Mayo de 1954
No tengo a nadie a quien poder escribir esto, y no albergo esperanzas de que sea encontrado alguna vez, pero me parecería un crimen no intentar documentar mis vivencias mientras pueda hacerlo, y sólo Dios sabe durante cuánto tiempo podré.
Fui secuestrado del despacho de mi universidad hace unos días. No estoy seguro de cuántos, pero supongo que aún estamos en mayo. Aquella noche me despedí de mi querido estudiante y amigo, el cual me había enseñado su ejemplar del libro diabólico que durante años había intentado olvidar. Le vi alejarse, provisto de toda la ayuda que podía ofrecerle. Después cerré la puerta de mi despacho y me quedé sentado unos momentos, arrepentido y temeroso. Sabía que era culpable. Había reiniciado en secreto la investigación sobre la historia de los vampiros, y tenía toda la intención de aumentar mis conocimientos acerca de la leyenda de Drácula, y tal vez incluso de resolver al fin el misterio del paradero de su tumba. Había permitido que el tiempo, la racionalidad y el orgullo me convencieran de que reanudar mi investigación no acarrearía consecuencias. Admití mi culpa en mi interior incluso en aquel primer momento de soledad.
Me había acarreado terribles remordimientos entregar a Paul las notas de mi investigación y las cartas que había escrito acerca de mis experiencias, no porque deseara guardarlas, ya que todo mi deseo de reanudar la investigación se esfumó en cuanto él me enseñó su libro. Sólo lamentaba profundamente poner a su alcance aquellos horribles conocimientos, si bien estaba seguro de que, cuanto más supiera, mejor podría defenderse. Sólo podía esperar que, si se producía algún castigo, sería yo la víctima y no Paul, con su optimismo juvenil, su zancada ligera, su brillantez no puesta a prueba. Él no puede tener más de veintisiete años. Yo he vivido varios decenios y gozado de mucha felicidad inmerecida. Fue mi primer pensamiento. Los siguientes fueron de tipo más práctico. Aunque deseara protegerme, no contaba con nada para hacerlo, salvo mi fe en la racionalidad. Había guardado mis notas, pero no tenía ningún método tradicional de ahuyentar el mal: ni crucifijos, ni balas de plata, ni ristras de ajos. Nunca había recurrido a esos elementos, ni siquiera en el momento álgido de mi investigación, pero ahora empiezo a arrepentirme de haber aconsejado a Paul que empleara tan sólo las armas de su mente.
Estos pensamientos requirieron el intervalo de uno o dos minutos, que eran en realidad los únicos que tenía a mi disposición. Entonces, acompañada de una súbita ráfaga de aire frío y maloliente, una inmensa presencia descendió sobre mí, de modo que mi visión quedó reducida al mínimo y mi cuerpo dio la impresión de levantarse de la silla aterrorizado. Me rodeaba por todas partes, perdí la vista al punto y pensé que debía estar muriendo, aunque ignoraba la causa. Me asaltó la visión más extraña de juventud y amor; una sensación más que una visión, la sensación de un Rossi mucho más joven y embriagado de amor por algo o alguien. Tal vez sea eso lo que sucede al morir. En ese caso, cuando llegue mi momento, y llegará pronto, con independencia de la forma terrible que adopte, espero que esa visión vuelva a acompañarme en el último momento.
Después de esto no recuerdo nada, y esa «nada» se prolongó durante un período de tiempo incalculable, ni entonces ni ahora. Cuando volví poco a poco en mí, me asombró descubrir que estaba vivo. Durante aquellos primeros segundos no pude ver ni oír. Era como despertar después de una intervención quirúrgica brutal, y a continuación tomé conciencia de que me sentía fatal, de que todo mi cuerpo padecía una debilidad extrema y tremendos dolores, de que notaba una quemazón en la pierna derecha, en la garganta y en la cabeza. La atmósfera era fría y húmeda, y me hallaba tendido sobre algo frío, de modo que me sentía helado de píes a cabeza. Después percibí algo de luz, una luz tenue, pero lo bastante viva para convencerme de que no estaba ciego y de que tenía los ojos abiertos. Esa luz, y el dolor, más que cualquier otra cosa, me confirmaron que estaba vivo. Empecé a recordar lo que al principio pensé que debía haber ocurrido la noche anterior: la llegada de Paul a mi despacho con su asombroso descubrimiento. Después comprendí, con un repentino vuelco del corazón, que debía ser cautivo del mal. Por eso habían maltratado mi cuerpo, y por eso me parecía estar rodeado por el mismísimo olor del mal.
