1. El amo del universo

Precisamente en este momento, en uno de esos elegantes pisos en propiedad situados en Park Avenue y que tanto obsesionaban al alcalde… techos de cuatro metros… dos alas, una para los wasps y otra para el servicio… Sherman McCoy estaba en cuclillas, en mitad del gran vestíbulo, tratando de ponerle la correa a un dachshund. El piso de mármol verde oscuro se extendía interminablemente a su alrededor. Por un lado conducía hasta el pie de una escalera de nogal que descendía en una suntuosa curva desde el piso superior. Era esa clase de apartamento cuya sola idea basta para encender hogueras de envidia y codicia en la gente de todo Nueva York o, si vamos a eso, absolutamente de todo el mundo. Pero Sherman sólo ardía en deseos de salir de este fabuloso pisazo durante al menos treinta minutos.

De modo que ahí estaba, en cuclillas, peleando con un perro. El dachshund era, a su modo de ver, su visado de salida.

Viendo a Sherman McCoy así agachado, y vestido con camisa a cuadros, pantalones caqui y mocasines de yate, nadie podría adivinar el impresionante aspecto que suele tener, joven aún… treinta y ocho años… alto… casi metro ochenta y cinco… tremendamente apuesto… tremendo hasta lo imperioso… y tan imperioso como su papá, el León de Dunning Sponger… una espesa melena rubio rojizo… nariz larga… mentón prominente… Estaba orgulloso de su mentón. El mentón McCoy; como el del León. Un mentón viril, grande y redondeado como el que tenían antaño los hombres de Yale retratados por Gibson y Leyendecker, un mentón aristocrático, pensaba Sherman, que también era ex alumno de Yale, un hombre de Yale.

Pero en este momento todo su aspecto tenía que decir: «Solamente voy a pasear al perro.»

El dachshund parecía saber lo que le aguardaba. Se escabullía una y otra vez. Las torcidas patas del animal eran engañosas. En cuanto uno trataba de agarrarle, el bicho se convertía en un musculoso tubo montado sobre dos piernas fortísimas. Intentando atraparle, Sherman se lanzó hacia él. Pero se golpeó una rótula contra el piso de mármol. El dolor le enfureció.

—¡Venga, Marshall! —murmuraba entre dientes—. Quédate quieto, maldita sea.

El perro volvió a escabullirse, y Sherman volvió a darse un rodillazo. Ahora no estaba solamente cabreado con el bicho sino también con su mujer. Eran las fantasías de su mujer, que se las daba de decoradora de interiores, lo que había producido como resultado esta enorme extensión de mármol. La diminuta puntera de seda del zapato de una mujer: ahí estaba ella.

—Cómo te diviertes, Sherman. ¿Qué demonios estás haciendo?

—Me voy con Marshall, a dar una vueltaaa —sin alzar la cabeza.

Vuelta había sonado, sin embargo, más bien como un rugido, pues el dachshund había intentado llevar a cabo una maniobra serpenteante y Sherman le había rodeado el tronco con el brazo.

—¿Sabes que está lloviendo?

—Sí —sin mirar aún hacia arriba—, lo sé.

Finalmente consiguió enganchar la correa en el collar del perro.

—Parece que le hayas tomado repentinamente afecto a Marshall.

Alto ahí. ¿Qué era eso? ¿Ironía? ¿Acaso ella sospechaba algo? Alzó la vista.

Pero la sonrisa del rostro de su esposa era sin duda auténtica, agradabilísima… una sonrisa encantadora, sí… Sigue siendo una mujer muy atractiva… con sus rasgos delgados y finos, sus grandes ojos de ese azul transparente, su espesa melena castaña… ¡Pero ya tiene cuarenta años…! Un dato insoslayable… Hoy, atractiva… Mañana la gente sólo dirá que está bien conservada… Ella no tiene la culpa… ¡Pero yo tampoco!

—Se me ocurre una idea —dijo ella—. ¿Por qué no dejas que saque yo a Marshall? O podría decirle a Eddie que lo hiciera. Mira, tú subes y le lees un cuento a Campbell antes de que se duerma. Le encantará. No es frecuente que estés de regreso en casa tan temprano. ¿Por qué no subes con Campbell?

Sherman la miró fijamente. ¡No era una trampa! ¡Estaba siendo sincera! Sin embargo, zip zip zip zip zip zip zip, con unos cuantos golpes hábiles, unas cuantas frases… ¡le había atado de pies y manos! ¡Con clavos de culpa y de lógica! ¡Y sin proponérselo siquiera!

Por un lado, que Campbell estuviera en su camita —¡mi única hija!, ¡la absoluta inocencia de una niña de seis años!— esperando a que él subiera a leerle un cuento antes de dormirse… Mientras, él… se dedicaba a lo que fuese… ¡Culpa! Y que Sherman siempre regresara tan tarde que casi nunca tuviese ocasión de verla… ¡Otra culpa! ¡Y cómo quería a Campbell! ¡La quería más que a nada en el mundo…! Y, para empeorar aún más las cosas: ¡qué lógica! El dulce rostro de esposa que Sherman miraba en este momento acababa de hacer una sugerencia amable y reflexiva, lógica… ¡tan lógica que Sherman se había quedado sin habla! ¡No había en el mundo entero mentiras suficientes para sortear tanta lógica! ¡Y ella sólo pretendía ser amable!

—Anda —le dijo ella—. A Campbell le encantará. Ya me encargo yo de Marshall.

