3. Desde el piso cincuenta

Sherman McCoy salió de su casa llevando a su hija Campbell de la mano. En días neblinosos como aquél, en Park Avenue reinaba una luz azul cenicienta. Pero tan pronto salieron de la marquesina de la entrada… ¡qué brillo! La divisoria central de la calzada era una cinta de tulipanes amarillos. Había miles de tulipanes, gracias a la contribución que los propietarios de los apartamentos, como Sherman, hacían a los fondos de la Asociación Park Avenue, y a los miles de dólares que esa asociación pagaba a un servicio de jardinería, el Wiltshire County Gardens, propiedad de tres coreanos de Maspeth, en Long Island. El brillo amarillo de los tulipanes era casi celestial. Nada más apropiado. Pues, mientras llevaba a su hija de la mano, mientras la acercaba hasta la parada del autobús, Sherman se sentía partícipe de la gracia divina. Era un estado sublime, que no le costaba mucho dinero. La parada de autobús estaba justo al otro lado de la calle. Apenas cabía la posibilidad de que el fastidio que solían producirle los diminutos pasos de Campbell malograse la refrescante pizca de sentimiento paternal que le embargaba todas las mañanas.

Campbell iba a primer curso de elemental en el colegio Taliaferro, que, como todo el mundo, tout le monde, sabía, se pronunciaba Toliver. Cada mañana, el colegio Taliaferro enviaba su propio autobús, con su propio conductor y su propia vigilante de niños, hacia Park Avenue. Eran muy pocas, en efecto, las alumnas de Taliaferro que no vivían en Park Avenue o a poca distancia de esa calle.

Para Sherman, que caminaba hacia la parada con Campbell cogida de su mano, la niña era toda una visión. Una visión renovada cada mañana. Su pelo era un derroche de ondulaciones suaves, como el de su madre, pero más claro y dorado. Su carita… ¡qué perfección! Ni siquiera la desgarbada adolescencia lograría alterarlo. Sherman estaba convencido de eso. Con el jersey borgoña del uniforme de colegio, su blusa blanca con cuello en forma de ranúnculo, su pequeña mochila de nylon, sus calcetines blancos hasta la rodilla, parecía un ángel. Su simple imagen le resultaba increíblemente conmovedora.

El portero del turno matutino era Tony, un viejo irlandés. Después de abrirles la puerta, salió hasta situarse bajo la marquesina para verles cruzar la calle. Magnífico… ¡magnífico! A Sherman le gustaba que le viesen desempeñando su papel de padre. Esta mañana era un hombre que representaba toda la envarada seriedad de Park Avenue y Wall Street. Llevaba un traje de estambre gris azulado, hecho a medida en Inglaterra, por 1.800 dólares, con americana de dos botones, sin cruzar, y solapas corrientes, de puntas redondeadas. En Wall Street, los trajes cruzados y las solapas anchas y afiladas estaban mal vistos, eran considerados como cosas atrevidas, que sólo vestía la gente de la industria de la confección. Sherman llevaba su espesa melena castaña peinada completamente hacia atrás. Caminaba sacando pecho, y alzando al cielo su larga nariz y su maravilloso mentón.

—Cariño, deja que te abroche el suéter. Hace un poco de frío.

—No quiero, José —dijo Campbell.

—Anda, pequeña, no quiero que pilles un resfriado.

—N-O, Séjo, N-O. —Y, sacudiendo los hombros, se quitó de encima las manos de Sherman. Séjo era José al revés—. N-n-n Ohhh. —De modo que Sherman tuvo que soltat un suspiro y abandonar su plan, que pretendía salvar a su hija de los elementos. Siguieron caminando.

—Papá.

—Dime, cariño.

—Papá, ¿y si Dios no existiese?

Desconcertado, Sherman se inclinó hacia la niña. Campbell estaba mirándole con una expresión absolutamente normal, como si acabara de preguntarle el nombre de aquellas flores amarillas.

—¿Y quién ha dicho que Dios no existe?

—¿Y si no existiera?

—¿Cómo se te ha podido ocurrir…? ¿Te ha dicho alguien que Dios no existe?

¿Qué diminuta provocadora de su curso había decidido difundir dudas tan venenosas? Hasta donde Sherman sabía, Campbell aún creía en Santa Claus, y, sin embargo, ¡ahora ponía en duda la existencia de Dios! No obstante… ¡qué pregunta tan precoz para una niña de seis años! Realmente precoz. Y pensar que una especulación semejante…

—¿Y si no existiera? —La niña empezaba a mostrarse fastidiada. Preguntarle por el origen de ese interrogante no bastaría para dejarla satisfecha.

—Es que Dios existe, pequeña. De modo que no puedo decirte qué pasaría si no existiese.

Sherman se esforzaba por no mentirle nunca. Pero esta vez le pareció que ésa era la actitud más prudente. Siempre había confiado en ahorrarse toda clase de conversación sobre cuestiones religiosas con su hija. De entrada, la enviaron a la escuela dominical de la iglesia episcopaliana de St. James, en el cruce de Madison y la calle Setenta y uno. Era la forma corriente de ocuparse de la religión. Meter a los hijos en St. James permitía que los padres no tuvieran que volver a ocuparse nunca más de las cosas religiosas.

—Oh —dijo Campbell. Se quedó mirando hacia la lejanía. Sherman se sintió culpable. La niña le había planteado una cuestión difícil, y él había escondido la cabeza debajo del ala. Y allí estaba Campbell, con sólo seis años, tratando de ordenar el rompecabezas, de resolver el acertijo más desconcertante de la vida.

—Papá.

—Sí, cariño. —Sherman contuvo el aliento.

—¿Te acuerdas de la bicicleta de Mrs. Winston?

¿La bicicleta de Mrs. Winston? Hasta que, por fin, logró acordarse. Hacía dos años, cuando Campbell iba al jardín de infancia, una de las maestras, una tal Mrs. Winston, se empeñaba en desafiar la circulación yendo cada día a la escuela en bicicleta. A todos los niños les parecía maravilloso tener una maestra que iba en bicicleta a la escuela. Desde aquel entonces, Campbell no había vuelto a hablar de esa mujer.

—Sí, la recuerdo. —Una pausa ansiosa.

—MacKenzie tiene otra igual.

¿MacKenzie? MacKenzie Reed era una compañera de clase de Campbell.

—¿De verdad?

—Sí. Igual, pero más pequeña.

Sherman aguardó a que se produjera el salto lógico… pero no llegó a producirse. Ya está. ¡Dios existe! ¡Dios ha muerto! ¡La bicicleta de Mrs. Winston! ¡No quiero, José! ¡N-O, Séjo! Todo aquello salía a la vez del cesto de los juguetes. Por un momento Sherman sintió un gran alivio, pero luego tuvo la sensación de haber sido estafado. Había tomado como señal de inteligencia superior que su hija hubiese puesto en duda la existencia de Dios, a los seis años. Hacía unos diez años apenas que los vecinos del Upper East Side, por vez primera en la historia, habían empezado a opinar que la inteligencia no era un defecto incluso si quien daba muestras de poseerla era una niña.

Se habían concentrado en la parada del autobús de Taliaferro diversas niñas con jersey color borgoña, junto con sus padres o niñeras. En cuanto se fijó en el grupo, Campbell intentó soltarse de la mano de Sherman. Ya había llegado a esa edad. Pero él no pensaba permitírselo. Sostuvo su manita con firmeza, y cruzó la calzada con ella. Era su protector. Lanzó una mirada asesina al taxi que pegó un frenazo sonoro junto al semáforo. Si hubiese hecho falta, Sherman se habría tirado contra el taxi para salvar la vida de Campbell. Mientras cruzaban juntos Park Avenue, Sherman reprodujo mentalmente la maravillosa pareja que formaban él y su hija. Campbell, aquel angelito con uniforme de colegio de pago; y él, con su noble testa, su mentón tipo Yale, su fortaleza física y su traje inglés de 1.800 dólares, el padre del angelito, un hombre de talento; imaginó las miradas de admiración, las miradas de envidia, que le dirigían los conductores, los peatones, todos. En cuanto llegaron a la parada del autobús, Campbell se soltó de un tirón. Los padres que llevaban a sus hijas a la parada del autobús de Taliaferro formaban un grupo de gente animada. ¡Siempre estaban de magnífico humor! Sherman empezó a saludar. Edith Tompkins, John Channing, la madre de MacKenzie Reed, la niñera de Kirby Coleman, Leonard Schorske, Mrs. Lueger. Cuando llegó a Mrs. Lueger —jamás había conseguido averiguar su nombre de pila—, Sherman hizo un doble adelantamiento. Esta mañana, Mrs. Lueger debía de haber salido corriendo con su hija para no perder el autobús. Llevaba una camisa de hombre, con los botones superiores desabrochados. Unos tejanos viejos y unas zapatillas como de ballet. Los tejanos le iban ajustadísimos. Tenía un cuerpo magnífico y diminuto. Era la primera vez que Sherman se fijaba en este detalle. ¡Menudo tipazo! Tenía un aspecto tan… estaba pálida, medio dormida, vulnerable. Lo que usted necesita, Mrs. Lueger, es un café calentito. Venga conmigo, lo tomaremos en la cafetería de la esquina de Lexington. Oh, no vale la pena, Mr. McCoy. Suba a mi casa. He dejado el café preparado. Sherman estuvo mirándola dos segundos más de lo debido, y luego… pop… llegó el autobús, un sólido vehículo, tan grande como los de la Greyhound, y las niñas subieron.