Moví las extremidades con la mayor cautela posible y logré, pese a mi extrema debilidad, mover la cabeza y después levantarla. Un muro opaco no me dejaba ver a más de unos diez centímetros de distancia, pero la débil luz que percibía procedía de arriba. Suspiré y oí mi suspiro, lo cual me llevó a creer que aún conservaba el sentido del oído y que el lugar era tan silencioso que me había inducido la fantasía de estar sordo. Al rato de no oír nada, me levanté con suma cautela y me senté. El movimiento envió oleadas de dolor y debilidad a todas mis extremidades, y pensé que me iba a estallar la cabeza. Debido a estar sentado recuperé parte del tacto y descubrí que estaba tendido sobre piedra. Me serví del muro bajo de cada lado para incorporarme. Un terrible zumbido resonaba en mi cabeza y parecía invadir el espacio que me rodeaba. Se trataba de un espacio en penumbra, como ya he dicho, silencioso, con una oscuridad más densa en los rincones. Tanteé a mi alrededor. Estaba sentado en un sarcófago abierto.
Este descubrimiento me causó una oleada de náuseas, pero al mismo tiempo reparé en que aún iba vestido con las ropas que llevaba en el despacho, aunque una manga de la camisa y de la chaqueta estaban rotas y la corbata había desaparecido. Sin embargo, el hecho de ir vestido con mis ropas me dio cierta confianza. No estaba muerto, no me había vuelto loco y no había despertado en otra era, a menos que me hubieran transportado a ella con mi ropa. Registré las prendas y encontré mi cartera en el bolsillo delantero de los pantalones. Fue estremecedor sentir este objeto familiar en mis manos. Descubrí con pesar que el reloj había desaparecido de mi muñeca, y mi pluma del interior del bolsillo interior de la chaqueta.
Después me llevé la mano a la garganta y la cara. Mi cara no parecía haber cambiado, salvo por una contusión muy reciente en la frente, pero en el músculo de mi garganta descubrí una perforación inicua y pegajosa bajo mis dedos. Cuando movía en exceso la cabeza o tragaba saliva emitía un sonido de succión, lo cual me aterrorizó sobremanera. La zona de la perforación también estaba hinchada, y me dolió al tocarla. Pensé que iba a desmayarme otra vez a causa del horror y la desesperación, y entonces recordé que había tenido energías para incorporarme. Quizá no había perdido tanta sangre como había temido al principio, y tal vez eso significaba que sólo me habían mordido una vez. No me sentía como un demonio, sino como era yo en la vida cotidiana. No deseaba sangre, ni percibía maldad en mi corazón. Después se apoderó de mí una gran desdicha. ¿Qué más daba que no sintiera todavía sed de sangre? Estuviera donde estuviera, debía ser cuestión de tiempo que acabara corrompido por completo. A menos que pudiera escapar, por supuesto.
Moví mi mano poco a poco, mientras miraba alrededor de mí y trataba de enfocar mi vista. Al final fui capaz de discernir el origen de la luz. Era un resplandor rojizo lejano, aunque ignoraba qué distancia me separaba de él, y entre yo y el resplandor se interponían formas oscuras y pesadas. Recorrí con las manos el exterior de mi casa de piedra. Tuve la impresión de que el sarcófago estaba cerca del suelo, que tal vez fuera de tierra o de piedra, y tanteé hasta decidir que podía bajar en la penumbra sin precipitarme a un abismo. De todos modos, la distancia hasta el suelo era considerable, y las piernas me temblaban mucho, de manera que caí de rodillas en cuanto salí del sarcófago. Ahora podía ver un poco mejor. Me dirigí hacia el origen de la luz rojiza con las manos por delante y tropecé con lo que me pareció otro sarcófago, vacío, y con un mueble de madera. Cuando tropecé con la madera, oí que algo blando caía, pero no pude ver qué era.
Andar a tientas en la oscuridad era aterrador. Temía toparme de un momento a otro con la Cosa que me había traído hasta aquí. Me pregunté de nuevo si no estaría muerto, si esto era alguna horrible versión de la muerte, que por un momento había confundido con una prolongación de la vida. Pero no tropecé con nada, el dolor de mis piernas era bastante convincente y me estaba acercando más a la luz, que bailaba y parpadeaba en un extremo de la larga cámara. Ahora vi que delante del resplandor se cernía un bulto oscuro inmóvil. Cuando me encontré a pocos pasos de distancia, vi fuego en un hogar, enmarcado por una chimenea de piedra arqueada, que arrojaba suficiente luz para iluminar varios muebles antiguos de gran tamaño: un enorme escritorio sembrado de papeles, un arcón tallado y una o dos butacas altas y angulosas. En una de las butacas, encarada hacia el fuego, había alguien sentado muy inmóvil. Vi una forma oscura que sobresalía por encima del respaldo de la butaca. Me arrepentí de no haber ido en dirección contraria, lejos de la luz y hacia alguna posible huida, pero la visión de aquella forma oscura, la majestuosa butaca y el rojo suave del fuego me atraían irremisiblemente. Por una parte, fue necesaria toda mi fuerza de voluntad para caminar hacia allí, y por otra, no habría podido dar media vuelta aunque hubiera querido.