El mundo estaba patas arriba. ¿Qué estaba haciendo él, el Amo del Universo, en el suelo, reducido a rebuscar en su cerebro alguna mentirijilla que le permitiese sortear el obstáculo de la lógica de su esposa? Los Amos del Universo eran unos espeluznantes y rapaces muñecos de plástico con los que le gustaba jugar a su hija, que, aparte de eso, era perfecta. Tenían aspecto de dioses noruegos que fuesen al mismo tiempo levantadores de pesas, y se llamaban cosas como Dracon, Ahor, Mangelred y Blutong. Incluso dentro del campo de los juguetes de plástico, su vulgaridad era extraordinaria. Pero un día, en un arranque de euforia, después de haber descolgado el teléfono para aceptar un pedido de bonos que habían supuesto para él una comisión de 50.000 dólares, así de sencillo, aquellas palabras habían brotado en su mente. En Wall Street, él y unos pocos más, ¿cuántos?, trescientos, cuatrocientos, quinientos a lo sumo… se habían convertido precisamente en eso, en Amos del Universo. ¡Sin limitación alguna…! Naturalmente, jamás se le había ocurrido a Sherman pronunciar esta frase ante nadie. No era tonto. Pero no conseguía arrancarla de sus pensamientos. Y aquí estaba el Amo del Universo, de rodillas, con un perro, maniatado por la dulzura, la culpa y la lógica… ¿Por qué no podía (siendo como era un Amo del Universo) explicárselo a su mujer simplemente? Mira, Judy, todavía te quiero y quiero a nuestra hija y me gusta nuestra casa y me gusta nuestra vida y no quiero que cambie absolutamente nada; lo único que pasa es que yo, como Amo del Universo, un hombre aún joven en el que hierve la savia, me merezco algo más de vez en cuando, cada vez que siento el impulso… Pero sabía que jamás llegaría a expresar una idea así con palabras. De modo que empezó a bullir en su mente el resentimiento… En cierto sentido, ella misma había sido la causante de su propia desgracia… Esas mujeres cuya compañía tanto parece apreciar ella ahora… esas… esas… La frase brinca hasta el centro de sus pensamientos justo en este momento: radiografías sociales… Están tan delgadísimas que parecen radiografías… Sus huesos transparentan la luz de las lámparas… mientras hablan de interiores y de jardinería… y cuando meten sus descarnados miembros en esas medias tubulares de lycra para ir a su gimnasio… ¡Y tanto ejercicio no le sirve de nada, en absoluto…! Mira qué cara tan gastada, qué cuello tan arrugado… Sherman se concentró en el rostro y el cuello de su mujer… qué chupada… Sí… gimnasiay ejercicios… que la convertirán en una de esas radiografías

Consiguió fabricar el suficiente resentimiento como para poner en marcha la famosa furia de los McCoy. Notó que se le acaloraba el rostro. Bajó la cabeza y gritó:

—Juuuuuuudy…

Un grito sofocado entre dientes. Unió el pulgar de su mano izquierda con el índice y el corazón, alzó esos dedos apretados hasta situarlos delante de sus ojos entrecerrados y de sus firmemente apretadas mandíbulas, y dijo:

—Mira… Estoy-a-punto-de-sacar-el-perro-a-pasear… De manera que voy-a-sacarle-a-pasear… ¿De acuerdo?

A mitad de la frase, comprendió que aquello era absolutamente desproporcionado en relación con… con… Pero no pudo parar a tiempo. Ese era, al fin y al cabo, el secreto de las furias de los McCoy… en Wall Street… en donde fuera… imperiosos excesos.

Judy apretó los labios. Sacudió la cabeza.

—Haz lo que gustes, desde luego —dijo sin entonación. Luego dio media vuelta, atravesó el vestíbulo y comenzó a subir la suntuosa escalera.

Aún de rodillas, Sherman la miró, pero ella no se volvió a mirarle a él. Haz lo que gustes. Había conseguido aplastarla. Victoria completa. Pero, victoria vacía.

Otro espasmo de culpa…

El Amo del Universo se levantó y consiguió, sin soltar la correa, ponerse la trinchera. Era una gastada pero magnífica trinchera de algodón forrada de caucho, una prenda inglesa, con montones de hebillas y pliegues y piezas superpuestas. Se la había comprado en Knoud, de Madison Avenue. En tiempos, su aspecto ajado le había parecido a Sherman justo lo que él buscaba, a juego con los zapatones Boston de gruesa piel agrietada. Ahora ya no estaba tan seguro. Tiró del dachshund con la correa y pasó del vestíbulo al rellano que daba al otro vestíbulo, el del ascensor, y pulsó el botón.

En lugar de seguir pagando a irlandeses de Queens y a portorriqueños del Bronx los 200.000 dólares anuales que se llevaban los tres turnos de ascensoristas, los dueños de los pisos habían decidido dos años atrás poner ascensores automáticos. Lo cual le convenía especialmente a Sherman en esta ocasión. Con esa vestimenta, y con el perro tironeando de la correa, no se sentía con ganas de permanecer en un ascensor junto a un ascensorista disfrazado de coronel austríaco de allá por 1870. El ascensor descendió, y se detuvo un par de pisos más abajo. Browning. La puerta se abrió, y la masa mejilluda de Pollard Browning se coló en el ascensor. Browning contempló a Sherman, su ropa campestre, y su perro, de arriba abajo, y, sin rastro de sonrisa, le dijo:

—Hola, Sherman.

«Hola, Sherman», no era más que la punta del bate con el que le había propinado un golpe, pues esas pocas sílabas significaban en realidad: «Tú y tu ropa y tu perro sois un insulto para nuestro ascensor de caoba.»

Sherman estaba furioso y, sin embargo, se sorprendió a sí mismo agachándose para coger al perro en brazos.

