A la mañana siguiente aparece a los ojos de Lawrence Kramer, emergiendo en medio del gris amanecer, como la chica del pintalabios marrón. La chica está justo a su lado. Lawrence Kramer no llega a distinguir su rostro, pero sabe que es la chica del pintalabios marrón. No logra distinguir tampoco ninguna palabra, ninguna de las palabras que salen como diminutas perlas de esos labios pintados de marrón, pero sabe lo que ella está diciendo. Quédate conmigo, Larry. Tiéndete a mi lado, Larry. ¡Y él quiere hacerlo! ¡Lo quiere! ¡No hay nada en el mundo que desee más que eso! Entonces, ¿por qué no lo hace? ¿Qué es lo que le impide presionar con sus labios esos labios pintados de marrón? Su esposa, eso es lo que se lo impide. Su esposa, su esposa, su esposa, su esposa, su esposa…
Le despertaron los movimientos de su esposa, que andaba a gatas hacia los pies de la cama. Qué espectáculo tan fofo, tan torpe… El problema consistía en que la cama, un colchón de buen tamaño apoyado sobre una tabla de contrachapado, tenía casi la misma anchura que la habitación. De modo que para llegar al suelo había que arrastrarse hasta los pies de la cama.
Ahora ella ya estaba en el suelo, encorvada sobre una silla para recoger su albornoz. Con aquel camisón de franela que se le ensanchaba tanto en las caderas, daba la sensación de medir un kilómetro de ancho. Lawrence Kramer lamentó inmediatamente haber albergado esa idea. Los sentimientos tintinearon en todo su ser. ¡Mi Rhoda! Al fin y al cabo, había dado a luz hacía sólo tres semanas. Estaba contemplando los riñones que habían empujado hacia la vida a su primer hijo. ¡Un hijo! La pobre no había recuperado todavía su tipo de antes. Eso al menos tenía que admitirlo.
De todos modos, ni pensando en eso mejoraba la imagen que estaba viendo.
La miró mientras se ponía el albornoz. Rhoda se volvió hacia la puerta. De la salita llegaba luz. Se trataba sin duda de la niñera, una inglesa, Miss Eficiencia, que ya se había levantado y estaba desplegando su gran actividad. La luz le permitió fijarse en el perfil del rostro pálido, hinchado y sin maquillar de su mujer.
Apenas con veintinueve años, y ya tenía el mismo aspecto que su propia madre.
¡Y es que era exactamente la misma persona, repetida! ¡Era su propia madre! ¡Sin la menor duda! ¡Sólo era cuestión de tiempo! El mismo cabello rojizo, las mismas pecas, la misma nariz gordezuela de campesina, los mismos mofletes, incluso algunos indicios de la papada de su madre. ¡Un embrión de la típica mujer parlanchina! ¡La pequeña Gretel de la shtetl! ¡joven y judía del West Upper Side!
Entrecerró los ojos hasta no dejar abiertas más que dos ranuras muy delgadas, de modo que ella no pudiese descubrir que ya estaba despierto. Por fin su mujer salió del dormitorio. Le oyó decirle alguna cosa a la niñera y al bebé. Rhoda pronunciaba Jo-shu-a con una curiosa cadencia infantil. Era un nombre del que él comenzaba a arrepentirse. Si decidías ponerle a tu hijo un nombre judío, ¿qué tenían de malo nombres como Daniel o David o Jonathan? Se tapó con las sábanas hasta los hombros. Quería regresar durante otros cinco o diez minutos a la sublime narcosis del sueño. Regresar a la chica del pintalabios marrón. Cerró los ojos… Inútil. No lograba hacerla regresar. Sólo podía pensar en lo atascadísimo que iría el metro si no se levantaba inmediatamente.
De modo que se levantó. Caminó por encima del colchón hasta el suelo. Era como caminar por el fondo de un bote de remos, pero no quería avanzar a gatas. Aquella visión fofa y torpe… Llevaba camiseta sin mangas y calzones cortos. Notó que padecía esa afección tan corriente entre los hombres jóvenes: una erección matutina. Se fue a la silla y se puso su albornoz a cuadros. Su esposa y él habían empezado a usar albornoz a partir del día en que la niñera inglesa entró en su casa. Uno de los muchos y trágicos defectos de su apartamento era que no había modo de trasladarse del dormitorio al cuarto de baño sin pasar por la salita, que es donde la niñera dormía, en un sofá-cama, y también el niño, en una cuna situada debajo de una caja de música móvil y unos payasitos de peluche. La caja de música tocaba la canción Que vengan los payasos. La tocaba una y otra vez. Plink plink plinkplink, plink plink plinkpkink, plink PLINK plinkplink.
Bajó la vista. El albornoz no bastaba para la ocultación. Era como si alguien hubiese metido ahí debajo el palo de una tienda de campaña. Pero si se agachaba un poco, así, apenas se notaba. De modo que, una de dos, o salía a la salita y permitía que la niñera viese el palo de la tienda de campaña, o se ponía a caminar encorvado, como si le doliese la espalda. Finalmente permaneció en donde estaba, a oscuras.
La oscuridad le pareció bien. La presencia de la niñera había hecho que tanto él como Rhoda tomaran dolorosa conciencia de la porquería de piso en donde vivían. Todo el apartamento, de tres habitaciones y media según el léxico que usaban los agentes neoyorquinos de propiedad inmobiliaria, había sido construido en lo que antiguamente fue un enorme dormitorio del tercer piso de una casa señorial, contenía tres ventanas que daban a la calle. El llamado dormitorio en donde él se encontraba ahora no era en realidad más que la ranura formada en una esquina del piso por un tabique de cartón de yeso y fieltro. Esta ranura tenía una de las ventanas. El resto de lo que antiguamente fuera una sola habitación recibía ahora el nombre de salita, y tenía las otras dos ventanas. Atrás, junto a la puerta de la escalera, había otras dos ranuras. Una de ellas para una cocina en la que no pasaban dos personas a la vez, y la otra para el baño. Ninguna de estas dos últimas ranuras tenía ventana. El piso era como una de esas celdas de colmena que suele comprarse la gente, pero a ellos les costaba 888 dólares al mes, y tenía el alquiler estabilizado. De no haber sido por la ley de estabilización de alquileres, probablemente hubiesen tenido que pagar por él 1.500 dólares, una cifra a la que no podían llegar en modo alguno. ¡Y estuvieron contentísimos cuando lo encontraron! ¡Dios mío, había licenciados universitarios de su misma edad, treinta y dos años, que andaban perdidos por todo Nueva York buscando un piso como éste, un 3 1/2 con vistas, en una vieja casa señorial, con techos altos, alquiler estabilizado, y en la zona de la Setenta Oeste! Francamente patético. Casi no se lo podían permitir cuando Rhoda también trabajaba y, sumando sus sueldos, llegaban a los 56.000 dólares al año, 41.000 deducidos los impuestos. El plan consistió en que la madre de Rhoda les daría dinero, algo así como su regalo por el nacimiento del hijo, para que pudieran pagar durante cuatro semanas los servicios de la niñera, en espera de que Rhoda estuviese recuperada y empezase a trabajar otra vez. Entretanto, tenían que buscarse una au pair, para que viviese con ellos y cuidara del niño, a cambio de la comida y el alojamiento. La madre de Rhoda cumplió con su parte del plan, pero ya empezaba a resultar evidente que aquella chica au pair dispuesta a dormir en un sofá-cama situado en la salita de una colonia de hormigas del West Side no existía. Eso significaba que Rhoda no podría ponerse a trabajar de nuevo. Y que tendrían que apañárselas con los 25.000 dólares que, tras deducciones, quedaban del sueldo de él, y sólo el alquiler anual del pisito, a pesar de la ley de estabilización, ya alcanzaba los 10.565 dólares.