Entré con parsimonia en el círculo de luz con mis piernas doloridas, y cuando di la vuelta a la butaca, una figura se levantó poco a poco y se volvió hacia mí. Debido a que daba la espalda al fuego, y a que había muy poca luz alrededor de nosotros, no pude ver su cara, si bien creí distinguir en el primer momento un pómulo blanco como el hueso y un ojo centelleante. Tenía el pelo largo y rizado, que caía sobre sus hombros. Su movimiento fue indescriptiblemente diferente del que hubiera hecho un hombre vivo, pero ignoro si fue más veloz o más lento. Era sólo un poco más alto que yo, pero proyectaba una sensación de estatura y tamaño descomunales, y vi su ancha espalda recortada contra el fuego. Entonces se inclinó hacia la chimenea. Me pregunté si se disponía a matarme y me quedé muy quieto, con la esperanza de morir con un poco de dignidad, fuera cual fuera el método elegido. Sin embargo, se limitó a acercar una vela larga al fuego, y cuando prendió, encendió otras velas de un candelabro cercano a su butaca y se volvió otra vez hacia mí.
Ahora podía verle mejor, aunque su rostro seguía oculto en la penumbra. Llevaba un gorro picudo dorado y verde con un pesado broche incrustado de joyas sujeto sobre la frente, y una túnica de terciopelo dorado y cuello verde atada bajo su ancha mandíbula. La joya de su frente y los hilos de oro del cuello brillaban a la luz del fuego. Sobre sus hombros llevaba una capa de piel blanca, sujeta con el símbolo plateado de un dragón. Las ropas eran extraordinarias. Me aterraron casi tanto como la presencia de este extraño No Muerto. Eran ropas de verdad, vivas, nuevas, no piezas descoloridas expuestas en un museo. Las portaba con elegancia y suntuosidad extraordinarias, erguido en silencio ante mí, y la capa caía a su alrededor como un remolino de nieve. La luz de las velas reveló una mano surcada de cicatrices, de dedos romos, apoyada sobre el pomo de un cuchillo, y más abajo una pierna poderosa envuelta en un calzón verde y un pie calzado con una bota. Se volvió un poco en dirección a la luz, pero siempre en silencio. Ahora vi mejor su cara, y me encogí al advertir la crueldad de su fuerza, los grandes ojos oscuros bajo el ceño fruncido, la nariz larga y recta, los pómulos anchos. Su boca estaba cerrada en una sonrisa implacable, una curva de color rubí bajo su poblado bigote oscuro. Vi en una comisura de su boca una mancha de sangre seca. Oh, Dios, eso sí que me hizo retroceder espantado. La visión ya era bastante horrible de por sí, pero comprendí de inmediato que debía ser mi propia sangre, y la cabeza me dio vueltas.
Se irguió en toda su estatura con orgullo y me miró fijamente.
—Soy Drácula —dijo. Las palabras surgieron claras y frías. Tuve la impresión de que habían sido pronunciadas en un idioma que yo desconocía, aunque las entendí a la perfección. Fui incapaz de hablar y le seguí mirando, presa de una parálisis de horror. Su cuerpo se hallaba a tan sólo tres metros de mí, y no cabía duda de que era real y poderoso, tanto si estaba muerto como vivo—. Acérquese —dijo con aquel mismo tono puro y frío—. Está cansado y hambriento después de nuestro viaje. Le he preparado la cena.
Su gesto fue elegante, casi obsequioso, con un destello de joyas en sus grandes dedos blancos.
Vi una mesa cerca del fuego, llena de platos tapados. Percibí el olor de la comida (comida buena, auténtica, humana) y los aromas estuvieron a punto de conseguir que me desmayara. Drácula se acercó en silencio a la mesa y sirvió un líquido rojo en una copa. Pensé por un momento que debía ser sangre.
—Acérquese —repitió en un tono más suave.
Fue a sentarse de nuevo en su butaca, como si pensara que sería más fácil para mí aproximarme a la mesa si él se alejaba. Avancé con paso vacilante hasta la silla vacía, con las piernas temblorosas de miedo y debilidad. Me derrumbé en la silla y contemplé las fuentes. ¿Por qué tenía ganas de comer si podía morir de un momento a otro?, me pregunté. Era un misterio que sólo mi cuerpo comprendía. Drácula estaba sentado en su butaca mirando el fuego. Vi su feroz perfil, la nariz larga y la fuerte mandíbula, los rizos de pelo oscuro sobre su hombro. Había juntado las manos con aire pensativo, de modo que su manto y las mangas bordadas habían resbalado hacia abajo, dejando al descubierto muñecas de terciopelo verde y una gran cicatriz en el dorso de su mano. Su actitud era tranquila y pensativa. Empecé a pensar que estaba soñando antes que estar amenazado, y me atreví a levantar las tapas de algunas fuentes.