Sherman dio media vuelta, y luego volvió a mirar a Mrs. Lueger. Pero ella no estaba mirándole. Se iba hacia su casa. La costura central de los tejanos la hendía prácticamente en dos mitades. Había marcas más blancas a ambos lados de la costura. Puntos culminantes de sendos músculos redondos. ¡Qué culo tan maravilloso! ¡Y él que siempre había pensado que esas mujeres no eran más que mamás! ¿Quién sabe qué secretas hogueras arden en todas esas mamás?

Sherman se encaminó hacia el este, para dirigirse a la parada de taxis que hay en el cruce de la Primera Avenida y la calle Setenta y nueve. Se sentía animadísimo. Aunque no hubiese podido explicar por qué. El descubrimiento de la pequeña y magnífica Mrs. Lueger… Sí. Aunque, en realidad, siempre que dejaba la parada del autobús se sentía de buen humor. El Mejor Colegio, las Mejores Compañeras, las Mejores Familias, el Mejor Barrio de la capital de Occidente en los últimos años del siglo XX: pero lo único que su memoria retenía era la sensación de la mano de Campbell cogida a la suya. Por eso se sentía de tan buen humor. ¡El tacto de aquella manita confiada, absolutamente pendiente de él. ¡Aquello era la vida!

Hasta que, de repente, comenzó a sentirse deprimido. Caminaba a buen paso, dejando que sus ojos se deslizaran ociosamente por las fachadas de los edificios de piedra arenisca. Aquella mañana gris, esas casas le parecían viejas y tristes. Amorfas bolsas de plástico repletas de basuras, de colores que iban desde el pardo cagarruta de perro hasta el verde vómito, se amontonaban frente a los portales, junto al bordillo de la acera. Las bolsas tenían un aspecto viscoso. ¿Cómo podía haber gente capaz de vivir así? A sólo dos manzanas de allí se encontraba el apartamento de Maria… Ralston Thorpe también vivía por aquí… Sherman y Rawlie habían ido juntos a Buckley, St. Paul y Yale, y los dos trabajaban ahora en Pierce & Pierce. Después de divorciarse, Rawlie había dejado su apartamento de dieciséis habitaciones en la Quinta Avenida para mudarse a su nuevo domicilio, un apartamento que ocupaba los dos últimos pisos de un viejo edificio de piedra arenisca, más o menos por esa zona. Deprimente. Y Sherman había dado un gran paso hacia el divorcio la noche anterior. Sí… No sólo le había pillado Judy en flagrante teléfono, por así decirlo, sino que luego él, un ser al que la sexualidad empujaba a la abyección, había dejado que se lo follasen —¡exacto! ¡no era más que eso: se lo habían follado!—, y había tardado cuarenta y cinco minutos en regresar a casa… ¿Qué sería de Campbell si Judy y él llegaban a divorciarse? Sherman era incapaz de imaginar cómo sería su vida después de una cosa así. ¿Visitas de fin de semana? ¿Extrañas terminologías legales para describir el reencuentro semanal con su propia hija? ¡Qué indigno, qué indigno! El alma de Campbell endureciéndose poco a poco, semana a semana, hasta quedar encerrada en un frágil caparazón…

Había recorrido media manzana y ya empezaba a odiarse a sí mismo. Sintió deseos de dar media vuelta, regresar a casa, pedir perdón y jurar que nunca más. Tenía ganas de hacerlo, pero sabía que no lo haría. Porque entonces correría el riesgo de llegar tarde al trabajo, cosa que, en Pierce & Pierce, era siempre recibido con ceños fruncidos. Nadie había dicho nada explícitamente, jamás, pero todo el mundo suponía que había que llegar temprano y empezar a ganar dinero cuanto antes… todo el mundo suponía que los empleados de Pierce & Pierce eran Amos del Universo. Experimentó una descarga de adrenalina… ¡Los Giscard! Estaba muy cerca ya de cerrar el mayor negocio de su vida, el de los Giscard, los bonos de aval oro —¡el Amo del Universo!—, pero en seguida volvió a deprimirse. Judy había dormido en la cama instalada en el tocador de la suite que formaba las habitaciones del matrimonio. Cuando él se despertó, ella seguía durmiendo, o fingió que aún dormía. Gracias a Dios. No le hubiera gustado sostener otra discusión con ella por la mañana, sobre todo si Campbell o Bonita podían oírles. Bonita era la típica criada sudamericana, una chica de modales perfectamente agradables pero, por otro lado, muy estirada. Mostrar ante ella enfado o angustia era una horrible metedura de pata. En este sentido, esas criadas contribuían a mantener unidos los matrimonios. Los padres de Sherman, y también sus amigos, tenían todos mucha servidumbre, y la servidumbre trabajaba jornadas larguísimas y vivía bajo su mismo techo. Y, si tratabas de evitar toda clase de discusiones en presencia de los criados, apenas quedaban momentos en los que dedicarse a discutir.

Por eso, siguiendo la mejor tradición de los McCoy, actuando tal como lo hubiera hecho su padre —con la sola diferencia de que no era capaz de imaginar a su padre metido en un aprieto así—, Sherman supo guardar las apariencias. Desayunó con Campbell en la cocina, mientras Bonita se encargaba del desayuno y los preparativos de la niña. Bonita tenía un televisor portátil en la cocina, y se había pasado todo el rato volviendo a mirar en la pantalla las imágenes de los disturbios ocurridos la noche anterior en Harlem. Eran unos planos bastante espectaculares, pero Sherman no había prestado la menor atención. Todo le parecía lejanísimo… las típicas cosas que ocurrían siempre en sitios así… con esa clase de gente… De modo que se había dedicado a mostrarse alegre y encantador, para que Bonita y Campbell no notaran el clima envenenado que flotaba en la casa.

Sherman ya había llegado a Lexington Avenue. Siempre se detenía un momento en el kiosco de la esquina para comprar el Times. De repente vio a una chica alta, con una larga melena rubia, que caminaba hacia él. Un bolso grande le colgaba del hombro. Caminaba con prisa, como si se dirigiese a la boca del metro de la calle Setenta y siete. Su largo suéter, muy abierto, revelaba un polo con un diminuto emblema bordado sobre el pecho izquierdo. Sus pantalones, algo desastrados, eran blancos, y muy holgados, casi con vuelo, en las piernas, pero ajustadísimos en la entrepierna. ¡Ajustadísimos! Se notaba una pasmosa grieta. Sherman miró fijamente la grieta, y luego le miró la cara. Ella le aguantó la mirada. Le miró a los ojos y sonrió. No desaceleró el paso ni adoptó una expresión provocativa. Era más bien un gesto seguro, optimista que equivalía a decir: «¡Hola! ¡Qué buen par de magníficos animales somos tú y yo!» ¡Qué franqueza! ¡Qué desenfado! ¡Qué inmodestia!

En el kiosco, tras pagar el diario, Sherman se volvió para salir a la calle, pero sus ojos tropezaron con un expositor de revistas. La carne color salmón le asaltó… chicas… chicos… chicas con chicas… chicos con chicos… chicas con los pechos desnudos, chicas con los culos desnudos… chicas con ligueros y demás parafernalia… todo un alegre disturbio pornográfico, todo un cachondeo, una orgía, una guarrada… En la portada de una revista hay una chica que no lleva más que zapatos de tacón alto y un taparrabos… Pero no es un taparrabos, es una serpiente… No se sabe cómo, pero la serpiente se le ha enroscado en la entrepierna y mira fijamente a Sherman… Ella también le mira fijamente… Su rostro muestra una sonrisa luminosa, la sonrisa más despreocupada que se pueda imaginar… Es la cara de la chica que te sirve los helados de chocolate en Baskin-Robbins…

Sherman reanudó su camino hacia la Primera Avenida en estado de considerable agitación. ¡Toda una oleada de sexos flotaba en el aire! ¡Por todas partes! ¡Inevitable…! ¡Para quien lo quisiera! ¡Andaba por la calle, con el mayor atrevimiento! ¡Te lo encontrabas en todas las tiendas! ¿Qué podía hacer en estas circunstancias un hombre joven? Técnicamente, le había sido infiel a su esposa. Sí, desde luego… pero ¿quién podía permanecer monógamo bajo los efectos de esta, esta, esta auténtica marea de concupiscencia que estaba barriendo el mundo? ¡Santo Dios! No se le podía exigir a un Amo del Universo que se comportara como un santo, al fin y al cabo… era inevitable. ¡Por Cristo, nadie puede escabullirse de los copos cuando nieva, y esto era una nevisca! Simplemente, había sido atrapado, y eso era todo, o medio atrapado. Lo cual no quería decir nada. Carecía de significado moral. Era como quedar empapado bajo la lluvia. Cuando llegó a la parada de taxis del cruce de la Primera y la Setenta y nueve, Sherman había por fin resuelto el problema.