Tan morbosas reflexiones sirvieron, como mínimo, para devolverle a su albornoz un aspecto decente. De modo que salió de la habitación.
—Buenos días, Glenda —dijo.
—Oh, buenos días, Mr. Kramer —dijo la niñera.
Una voz muy distante y británica. Kramer estaba convencido de que nada del mundo le importaba menos que los acentos británicos o los mismos británicos. De hecho, tanto los británicos como sus acentos le intimidaban. Dicho por la niñera, aquel oh, aquel simple oh, permitía entender una insinuación: ¿Así que por fin se ha levantado usted?
Aquella cincuentona rolliza ya se había puesto, con su característica eficiencia, el uniforme blanco. Llevaba el pelo recogido en un moño perfecto. Ya le había dado tiempo de cerrar el sofá-cama y poner los almohadones en su sitio, devolviéndole así su aspecto diurno, el de un mueble de salita con su funda sintética color amarillo deslucido. La niñera estaba sentada al borde del sofá, perfectamente tiesa la espalda, y tomaba una taza de té. El bebé permanecía boca arriba en la cuna, perfectamente alegre. El segundo apellido de la niñera era Perfectamente. La habían encontrado por medio de la agencia Gough, que, en un artículo de la sección Hogar del New York Times, aparecía señalada como una de las mejores y más de moda. De forma que estaban pagándole un precio muy de moda, 525 dólares semanales, a la niñera inglesa. De vez en cuando aquella mujer se refería a otros barrios en los que había trabajado. Siempre era en Park Avenue, la Quinta Avenida, Sutton Place… Pues ¡mala suerte! Ahora te ha tocado pegarte un atracón de pisito sin ascensor en el West Side. Ellos la llamaban Glenda. Ella les llamaba Mr. y Mrs. Kramer, en lugar de Larry y Rhoda. Todo al revés. Glenda era la imagen misma de la mejor educación, con su taza de té, mientras que Mr. Kramer, el propietario de la celdilla de aquella colonia de hormigas, iba descalzo, con las piernas desnudas, el pelo revuelto, y vestido con un harapiento albornoz a cuadros, camino del baño. En un rincón, debajo de una Dracanea fragrans extraordinariamente polvorienta, el televisor estaba conectado. Un anuncio concluyó lanzando destellos, y unas cuantas cabezas sonrientes comenzaron a hablar en el programa Today. Pero el volumen estaba a cero. Hubiera sido muy imperfecto por parte de la niñera tener el televisor a todo volumen. ¿Qué coño estaba pensando en realidad aquel británico arbitro de la elegancia, aquel juez sentado (en un sofá espantosamente cochambroso) en la salita, dispuesto a enjuiciar la miseria de chez Kramer?
La señora de la casa, Mrs. Kramer, emergió justo entonces del baño, en zapatillas y albornoz.
—Larry —le dijo—. Mírame la frente. Me parece que me ha salido algo, una urticaria. Lo he visto en el espejo.
Aún adormilado, Kramer intentó estudiar el problema de su frente.
—No es nada, Rhoda. Sólo como si empezara a salirte un grano.
Lo del acento de su mujer también se las traía. Desde la llegada de la niñera, Kramer también había tomado conciencia de cómo hablaba Rhoda. No se había fijado antes, o apenas. Era una licenciada de la Universidad de Nueva York. Durante los cuatro últimos años había trabajado como asesora editorial de Waverly Place Books. Era una intelectual o, como mínimo, parecía leer mucha poesía de John Ashbery y de Gary Snyder cuando la conoció, y siempre tenía las más firmes opiniones sobre Nicaragua y Sudáfrica. Sin embargo, para ella forehead [frente] era fuh-head. Igual que su propia madre.
Rhoda penetró anadeando en la salita, y Kramer se coló en la ranura del baño. El baño era el paradigma de la vida en los pisos pequeños. Del listón de la cortina de la ducha colgaba una hilera de ropa mojada. Había más ropa tendida en un cable que atravesaba el baño en diagonal: un babi con cremallera, dos baberos, unas cuantas minibragas, varios pares de pantis, y Dios sabía qué más, aunque ninguna de esas prendas era, por supuesto, de la niñera. Kramer tuvo que agachar la cabeza para llegar al inodoro. Unos pantis le hacían cosquillas en la oreja. Qué repugnante. Había una toalla mojada sobre la tapadera del inodoro. Se volvió, buscando un sitio en donde colgarla. No lo había. La tiró al suelo.
Después de orinar, avanzó los treinta centímetros que le separaban del lavabo, se quitó el albornoz y la camiseta y lo echó todo sobre la tapadera del inodoro. A Kramer le gustaba inspeccionarse la cara y el cuerpo por la mañana. Con sus rasgos anchos y planos, y su nariz recta y su cuello ancho, nadie le tomaba al principio por judío. Hubiera podido ser griego, eslavo, italiano, hasta irlandés: cualquier cosa, pero en plan duro. No le alegraba la calvicie que comenzaba a asomar amenazadoramente por la frente, pero en cierto sentido también este detalle le hacía parecer un tipo duro. Su calvicie recordaba la que suelen padecer los jugadores profesionales de rugby. Y su cuerpo… Pero esta mañana se desanimó. Aquellos potentes deltoides, aquellos robustos trapecios, aquellos prietos y abultados pectorales, aquellas masas curvilíneas de carne, hasta los bíceps, todo parecía deshinchado. ¡Se estaba atrofiando! Desde la llegaba de la niñera y el bebé, no había podido hacer sus ejercicios. Guardaba sus pesas en una caja de cartón colocada detrás de la dracanea, y aprovechaba para hacer sus ejercicios el hueco que quedaba entre la planta y el sofá. Pero, ahora, por nada del mundo se hubiese puesto a trabajar los músculos, a gruñir y roncar y tensar y oxigenarse y mirarse con regusto al espejo, con la niñera inglesa allí delante… o, si vamos a eso… en presencia de la mítica au pair del futuro. ¡Hay que hacerle frente a la situación! ¡Ha llegado la hora de abandonar esos sueños infantiles! ¡Ahora no eres más que un papaíto trabajador, como tantos norteamericanos! Eso, y nada más.