De pronto sentí tanta hambre que apenas pude contener la tentación de comer con ambas manos, pero al final logré levantar el cuchillo y el tenedor y cortar un trozo de pollo asado y después una porción de una carne oscura, como de caza. Había cuencos de cerámica con patatas y gachas, un pan duro, una sopa de hortalizas caliente. Comí con voracidad, y tuve que hacer un esfuerzo para ir despacio y ahorrarme retortijones. La copa de plata estaba llena de vino tinto, no de sangre, y la bebí entera. Drácula no se movió mientras yo comía, pero no podía evitar mirarle cada pocos segundos. Cuando terminé, me sentía casi preparado para morir, satisfecho durante un largo minuto. De modo que éste era el motivo de que a un condenado a muerte le concedieran una última comida, pensé. Fue mi primer pensamiento lúcido desde que había despertado en el sarcófago. Tapé con lentitud las fuentes vacías, procurando hacer el menor ruido posible, y me recliné en la silla, a la espera.
Al cabo de un largo rato, mi acompañante se volvió en su butaca.
—Ha terminado de comer —dijo en voz baja—. Tal vez podamos conversar un poco. Le explicaré por qué le he traído aquí. —Su voz era clara y fría, una vez más, pero en esa ocasión percibí una tenue vibración en sus profundidades, como si el mecanismo que la producía estuviera infinitamente viejo y gastado. Me miró con aire pensativo y me encogí bajo su mirada—. ¿Tiene alguna idea de dónde está?
Había alimentado la esperanza de no tener que hablar con él, pero pensé que era absurdo persistir en mi silencio, cosa que podía enfurecerle, aunque parecía muy calmado en aquel momento. También se me había ocurrido de repente que si contestaba, si entablábamos conversación, podría ganar un poco de tiempo, que aprovecharía para examinar mi entorno y buscar una posible vía de escape, algún medio de destruirle, si reunía fuerzas para ello, o ambas cosas. Debía ser de noche, de lo contrario no estaría despierto, si la leyenda era cierta. El amanecer llegaría tarde o temprano, y si yo estaba vivo para verlo, él tendría que dormir mientras yo permanecía despierto.
—¿Tiene alguna idea de dónde está? —repitió haciendo gala de su paciencia.
—Sí —dije. No me decidí a utilizar ningún tratamiento—. Creo que sí. Ésta es su tumba.
—Una de ellas —sonrió—. Pero ésta es mi favorita.
—¿Estamos en Valaquia?
No pude evitar la pregunta.
Meneó la cabeza, de manera que la luz del fuego se movió en su pelo oscuro y sobre sus ojos brillantes. Ese gesto tuvo algo de inhumano, y el estómago se me revolvió. No se movía como una persona, pero tampoco habría podido explicar la diferencia.
—Valaquia se hizo demasiado peligrosa. Tendrían que haberme dejado descansar allí para siempre, pero no fue posible. Imagínese, después de luchar tanto por mi trono, por nuestra libertad, ni siquiera pude depositar mis huesos allí.
—Entonces, ¿dónde estamos? —pregunté de nuevo, en vano, para creer que se trataba de una conversación normal. Después comprendí que no sólo deseaba lograr que la noche pasara rauda y sin peligro, si existía alguna posibilidad de eso. También deseaba averiguar algo sobre Drácula. Fuera lo que fuera ese ser, había vivido quinientos años. Sus respuestas morirían conmigo, por supuesto, pero ello no me impedía sentir una punzada de curiosidad.
—Ah, ¿dónde estamos? —repitió Drácula—. Creo que da igual. No estamos en Valaquia, que todavía sigue gobernada por idiotas.
Le miré fijamente.
—¿Sabe algo… del mundo moderno?
Me miró como divertido y sorprendido al mismo tiempo. Por primera vez vi sus dientes largos, las encías hundidas, que le daban el aspecto de un perro viejo cuando sonreía. Esa visión se desvaneció al instante (no, su boca era normal, aparte de aquella pequeña mancha de mi sangre o de quien fuera) bajo el oscuro bigote.
—Sí —dijo, y tuve miedo por un momento de oírle reír—. Conozco el mundo moderno. Es mi presa, mi obra favorita.
Pensé que afrontar la situación de cara podría favorecerme siempre que a él le pareciera bien.
—Entonces, ¿qué quiere de mí? He evitado el mundo moderno durante muchos años…, al contrario que usted. Vivo en el pasado.
—Ah, el pasado. —Juntó las yemas de los dedos a la luz del fuego—. El pasado es muy útil, pero sólo cuando puede enseñarnos algo acerca del presente. El presente es lo que cuenta. Pero me gusta mucho el pasado. Venga. ¿Por qué no enseñárselo ahora, puesto que ha comido y descansado?
