culpable de todos los asesinatos cometidos en el Bronx durante los últimos cinco años. Imposible. Al principio las cosas tenían buen aspecto, pero es el típico caso de mierda. No habrá modo.

Kramer y Andriutti reflexionaron sobre aquel típico caso de mierda. No necesitaban mayores explicaciones. Todos los vicefiscales del Bronx, desde el más joven italiano recién salido de la facultad de St. John's hasta el más viejo irlandés con cargo de jefe de departamento, es decir alguien como Bernie Fitzgibbon, que tenía cuarenta y dos años, compartían con el capitán Ahab ese deseo de dar alguna vez con el Gran Acusado Blanco. Para empezar, porque no era en absoluto agradable andar por la vida diciéndose a sí mismo: «Me gano la vida mandando a negros y latinos a la cárcel.» Kramer había crecido en un ambiente liberal. En las familias judías como la suya, el liberalismo se digería al mismo tiempo que la papilla y el zumo de manzanas Mott y las Instamatic y las Sonrisas de Papá a la vuelta del trabajo. Pero es que incluso los italianos como Ray Andriutti, y los irlandeses como Jimmy Caughey, sobre los que no pesaba en absoluto ningún tipo de liberalismo familiar, acababan sintiéndose afectados por el clima mental de las facultades de derecho, en donde, para empezar, la mayoría de los profesores eran judíos. Al terminar los estudios de derecho en la zona de Nueva York, parecía cuando menos… ¡descortés! meterse con los yoms [11]. No es que pareciese moralmente condenable… Sólo que era de mal gusto. De manera que los chicos acababan sintiéndose incómodos por el hecho de estar procesando siempre a negros y latinos.

Y no es que esos procesados fuesen inocentes. A las dos semanas de trabajar como vicefiscal, Kramer ya había aprendido que el noventa y cinco por ciento de los detenidos que llegan a la fase de enjuiciamiento eran realmente culpables. El número de causas pendientes era tan abrumador que nadie perdía el tiempo tratando de hacer que avanzaran los casos menos seguros, a no ser que la prensa estuviese al acoso. Los acusados llegaban a toneladas, transportados por aquellas furgonetas azules y anaranjadas que aparcaban en Walton Avenue. Pero los pobres bastardos encerrados detrás de la malla metálica no eran delincuentes en el sentido romántico del término, tipos que tratasen de conseguir cierto objetivo tan desesperadamente que no les importaba emplear para ello métodos ilegales. En absoluto. La mayoría de los acusados sólo eran subnormales incompetentes que hacían cosas increíblemente estúpidas y espantosas.

Kramer se quedó mirando a sus compañeros, Andriutti y Caughey, con sus potentes musculaturas. Se sentía superior. Había obtenido su título en la facultad de Columbia, mientras que ellos eran alumnos de St. Johns, conocida por todo el mundo como la facultad de los segundones. Además, él era judío. Desde una fecha muy temprana de su vida, Kramer se enteró de que los irlandeses y los italianos eran unos animales. Los italianos eran cerdos, mientras que los irlandeses eran asnos o cabras. No lograba recordar si había oído emplear estos términos a sus padres, pero era indudable que le habían transmitido esa idea con la mayor claridad. Para sus padres, Nueva York —¿Nueva York solamente? No. ¡Toda Norteamérica, todo el mundo!— era una tragedia titulada Los judíos enfrentados a los goyim, en la que los goyim eran unos animales. Era muy infrecuente la presencia de un judío en Homicidios. El departamento de Homicidios era la élite de la Oficina del Fiscal, algo así como los marines de aquellas fuerzas armadas, porque el homicidio era el delito más grave de todos. Los vicefiscales de Homicidios debían estar dispuestos a presentarse en el escenario de los peores crímenes a cualquier hora del día, y actuar como verdaderos comandos, trabajar codo a codo con la policía, saber cómo hacer frente a los acusados y los testigos, intimidarles cuando llegaba el momento adecuado, a pesar de que los acusados y los testigos de su departamento eran los más rastreros, los más viles, los más canallescos de toda la historia de la justicia. Durante cincuenta años, como mínimo, y quizá más incluso, el departamento de Homicidios había sido un enclave irlandés, aunque en fechas recientes los italianos habían logrado colarse en ese reducto. Los irlandeses le habían dado su sello propio a Homicidios. Los irlandeses eran unos tipos brutalmente valerosos. Incluso cuando sólo un loco se hubiese negado a retroceder, ellos aguantaban sin dar un solo paso atrás, Andriutti había tenido razón, o buena parte de razón. Kramer no hubiese querido ser italiano, pero sí le habría gustado ser irlandés, aunque lo mismo le ocurría al jodido de Andriutti. ¡Sí, eran unos animales! Los goyim eran unos animales, y Kramer se sentía orgulloso de estar entre animales, en el departamento de Homicidios.

Fuera como fuese, ahí estaban los tres, sentados en esa oficina decorada en el más puro y paupérrimo estilo funcional, cobrando de 36.000 a 42.000 dólares anuales, en lugar de trabajar en Cravath, Swaine & Moore o algún otro bufete así, y ganando de 136.000 a 142.000 dólares. Los tres habían nacido a millones de kilómetros de Wall Street, es decir en los otros barrios de Nueva York: Brooklyn, Queens y el Bronx. Para sus respectivas familias, enviarles a la universidad había sido el acontecimiento más importante de su vida desde la llegada al poder de Franklin D. Roosevelt. Y por eso estaban allí, en el departamento de Homicidios, soltando un taco por cada dos palabras y pronunciando tan mal como sus padres, como si fuesen unos tarugos.

Allí estaban los tres… allí estaba él, Kramer. ¿Adónde se dirigía? ¿Cuáles eran los casos de los que se encargaba? ¡Casos de mierda! Simple basura… Arthur Rivera. Arthur Rivera y otro traficante se pusieron a discutir por culpa de una pizza, y sacaron la navaja, y Arthur dijo: «Dejemos la navaja y peleemos cuerpo a cuerpo.» Y así lo hicieron, y Arthur aprovechó la ocasión para sacar otra navaja, clavársela al otro en el pecho, y matarle… Jimmy Dollard. Jimmy Dollard y su mejor amigo, Otis Blakemore, junto con otros tres negros, estaban bebiendo y esnifando cocaína y jugando a un juego que consistía en ver a quién se le ocurría el insulto más ofensivo contra los demás, y Blakemore, muy inspirado, insultó con el mayor ingenio y la peor malicia a Jimmy, y Jimmy sacó un revólver, le metió una bala en el corazón y luego se desplomó sobre la mesa y, sollozando, comenzó a gritar: «¡Mi amigo! ¡Mi mejor amigo! ¡He matado a mi mejor amigo!»… Y el caso de Herbert 92X…

Por un instante, el recuerdo del caso de Herbert hizo reaparecer la imagen de la chica del pintalabios marrón…

Estos casos tan rastreros ni siquiera llamaban la atención de la prensa. Unos pobres que mataban a otros pobres. Llevar la acusación de uno de estos casos era como formar parte del servicio de recogida de basuras, un servicio necesario y honorable, pesado y anónimo.

El capitán Ahab no caía nunca tan bajo. ¡Titulares periodísticos, telediarios! Ray y Jimmy podían reírse de él todo cuanto quisieran, pero Weiss había conseguido que toda la ciudad le conociera. Weiss se enfrentaría pronto a la reelección, el Bronx era negro y latino en un setenta por ciento, y quería asegurarse de que sus futuros votantes estaban siendo constantemente bombardeados con el nombre de Abe Weiss. No podía hacer casi nada más, pero eso lo haría, desde luego.

Sonó el teléfono. Era el de Ray.

—Homicidios —dijo—. Andriutti… Bernie no está. Creo que ha ido a la sala… ¿Cómo…? ¿Otta vez esa historia? —Larga pausa—. Bueno, pero, al final, ¿le atrepellaron o no…? Ajá… joder, y qué sé yo. Mejor díselo a Bernie. ¿Vale…? Vale. —Colgó, hizo un movimiento negativo con la cabeza, y miró aJimmy Caughey—. Era un inspector que llamaba desde el Lincoln Hospital. Dice que tienen ahí a un tío que está a punto de palmarla, un chico que fue ingresado en urgencias y no sabe si resbaló en la bañera y se rompió la muñeca, o si más bien fue atropellado por un Mercedes-Benz. O no sé qué leches. Quiere hablar con Bernie. Muy bien. Que hable con el jodido Bernie.

Ray siguió haciendo movimientos negativos con la cabeza, y Kramer y Caughey hicieron por su parte gestos de comprensivo asentimiento. Los típicos embrollos de mierda que cada día se producían en el Bronx.

Kramer miró el reloj y se puso en pie.

—Bien, muchachos —dijo—, podéis seguir sentados aquí cagándoos en todo. En cuanto a mí, no me queda más remedio que ir a escuchar a Herbert 92X, el famoso erudito especialista en el Próximo Oriente, que seguro que volverá a leernos extractos del Corán.

El edificio de los juzgados del Bronx contenía un total de treinta y cinco salas de lo penal. Habían sido construidas simultáneamente, a comienzos de los años treinta, cuando aún se creía que incluso el aspecto mismo de una sala de justicia tenía que expresar la seriedad y omnipotencia del imperio de la ley. Los techos eran altísimos, de casi cuatro metros. Las paredes estaban completamente forradas de madera oscura. El juez se situaba en lo alto de un gran estrado, sentado a una mesa enorme. La mesa tenía una cantidad tan desproporcionada de cornisas, molduras, paneles, pilastras y adornos taraceados, y era además tan gigantesca, que por sí sola hubiese bastado para que el propio Salomón, que fue rey, la encontrase imponente. Los asientos para el público estaban separados del estrado del juez, las gradas del jurado y las mesas del fiscal, el defensor y el secretario del tribunal por una balaustrada de madera provista de un enorme pasamanos profusamente tallado. En pocas palabras, no había en la apariencia de aquella sala absolutamente ningún detalle que le permitiera intuir al profano lo atropellado que era el trabajo cotidiano de un juez de lo penal.