Cuando salió del baño encontró a Rhoda sentada en el sofá junto a la niñera inglesa, las dos con la vista clavada en el televisor, y con el volumen subido. Era el noticiario que se incluye a mitad del programa Today.
Rhoda le miró y, muy excitada, le dijo:
—¡Fíjate en eso, Larry! ¡Es el alcalde! Ayer noche hubo un jaleo tremendo en Harlem. ¡Alguien le tiró una botella!
Kramer apenas se fijó en lo torpemente que ella pronunciaba las palabras. En la pantalla estaban ocurriendo cosas asombrosas. Un escenario, una melée, empujones, hasta que una mano inmensa llenó la pantalla y lo borró todo durante un instante. Más gritos y muecas y forcejeos, y después el puro vértigo. Para Kramer y Rhoda y la niñera fue como si los gamberros estuvieran saltando de la pantalla a la salita, junto a la cuna del pequeño Joshua. Y no era un noticiario local, sino el programa Today. Eso era lo que Norteamérica estaba tomando hoy para desayunar, una pandilla de negros de Harlem que, impulsados por una ira que ellos creían justificada, lograban echar al alcalde de Nueva York de un estrado en un auditorio público. Allí se le ve el cogote, huye, busca refugio. Antes era el alcalde de Nueva York. Ahora es el alcalde de los blancos de Nueva York.
Cuando terminó, los tres se miraron y Glenda, la niñera inglesa, considerablemente agitada, expresó su opinión:
—La verdad, me parece absolutamente escandaloso. La gente de color no sabe lo bien que les va en este país, se lo aseguro. En Gran Bretaña no hay ni un solo agente de color en la policía, ni por supuesto ningún funcionario público importante, mientras que aquí… Precisamente, el otro día leí un artículo sobre eso. En este país hay más de doscientos alcaldes de color. Y ahora pretenden vapulear nada menos que al alcalde de Nueva York. ¿Saben lo que yo pienso? Hay gente que no sabe lo bien que le van las cosas.
Y sacudió la cabeza en demostración de su enfurecimiento.
Kramer y su mujer se miraron mutuamente. Larry supo que Rhoda pensaba exactamente lo mismo que él.
¡Gracias al Cielo! ¡Qué alivio! Ahora ya podían respirar a gusto. Miss Eficiencia era una reaccionaria. Y últimamente la gente reaccionaria había perdido toda dignidad. Esas actitudes políticas denunciaban los orígenes sociales bajos, el mal gusto, de quien las manifestaba. De manera que, al final, resultaba que ellos eran superiores a su niñera inglesa. Joder, qué alivio.
La lluvia había casi dejado de caer cuando Kramer comenzó a caminar hacia el metro. Se había puesto una gabardina vieja sobre su traje gris de costumbre, camisa blanca y corbata. Calzaba unas zapatillas Nike, blancas con listas de color a los lados. Sus zapatos de piel marrón iban bien guardados en el interior de una bolsa de plástico, una de esas de color blanco que dan en A & P[8].
La parada de metro en donde podía tomar la línea D para ir al Bronx estaba en el cruce de la Ochenta y uno y Central Park West. A Kramer le gustaba caminar hasta Central Park West por la calle Setenta y siete, para luego subir hasta la Ochenta y uno, porque de este modo pasaba delante del Museo de Historia Natural. Era una manzana preciosa, la más bonita de todo el West Side, e incluso, para Kramer, comparable a las calles de París; y no es que hubiese estado nunca en París. La calle Setenta y siete era muy ancha en esa zona. A un lado se encontraba el museo, un maravilloso edificio románico de imitación, hecho de vieja piedra rojiza, y circundado por un pequeño parquecito con árboles. Incluso en los días nublados como éste, las tempranas hojas primaverales parecían brillar. Verdor fue la palabra que se le ocurrió. A este lado de la calle, junto a la acera por la que él caminaba, había un farallón de elegantes casas de apartamentos, con ventanas que daban al museo. Casas con portero. Vestíbulos de mármol que se alcanzaban a entrever desde la calle. Y luego recordó a la chica del pintalabios marrón… Ahora la veía con claridad, mucho más que en el sueño. Cerró el puño. ¡Maldita sea! ¡Lo haría! La telefonearía. Marcaría ese número. Tendría que esperar hasta el final del juicio, naturalmente. Pero lo haría. Ya estaba harto de ver que otra gente… vivía La Vida. ¡La chica del pintalabios marrón! ¡Ellos dos, mirándose a los ojos, sentados a la mesa de uno de esos restaurantes de madera clara y ladrillo visto y plantas colgando y latón y cristal tallado y menús a base de cangrejos Natchez con ternera y llantén mesquite y pan de trigo con pimienta de Cayena!
Cuando Kramer había logrado situar claramente la imagen, a pocos metros de él, emergiendo del elegantísimo portal del número 44 de la calle Setenta y siete Oeste, apareció una figura que le sobresaltó.
Era un hombre joven, de aspecto casi infantil, cara redonda y pelo negro, muy bien peinado hacia atrás. Llevaba un abrigo Chesterfield impermeabilizado, con cuello de terciopelo dorado, y sostenía en la mano una de esas carteras attache color borgoña que venden en Madler o en T. Anthony de Park Avenue, cuya cremosa suavidad anuncia: «Mi precio son 500 dólares.» Kramer alcanzaba a ver parte del brazo uniformado que le sostenía la puerta abierta. La figura caminaba ahora con ágiles y cortos pasos bajo la marquesina, atravesando la acera para dirigirse a un sedán Audi. Un chófer estaba al volante. En la ventanilla posterior leyó un número —271— que delataba un servicio de alquiler particular. Y ahora el portero avanzaba con prisas, y el joven se detuvo un instante para permitirle que le alcanzara y le abriese la puerta trasera del sedán.
Y este joven era… ¡Andy Heller! Sin la menor duda. Había sido compañero de curso de Kramer en la facultad de derecho de Columbia; y qué superior se sintió Kramer cuando el pequeño Andy, el gordito y brillante Andy, hizo lo corriente, irse a trabajar a la parte baja de la ciudad, en el bufete de Angstrom & Molner. Andy, y cientos de licenciados como él, se pasarían los siguientes cinco o diez años encorvados sobre sus escritorios, corrigiendo comas, revisando citaciones y redactando frases hechas a fin de reforzar y fortificar la codicia de agentes hipotecarios, fabricantes de productos-de-belleza-y-salud, asesores de fusiones empresariales, y especialistas de reaseguros. Entretanto, él, Kramer, abrazaría la vida y se metería hasta la cintura en las vidas de los miserables y los derrotados, y se alzarla en los tribunales para luchar, mano a mano[9], por el triunfo de la justicia.