Se levantó, una vez más con aquel movimiento que parecía determinado por una fuerza que no procedía de las extremidades de su cuerpo, y yo me levanté a toda prisa, temeroso de que fuera un truco, de que ahora se abalanzaría sobre mí. Pero se volvió poco a poco y levantó una enorme vela del lampadario cercano a su silla.
—Coja una luz —dijo al tiempo que se alejaba del fuego y se internaba en la oscuridad de la gran cámara. Tomé una vela y le seguía cierta distancia de sus extrañas ropas y movimientos escalofriantes. Confié en que no me condujera de vuelta a mi sarcófago.
A la escasa luz de nuestras velas empecé a ver cosas que antes no había visto, cosas maravillosas. Ahora distinguía mesas largas ante mí, mesas de una solidez antiquísima. Y sobre ellas descansaban montañas y montañas de libros (volúmenes desmenuzados encuadernados en piel, con cubiertas doradas que captaban el brillo de mi vela). También había otros objetos. Nunca había visto aquel tintero, ni plumas de ave y estilográficas tan raras. Había un estante lleno de pergaminos que brillaban a la luz de las velas, y una vieja máquina de escribir provista de papel delgado. Vi el centelleo de encuadernaciones y cajas incrustadas de joyas, manuscritos ensortijados en bandejas de latón, libros en folio y en cuarto encuadernados en piel suave, así como filas de volúmenes más modernos en largas estanterías. De hecho, estábamos rodeados. Cada pared parecía tapizada de libros. Alcé mi vela y empecé a distinguir títulos, a veces una elegante florescencia en árabe en el centro de una cubierta encuadernada en piel roja, a veces un idioma occidental que sabía leer. Sin embargo, la mayor parte de los volúmenes eran demasiado antiguos para tener título. Era un depósito sin parangón, y empecé a desear con todas mis fuerzas abrir algunos de estos libros, pese a mi situación, tocar los manuscritos en sus bandejas de madera.
Drácula se volvió, con la vela en alto, y la luz captó el brillo de las joyas del gorro, topacios, esmeraldas, perlas. Sus ojos eran muy brillantes.
—¿Qué opina de mi biblioteca?
—Parece una… colección notable. La cueva del tesoro —dije. Algo similar al placer se transparentó en su terrible cara.
—Está en lo cierto —dijo en voz baja—. La biblioteca es la mejor de su clase en el mundo. Es el resultado de siglos de cuidadosa selección. Tendrá mucho tiempo para explorar las maravillas que guardo aquí. Permítame que le enseñe algo.
Me guió hasta una pared a la que aún no nos habíamos acercado, y vi una imprenta muy antigua, como las que se ven en las ilustraciones de finales de la Edad Media: un pesado artilugio de metal negro y madera oscura con un gran tornillo encima. La plancha redonda era de obsidiana, con el brillo de la tinta. Reflejaba nuestra luz como un espejo demoníaco. Había una hoja de papel grueso sobre la bandeja de la prensa. Cuando me acerqué, vi que estaba impresa en parte, una prueba desechada, y que estaba en inglés. «El fantasma en el ánfora —rezaba el título—. Los vampiros desde la tragedia griega hasta la tragedia moderna». Y el autor: «Bartholomew Rossi».
Drácula debía estar esperando mi exclamación de asombro.
—Como ve, conozco las mejores obras de investigación modernas. Estoy a la última, como quien dice. Cuando no puedo conseguir una obra publicada, o la quiero enseguida, a veces la imprimo yo mismo. Pero aquí hay algo que le interesará mucho. —Señaló una mesa que había detrás de la imprenta, sobre la que descansaban una serie de xilografías. La más grande, apoyada de pie para que se viera, era el dragón de nuestros libros (el mío y el de Paul), invertido, por supuesto. Reprimí con dificultad una exclamación estentórea—. Está sorprendido —dijo Drácula, acercando su luz al dragón. Sus líneas me resultaban tan familiares que habría podido tallarlas con mi propia mano—. Creo que conoce muy bien esta imagen.
—Sí. —Apreté con fuerza mi vela—. ¿Imprimió usted el libro? ¿Cuántos existen?
—Mis monjes imprimieron algunos, y yo he continuado su obra —me dijo en voz baja, mientras contemplaba la xilografía—. Casi he cumplido mi ambición de imprimir mil cuatrocientos cincuenta y tres ejemplares, pero poco a poco, para tener tiempo de distribuirlos en el curso de mis desplazamientos ¿Le dice algo ese número?
—Sí —contesté al cabo de un momento—. Es el año de la caída de Constantinopla.
—Imaginaba que se daría cuenta —me dijo con una amarga sonrisa—. Es la peor fecha de la historia.