Todos los días, los taxis esperaban en fila en el cruce de la calle Setenta y nueve y la Primera Avenida para llevar a los Amos del Universo hasta Wall Street. De acuerdo con las normas, todos los taxistas tenían el deber de llevarte adondequiera que te dirigieras, pero los laxistas de la cola de ese cruce no aceptaban pasaje a no ser que fuese para ir a Wall Street o sus alrededores. Desde la parada, avanzaban un par de manzanas hacia el este y luego descendían junto al East River por una gran avenida, la FDR, Frank Delano Roosevelt Drive.

Una carrera de diez dólares cada mañana, pero ¿qué era eso para un Amo del Universo? El padre de Sherman siempre había ido a Wall Street en metro, incluso cuando era el primer ejecutivo de Dunning Sponget & Leach. Incluso ahora, a los setenta y un años, cuando hacia su excursión diaria a Dunning Sponget para respirar allí durante tres o cuatro horas el mismo aire que sus colegas de la abogacía, usaba el metro. Era una cuestión de principios. Cuanto más tenebrosos iban haciéndose los vagones, cuantos más graffiti pintaba la gente en las paredes, cuantas más cadenillas de oro les arrancaban del cuello a las chicas, cuantos más viejos eran víctimas de atracos violentos, más empeñado estaba John Campbell McCoy en negarse a que le expulsaran de los metros de Nueva York. Pero para la nueva generación, para la generación joven, la generación de los Amos, la de Sherman, aquellos principios habían dejado de existir. ¡Aislamiento! Esa era la consigna. Esa era la palabra que empleaba Rawlie Thorpe. «Si quieres vivir en Nueva York —le dijo una vez a Sherman—, tienes que aislarte, aislarte, aislarte.» Es decir, aislarse de la gente. La idea, con su aura de cinismo y engreimiento, le pareció muy au courant a Sherman. Si podías bajar tranquilamente a Wall Street en taxi, ¿para qué meterte en las trincheras de las guerras urbanas?

El taxista era… ¿turco?, ¿armenio? Sherman intentó leer su nombre en la tarjeta del salpicadero. Cuando el taxi entró en el Drive, Sherman abrió el Times. En la primera página aparecía la foto de una multitud que estaba invadiendo un escenario, mientras el alcalde, atemorizado, permanecía en pie junto a un atril. El clásico disturbio, sin duda. Sherman comenzó a leer la noticia, pero los pensamientos se le fueron hacia otros asuntos. El sol comenzaba a abrirse paso por entre las nubes. Se notaba el efecto de sus rayos en el río, a la izquierda de Sherman. Aquel pobre y sucísimo río estaba en ese momento centelleando. Al fin y al cabo, era un día soleado de mayo. Al frente, las torres del New York Hospital se elevaban desde el borde mismo de la avenida. Una flecha señalaba la salida hacia la calle Setenta y uno Este, la que su padre había tomado siempre cuando, los domingos por la noche, regresaban de Southampton. La simple visión del hospital y de esa salida hizo que Sherman pensara en… no, más que pensar, viera la casa de la calle Setenta y tres y sus habitaciones de color verde agrisado. Él había crecido allí, y subido y bajado los cuatro pisos de estrechas escaleras, en el convencimiento de que aquello era la máxima elegancia posible, de que nada podía superar el lujo de la casa del poderoso John Campbell McCoy, el León de Dunning Sponget & Leach. Sólo en fechas recientes había llegado Sherman a comprender que en 1948, cuando sus padres compraron y restauraron aquella casa, apenas si eran una pareja ligeramente aventurera que había decidido habérselas con lo que sólo era un edificio vetusto situado en una manzana venida a menos, que habían tenido que medir los costes de la restauración céntimo a céntimo, y que acabaran sintiéndose orgullosos por haber sido capaces de crear un hogar digno por un precio relativamente modesto. ¡Joder! ¡Si su padre llegaba algún día a averiguar cuánto había pagado Sherman por su apartamento, y cómo lo había financiado! ¡Seguro que sufriría un ataque al corazón! Dos millones seiscientos mil dólares, de los cuales 1.800.000 eran un préstamo que le costaba, entre devolución e intereses, 21.000 dólares al mes, aparte del millón de dólares que tendría que pagar de golpe dentro de sólo dos años… El León de Dunning Sponget se escandalizaría sin duda en caso de enterarse… peor aún, más que escandalizarse se mostraría ofendido… ofendido sólo de pensar que sus interminablemente repetidas lecciones en torno al deber, las deudas, la ostentación y el sentido de la proporción, le habían entrado a su hijo por una oreja, para salir limpiamente por la otra…

¿Había tenido su padre algún lío extraconyugal? No podía descartarlo. Era un hombre guapo. Tenía el Mentón. Pero Sherman era incapaz hasta de imaginárselo con una amante ocasional.

Y cuando empezó a ver el perfil del puente de Brooklyn, dejó de esforzarse por imaginar aquella posibilidad imposible. En cuestión de minutos se encontraría en Wall Street.

Pierce & Pierce, la importante firma de brokers, ocupaba los pisos cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta y dos, cincuenta y tres, y cincuenta y cuatro de una torre de cristal que se elevaba sesenta pisos por encima del sombrío centro de Wall Street. La sala de compraventa de bonos, que es donde trabajaba Sherman, se encontraba en el piso cincuenta. Todos los días, al salir del ascensor con paredes de aluminio, se encontraba directamente en una estancia cuyo aspecto recordaba el de los vestíbulos de uno de esos hoteles londinenses especializados en el alojamiento de turistas yanquis. Junto a la puerta del ascensor había un falso hogar con repisa de caoba en cuyas esquinas destacaban unos racimos de frutas profundamente tallados en la madera. Delante del hogar brillaba el latón de la rejilla protectora o, por usar la terminología de las antiguas residencias campestres inglesas, del guardafuegos. En los meses invernales ardía en esa chimenea de pega un fuego de pega que proyectaba parpadeantes lenguas de fuego sobre un prodigioso par de morillos de latón. En la pared donde estaba empotrado el hogar resplandecía más caoba, una espléndida madera rojiza cuyos paneles, que imitaban los pliegues del lino, tenían tal grosor que con sólo acercar las yemas de los dedos se podía notar la cantidad enorme de dinero que había costado.

Todo esto era un reflejo de la pasión que el principal ejecutivo de Pierce & Pierce, Eugene Lopwitz, sentía por todo lo británico. Cada día aumentaba el número de cosas británicas que adornaban el piso cincuenta del edificio: escaleras de biblioteca, panzudas consolas, patas Sheraton, respaldos Chippendale, cortapuros, butacas de club privado con flecos y borlas, alfombras estilo Wilton. Por desgracia, apenas podía hacer nada Eugene Lopwitz por arreglar el problema del techo, que sólo se elevaba dos metros y medio sobre el nivel del suelo. Habían tenido que alzar un palmo el piso, para que bajo su superficie se desplegaran metros y metros de cables, tantos que hubieran bastado para la electrificación de toda Guatemala. Los cables proporcionaban la energía necesaria para el funcionamiento de las terminales de ordenador y los teléfonos de la sala de compraventa de bonos. Habían tenido que bajar también otro palmo el techo, para alojar los tendidos eléctricos para la iluminación y los conductos del aire acondicionado, así como unos cuantos kilómetros más de cables. Y, después de haber subido el suelo y bajado el techo, aquellas salas parecían una mansión inglesa notablemente comprimida.

Tras dejar la chimenea atrás, se podía oír inmediatamente una profana algarabía, como la que produce una multitud en pleno disturbio, y que llegaba de algún lugar situado a la vuelta de la primera esquina. La intensidad del ruido era tremenda. Sherman McCoy se encaminó, muy animado, hacia el lugar de donde procedía aquel jaleo. Aquella mañana, al igual que todas las demás mañanas, su cerebro sonaba en armonía con aquel ruido.