En cuanto pisó el umbral, Kramer comprendió que el día no había empezado precisamente bien en la Sala 60. Bastaba con mirar al juez para hacerse cargo de la situación. Kovitsky, engalanado con su negra toga, estaba en el estrado, inclinado sobre la mesa y con los dos antebrazos apoyados en su superficie. Tenía el mentón tan bajo que casi parecía estar rozando la mesa con él. Su huesudo cráneo y su afilada nariz emergían de sus ropajes en un ángulo tan agudo que casi le daban aspecto de águila. Kramer se fijó en los iris del juez, que flotaban y brincaban en los blancos de sus ojos. Kovitsky estaba inspeccionando la sala, estudiando la extraña colección de seres humanos que la ocupaban. Por su aspecto, se hubiera dicho que estaba a punto de agitar las alas para descargar un ataque en picado. Kramer tenía sentimientos ambivalentes respecto a Kovitsky. Si, por un lado, detestaba las diatribas que solía lanzar desde el estrado, que a menudo eran personales y sólo pretendían humillar a los demás, por otro Kovitsky era un guerrero judío, un hijo de la Masada. Sólo Kovitsky era capaz de hacerles cerrar el pico de un escupitajo a los bocazas de la furgoneta de detenidos.

—¿Dónde está Mr. Sonnenberg? —dijo Kovitsky. No hubo respuesta.

De modo que repitió la pregunta, empleando esta vez un asombroso timbre de barítono que hizo que cada una de las sílabas atravesara la sala como un dardo, y que dejó perplejos a los que visitaban por primera vez la sala del juez Myron Kovitsky:

—¡DÓNDE ES-TÁ MIS-TER SON-NEN-BERG!

Aparte de un par de niños y una niña que corrían entre los bancos jugando al escondite, todos los espectadores se quedaron helados. Y, uno por uno, se felicitaron a sí mismos. Por desdichado que fuese su destino, como mínimo no habían caído hasta el vil nivel del tal Mr. Sonnenberg, ese insecto miserable.

Ese insecto miserable era un abogado, y Kramer sabía en qué consistía la falta que tanta furia había despertado en el juez: con su ausencia, Sonnenberg estaba impidiendo que una nueva palada de rancho entrase en el hambriento estómago de la Sala 60 del sistema de justicia penal. En cada una de las salas, la jornada daba comienzo con lo que la gente del oficio llamaba «pasar lista». Durante esas sesiones, el juez despachaba las mociones y alegatos de la lista de pleitos, y de ahí el nombre de esa actividad que a veces llegaba hasta las doce cada mañana. Kramer se partía de risa siempre que veía una escena judicial en las series de televisión. En esas escenas siempre se asistía a una vista oral. ¡Una vista oral! ¿Quién diablos se inventaba esa clase de escenas? Cada año había en el Bronx siete mil procesamientos por delitos mayores, pero sólo se podían juzgar seiscientas cincuenta causas anuales. De modo que los jueces tenían que sacudirse de encima las otras seis mil trescientas cincuenta causas por uno de estos dos procedimientos: o bien absolviendo al acusado, o bien permitiendo que éste se declarase culpable de una acusación más leve, a cambio de que librase al tribunal de juzgarle. Dedicarse a absolver al por mayor era una forma algo arriesgada de librar a las salas de lo penal de su sobrecarga de causas, incluso para quienes veían las cosas con el más grotesco cinismo. Cada vez que un juez se libraba por este método de un delito de mayor cuantía, corría el riesgo de que la víctima, o su familia, empezase a emitir aullidos de protesta, y la prensa ardía en deseos de atacar a todos los jueces que permitieran que los malhechores salieran libres. El único recurso que quedaba era, así pues, el de las rebajas en el grado de la acusación, y en esto se ocupaban las hotas dedicadas a pasar lista. De manera que esas sesiones eran el principal canal alimentario del sistema judicial en el Bronx.

Semanalmente, el secretario de cada una de las salas iba con su tarjeta estadística a visitar a Louis Mastroiani, que era el magistrado jefe de las salas de lo penal de la Audiencia del Bronx. Esa tarjeta estadística detallaba cuántos casos había tenido que entender el juez de cada sala, y cuántos había resuelto esa semana a base de rebajas, absoluciones y juicios propiamente dichos. Encima de la cabeza del juez, en todas las salas, había una inscripción que rezaba: EN DIOS CONFIAMOS. En la tarjeta estadística, sin embargo, el encabezamiento decía: LISTA DE CASOS PENDIENTES. Y la eficacia de los jueces se medía casi exclusivamente por la situación estadística de esta lista de casos pendientes.

La gran mayoría de los casos tenía que ser vista, oficialmente, a las nueve y media de la mañana. Si el secretario anunciaba un caso en voz alta, y no se encontraban presentes el acusado o su abogado, o si ocurría cualquier otra cosa que impidiera darle un nuevo empujón a aquel caso en su lento avance por el embudo digestivo del sistema judicial, lo lógico era que los protagonistas del siguiente caso de la lista se encontraran en la sala, dispuestos a entrar en acción. Por este motivo el espacio reservado al público solía estar lleno de grupitos de personas que en ningún caso eran público en sentido estricto. Pues se trataba de acusados con sus abogados, o de acusados con sus amiguetes, o de acusados con sus parientes. Los tres críos que albororaban por esa zona salieron de entre dos bancos, corrieron hasta el fondo de la sala, riendo, y desaparecieron detrás del último banco. Una mujer volvió la cabeza y les miró con gesto ceñudo, pero no se tomó la molestia de ir a buscarles. Kramer, por su parte, les reconoció en seguida. Eran los hijos de Herbert 92X. Aquello no era, de todos modos, sorprendente; todos los días había niños armando jaleo en las salas. Los tribunales del Bronx se habían convertido en guarderías infantiles. Jugar al escondite en la Sala 60 mientras papá esperaba a presentar su moción, a presentar su alegato, a ser juzgado, a ser sentenciado, formaba parte de la educación de todos esos niños.

Kovitsky se volvió hacia el secretario del tribunal, que estaba sentado a una mesa situada al pie del estrado del juez, hacia un extremo. El secretario era un italiano de cuello de toro que se llamaba Charles Bruzzielli. Iba en mangas de camisa, con el cuello desabrochado y la corbata a media asta. Le asomaba por arriba el cuello de la camiseta. La corbata estaba anudada con un nudo muy grueso.

—¿Quién es éste…? —Kovitsky bajó la vista para leer un papel que tenía en su mesa—. ¿Mr. Lockwood…?

Bruzzielli dijo que sí con la cabeza, y Kovitsky miró al hombre delgado que se había adelantado hacia él.

—Mr. Lockwood —dijo Kovitsky—, ¿dónde está su abogado? ¿Dónde está Mr. Sonnenberg?

—Ni idea —dijo el hombre delgado.

Casi no se le oyó. Tendría como máximo diecinueve o veinte años. Su piel era oscura, y estaba tan flaco que no parecía que aquel chaquetón acolchado estuviese apoyado sobre unos hombros normales. Llevaba tejanos pitillo, y unas enormes zapatillas deportivas de color blanco que se abrochaban con un par de tiras de velcro.

Kovitsky se quedó mirándole un momento, y luego le dijo:

—Bien, Mt. Lockwood, tome asiento. Si Mr. Sonnenberg se digna obsequiarnos con su presencia más adelante, quizá podamos estudiar su caso.

Lockwood dio media vuelta y se dirigió hacia los bancos del público. Caminaba con el mismo contoneo que adoptaban prácticamente todos los jóvenes acusados del Bronx, el Contoneo de Chuloputas. Menuda pandilla de ególatras autodestructivos, pensó Kramer. Siempre se presentaban ante el juez con aquellos chaquetones negros, aquellas zapatillas deportivas, aquel Contoneo de Chuloputas. Siempre daban, hasta el último detalle, el tipo del delincuente juvenil en su actitud ante los jueces, los jurados, los funcionarios de libertad condicional, los psiquiattas forenses, ante toda persona que tuviese el más mínimo peso en la decisión de enviarles o no al talego, por mucho o por poco tiempo. Lockwood se fue con su contoneo de chuloputas hasta uno de los últimos bancos del público, y se sentó junto a otro par de jovenzuelos con chaquetón acolchado de color negro. Eran, sin duda, sus compinches, sus colegas. Los colegas de los acusados siempre se presentaban en los tribunales con sus propios chaquetones acolchados color negro brillante y sus cochambrosas zapatillas deportivas. Así demostraban, también, lo listos que eran. Bastaban esos detalles para demostrar más allá de toda duda que el acusado no era un pobre ser indefenso, una desdichada víctima de la degradada vida de los ghettos, sino que formaba parte de esa pandilla de implacables delincuentes juveniles que disfrutaban pegando con palos a las viejas que atravesaban la Grand Concourse para luego robarles el bolso. Todos los de esa calaña entraban en los tribunales cargados de adrenalina, mostrando sus protuberantes músculos de acero, desafiando a todo el mundo con sus cuadradas mandíbulas, dispuestos a defender el honor y, si era necesario, hasta la piel de sus colegas, de los ataques que pretendía infligirles el Sistema. Sin embargo, al poco rato caían en la somnolencia, el tedio y la confusión. Eran hombres de acción. No estaban preparados para lo que aquella jornada exigía de sus protagonistas, pacientes, largas esperas mientras avanzaba penosamente ese tedioso ir «pasando lista», algo de lo que hasta entonces no habían oído hablar jamás, y teniendo que escuchar toda aquella palabrería atildada, todo aquello de «si se digna obsequiarnos con su presencia».

Kramer pasó por delante del estrado para dirigirse a la mesa del secretario. Junro a él se encontraban orros tres vicefiscales, esperando el turno de ser llamados por el juez.

—El Pueblo contra Albert y Marilyn Krin… —dijo el secretario.

Dudó un momento y volvió a mirar los papeles que tenía delante. Luego miró hacia una mujer joven que estaba a un par de metros de distancia, una vicefiscal llamada Patti Stullieri, y, en un susurro de actor, le dijo:

—¿Qué coño dice aquí?

Kramer miró por encima del hombro del secretario. En la hoja decía: «Albert y Marilyn Krnkka.»

—Kri-nick-a —dijo Patti Stullieri.

