4. El rey de la selva

Zumpazumpazumpazumpazumpazumpazumpazumpa: el ruido que hacían los aviones al despegar era tan tremendo que le hacía vibrar incluso el cuerpo. Los humos de los jets saturaban el aire. El hedor le revolvía el estómago. Una corriente incesante de coches iba emergiendo de la boca de una rampa para luego abrirse paso por entre el enjambre de gente que rondaba por la azotea crepuscular y buscaba los ascensores, o su coche o el coche de los demás —¡robar! ¡robar! ¡robar!—, y pensó que su propio coche sería el principal candidato de entre todos los demás, seguro. Sherman permaneció unos momentos en pie, con la mano apoyada en la puerta, preguntándose si se atrevería a abandonarlo, a dejarlo allí. Era un Mercedes negro, un modelo deportivo de dos asientos que le había costado 48.000 dólares, o 120.000 dólares, según se mirase. En el mundo fiscal de un Amo del Universo, de alguien que tenía que pagar impuestos federales, estatales y municipales, Sherman necesitaba ganar 120.000 dólares para que le quedasen los 48.000 que costaba aquel modelo deportivo de dos asientos. ¿Cómo iba a justificarse ante Judy en caso de que le robasen aquel vehículo tan caro en la azotea de una terminal del aeropuerto Kennedy?

Bueno, ¿y por qué tendría que darle explicaciones a ella? Durante toda una semana había ido cada noche a cenar a casa. Probablemente fuese la primera vez que ocurría desde que empezó a trabajar en Pierce & Pierce. Se había mostrado atentísimo con Campbell, le había llegado a dedicar cuarenta y cinco minutos enteros una tarde, cosa rarísima, aunque él se habría mostrado sorprendido y hasta ofendido si alguien le hubiese recordado esa circunstancia. Había puesto cables nuevos a una lámpara de la biblioteca sin quejarse ni suspirar. Al cabo de tres días de tan modélico comportamiento, Judy abandonó la cama del tocador y volvió al lecho conyugal. Era cierto, no obstante, que una prolongación del muro de Berlín pasaba ahora por el centro de esa cama, y que ella incluso se negaba a conversar con Sherman. Cuando Campbell se encontraba presente, sin embargo, Judy trataba a su esposo con la mayor educación. Eso era lo fundamental.

Dos horas antes, cuando Sherman telefoneó a su mujer para avisarle de que se quedaría trabajando hasta muy tarde, ella se lo tomó muy bien. ¿Acaso no se lo había merecido Sherman, tras tantos esfuerzos? Le echó una última ojeada al Mercedes y se dirigió hacia la zona de las llegadas internacionales.

Tuvo que bajar hasta las tripas del edificio, unos espacios que, cuando el arquitecto diseñó la terminal, debían de estar destinados a los equipajes. Unas tiras de luces fluorescentes combatían inútilmente contra la tenebrosidad del lugar. La gente se apretujaba contra unas vallas metálicas, en espera de que los viajeros procedentes del extranjero pasaran las aduanas. ¿Y si hubiese por allí alguien que conociese a Judy, o que le conociese a él? Inspeccionó la muchedumbre. Pantalones cortos, zapatillas deportivas, tejanos, camisetas de rugby. ¿Quién coño era esa gentuza? Los viajeros iban saliendo de la aduana uno por uno. Conjuntos de jogging, camisetas sin mangas, impermeables marineros, calcetines blancos, monos de ropa vaquera, chaquetas acolchadas, gorras de baseball; recién llegados de Roma, Milán, París, Bruselas, Múnich y Londres; viajeros acostumbrados a recorrer todo el mundo; cosmopolitas; Sherman alzó su mentón estilo Yale por encima del gentío.

Cuando finalmente apareció Maria, no fue difícil distinguida. En medio de aquella chusma Maria parecía proceder de otra galaxia. Llevaba un conjunto azul oscuro de falda y chaqueta de hombros muy anchos, la última moda en Francia, y una blusa de seda a listas azules y blancas, y zapatos planos de lagarto azul eléctrico con punteras de cuero blanco. Sólo el precio de la blusa y el calzado hubiese bastado para pagar todo lo que llevaban puesto veinte de las demás mujeres que rondaban por la terminal. Maria caminaba con un paso especial —nariz elevada, caderas adelantadas, desenvoltura de modelo de alta costura—, calculado de forma que provocase el máximo posible de envidia y resentimiento. La gente se había quedado mirándola. A su lado avanzaba un mozo con un carrito de aluminio en el que se amontonaba el equipaje, una prodigiosa cantidad de maletas, todas ellas pertenecientes al mismo juego, de cueto color vainilla con adornos de cuero color chocolate en las costuras. Vulgar, pero no tan vulgar como Louis Vuitton, pensó Sherman. Maria había estado en Italia sólo una semana, a fin de alquilar una casa en Como para el verano. Sherman era incapaz de adivinar para qué había tenido que llevarse tantísimas maletas. (Inconscientemente, relacionaba esta clase de comportamientos con una infancia en la que faltó la suficiente autoridad.) Y se preguntó cómo diablos iba a meter todo aquello en el Mercedes.

Rodeó la valla y, a grandes zancadas, se adelantó hacia Maria, no sin, de paso, enderezar los hombros.

—Hola, nena —dijo Sherman.

¿Nena? —dijo Maria. Y añadió una sonrisa, como si en realidad no le hubiese molestado aquella palabra, aunque de hecho le había fastidiado. Era cierto que Sherman nunca la había llamado nena hasta la fecha. Pero en esa ocasión quiso parecer seguro de sí mismo y a un tiempo alegre y despreocupado, como hubiese actuado un Amo del Universo en el momento de recibir a su amante en el aeropuerto.

La cogió del brazo, acomodó su paso al de ella, y decidió volver a probarlo.

—¿Qué tal el vuelo?

—Fantástico —dijo Maria—, a no ser que a una le moleste pasarse seis horas con un tedioso británico en el asiento de al lado. —Y se quedó mirando hacia la lejanía, como si se hubiese sumido en profundas reflexiones acerca de los tormentos que acababa de soportar.

En la azotea, el Mercedes había sobrevivido a la amenaza de la multitud de ladrones que sin duda rondaban por allí. El mozo no logró introducir en el pequeño portaequipajes del coche más que un número muy reducido de maletas, y tuvo que amontonar las otras en el asiento trasero, que en realidad apenas si era un saliente tapizado. Maravilloso, pensó Sherman. Como tenga que frenar en seco, recibiré en la base del cráneo un golpe fatal de uno de esos neceseres de color vainilla con los bordes color chocolate.

Para cuando lograron salir del aeropuerto y tomar la autopista Van Wyck que conduce directamente hasta el mismo Manhattan, tras los edificios y los árboles del South Ozone Park apenas lucía el último y apagado fulgor del ocaso. Es precisamente a esta hora cuando se encienden las farolas y los faros de los coches, pero apenas si se nota la diferencia. Delante de ellos avanzaban interminables colas de luces rojas de posición. A un lado de la autopista, una vez pasado el Rockaway Boulevard, Sherman vio un enorme sedán de dos puertas, uno de esos coches que aún se fabricaban en los años setenta, montado encima de un muro de contención. Y un hombre… ¡abierto de brazos y piernas en mitad del asfalto…! No, cuando estuvo más cerca, comprobó que no era un hombre. Se trataba del capó del coche. La pieza entera había salido volando tras la colisión, y estaba en mitad de la calzada. Las ruedas, los asientos y el volante habían desaparecido… Aquella enorme máquina destrozada formaba ahora parte del paisaje… Sherman, Maria, el equipaje, y el Mercedes siguieron su camino.

—Bien, ¿qué tal has encontrado Milán? —Sherman lo intentaba otra vez—. ¿Qué hay de nuevo en el lago de Como?

—Oye, Sherman, ¿quién es Christopher Marlowe? —O, pronunciado por Maria, la chica del Sur: Shuhmun, who's Christuphuh Muhlowe?

¿Christopher Marlowe?

—No lo sé. ¿Le conozco?

—Me refiero a uno que era escritor.

—Ah, ¿el dramaturgo?

—Supongo. ¿Quién era? —Maria siguió mirando al frente. Por su entonación, cualquiera hubiese dicho que hablaba de un amigo recientemente fallecido.

—Christopher Marlowe… Fue un dramaturgo británico, creo que más o menos de la época de Shakespeare. Quizás un poco anterior. ¿Por qué?

—¿Cuándo fue eso? —Su voz no hubiese podido ser más triste.

—Vamos a ver. No sé… Allá por el siglo XVI. Mil quinientos no sé cuántos. ¿Por qué?

—¿Y qué escribió?

—Dios… Ni idea. Y yo que creía que con saber quién fue ya había cumplido. ¿Por qué te interesa?

—Tú sabes al menos de quién se trata.

—Relativamente. ¿Por qué?

—¿Qué me dices del doctor Fausto?

—¿El doctor Fausto?

—¿Escribió ese Marlowe sobre el doctor Fausto?

—Mmmmmmmmm. —Un leve rayo de memoria. Pero se desvaneció en seguida—. Es posible. El doctor Fausto… ¡El judío de Malta! Escribió una obra de teatro titulada El judío de Malta. Seguro. El judío de Malta. Ni siquiera sé por qué me acuerdo de El judío de Malta. Seguro que no la he leído.