Volvió la esquina, y allí estaba: la sala de compraventa de bonos de Pierce & Pierce. Era un amplísimo espacio, de unos dieciocho por veinticuatro metros, pero con el mismo aplastante techo de dos metros y medio de altura, que parecía pesar sobre la cabeza de quienes trabajaban allí. Un espacio opresivo con una iluminación deslumbrante, un montón de serpenteantes siluetas, y un considerable estruendo. La luz deslumbrante procedía de una pared de cristal orientada hacia el sur y que dominaba una panorámica del puerto, la estatua de la Libertad, Staten Island y las playas de Brooklyn y New Jersey. Las siluetas serpenteantes correspondían a los brazos y torsos de unos hombres bastante jóvenes, casi todos por debajo de los cuarenta años. Iban en mangas de camisa. Se movían muchísimo, agitada y sudorosamente en aquella hora temprana, y no dejaban de gritar. Sus gritos eran la causa del estruendo. Un estruendo producto de las voces de cultos jóvenes blancos dedicados a comprar y vender dinero a ladridos en el mercado de bonos.

—¡Coge ese jodido teléfono, por favor! —le gritó un gordezuelo y sonrosado graduado de la promoción 1976 de Harvard a alguien que estaba un par de mesas más abajo. La sala era como la redacción de un periódico, sin tabiques de separación ni indicación alguna de niveles o categorías laborales. Todos aquellos jóvenes ocupaban mesas metálicas de color gris claro, y tenían ante sus ojos terminales de ordenador de un tono carne de ternera y con pantalla negra. En las pantallas iban saliendo filas y más filas de cifras y letras verde diodo.

—¡Te he dicho que cojas ese jodido teléfono, por favor! ¡La puta leche, joder! —Había oscuras medialunas en los sobacos de la camisa del joven que gritaba, y el día apenas acababa de empezar.

Un graduado de la promoción 1973 de Yale, cuyo cuello parecía sobresalir todo un palmo de la camisa, miró fijamente su pantalla y luego le gritó por teléfono a un broker de París:

—¡No estás viendo lo que dice la jodida pantalla…! Coño, Jean-Pierre, ¡esos cinco millones son del comprador! ¡Del comprador! ¡No ha salido nada más!

Dicho esto, tapó el micro del teléfono con la mano, miró al techo y, en voz alta, pero sin dirigirse a nadie, como no fuese al dios Mammón:

—¡Gabachos! ¡Los jodidos gabachos!

Cuatro mesas más allá, un graduado de la promoción 1979 de Stanford estudiaba el papel que tenía en el escritorio, y sostenía al mismo tiempo el auricular de un teléfono. Su pie derecho reposaba sobre el estribo de una caja de limpiabotas, y un negro que atendía al nombre de Felix, un hombre de unos cincuenta —o quizá sesenta— años, permanecía encorvado sobre ese pie, sacándole lustre al zapato con un trapo. Felix se pasaba todo el día yendo de mesa en mesa, sacando brillo a los zapatos de los jóvenes mercaderes de bonos mientras ellos seguían trabajando, a tres dólares el par de zapatos, propina incluida. Casi nunca se cruzaban una sola palabra; la imagen de Felix apenas si llegaba a quedar registrada en la mácula lútea de los ejecutivos, justo en ese momento, Stanford-79 se levantó, con la mirada fija aún en el papel, con el teléfono pegado aún a la oreja —y el pie fijo aún en el estribo—, y gritó:

—¿Sí? Y entonces, ¿por qué crees que todo el mundo está vendiendo esos jodidos bonos a veinte años?

¡Ni por un solo momento retiró el pie del estribo! ¡Qué piernas tan fuertes debe de tener!, pensó Sherman. Sherman se sentó ante su teléfono y sus terminales de ordenador. Le envolvían los gritos, los improperios, las muecas y ademanes, todo el jodido jaleo del miedo y la codicia, y lo disfrutó. Era el mejor vendedor de bonos, el número uno, «el principal productor», como se decía en la jerga del oficio, en la sala de compraventa de bonos que Pierce & Pierce tenía en el piso cincuenta del edificio, y adoraba aquella tormenta permanente.

—¡Ese tal Goldman nos ha jodido el invento!

—…olvídate de eso y písales…

— …ofrecen 8 y medio…

—Hace treinta y dos segundos que he cerrado el trato.

—Alguien te está tomando el pelo, ¿no te das cuenta?

—Aceptaré el pedido y compraré a seis…

—¡Compra los de cinco años!

—¡Vende los de cinco!

—¿No podrías los de diez?

—¿Crees que seguirá subiendo?

—¡Les ha cogido la fiebre de ventas para los de veinte años! ¡Esos mamones no saben decir otra cosa!

—…cien millones de julio-noventa a dólar…

— …en pelotas…

—¿Se puede saber qué cojones está pasando?

—¡Y una mierda que me lo voy a creer!

—¡La puta mierda consagrada! —gritaban los graduados de Yale y de Harvard y de Stanford—. ¡La purísima mierda consagrada!

Había que ver de qué modo todos estos hijos de las grandes universidades, estos herederos de Jefferson, Emerson, Thoreau, William James, Frederick Jackson Turner, William Lyons Phelps, Samuel Flagg Bemis, y demás gigantes de la erudición norteamericana, de qué modo todos estos herederos de la lux y de la Veritas acudían ahora en rebaño a Wall Street y a la sala de compraventa de bonos de Pierce & Pierce… ¡Cómo circulaban las historias de sus triunfos por todas las universidades! Si un graduado no ganaba 250.000 dólares anuales al cabo de cinco años de trabajo allí, sólo podía ser porque se trataba de un tipo absolutamente estúpido o absolutamente perezoso. Esa era la voz que corría por las universidades. A los treinta años se alcanzaba el medio millón anual, y ésa era una cifra tope sólo para los mediocres. Si a los cuarenta años no habías llegado al millón, eras un tímido o un incompetente. ¡Ahora o nunca!Un lema que llameaba en todos los corazones, como la miocarditis. Los chicos de Wall Street, simples jovencillos de firmes mandíbulas y arterias limpias, chicos capaces todavía de sonrojarse, habían empezado a comprarse apartamentos de tres millones en Park Avenue. (¿Por qué esperar?) Y se compraban en Southampton residencias veraniegas de treinta habitaciones y ciento veinte hectáreas de terreno, edificios construidos en los años veinte y que se depreciaron en los años cincuenta, cuando la gente empezó a pensar que carecían de todo interés, edificios con alas de servicio en estado ruinoso, y a los que sus nuevos propietarios añadían nuevas alas de servicio y otras ampliaciones. (¿Por qué no? Tenían mucho servicio.) Se estaban haciendo llevar, en enormes camiones, tiovivos que instalaban en los grandes jardines verdes para la fiesta de cumpleaños de sus hijos, y también otras atracciones de feria con todo el personal que las atendía (una pequeña y próspera industria).

¿Y de dónde procedían estas ingentes cantidades de dinero nuevo? Gene Lopwitz lo había explicado más de una vez en presencia de Sherman. De acuerdo con el análisis de Lopwitz, tenían que agradecérselo todo a Lyndon Johnson. De la manera más subrepticia, los Estados Unidos empezaron a imprimir miles de millones de billetes para financiar la guerra de Vietnam. Antes de que nadie, ni siquiera Johnson, supiera qué estaba ocurriendo, se había desatado una inflación a escala mundial. Todo el mundo se dio cuenta de lo que ocurría cuando, de repente, los árabes subieron los precios del petróleo a comienzos de los setenta. Repentinamente, se dispararon los mercados: los del oro, la plata, el cobre, las divisas, los certificados bancarios, los pagarés empresariales, e incluso los bonos. Durante decenios, el negocio de los bonos había sido el gigante decrépito y enfermo de Wall Street. En firmas como Salomon Brothers, Morgan Stanley, Goldman Sachs y Pierce & Pierce, siempre hubo el doble de dinero cambiando de manos en el mercado de los bonos que en bolsa. Pero el movimiento de los precios en ese terreno se había limitado a unas alteraciones de pocos centavos cada vez, y casi siempre a la baja. Tal como lo expresaba Lopwitz: «El mercado de bonos no ha dejado de bajar desde la batalla de Midway.» La batalla de Midway (Sherman tuvo que buscar el dato) se libró en la Segunda Guerra Mundial. El departamento de bonos de Pierce & Pierce estaba formado entonces por sólo veinte personas, veinte personas más bien sosas a las que sus compañeros de otras secciones llamaban Los Pelmazos de los Bonos. Los empleados menos prometedores de la firma solían ser desviados hacia los bonos, pues allí no podían causar ningún perjuicio grave.