Browning era el presidente de la asociación de propietarios. Un muchacho neoyorquino que cuando salió de entre las piernas de su madre ya era un cincuentón, socio de Davis Polk y presidente de la asociación de propietarios del mejor barrio de la ciudad. Sólo tenía cuarenta años, pero desde hacía veinte ya parecía que tuviese cincuenta. Llevaba el pelo uniformemente peinado hacia atrás sobre su redondo cráneo, y vestía un inmaculado traje azul marino, camisa blanca, corbata a cuadritos blancos y negros, e iba sin gabardina. Permaneció de cara a la puerta del ascensor, y luego volvió la cabeza, le echó otra ojeada a Sherman, siguió en silencio, y le dio la espalda.

Sherman le conocía desde que ambos eran alumnos del colegio Buckley. Browning había sido un chico gordo, enérgico y snob que, a los nueve años, ya demostró ser capaz de enterarse de la asombrosa noticia según la cual McCoy era un apellido de palurdos (y de una familia de palurdos) mientras que él, Browning, era un auténtico Knickerbocker[6]. Tenía por costumbre llamar a Sherman «McCoy, el montaraz».

—¿Sabes que está lloviendo? —dijo Browning cuando llegaron a la planta baja.

—Sí.

Browning miró al dachshund y sacudió la cabeza:

—Sherman McCoy. El amigo del mejor amigo del hombre.

Sherman notó que volvía a arrebolarse de furia.

—¿Era eso? —dijo.

—¿El qué?

—Te has pasado todo el rato que hemos tardado en bajar desde el octavo piso tratando de encontrar una frase brillante, ¿y sólo se te ha ocurrido eso? —Sherman quería que sonase a sarcasmo amable, pero sabía que su rabia había roto las compuertas.

—No sé de qué hablas —dijo Browning, y se adelantó. El porrero sonrió, le saludó con la cabeza y le abrió la puerta. Browning salió y, caminando bajo la marquesina, llegó hasta su coche. Su chófer le había abierto la puerta. Ni una sola gota de lluvia había mancillado su lustrosa figura, y en seguida partió, suave, inmaculadamente, hacia el enjambre de rojas luces de posición que bajaban por Park Avenue. Ninguna gastada gabardina estorbaba la elegante y fornida espalda de Pollard Browning.

En realidad sólo caía una lluvia fina, sin viento, pero al dachshund no le interesaba soportar ni siquiera eso, y empezaba a revolverse en los brazos de Sherman. ¡Qué fuerza tiene el muy bastardo! Dejó al perro en el suelo, bajo la marquesina, y salió con paso apresurado hacia la lluvia, tirando de la correa. En medio de la oscuridad, los edificios residenciales del otro lado de la avenida eran un sereno muro negro que parecía sostener el cielo, rojizo y vaporoso, de la ciudad. Un cielo bañado de fulgor, como si tuviera fiebre.

Qué diablos, aquí fuera no se está tan mal. Sherman tiró, pero el perro se agarró con las uñas al suelo.

—Vamos, Marshall.

El portero esperaba junto a la puerta, mirándole.

—Me parece que no tiene muchas ganas, Mr. McCoy.

—Ni yo las tengo de tirar, Eddie. —Ni me interesan tus comentarios, pensó Sherman—. Vamos, vamos, vamos, Marshall.

A estas alturas Sherman ya estaba bajo la lluvia, tirando con fuerza considerable de la correa, pero el perro no se movía ni un centímetro. De modo que le cogió en brazos, le sacó de la alfombra de caucho y lo depositó en la acera. El perro intentó regresar hacia la puerta. Sherman no podía soltar la correa, pues eso equivaldría a volver a empezar por el principio. De modo que él estaba inclinado hacia afuera y el perro se inclinaba hacia adentro, unidos ambos por la tensa correa. Era un tira y afloja entre un hombre y un perro… en Park Avenue. ¿Por qué diablos no se volvía el portero al interior del edificio, que era el lugar que le correspondía?

Sherman le pegó un tirón de verdad a la correa. El dachshund patinó unos cuantos centímetros hacia adelante hasta salir a la acera. Se oían los arañazos de sus uñas. Bueno, quizá, si le arrastraba un poco más, el bicho acabaría cediendo y comenzaría a caminar, aunque sólo fuera para que no le tironeasen de aquella manera.

—¡Vamos, Marshall! ¡Sólo te llevaré hasta la esquina!

Sherman le dio otra sacudida a la correa, y luego siguió tirando con todas sus fuerzas. El perro patinó un par de palmos. ¡Estaba patinando! Se negaba a caminar. Se negaba a ceder. El centro de gravedad de aquel mal bicho parecía estar situado en las profundidades de la tierra. Era como arrastrar un trineo cargado de ladrillos. Joder, si al menos consiguiera llegar a la esquina. Sólo quería eso. ¿Por qué las cosas más sencillas…? Le dio otra sacudida a la correa, y luego mantuvo el tirón. Estaba inclinado como un marinero al viento. Empezaba a sudar bajo su trinchera forrada de caucho. La lluvia le resbalaba por la cara. El dachshund había abierto sus patas sobre la acera. Sherman tenía hinchados los músculos de los hombros. Tiraba hacia un lado, hacia el otro. Tenía el cuello en tensión. Gracias a Dios, como mínimo aquella bestia no se había puesto a ladrar. El perro patinó otra vez. Joder, ¡cómo se oía el ruido de las uñas contra la acera! No tenía intención de ceder ni un centímetro. Ahora Sherman mantenía la cabeza gacha, los hombros encorvados, e iba arrastrando al animal por la acera de Park Avenue. Notaba la lluvia colándosele por la nuca.