—Pero tú al menos sabes quién fue. Es una de las cosas que se supone que hay qué saber, ¿no?

Y con eso Maria había metido el dedo en la llaga. Después de nueve años en Buckley, de cuatro años en St. Paul's, y de cuatro años en Yale, lo único que había quedado grabado en la mente de Sherman era que le sonaba quién era Christopher Marlowe. Todos esos años servían para que la gente diera por supuesto que Sherman sabía quién era Marlowe. Pero no tenía intención de decir nada de eso en voz alta. Lo que hizo fue preguntarle a Maria:

—¿Quién se supone que ha de saberlo?

—Cualquiera —murmuró Maria—. Yo.

Estaba anocheciendo. Los modernos y deslumbrantes velocímetros y cuentarrevoluciones y testigos del Mercedes brillaban ahora como si aquello fuese la cabina de mando de un cazabombarderos. Se acercaban por fin al paso elevado de Atlantic Avenue. Había otro coche abandonado junto a la calzada. Le faltaban las ruedas, tenía el capó levantado, y un par de cuerpos, uno de ellos con una linterna, estaban doblados como navajas medio abiertas sobre el motor.

Maria siguió mirando al frente mientras se entremezclaban con el resto de la circulación en el Grand Central Parkway. Una galaxia de faros delanteros y luces de posición avanzando en fila llenó su campo de visión, como si la energía de la ciudad se hubiese transformado ahora en millones de globos de luz que viajaran en órbitas a través de la oscuridad. Allí, en el interior del Mercedes, con las ventanillas cerradas, todo aquel estupendo espectáculo parecía deslizarse sin producir ningún sonido.

—¿Sabes una cosa, Sherman? —You know somethun, Shuhmun?—. Odio a los británicos. Les odio.

—¿Odias a Christopher Marlowe?

—Gracias, listo —dijo Maria—. Eres igual que el hijoputa del asiento contiguo.

Ahora miraba a Sherman, y sonreía. Era una de esas sonrisas que los más valientes logran esbozar en el momento del dolor más intenso. Sus ojos parecían estar a punto de llorar.

—¿Qué hijoputa?

—El del avión. El británico. —Sinónimo de gusano repugnante—. Se puso a hablar conmigo de repente. Yo estaba mirando el catálogo de la exposición de Reiner Fetting que estuve viendo en Milano. —A Sherman le fastidió que Maria emplease el nombre italiano en lugar de decir Milán, sobre todo porque no había oído hablar en su vida del tal Reiner Fetting—. Y el tipo empezó a decir cosas de Reiner Fetting. Llevaba uno de esos Rolex enormes. ¿Es increíble que logren levantar el brazo? —María tenía esa costumbre de Chica del Sur que consiste en convertir en interrogativas las frases afirmativas.

—¿Y crees que sólo pretendía ligar?

—¡Naturalmente! —sonrió Maria, esta vez muy satisfecha.

La sonrisa le proporcionó un gran alivio a Sherman. Se había roto el encantamiento. No sabía exactamente por qué. No se daba cuenta de que hay mujeres cuya actitud respecto a su propia capacidad de atracción sexual era la misma que él tenía respecto al mercado de bonos. Lo único que sabía Sherman era que se había roto el encantamiento, que había pasado el mal momento. En realidad ya no importaba de qué charlase ella ahora. Y ella siguió parloteando sin parar. Se lanzó de cabeza a hablar de la humillación que había tenido que sufrir.

—Se moría de ganas de contarme que era productor de cine. Que estaba haciendo una película basada en esa obra, El doctor Fausto, de Christopher Marlowe, o Marlowe a secas, sí, me parece que dijo sólo Marlowe, y, no sé por qué, se me ocurrió hacer algún comentario, en fin, pero yo creí que Marlowe era un guionista de cine. De hecho, me parece que lo que pensé fue, ¿no había una película con un personaje que se llamaba Marlowe? Salía Robert Mitchum.

—Exacto. Era sobre una novela de Raymond Chandler.

Maria le miró con la más absoluta inexpresividad. Sherman decidió olvidarse de Raymond Chandler.

—¿Y qué le dijiste?

—Le dije: «Oh, Christopher Marlowe, ¿no ha escrito una película?» Y ¿sabes qué me dijo ese… bastardo…? Me dijo: «No lo creo. Murió en 1593.» No lo creo.

Sus ojos llameaban de sólo recordarlo. Sherman esperó un momento.

—¿Eso fue todo?

—¿Que si eso fue todo? Me entraron ganas de estrangularle. Ha sido… humillante. No lo creo. El muy presumido…

—¿Y qué le dijiste luego?

—Nada. Me puse roja. Era incapaz de decir una sola palabra.

—¿Y es esto lo que explica ese humor de tu llegada?

—Sherman, dime la verdad. ¿Crees que el hecho de no conocer a Christopher Marlowe te convierte en estúpido?

—Pero Maria, por Dios. No puedo creer que una tontería así te haya puesto de ese humor.

—¿Qué humor?

—Esa nube negra de cuando has llegado.

—No me has contestado, Sherman. ¿Eres estúpido, sólo por no saber eso?

—No digas ridiculeces. Yo casi no tengo ni idea de quién fue, y probablemente tuve que estudiar sus obras durante algún curso.

—Bueno, a eso voy, exactamente. Tú al menos tuviste que estudiarle en algún curso. Yo no. Nunca. Por eso me siento tan… Ni siquiera entiendes de qué te hablo, ¿verdad?

—Desde luego que no. —Sherman le sonrió, y ella le devolvió la sonrisa.

Ahora estaban a la altura del aeropuerto La Guardia, iluminado por centenares de farolas de vapor de sodio. No parecía un gran aeropuerto, sino, más bien, una fábrica. Sherman giró hacia el carril de adelantamiento y lanzó su Mercedes a gran velocidad bajo el paso elevado de la calle Treinta y uno y cuesta arriba por la rampa que conducía al Triborough Bridge. La nube se había alejado. Volvía a sentirse satisfecho de sí mismo. Había conseguido animarla, hacerle olvidar el mal trago.

Tuvo que frenar un poco. Los cuatro carriles estaban atestados de coches. Cuando el Mercedes ascendía por el gran arco del puente, vio la isla de Manhattan a su izquierda. Los rascacielos estaban tan apretujados que hasta se notaba su masa, su estupendo peso. ¡Cuántos millones de personas de todo el mundo anhelaban ir a esa isla, entrar en esos rascacielos, caminar por esas calles tan estrechas! Allí estaba la ciudad que en el siglo XX desempeñaba la función de la antigua Roma, de París, de Londres, la ciudad de la ambición, la densa roca magnética, el destino irresistible de todos cuantos estaban empeñados en vivir en el lugar donde ocurría todo… ¡Y él era uno de los que habían ganado esa batalla! ¡Un triunfador que vivía en Park Avenue, la calle soñada! ¡Y trabajaba en Wall Street, en un piso cincuenta, en la legendaria firma de Pierce & Pierce, dominando el mundo! ¡E iba al volante de un deportivo de 48.000 dólares, al lado de una de las mujeres más guapas de Nueva York —sin ningún título de Literatura Comparada, ciertamente, pero menudo tipazo—! ¡Un animal joven y fogoso! Él pertenecía a la raza de aquellos cuyo destino natural era… ¡poseer todo lo que deseaban!

Abandonó el volante con una de sus manos, y señaló con un ademán grandioso la poderosa isla.

—¡Ahí la tienes, nena!

—¿Ya estamos otra vez con lo de nena?

—Me sale de dentro, nena. Ahí está Nueva York. Ahí.

—¿Crees en serio que doy el tipo de la clásica «nena»?

—Más «nena» que ninguna, Maria. ¿Dónde quieres cenar? Ahí tienes Nueva York. La ciudad entera es tuya.

—¡Sherman! ¿No tendrías que torcer por allí?

Sherman miró hacia la derecha. Maria tenía razón. Estaba dos carriles más a la izquierda de lo debido si quería tomar el desvío a la derecha por el que una rampa descendía hacia Manhattan, y ya no había modo de acercar el coche hasta allí. A estas alturas, el carril por el que circulaba el Mercedes, y el carril de al lado, y el otro, todos los carriles, estaban ocupados por auténticos trenes de coches y camiones, parachoques contra parachoques, avanzando centímetro a centímetro hacia el peaje que se encontraba a unos cien metros de distancia. Encima del peaje, un enorme cartel verde, iluminado por focos amarillos, decía: BRONX UPSTATE N.Y. NEW ENGLAND.

—Sherman, estoy segura de que para ir a Manhattan hay que salir por allí.

—Tienes razón, cariño, pero ahora ya no puedo meterme hacia esos carriles.

—¿Y éstos? ¿Adonde llevan?

—Al Bronx.

Los trenes de vehículos avanzaron de nuevo centímetro a centímetro hacia las cabinas del peaje, envueltos en nubes de partículas de carbono y azufre.

El Mercedes era un coche tan bajo que Sherman tuvo que estirar todo el brazo hacia arriba para dar los dos dólares cuando se situó junto a la cabina. Un negro de aspecto cansado le miró desde lo alto de su ventanilla. La pared de la cabina tenía una horrible hendedura producida por algún vehículo. El metal estaba herrumbroso.