—A mí me parece que hay muchas más que se disputan ese honor —dije, pero él estaba negando con la gran cabeza que se alzaba sobre sus grandes hombros.
—No —dijo.
Levantó la vela y a su luz vi que sus ojos brillaban, rojos en las profundidades de sus cuencas como los de un lobo, llenos de odio. Era como ver una mirada muerta cobrar vida de repente. Había pensado que sus ojos eran brillantes, pero ahora estaban repletos de luz. Yo no podía hablar. No podía apartar la vista de él. Al cabo de un segundo, se volvió y contempló el dragón.
—Ha sido un buen mensajero —dijo en tono pensativo.
—¿Fue usted quien dejó mi libro?
—Digamos que yo lo arreglé. —Extendió los dedos para tocar el bloque tallado—. Soy muy cuidadoso en lo tocante a su distribución. Sólo van dirigidos a los estudiosos más importantes, y a quienes considero lo bastante obstinados para seguir al dragón hasta su guarida. Y usted es el primero que lo ha conseguido. Le felicito. Desperdigo a mis demás ayudantes por el mundo, con el fin de que continúen mi investigación.
—Yo no le seguí —me atreví a decir—. Usted me trajo aquí.
—Ah… —De nuevo la curvatura de aquellos labios rubí, el temblor del largo bigote—. No estaría aquí si no hubiera querido venir. Nadie más ha hecho caso omiso de mi advertencia dos veces en su vida. Usted se ha traído a sí mismo.
Miré la antigua imprenta y la xilografía del dragón.
—¿Qué quiere que haga?
No deseaba despertar su ira con preguntas. La noche siguiente podría matarme, si así lo quería, en el caso de que yo no encontrara una escapatoria durante las horas de luz diurna, pero no pude evitar la pregunta.
—Espero desde hace mucho tiempo que alguien catalogue mi biblioteca —dijo—. Mañana podrá examinarla con entera libertad. Esta noche hablaremos.
Volvió hacia nuestras butacas con su paso lento y enérgico. Sus palabras me infundieron grandes esperanzas. Al parecer, no se proponía matarme esa noche, y además yo sentía una gran curiosidad. No estaba soñando. Estaba hablando con alguien que había vivido más historia de la que ningún historiador podía esperar estudiar, siquiera de manera rudimentaria durante su carrera. Le seguía una prudente distancia, y volvimos a sentarnos ante el fuego. Cuando me acomodé, observé que la mesa en la que había dejado mis fuentes vacías de la cena había desaparecido, y en su lugar había una confortable otomana, sobre la cual apoyé mis pies con cautela. Drácula estaba sentado muy tieso en su gran butaca. Aunque era alta, de madera, medieval, la mía estaba tapizada para acentuar la comodidad, al igual que mi otomana, como si hubiera pensando en agasajar a su invitado con algo adecuado a las debilidades modernas.
Estuvimos sentados en silencio durante largos minutos, y ya empezaba a preguntarme si seguiríamos así toda la noche cuando volvió a hablar.
—En vida, amaba los libros —dijo. Se volvió hacia mí un poco, de modo que pude ver el destello de sus ojos y el brillo de su pelo desgreñado—. Tal vez no sepa usted que yo era una especie de erudito. No parece que lo sepa mucha gente. —Hablaba en tono desapasionado—. Sabrá que los libros de mis tiempos eran de temática limitada. En mi vida mortal, vi sobre todo los textos que la Iglesia sancionaba, los Evangelios y los comentarios ortodoxos sobre ellos, por ejemplo. Al final, estas obras no me sirvieron de nada. Y cuando me senté por primera vez en el trono que me pertenecía por derecho, las grandes bibliotecas de Constantinopla habían sido destruidas. Lo que quedaba de ellas, en los monasterios, no pude verlo con mis propios ojos. —Tenía la mirada clavada en el fuego—. Pero contaba con otros recursos. Los mercaderes me traían libros extraños y maravillosos de muchos lugares. De Egipto, de Tierra Santa, de las grandes ciudades de Occidente. Gracias a ellos me familiaricé con las ciencias ocultas de la antigüedad. Como sabía que no podía aspirar a un paraíso celestial —de nuevo el tono desapasionado—, me convertí en historiador con el fin de conservar mi propia historia eternamente.
Guardó silencio un rato, pero yo tenía miedo de hacer más preguntas. Por fin pareció animarse, y dio unos golpecitos en el brazo de su butaca.
—Ése fue el principio de mi biblioteca.
Ahora, al fin, la curiosidad se impuso, aunque me costó articular la pregunta.
—Pero ¿continuó coleccionando libros después de su… muerte?