Se agachó, recogió al dachshund y, mientras lo hacía, vio por el rabillo del ojo a Eddie. ¡Seguía vigilándole! El perro comenzó a revolverse y retorcerse. Sherman tropezó. Bajó la vista. La correa se le había enroscado en las piernas. Cojeando, avanzó unos metros más. Finalmente dobló la esquina y se dirigió a la cabina de teléfono. Dejó al perro en la acera.

¡Joder! ¡Casi se le escapa! Agarra la correa en el último momento. Suda. Su cabeza está empapada de lluvia. Le late con fuerza el corazón. Pasa un brazo por el lazo de la correa. El perro no ceja. La correa vuelve a anudarse en torno a las piernas de Sherman. Descuelga el teléfono y lo apoya entre el hombro y la oreja. Busca una moneda en el bolsillo, la introduce en la ranura y marca.

Tres timbrazos, y una voz de mujer:

—¿Diga?

Pero no era la voz de Maria. Supuso que se trataba de Germaine, la amiga que le realquilaba el apartamento. De modo que dijo:

—¿Puedo hablar con Maria, por favor?

—¿Sherman? —dijo la mujer—. ¿Eres tú?

¡Joder! ¡Es Judy! ¡Había marcado el número de su casa! ¡Se queda aterrorizado, paralizado!

—¿Sherman?

Cuelga. Santo Cielo. ¿Qué puedo hacer? Me haré el loco. Cuando ella le pregunte por esa llamada, le dirá que no sabe de qué le habla. Al fin y al cabo, no había llegado a pronunciar más que cinco o seis palabras. ¿Cómo puede estar Judy tan segura?

Pero era inútil. Ella estaría completamente segura. Además, Sherman no era un especialista en echarse faroles. Judy adivinaría la verdad. Por otro lado, ¿qué otra cosa podía hacer?

Permaneció bajo la lluvia, en medio de la oscuridad, junto al teléfono. El agua se había abierto paso hasta colarse por debajo del cuello de su camisa. Respiraba pesadamente. Trataba de imaginar hasta qué punto podía ser grave la situación. ¿Qué haría Judy? ¿Qué le diría? ¿Estaría fuera de sí? Esta vez le había dado motivos. Si quería montarle una escena, tenía una base sobre la que actuar. Sherman había actuado como un auténtico imbécil. ¿Cómo había hecho una cosa así? Se enfureció consigo mismo. Ahora ya no estaba enfadado con Judy. ¿Sería capaz de colarle una mentira y aguantar firme, o esta vez había metido la pata hasta el fondo? ¿Estaría Judy inexorablemente ofendida?

De repente Sherman se fijó en alguien que caminaba por la acera en dirección al lugar en donde él se encontraba, bajo la húmeda sombra de las casas y los árboles. Incluso a cincuenta metros de distancia, en plena tiniebla, supo la amenaza que esa figura suponía. Había comenzado a sentir esa tremenda preocupación que ocupa la base misma del cerebro de todos los vecinos de Park Avenue sur y de la calle Noventa y seis: la amenaza que supone para cada uno de ellos un joven negro, un chico alto, fuerte, calzado con zapatillas deportivas de color blanco. Se encontraba ahora a quince metros, diez. Sherman le miró fijamente. ¡Muy bien, que venga! ¡Estoy preparado! ¡No pienso huir! ¡Este es mi territorio! ¡No pienso ceder, por muchos punks callejeros que me amenacen!

Súbitamente, el negro giró noventa grados, cruzó la calzada y siguió caminando por la acera de enfrente. El débil amarillo de una farola de vapor de sodio iluminó por un instante su rostro cuando se volvía para echarle una ojeada a Sherman.

¡Había cruzado la calle! ¡Un golpe de suerte!

Ni por un solo instante se le ocurrió a Sherman que lo que el chico había visto era a un blanco de treinta y ocho años, hecho una sopa por la lluvia, vestido con una extraña gabardina de estilo paramilitar, con montones de correas y hebillas, con un animal inquieto en sus brazos, con los ojos desorbitados, hablando solo.

Sherman siguió junto al teléfono, respirando agitadamente, casi jadeando. ¿Qué podía hacer ahora? Se sentía tan derrotado que casi daba igual que regresara inmediatamente a su casa. Pero si volvía en seguida, la cosa sería clarísima, sí. En realidad, no había bajado para pasear al perro, sino a llamar por teléfono. Además, no estaba preparado para oír a Judy, dijera ésta lo que dijera. Necesitaba pensar. Necesitaba consejo. Necesitaba sacar otra vez a la lluvia a esa bestia inquieta.

De modo que introdujo otra moneda y trató de recordar el número de Maria. Se concentró en el número. Lo localizó, lo repitió varias veces. Y luego lo marcó con lenta deliberación, como si estuviese utilizando aquel invento, el teléfono, por vez primera en su vida.

—¿Diga?

—¿Maria?

—¿Sí?

—Soy yo —dijo, evitando toda clase de riesgos.

—¿Sherman? —En realidad, la voz dijo algo así como Shuhhh-mun. Esto le tranquilizó. Era Maria, seguro. Hablaba con una variedad de acento sureño caracterizada por el hecho de que la mitad de las vocales se transforman en úes, y la otra mitad en íes breves. Así, los birds [pájaros] eran buds, las pens [plumas] eran pins, las bombs [bombas] eran bums, mientras que los envelopes [sobres] se convertían en invilups.

—Escúchame —dijo Sherman—. Ahora mismo voy para ahí. Estoy en una cabina. Son sólo un par de manzanas.

Hubo una pausa, que él entendió como señal de que Maria se había enfadado. Finalmente:

—¿Dónde diablos has estado?

Sherman rió forzadamente:

—Mira, ahora voy para allá.