Una inquietud vaga, vaporosa, abismal comenzaba a rezumar en el interior del cráneo de Sherman. El Bronx… Él había nacido y crecido en Nueva York, y sentía un varonil orgullo cuando pensaba en lo muy a fondo que conocía su ciudad. Conozco muy bien la ciudad. En realidad, no obstante, sus conocimientos del Bronx, obtenidos a lo largo de treinta y ocho años de vida, se limitaban a lo que llegó a ver en el curso de las cinco o seis expediciones que había hecho al Zoo del Bronx, más otras dos a los Jardines Botánicos, más una docena de viajes al Yankee Stadium, la última en 1977, para una final de los mundiales de baseball. Sabía, ciertamente, que el Bronx tenía calles numeradas, y que su numeración era correlativa a Manhattan. Lo que haría era… bueno, se metería por una de las calles que atravesaban el barrio e iría en dirección oeste hasta llegar a una de las avenidas que te devuelven a Manhattan. Total, nada grave.

La marea de luces rojas de posición fluía delante de ellos, pero ahora le resultaba un fastidio. En plena oscuridad, en medio de aquel enjambre de puntos rojos, no se situaba bien. Empezaba a fallarle su sentido de la orientación. Seguramente todavía estaba yendo hacia el norte. La bajada del puente le había parecido prácticamente recta. Pero ahora sólo podía guiarse por los indicadores. Todos los puntos de referencia conocidos habían desaparecido, habían quedado atrás. Al final del puente los carriles se abrían para formar una Y. MAJOR DEEGAN GEO. WASHINGTON BRIDGE… BRUCKNER NEW ENGLAND… Major Deegan subía hasta el norte… ¡No…! Hay que torcer a la derecha… Otra Y, sin previo aviso… EAST BRONX NEW ENGLAND… 138 ESTE BRUCKNER BOULEVARD… ¡Elige una calle, so bobo! Pares o nones… A la una, a las dos… Volvió a torcer a la derecha… 138 este… una rampa descendente… De repente se acabó la rampa, se acabó la vía rápida claramente señalizada. Y se encontraba al nivel del suelo. Era como si hubiese caído en el recinto de una chatarrería. Tenía la sensación de encontrarse justo debajo de la vía rápida. En mitad de la negrura llegó a distinguir a su izquierda una valla metálica… un objeto atrapado en mitad de la valla… ¡La cabeza de una mujer…! No, era una butaca con sólo tres patas, el asiento chamuscado y con todas las tripas al aire, enganchada a un par de metros de altura en la valla metálica… ¿A quién diablos se le podía haber ocurrido enganchar una butaca destrozada en lo alto de una valla? ¿Y por qué lo había hecho?

—¿Dónde estamos, Sherman?

Por el tono de su voz, Sherman supo que Maria no volvería a discutir sobre Christopher Marlowe ni acerca del restaurante adonde tenían que ir a cenar.

—En el Bronx.

—¿Sabes cómo salir de aquí?

—Claro. En cuanto encuentre una de las calles que atraviesan el barrio… Vamos a ver, vamos a ver, vamos a ver… Calle Ciento treinta y ocho…

Avanzaban hacia el norte por debajo de la vía rápida. Pero ¿de qué vía rápida se trataba? Dos carriles, los dos en dirección norte… A la izquierda, un muro de contención y una valla metálica y unas columnas de cemento que sostenían el paso elevado… Lo mejor era dirigirse hacia el oeste y encontrar una calle que regresara a Manhattan… torcer a la izquierda… pero el muro le impide torcer a la izquierda… Vamos a ver, vamos a ver… Calle Ciento treinta y ocho… ¿Dónde está la Ciento treinta y ocho…? ¡Allí! El indicador: calle ciento treinta y ocho… se mantiene a la izquierda, preparado para torcer… Una gran abertura en el muro… Calle Ciento treinta y ocho… ¡Pero girar hacia la izquierda es imposible! A su izquierda hay cuatro o cinco carriles, bajo el paso elevado, dos en dirección norte, otros dos en dirección sur, y más allá otro carril, y coches y camiones lanzados en ambas direcciones: es imposible atravesar toda esa circulación… De modo que sigue adelante… se va metiendo en el Bronx… Se aproxima otra abertura del muro… Se pega al lado izquierdo… ¡Lo mismo que antes…! ¡Es imposible girar a la izquierda! Empieza a sentirse arrapado en las tinieblas de debajo de la vía rápida… Tampoco es tan grave… Circulación intensísima…

—¿Qué haces, Sherman?

—Intento torcer hacia la izquierda, pero no hay forma de salir hacia la izquierda yendo por esta maldita calle. Tendré que salir por la derecha un poco más adelante, y girar ciento ochenta grados o algo así, y dar media vuelta.

María no hizo ningún comentario. Sherman la miró un instante. Ella mantenía la vista al frente, una expresión congelada, sombría. A la derecha, encima de unos edificios bajos y decrépitos, vio un gran anuncio que decía:

LO MEJOR DEL BRONX

ALMACÉN DE CARNE

Almacén de carne, en pleno Bronx… Otra abertura del muro algo más adelante… Esta vez empieza a prepararse para girar hacia la derecha… ¡Un tremendo bocinazo! Un camión que le adelanta por la derecha… Sherman gira bruscamente a la izquierda…

—¡Sherman!

—Lo siento, nena.

…demasiado tarde para girar a la derecha… Sigue adelante, se pega al lado derecho de la calle, preparado para girar… Otra abertura… gira a la derecha… una calle ancha… Cuánta gente de golpe y porrazo… Es como si la mitad de los vecinos estuviese en la calle… pieles oscuras, pero tienen aspecto de latinos… ¿Portorriqueños…? Allí hay un edificio alargado y bajo festoneado con ventanas de buhardillas… como casitas suizas de cuento infantil… pero ennegrecidas, horriblemente ennegrecidas… A ese lado un bar —Sherman lo mira fijamente— semisepultado bajo un montón de chatarra… Tantísima gente por la calle… Frena un poco… Edificios de apartamentos, bajos, con las ventanas arrancadas… Un semáforo rojo. Detiene el coche. Por el rabillo del ojo observa la cabeza de Maria que gira en panorámica hacia un lado, hacia el otro… «¡Ooooooaajjjjh!» Un grito tremendo a su izquierda… Un joven de delgado bigote y camiseta deportiva cruza la calle dando brincos. Tras él corre una chica que grita. «¡Ooooooaajjjjh!» La piel oscura, el pelo crespo y rubio… La chica agarra del cuello al joven, pero como si se movieran en cámara lenta, como si ella estuviese ebria. «¡Ooooooaajjjjh!» ¡Trata de estrangularle! Y él ni siquiera la mira. Le clava, simplemente, un codazo en el estómago. La chica se desliza contra el cuerpo del joven hasta caer al suelo. Se ha quedado a gatas, en mitad de la calle. Él sigue su camino. Ni una sola vez vuelve la cabeza para mirarla. Ella se pone en pie. Vuelve a abalanzarse contra él. «¡Ooooooaajjjjh!» Ahora están los dos delante mismo del Mercedes. Sherman y Maria, sentados en sus asientos envolventes de cuero color tostado, les miran a través del parabrisas. La chica ha vuelto a agarrar al joven por el cuello. Él vuelve a descargar un codazo contra su estómago. Cambia el semáforo, pero Sherman no puede poner el coche en marcha. La gente se arremolina en las aceras para contemplar el jaleo. Todos ríen. Aplauden y animan. La chica le tira del pelo al joven. Él sonríe y la castiga con los codos. Gente y más gente. Sherman mira a Maria. Ninguno de los dos tiene que decir una sola palabra. Dos blancos, uno de los cuales es una mujer muy joven vestida con una chaqueta azul de la Avenue Foch, de hombreras marcadísimas… y, atrás, suficiente equipaje como para irse a la China, y todo metido en un montón de maletas a juego… un Mercedes deportivo de 48.000 dólares… en mitad del Sputh Bronx… ¡Milagroso! Nadie les presta atención. No es más que otro coche detenido junto al semáforo. Los dos combatientes acaban por fin de cruzar la calle. Ahora se agarran mutuamente, como luchadores de sumo, cara a cara. Se tambalean, serpentean. Están agotados. Asfixiados. Se han cansado de ese juego. Casi se diría que se han puesto a bailar. La multitud va desinteresándose del asunto, la gente se va.

—Eso es el verdadero amor, nena —le dice Sherman a Maria. Trata de conseguir que ella crea que no está preocupado.

Ya no hay nadie que le cierre el paso al coche, pero el semáforo vuelve a estar en rojo. Sherman espera, y luego sigue avanzando por la misma calle. Ahora ya no hay tanta gente… una calle ancha. Gira ciento ochenta grados, regresa por donde habían venido…

—¿Qué piensas hacer ahora, Sherman?

—Creo que ya estamos bien orientados. Esta es una de las calles principales, una de las que atraviesan el barrio. Y vamos en la buena dirección. Hacia el oeste.