—¡Albert y Marilyn Kri-nick-a! —declamó el secretario—. Causa número 3-2-8-1 —Y luego, dirigiéndose a Patti Stullieri—: ¿Qué leches de nombre es ése?

—Es un apellido yugoslavo.

—No te jode, yugoslavo. Pues cualquiera diría que a la mecanógrafa se le han enganchado los dedos entre las teclas…

Desde el fondo del público avanzó una pareja hasta la balaustrada y, una vez allí, se apoyaron en ella. El hombre, Albert Krnkka, sonrió en plan simpático, como si tratase de llamar la arención del juez Kovitsky. Albert Krnkka era un tipo alto y desgarbado, con una barba de chivo de unos diez centímetros, pero sin bigote, y largo pelo rubio, como si fuese un rockero pasado de moda. Era de nariz huesuda, cuello largo, y su nuez parecía ascender y descender un palmo cada vez que tragaba saliva. Vestía una camisa verde intenso de cuello anchísimo y, en lugar de botones, una cremallera dispuesta en diagonal desde el hombro izquierdo hasta la parte derecha de la cintura. A su lado estaba su mujer, Marilyn Krnkka, una mujer morena de rostro delgado y delicado. Sus ojos eran dos ranuras. Se pasó el rato apretando los labios y haciendo muecas.

Todo el mundo, desde el juez Kovitsky y el secretario hasta Patti Stullieri, pasando por el propio Kramer, se quedó mirando a los Krnkka, esperando que su abogado se adelantase hasta el estrado, o que llegara corriendo desde el fondo, o que hiciera acto de presencia de un modo u otro. Pero no había abogado.

Furioso, Kovitsky se volvió hacia Bruzzielli y le dijo:

—¿Quién les representa?

—Me parece que Marvin Sunshine —dijo Bruzzielli.

—Y bien, ¿dónde se ha metido? Hace pocos minutos le he visto por ahí. ¿Se puede saber qué le pasa hoy a todo el mundo?

Bruzzielli respondió con un Encogimiento Primordial de Hombros y puso los ojos en blanco, como si aquel desastre le doliese muchísimo pero no pudiese hacer nada por ponerle remedio.

La cabeza de Kovitsky estaba cada vez más hundida. Sus iris flotaban como acorazados en un mar blanco. Pero, antes de que pudiese lanzar uno de sus enconados discursos en contra de los abogados criminalistas, una voz se alzó desde la balaustrada.

—¡Señoría! ¡Señoría! ¡Eh, juez!

Era Albert Krnkka. Agitaba en el aire la mano derecha, tratando de llamar la atención de Kovitsky. Aunque tenía los brazos delgados, sus muñecas y manos eran enormes. Mantenía la boca abierta en una sonrisa a medias con la que pretendía convencer al juez de que era un hombre sensato. De hecho, todo él, de pies a cabeza, parecía uno de esos enloquecidos tipos altos de flaca osamenta cuyo metabolismo funciona tres veces más aprisa de lo normal y que, en mayor medida que los demás humanos, son propensos a las explosiones.

—¡Eh, juez! —Kovitsky se volvió finalmente, pasmado ante aquella actitud—. ¡Eh, juez! Hace dos semanas, ella nos dijo que de dos a seis, ¿no?

Cuando Albert Krnkka dijo «de dos a seis», alzó los dos brazos y estiró dos dedos de cada mano, como si hiciese el signo de victoria, o el signo pacifista, y los agitó en el aire, como si estuviese tocando un tambor aéreo al ritmo de la frase «de dos a seis.»

—Mr. Krnkka —dijo Kovitsky en un tono que, tratándose de él, resultaba casi dulce.

—Y ahora viene diciendo que de tres a nueve —dijo Albert Krnkka—. Nosotros, se lo dijimos. Okey, de dos a seis —una vez más alzaba las manos y golpeaba el aire con los dedos estirados haciendo una «v» al ritmo de la frase «de dos a seis»—, y ahora viene diciendo que de tres a nueve. De dos a seis —volvió a golpear el aire—, de dos a seis…

—MIS-TER KRI-NICK-A, SI NO LE…

Pero Albert Krnkka no se dejó amilanar por el martilleo de la voz del juez.

—De dos a seis —plam, rataplam, plam—, usted lo oyó.

—MIS-TER KRI-NICK-A. Si quiere dirigirse a este tribunal, hágalo a través de su abogado.

—¡Eh, juez, pregúnteselo a ella! —Y lanzó sus dedos como puñales en dirección a Patti Stullieri. Daba la sensación de que sus brazos midiesen un kilómetro de largo—. Es ella. Ella fue la que dijo que de dos a seis, juez. Y ahora viene con que…

—Mr. Krnkka…

—¡De dos a seis, juez, de dos a seis!

Viendo que se le estaba agotando su tiempo de permanencia ante el juez, Albert Krnkka comprimía ahora su mensaje en aquella frase clave, sin dejar en ningún instante de golpear el aire con sus dedos extendidos.

—¡De dos a seis! ¡De dos a seis! ¡De dos a seis! Usted lo oyó.

—¡Mr. Krnkka… SIÉNTESE! Espere a que llegue su abogado.

Albert Krnkka y su mujer comenzaron a retroceder, sin volverle la espalda a Kovitsky, como si les hubiesen recibido en una audiencia real. Y Albert siguió diciendo «de dos a seis» y agitando los brazos con los dedos estirados en v.

Larry Kramer se acercó a Patti Stullieri y le dijo:

—¿Qué hicieron ésos?

—La mujer sostenía una navaja junto a la garganta de una chica —dijo Patti Stullieri— mientras su marido la violaba.

—Dios mío —dijo Kramer, sin poder contenerse.

Patti Stullieri sonreía con expresión de estar harta de la vida. Tenía veintiocho o veintinueve años. Kramer se preguntó si valía la pena tratar de ligársela. No era espectacular, pero su actitud de Chica-Dura-de-Pelar la convertía en atractiva. Kramer se preguntó cómo debían de haberle ido las cosas en la universidad. Imaginó que había sido una de esas chicas nerviosas que siempre se mostraban irritables e inaccesibles y carentes de feminidad, aunque sin llegar a ser mujeres fuertes. Por otro lado, su piel aceitunada, su espesa mata de pelo negro, sus grandes ojos negros, sus labios de Cleopatra formaban, en conjunto, la imagen que Kramer se había formado de la Típica Italiana Calentorra. En la universidad —¡Dios, aquellas Italianas Calentorras!—, a Kramer siempre le habían parecido toscas, increíblemente estúpidas, antiintelectuales y lejanas, pero intensamente deseables.

La puerta de la sala se abrió de golpe, y entró un anciano de cabeza grande, florida, casi señorial. Gallardía, ésa era la palabra. O, al menos, parecía un hombre gallardo en relación con los niveles normales de Gibraltar. Vestía un traje cruzado azul marino con delgadas listas pálidas, camisa blanca de cuello almidonado, y corbata rojo sangre. Llevaba su negro pelo, fino y deslusrrado, como si se lo hubiese teñido con tinta, pegado al cráneo, peinado hacia atrás. Gastaba un anticuado bigote delgadito que formaba un subrayado extraño a ambos lados de la torrentera nasal.

Larry Kramer, que se encontraba cerca de la mesa del secretario, alzó la vista y se quedó mirando al viejo. Le conocía. Tenía un estilo encantador, hasta valiente. Y, al mismo tiempo, le hacía estremecer. Aquel hombre había sido en tiempos lo mismo que Kramer era ahora, un vicefiscal de distrito. Al cabo de treinta años de trabajo, dedicaba su última etapa laboral a la abogacía como defensor de aquellos incompetentes, incluidos los menores de edad, toda aquella genre que no podía pagarse un abogado. ¡No era mucho tiempo, treinta años!

Larry Kramer no fue el único que se quedó mirándole. La entrada del viejo había sido un acontecimiento. Tenía la mandíbula en forma de melón, y la llevaba alta, en señal de autocomplacencia, como un boulevardier, como si la Grand Concourse todavía mereciese el nombre de bulevar.

—¡MIS-TER SONNENBERG!

El viejo abogado miró a Kovitsky. Parecía agradablemente sorprendido de que su llegada mereciese un recibimiento tan caluroso.

—Le pido disculpas, señoría —dijo Sonnenberg, situándose de dos brincos junto a la mesa del defensor. Trazando un arco de estimable elegancia, volvió su mentón hacia el juez—. El juez Meldnick me ha retenido en la Sala 62.

—¿Y qué estaba haciendo en la Sala 62 cuando sabía perfectamente que este tribunal le había asignado la primera hora, y a petición de usted mismo? Si no recuerdo mal, su cliente, Mr. Lockwood, tiene un empleo.

—Exacto, señoría, pero me aseguraron…

—Su cliente está aquí.

—Lo sé.

—Está esperándole.

—Lo tengo en cuenta, señoría, pero no tenía ni idea de que el juez Meldnick…

—Muy bien, Mr. Sonnenberg, ¿está dispuesto a proceder?

—Sí, señoría.

Kovitsky le dijo al secretario, Bruzzielli, que anunciara otra vez el caso. Lockwood, el joven negro, se levantó y se acercó con su contoneo de chulo-putas hasta situarse junto a la mesa del defensor, al lado de Sonnenberg. Pronto quedó claro que la finalidad de aquella sesión consistía en darle a Lockwood la oportunidad de declararse culpable de la acusación que pesaba sobre él, un atraco a mano armada, a cambio de una sentencia leve, de dos a seis años, que es lo que le había ofrecido la Oficina del Fiscal de Distrito. Pero Lockwood no tenía intención de aceptar el trato. Lo único que Sonnenberg podía hacer era reiterar que su cliente se declaraba inocente.

—Mr. Sonnenberg —dijo el juez Kovitsky—, ¿quiere acercarse, por favor? Y usted, Mr. Torres, ¿quiere venir?

Torres era el vicefiscal encargado del caso. Era bajo y bastante obeso, pese a no contar más que treinta años. Llevaba ese tipo de bigote que se dejan los abogados y médicos jóvenes que pretenden aparentar más edad de la que tienen.