Los peldaños del edificio se combaban y emitían gruñidos a medida que Sherman iba subiendo. En cada uno de los pisos, un solitario y desnudo halo fluorescente de 22 vatios en forma circular, conocido con el nombre de «el halo del casero», irradiaba un débil fulgor de tono azul tubérculo sobre las paredes, pintadas del típico verde de las casas baratas de alquiler. Sherman fue pasando junto a puertas de apartamentos, todas ellas provistas de innumerables cerrojos puestos los unos encima de los otros, en columnas aparentemente trazadas por algún borracho. Además, los cerrojos estaban protegidos contra el uso de ganzúas, y las jambas contra el uso de palanquetas, y los entrepaños contra todo intento de forzar la puerta a empujones.

En los momentos más alegres de su vida, bajo el reinado de Príapo, libre de crisis y amenazas, Sherman solía llevar a cabo esta escalada hasta el piso de Maria de forma románticamente gozosa. ¡Qué bohemio…! ¡Qué… real era este lugar! ¡Qué perfectamente adecuado para esos momentos en los que el Amo del Universo se escapaba de las carilargas propiedades de Park Avenue y Wall Street para dar rienda suelta a sus retozonas hormonas! La solitaria habitación de Maria, con su cocina metida en un armario y su baño metido en otro, el así llamado apartamento de Maria, un cuarto piso con vistas al patio de la manzana, y que le realquilaba su amiga Germaine, era, en una palabra, perfecto. Germaine también era muy especial. Sherman la había visto un par de veces. Tenía tipo de boca de incendios. Un feroz seto peludo encima del labio superior, prácticamente todo un bigote. Sherman estaba convencido de que era lesbiana. Pero ¿qué importaba? ¡Era todo tan real! ¡Miserable! ¡Nueva York! ¡Una llamarada en la entrepierna!

Pero esta noche Príapo no ocupaba el poder. Esta noche, el sombrío aspecto de la vieja casa de piedra arenisca era un peso insoportable sobre las espaldas del Amo del Universo.

Sólo el dachshund estaba contento. Subía las escaleras rozando con su larga tripa los peldaños, alegremente. Era un lugar seco y cálido, un lugar conocido.

Cuando Sherman llegó ante la puerta de Maria, le sorprendió encontrarse casi sin aliento. Sudaba. Tenía todo el cuerpo sofocado, incendiado, bajo la trinchera, la camisa a cuadros, la camiseta.

Antes de que llegase a llamar a la puerta, ésta se abrió apenas un palmo, y allí estaba ella. No abrió más. Se quedó allí plantada, mirando a Sherman de los pies a la cabeza, como si estuviese enfadada. Le brillaban los ojos justo encima de aquellos pómulos aparatosamente marcados. Su pelo a lo chico parecía una capucha negra que le cubriera la cabeza. Sus labios dibujaban una O. De repente se puso a sonreír y soltar leves bufidos por la nariz.

—Bueno —dijo Sherman—. Venga, déjame entrar. Espera a que te cuente lo que ha pasado.

Maria abrió la puerta del todo, pero en lugar de invitarle a pasar, se apoyó en la jamba, cruzó los tobillos, entrelazó los brazos bajo sus pechos, y siguió mirándole y sonriendo. Llevaba zapatos de tacón altísimo con un dibujo a cuadros repujado en el cuero. Sherman no estaba muy enterado de las novedades del calzado, pero dedujo que ésta era la moda del momento. Iba vestida con una falda de gabardina, ajustada, muy corta, casi quince centímetros por encima de las rodillas, que revelaba sus piernas, inmejorables en opinión de Sherman, y marcaba la delgadez de su cintura. Y una blusa de seda blanca, abierta hasta el inicio de sus pechos. La iluminación del diminuto zaguán ponía en relieve pronunciadísimo el conjunto de aquel regalo para la vista: el pelo negro, esos pómulos, los finos rasgos de su rostro, la hinchada curva de sus labios, la blusa tan delicada, aquellos cremosos pechos, aquellas magníficas piernas, cruzadas despreocupadamente.

—Sherman… —Shuhhh-mun—. ¿Sabes una cosa? Eres guapísimo. Me recuerdas a mi hermano pequeño.

El Amo del Universo se sintió algo fastidiado, pero entró, la dejó atrás, y dijo:

—Caray. Espera a que te cuente lo que ha ocurrido.

Sin alterar su posición en la puerta, Maria miró al perro, que olisqueaba la alfombra.

—Hola, Marshall —Muhshull—. Marshall parece un trozo de salami remojado.

—Espera a que te cuente…

Maria se puso a reír, y cerró la puerta.

—Sherman… tienes el mismo aspecto que si alguien acabase de hacer una bola contigo —hizo una bola con una imaginaria hoja de papel— y te hubiese tirado a la papelera.

—Así es como me siento. Déjame que te cuente lo que ha ocurrido.

—Igual que mi hermanito. Cada día, al volver de la escuela, venía con el ombligo al aire.

Sherman bajó la vista. Era cierto. Llevaba los faldones de su camisa a cuadros por fuera de los pantalones, y el ombligo al aire. Se remetió la camisa, pero no se quitó la trinchera. No podía quedarse mucho rato. Y no sabía cómo explicárselo a Maria.

—Cada día mi hermanito se metía en alguna pelea en el colegio…

Sherman dejó de escuchar. Estaba harto del hermanito de Maria, no tanto porque la idea que ella pretendía transmitirle fuese que él, Sherman, era un crío, sino porque Maria estaba empeñada en repetir interminablemente la misma broma. A primera vista, Maria no era, según la opinión de Sherman, la típica mujer del Sur. Parecía italiana, o griega. Pero hablaba como las mujeres del Sur. Su parloteo no cesaba. Seguía hablando cuando Sherman la interrumpió para decir:

—Sabes, acabo de llamarte desde una cabina. ¿Quieres saber lo que ha pasado?