Pero al llegar a la gran avenida situada bajo el paso elevado de la vía rápida se encontraron en un cruce caótico. Diversas calles que convergían en los ángulos más inesperados… Gente que cruzaba la calle en todas direcciones… Caras oscuras… Por este lado, una boca de metro… Por aquél, edificios bajos, tiendas… Un restaurante chino, el Gran Sabor, llévese la comida a casa… Sherman se sentía incapaz de adivinar cuál de las calles era la que iba en dirección oeste… Esa, lo más probable es que sea ésa, giró hacia allí… una calle ancha… coches aparcados en las dos aceras… más adelante, aparcados en doble, en triple fila… una multitud… ¿Cómo atravesar…? De modo que decidió torcer… hacia ahí… Había un indicador de calle, pero los nombres de las calles ya no le servían de orientación… Calle Nosecuántos Este… hacia allí… Tomó una calle, pero al cabo de poco se fundió con otra calle lateral y se metió por entre unos edificios bajos. Daba la sensación de que estuviesen abandonados. Al llegar al siguiente cruce torció —supuso que hacia el oeste— y siguió la nueva calle a lo largo de unas cuantas manzanas. Seguía habiendo edificios bajos. No estaba claro si eran talleres o almacenes. Muros coronados por espirales de alambre de espino. Las calles estaban desiertas, lo cual está muy bien, se dijo a sí mismo, y no obstante sentía los nerviosos latidos de su corazón. Volvió a torcer. Una calle estrecha a cuyos lados se alineaban casas de siete u ocho pisos; ni rastro de gente; ni una sola luz en ninguna ventana. Y cuando llegó a la siguiente manzana, lo mismo. Volvió a torcer, y al doblar la esquina…

…asombroso. Absolutamente vacío, un enorme terreno abierto. Manzanas y manzanas —¿cuántas? ¿seis, ocho, una docena?— de terreno urbano sin un solo edificio en pie. Quedaban las calzadas, las aceras, las farolas, pero nada más. Ante él se extendía el retículo fantasmal de una ciudad, iluminado por el amarillo químico de las farolas. Aquí y allá había restos de escombros y escoria. La tierra parecía ser de cemento, pero con subidas y bajadas, con las colinas y los valles del Bronx… reducidos aquí a asfalto, cemento, y ceniza… todo bañado por una amarilla luz crepuscular.

Tuvo que mirar dos veces para convencerse de que todavía se encontraba en Nueva York. La calle se alargaba hasta conducir a una leve cuesta… A dos manzanas de distancia… A tres manzanas… Era difícil de adivinar en medio de aquel inmenso solar vacío… Había un edificio en pie, el último… En una esquina… tres o cuatro pisos… Parecía como si estuviese a punto de desplomarse en cualquier momento… Había luces encendidas en la planta baja, como si hubiese allí una tienda o un bar… En la acera, tres o cuatro personas. Sherman logró distinguirlas a la luz de la farola del cruce.

—¿Qué es esto, Sherman? —Maria le miraba fijamente.

—Supongo que la parte sudeste del Bronx.

—¿Quieres decir que no sabes dónde estamos?

—Sé más o menos dónde estamos. Mientras sigamos avanzando en dirección oeste, vamos bien.

—¿Y por qué crees que avanzamos en dirección oeste?

—Oh, no te preocupes, vamos hacia el oeste. Sólo que…

—Sólo que, ¿qué?

—Si ves el rótulo de alguna calle… Estoy buscando alguna calle de las numeradas.

La verdad era que Sherman ya no sabía en qué dirección estaba yendo. Al acercarse al edificio comenzó a oír un repetido zung zung zung zung zung zung. Lo oía a pesar de que llevaban las ventanillas cerradas… Un cello… Desde lo alto de la farola, un cable eléctrico descendía en arco hasta colarse por la puerta abierta. En la acera, una mujer aparentemente vestida con camiseta y pantalones cortos de baloncesto estaba acompañada por un par de hombres con camisa de manga corta. La mujer se había doblado por la cintura, con las manos en las rodillas, partiéndose de risa y haciendo girar la cabeza en amplios círculos. Los dos hombres se reían también. ¿Eran portorriqueños? No había modo de adivinarlo. En el interior del local, allí por donde entraba el cable, Sherman alcanzó a ver una luz tenue y unas siluetas. Zung zung zung zung zung… el contrabajo… y luego las agudas notas de unas trompetas… ¿Música latina…? La mujer seguía haciendo girar la cabeza.

Sherman le echó una ojeada a Maria. Allí estaba, con su fabulosa chaqueta azul oscuro. Su pelo, espeso y corto, enmarcaba una cara tan congelada como la de una instantánea. Sherman aceleró y se alejó de aquel fantasmagórico puesto de avanzadilla en mitad del inmenso baldío.

Torció para dirigirse hacia unos edificios… hacia allí… Pasó delante de casas con todas las ventanas arrancadas…

Llegaron a un parquecito cercado por una verja metálica. Había que girar a la derecha o a la izquierda. Las calles salían de aquel punto en ángulos extraños. Sherman no recordaba ya en qué dirección se cruzaban las calles en ángulo recto. Aquello no parecía formar parte de Nueva York. Más bien recordaba alguna de esas ciudades de New England que están siendo abandonadas. Torció a la izquierda.

—Sherman, esto empieza a no gustarme.

—No te preocupes, pequeña.

—¿Ahora me llamas pequeña?

—No te gustaba que te llamase nena. —Sherman trataba de parecer despreocupado.

Ahora había coches aparcados junto a las aceras… Tres muchachos bajo una farola; tres caras oscuras. Con chaquetones acolchados. Miraron fijamente el Mercedes. Sherman volvió a torcer.

Al final de la nueva calle se divisaba un neblinoso fulgor amarillento, una calle más iluminada. A medida que se acercaban iba aumentando la cantidad de gente que rondaba por las aceras, en los portales, en la calzada… Qué cantidad de caras oscuras… Más adelante, un bulto oscuro en mitad de la calle.

La oscuridad absorbía casi toda la luz de sus faros. Por fin pudo distinguirlo: un coche detenido en plena calzada, lejos de la acera… un grupo de chicos a su alrededor… Más caras oscuras… Tendría que dar un rodeo por uno de los lados, sortearles… Pulsó el botón que cerraba los seguros de las puertas. El clic electrónico le sobresaltó, como si fuese el redoblar de un tambor. Trató de relajarse. Los chicos se agacharon para mirar por las ventanillas del Mercedes.

Sherman vio por el rabillo del ojo a uno de los chicos; estaba sonriendo. Pero no dijo nada. Siguió mirando al frente, esbozó una sonrisa. Gracias a Dios, había espacio suficiente para pasar. Siguió adelante, muy lentamente. Pero ¿y si tenían un pinchazo? ¿Y si se le calaba el motor? Menudo aprieto. Pero no se asustó. Seguía siendo el amo de la situación. Sigue adelante. Lo principal es no detenerse. Un Mercedes de 48.000 dólares. Adelante, mis teutones, cabezas de Panzer, adelante mis vándalos… No me dejéis en mal lugar… Logró dejar el coche atrás. Al frente, una calle importante… La circulación, en ambas direcciones, atravesaba la bocacalle a gran velocidad. Soltó el aire que había estado reteniendo. ¡Tomaría esa calle, una travesía que le permitiría salir del Bronx! ¡Hacia la derecha! ¡Hacia la izquierda! Daba igual. Llegó al cruce. El semáforo estaba en rojo. Y a mí qué. Comenzó a meterse en la intersección.

—¡Sherman, estás saltándote un semáforo en rojo!

—Mejor. Así vendrá la poli. Me da lo mismo.

Maria se calló. Toda su vida lujosa no tenía ahora más que un solo propósito: salir del Bronx.

Hacia delante, la luz amostazada de las farolas era más brillante… Un cruce importante… Un momento… Por aquel lado, una boca de metro… Por éste, tiendas, restaurantes baratos… Texas Fried Chicken… Restaurante Chino Gran Sabor… ¡Restaurante Chino Gran Sabor!

Maria estaba pensando lo mismo que él.

—¡Por Dios, Sherman, volvemos a estar en el mismo sitio! ¡Has estado dando vueltas en círculo!

—Ya lo sé. Ya lo sé. Espera un momento. Ya verás. Voy a torcer a la derecha. Voy a pasar de nuevo por debajo del paso elevado. Voy a…

—No vuelvas a pasar por ahí debajo, Sherman.

Tenían la vía rápida encima de sus cabezas, otra vez. El semáforo se puso verde. Sherman no sabía qué hacer. Alguien pegaba bocinazos a su espalda.

—¡Sherman! ¡Mira a ese lado! ¡Ahí dice George Washington Bridge!

¿Dónde? La bocina insistía machaconamente. Hasta que por fin vio el cartel. Estaba al otro lado, después del paso elevado, un indicador montado sobre un pie de cemento… 95.895 ESTE. GEO. WASH. BRIDGE… Debe de haber una rampa ascendente…

—¡Pero no nos interesa ir en esa dirección! ¡Por ahí se va al norte!

—¿Y qué, Sherman? ¡Cómo mínimo sabrás en donde estás! ¡Como mínimo será regresar a la civilización! ¡Salgamos de aquí!

La bocina seguía empujándoles. Alguien gritaba detrás de ellos. Sherman pisó a fondo, con el semáforo todavía en verde. Atravesó los cinco carriles en dirección al indicador. Volvía a encontrarse bajo el paso elevado.

—¡Es por ahí, Sherman!

—Sí, sí, ya lo veo.

La rampa parecía una tubería sujeta entre columnas de cemento. El Mercedes pegó un brinco porque una de sus ruedas se metió en un profundo bache.

—Joder —dijo Sherman—. No lo he visto.