Y eso mismo era, de hecho, lo que había ocurrido. ¿Por qué, siendo así, se quedaba Kramer tan perplejo ahora? ¿Por qué no se adelantaba con un alegre «Hola, Andy»? Se encontraba a unos seis metros de su compañero de curso. Pero se detuvo, volvió la cabeza hacia el edificio y se llevó la mano a la cara, como si le molestase alguna cosa en el ojo. Antes muerto que permitir que Andy Heller le mirase de frente y le dijera: «¡Larry Kramer! ¿Qué tal estás?», para luego añadir: «¿A qué te dedicas?» Porque entonces Kramer hubiese tenido que contestarle: «Bueno, soy vicefiscal de distrito en el Bronx.» Ni siquiera hubiese podido añadir: «Gano 36.600 dólares al año.» Todo el mundo estaba informado al respecto. Y, durante esos momentos, Andy Heller le hubiese pasado revista a su sucia gabardina, su viejo traje gris cuyos pantalones le quedaban un poco cortos, sus zapatillas Nike, su bolsa de plástico A & P… No te jode… Kramer permaneció clavado en donde estaba, con la cabeza vuelta a un lado, fingiendo que trataba de quitarse una mota del ojo, hasta que oyó el ruido que producía la puerta del Audi al cerrarse. Se volvió justo a tiempo para ver la bonita nube de vapor que estaba lanzando hacia su rostro el coche alemán de lujo en el que Andy Heller iba hacia su oficina. Kramer no quiso ni siquiera pensar qué aspecto podía tener aquel maldito despacho.
En el metro, línea D, camino del Bronx, Kramer se quedó en el pasillo, agarrado a un poste de acero inoxidable, mientras el vagón corcoveaba y aceleraba y chillaba. En el banco de plástico que tenía enfrente iba sentado un viejo huesudo que parecía haber emergido como una seta de la mancha de unos graffiti. Leía el periódico. El titular decía: EL ALCALDE AHUYENTADO POR EL GENTÍO DE HARLEM. Las letras eran tan grandes que casi ocupaban la totalidad de la página. Encima del titular, en letras más pequeñas, decía: «¡Vete a tus barrios de blancos, judío!» El viejo calzaba unas zapatillas deportivas a listas blancas y moradas. Parecía contradictorio que las llevara un hombre tan viejo, pero en realidad aquello no era extraño, o al menos no lo era en la línea D. Kramer bajó la vista al suelo. La mitad de los ocupantes del vagón llevaba zapatillas deportivas con adornos no menos espectaculares, y con suelas igualmente gruesas. Las calzaban los jóvenes y los viejos, las madres con niños sobre la falda, y hasta esos mismos niños. Pero no usaban este calzado por las mismas razones que los clientes de Jóvenes, Sanos y Bellos, como en las zonas más nobles de la ciudad, en donde se podía ver a muchos jóvenes muy bien vestidos que se ponían zapatillas deportivas para ir al trabajo por la mañana. No, los motivos por las que estaban tan generalizadas las zapatillas deportivas en la línea D era por su precio: son el calzado menos caro. En la línea D, llevar estas zapatillas era como llevar colgado al cuello un cartel que dijera Barriobajero, o EL BARRIO [10].
Kramer se negó a reconocer cuál era el motivo por el cual él las usaba. Alzó la vista. Había unas cuantas personas leyendo en los tabloides la noticia del disturbio, pero la línea D no era una línea de grandes lectores de prensa… No… Por otro lado, lo que ocurriese o dejase de ocurrir en Harlem no produciría el más mínimo efecto en el Bronx. Todos los ocupantes del vagón contemplaban el mundo con desprecio, y evitaban que su mirada se cruzase con la de los demás.
Justo en ese momento se produjo ese típico bajón en la intensidad del ruido, uno de esos agujeros en el estruendo que ocurre cuando se abre la puerta que comunica dos vagones entre sí. Y, en efecto, estaban entrando en el vagón de Kramer tres negros, de quince o dieciséis años de edad, calzados con enormes zapatillas deportivas de anchos cordones, desatados pero cuidadosamente enrollados en líneas paralelas en torno a los tobillos, y con cazadoras acolchadas de color negro. Kramer recompuso su figura, y se esforzó por adoptar un aspecto de tipo duro y aburrido. Tensó los esternocleidomastoideos para que el cuello se le dilatase como el de un boxeador. De uno en uno… se sentía capaz de hacerles trizas… Pero jamás atacaban de uno en uno… Cada día tenía que ver a chicos como ésos en el juzgado… Los tres habían comenzado a avanzar por el pasillo… Caminaban con un contoneo muy marcado, el Contoneo de Chuloputas, como solían llamarlo… También cada día tenía que ver Kramer ese Contoneo de Chuloputas en el juzgado… Cuando no hacía frío, todo el Bronx estaba atestado de chicos que paseaban caminando con ese mismo Contoneo de Chuloputas, y a veces hasta parecía que toda la calle anduviese con ese leve brinco ladeado… Se acercaron un poco más, con la característica mirada vacía en sus ojos… Bueno, ¿qué podían hacerle…? Pasaron junto a él, dos por un lado, uno por el otro… y no ocurrió nada… Claro, nunca ocurría nada… Ante todo un toro, ante todo un macho como él… jamás en la vida se les ocurriría enzarzarse en una pelea con alguien como él… De todos modos, siempre se alegraba cuando el metro llegaba a la estación de la calle Ciento sesenta y uno.
Kramer subió la escalera y salió a la calle Ciento sesenta y uno. El cielo empezaba a despejarse. Ante él se alzaba la gran ensaladera del Yankee Stadium, detrás del cual asomaban las masas corroídas del Bronx. El estadio había sido remozado unos diez o quince años atrás. Se habían gastado en las obras cien millones de dólares. Eso tenía que haber servido para «revitalizar el corazón del Bronx». ¡Qué chiste tan siniestro! Precisamente a partir de entonces este distrito, el 44, estas calles, se habían convertido en las peores del Bronx en cuanto al índice de delincuencia. Cada día, Kramer tenía también oportunidad de comprobarlo.
Comenzó a caminar cuesta arriba, por la calle Ciento sesenta y uno, con sus zapatillas deportivas, y su bolsa de plástico de A & P con los zapatos dentro. Los pobladores de estas calles tristes rondaban y haraganeaban delante de las tiendas y de los snacks que se alineaban a lo largo de toda la calle.