—Oh, sí. —Se volvió para mirarme, tal vez porque había hecho la pregunta por voluntad propia, y me dedicó una sonrisa sombría. Sus ojos, hundidos a la luz del fuego, eran terribles—. Ya le he dicho que, en el fondo, era un erudito, además de un guerrero, y estos libros me han hecho compañía durante mis largos años. De los libros se pueden aprender muchas cosas de naturaleza práctica, el arte de gobernar, las tácticas guerreras de los grandes generales. Pero tengo muchos tipos de libros. Ya lo verá mañana.
—¿Qué quiere que haga en su biblioteca?
—Como ya he dicho, catalogarla. Nunca he hecho un inventario completo de mis posesiones, de su origen y estado. Ésa será su primera tarea, y la llevará a cabo con más celeridad y brillantez que cualquier otra persona, gracias a su dominio de los idiomas y la amplitud de sus investigaciones. En el curso de dicha tarea, manejará algunos de los libros más hermosos, y más poderosos, jamás escritos. Muchos ya no existen. Tal vez sepa, profesor, que sólo existe un uno por ciento de la literatura producida en el mundo. Me he impuesto la misión de elevar ese porcentaje a lo largo de los siglos.
Mientras hablaba, reparé otra vez en la peculiar claridad y frialdad de su voz, y en aquella vibración que aleteaba en sus profundidades, como el cascabeleo de una serpiente o el sonido del agua fría corriendo sobre las piedras.
—Su segunda tarea será mucho más amplia. De hecho, durará para siempre. Cuando conozca mi biblioteca y sus propósitos con la misma intimidad que yo, saldrá al mundo bajo mis órdenes y buscará nuevas adquisiciones, y también antiguas, porque nunca dejaré de coleccionar obras del pasado. Pondré muchos archivistas a su disposición, los mejores, y usted aportará más para que trabajen a nuestras órdenes.
Las dimensiones de esta visión, y su completo significado, si no había entendido mal, se derramaron sobre mí como un sudor frío. Encontré la voz, pero vacilante.
—¿Por qué no continúa haciéndolo solo?
Sonrió en dirección al fuego, y de nuevo vi el destello de una cara diferente: el perro, el lobo.
—Ahora he de ocuparme de otras cosas. El mundo está cambiando, y yo tengo la intención de cambiar con él. Puede que pronto deje de necesitar esta forma —indicó con una mano lenta los ropajes medievales, el gran poder muerto de sus extremidades— para conseguir mis ambiciones. Pero la biblioteca es preciosa para mí, y me gustaría verla crecer. Además, desde hace tiempo pienso que cada vez hay menos seguridad aquí. Varios historiadores han estado a punto de descubrirla, y usted lo habría hecho si le hubiera dejado en paz el tiempo suficiente. Pero yo le necesitaba aquí, ahora. Intuyo un peligro que se acerca, y hay que catalogar la biblioteca antes de trasladarla.
Por un momento, fingir otra vez que estaba soñando me resultó de ayuda.
—¿Adónde la trasladará?
¿Y me iré yo con ella?, tendría que haber añadido.
—A un lugar antiguo, mucho más antiguo que éste, que conserva muchos recuerdos hermosos para mí. Un lugar remoto, pero más próximo a las grandes ciudades modernas, al que pueda ir y venir con facilidad. Instalaremos la biblioteca allí y usted aumentará su volumen notablemente. —Me miró con una especie de confianza que habría podido pasar por afecto en un rostro humano. Después se levantó con un movimiento extraño y vigoroso—. Ya hemos conversado bastante por esta noche. Usted está cansado. Utilizaremos estas horas para leer un poco, como es mi costumbre, y después saldremos. Cuando llegue la mañana, ha de tomar papel y plumas, que encontrará cerca de la imprenta, y empezará a catalogar. Mis libros ya están agrupados por categorías, antes que por siglos o décadas. Ya lo verá. También hay una máquina de escribir, que me he encargado de facilitarle. Tal vez desee compilar el catálogo en latín, pero eso lo dejo a su discreción. Por supuesto, goza de absoluta libertad, ahora y en cualquier momento, para leer lo que le plazca.
Con esto se levantó de la butaca y eligió un libro de la mesa, y luego volvió a sentarse con él. Tuve miedo de no imitarle con diligencia, de modo que cogí el primer volumen que cayó en mis manos. Era una de las primeras ediciones de El príncipe de Maquiavelo, acompañado de una serie de discursos sobre moralidad que yo nunca había visto ni de los que había oído hablar. En el estado de ánimo en que me hallaba no pude ni empezar a descifrarlo, pero contemplé el tipo de imprenta y pasé una o dos páginas al azar. Drácula parecía absorto en su libro. Le miré de reojo, y me pregunté cómo se había acostumbrado a esa existencia subterránea y nocturna, la vida de un erudito, después de una vida de guerra y acción.