Se inclinó sobre el volante. Los faros barrían un delirio de columnas de cemento. Redujo a segunda. Giró a la izquierda rodeando un contrafuerte y le pisó a fondo, cuesta arriba. ¡Cuerpos…! ¡Unos cuerpos en mitad de la rampa…! No, no son cuerpos… Son unos abultamientos de la calzada, unas formas moldeadas… No, contenedores, contenedores de forma extraña… Bidones de basura… Para rodearlos, no le quedaba más remedio que rozar casi la pared de la izquierda… Redujo a primera y giró un poco hacia la izquierda… Una mancha confusa en el haz de los faros… Por un instante le pareció que una persona acababa de saltar desde lo alto de la barandilla de la rampa… No, demasiado pequeño para ser una persona… Era un animal… Estaba tendido en medio de la calzada, cerrando el paso… Un frenazo brusco… Una pieza del equipaje le golpeó la coronilla… Un neceser, o dos…

Un chillido de Maria. Tenía una maleta encima de su reposacabezas. Se había calado el motor. Sherman echó el freno de mano y libró a Maria de la maleta que se le había caído encima.

—¿Estás bien?

Maria no le miraba. Estaba dirigiendo la vista al frente, a través del parabrisas:

—¿Qué es eso?

Lo que cerraba el paso no era un animal… El dibujo de un neumático… Era una rueda de coche… Lo primero que se le ocurrió fue que a algún coche de los que circulaban por el paso elevado se le había saltado una rueda, que luego había caído hasta la rampa. Sherman puso otra vez el coche en marcha. Comprobó que el freno de mano seguía echado. Y luego abrió la puerta.

—¿Adónde vas, Sherman?

—Voy a apartar esa rueda de ahí.

—Cuidado. ¿Y si viniese un coche?

—Da igual. —Se encogió de hombros y salió.

En cuanto pisó la rampa tuvo una sensación extraña. Desde arriba le llegaba el increíble estruendo metálico que producían los coches al pasar sobre alguna juntura de la vía rápida. Alzó la vista y no vio coches, sólo la negra barriga del paso elevado. Pero seguía oyendo los coches que, al parecer, avanzaban por encima de su cabeza a gran velocidad, produciendo el ruido metálico y creando un campo de vibraciones. Las vibraciones envolvían con un zumbido incesante toda la enorme y ennegrecida estructura. Sin embargo, Sherman podía oír al mismo tiempo sus zapatos, sus zapatos de New & Lingwood, sus zapatos de New & Lingwood de Jermyn Street, Londres, sus zapatos de 650 dólares, con sus suelas y tacones de cuero inglés, que producían un ruido, un leve crujido arenoso cada vez que daba un paso rampa arriba, camino de la rueda. El leve crujido arenoso que producía el roce de sus suelas contra el asfalto era el ruido más penetrante que había oído en su vida. Se inclinó hacia el suelo. Al final resultó que no era una rueda, sino un simple neumático. Cómo podía ningún coche haber perdido sólo el neumático. Lo recogió.

—¡Sherman!

Se volvió hacia el Mercedes. ¡Dos tipos…! Dos jóvenes, negros, en la rampa, que se le acercaban por detrás. ¡Boston Celtics! El que se encontraba más cerca de él llevaba la parte superior de un mono de calentamiento, de color plateado y con la palabra CELTICS escrita sobre el pecho… Se encontraba a sólo cuatro o cinco pasos de Sherman… un joven gigantesco… Llevaba abierta la cremallera, una camisera blanca… tremenda musculatura pectoral… cara cuadrada… anchas mandíbulas… boca grande… ¿Qué significaba la expresión de su cara…? ¡Una cara de cazador! ¡De predador! El gigante se quedó mirando fijamente a los ojos de Sherman… seguía caminando lentamente… El otro era alto pero muy delgado, de cuello largo y cara afilada… una cara de rasgos delicados… los ojos muy abiertos… desconcertados… Parecía sentir pánico… Llevaba un suéter muy holgado… Estaba uno o dos pasos por detrás del otro, del más grande…

—¡Eh! —dijo el gigante—. ¿Necesita ayuda?

Sherman se quedó plantado en donde estaba, con el neumático en las manos, mirándole fijamente.

—¿Qué pasa? ¿Necesita ayuda?

Hablaba en tono de buen vecino. ¡Me está tendiendo una trampa! ¡Esconde una mano en el bolsillo! Pero parece sincero. ¡Es una trampa, so idiota! ¿Y si sólo trata de ayudarme? ¡Qué coño hacen los tipos esos en esta rampa! Todavía no han hecho nada malo, no me han amenazado. ¡Pero lo harán! Muéstrate amable. ¿Estás chiflado? ¡Haz algo! ¡Actúa! Un sonido comenzó a vibrar en su cabeza, un sonido como el del vapor a presión. Tenía el neumático sujeto delante del pecho. ¡Ahora! Ya: cargó contra el gigante, y le arrojó el neumático. ¡Pero volvía! ¡El neumático volvía hacia él! Alzó los brazos, y el neumático rebotó contra ellos. Aquel bruto tropezó ahora con el neumático, cayó despatarrado. La chaqueta plateada de los CELTICS… en el asfalto. La inercia empujó a Sherman hacia adelante. Las suelas de sus elegantes zapatos New & Lingwood resbalaron. Giró como un trompo.

—¡Sherman!

Maria se había puesto al volante del Mercedes. El motor rugía. La otra puerta le esperaba, abierta.

—¡Entra!

El otro chico, el delgado, se interponía entre él y el coche… una expresión aterrorizada… sus ojos desorbitados… Sherman estaba en plena tensión… ¡Tenía que meterse en el coche…! Corrió hacia él. Bajó la cabeza. Le embistió. El chico retrocedió y se dio contra el guardabarros trasero del coche, pero no llegó a caer al suelo.

—¡Henry!

El más robusto se puso en pie. Sherman se lanzó al interior del coche.

—¡Entra! ¡Entra! —El rostro de Maria espantosamente horrorizado.

El rugido del motor… el salpicadero teutón del Mercedes… Una mancha confusa junto al coche… Sherman agarró el tirador de la puerta y, con una tremenda descarga de adrenalina, la cerró violentamente. Por el rabillo del ojo: el gigante… casi pegado a la puerta de Maria. Sherman puso el mecanismo del cierre automático de los seguros. ¡Rap! El tipo tironeaba de la puerta de Maria… CELTICS a pocos centímetros de la cabeza de Maria, al otro lado del cristal: Maria puso la primera y lanzó el coche adelante, con un tremendo chirrido. El gigante se apartó de un salto. El coche iba lanzado directamente contra unos bidones de basura. Maria frenó de golpe. Sherman se dio de bruces contra el salpicadero. Un neceser cayó encima de la palanca del cambio de marchas. Sherman lo retiró, se lo puso sobre las rodillas. Maria metió la marcha atrás. El Mercedes salió disparado. Sherman echó una ojeada a su derecha. El más flaco… El delgado permanecía en pie, mirándole… miedo en estado puro reflejado en su rostro delicado… Maria metió de nuevo la primera… Respiraba de forma extraña, como si estuviera ahogándose…

—¡Cuidado! —gritó Sherman.

El gigante se aproximaba al coche. Había levantado el neumático por encima de su cabeza. Arrancando un bramido con los neumáticos, Maria lanzó el coche hacia adelante, directamente contra él. El gigante se tiró a un lado, desapareció de la vista… una mancha borrosa… una sacudida tremenda… El neumático golpeó el parabrisas y rebotó, sin romper el cristal… ¡Vivan los teutones…! Maria giró todo el volante hacia la izquierda para no chocar contra los bidones de basura… El delgado estaba justo allí… El Mercedes derrapó, culeó… ¡zoc…! El delgado ya no estaba allí… Maria siguió peleándose con el volante… El Mercedes salió proyectado entre la barandilla y los bidones… Maria estaba pisándolo a fondo… Un chirrido rabioso de los neumáticos… El coche salió disparado rampa arriba… La calzada volaba a los pies de Sherman… Sherman contuvo la respiración… La lengua anchísima de la vía rápida… Luces desfilando ante ellos como cohetes… Maria pegó un frenazo… Sherman y el neceser cayeron contra el salpicadero… Ahhh ahhhhh ahhhhh ahhhh… Sherman creyó en un primer momento que Maria se había puesto a reír a carcajadas. Pero sólo trataba de recobrar el aliento.

—¿Estás bien?

Maria lanzó el coche como un tiro hacia la vía rápida. Un tremendo bocinazo.

—¡María, cuidado, por Dios!

El bocinazo creció un instante y luego empezó a desvanecerse, pero ya estaban en la vía rápida.

A Sherman le escocían los ojos de sudor. Soltó el neceser con una mano para frotárselos, pero temblaba tantísimo que tuvo que bajarla otra vez al neceser. Se notaba los latidos en la garganta. Estaba empapado de sudor. La americana se le había desgarrado por algún lado. Lo notaba. Las costuras de la espalda estaban rotas. Sus pulmones pugnaban por encontrar el oxígeno suficiente.

Avanzaban por la vía rápida, a una velocidad excesiva.

—¡Frena un poco, Maria, por Dios!

—¿Adónde va esta carretera? ¿Adónde va, Sherman?

—Sigue los indicadores del puente George Washington, y frena un poco, por Dios, frena un poco.

Maria soltó una de sus manos del volante para echarse el cabello hacia atrás. Todo su brazo, así como la mano, temblaba horrorosamente. Sherman se preguntó si Maria sería capaz de controlar el coche, pero no quería tampoco que perdiera concentración. Su propio corazón latía a saltos, corno si lo tuviera suelto dentro de su caja torácica.