Alzó la vista, y por un momento pudo ver el Bronx en todo su esplendor. En lo alto de la colina, allí en donde la Ciento sesenta y uno se cruzaba con la Grand Concourse, el sol se había abierto paso entre las nubes y estaba iluminando la fachada de piedra del Concourse Plaza Hotel. Visto desde esa distancia, podía incluso parecer un señorial hotel europeo de los años veinte. Los jugadores del equipo de los Yankees solían alojarse allí durante la temporada; bueno, no todos, sólo los cracks. Siempre se los había imaginado Kramer instalados en grandes suites. Joe DiMaggio, Babe Ruth, Lou Gehrig… Esos eran los únicos nombres que lograba recordar, pese a que su padre hablaba de muchísimos más. ¡Oh, doradas colinas judías de tiempos pasados! La cumbre de la colina, el lugar en donde se encontraban la calle Ciento sesenta y uno y la Grand Concourse, era el centro del sueño judío, el nuevo Canaán, el nuevo barrio judío de Nueva York, ¡el Bronx! El padre de Kramer había nacido a diecisiete manzanas de ese lugar, en la Ciento setenta y ocho, y jamás había llegado a soñar en ningún futuro más glorioso que el día en que consiguiese tener un piso de alquiler en uno de aquellos grandes edificios de la cumbre, en la Grand Concourse. La Grand Concourse fue construida con la intención de que fuese algo así como la Park Avenue del Bronx, pero la gente llegó a creer que aquella tierra prometida iba a ser mejor incluso. La Grand Concourse era más ancha que Park Avenue, y la organización urbanística y paisajística había sido proyectada con mucha vegetación: otro chiste tan siniestro como el anterior. ¿Quién quiere ahora un apartamento en la explanada? Hoy en día se podía elegir. El Gran Hotel del sueño judío era ahora una residencia benéfica, y el Bronx, la Tierra Prometida, estaba ocupada en un setenta por ciento por negros y portorriqueños.
¡Pobre y triste Bronx judío! A los veintidós años, cuando ingresó en la facultad de Derecho, Kramer comenzó a ver a su padre como un judío de poca monta que a lo largo de su vida había llevado a cabo la gran emigración diaspérea que le condujo del Bronx a la orilla del océano, a Long Island, nada menos que a treinta kilómetros de allí, y que, tras la mudanza, siguió viajando diariamente hasta Manhattan, en donde era encargado de un almacén de cartonajes situado en la zona de las Veinte Oeste. Él, Kramer, sería el abogado… el cosmopolita… Y ahora, diez años después, ¿qué había ocurrido? Vivía en una colonia de hormigas, y su piso, comparado con el apartamento de tres dormitorios que el viejo Kramer tenía en un edificio de estilo colonial de Oceanside, era un cuchitril. Mientras que, por otro lado, él, Kramer, seguía teniendo que tomar la línea D —¡la línea D!— para ir a trabajar… ¡al Bronx!
Delante mismo de los ojos de Kramer, el sol comenzó a iluminar otro edificio muy grande de la cumbre de la colina, precisamente el edificio en donde él trabajaba, el de los juzgados del Bronx. Se trataba de un prodigioso partenón de piedra arenisca, construido a comienzos de los treinta en estilo Público Moderno. Tenía nueve pisos y cubría tres manzanas, desde la calle Ciento sesenta y uno hasta la Ciento cincuenta y ocho. ¡Qué optimismo tan descarado animó a quienquiera que idease este edificio en aquel entonces!
A pesar de todo, los juzgados le conmovieron. Sus cuatro grandes fachadas eran exuberantes amontonamientos de esculturas y bajorrelieves. Grupos de figuras clásicas en cada esquina. Agricultura, Comercio, Industria, Religión, Arte, Justicia, Gobierno, Ley y Orden, los Derechos del Hombre,… ¡Nobles romanos vestidos con sus togas en pleno Bronx! ¡Un dorado sueño que imaginó un futuro apolíneo!
En la actualidad, si alguno de aquellos encantadores zagales clásicos bajara de allí arriba, no sobreviviría en la calle lo suficiente como para pedir siquiera un Choc-o-pop o un Tiburón azul. En un segundo se lo quitarían todo, hasta la toga. Este distrito, el 44, no era ninguna broma. La parte de los juzgados que daba a la calle Ciento cincuenta y ocho dominaba el parque Franz Sigel, que, visto desde una ventana del sexto piso, parecía una magnífica parcela de ajardinamiento a la inglesa, un romance de árboles, setos, césped y rocalla, absolutamente cubierto de vegetación, y todo ese conjunto descendiendo suavemente por la ladera sur de la colina. Hoy en día él era prácticamente el único que conocía el nombre del parque Franz Sigel, porque nadie que conservase siquiera la mitad del cerebro en funcionamiento se atrevería a avanzar por el parque hasta el sitio en donde estaba el cartel con el nombre. La semana pasada, un pobre diablo murió apuñalado a las diez de la mañana, cuando estaba sentado en uno de los bancos de cemento que fueron distribuidos por todo el parque en 1971, como parte de la campaña que pretendía «revitalizar el parque Franz Sigel y devolvérselo al vecindario». El banco estaba a tres metros de la entrada del parque. Alguien mató al pobre diablo para robarle el radio-cassette, uno de esos modelos tan enormes que en la oficina del fiscal de distrito era conocido con el nombre de attache del Bronx. Ningún funcionario de esa oficina salía a comer al aire libre en el parque los días soleados de mayo, ni siquiera alguien capaz, como él, de levantar veinticinco veces seguidas unas pesas de ocho kilos. Comer fuera era algo que no hacían ni siquiera los guardias del juzgado, hombres uniformados que llevaban una 38 con permiso de armas. Todo el mundo se quedaba siempre en el interior del edificio, en esta isla-fortaleza del Poder, de los blancos, como él mismo, en este Gibraltar perdido en mitad del pobre y triste mar de los Sargazos en que se había convertido el Bronx.
En la calle que estaba a punto de cruzar, Walton Avenue, hacían cola tres furgonetas anaranjadas y azules del departamento Penal, en espera del momento de entrar en el edificio. Las furgonetas transportaban a individuos procedentes del Centro de Detenidos Provisionales del Bronx, situado en Rikers Island, y de la Sala de lo Penal del Bronx, apenas a una manzana de allí, y que estaban pendientes de juicio en la Audiencia del condado, el tribunal que entendía de los principales delitos de mayor cuantía. Las salas ocupaban los pisos superiores, y los presos eran introducidos en el patio central. Unos ascensores los llevaban a los juzgados.
No se podía ver el interior de las furgonetas, porque llevaban las ventanillas protegidas por una espesa malla metálica. Pero Kramer no necesitaba mirar. Las furgonetas llevaban sin duda su cargamento de siempre, una pandilla de negros y latinos, más algún que otro italiano joven de la zona de Arthur Avenue, y muy de vez en cuando algún chiquillo irlandés de Woodlawn, o algún despistado que había tenido la desdicha de elegir el Bronx para meterse en un lío.
«El rancho», se dijo Kramer a sí mismo. Cualquiera que hubiese estado mirándole habría podido ver cómo movía los labios.