Sherman se resistía a pensar que, cuando él ingresó en el departamento de bonos, éste se encontraba todavía en la situación descrita por Lopwitz. De todos modos, hoy en día ya nadie hablaba de Los Pelmazos de los Bonos… ¡En absoluto! El mercado de bonos había cobrado fuerza, y en todas partes había una gran demanda de vendedores experimentados como él mismo. Repentinamente, en las firmas de inversiones de todo Wall Street, los que antaño fueran Pelmazos de los Bonos estaban ganando tantísimo dinero que se habían acostumbrado a congregarse, a la salida del trabajo, en el Harrys Bar de Hanover Square, para contarse mutuamente sus anécdotas bélicas… y sobre todo para asegurarse los unos a los otros que lo suyo no era la flauta que sonaba por casualidad sino, más bien, el brillante resultado del enorme talento que todos ellos tenían. Los bonos representaban ahora cuatro quintas partes de la cifra de negocios de Pierce & Pierce, y los nuevos graduados, los chicos de Yale y Harvard y Stanford, ardían en deseos de encontrar una plaza en el departamento de bonos de Pierce & Pierce para unir sus voces a las de quienes en estos momentos organizaban el griterío que rebotaba en las paredes de caoba instaladas por orden de Eugene Lopwitz.

¡Amos del Universo! El estruendo llenaba el alma de Sherman de esperanza, aplomo, esprit de corps, y sentimiento de virtuosa rectitud. ¡Sí, virtuosa rectitud! Y Judy no entendía nada de todo eso, qué iba a entenderlo. En absoluto. Muchas veces había notado que los ojos de su esposa se tornaban vidriosos cuando él le contaba sus hazañas. Lo que él estaba haciendo en realidad era mover la palanca que hacía girar el mundo… y a ella, en cambio, sólo le interesaba saber por qué nunca lograba llegar a casa a tiempo para la cena. ¿Y de qué quería hablar ella las veces que él llegaba a tiempo para la cena? Del maravilloso asunto de la decoración de interiores que la tenía obsesionada, y de cómo se las había arreglado para conseguir que su casa saliera fotografiada en el Architectural Digest, lo cual, francamente, para un hombre de Wall Street era más bien embarazoso. ¿Acaso le había felicitado Judy alguna vez por haber ganado los cientos de miles de dólares necesarios para que fueran posibles sus excesos decorativos y sus cenas y todas las demás tonterías a las que ella se dedicaba? No, jamás. Lo daba por sentado…

… y así, sucesiva e indefinidamente. Noventa segundos más tarde, envalentonado por el tremendo ruido de la sala de compraventa de bonos de Pierce & Pierce, Sherman consiguió acumular una magnífica oleada de virtuoso resentimiento contra la mujer que habla tenido la osadía de hacer que se sintiera culpable.

Cogió el teléfono para seguir preparando lo que pronto se convertiría en el mayor golpe de mano de su todavía joven carrera, los Giscard, cuando captó un curioso detalle por el rabillo del ojo. Sí, lo detectó —¡virtuosamente indignado!— en mitad de todo aquel horizonte del mundo de los bonos, erizado de brazos y torsos en plena ebullición. Argüello estaba leyendo el periódico.

Ferdinand Argüello era un joven vendedor de bonos, argentino, de veinticinco o veintiséis años de edad. Estaba recostado en el respaldo de su silla, leyendo despreocupadamente el periódico, nada menos que, como desde aquella distancia logró comprobar Sherman, The Racing Form. ¡The Racing Form!. Aquel jovencito parecía una caricatura de un jugador sudamericano de polo. Delgado y guapo, con una espesa y ondulada melena muy negra, completamente peinada hacia atrás. Llevaba unos tirantes rojos de seda moaré. Seda moaré. El departamento de bonos era como una escuadrilla de cazas de las Fuerzas Aéreas. Aunque aquel joven sudamericano no lo supiera, Sherman sí lo sabía. Pese a ser el vendedor número uno de Pierce & Pierce, Sherman no se encontraba en un escalafón más elevado que sus compañeros. Pero ocupaba una cúspide moral. En aquel departamento, o demostraba uno ser capaz de dedicarse en un cien por cien el trabajo, o te daban la patada. Los ochenta vendedores del departamento cobraban un salario base, algo así como una red de seguridad, de 120.000 dólares anuales por cabeza, todos igual. Y todos pensaban que esa suma era ridículamente pequeña. El resto de sus ingresos procedía de las comisiones y de la participación de beneficios. El sesenta y cinco por ciento de los beneficios obtenidos por el departamento era para Pierce & Pierce. Pero el otro treinta y cinco por ciento se repartía entre los ochenta empleados. Todos para uno y uno para todos, ¡y montones de pasta para uno mismo! Por lo tanto… no se permitía que trabajase allí ningún vago. ¡Ningún haragán! Todos ellos se dirigían directamente a su mesa, a su teléfono, a su terminal de ordenador en cuanto llegaban a la oficina. No había tiempo para conversaciones, saludos, cafetitos, ni siquiera para hojear el Wall Street Journal o las páginas financieras del Times. Y mucho menos para The Racing Form. Se suponía que todos debían lanzarse directamente al teléfono para empezar a ganar dinero inmediatamente. Cuando alguien abandonaba la oficina, aunque fuera para ir a comer, dejaba siempre una nota con las señas del restaurante y el teléfono al equipo de «ayudantes de vendedores», en realidad simples secretarias, de forma que se le pudiera localizar rápidamente si llegaba una nueva emisión de bonos (y tenía que ser vendida con rapidez). Cuando alguien decidía comer fuera de la oficina, lo hacía porque esa comida tenía algo que ver con los bonos. En caso contrario, todos se quedaban junto al teléfono y hacían un pedido al delicatesen de costumbre, para comer allí mismo.

Sherman se acercó a la mesa de Argüello.

—¿A qué te dedicas, Ferdi?

En cuanto el joven alzó la vista, Sherman comprendió que conocía el significado de su pregunta, y que sabía que le habían pillado en falso. Pero todo aristócrata argentino sabe salir de los aprietos con elegancia.

Argüello miró a los ojos de Sherman y, alzando la voz un poquitín más de lo necesario, le dijo:

—Estoy leyendo The Racing Form.

—¿Para qué?

—¿Para qué? Pues porque hay cuatro caballos nuestros que compiten en las pistas de Lafayette. Es un hipódromo próximo a Chicago. Corren hoy.

Dicho esto, reanudó la lectura del periódico.

El truco estaba en el nuestros. Ese nuestros que tenía que funcionar a manera de recordatorio de que Sherman se encontraba en presencia de un miembro de la Familia Argüello, señores de la Pampa. Y, encima, aquel mierda de tío llevaba tirantes de seda moaré.

—Mira… amigo —dijo Sherman—. Deja ahora mismo ese periódico.

—¿Cómo dices? —pronunciado en tono de desafío.

—Ya me has oído. ¡He dicho que dejes el jodido periódico!

La frase hubiese debido salirle con una entonación firme y tranquila, pero la dijo con furia. Con la suficiente furia como para matar del susto a Judy, a Pollard Browning, al portero y al presunto atracador de la noche pasada.

El joven se quedó sin habla.

—¡Como vuelva a verte otra vez con el Racing Form por aquí, ya puedes hacer las maletas e irte a ganar dinero a las afueras de Chicago! ¡Te largas al hipódromo y apuestas por la jaca que te dé la gana. ¡Esto es Pierce & Pierce, recuérdalo!

Argüello se puso como un tomate. Estaba paralizado de rabia. Lo único que pudo hacer fue lanzar un rayo de odio en estado puro hacia Sherman. Sherman, virtuosamente indignado, notó con satisfacción que el joven cerraba lentamente las hojas de The Racing Form.

¡Virtuosamente indignado! Sherman se hinchó como un pavo. Sus colegas le miraban. ¡Fantástico! El ocio no era un pecado contra uno mismo o contra Dios, sino contra Mammón y contra Pierce & Pierce. Si no le quedaba más remedio que ser él quien le exigiera responsabilidades a aquel sudaca… pero lamentó lo de sudaca, incluso aunque sólo había llegado a pensarlo. Se consideraba miembro de la nueva generación, de la nueva era, todo un igualitario de Wall Street, un Amo del Universo que sólo respetaba el talento. Wall Street había dejado de ser un reducto exclusivo de las Buenas Familias Protestantes. Eran numerosos los grandes banqueros de raza judía. El propio Lopwitz era judío. Y abundaban los irlandeses, los griegos, los eslavos. Por otro lado, no le preocupaba el hecho de que ninguno de sus ochenta colegas del departamento de bonos fuese mujer o negro. ¿Por qué iban a serlo? Tampoco a Lopwitz le preocupaba, pues en su opinión la sala de compraventa de bonos de Pierce & Pierce no era el lugar más apropiado para hacer demostraciones simbólicas de nada.