Maria dio media vuelta, avanzó hasta el centro del apartamento, giró sobre sus talones y se quedó con la cabeza inclinada hacia un lado, las manos en jarras, uno de sus pies distendidamente adelantado y torcido sobre el alto tacón, los hombros hacia atrás y la espalda levemente arqueada, para hacer que destacaran más sus pechos.

—¿No ves nada nuevo? —le dijo a Sherman.

¿De qué diablos estaba hablando? Sherman no estaba de humor para novedades. Pero, obedientemente, la estudió. ¿Era el peinado? ¿Alguna joya? Joder, su marido la cargaba de tantísimas joyas que no había modo de estar al día. No, debía de ser algún detalle de la habitación. Los ojos de Sherman pasaron revista. Probablemente, aquella habitación fue construida, hacía cien años, para ser utilizada como cuarto de niños. Tenía un pequeño saledizo, con tres ventanas emplomadas y un banco seguido al pie. Estudió el mobiliario… las mismas tres sillas baratas de siempre, la misma vieja mesa de roble con patas como pedestales, el mismo colchón de muelles cubierto por la misma colcha de pana y con los tres o cuatro almohadones a cuadros escoceses que pretendían darle a la cama aspecto de diván. Tan espantoso como de costumbre, tan improvisado como siempre. En cualquier caso, estaba todo igual.

Sherman negó con la cabeza.

—¿De verdad que no lo ves? —dijo María, señalando hacía la cama con el mentón.

Ahora Sherman se fijó en la presencia, sobre la cama, de un pequeño cuadro con un sencillo marco de madera de pino. Se aproximó un poco. Era el retrato de un hombre desnudo, visto desde la espalda, perfilado con toscas pinceladas negras, como si lo hubiese pintado un niño de ocho años, suponiendo que un niño de ocho años tuviera idea de cómo pintar un hombre desnudo. Daba la sensación de que el hombre estuviera duchándose, o, como mínimo, encima de su cabeza parecía haber un surtidor de ducha, del cual salían unos trazos negros más o menos finos. Como si estuviera duchándose con gasoil. La piel del modelo era de color tostado, con unos chafarrinchones de color lila espliego repartidos por toda su superficie, como si tuviese quemaduras de segundo grado. Menuda porquería… Vomitivo… Pero desprendía el aroma santificado de las Obras de Arte, de modo que Sherman no se atrevió a sincerarse.

—¿De dónde lo has sacado?

—¿Te gusta? ¿Conoces su obra?

—¿La de quién?

—Filippo Chirazzi.

—No, no conozco su obra.

—Salió un artículo hablando de él —María sonrió— en el New York Times.

Como no quería quedar como el típico patán de Wall Street, Sherman volvió a estudiar aquella obra maestra.

—Bueno, tiene cierto… No sé cómo decido… Un tratamiento muy directo. —Reprimió las ganas de ironizar—. ¿Cómo lo has conseguido?

—Es un regalo del propio Filippo. —Sonaba muy animada.

—Qué generoso por su parte.

—Arthur le ha comprado cuatro cuadros, de los más grandes.

—Pero éste no se lo ha regalado a Arthur, sino a ti.

—Quería uno para mí. Los grandes son de Arthur. Además, Arthur no distinguiría un Filippo de un, de un yo qué sé, y todo me lo debe a mí, que le informé al respecto.

—Ah.

—Así que no te gusta, ¿eh?

—Me gusta. Para serte sincero, estoy aturdido. Acabo de cometer una estupidez.

Maria abandonó su pose y se sentó al borde de la cama, el supuesto diván, como diciéndole: «De acuerdo. Te escucharé.» Cruzó las piernas. La falda le subía ahora hasta medio muslo. A pesar de que aquellas piernas, aquellos exquisitos flancos, estaban en ese momento fuera de lugar, Sherman no pudo apartar los ojos de ellas. Con las medias, la piel brillaba. Refulgía. Reverberaba cada vez que movía las piernas.

Sherman se quedó en pie. No tenía mucho tiempo, tal como pretendía explicar a continuación.

—He sacado a pasear a Marshall. —Marshall se había tendido en la alfombra—. Y estaba lloviendo. Y Marshall se ha puesto muy pesado.

Cuando llegó al asunto de la llamada telefónica, el simple hecho de explicar lo ocurrido hizo que volviera a ponerse nerviosísimo. Notó que Maria lograba contener su preocupación, suponiendo que estuviese preocupada, mientras que él, por su parte, era incapaz de calmarse. Se lanzó de cabeza a lo esencial de la cuestión, todo lo que sintió inmediatamente después de haber colgado, pero Maria le interrumpió con un encogimiento de hombros, y un leve ademán de su mano.

—Pero si eso no es nada, Sherman.

Él se quedó mirándola perplejo.

—Solamente has llamado por teléfono. No entiendo por qué no le dijiste algo así como: «Lo siento. Estaba llamando a mi amiga Maria Ruskin.» Eso es lo que hubiese hecho yo. Nunca me tomo la molestia de mentirle a Arthur. No se lo cuento absolutamente todo, pero tampoco le miento.

¿Habría sido capaz él de utilizar una táctica tan cínica? Se imaginó a sí mismo llevándola a la práctica. «Uhmmmmmmmmm.» Terminó con un gruñido.

—No entiendo cómo puedo salir de casa a las nueve y media de la noche, decir que voy a pasear al perro, telefonear, y luego decir: «Oh, lo siento, en realidad he salido a la calle para telefonear a Maria Ruskin.»

—¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y yo, Sherman? Que tú sientes compasión por tu mujer, y yo no siento compasión por Arthur. Arthur cumplirá setenta y dos años el próximo agosto. Cuando se casó conmigo ya sabía que yo tenía mis propios amigos, y sabía que no le gustaban, y que él tenía sus propios amigos, y que a mí no me gustaban. Toda esa pandilla de judíos viejos… ¡No me mires como si hubiese dicho una cosa horrible! Así es como habla Arthur. Los yiddim. Y los goyim, y de mí dice que soy una shiksa[7]. Antes de conocer a Arthur jamás había oído hablar de nada de eso. Soy yo la que está casada con un judío, no tú, y durante los cinco últimos años he tenido que tragar tan a menudo toda esa basura que puedo usarla justificadamente yo también, siempre que me venga en gana.

—¿Le has contado que tienes este apartamento?

—Claro que no. Ya te lo he dicho. No le miento, pero tampoco le cuento hasta los detalles más insignificantes.

—¿Y esto es un detalle insignificante?

—No es tan significativo como tú crees. Es un fastidio. El casero vuelve a dar la bronca.

Maria se puso en pie, se dirigió a la mesa, cogió un papel, se lo dio a Sherman y regresó a sentarse al borde de la cama. Era una carta con membrete del bufete de abogados Golan, Shander, Morgan y Greenbaum, dirigida a Ms. Germaine Boll y relativa a su apartamento de alquiler controlado, propiedad de Winter Real Properties Inc. Sherman era incapaz de concentrarse en el contenido de la carta. Ni quería tampoco pensar en esa carta. Se estaba haciendo tarde. Maria estaba empeñada en salirse por la tangente. Se estaba haciendo tarde.

—No sé, Maria. Es Germaine la que tiene que hacer algo.

—¿Sherman? —Maria le sonreía con los labios entreabiertos. Se puso en pie—. Sherman, ven aquí.

Se acercó dos pasos hacia ella, pero se negó a aproximarse del todo. Por la expresión de Maria, era obvio que quería tenerle pegado a ella.

—¿Cómo puedes creer que tienes problemas con tu mujer? Si sólo te ha pillado haciendo una llamada por teléfono…

—No es que crea que tengo problemas. Sé que los tengo.

—Bueno, pues si ya los tienes, y no has hecho nada, aprovéchalo y haz algo. En el fondo todo quedará igual.

Y le tocó.

El rey Príapo, el que estaba encogido de miedo, comenzó a levantarse de entre los muertos.

Desde la cama, Sherman entrevió un momento al dachshund. El bicho había abandonado la alfombra y ahora estaba junto a la cama, meneando la cola.

¡Joder! ¿Podían los perros indicar de algún modo…? ¿Podían hacer algo que señalase que habían visto…? Judy entendía a los animales. Armaba grandes alborotos ante los más mínimos cambios de humor por parte de Marshall, y hasta extremos nauseabundos. ¿Había quizás alguna cosa especial que solían hacer los dachshunds después de ver…? Pero pronto su sistema nervioso comenzó a disolverse, y todo aquello dejó de preocuparle.

Su Majestad, el rey más antiguo, Príapo, Amo del Universo, perdió la conciencia por completo.

Sherman entró en su casa y se empeñó en amplificar sus demostraciones de cariño perruno.

—Muy bien, Marshall, buen chico, buen chico.

Se sacó la trinchera haciendo el mayor ruido posible con la tela forrada de caucho, con las hebillas, y soltando muchos resoplidos. Ni rastro de Judy.

El comedor, la sala de estar y una pequeña biblioteca daban a la galería de mármol de la entrada. En cada una de esas habitaciones la madera labrada, el cristal tallado, los relucientes lacados, las pantallas de seda natural, y todo el resto de pasmosos y carísimos detalles ideados por su esposa, aspirante a decoradora, le respondieron con sus brillos y destellos acostumbrados. Hasta que lo notó: el gran sillón de cuero que generalmente estaba situado de cara a la puerta de la biblioteca, se encontraba ahora vuelto de espaldas. Desde detrás, Sherman alcanzó a ver la punta del cabello de Judy. Había una lámpara junto al sillón. Parecía estar leyendo algún libro.

Sherman se aproximó.

—¡Bueno! ¡Ya estamos de regreso! No hubo respuesta.

—Tenías razón. Estoy empapado, y a Marshall no le ha gustado mojarse.

Judy no se volvió. Sólo le llegó su voz, desde el otro lado del sillón:

—Sherman, si lo que quieres es hablar con alguien que se llama Maria, ¿por qué me llamas a mí?

Sherman dio un paso adelante.

—¿Cómo dices? ¿Si quiero hablar con quién?

—Oh, por Dios —dijo la voz—. No te tomes la molestia de mentir.

—¿Mentir? ¿Acerca de qué?

En ese momento Judy sacó la cabeza por uno de los laterales del sillón de cuero. ¡Qué mirada le lanzó!

Acongojado, Sherman llegó junto al sillón. El rostro de su esposa, enmarcado por una corona de pelo castaño, mostraba una expresión atormentada.

—No entiendo de qué me hablas, Judy.

Al principio, Judy estaba tan trastornada que no encontraba las palabras:

—Ojalá pudieses ver tu expresión… ¡Qué barata!

—¡No entiendo de qué me hablas!

El tono de Sherman era tan aflautado que Judy tuvo que reír:

—Vamos a ver, Sherman, ¿piensas decirme que no has telefoneado aquí y has preguntado por alguien que se llama Maria?

—¿Por quién?

—Alguna putuela, supongo, que se llama Maria.

—Judy, te juro ante Dios que no sé de qué me hablas! ¡He estado dando una vuelta con Marshall! ¡Ni siquiera conozco a nadie que se llame Maria! ¿Dices que hubo alguien que telefoneó aquí preguntando por una tal Maria?