—¡Mierda! ¡Me tiemblan las manos! —dijo Maria. Era la primera vez que Sherman le oía decir mierda.

—Tómatelo con calma —dijo Sherman—. Estamos salvados, estamos salvados.

—Pero ¿adónde va esta carretera?

—Tranquila. Sigue los indicadores. George Washington Bridge.

—Mierda, Sherman. ¡Eso fue lo que hicimos antes!

—Tranquila, por Dios. Ya te diré por dónde has de tomar.

—Pues a ver si esta vez no la jodes, Sherman.

Sherman se sorprendió a sí mismo agarrando el neceser como si también fuese un volante. Intentó concentrarse en el camino que debían seguir. De repente vio un indicador situado sobre los coches que tenían delante: TRAVESÍA BRONX. GEO. WASH. BRIDGE.

—¡Travesía Bronx! ¿Te suena?

—Da igual. Métete por ahí.

—¡Mierda, Sherman!

—Sigue así. Por aquí vamos bien.

—El copiloto.

Sherman miró fijamente la línea blanca del asfalto. Miró tan fijamente que las líneas… los signos… las luces rojas de posición… comenzaron a alejarse de él… Ya no conseguía entender lo que veía… Sólo conseguía concentrarse en… ¡fragmentos…! ¡moléculas…! ¡átomos…! ¡Por Dios…! ¡Ya no soy capaz ni de razonar! El corazón comenzó a estremecerse con las palpitaciones… hasta que hubo un tremendo… ¡flap!… y volvió a su ritmo normal…

A continuación, en lo alto: MAJOR DEEGAN TRIBORO BRIDGE.

—¿Has visto ese indicador, Maria? ¡El puente Triboro! ¡Vete hacia allí!

—Por Dios, Sherman, ¿no decías que el puente George Washington?

—¡No! ¡Es mejor el Triboro, Maria! ¡Por ahí iremos directamente a Manhattan!

De modo que se desviaron hacia ese carril. Más adelante, sobre los coches: WILLIS AVE.

—¿Qué es eso de Willis Avenue?

—Creo que está en el Bronx —dijo Sherman.

—¡Mierda!

—¡Pégate a tu izquierda! ¡Vamos bien!

Sobre la circulación otro indicador: TRIBORO.

—¡Ahí está, Maria! ¿Lo ves?

—Lo veo.

—Métete hacia la derecha. ¡La salida es por la derecha!

Sherman seguía agarrado al neceser, y comenzó a girarlo hacia la derecha. Estaba agarrado al neceser y lo giraba como si fuese un volante. Maria llevaba su americana azul oscuro de la Avenue Foch, con grandes hombreras… hasta aquí… convertida en un animal tenso que se contorsionaba bajo las anchísimas hombreras que estaban de moda en París… metidos los dos en un Mercedes de 48.000 dólares con unos controles que parecían los de la cabina de mando de un avión… tratando desesperadamente de huir del Bronx…

Llegaron a la salida. Sherman siguió agarrándose al neceser como si en ello le fuese la vida, ¡como si de un momento a otro fuese a soplar un huracán que pudiese arrancarles del carril apropiado y devolverles al Bronx!

Lo consiguieron. Ahora ya estaban bajando la pendiente alargada que conducía al puente y, a través de él, a Manhattan.

Ahhhh ahhhhh ahhhhh ahhhhh.

—¡Sherman!

La miró fijamente. Maria gemía e inspiraba grandes bocanadas de aire.

—Ya ha pasado, cariño.

—Sherman, ¡la tiró… contra mí!

—¿Qué te tiró?

—La rueda, Sherman, la rueda.

El neumático se había estrellado contra el parabrisas, justo delante de los ojos de Maria. Pero hubo otra cosa que de repente recordó Sherman, un flash… aquel ¡zoc…! El ruido del guardabarros golpeando algo, la desaparición del chico delgado… Maria soltó un sollozo.

—¡Contrólate! ¡Ya casi estamos!

—Dios… —Maria se sorbió las narices.

Sherman extendió el brazo y le hizo masaje en la nuca.

—Ya está, cariño. Lo has hecho de maravilla.

—Oh, Sherman.

Lo más curioso fue —y le pareció curioso justo en ese momento— que a Sherman le entraron ganas de sonreír. ¡La he salvado! ¡Soy su protector! Siguió frotándole la nuca.

—No ha sido más que un neumático —dijo el protector, saboreando el lujo de quien tranquiliza al débil—. De lo contrario, habría roto el parabrisas.

—Me lo tiró… a mí… directamente a mí…

—Lo sé, lo sé… Pero ahora ya ha pasado todo.

Pero Sherman volvió a oírlo. Ese ligero zoc. Y la desaparición del chico delgado.

—Maria, me parece que le has… Creo que hemos atropellado a uno de esos chicos.

Tú-nosotros… Un instinto muy profundo reclamaba al patriarca: la culpa. Maria no hizo ningún comentario.

—Cuando hemos patinado. Hubo un especie de… algo así como… un ruidito, un zoc.

Maria permaneció en silencio. Sherman la miraba fijamente. Hasta que por fin ella contestó:

—Sí… no sé. Me importa un huevo. Sherman. Lo único que me importa es que hemos logrado salir de allí.

—Sí, eso es lo principal, pero…

—Por Dios, Sherman, ha sido… ¡Qué pesadilla tan horrible! —Maria volvió a sofocar los sollozos, sin abandonar su posición encorvada sobre el volante, mirando siempre al frente, por el parabrisas, concentrada en la circulación.

—Tranquila, tranquila. Ahora ya ha pasado. —Siguió frotándole la nuca. El chico delgado estaba allí. Zoc. Y desapareció.

La circulación era cada vez más intensa. La marea de rojas luces de posición que tenían delante se colaba luego por un túnel y después comenzaba a ascender por una cuesta. Ya no estaban lejos del puente. Maria desaceleró. En medio de la oscuridad, la zona de peaje era como una enorme masa de cemento amarilleada por las farolas. Delante de ellos, las luces rojas se amontonaban para formar enjambres junto a las cabinas del peaje. A lo lejos, Sherman alcanzó a divisar la densa negrura de Manhattan.

Tantísimas luces… tantísima gente… tantísimas almas que compartían con él esa masa de cemento bajo las luces amarillentas… ¡y ninguna de esas almas sabía lo que él acababa de vivir!

Sherman esperó a que comenzaran a deslizarse por el FDR Drive, junto a la orilla del East River, ya en Manhattan, en el Manhattan de los blancos, y también a que Maria estuviera más calmada, para volver a plantear aquel asunto.

—Y bien, ¿qué opinas, Maria? Me parece que deberíamos informar a la policía.

Ella no dijo nada. Sherman la miró. Ella mantuvo la mirada, fija y sombría, en la calzada.

—¿Qué opinas?

—¿De qué serviría?

—Mira, creo que…

—¡Cierra el pico, Sherman! —Lo dijo en voz baja, con amabilidad—. Déjame seguir conduciendo este maldito coche.

Tenían justo delante de ellos los conocidos muros neogóticos del New York Hospital. ¡El Manhattan de los blancos! Salieron del FDR Drive por el carril que conducía a la calle Setenta y uno.

Maria aparcó junto a la acera de enfrente de su escondrijo. Sherman salió e inmediatamente fue a revisar el guardabarros posterior del lado derecho. Y se sintió muy aliviado al comprobar que no estaba mellado ni rozado; no había señales de nada, al menos a la escasa luz de la calle. Como Maria le había dicho a su marido que no pensaba regresar de Italia hasta el día siguiente, quiso subir todo su equipaje al apartamento. Por tres veces, Sherman subió los crujientes peldaños que conducían al cuarto piso, cargando con las maletas bajo la miserable iluminación que proporcionaban los halos del casero.

Maria se quitó la chaqueta azul oscuro de anchísimas hombreras, y la dejó sobre la cama. Sherman se quitó la americana. Tenía rotas las costuras laterales de la espalda. Huntsman, Savile Row, Londres. Le había costado una fortuna. La tiró encima de la cama. Llevaba la camisa empapada. Maria se quitó los zapatos dando un par de patadas en el aire, y se sentó en una de las sillas que había junto a la pesada mesa de roble, apoyó un codo en la mesa y dejó que la cabeza se recostara sobre su antebrazo. La vieja mesa gimió bajo el peso. Luego Maria se enderezó y miró a Sherman.

—Quiero una copa —dijo—. ¿Te sirvo otra a ti?

—Yo también me tomaré algo. ¿Quieres que las prepare yo?

—Ajá. Ponme muchísimo vodka y un poco de zumo de naranja y unos cubitos. El vodka está en la vitrina.

Sherman entró en la diminuta y tenebrosa cocina, y encendió la luz. Una cucaracha se había instalado en el borde de una sartén sucia que estaba puesta aún en el hornillo. Al diablo con la cucaracha. Preparó el combinado de vodka y zumo de naranja para María, y luego se sirvió un vaso alto de scotch, casi lleno, con un poco de agua y hielo. Se sentó a la mesa, frente a María. Sintió unos tremendos deseos de tomarse la copa. Anhelaba notar la quemadura en el estómago. El coche culeó. Zoc. El chico delgado y delicado había desaparecido.

Maria se había bebido ya la mitad de la copa. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás, y después miró a Sherman y le dirigió una sonrisa cansada.