—Eh, Sherman.

Estaba pasando junto a la mesa de Rawlie Thorpe. Rawlie era calvo, aunque le quedaba una franja de pelo en la nuca, pero seguía teniendo un aspecto juvenil. Era partidario de las camisas de vestir y de los tirantes Shep Miller. Los cuellos de sus camisas siempre estaban perfectamente planchados.

—¿Qué pasaba ahí? —le preguntó a Sherman.

—Es increíble —dijo Sherman—. Estaba con The Racing Form, estudiando las apuestas hípicas. —Se sintió obligado a agravar un poco la falta.

—Es joven —dijo Rawlie, riendo—. Probablemente acaba de cerrar un trato con algún donut eléctrico.

—¿Con qué?

Rawlie cogió su teléfono y señaló el micrófono:

—¿Lo ves? Eso es un donut eléctrico.

Sherman miró fijamente. Sí, parecía un donut, con muchos agujeros pequeños en lugar de un solo agujero grande.

—Se me acaba de ocurrir hoy mismo —dijo Rawlie—. Me paso el día entero hablando con donuts eléctricos. Acabo de hablar con un tipo de Drexel. Le he vendido un millón y medio de bonos Joshua Tree. —En Wall Street nadie decía bonos por valor de un millón y medio de dólares, sino un millón y medio de bonos—. Trabaja en una organización de algún lugar perdido en mitad de Arizona. Se llama Earl. Ni siquiera conozco su apellido. Durante los dos últimos años habré cerrado con él unas dos docenas de tratos, cincuenta o sesenta millones de bonos, y ni siquiera conozco su apellido, nunca le he visto, y lo más probable es que no le vea en mi vida. Es un donut eléctrico.

A Sherman no le pareció gracioso todo aquello. En cierto modo significaba un repudio de su triunfo sobre aquel holgazán sudamericano. Era un escéptico rechazo de su virtuosa indignación. Rawlie era un tipo simpático, pero desde su divorcio no había vuelto a ser el mismo. Quizá había dejado de ser, además, uno de los grandes guerreros de la escuadrilla.

—Ya —dijo Sherman, forzando una sonrisa a medias para su viejo amigo—. Bien, tengo que llamar a algunos de mis donuts.

De vuelta en su asiento, Sherman se puso a trabajar en los asuntos más inmediatos. Miró un momento los pequeños símbolos verdes que recorrían su pantalla de ordenador. Cogió el teléfono. Los bonos franceses con aval oro… Una situación extraña, muy prometedora, descubierta por Sherman cuando uno de sus colegas mencionó de pasada aquellos bonos, sin concederles la más mínima importancia, mientras charlaban en el Harry's Bar.

Allá por los inocentes comienzos de los setenta, en 1973, y en víspera del gran jaleo, el gobierno francés emitió unos bonos conocidos como los Giscard, por el nombre del presidente francés Giscard d'Estaing, cuyo valor nominal era de 6,5 miles de millones de dólares. Los Giscard tenían una característica interesante: estaban avalados por el oro. De modo que, según subiese y bajase el precio del oro, los Giscard también subían y bajaban. Desde aquel entonces, tanto el precio del oro como el del franco francés se habían disparado hacia arriba y abajo de forma tan enloquecida que los inversores norteamericanos acabaron perdiendo todo interés por esa emisión. Últimamente sin embargo, y debido a que el oro estaba manteniéndose con firmeza en un valor cercano a los 400 dólares, Sherman había descubierto que un norteamericano que comprase Giscards podía obtener el doble y hasta el triple del beneficio que le supondría la adquisición de los diversos bonos del gobierno norteamericano, más un beneficio del treinta por ciento cuando llegase su vencimiento. Eran la bella durmiente del mundo de los bonos. El gran riesgo era que hubiese una caída brusca del franco francés. Pero Sherman había neutralizado ese peligro con un plan de cobertura a base de vender francos al descubierto.

El único problema auténtico estaba en la complejidad misma de su proyecto. Sólo serían capaces de entenderlo los inversores más poderosos y más sofisticados. Inversores poderosos y sofisticados, y dispuestos a confiar en él. Porque ningún recién llegado al departamento podría convencer a los clientes más antiguos de la idea de invertir tantos millones en los Giscard. Para eso había que tener un historial glorioso. Había que poseer el talento —¡la genialidad!— de Sherman McCoy, el vendedor número uno de Pierce & Pierce. De momento, Sherman había convencido a Gene Lopwitz para que comprase con dinero de Pierce & Pierce 600 millones de dólares de Giscards. Con la mayor cautela, sin llamar la atención, Sherman había ido comprándoles esos bonos a sus diversos propietarios europeos, siempre por medio de varios brokers «ciegos» que actuaron de intermediarios, a fin de evitar que nadie pudiese relacionar a Pierce & Pierce con la operación. Y ahora se aproximaba el momento de la gran prueba para todo candidato a ser Amo del Universo. Existía un máximo de seis clientes a los que podía interesar la compra de unos bonos tan esotéricos como los Giscard. Y Sherman ya había logrado empezar las negociaciones con cinco de ellos: un par de bancos fiduciarios, el Traders' Trust Co. (Trader T para los enterados) y el Metroland; un par de grandes administradores particulares; y uno de sus mejores clientes personales, Oscar Suder, de Cleveland, que ya le había dicho que estaría dispuesto a comprar 10 millones de dólares. Pero el más importante, con mucha diferencia, era Trader T, que estudiaba la posibilidad de quedarse la mirad del lote, 300 millones de dólares.

El conjunto de las transacciones proporcionarían a Pierce & Pierce una comisión del uno por ciento —6 millones de dólares— para empezar, a cuenta del hecho de haber concebido el proyecto y arriesgado su capital en el conjunto de la operación. La parte de Sherman, incluidas sus propias comisiones, extras, participación de beneficios y honorarios por las reventas, alcanzaría 1,75 millones. Con esa cantidad pensaba pagar el espantoso préstamo personal de 1,8 millones de dólares que le habían concedido cuando compró el apartamento.

De modo que la primera actividad de su jornada consistía en telefonear a Bernard Levy, un francés que era el encargado del asunto en Trader T; una tranquila y amistosa llamada, la llamada del vendedor número uno (Amo del Universo), para recordarle a Levy que, a pesar de que tanto el franco cómo el oro habían bajado de precio ayer y esta mañana (en los mercados europeos), no importaba; todo iba bien, y hasta muy bien. Era verdad que Sherman sólo había visto a Levy una vez, cuando presentó su proyecto. Pero hacía meses que hablaban por teléfono… ¿Donut eléctrico? ¿No era una exageración? El escepticismo era una forma cobarde de superioridad. Y ahí radicaba el gran fallo de Rawlie. Rawlie era de los que se cobraban los favores que te hacían. No era lo suficientemente cínico como para no hacerlo. Pues bien, si pretendía tomárselo todo a risa, simplemente porque no se entendía con su mujer, allá él con sus penas.

Mientras Sherman marcaba el número y esperaba a que se pusiera Bernard Levy, el estruendo de la sala volvió a rodearle por todas partes. Desde la mesa que tenía justo enfrente, un tipo alto de ojos saltones (Yale-77):

—Compro treinta y un eneros-del-ochenta-y-ocho.

Desde no sabía dónde:

—¡Se han puesto las putas botas a comprar!

—¡Acepto la apuesta!

—…125 largos…

—…un millón a cuatro años del Midland…

—¿Quién coño anda jodiéndola con los Washington Irving?

—Te lo vuelvo a repetir, acepto la apuesta.

—…venden a 80 y medio…

—cómpralos, aunque suban seis más…

—sobre una base de dos puntos y medio…

—¡Olvídalo! ¡Ha llegado la hora de desprenderse de ellos!

A las diez en punto, Sherman, Rawlie y otros cinco empleados se reunieron en la sala de juntas de la suite de Eugene Lopwitz para decidir la táctica que Pierce & Pierce debía seguir en el gran acontecimiento de la jornada en los mercados de bonos: la subasta que el Tesoro norteamericano haría de diez mil millones de bonos con un período de vencimiento de veinte años. Para calibrar la importancia que el mercado de bonos tenía en los negocios de Pierce & Pierce, basta un dato: las oficinas de Lopwitz daban directamente a la sala de bonos.