Cuando tuvo cerca a Sonnenberg, Kovitsky, en tono amable, de simple conversación, le dijo:

—Me recuerda usted a David Niven, Mr. Sonnenberg.

—Oh, no, juez —dijo Sonnenberg—. Nada de David Niven. Tal vez William Powell, pero de David Niven, ni hablar.

—¿William Powell? No es usted tan viejo, Mr. Sonnenberg. ¿Verdad que no? —Kovitsky se volvió a Torres y le dijo—: Antes de que nos demos cuenta, Mr. Sonnenberg se nos habrá ido a tomar el sol a Florida. Vivirá en un apartamento en propiedad, y sólo tendrá que preocuparse por llegar al centro comercial a tiempo para tomarse el Desayuno Especial en la mejor cafetería. Ni siquiera tendrá que pensar en las alegaciones que ha de presentar en la Sala 60 del Bronx.

—Mire, juez, le juro…

—¿Conoce usted a Mr. Torres, Mr. Sonnenberg?

—Oh, sí.

—Bien, pues Mr. Torres entiende mucho de apartamentos en propiedad y Desayunos Especiales. También es judío.

—¿Ah sí? —Mr. Sonnenberg no sabía qué hacer, si mostrarse complacido o qué.

—Sí, es mitad portorriqueño y mirad judío. ¿Cierto, Mr. Torres?

Torres sonrió y se encogió de hombros, tratando de mostrarse a tono con la broma.

—Por eso utilizó su astucia yiddish, y solicitó una beca para ciudadanos pertenecientes a minorías, y de ese modo logró ingresar en la facultad de derecho —dijo Kovitsky—. ¡Su mitad yiddish pidió una beca para su mitad portorriqueña! ¿No es magnífico? Como mínimo, me parece una gran muestra de astucia.

Kovitsky se quedó mirando a Sonnenberg hasta que éste sonrió, y luego miró a Torres hasta que éste también sonrió, y luego el juez les dirigió una sonrisa deslumbrante a los dos. ¿Por qué estaba tan repentinamente contento? Kramer miró al acusado, Lockwood. Se encontraba en pie junto a la mesa, contemplando al alegre trío. ¿Qué debía de estar pensando? Sus dedos reposaban sobre la mesa, y parecía que se le hubiese hundido un poco el pecho. ¡Sus ojos! Sus ojos eran los ojos de la presa perseguida durante la noche. Observaba el espectáculo que le ofrecían las sonrisas de su propio abogado y del acusador y el juez. Allí estaba, sí, su abogado, un blanco, sonriendo y bromeando con el juez, otro blanco, y con el gordo gilipollas que quería mandarle al talego.

Sonnenberg y Torres miraban a Kovitsky. Hasta que éste, de repente, volvió al trabajo.

—¿Qué le ha ofrecido usred, Mr. Torres?

—De dos a seis, señor juez.

—¿Qué dice su cliente, Mr. Sonnenberg?

—No lo acepta, señor juez. Hablé con él la semana pasada, y he vuelto a hablar con él esta mañana. Quiere ir a juicio.

—¿Por qué? —preguntó Kovitsky—. ¿Ya le ha explicado que con remisión de pena por trabajo podría estar en la calle dentro de un año? No está nada mal.

—Bien —dijo Mr. Sonnenberg—, el problema está en que, como Mr. Torres ya sabe, mi cliente es reincidente. La otra vez fue por lo mismo, pero aún era menor de edad. Si se declara culpable esta vez, tendrá que cumplir también la otra sentencia.

—Ya —dijo Kovitsky—. Bien, ¿qué cree usted que aceptaría?

—Aceptaría de uno y cuarto a cuatro y medio, subsumiendo la sentencia de la primera condena en la de ésta.

—¿Qué opina, Mr. Torres?

El joven vicefiscal inspiró, bajó la vista e hizo un gesto negativo:

—Imposible, señor juez. ¡Estamos hablando de un atraco a mano armada!

—Sí, ya lo sé —dijo Kovitsky—, pero ¿era ese chico el que llevaba el arma?

—No —dijo Torres.

Kovitsky dejó de mirar a Torres y Sonnenberg, y desvió los ojos hacia Lockwood.

—No parece un mal chico —dijo Kovitsky, dirigiéndose a Torres—. De hecho, parece un crío de teta. Todos los días veo por aquí a chicos como él. Se dejan arrastrar fácilmente. Viven en barrios repugnantes, y acaban cometiendo las mayores estupideces. ¿Qué me dice usted, Mr. Sonnenberg?

—Coincido con su retrato, señor juez —dijo Sonnenberg—. Es de los que se dejan arrastrar. No tiene mucho futuro, pero tampoco le creo capaz de cosas muy graves.

Este retrato tenía por objeto ablandar a Torres y forzarle a ofrecer una sentencia de un año y un tercio a cuatro años, así como el olvido definitivo de la sentencia recibida por el chico cuando era menor de edad.

—Mire, señor juez —dijo Torres—, no insista. Es imposible. No puedo rebajar más allá de dos a seis. Mi departamento…

—¿Por qué no llama a Frank? —preguntó Kovitsky.

—No serviría de nada, señor juez. ¡Estamos hablando de un atraco a mano armada! Es cierto que no apuntó con un arma a la víctima, pero si no lo hizo fue solamente porque estaba registrándole los bolsillos… Y la víctima es un hombre de sesenta y nueve años de edad que ya ha padecido un infarto. El pobre camina así.

Torres hizo delante del estrado una imitación de un viejo que camina cojeando tras haber sufrido un infarto.

—¡Ya salió el judío! —sonrió Kovitsky—. Mr. Torres tiene algunos cromosomas de los de Ted Lewis, y ni siquiera se ha enterado.

—¿Era judío Ted Lewis? —preguntó Sonnenberg.

—¿Por qué no? —dijo Kovitsky—. Era un cómico[12]. Bien, Mr. Torres, tranquilícese un poco.

Torres regresó al estrado.

—La víctima, Mr. Borsalino, dice que se rompió una costilla. Y ni siquiera ha querido acusarle de eso, porque el pobre viejo ni siquiera se fue inmediatamente al médico. Nada, de dos a seis, y es mi oferta definitiva.

—¿Le ha explicado eso a su cliente? —le preguntó Kovitsky al abogado tras reflexionar un momento.

—Desde luego —dijo Sonnenberg. Se encogió de hombros e hizo una mueca como diciendo que su cliente no atendía a razones—. Prefiere jugársela en el juicio.

—¿Jugársela? —dijo Kovitsky—. Pero firmó una confesión…

Sonnenberg volvió a hacer la misma mueca y enarcó las cejas.

—Quiero hablar con él —dijo Kovitsky.

Sonnenberg retorció los labios y puso los ojos en blanco, como diciendo: «Buena suerte.»

Kovitsky volvió a levantar la vista, miró fijamente a Lockwood, elevó el mentón y dijo:

—Hijo… Ven para acá.

El chico se quedó junto a la mesa, congelado, no muy seguro de que el juez pretendiese hablar directamente con él. De modo que Kovitsky esbozó una sonrisa artificial, la sonrisa del hombre poderoso pero benévolo, El Que Va a Mostrarse Paciente, hizo un ademán con la mano, y repitió:

—Acércate, hijo. Quiero hablar contigo.

Lockwood comenzó a caminar, lenta, cansinamente, hasta llegar a donde estaban Torres y Sonnenberg, y una vez allí miró a Kovirsky. Era una mirada absolutamente vacía. Kovitsky le devolvió la mirada. Algo así como contemplar, de noche, una casita pequeña sin ninguna luz.

—Hijo —dijo Kovitsky—, creo que no eres un mal tipo. Creo que eres un joven magnífico. Pues bien, quiero que te des una oportunidad a ti mismo. Yo pienso darte una oportunidad, pero antes tienes que dártela tú a ti mismo.

Y Kovitsky miró a los ojos de Lockwood como si estuviese a punto de decirle una de las cosas más importantes que el chico iba a oír en toda su vida.

—Hijo —le dijo—, ¿Por qué coño has de meterte en todo ese montón de atracos?

Lockwood movió los labios, pero logró contener el deseo de contestar, tal vez porque temía incriminarse.

—¿Qué opina tu madre? ¿Vives con tu madre?

Lockwood asintió con un gesto.

—¿Qué opina tu madre? ¿Te pegaba mucho de pequeño?

—No —dijo Lockwood. Ahora tenía la mirada neblinosa. Kovitsky interpretó este hecho como señal de que estaba haciendo progresos.

—Veamos, hijo. ¿Tienes trabajo? —le dijo.

Lockwood asintió con un gesto.

—¿De qué trabajas?

—Guardia de seguridad.

—Guardia de seguridad —dijo Kovitsky.

Se quedó mirando un punto lejano de la pared, como si estuviese tratando de sopesar la importancia que para la sociedad podía tener esa respuesta, y luego decidió atenerse al asunto que más importaba en aquel momento.

—¿Lo ves? —dijo Kovitsky—. Tienes trabajo, tienes un hogar, y eres joven, un joven brillante y agraciado. Tienes muchas cosas a tu favor. Más cosas que la mayoría de la gente. Pero también tienes que superar ese grave problema. ¡te has metido en todos esos atracos! Bien, el fiscal de distrito te ha hecho una oferta, de dos a seis años. Si aceptas esa oferta y te portas bien, todo esto quedará atrás y, antes de que te des cuenta, estarás limpio y seguirás siendo un joven con toda la vida por delante. Pero si vas a juicio y te condenan, te caerá una pena de ocho a veinticinco. Piénsalo bien. El fiscal de distrito te ha hecho una buena oferta.

Lockwood no dijo nada.

—¿Por qué razón no quieres aceptarla?

—Por ninguna.

—¿Ninguna?

Lockwood desvió la vista. No tenía intención de malgastar saliva. Seguiría mudo.

—Mira, hijo —dijo Kovitsky—, estoy tratando de ayudarte. Lo hecho, hecho está. Aunque cierres los ojos, no va a desaparecer. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Lockwood cedió por fin, le miró. Era la mirada que podrían esperar los miembros de un pelotón de fusilamiento.