En cuestión de cuarenta y cinco segundos iba a enterarse de que, en efecto, alguien estaba mirándole. Pero hasta ese momento la escena era simplemente cotidiana, las furgonetas anaranjadas y azules, y él diciéndose a sí mismo: «El rancho.»
Kramer había llegado a esas horas bajas en la vida de los vicefiscales de distrito del Bronx en las que comienzan a sentirse asaltados por las Dudas. Cada año eran detenidas en el Bronx cuarenta mil personas, cuarenta mil incompetentes, subnormales, psicópatas, alcohólicos, payasos, y buenas gentes, todos ellos impulsados hacia cierto tipo de enfurecimiento terminal, así como tipos de quienes lo mejor que podía decirse era que se trataba de seres vilmente malvados. Siete mil de esas personas eran encausadas y procesadas y entraban en las fauces del sistema de justicia penal —precisamente en ese edificio—, a través de las puertas de la fortaleza de Gibraltar, en esas furgonetas que ahora hacían cola. Unos ciento cincuenta casos nuevos, otros ciento cincuenta corazones agitados y miradas morosas, cada una de las semanas de funcionamiento de las oficinas del Fiscal del Distrito del Bronx. ¿Y para qué? Cada día seguían cometiéndose los mismos delitos estúpidos, absurdos, patéticos, espeluznantes. Todo seguía igual. ¿Qué era lo que conseguían los diversos vicefiscales después de haberse dedicado a revolver la basura? El Bronx se desmoronaba y se hundía un poco más cada día, con un poco más de sangre en las grietas. ¡Las Dudas! De lo que no cabía duda es de que un objetivo sí se estaba consiguiendo. El sistema tenía su rancho cotidiano, y lo que aquellas furgonetas llevaban a Gibraltar era su comida. Cincuenta jueces, treinta y cinco funcionarios de juzgados, doscientos cuarenta y cinco vicefiscales de distrito, un F. de D… De sólo pensar en él a Kramer se le torcieron los labios hasta que se le formó una sonrisa, porque sin duda Weiss estaba allá arriba, en el sexto piso, pegándoles la bronca a los del Canal 4 o a los del 7 o del 2 o del 5, porque el día anterior no había salido en la TV todo lo que él quería, y porque tampoco hoy lo iba a conseguir. ¡Y bien sabía Cristo cuantísimos abogados defensores, abogados de oficio, estenógrafos, secretarios de juzgado, funcionarios de prisiones, funcionarios de libertad condicional, asistentes sociales, fiadores, investigadores especiales, chupatintas, psiquiatras forenses, esperaban a ser alimentados! Y cada mañana les llevaban el rancho, cada mañana el rancho y las Dudas.
Kramer acababa de pisar la calzada cuando un gran Pontiac Bonneville, todo un buque con prodigiosos adornos metalizados delante y detrás, una de esas fragatas de seis metros y pico cuya fabricación se interrumpió hacia 1980, se acercó y frenó junto a la acera. La puerta del Bonneville, una enorme masa de metal moldeado, de casi un metro y medio de ancho, se abrió con un triste ruido de torsión, y salió del coche un juez que se llamaba Myron Kovitsky. Era un sesentón bajito, flaco, calvo, de nariz afilada, ojos hundidos, y boca de expresión tenebrosa. A través de la ventanilla trasera del Bonneville, Kramer alcanzó a ver una silueta que se deslizaba hasta el volante, para ocupar el sitio abandonado por el juez. Debía de ser su esposa.
Tanto el ruido que hacía la enorme puerta de aquel coche antiguo y gigantesco al abrirse, como la imagen de ese ser diminuto apeándose de él, resultaban deprimentes. El juez, Mike Kovitsky, acude al trabajo en un yate de millonario fabricado hace aproximadamente diez años. Un magistrado de la Audiencia del condado, que apenas gana 65.100 dólares al año. Kramer se sabía las cifras de memoria. Deducidos los impuestos, al juez debían de quedarle unos 45.000 anuales. Para un hombre de sesenta años que había alcanzado la cúspide de la profesión legal, era un sueldo patético. En cambio, en el mundo de los negocios, Andy Heller… esas cantidades eran las que cobraba un joven cuando empezaba, recién salido de la universidad. Mientras que este hombre, cuyo coche hace zuop cada vez que se abre la puerta, se encuentra situado en la cumbre de la jerarquía de Gibraltar. Por su parte, él, Kramer, estaba en una posición indeterminada de la zona intermedia. Jugando sus cartas con habilidad, y si lograba congraciarse con la organización del Partido Demócrata del Bronx, este zuop era lo máximo a lo que podía aspirar, para dentro de treinta años.
Kramer había llegado a la mitad de la calzada cuando empezó todo aquello:
—¡Eh, judío! ¡Eh, Kramer!
Era todo un vozarrón. Kramer no llegó a captar de dónde procedía.
—¡Eh, soplapollas!
¿Cómo? Esa frase le detuvo sobre sus pasos. Cierta sensación, cierto sonido, como el de una intensa corriente eléctrica, saturaba su cerebro.
—¡Eh, Kramer, cabrón!
Era otra voz. Esos…
—Judío! Judío!
Procedían de la parte posterior de una furgoneta anaranjada y azul, la que estaba más próxima, apenas a diez metros de distancia. No les veía. No podía distinguirles a través de la malla metálica que cubría las ventanillas.
—Judío, Kramer! ¡Eh, Hymie, tonto del culo!
¡Hymie! ¿Cómo habían llegado a enterarse de que era judío? No lo parecía, y Kramer no era un apellido… ¿Por qué…? ¡Estaba rabioso!
—¡Eh, Kramer! ¡Eh, maricón! ¡Bésame el culo!
—¡Eh, tío! ¡Métetela donde te quepa!
Una voz latina, una pronunciación espantosa que introdujo más profundamente la navaja del insulto.
—¡Eh, gilipollas!
—¡Lamenabos!
—¡Kramer, hijoputa!
—¡Eh tío! ¡Te voy a dar por culo!
¡Todo un coro! ¡Un diluvio de basura! ¡Un Rigoletto de la alcantarilla, cantado con las soeces voces del Bronx!