—¡Uhhh! —Fue un breve gruñido de incredulidad. Judy se puso en pie y le miró a los ojos—. ¡Y sigues ahí! ¿Crees que no conozco tu voz por teléfono?

—Es posible que la conozcas, pero esta noche no has podido escucharla. Te lo juro.

—¡Mientes! —Le lanzó una mirada espantosa—. Y eres un mentiroso repugnante. Una persona repugnante. Te crees un gran hombre. Y eres barato. Mientes.

No miento. Te lo juro. Salgo a dar una vuelta con Marshall, y luego regreso a casa y me encuentro con esto: la verdad, casi no sé qué decir, porque te aseguro que no sé de qué me hablas. Me estás pidiendo que demuestre una proposición negativa.

Proposición negativa. —De aquellas palabras rebuscadas goteó ahora la repugnancia—. Te has pasado un buen rato por ahí. ¿Te ha dado tiempo a darle el beso de buenas noches y poner bien las mantas?

—Judy…

—Di la verdad.

Sherman apartó a un lado la cabeza para evitar aquella mirada llameante, volvió las palmas hacia arriba, y suspiró.

—Escúchame, Judy, te equivocas… te equivocas por completo. Te lo juro ante Dios.

Judy le miró fijamente. Las lágrimas habían aparecido de golpe en sus ojos.

—Oh, Sherman. Oh, y lo juras ante Dios… —Judy trataba de contener el llanto—. No pienso… Me voy arriba. Ahí tienes el teléfono. ¿Por qué no la llamas desde aquí? —Con esfuerzo, iba tratando de pronunciar las palabras a través de las lágrimas—. Me da igual. En serio, no me importa.

Y salió de la habitación. Sherman oyó su taconeo por el piso de mármol, camino de la escalera.

Luego se acercó al escritorio y se sentó en su silla Hepplewhite. Se dejó caer contra el respaldo. Sus ojos se posaron en el friso que circundaba el techo de la pequeña estancia. Era de madera de secoya, con altorrelieves que representaban figuras caminando apresuradamente por la acera de una ciudad. Judy lo había encargado a un taller de Hong Kong, y el friso había costado una tremenda cantidad de dinero… ¡mío! Se enderezó. Maldita Judy. Intentó desesperadamente encender de nuevo las brasas de indignación bien pensante. Sí, sus padres tuvieron razón. Sherman se merecía algo mejor. Judy era dos años mayor que él, y su madre le dijo que esta clase de detalles podían llegar a tener su importancia, lo cual, dicho en el tono en que ella se lo dijo, significaba que acabarían teniéndola. Pero ¿quiso escucharla él? No. Su padre, fingiendo referirse a Cowles Wilton, que tuvo un breve y liado matrimonio con una chica judía de oscura familia, le dijo: «¿No sería igual de fácil enamorarse de una chica rica de buena familia?» ¿Acaso Sherman le escuchó? No. Mientras que, durante los años de matrimonio, Judy, sólo porque era hija de un catedrático de historia de una universidad del Medio Oeste —¡un catedrático de historia de una universidad del Medio Oeste!—, se había comportado como si fuese una aristócrata intelectual. Y no le había importado utilizar el dinero de Sherman y de su familia para relacionarse con esa pandilla de petulantes con los que tan a gusto se sentía ella, ni empezar toda esa historia de la decoración de interiores, ni que saliera su apellido y su apartamento en las páginas de esas revistas tan vulgares, W y Architectural Digest y todas las demás. No, no le había importado. ¡En absoluto! ¿Y qué clase de esposa tenía él ahora? Una cuarentona que se pasaba la vida en el gimnasio…

Y, de repente, Sherman la ve tal como la vio aquella noche de hacía catorce años, en el Village, en el apartamento de Hal Thorndike, con sus paredes pintadas de color chocolate y su mesa enorme cubierta de obeliscos, y aquella gente que ni siquiera llegaba al nivel de los bohemios, o su idea de lo que eran los bohemios, y aquella chica del pelo castaño claro y los rasgos finos, finísimos, con aquel vestido corto, brevísimo, que permitía estudiar con detalle buena parte de su magnífico cuerpo. Y de repente Sherman vuelve a sentir lo inefable del momento a partir del cual se encerraron ambos dentro de una crisálida, en su propio apartamentito de Charles Street o en el que ella tenía en la calle Diecinueve Oeste, inmune a todo lo que sus padres y Bucldey y St. Paul's y Yale le habían inculcado. Y Sherman recuerda lo que le dijo a Judy —¡prácticamente con estas palabras!—: que su amor mutuo «lo trascendería todo».

Y ahora Judy, con cuarenta años, alcanzada casi la perfección a base de pasar hambre y seguir con sus horas de gimnasio, ahora se va llorando a la cama.

Volvió a recostarse en el respaldo de la silla giratoria. Como muchos hombres antes que él, era incapaz de vencer el llanto de una esposa. Dejó caer su mentón sobre el pecho. Se dobló.

Distraídamente, pulsó un botón del escritorio. La puerta de un gabinete faux-Sheraton se deslizó lateralmente, dejando al descubierto la pantalla de un televisor. Otro de los espantosos detalles decorativos de Judy. Abrió un cajón del escritorio, sacó el mando a distancia y conectó el receptor. Las noticias. El alcalde de Nueva York. Un escenario. Una muchedumbre de negros furiosos. El alcalde se escabulle. Gritos… escenas caóticas… Una trifulca. Inútil. Para Sherman, todo aquello era tan importante como que soplara una ráfaga de viento. No podía concentrarse en nada. Desconectó.

Judy tenía razón. El Amo del Universo era un tipo barato, un tipo repugnante, y un mentiroso.