—Mira, hijo. Piénsalo así: es como tener un cáncer. Ya sabes qué es el cáncer.

No hubo en aquellos ojos ningún destello de comprensión, ni el más mínimo reconocimiento del cáncer ni de ninguna otra cosa.

—Tampoco el cáncer se cura solo. Tienes que hacer algo para curártelo. Si empiezas el tratamiento lo antes posible, cuando el tumor es pequeño, antes de que se te extienda por todo el cuerpo y te eche a perder la vida, toda tu vida, antes de que ponga fin a tu vida, ¿lo entiendes?, antes de que ponga fin a tu vida, si te hacen esa pequeña operación que necesitas, ¡te libras de él! —Kovitsky alzó los brazos, elevó el mentón y sonrió, como si fuese la encarnación misma del optimismo—. Pues bien, lo mismo ocurre con el problema que tú tienes ahora. En este momento no es más que un problema de poca importancia. Si te declaras culpable y recibes una sentencia de dos a seis años, al cabo de un año podrás comenzar un plan de remisión de pena por trabajo, y obtendrás la libertad condicional en sólo dos años. Pero si vas a juicio y te condenan, la sentencia mínima será de ocho años. De ocho y un tercio a veinticinco. Ocho, y ahora no tienes más que diecinueve. Ocho años, eso es casi la mitad del tiempo que llevas pisando esta tierra. ¿Quieres pasarte toda tu puta juventud en la cárcel?

Lockwood desvió la mirada. No dijo nada.

—¿Qué contestas? —dijo Kovitsky.

Sin alzar la vista, Lockwood dijo que no con la cabeza.

—De acuerdo. Si eres inocente, no quiero que te declares culpable, da igual lo que te ofrezcan. ¡Pero recuerda que firmaste una confesión! ¡El fiscal de distrito tiene grabado un vídeo en el que confiesas! ¿Qué piensas hacer contra eso?

—No lo sé —dijo Lockwood.

—¿Qué dice tu abogado?

—No lo sé.

—Anda, hijo. Claro que lo sabes. Tienes un magnífico ahogado, Mr. Sonnenberg es uno de los mejores. Posee muchísima experiencia. Escúchale. Él te dirá que tengo razón. Lo que has hecho no va a desaparecer por las buenas, es como el cáncer.

Lockwood mantuvo la vista fija en el suelo. No sabía qué era lo que su abogado, el vicefiscal y el juez le habían preparado, pero no pensaba aceptarlo.

—Hijo, escúchame —dijo Kovitsky—. Háblalo otra vez con tu ahogado. Háblalo con tu madre. ¿Qué dice tu madre?

Lockwood alzó la vista. Su mirada expresaba un odio al rojo vivo. Comenzaron a formarse lágrimas en sus ojos. Hablarles a esos chicos de sus madres solía acabar emocionándoles. Pero Kovitsky le sostuvo la mirada.

—¡Bien, señor abogado! —dijo Kovitsky, alzando la voz y mirando a Sonnenberg—. Y usted, Mr. Torres. Voy a aplazar este caso otras dos semanas a partir de hoy. En cuanto a ti, hijo —le dijo a Lockwood—, piensa en lo que te he dicho, y háblalo con Mr. Sonnenberg, y a ver si te decides. ¿De acuerdo?

Lockwood lanzó a Kovitsky una última y fugaz mirada, asintió con la cabeza y regresó a la zona del público. Sonnenberg se fue con él y le dijo algo, pero Lockwood no contestó. En cuanto vio que sus amigos se ponían en pie, comenzó a caminar con el contoneo de chuloputas. ¡Larguémonos de aquí…! ¡Regresemos… a la Vida! Y los tres salieron de la sala contoneándose como chuloputas, seguidos por Sonnenberg, que brincaba y levantaba el mentón en un ángulo de treinta grados.

La mañana transcurría con lentitud, y de momento Kovitsky no había logrado resolver ni un solo caso.

A última hora de la mañana, Kovitsky logró por fin sacarse de encima la lista de pleitos y pudo proseguir el juicio de Herbert 92X, que se encontraba en su cuarto día. Kramer estaba en pie junto a la mesa de la acusación. Los funcionarios de la sala hacían girar sus hombros, se desperezaban y, en general, se preparaban para la llegada de Herbert 92X, un tipo al que consideraban lo suficientemente violento como para cometer alguna estupidez, alguna salvajada, en plena vista oral. El abogado de Herbert 92X, un tal Albert Teskowitz, que le había sido asignado por la misma sala, se levantó de la mesa del defensor. Era un hombrecillo descarnado y giboso, con una americana azul claro a cuadros que le venía muy ancha, y unos pantalones marrones que se daban de bofetadas con la americana. Su pelo canoso y más bien escaso tenía el color del hielo. Dirigió a Kramer una sonrisilla retorcida que equivalía a decirle: «La comedia va a empezar.»

—Bien, Larry —le dijo—, ¿estás preparado para escuchar las sabias palabras de Alá?

—¿Puedo preguntarte una cosa? —contestó Kramer—. ¿Crees tú que Herbert selecciona cada día los textos de acuerdo con el desarrollo de la vista, o que simplemente abre el libro y acepta lo que le depara el azar? La verdad, no tengo ni idea.

—No lo sé —dijo Teskowitz—. Si quieres que te sea sincero, prefiero no meterme en ese asunto. Basta con que menciones el tema para que el tipo se pase una hora hablando sin parar. ¿Te habías encontrado antes con algún chiflado lógico? Son mucho peores que los chiflados corrientes.

Teskowitz era tan mal abogado que Kramer sentía compasión por Herbert. Pero de todos modos hubiese sentido compasión por él. El nombre legal de Herbert 92X era Herbert Cantrell; 92X era su apellido musulmán. Trabajaba de conductor de una distribuidora de bebidas alcohólicas. Y éste era uno de los diversos detalles por los cuales Kramer pensaba que Herbert no era un verdadero musulmán. Un verdadero musulmán no hubiese tenido relación alguna con el alcohol. En cualquier caso, tres italianos secuestraron un día el camión de Herbert en Willis Avenue. Se trataba de tres tipos de Brooklyn que durante los diez últimos años apenas habían hecho nada que no fuera secuestrar camiones para quienquiera que pagase dinero por camiones secuestrados. Los italianos apuntaron a Herbert con sus armas, le dieron un puñetazo en plena cara, le dejaron tirado en un callejón, y le advirtieron que no se moviese de allí hasta transcurrida una hora. Luego, los tres italianos se fueron con el camión de bebidas alcohólicas hasta el almacén del patrono que les había contratado en esa ocasión, un distribuidor de bebidas alcohólicas especialmente listo, que solía reducir los costos de su negocio a base de secuestrar mercancías ajenas. Los italianos llegaron con el camión secuestrado al almacén, y el capataz del almacén exclamó: «¡La puta! Chicos, os habéis metido en un buen jaleo. ¡Este camión es de los nuestros!»

—¿Cómo dices?

—¡Que ese camión es de los nuestros! ¡Acabo de cargarlo hace dos horas! ¡Habéis robado un material que nosotros mismos habíamos robado ayer! ¡Menuda bronca os espera!

De modo que los tres italianos subieron otra vez al camión y salieron a toda velocidad camino del callejón a fin de devolverle su camión a Herbert 92X. Pero Herbert se había largado. Los italianos comenzaron a recorrer con el camión calles y más calles, buscándole. Finalmente le encontraron en un bar adonde Herbert había ido a calmar su nerviosismo. Desde luego que este detalle tampoco era en absoluto propio de un musulmán. Los italianos entraron dispuestos a decirle que lo sentían y que le devolvían su camión, pero Herbert creyó que iban a por él, pues había ignorado su advertencia de no irse del callejón hasta al cabo de una hora. De modo que sacó un revólver del 38 que llevaba escondido debajo de su cazadora acolchada —lo tenía allí en el momento del secuestro, pero aquellos tipos le habían pillado por sorpresa—, y disparó dos veces. No alcanzó a ninguno de los italianos, pero una de las balas mató a un hombre llamado Nestor Cabrillo, que acababa de entrar para llamar por teléfono. El arma de fuego era, tal vez, un instrumento defensivo casi imprescindible para alguien que trabajaba en un oficio tan peligroso. Pero Herbert carecía de permiso de armas, y Nesror Cabrillo era un destacado ciudadano, padre de cinco hijos. Herbert fue acusado de homicidio sin premeditación y de posesión ilícita de arma de fuego, y había que montar un juicio en toda regla. Kramer resultó encargado de llevar la acusación. Aquel asunto era un ejemplo paradigmático de estupidez, incompetencia e inutilidad; un caso de mierda, por decirlo en pocas palabras. Herbert 92X se había negado a aceptar toda clase de sentencia negociada, pues opinaba que todo había sido un simple accidente. Y lamentaba que su 38 hubiese causado esa desgracia. De modo que este caso de mierda se encontraba ahora en plena vista oral.

Se abrió una puerta situada a un lado del estrado del juez, y por ella apareció Herbert 92X acompañado de un par de funcionarios de prisiones. El Departamento de Prisiones se encargaba de los gallineros en donde los diversos presos preventivos aguardaban el juicio. Esos gallineros no eran en muchos casos más que unas jaulas sin ventana, situadas medio piso por encima de la sala. Herbert 92X era alto. Sus ojos brillaban en medio de la sombra que sobre su rostro proyectaba un tocado a cuadros estilo Yasir Arafat. Vestía una túnica parda que le caía hasta los gemelos. Bajo la túnica asomaban los pantalones color vainilla, con costuras de tono marrón oscuro, y calzaba unas babuchas de punta enhiesta. Llevaba las manos a la espalda. Cuando los funcionarios de prisiones le hicieron darse la media vuelta para quitarle las esposas, Kramer alcanzó a ver el Corán que sostenía en una mano.

—¡Eh, Herbert!

Era la voz animada de un chiquillo. Uno de los que se habían pasado la mañana correteando. Los funcionarios de prisiones le lanzaron miradas asesinas. Una mujer situada en los últimos bancos del público le gritó al crío:

—¡Ven acá ahora mismo!