Kramer se encontraba todavía a mitad de la calzada. ¿Qué hacer? Miró fijamente la furgoneta. No logró distinguir nada. ¿Quiénes eran? ¿Cuáles, de toda aquella interminable procesión de odiosos negros y latinos…? ¡No! ¡No mires! Desvió la vista. ¿Había alguien fijándose? ¿Debía encajar esos insultos increíbles, y seguir su camino como si tal cosa hasta la entrada de Walton Avenue, o era mejor que se enfrentara a esa chusma? ¿Enfrentárseles? Pero ¿cómo? ¡No! ¡Fingiría que no le dirigían esos insultos a él…! Nadie lo captaría… Podía subir por la calle Ciento sesenta y uno y dirigirse a la entrada principal. ¡Nadie tenía por qué saber que le estaban insultando a él! Escrutó la acera próxima a la entrada de Walton Avenue, la más próxima a las furgonetas… Nadie en especial, sólo algún que otro ciudadano corriente… Todos se habían parado a mirar. Estaban fijándose en la furgoneta… ¡El guardia! ¡El guardia de la puerta de Walton Avenue le conocía! ¡El guardia se daría cuenta de que trataba de escurrir el bulto, de ignorar todo aquello! Pero el guardia no estaba en su puesto… Probablemente se había metido en el portal, para no tener que actuar. Hasta que, de repente, Kramer vio a Kovitsky. El juez ya estaba en la acera, a unos cinco metros de la entrada. Se había quedado plantado allí, mirando hacia la furgoneta. Y luego miró a Kramer. ¡Mierda! ¡Me conoce! ¡Sabe que me gritan a mí! Aquella persona diminuta que acababa de salir del enorme Bonneville —zuop—, se interponía entre Kramer y la retirada por la tangente que él había pensado emprender.
—¡Eh, Kramer! ¡Mierda para ti!
—¡Eh, tú, gusano calvo!
—¡Eeeehhh! ¡Desgraciado calvo de mierda! ¡Desgraciado calvo de mierda!
¿Calvo? No estaba calvo. Empezaba a caérsele el pelo, ¡pero estaba lejos de ser calvo! ¡Alto ahí! Eso no iba por él. Acababan de localizar al juez, a Kovitsky. Ahora disparaban contra dos objetivos.
—¡Eh! ¡Kramer! ¿Qué llevas en la bolsa, tío?
—¡Eh, cagarro calvo!
—¡Cacho memo!
—¿Llevas los huevos en la bolsa, Kramer?
Estaban los dos juntos en aquel feo asunto, él y Kovitsky. Ya no podía escapar yéndose hacia la entrada de la calle Ciento sesenta y uno. De modo que terminó de cruzar la calle. Tenía la sensación de encontrarse sumergido en el agua. Le lanzó una breve mirada a Kovitsky. Pero Kovitsky ya no le estaba mirando. Había empezado a caminar en línea recta hacia la furgoneta. Andaba con la cabeza gacha. Estaba furioso. Se le veían los blancos de los ojos. Sus pupilas eran sendos rayos de la muerte que ardían justo debajo de los párpados superiores. Kramer ya le había visto así en el juzgado… con la cabeza gacha y los ojos llameantes.
Las voces del interior de la furgoneta intentaron hacerle retroceder.
—¿Se puede saber qué miras, pedazo de capullo arrugado?
—¡Lárgate ya, fueeeera! ¡Vete, gilipollas!
Pero el corro estaba perdiendo fuerza. No sabían qué hacer ante esta furia diminuta que iba a por ellos.
Kovitsky se plantó junto a la furgoneta e intentó ver por entre la rejilla quién iba dentro. Se puso de manos en jarras.
—¡Eh! ¿Qué coño estás mirando?
—¡Acércate y te enseñaré una cosa que no has visto nunca!
Pero se les estaban acabando las ganas. Kovitsky se fue a la parte delantera de la furgoneta. Y proyectó sus ojos llameantes sobre el conductor.
—¿Ha… oído… eso? —dijo el pequeño juez, señalando hacia la parte trasera de la furgoneta.
—¿Eh? —dijo el conductor—. ¿Cómo dice? —No sabía qué decir.
—¿Qué coño le pasa, está sordo? —dijo Kovitsky—. Los detenidos… sus detenidos… Usted es el responsable… —Y, mientras hablaba, apuntaba al chófer con un dedo, como si fuese un arma—. Sus… detenidos… ¿Permite usted que los detenidos que están a su cargo… vomiten toda esa porquería… sobre los ciudadanos de esta comunidad… y sobre los funcionarios de este tribunal?
El conductor era un tipo gordo y atezado, mofletudo, de unos cincuenta años o algo así, el clásico funcionario que trabajaba sólo por el sueldo… De repente, aquel hombre abrió los ojos y la boca, sin emitir sonido alguno, y alzó los hombros, puso las palmas de las manos hacia arriba e inclinó las comisuras de los labios hacia abajo.
Era el clásico «y-a-mí-qué-me-cuenta» neoyorquino, la mirada que decía: «Uuufff, ¿qué pasa? ¿Qué quiere de mí?» Y, en este caso particular: «¿Qué pretende que haga? ¿Que me meta en la jaula con esa pandilla de indeseables?»
Era ese antiquísimo grito de socorro neoyorquino, tan indiscutible como inapelable.
Kovitsky se le quedó mirando fijamente, y sacudió la cabeza para expresar su desesperación. Luego dio media vuelta y regresó a la parte trasera de la furgoneta.
—¡Ahí viene ese judío! ¡Hymie!
—¡Uuuhhh! ¡Uuuuhhh! ¡Uuuuhhh!
—¡Muérdame el pijo, Señoría!
Kovitsky miró por la ventanilla, tratando otra vez de identificar a sus enemigos a través de la malla metálica. Después inspiró profundamente, emitió un terrible ruido nasal acompañado de un sonido procedente de su pecho y su garganta, todo ello de tal intensidad que parecía imposible que un cuerpo tan diminuto pudiese producir tanto estruendo. Y les escupió. Lanzó un escupitajo prodigiosamente voluminoso hacia la ventanilla de la furgoneta. El escupitajo dio contra la rejilla, y se quedó colgando a modo de enorme y goteante ostra amarilla que, cediendo a su propio peso, descendió unos milímetros, como un pedazo de chicle o de tofe, ensalivado y grumoso en el extremo inferior. Y allí permaneció, bamboleante, brillando a los rayos del sol, ante la mirada de los que estaban encerrados en la furgoneta, quienesquiera que fuesen.
Los enjaulados se quedaron aturdidos. El coro calló por completo. Durante un momento extrañamente febril, el mundo, el sistema solar, el universo, la astronomía entera, parecieron haberse quedado vacíos por completo, con la sola excepción de esa furgoneta y ese grumo de moco reluciente, pendulón, goteante.
Luego, acercando la mano derecha al pecho para que nadie más pudiese verlo, el juez alzó, muy tieso, el dedo corazón hacia los detenidos, giró sobre sus talones, y se dirigió a la entrada del edificio.
Cuando ya estaba a mitad de camino de la puerta, los de la furgoneta recobraron el aliento y las ganas de gritar.
—¡Jódete tú también, tío!
—¿A qué no lo haces otra vez en…?
Pero sus voces carecían ahora de sinceridad. El tenebroso esprit de corps de los detenidos se había esfumado ante la actitud de aquel hombrecillo pequeño, furioso y enérgico.