La sala de juntas no tenía mesa de juntas. Su aspecto recordaba los salones de té de los hoteles ingleses para yanquis. Contenía innumerables mesitas y vitrinas de anticuario. Todos esos muebles eran tan viejos, tan frágiles y relucientes que daba la sensación de que bastaba rozarlos con un dedo para que se rompieran en pedazos. Por otro lado, una pared acristalada arrojaba a los ojos del visitante una vista del río Hudson y de los casi podridos malecones de New Jersey.

Sherman se instaló en una butaca George II. Rawlie se sentó a su lado, en una vieja silla con el respaldo en forma de escudo. En otras sillas antiguas o artificialmente envejecidas, con mesitas Sheraton y Chippendale al lado de cada una de ellas, se encontraban el jefe de compradores de bonos gubernamentales, George Connor, dos años más joven que Sherman; su ayudante, Vic Scasi, que apenas había cumplido los veintiocho; el jefe de los analistas de mercado, Paul Feiffer; y Arnold Parch, vicepresidente ejecutivo de la firma, y lugarteniente de Lopwitz.

Todos los presentes estaban sentados en asientos antiguos y miraban un pequeño altavoz de plástico marrón colocado encima de una vitrina. La vitrina tenía doscientos veinte años de antigüedad, un mueble de frente convexo fabricado por los hermanos Adam en la época en que estos ebanistas tenían la costumbre de sobrecargar de adornos y pinturas los productos de su taller. En el panel central había una imagen ovalada que representaba una muchacha griega sentada en una cueva o gruta orlada de una complicada hojarasca que, como un encaje, y adoptando un verde cada vez más oscuro, daba finalmente paso a un cielo crepuscular. Aquel cachivache había costado una cantidad increíble de dinero. El altavoz de plástico era pequeño, como un radio-despertador de mesilla de noche. Todos lo miraban, esperando la voz de Gene Lopwitz. Lopwitz estaba en Londres, en donde en ese momento eran las cuatro de la tarde, e iba a presidir la reunión por vía telefónica.

El altavoz emitió un ruido confuso. Tal vez fuese una voz, tal vez una avioneta. Arnold Parch se puso en pie, se acercó a la vitrina Adam, miró el altavoz de plástico, y dijo:

—Gene, ¿me oyes bien?

Miró implorante al altavoz, con la vista fija en el plástico marrón, como si en realidad aquello fuese Gene Lopwitz, transformado, de la misma manera que, en los cuentos de hadas, los príncipes se transforman en ranas. Durante un instante, la rana de plástico no dijo nada. Luego habló:

—Sí, te oigo, Arnie. Había muchos gritos de ánimo por aquí.

La voz de Lopwitz sonaba como si estuviese hablando a través de un canalón de desagüe en plena tormenta, pero se le podía entender.

—¿En dónde estás, Gene? —preguntó Parch.

—En un partido de cricket. —Luego, más confusamente—: ¿Cómo decís que se llama esto? —Evidentemente, habla con otras personas—. Tottenham Park, Arnie. Estoy en una terraza o algo así.

—¿Qué equipos juegan? —Parchie sonrió, como si pretendiese darle a entender al altavoz de plástico que tenía que tomarse la pregunta a broma.

—No me vengas con tecnicismos, Arnie. Lo máximo que puedo decirte es que juegan unos cuantos jóvenes de aspecto aristocrático y que todos llevan jerseys gruesos y pantalones de franela blanca.

Esto provocó unas cuantas carcajadas aduladoras en la sala, y Sherman notó que se le arqueaban los labios para esbozar la casi obligatoria sonrisa. Echó una ojeada al resto de compañeros. Todos sonreían y miraban con expresiones de beneplácito al altavoz, todos excepto Rawlie, que había puesto los ojos en blanco como diciendo: Qué horror.

Rawlie se inclinó hacia Sherman y, con un sonoro susurro, le dijo:

—Fíjate en las sonrisillas de todos esos idiotas. Como si esa caja de plástico pudiera verles.

A Sherman no le pareció graciosa esta observación, pues también él había estado sonriendo. Además, temía que Parch, el fiel ayudante de Lopwitz, creyera que se había confabulado con Rawlie para burlarse de su gran jefe.

—Bien, Gene, estamos todos aquí —le dijo Parch a la caja—. Voy a dejar que George te informe acerca de cómo vemos en este momento la subasta.

Parch miró a George Connor, le dirigió un gesto de asentimiento, y regresó a su asiento mientras Connor se levantaba del suyo, se dirigía a la vitrina Adam, concentraba su vista en la caja de plástico, y decía:

—¿Gene? Soy George.

—Eh, hola, George —dijo la rana—. Adelante.

—Así están las cosas, Gene —dijo Connor, en pie frente al carísimo mueble, e incapaz de apartar la vista de la caja de plástico—. Creo que la situación es buena. Los viejos veinte cotizan al ocho por ciento. Según nuestros expertos, con los nuevos empezaremos a 8,05, pero nos tememos que traten de jugárnosla. Opinamos que lo mejor es comenzar a movernos bajándolos a 8. De modo que así es como yo lo veo. Haremos una lenta escalada a 8,01, 8,02, 8,03, para terminar en 8,04. Y estoy dispuesto a quedarme con un sesenta por ciento de toda la emisión.

Lo cual, traducido, significaba: Connor estaba proponiendo que Pierce & Pierce comprase 6 de los 10 mil millones de dólares del total de la emisión que iba a salir a subasta, y esperaba obtener unos beneficios de dos treintaidosavos de dólar —6 centavos y cuarto— por cada cien dólares adquiridos.

Sherman se sentía incapaz de volver a mirar a Rawlie. El rostro de su amigo había adoptado una diminuta y desagradable sonrisa, y su mirada parecía desviarse unos cuantos grados a la derecha del mueble Adam, hacia los muelles de Hoboken. La presencia de Rawlie era como si a Sherman le hubiesen arrojado contra la cara un vaso de agua helada. Y volvió a detestarle. Porque sabía muy bien lo que Rawlie estaba pensando. Ahí estaba aquel insoportable advenedizo de Lopwitz —Sherman sabía que era así como le calificaba Rawlie— dándoselas de aristócrata en la terraza de algún club británico de cricket, y celebrando al mismo tiempo una reunión con su gente de Nueva York para decidir si Pierce & Pierce se jugaba dos mil, cuatro mil o seis mil millones en una emisión de bonos del gobierno norteamericano cuya subasta iba a empezar al cabo de tres horas. Sin duda alguna, Lopwitz también tenía un público a su alrededor, en el club de cricket, unos espectadores que anhelaban ver su actuación a través de un satélite de comunicaciones que permitía que su voz llegase a Wall Street. En fin, tampoco era tan difícil ver el lado ridículo de la situación, pero, por otro lado, Lopwitz era un verdadero Amo del Universo. Rondaba los cuarenta y cinco años de edad. Y Sherman quería llegar a su mismo nivel para dentro de siete años, cuando también él cumpliera los cuarenta y cinco. ¡Vivir con un pie a cada lado del Atlántico… jugándose miles de millones! Ya podía Rawlie burlarse cuanto quisiera… y agachar la cabeza… pero estremecía pensar en todo lo que Lopwitz tenía en sus manos, pensar en lo que ganaba cada año, sólo en Pierce & Pierce, 25 millones como mínimo, pensar en la vida que llevaba, pensar en la mujer que Sherman pensó equivocadamente que era su primera esposa, Blancanieves. Así la llamaba Rawlie. Una melena negra como el ébano, unos labios rojos como la sangre, una piel blanca como la nieve… Era, en realidad, la cuarta esposa de Lopwitz, una condesa, al parecer, francesa, de veinticinco o como mucho veintiséis años, que hablaba con el mismo acento que Catherine Deneuve anunciando aceites de baño. Menuda mujer… Sherman la conoció en una fiesta que dieron los Peterson. La joven apoyó su mano en el brazo de Sherman, simplemente para subrayar una frase de la conversación, ¡pero mantuvo esa presión sobre su brazo y estuvo mirándole, a él, fijamente, apenas a un palmo de distancia! Era un animal joven y fogoso. Lopwitz había podido elegir. Decidió que lo que quería era un animal joven y fogoso con unos labios rojos como la sangre y una piel blanca como la nieve, y eso era lo que se había quedado. Sherman no se había atrevido nunca a preguntar qué había sido de las tres anteriores esposas de Lopwitz. Cuando alguien llegaba tan alto como Lopwitz, aquello no eran más que minucias.

—Ya, bien, creo que está bien, George —dijo la rana de plástico—. ¿Qué dice Sherman? ¿Estás ahí, Sherman?