El chiquillo se rió y corrió hacia la mujer. Herbert se quedó mirando al chiquillo. La furia de su rostro se desvaneció. Dirigió al niño una mirada tan cálida y amorosa que Kramer tuvo que tragar saliva, y sintió de nuevo el espasmo de las Dudas. A continuación Herbert, se sentó a la mesa de la defensa.

—El Pueblo contra Herbert Cantrell, causa número 2-7-7-7 —dijo el secretario Bruzzielli.

Herbert 92X se puso en pie y alzó la mano:

—¡Ya ha vuelto a confundirse de nombre!

Kovitsky se inclinó sobre la mesa y, haciendo acopio de paciencia, dijo:

—Mr. 92X, ya le expliqué el porqué ayer, y anteayer y el día anterior.

—¡Ha vuelto a confundirse de nombre!

—Se lo he explicado varias veces, Mr. 92X. El secretario tiene que cumplir los requisitos legales. Sin embargo, dada su evidente voluntad de cambiarse de nombre, para lo cual le asiste todo el derecho, y que es un trámite que debe llevar a cabo a través de los procedimientos legalmente estipulados, este tribunal acepta referirse a usted con el nombre de 92X a los efectos del proceso que aquí se sigue. ¿Le vale así?

—Gracias, señoría —dijo Herbert 92X, sin sentarse. A continuación abrió el Corán y comenzó a hojear sus páginas—. Esta mañana, señoría…

—¿Podemos proceder?

—Sí, señor juez. Esta mañana…

—Entonces, ¡siéntese!

Herbert 92X se quedó un instante mirando a Kovitsky, y luego se hundió en su asiento, sin cerrar el Corán. Luego, malhumorado, le dijo:

—¿Me deja leer?

Kovitsky miró su reloj de pulsera, asintió con la cabeza, hizo girar su silla unos cuarenta y cinco grados hacia el otro lado, y se quedó mirando la pared situada sobre los asientos del jurado, completamente vacíos.

Sin ponerse en pie, Herbert 92X apoyó el Corán en la mesa de la defensa y dijo:

—Esta mañana, señoría, leeré un fragmento del capítulo 41, el titulado «Claramente explicados, revelados en la Meca»… En nombre del Dios Más Piadoso… Adviérteles acerca del día en que los enemigos de Dios serán congregados en el fuego del infierno y marcharán en diferentes grupos hasta que, cuando hayan llegado allí, sus oídos y sus ojos y sus pieles darán testimonio en contra de ellos…

Los guardias de la sala pusieron los ojos en blanco. Uno de ellos, Kaminsky, un judío muy ortodoxo cuya camisa blanca de uniforme apenas podía contener el enorme michelín de grasa que se le encabalgaba sobre el cinturón, emitió un audible suspiro y giró ciento ochenta grados sobre las suelas de sus grandes zapatos negros de policía. Los fiscales y abogados defensores sentían un reverencial temor ante Kovitsky. Pero los guardias de la sala eran simples soldados rasos de clase obrera y, para ellos, Kovitsky y los demás jueces no eran más que unos tipos que actuaban con exagerada clemencia frente a los delincuentes… ¿Cómo se le ocurría a nadie permitir que aquel loco se pusiera a leer frases del Corán mientras sus hijos correteaban por toda la sala gritando «¡Eh, Herbert!»? El razonamiento de Kovitsky era sencillo: como Herbert 92X era un lunático, y como parecía tranquilizarse cuando leía el Corán, en lugar de perder tiempo lo que hacía era ganarlo, aunque sólo fuera a medio plazo.

—…apartar el mal con lo mejor, y ved entonces cómo el hombre entre el cual y tú hubo enemistad se convertirá, por así decirlo, en tu mejor amigo, pero nadie llegará a…

Leídas en el tono pesarosamente rotundo que empleaba Herbert, aquellas palabras caían sobre la sala como una monótona llovizna… Los pensamientos de Kramer erraban sin rumbo fijo… La chica del pintalabios marrón… Pronto aparecería allí… Esta sola idea hizo que se enderezase en su asiento… ¿Por qué no se había arreglado un poco ante el espejo antes de entrar en la sala…? El pelo, la corbata… Tensó el cuello y echó la cabeza hacia atrás. Estaba convencido de que a las mujeres les impresionaban los hombres con potentes esternocleidomastoideos… Cerró los ojos.

Herbert seguía leyendo cuando, de repente, Kovitsky le interrumpió:

—Gracias, Mr. 92X, con esto concluye la lectura del Corán.

—¿Qué? ¡Aún no he terminado!

—He dicho que con esto concluye la lectura del Corán, Mr. 92X, ¿me he explicado bien?

La voz de Kovitsky sonó tan atronadora que muchos de los espectadores se quedaron sin aliento.

—¡Está usted violando mis derechos! —gritó Herbert, poniéndose en pie. Apuntaba con su mentón hacia Kovitsky, y le llameaban los ojos. Parecía un cohete a punto de salir disparado.

—¡SIÉNTESE!

—¡Está usted violando mi libertad religiosa!

—¡SIÉNTESE, MR. 92X!

—¡Juicio viciado de nulidad! —gritó Herbert—. ¡Viciado de nulidad! —Luego desvió su furia contra Teskowitz, que aún estaba sentado junto a él—. ¡Levántese, tío! ¡Este juicio está viciado de nulidad…!

Asombrado y algo atemorizado, Teskowitz se puso en pie.

—Señoría, mi cliente…

—¡HE DICHO QUE SE SIENTEN! ¡LOS DOS!

Los dos se sentaron.

—Bien, Mr. 92X, este tribunal ha sido muy indulgente con usted. Nadie viola su libertad religiosa, entérese bien. Se nos está haciendo muy tarde, y tenemos un montón de gente ahí, en la sala del jurado, en una habitación que no se ha vuelto a pintar desde hace veinticinco años, de manera que ha llegado el momento de terminar la lectura del Corán.

—¿Terminar, dice? ¡Prohibir, diría yo! ¡Está usted violando mi libertad religiosa!

—¡Que se calle el acusado! No tiene usted ningún derecho a leer el Corán ni el Talmud ni la Biblia ni las palabras de Angel Moroni, el autor del Libro de los Mormones, ni tampoco ninguna otra obra religiosa, por divina que sea, ningún derecho, digo, a leer nada de eso en esta sala. Permítame que le recuerde que éste no es un estado islámico. Vivimos en una república, y en esta república hay separación entre la Iglesia y el Estado. ¿Lo entiende? Y este tribunal se rige por las leyes de esa república, de acuerdo con la Constitución de los Estados Unidos.

—¡No es verdad!

—¿Qué es lo que no es verdad, Mr. 92X?

—Lo de la separación de la Iglesia y del Estado. Puedo demostrarlo.

—¿Se puede saber qué está diciendo?

—¡Dése la vuelta! ¡Mire la pared, ahí arriba! —Herbert había vuelto a levantarse, y señalaba un punto de la pared situado encima de la cabeza de Kovitsky.

Kovitsky hizo girar su sillón y miró hacia arriba. Naturalmente, cinceladas en los paneles de madera, se podía leer la frase: en dios confiamos.

—¡Iglesia y Estado! —gritó triunfalmente Herbert—. ¡Ahí lo tiene, grabado encima de su cabeza!

¡Jejejejjjjj! Una mujer estalló en carcajadas al fondo de la sala. Uno de los guardias también rió, pero volvió la cabeza antes de que Kovitsky llegara a identificarle. El secretario, Bruzzielli, era incapaz de borrar la sonrisa de sus labios. Patti Sullieri se tapaba la boca con la mano. Kramer miró a Mike Kovitsky, en espera de su estallido.

Pero, en lugar de eso, Kovitsky esbozó una ancha sonrisa. Tenía, sin embargo, la cabeza gacha, y sus iris volvían a flotar, a dar tumbos en medio de un turbulento mar blanco.

—Veo que es usted muy observador, Mr. 92X, y le felicito. Pero, ya que es usted tan observador, también se habrá fijado en que no tengo ojos en la nuca. Pero sí los tengo en la cara, y lo que ven esos ojos es a un hombre que está siendo procesado, un hombre al que se acusa de delitos notablemente graves, y que se enfrenta a la perspectiva de una pena de privación de libertad de doce años y medio a veinticinco años, en caso de que los miembros del jurado le encuentren culpable, y quiero que ese jurado tenga tiempo de cuidar de la balanza de la justicia… ¡que actúe con atención y equidad…! a la hora de determinar si el acusado es inocente o culpable. Este es un país libre, Mr. 92X, y nadie le va a impedir que crea en la deidad que a usted le dé la gana. Pero, mientras se encuentre usted en esta sala, ¡mejor será que crea especialmente en EL EVANGELIO SEGÚN MIKE!

Kovitsky dijo todo esto con semejante ferocidad que Herbert volvió a sentarse. No dijo ni palabra. Se limitó a mirar a Teskowitz. Éste se encogió de hombros y sacudió la cabeza como diciendo: «¡Así están las cosas, Herbert!»

—Que pase el jurado —dijo Kovitsky.

Un guardia abrió la puerta que daba a la sala del jurado. Kramer se enderezó cuanto pudo en su asiento de su mesa de acusador. Echó la cabeza hacia atrás de modo que destacara todo lo posible su fuerte cuello. Los miembros del jurado comenzaron a desfilar… tres negros, seis portorriqueños… ¿Dónde estaba ella? ¡Allí, entrando ahora…! Kramer no se esforzó ni siquiera por mostrarse sutil al respecto. La miró directamente a los ojos. Esa melena lustrosa y larga de color castaño oscuro, tan espesa que Kramer habría podido sepultar en ella la cabeza entera, peinada con raya en medio y hacia atrás, para dejar al descubierto esa frente blanca y pura y perfecta, esos grandes ojos y esas exuberantes pestañas, y esos labios de perfecta curvatura… ¡con pintalabios marrón! ¡Sí! ¡Otra vez! El pintalabios marrón, de color acaramelado, infernal, rebelde, de una elegancia perfecta…

Kramer pasó rápidamente revista a la competencia. Bruzzielli, el alto secretario, tenía la vista clavada en ella. Los tres guardias de la sala la miraban con tanta concentración que Herbert hubiera podido levantarse y salir a dar un paseo sin que ninguno de ellos se fijara. Pero también el propio Herbert la observaba con atención. Y Teskowitz también. Sullivan, el estenógrafo, sentado a su estenotipia, también. ¡Y Kovitsky! ¡Incluso él! Kramer había oído contar cosas de Kovitsky. No parecía ser de ésos, pero nunca se sabe.