—Te juro —dijo— que por un instante pensé que ahí se acababa todo.

—Bien, ¿qué hacemos ahora? —dijo Sherman.

—¿Qué quieres decir?

—Creo que deberíamos… Creo que deberíamos informar a la policía.

—Ya lo has dicho antes. Bien, explícame por qué.

—En fin, trataron de atracarnos, y me parece que es posible que tú… Me parece que cabe la posibilidad de que atropellaras a uno de esos chicos.

Ella se limitó a seguir mirándole.

—Fue cuando le pisaste a fondo y el coche patinó.

—¿Quieres saber una cosa? Ojalá sea como te imaginas. Pero si llegué a golpearle, no creo que fuese muy fuerte. Apenas llegué a oír nada.

—Fue un leve zoc. Y luego desapareció de la vista.

Maria se encogió de hombros.

—Sólo estoy pensando en voz alta —dijo Sherman—. Me parece que deberíamos avisar a la policía. De ese modo nos protegemos de cualquier eventualidad.

Maria soltó el aire entre los labios, como si estuviese torturada por la duda, y desvió la vista.

—Supongamos por un momento que el chico ese estuviese herido.

—Francamente —dijo Maria volviendo a mirarle y riendo—, me importa muy poco que lo esté.

—Pero supongamos que…

—Mira, hemos conseguido salir de allí. Cómo lo hicimos, da igual.

—Pero supongamos…

—Olvídate de tus suposiciones de mierda, Sherman. ¿Qué piensas decirle a la policía?

—No lo sé. Les contaré sencillamente lo que ha ocurrido.

—Sherman, voy a contarte yo lo que ha ocurrido. Soy de Carolina del Sur, y te lo voy a contar con palabras sencillas. Dos negrazos intentaron asesinarnos, pero hemos logrado escapar. Dos negrazos intentaron asesinarnos en la selva, y hemos logrado salir de la selva, y aún estamos vivos. Eso es todo.

—Ya. Pero supongamos…

—¡Puedes suponer lo que quieras! Por ejemplo, que vas a la policía. ¿Qué les vas a contar? ¿Qué les dirás que estábamos haciendo en e Bronx? Dices que sólo pretendes contarles lo que ha ocurrido. Pues a ver, Sherman, cuéntamelo a mí. ¿Qué ha ocurrido?

Eso era, así pues, lo que ella estaba tratando de decirle. ¿Vas a decirle a la policía que la esposa de Mr. Arthur Ruskin, de la Quinta Avenida, y Mr. Sherman McCoy, de Park Avenue, estaban celebrando por casualidad un tête-a-tête nocturno cuando, de repente, no lograron tomar la salida del puente que conduce a Manhattan y tuvieron un altercado en el Bronx? Repasó mentalmente el relato. Bueno, podía sencillamente decirle a Judy que… No, no podía decirle nada a Judy respecto a cierto paseo en coche con una mujer que se llamaba Maria. Por otro lado, si habían… si Maria había atropellado al chico, lo mejor era hacer de tripas corazón y contar lo ocurrido. ¿Y qué había ocurrido? Bueno… dos chicos habían tratado de robarles. Habían bloqueado la calzada. Se habían acercado a Sherman. Le habían dicho… Una leve conmoción atravesó su plexo solar. ¡Eh! ¿Necesita ayuda? Eso fue lo que dijo el gigante. No había sacado ningún arma. Ninguno de los dos chicos había hecho ningún ademán amenazador antes de que él les arrojara el neumático. Podía ser que… Alto ahí. No, no es posible. ¿Qué otra cosa podían haber estado haciendo en aquella rampa, a oscuras, bloqueando la calzada, como no fuera…? Maria confirmaría la interpretación de Sherman… ¡Interpretación…! Maria… un animal joven y fogoso… De repente, Sherman comprendió que apenas la conocía.

—No sé. Quizá tengas razón —dijo—. Pensémoslo. Sólo estoy pensando en voz alta.

—Yo no necesito pensarlo más, Sherman. Hay cosas que entiendo mejor que tú. No son muchas, pero sí hay algunas que entiendo mejor. Les encantaría meternos mano.

—¿A quiénes?

—A los policías. Y, de todos modos, ¿para qué serviría? Jamás lograrían detener a esos chicos.

—¿Qué quieres decir con eso de meternos mano a nosotros?

—Por favor, olvídate de la policía.

—¿A qué te refieres?

—Para empezar, Sherman, eres el clásico personaje del gran mundo.

—De eso nada. —Los Amos del Universo vivían en un paraíso que estaba muy por encima del gran mundo.

—Conque no, ¿eh? Tu apartamento ha salido en el Architectural Digest. Y han publicado tu foto en el W. Y tu padre es, bueno, lo que sea. Ya sabes.

—¡Fue mi mujer la que logró que el apartamento saliera en esa revista!

—Explícaselo a la policía, Sherman. Seguro que les interesará mucho ese matiz.

Sherman se quedó sin habla. La sola idea la parecía odiosa.

—Y les encantará también meterme mano a mí. Aunque sólo sea una chica de Carolina del Sur, estoy casada con un hombre que tiene cien millones de dólares y un apartamento en la Quinta Avenida.

—De acuerdo, pero yo sólo trato de seguir la cadena de acontecimientos, las cosas que pueden ocurrir de ahora en adelante. ¿Qué pasará en caso de que hayas atropellado al chico… qué pasará si está herido?

—¿Viste el momento en el que, según tú, le atropello?

—No.

—Pues yo tampoco. Por lo que a mí respecta, no he atropellado a nadie. Ojalá le haya atropellado, pero, por lo que a mí respecta, y por lo que a ti respecta, no hemos atropellado a nadie. ¿De acuerdo?

—Sí, supongo que tienes razón. No vi nada. Pero sí oí algo, y noté algo.

—Sherman, todo eso ha ocurrido tan deprisa que ni tú sabes lo que pasó ni yo lo sé tampoco. Y esos chicos no irán a denunciar nada a la policía. Maldita sea, puedes estar seguro de que no irán. Y en caso de que tú fueras a la policía, tampoco les van a encontrar. La policía se lo pasará en grande oyéndote contar esa historia… y ni siquiera tú sabes lo que ha pasado.

—Supongo que no.

—Exacto: no tienes ni idea. Y si por casualidad llegara a plantearse la pregunta, lo único que ha pasado es que hubo dos chicos que bloquearon la calzada e intentaron robarnos, y nosotros logramos escaparnos. Punto. Eso es todo lo que sabemos.

—Pero ¿por qué no hicimos ninguna denuncia?

—Porque hubiera sido inútil. No llegaron a hacernos daño, e imaginamos que la policía no lograría encontrar jamás a esos chicos. ¿Sabes una cosa, Sherman?

—¿Qué?

—Que resulta que ésa es la verdad, y toda la verdad. Puedes imaginar lo que te dé la gana, pero resulta que eso es todo lo que sabemos, tanto tú como yo.

—Sí, tienes razón. No sé, me sentiría mejor si…

—No tienes por qué sentirte mejor, Sherman. Yo era la que conducía. Si atropellamos a ese hijo de puta, quien lo atropello fui yo, y te digo que no he atropellado a nadie, y que no pienso ir a contarle nada a la policía. De modo que deja de preocuparte por el asunto.

—No es que el asunto me preocupe, sólo que…

—Así me gusta.

Sherman dudó un momento. Lo que Maria decía era verdad. Era ella la que conducía. El coche era el de él, pero ella se había puesto al volante; lo que hubiese ocurrido era responsabilidad de ella. Ella conducía… y, por lo tanto, si había que presentar una denuncia, la responsable de presentarla era ella. Naturalmente, él confirmaría lo que Maria declarase… pero a estas alturas empezaba a sentirse liberado de un gran peso.

—Tienes razón, Maria. Ha sido un accidente en plena selva.

Sherman hizo repetidos gestos de asentimiento, como para indicar que por fin había comprendido.

—Podían habernos matado allí mismo —dijo Maria.

—¿Sabes una cosa, Maria? Hemos peleado…

—¿Peleado?

—Estábamos perdidos en esa maldita selva… nos atacaron… y luchamos y conseguimos salir con vida. —Su voz sonaba como si ahora estuviese descubriendo la verdad—. Joder, ya no recuerdo cuándo fue la última vez que me vi metido en una pelea, en una auténtica pelea. Tal vez a los doce o trece años. ¿Sabes una cosa, nena? Has estado maravillosa. Fantástica. De verdad. Cuando he visto que te habías puesto al volante… ¡Ni siquiera tenía idea de que serías capaz de conducir ese coche! —Sherman estaba eufórico. La que conducía era ella—. ¡Pero lo has sacado de allí! ¡Has estado fabulosa! —Sí, se había hecho la luz. El mundo estaba radiante bajo esa luz.

—Ni siquiera recuerdo lo que he hecho —dijo Maria—. Ha sido… todo ha ocurrido tan deprisa… Lo peor fue cambiar de asiento. No entiendo cómo se les ocurrió meter la palanca del cambio ahí abajo. Se me enganchó la falda.

—¡Cuando te he visto ahí… era increíble! Si no llega a ser por ti… —Sherman sacudió la cabeza— no hubiéramos salido de ese aprieto.

Ahora que habían empezado a revivir exultantemente aquel episodio bélico, Sherman no pudo resistir la tentación de dejar un hueco para que también recayeran elogios sobre su propio comportamiento heroico.