Kramer corrió en pos de Kovitsky, y le alcanzó justo cuando el juez llegaba a la puerta de Walton Street. Tenía que alcanzarle. Tenía que demostrarle que estaba con él en todo lo que había hecho. Aquellos insultos repugnantes habían ido dirigidos contra ellos dos.
—Buenos días, juez —dijo el guardia, que acababa de reaparecer junto a la entrada, como si aquél fuera solamente un día más en la isla-fortaleza de Gibraltar.
Kovitsky apenas se dignó mirarle. El juez estaba preocupado. Llevaba la cabeza gacha.
—¡Caramba, juez! —dijo Kramer, tocándole el hombro—. ¡Es usted tremendo! —La expresión del vicefiscal era resplandeciente, como si él y el juez acabaran de vivir una gran batalla, hombro a hombro—. ¡Han cerrado el pico! ¡Increíble! ¡Han cerrado el pico!
Kovitsky se detuvo y miró a Kramer de los pies a la cabeza, como si fuese alguien a quien veía por primera vez.
—Inútil de mierda —dijo el juez.
Me acusa de no haber hecho nada, de no haberle ayudado, pero al cabo de un instante Kramer comprendió que no estaba refiriéndose a él, sino al conductor de la furgoneta.
—En fin, ese cabrón de mierda —dijo Kovitsky— se muere de pánico. A mí me daría vergüenza trabajar en una cosa así si viviera tan acojonado.
Parecía hablar más consigo mismo que con Kramer. Y siguió farfullando contra la vida en Gibraltar. Kramer apenas si tomó en consideración las numerosas palabrotas que soltaba el juez. Los juzgados eran como el ejército. Todo el mundo, empezando por los jueces y acabando por los guardias, hablaba así, y esa clase de lenguaje sonaba tan natural como el respirar. No, la mente de Kramer ya estaba en otra cosa, adelantándose a las siguientes palabras que temía oír de labios de Kovitsky. Temía que el juez le dijera: «¿Y se puede saber por qué coño se ha quedado usted plantado ahí afuera, sin intervenir?» Y, por dentro, Kramer ya estaba inventando excusas. «Es que no sabía de dónde venían los gritos… No sabía si venían de la furgoneta o de…»
La iluminación fluorescente daba al vestíbulo el débil fulgor tóxico de las salas de rayos X.
—…eso de Hymie —estaba diciendo Kovitsky. Y en ese momento le dirigió a Kramer una mirada que exigía una respuesta.
Kramer no tenía ni idea acerca de qué había estado hablando el juez.
—¿Hymie?
—Sí. ¡Hymie! —dijo Kovitsky—. «Muérdame el pijo, Señoría» da igual. Hasta tiene gracia… —Y el juez se rió—. Pero lo de «Hymie»… Eso es venenoso. ¡Eso es odio racial! ¡Una expresión antisemita! ¿Y a qué viene? Sin los judíos, esos pobres bastardos aún estarían trabajando en el campo, bajo los cañones de las escopetas de caza en Carolina del Sur.
Comenzó a sonar una alarma. Un timbre frenético resonó en el vestíbulo. El estruendo golpeó los oídos de Kramer en sucesivas oleadas. El juez Kovitsky tuvo que alzar la voz para hacerse oír, pero ni siquiera volvió la cabeza para ver qué pasaba. Kramer ni tan sólo parpadeó. La alarma significaba que algún preso se había escapado, o que algún negro flaco había sacado un revólver en mitad de un juicio, o que algún gargantuesco procesado le había hecho una llave a uno de los funcionarios que le vigilaban. O tal vez se trataba sólo de un incendio. Las tres o cuatro primeras alarmas que Kramer oyó en Gibraltar hicieron que sus ojos saltaran enloquecidos de un lado a otro, y que se preparase para dejar paso libre al primer gilipollas con zapatillas olímpicas que, impulsado por el miedo, apareciese por el pasillo dispuesto a correr los cien metros en ocho segundos y cuatro centésimas, y luego a sus perseguidores, todo un rebaño de guardias calzados con botas militares y armados con pistolas del 38. Pero al cabo de poco tiempo dejó de hacerles caso a los timbres. Era el estado normal de alerta roja, de pánico y confusión que solía reinar en el edificio de los juzgados del Bronx. Ahora, alrededor de Kramer y del juez, la gente volvía la cabeza en todas direcciones. Unas caras tristísimas… Entraban en Gibraltar por vez primera, para llevar a cabo alguna tristísima misión.
De repente, Kovitsky se puso a señalar el suelo mientras decía:
—…es eso, Kramer?
—¿Eso? —dijo Kramer, tratando desesperadamente de adivinar de qué hablaba el juez.
—Me refiero a ese jodido calzado que lleva puesto —dijo Kovitsky.
—¡Ah! El calzado —dijo Kramer—. Es un calzado deportivo.
—Ya. Otra de las grandes ideas de Weiss…
—Nooooo… —dijo Kramer, fingiendo reír de lo que parecía una muestra más del ingenio de Kovitsky.
—¿Venir haciendo jogging a hacer justicia? ¿Son ésas las instrucciones que Abe les da ahora a sus subordinados? ¿Joggers para la Justicia?
—No, no, no, no. —Más risillas y una ancha mueca pelotillera, pues era evidente que Kovitsky estaba encantado con su ocurrencia.
—Joder, todos esos críos que vienen a mi sala andan por el mundo con esas malditas zapatillas en los pies, ¿y ahora también se las ponen ustedes?
—Nooo-jo-jo.
—¿Cree que voy a permitirle que entre en mi sala con esa pinta?
—¡Noooooooo-jo-jo! En la vida se me ocurriría, señor juez.
La alarma seguía sonando. Los nuevos, los tipos de cara triste que entraban por vez primera en aquella ciudadela, miraban a su alrededor con los ojos y las bocas bien abiertos, pero sólo vieron a un blanco bastante viejo, calvo y con traje gris, camisa blanca y corbata, y a un joven blanco, de calvicie incipiente, con traje gris, camisa blanca y corbata, que permanecían tan tranquilos allí en medio, hablando, sonriendo, carcajeándose, y pensaron que, si aquellos dos blancos, que sin la menor duda formaban parte del Poder, seguían yendo a lo suyo sin enarcar siquiera una ceja, las cosas no podían ser tan graves como parecía.
La alarma seguía sonando en su cabeza, y Kramer se sintió cada vez más deprimido.
Y precisamente allí, precisamente entonces, tomó una decisión. Haría algo, algo pasmoso, algo temerario, algo desesperado, lo que hiciera falta. Iba a salir de allí. Iba a elevarse lo más lejos posible de aquella basura. Subiría hasta lo más alto y se lanzaría a vivir, a Vivir la Vida, por su cuenta…
Podía ver de nuevo a la chica del pintalabios marrón, con la misma claridad que si la tuviese a su lado, en aquel lugar triste y tenebroso.