Para llegar a su asiento, la joven tenía que pasar delante de la mesa de la acusación. Llevaba un suéter color melocotón, esponjoso, de angora o mohair, abierto por delante, sobre una blusa de seda a listas amarillas y rosadas, bajo la cual Kramer llegó a detectar, o creyó poder detectar, los volúmenes voluptuosos de sus pechos. La falda, de gabardina color vainilla, era suficientemente ajustada como para hacer resaltar la curva de sus caderas.

Lo endiablado del asunto era que todos y cada uno de los hombres que se encontraban más acá de la barandilla que separaba al público de la zona principal de la sala tenían alguna oportunidad. Bueno, Herbert no tenía ninguna, pero incluso su pequeño y delgado defensor, Teskowitz, la tenía. Incluso ese gordo guardia de allí, ese tonel de Kaminsky. ¡Cuantísimos guardias de juzgado, abogados defensores, secretarios, vicefiscales (¡oh, sí!) y hasta jueces (¡no hay que descartarlos!) se habían beneficiado (sí, ésa era la palabra) a las más cachondas jurados… ¡Santo Dios! ¡Si la prensa llegara algún día a enterarse! Pero la prensa no iba nunca a presenciar juicios del Bronx.

Los jurados que asistían por vez primera en calidad de tales a un proceso en una de las salas de lo penal acababan sintiéndose intoxicados por el romanticismo, el alto voltaje, del maligno mundo que podían ver finalmente desde butaca de platea, y las mujeres jóvenes eran las que más se dejaban embriagar por el espectáculo. Para ellas, los acusados no formaban parte del rancho, sino que eran míticos seres desesperados. Y las causas no les parecían pura mierda, sino dramas desnudos de esta ciudad tremenda. Mientras que, por su parte, los hombres que tenían el valor suficiente como para enfrentarse a estos desesperados, para pelear contra ellos, para atarles corto, eran… hombres de verdad… aunque se tratara de simples guardias con un enorme michelín de grasa montado sobre el cinturón del que colgaba su revólver. Ahora bien, ¿había alguien más varonil que un joven vicefiscal como aquel que ahora se encontraba a menos de tres metros del acusado, sin ningún obstáculo interpuesto entre los dos, y que lanzaba entre dientes las acusaciones del Pueblo contra el malhechor?

La joven se encontraba justo enfrente de Kramer. Y le miró directamente, con una expresión vacía de significado. ¡Pero qué mirada tan franca y directa! ¡Y llevaba pintalabios marrón!

Inmediatamente la chica pasó de largo y entró a través de la puertecita en la zona del jurado. No debía hacerlo, pero Kramer sintió la tentación de volverse para mirarla otra vez. ¿Cuántos de ellos se habían acercado a Bruzzielli, el secretario, para estudiar en sus listas la dirección y los teléfonos, el de casa y el del trabajo, de aquella joven, al igual que el propio Kramer había hecho? El secretario guardaba las fichas con todos esos datos en un cajón de su escritorio, de forma que el tribunal pudiese llamar urgentemente a los miembros del jurado para avisarles con antelación de cualquier cambio de horario o lo que fuese. Como acusador del caso, Kramer podía aproximarse a Bruzzielli y pedirle que le enseñara la ficha de la chica del pintalabios marrón, o de cualquier otro jurado, con la mayor tranquilidad del mundo. Lo mismo podía hacer el abogado defensor, Teskowitz. Kovitsky podía también hacerlo con bastante tranquilidad, y, naturalmente, el propio Bruzzielli podía tomar nota de los datos cuando quisiera. En cuanto a un guardia como Kaminsky, pedir que le dejasen echar una ojeada a esas fichas podía considerarse como… Pero daba igual, un guiño y una sonrisa, y listo. ¿Acaso Kramer no había visto ya a Kaminsky encorvado sobre la mesa de Bruzzielli, hablando con él de… de algo? La idea de que incluso seres como Kaminsky pretendiesen aproximarse a esa… a esa flor… hizo que Kramer se sintiese más decidido que nunca. (Él sería quien salvase a esa flor de los demás.)

Miss Shelly Thomas, residente en Riverdale.

Era del mejor barrio de Riverdale, unas calles con mucho arbolado que en realidad formaban parte de Westchester County desde el punto de vista geográfico, pero que administrativamente estaban incluidas en el Bronx. En el North Bronx había aún muchos lugares preciosos. Los vecinos de Riverdale solían ser ricos, y siempre encontraban el modo de librarse del deber de formar parte de un jurado. Preferían tirar de todas las cuerdas posibles antes que tener que ceder a la perspectiva de bajar al South Bronx, al Distrito 44, a la fortaleza de Gibraltar. El jurado típico del Bronx estaba formado por portorriqueños y negros, más algún que otro judío e italiano.

Pero de vez en cuando aparecía entre los miembros de un jurado alguna rara flor como Miss Shelly Thomas. ¿Qué clase de apellido era ése? Thomas sonaba a wasp. Pero Danny Thomas, por ejemplo, era árabe, libanes o algo así. Los wasp no abundaban en el Bronx, como no fueran los tipos de alta sociedad que, raras veces, subían desde Manhattan en sus coches con chófer, para hacer alguna buena obra por los jóvenes de los ghettos. Las organizaciones de beneficencia, cosas como el Servicio Juvenil Episcopaliano, la Fundación Dédalo, sólo enviaban a su gente a los tribunales llamados familiares, los que juzgaban a los delincuentes que aún no habían cumplido los diecisiete años. Siempre se llamaban cosas como Farnswoorth, Fiske, Phipps, Simpson, Thornton, Frost… y siempre iban animados de las mejores y más intachables intenciones.

No, las posibilidades de que Miss Shelly Thomas fuese una wasp eran remotas. Pero entonces, ¿qué era? Durante las sesiones para la selección de los jurados Kramer había conseguido hacerle decir que era directora de arte, lo cual significaba, al parecer, que hacía dibujos o algo así, de la agencia publicitaria Prischer & Bolka de Manhattan. Eso equivalía para Kramer a una vida de glamour inalcanzable. Bellos seres andando de un lado para otro al ritmo de música New Wave en una oficina de relucientes paredes blancas y grandes superficies acristaladas… una oficina como las de los telefilmes… y tremendos banquetes y cenas en restaurantes decorados con maderas claras, larones, luces indirectas y cristales deslustrados con dibujos heráldicos… codorniz asada con rebozuelos, sobre una base de batata, orlada de hojas de diente de león a la parrilla… Kramer lo vela claramente. Ella formaba parte de esa vida, de los sitios a los que suelen ir las chicas de pintalabios marrón… Tenía sus dos teléfonos, el de Prischker & Bolka y el de su casa. Naturalmente, no podía hacer nada hasta que no concluyera el juicio. Pero luego… ¿Miss Thomas? Soy Lawrence Kramer. Soy… ¡Ah! ¡Me recuerda! ¡Fantástico! Verá, Miss Thomas, la he llamado porque, muy a menudo, cuando termina uno de estos procesos tan importantes, me gusta averiguar cuáles fueron los motivos exactos que convencieron al jurado… Una repentina puñalada de duda… ¿Y si al final fuese el voto de ella el que le hiciera salir derrotado? Para los acusadores, los jurados del Bronx solían ser, normalmente, difíciles de convencer. Salían de entre las filas de quienes están convencidos de que la policía puede mentir. Los jurados del Bronx nadaban en mares de dudas, tanto razonables como insensatas, a consecuencia de lo cual eran numerosos los acusados negros y portorriqueños que, aun siendo inequívocamente culpables, tan culpables como el mal, acababan saliendo de la fortaleza libres como pájaros. Por fortuna, Herbert 92X había matado a un hombre bueno, un padre de familia del ghetto. ¡Había que darle las gracias a Dios por esa circunstancia! Ningún jurado vecino del South Bronx sentiría la menor simpatía por un loco malhumorado como Herbert. ¡La única que podía sentir simpatía por él era un jurado tan imprevisible como Miss Shelly Thomas, aquella joven de Riverdale! Una mujer blanca de sólida formación y posición acomodada, una joven de tendencias profesionales más o menos artísticas, posiblemente judía… Era justamente el tipo de persona que podía adoptar una actitud idealista, que podía negarse a condenar a Herbert por el simple hecho de que Herbert era un negro, un tipo romántico, alguien a quien el Destino ya había señalado con el dedo. Pero Larry tenía que jugársela. No pensaba permitir que se le escapara esa oportunidad. Necesitaba a Shelly Thomas. Necesitaba obtener este triunfo. En la sala de justicia él ocupaba el centro del escenario. Los ojos de la chica del pintalabios marrón no le perdían nunca de vista. Lo sabía. Lo notaba. Ya había algo entre los dos… Entre Larry Kramer y la chica del pintalabios marrón.

Ese día, el personal fijo de la sala se quedó pasmado ante el celo y agresividad demostrados por el vicefiscal Kramer en aquel barato caso de homicidio del Bronx.

Kramer empezó tratando de destrozar a los testigos que la defensa había utilizado.

—¿No es cierto, Mr. Williams, que su «testimonio» es el resultado de una transacción monetaria entre usted y el acusado?

¿Qué diablos estaba ocurriéndole a Kramer? Teskowitz estaba empezando a ponerse furioso. ¡Aquel hijoputa de Kramer pretendía dejarle en ridículo! Actuaba en aquella sala como si aquella mierda de caso fuera el juicio del siglo.

Pero Kramer ignoraba los sentimientos que pudiesen albergar Teskowitz, Herbert 92X o cualquiera de los demás. En aquella cavernosa sala de caoba no había más que dos personas, Larry Kramer y la chica del pintalabios marrón.