—Bueno, lo hice todo… —dijo Maria—. Yo diría que de puro instinto.

Era típico de ella; no había captado esa primera persona del plural, que le incluía a él entre los héroes.

—Sí —dijo Sherman—, de puro instinto, y del mejor. ¡En ese momento yo tenía las manos muy ocupadas! —La insinuación era ahora tan evidente que sin duda Maria tenía que captarla.

—Oh, Sherman. —Esta vez captó la indirecta—. Lo sé. Cuando arrojaste la rueda, el neumático, contra ese chico… Dios mío. Pensé… oh, Sherman, te enfrentaste a los dos. ¡A los dos, Sherman!

Me enfrenté a los dos. Jamás había sonado una música tan celestial en los oídos del Amo del Universo. ¡Que siga sonando! ¡Eternamente!

—¡Hubo un momento en que no entendí lo que ocurría! —dijo Sherman. Ahora sonreía de excitación; ni siquiera intentaba disimular—. Les tiré el neumático, ¡y de repente me lo vi venir otra vez contra mí!

—Eso fue porque ese chico alzó los brazos para detener el golpe, y entonces rebotó y…

Se zambulleron los dos en los adrenalínicos detalles de la aventura.

Sus voces se alzaron, sus espíritus también, y estuvieron riendo, teóricamente de los detalles más extraños de la batalla, pero en realidad de pura alegría, de espontáneo júbilo por aquel milagro. Juntos se habían enfrentado a la peor pesadilla de la vida de Nueva York, y habían triunfado.

Maria comenzó a mirar a Sherman con los ojos muy abiertos y los labios separados, esbozando una sonrisa, Sherman tuvo una deliciosa premonición. Sin decir palabra, ella se puso en pie y se quitó la blusa. No llevaba nada debajo. Sherman miró sus pechos, magníficos. La suave piel blanca vibraba de concupiscencia, brillaba de sudor. María se acercó a Sherman, se plantó entre sus piernas y comenzó a desanudarle la corbata. Sherman rodeó la cintura de Maria con sus brazos y tiró tan fuerte que ella perdió el equilibrio. Rodaron por la alfombra. ¡Qué rato tan feliz, tan torpe, pasaron mientras, serpenteando, se iban desnudando mutuamente!

Ahora estaban tendidos sobre la alfombra, que estaba sucia, con bolas de polvo, pero ¿a quién le importaba en esos momentos la suciedad, el polvo? Estaban los dos acalorados y húmedos de sudor, pero ¿acaso podía importarles eso ahora? Mejor así. Habían cruzado juntos la muralla de fuego. Habían combatido juntos en la selva. Estaban tendidos, y sus cuerpos conservaban todavía el calor del combate. Sherman la besó en los labios, y permanecieron tendidos así largo rato, besándose simplemente, con los cuerpos apretados el uno contra el otro. Luego él deslizó los dedos a lo largo de la espalda de Maria, de la curva perfecta de su cadera y de la curva perfecta de su muslo, y de su perfecta entrepierna… ¡y jamás había sentido Sherman una excitación comparable! La tensión le recorría todo el cuerpo, desde la yema de los dedos hasta los riñones, y a través de todo su sistema nervioso hasta cada una de los millones de explosivas células sinápticas. Sentía deseos de poseer, literalmente, a esa mujer, de encerrarla bajo su propia piel, de subsumir ese cuerpo blanco y caliente, en lo mejor de su juventud, animalmente firme y sana, y hacerla suya para siempre. ¡El amor perfecto! ¡La felicidad en estado puro! ¡Príapo, rey y amo! ¡Amo del Universo! ¡Rey de la Selva!

Sherman guardaba sus dos coches, el Mercedes y una gran rubia Mercury, en un garaje subterráneo situado a dos manzanas de su casa. Cuando llegó al final de la pendiente frenó, como siempre, junto a la cabina de madera del vigilante. De la puerta salió un hombre bajo y regordete, con camisa de manga corta y pantalones holgados de dril. Era Dan, el que no le caía bien, el pelirrojo. Sherman se apeó del coche y se quitó en seguida la americana, confiando en que el vigilante no hubiera llegado a ver los desperfectos.

—¡Eh, Sherm! ¡Qué tal andamos!

Eso era lo que Sherman detestaba con toda su alma. Ya era duro soportar el tuteo despreciable de aquel hombrecillo. Pero que encima se hubiese inventado aquel Sherm, aquel diminutivo que jamás en la vida había empleado nadie con él, eso era pasar de lo presuntuoso a lo más profundamente repugnante. Sherman no recordaba haber dicho nada, haber hecho ningún ademán, haberle invitado o insinuado que quería que el vigilante le tratara con aquella familiaridad. Y, aunque en estos tiempos la familiaridad injustificada ya no parecía molestar a nadie, a Sherman le ofendía profundamente. Era, para él, una forma de agresión. ¿Así que crees que soy inferior a ti, tú, wasp de Wall Street con tu mentón a lo Yale? Pues te voy a dar una lección. Muchas veces Sherman había tratado de pensar alguna frase cortés, pero fría y cortante, con la que hacer frente a esta clase de pseudoamistosos saludos, pero nunca se le ocurría nada.

—¿Qué tal, Sherm? —Dan estaba justo detrás de él. No había modo de sacárselo de encima.

—Bien —dijo Mr. McCoy con su tono más glacial… pero sin la menor convicción. Una de las reglas de comportamiento que deben seguir los seres superiores cuando se enfrentan a un inferior que les viene con un ¿Qué tal?, consiste en jamás contestar a esa pregunta. Sherman dio media vuelta, dispuesto a irse a su casa.

—¡Sherm!

Se detuvo sobre sus pasos. Dan se encontraba junto al Mercedes, con las manos apoyadas en sus gordas caderas. Tenía caderas de vieja rechoncha.

—¿Sabes que llevas varios rotos en la americana?

La barra de hielo, tieso y elevado su mentón a lo Yale, no contestó.

—Mira —dijo Dan, muy satisfecho—, hasta se ve el forro. ¿Cómo ha sido?

Sherman pudo oírlo otra vez —zoc—, pudo sentir de nuevo el culeo del coche, y, luego, el chico delgado había desaparecido. Ni una palabra sobre eso: y, sin embargo, sentía unos tremendos deseos de contárselo a aquel odioso hombrecillo. Ahora que había logrado atravesar con vida la muralla de fuego, Sherman estaba experimentando uno de los impulsos más intensos pero menos comprendidos del ser humano: la compulsión informativa. Quería contar su batalla.

Pero triunfó la precaución, una precaución apoyada por el esnobismo. Probablemente, lo mejor sería que no le contase a nadie el incidente, y a ese hombrecillo menos que a nadie.

—Ni idea —dijo.

—¿No te has dado cuenta?

El gélido hombre de las nieves con el mentón a lo Yale, Mr. Sherman McCoy, señaló el Mercedes con la mano.

—No volveré a usarlo hasta el fin de semana.

Y, dicho esto, le dio la espalda y se fue.

Cuando salió a la acera, una ráfaga de viento barrió la calle. Notaba la camisa empapada. Y los pantalones húmedos hasta las rodillas. Llevaba colgada del brazo su desgarrada americana. Y el pelo revuelto como el nido de un pájaro. Estaba hecho un desastre. El corazón le latía demasiado aprisa. Tengo algo que ocultar. Pero ¿qué era lo que le preocupaba? No era él quien conducía en el momento del atropello. Suponiendo que hubiese habido un atropello. ¡Exacto! Suponiendo que lo hubiese habido. Él no había visto nada, ni ella tampoco, y, además, ocurrió en el fragor de una pelea en la que estaban tratando de salvar su vida, y, en cualquier caso, la que conducía era ella. Si Maria no quería informar a la policía, allá ella.

Se detuvo, inspiró profundamente, y miró a su alrededor. Sí; el Manhattan de los Blancos, el refugio de las Setenta Este. Al otro lado de la calzada, un portero fumaba un pitillo bajo el toldo de la entrada de un edificio de apartamentos. Un chico con traje oscuro y una guapa muchacha con vestido blanco caminaban hacia él. El joven hablaba atropelladamente. Jovencísimo, y vestido como un anciano, con un traje de Brooks Brothers o de Chipp o de J. Press, con el mismo aspecto que había tenido el propio Sherman cuando entró a trabajar en Pierce & Pierce.

De repente Sherman se sintió embargado por una maravillosa sensación. ¿De qué se preocupaba? Se quedó plantado en la acera, completamente quieto, alto el mentón y con una ancha sonrisa en el rostro. Probablemente, el chico y la chica debían de estar pensando que estaba chiflado. De hecho, era todo un hombre. Esa misma noche, armado solamente de su propias manos y su valentía, acababa de enfrentarse contra un enemigo elemental, un cazador, un predador, y había salido victorioso. Había logrado, luchando con valentía, salir de una emboscada en un territorio de pesadilla. Y había emergido victorioso. Había salvado a una mujer. Llegado el momento de actuar como un hombre, había sabido actuar como un hombre, y triunfar. No era sólo un Amo del Universo; era mucho más; era todo un hombre. Sonriendo, tarareando Mostradme diez hombres valientes, el hombre valiente, húmedo aún de la refriega, recorrió las dos manzanas que le separaban de su casa, de aquel dúplex que dominaba toda una panorámica de la calle de los sueños.