—¡Hola, Gene! —dijo Sherman, levantándose de la butaca Jorge II. Le sonó extraña su propia voz tan pronto como empezó a hablar con aquella caja de plástico, y ni siquiera se atrevió a mirar a Rawlie cuando se puso en pie y se adelantó hasta la vitrina Adam para, en seguida, quedarse mirando con arrobamiento la máquina situada encima del mueble—. Todos mis clientes hablan de un 8,05, Gene. Mi instinto me dice que los tenemos a nuestro lado. El mercado está entonado. Creo que podemos pujar en la subasta basándonos en el interés que demuestran nuestros clientes.

—De acuerdo —dijo la voz de la caja—. Pero aseguraos de que tú y George os mantenéis en cabeza. No me gustaría enterarme de que Salomon o algún otro se pone a jodernos jugando a la baja.

Sherman se sintió maravillado ante la astucia de la rana.

Se oyó un ruido afónico a través del altavoz. Todo el mundo se quedó mirándolo fijamente.

La voz de Lopwitz reapareció:

—Alguien parece haberle pegado fortísimo a la pelota —dijo—. Pero se diría que esa pelota está como muerta. En fin, no estando aquí, resulta difícil que lo entendáis. —No quedó nada claro a qué estaba refiriéndose—. Bien, mira, George. ¿Me oyes, George?

Connor se sobresaltó, se puso en pie, y corrió junto a la vitrina.

—Te oigo, Gene.

—Sólo quería decirte que, si te parece que lo mejor es salir a la palestra y pegarle un buen metido a esa emisión, adelante. Me parece bien.

Y eso fue todo.

Cuarenta y cinco segundos antes de la una de la tarde, momento en que debía abrirse oficialmente la subasta, George Connor, desde el teléfono situado en el centro de la sala de bonos, le leyó su escalamiento final de pujas a un empleado de Pierce & Pierce que estaba al teléfono en el Federal Building, que era el lugar en donde se iba a celebrar físicamente la subasta. Las pujas daban un promedio de 99,56328 dólares por cada 100 dólares de bonos. Segundos después de la una en punto, Pierce & Pierce era propietaria, tal como se habla planeado, de 6 mil millones de dólares en bonos a veinte años. El departamento de compraventa contaba ahora con cuatro horas para crear un mercado favorable a esos bonos. Vic Scasi se puso al frente de la carga destinada a la reventa de los bonos recién adquiridos, cuyos clientes tenían que ser fundamentalmente los diversos brokers con quienes el negocio se haría por teléfono. Sherman y Rawlie encabezaban la actividad de los vendedores de bonos, y sus clientes en esta reventa eran fundamentalmente las compañías aseguradoras y los trust banks: también por teléfono. A las dos de la tarde, el estruendo que reinaba en el departamento de bonos, alimentado no tanto por la codicia como por el miedo, rayaba en lo sobrenatural. Todos gritaban y sudaban y blasfemaban y devoraban sus donuts eléctricos.

A las cinco de la tarde habían vendido un cuarenta por ciento —2,4 miles de millones de dólares— de los 6 mil millones, a un precio medio de 99,56453 dólares por cada 100 dólares de bonos, con un beneficio que era el doble de lo calculado en principio. ¡El doble! Es decir, un beneficio de doce centavos y medio por cada 100 dólares. Para los eventuales compradores al detall de estos bonos, tanto si se trataba de individuos como si eran empresas o instituciones, la diferencia era nula. Pero para Pierce & Pierce significaba un beneficio de casi 3 millones de dólares por una tarde de trabajo. Y la cosa no iba a terminar ahí. El mercado se mostraba firme, con tendencia al alza. En una semana podían ganar fácilmente de 5 a 10 millones adicionales con la reventa de los 3,6 miles de millones en bonos que aún les quedaban. ¡Un beneficio doble!

A las cinco de la tarde Sherman nadaba en adrenalina. Formaba parte de la fuerza pulverizadora de Pierce & Pierce, de aquel equipo de Amos del Universo. Su actividad era pasmosamente audaz. Arriesgar en una tarde seis mil millones por un beneficio previsto de seis centavos y cuarto por cada cien dólares, ¡y ganar luego el doble! ¡El doble! ¡Qué audacia! ¡Qué audacia! ¿Podía existir algún tipo de poder más embriagador en todo el universo? ¡Que Lopwirz siga viendo todos los partidos de cricket que le dé la gana! ¡Que juegue a ser la rana de plástico! ¡Amos del Universo! ¡Hombres audaces!

La audacia de toda la operación fluía por los miembros y los canales linfáticos y los lomos de Sherman. Pierce & Pierce era el poder, y él estaba conectado por seguros cables a ese poder, y el poder emitía sus zumbidos y lanzaba sus embestidas desde las mismísimas tripas de Sherman.

Judy… Hacía horas que no pensaba en ella. ¿Qué era una sola llamada de teléfono, por estúpida que hubiese sido… en comparación con los magníficos libros mayores que registraban los negocios de Pierce & Pierce? El piso cincuenta era sólo para gente que no tenía miedo de agarrar lo que deseaba. Y, por Cristo, él, Sherman, Amo del Universo, apenas deseaba nada en comparación con todo lo que por derecho le correspondía. Lo único que pretendía, al fin y al cabo, era divertirse un raro cuando le apetecía, disfrutar de los placeres sencillos que todos los valientes guerreros se tienen tan merecidos.

¿Cómo se atrevía ella a hacerle pasar aquel mal rato?

Si ella, la Mujer Madura, desea seguir contando con el apoyo y la compañía de un Amo del Universo, no le queda más remedio que permitirle gozar de todo lo que ha ganado con su audacia, gozar de la juventud y de la belleza, de los jugos salaces…

¡No tenía ningún sentido! De algún modo, y por motivos inexplicables, Judy le había tenido siempre tomada la medida. Le menospreciaba, le miraba desde arriba, desde una altura absolutamente ficticia; pero por muy ficticia que fuese esa altura, le miraba despectivamente. Seguía siendo la hija del doctor E. (¡«E» de Egbord!) Miller, catedrático de la Universidad DesPortes, situada en Terwilliger, estado de Wisconsin, el pelmazo y desdichado profesor Miller, siempre vestido con sus andrajosas americanas de tweed, aquel profesorzuelo cuyo único mérito era el de haber lanzado un ataque, por otro lado muy circunspecto (en una ocasión Sherman lo leyó muy por encima), contra su paisano de Wisconsin, el senador Joseph McCarthy, el año 1955, en la revista Aspects. A pesar de todo, en aquellos primeros días de su encuentro con Judy en el Village, Sherman había cometido el error de tolerarle sus pretensiones, de defenderse ante ella diciéndole que, aunque estuviera trabajando en Wall Street, en realidad él no pertenecía al mundo de Wall Street, sino que solamente estaba sirviéndose de Wall Street. Es más, Sherman llegó a sentirse complacido cuando Judy, en plan condescendiente, dijo sentir admiración por él, por sus evidentes deseos de convertirse en un hombre ilustrado. Porque Judy se las arregló para convencer a Sherman de que su padre, John Campbell McCoy, el León de Dunning Sponget, era un tipo pedestre, apenas un rico guardia jurado de ciertos capitales ajenos. Sherman ni siquiera tenía idea de por qué razón llegó todo eso a importarle tanto. Su interés por las teorías psicoanalíticas, que jamás había sido muy acentuado, acabó de repente en Yale, el día en que Rawlie Thorpe dijo que eso no era más que «una ciencia judía» (justamente el tipo de actitud que más preocupó y enfureció a Freud setenta y cinco años atrás).

Pero todo eso formaba parte únicamente de su pasado, de la infancia de Sherman, de su infancia en la calle Setenta y tres Este y su infancia en el Village. ¡Ahora estaba viviendo una nueva época! ¡La época de Wall Street! Y ahora Judy era… un simple recuerdo de su infancia, un objeto de una época pasada… y sin embargo, Judy seguía viviendo a su lado, se estaba haciendo mayor, cada día más flaca… más bien conservada

Sherman se recostó en el asiento y echó una ojeada a la sala de compraventa de bonos. Las procesiones de datos verde fosforescente no habían dejado de desfilar por las pantallas de las terminales de ordenador, pero el estruendo había perdido intensidad hasta ser tan sólo algo así como las risas que suelen oírse en los vestuarios de unas instalaciones deportivas. George Connor se encontraba en pie, con las manos en los bolsillos, junto al asiento con Vic Scasi, charlando con él. Vic se desperezó, hizo girar los hombros en círculo, y casi pareció a punto de soltar un bostezo. Y allí estaba también Rawlie, repanchingado contra el respaldo de su silla, hablando por teléfono, sonriendo y pasándose la mano por su calva sesera. Los guerreros victoriosos después del combate… Amos del Universo…

¡Y ella había tenido el valor de crearle problemas por una simple llamada telefónica!