Durante el descanso para el almuerzo, Kramer regresó a su oficina, al igual que Ray Andriutti y Jimmy Caughey. Los vicefiscales de distrito que se encontraban en mitad de una vista oral tenían derecho a comer con los testigos de la acusación, a cuenta del Estado de Nueva York. En la práctica, eso significaba que todos sus compañeros de oficina iban a comer gratis, y Andriutti y Caughey eran los primeros de la fila. Esta fiestecilla oficinesca era para todos un asunto muy serio. Gloria Dawson, la secretaria de Bernie Fitzgibbon, encargaba que les subieran emparedados del delicatessen. Kramer se tomó un emparedado de rosbif con mostaza. La mostaza le llegó en un gelatinoso sobre de plástico sellado que no tuvo más remedio que abrir con los dientes. Ray Andriutti había elegido una barrita de pan con pepperoni aderezados con una buena ración de todo lo que se le pudiera echar. Pero antes de empezar a comerse el bocadillo retiró dos largas tiras de arenque en escabeche que depositó sobre un papel encerado que dejó sobre su escritorio. El olor a escabeche flotaba en toda la oficina. Kramer contempló fascinado a su compañero, que se adelantaba sobre la mesa para que los pedazos de carne y los diversos jugos y salsas que iban escurriéndose del extremo inferior del bocadillo no cayeran sobre su corbata, sino en el escritorio. Era un movimiento que repetía a cada dentellada; salía proyectado sobre la mesa y, de entre el pan y también de entre sus fauces, como si fuese una ballena o un atún, le iban cayendo pedazos de comida y salsa. En cada uno de esos bruscos movimientos, su mandíbula pasaba casi rozando un vaso de plástico con café que tenía sobre la mesa. El café era de la máquina de Mr. Coffee. El vaso estaba tan lleno que el líquido se abombaba debido a su tensión superficial. De repente comenzó a derramarse solo. Un viscoso y delgado riachuelo amarillento resbalaba por un lado del vaso. Andriutti ni se fijó. Cuando la sucia torrentera alcanzó la mesa, creó un charco del tamaño de un medio dólar de la época de Kennedy. Y, en cuestión de segundos, adquirió las dimensiones y el color de un panqueque de dólar. Poco después, un par de bolsas usadas de azúcar quedaron sumergidas en el barrizal. Andriutti acostumbraba echar en su café montones de azúcar y polvo Cremora hasta convertirlo en una bilis amarillenta, espesa y dulzona. Sus abiertas mandíbulas, llenas a rebosar del último bocado, rozaban repetidamente la taza rebosante. ¡El momento estelar de la jornada! ¡Comida gratis!

Y las cosas están igual en todas partes, pensó Kramer. No solamente los vicefiscales más jóvenes, como él, Andriutti y Caughey, comían así. Por todos los rincones de Gibraltar, en este momento, desde la planta baja hasta el último piso, todos los representantes del Poder Judicial del Bronx se encontraban escondidos en sus despachos, encorvados sobre los emparedados que se hacían subir de los delicatessen de la zona. En torno a la gran mesa de juntas de la oficina de Abe Weiss, todos los presentes estaban encorvados sobre sus emparedados: Weiss y todos aquellos que el fiscal de distrito hubiese considerado necesario sentar a su mesa a fin de seguir llevando adelante su personal cruzada publicitaria. Y en torno a la gran mesa de juntas de la oficina de Louis Mastroiani, el primer magistrado del Departamento de lo Penal, todos estaban encorvados sobre sus emparedados de delicatessen. Incluso en aquellas ocasiones en las que este importante jurista recibía la visita de alguna gran luminaria, incluso cuando pasaba por allí algún senador de los Estados Unidos, todos, hasta la luminaria o el senador, se encorvaban sobre sus emparedados. Por mucho que uno ascendiera en la escala del sistema judicial del Bronx, hasta el día del retiro o de la muerte, estaba condenado a comer emparedados de delicatessen todos los días.

¿Por qué? ¡Porque todos ellos —el Poder, el Poder que dominaba el Bronx— vivían aterrorizados! ¡Les daba pánico salir al corazón del Bronx en pleno mediodía para ir a comer a un restaurante! ¡Pánico! ¡Y eso que ellos eran los que mandaban allí, en el Bronx, en aquel barrio de un millón cien mil almas! El corazón del Bronx era tan cochambroso que ya no había ningún local que recordase ni siquiera de lejos a un restaurante de oficinistas. Pero, aunque lo hubiese, ¿qué juez, qué fiscal, qué vicefiscal, qué secretario de tribunal, qué policía judicial, aunque llevase un 38, se hubiese atrevido a salir de Gibraltar a la hora de comer? Ninguno. En primer lugar, por puro y simple miedo. Había quienes salían del edificio del ayuntamiento del Bronx, cruzaban la Grand Concourse y bajaban la pendiente de la calle Ciento sesenta y uno para llegarse hasta el edificio de los juzgados, pero sólo cuando era estrictamente necesario, y para recorrer únicamente una manzana y media a pie. Pero los prudentes representantes del Poder no estaban chiflados ni se arriesgaban por las buenas. En la cresta de la Grand Concourse, aquel ornato del Bronx, había atracos incluso a las once de la mañana de un domingo soleado. ¿Por qué no iba a haberlos a esa misma hora de un día laborable cualquiera, cuando circulaban por allí muchísimas más carteras y bolsos andantes? Nadie iba nunca más allá del edificio de los juzgados. No era difícil encontrar vicefiscales de distrito que, después de haber trabajado en Gibraltar durante diez años o más, no tenían ni la menor idea de qué había en las calles Ciento sesenta y dos a Ciento sesenta y tres, apenas a una manzana de la Grand Concourse. Ni habían visitado jamás el Museo de Bellas Artes del Bronx, situado en la calle Ciento sesenta y cuatro. Pero, incluso suponiendo que se tratara de una persona que no temiese esta clase de problemas, de un valiente capaz de desafiar a los atracadores, había otro miedo, mucho más sutil. Los funcionarios de Gibraltar eran forasteros en el distrito 44, y eso era algo que notaba cualquiera que, empujado por el Destino, se hubiese internado por aquellas calles: aquello era el territorio de ellos. ¡Qué miradas! ¡Qué miradas! ¡Qué desconfianza! No te queremos aquí. No nos gusta que vengas. Gibraltar y el Poder eran cosas del Partido Demócrata del Bronx, cosas de judíos e italianos, mientras que las calles pertenecían a gente como Lockwood y Arthur Rivera y Jimmy Dollard y Otis Blakemore y Herbert 92X y compañía.

De sólo pensarlo, Kramer se sintió deprimido. Allí estaban él y Andriutti, el judío y el italiano, comiéndose sus emparedados con hambre lobuna en el interior de la fortaleza, protegidos por los muros de piedra arenisca. ¿Y todo eso con qué fin? ¿Qué futuro podían esperar? ¿Sobreviviría todo aquel montaje los años suficientes como para darles tiempo a llegar hasta la cumbre del sistema, suponiendo que valiese la pena tal objetivo? Tarde o temprano, los portorriqueños y los negros acabarían uniéndose políticamente, y entonces conquistarían la plaza de Gibraltar y todo lo que ésta contenía. Y, entretanto, ¿a qué tendría que dedicarse él? A revolver el rancho… a revolver el rancho… hasta que ellos le quitaran la cuchara.

Justo en ese momento sonó el teléfono:

—¿Sí?

—¿Bernie?

—Es otra extensión —dijo Kramer—. De todos modos, me parece que no está aquí.

—¿Con quién hablo?

—Kramer.

—Ah, sí, le recuerdo. Soy el inspector Martin.

En realidad, Kramer no recordaba a Martin, pero su nombre y su voz despertaron en él la memoria de algún detalle desagradable.

—¿Necesita alguna cosa?

—Mire, estoy en el Lincoln Hospital con Goldberg, mi compañero, y tenemos aquí un caso de semihomicidio, y he pensado que sería conveniente comentárselo a Bernie.

—¿Ha hablado antes con alguien de aquí? ¿Con Andriutti?

—Sí.

—Bueno —suspiró Kramer—, Bernie no ha regresado aún. No sé dónde localizarle.

Una pausa.

—Mierda. Mire a ver si puede darle usted este recado.

—Bien. —Otro suspiro.

—Tenemos aquí a un muchacho, Henry Lamb. L-A-M-B, de dieciocho años. Está en cuidados intensivos. Vino al hospital ayer noche, con la muñeca rota. ¿Entendido? Bien, pues cuando vino ayer, de acuerdo al menos con lo que pone en este informe, no dijo nada de que le hubiese atropellado un coche. Aquí dice simplemente que se cayó. ¿Entendido? Bueno, pues le arreglaron lo de la muñeca en urgencias y luego le mandaron a casa. Pero resulta que esta mañana se presenta la madre de ese chico con él, y ahora tiene conmoción cerebral, y ha entrado en coma, y los médicos le clasifican como un caso de muerte probable. ¿Entendido?

—Sí.

—Cuando nos llamaron a nosotros el chico ya había entrado en coma, pero aquí hay una enfermera que dice que el chico le dijo a su madre que le había atropellado un coche, un Mercedes que luego se dio a la fuga pero que el chico recuerda parte de la matrícula.

—¿Hay testigos?

—No. Todo esto me lo ha contado la enfermera. Ni siquiera hemos hablado con la madre.

—Vamos a ver, ¿ha habido dos accidentes o sólo uno? ¿Ha dicho algo de una muñeca rota y una conmoción cerebral?

—Según la enfermera, un solo accidente. Por cierto que la enfermera está excitadísima y se empeña todo el rato en decir que el conductor se dio a la fuga después de atropellar al chico. Es un embrollo de mierda, pero me ha parecido que sería mejor decírselo a Bernie, por si quiere hacer algo.

—Bien, yo se lo contaré, pero no entiendo qué tiene que ver todo eso con nosotros. No hay testigos, no hay conductor, el chico está en coma… pero se lo diré.

—Ya, ya sé. Si encontramos a la madre y podemos sacarle algo, dígale a Bernie que le telefonearé.

—Vale.

Después de colgar, Kramer garabateó una nota para Bernie Fitzgibbon. Una víctima que había olvidado mencionar que había sido atropellada por un coche. Un típico caso del Bronx. Otro caso de mierda.