Por fin se levantó y dejó su libro a un lado. Se internó en las tinieblas de la gran sala sin decir palabra, de manera que ya no pude distinguir su forma. Después oí una especie de ruido seco, como el de un animal arrastrándose sobre tierra desmenuzada o como el chasquido de una cerilla, aunque no apareció ninguna luz, y me sentí muy solo. Agucé el oído, pero no supe en qué dirección se había ido. Esta noche, al menos, no se iba a ensañar conmigo. Me pregunté temeroso qué me estaba reservando, cuando habría podido convertirme en su sicario en un abrir y cerrar de ojos, al tiempo que saciaba su sed. Estuve sentado unas horas, levantándome de vez en cuando para estirar mi cuerpo dolorido. No me atreví a dormir durante el transcurso de la noche, pero debí adormecerme un poco pese a mi resistencia justo antes del amanecer, porque desperté de repente y sentí un cambio en el aire, aunque no entraba ninguna luz en la cámara sumida en las tinieblas. Vi la forma de Drácula, cubierta con su capa, acercarse al fuego.
—Buenos días —dijo sin alzar la voz, y se encaminó hacia la pared oscura donde estaba mi sarcófago. Yo me había puesto en pie, espoleado por su presencia. Una vez más, no pude verle, y un profundo silencio envolvió mis oídos.
Al cabo de un largo rato levanté mi vela y volvía encender el candelabro, así como otros que estaban fijados a las paredes. Descubrí en muchas de las mesas lámparas de cerámica o pequeños faroles de hierro, y encendí unos cuantos. La iluminación significó un alivio para mí, pero me pregunté si alguna vez volvería a ver la luz del día, o si ya había empezado una eternidad de oscuridad y llamas de vela oscilantes. Esta perspectiva se extendía ante mí como una variación del infierno. Al menos ahora podía ver algo más de la cámara. Era muy profunda en todas direcciones, y las paredes estaban tapizadas de grandes armarios y estanterías. Vi por todas partes libros, cajas, rollos de pergamino, manuscritos, montañas e hileras de la inmensa colección de Drácula. Junto a una pared se alzaban las formas oscuras de tres sarcófagos. Me acerqué con mi luz. Los dos más pequeños estaban vacíos. En uno de ellos debía haberme despertado yo.
Entonces vi el mayor sarcófago de todos, una gran tumba más señorial que las demás, enorme a la luz de las velas, de nobles proporciones. En un lado había una palabra, tallada en letras latinas: DRÁCULA. Levanté mi vela y miré el interior, contra mi voluntad. El gran cuerpo yacía inerte. Por primera vez pude ver su rostro cruel y hermético con toda claridad, y seguí contemplándolo pese a mi repugnancia. Tenía el ceño muy fruncido, como a causa de un sueño perturbador, los ojos abiertos y fijos, de modo que parecía más muerto que dormido, la piel de un amarillo cerúleo, las largas pestañas inmóviles, sus facciones, fuertes y casi hermosas, translúcidas. Una cascada de largo pelo negro caía alrededor de sus hombros y llenaba los costados del sarcófago. Lo más horrible era el intenso color de sus mejillas y labios, y el aspecto pletórico de su rostro y su forma, que no poseía a la luz del fuego. Me había perdonado la vida por un tiempo, cierto, pero por la noche, en algún lugar, se había saciado. El pequeño punto de mi sangre había desaparecido de sus labios. Habían adquirido un tono rubí bajo el bigote oscuro. Parecía tan lleno de vida y salud artificiales que se me heló la sangre en las venas al ver que no respiraba. Su pecho no subía ni bajaba. También era extraño verle vestido de manera diferente, con prendas de tan excelente calidad como las que había visto antes, túnica y botas de un rojo profundo, capa y gorro de terciopelo púrpura. El manto se veía un poco raído sobre los hombros, y el gorro iba provisto de una pluma marrón. Brillaban joyas en el cuello de la túnica.
Me quedé mirando hasta que tan extraña visión estuvo a punto de provocarme un desmayo, y después retrocedí un paso para intentar serenarme. Aún era temprano. Me quedaban algunas horas hasta la puesta de sol. Primero buscaría una forma de escapar y después un medio de destruir al ser mientras dormía, de forma que, triunfara o no en mi intentona, pudiera huir de inmediato. Así la luz con firmeza. Baste decir que busqué durante más de dos horas en la gran cámara de piedra, y no descubrí ninguna ruta de escape. En un extremo, enfrente del hogar, había una gran puerta de madera con candado de hierro, con el cual forcejeé hasta terminar cansado y dolorido. No se movió un ápice. De hecho, creo que llevaba muchos años sin abrirse. No había otros medios de salir, ni otra puerta, ni túnel, ni piedra suelta, ni abertura de ningún tipo. No había ventanas, por supuesto, y me convencí de que nos hallábamos a una gran profundidad. El único hueco de las paredes era el que albergaba los tres sarcófagos, y sus piedras también eran inamovibles. Fue un tormento para mí palpar aquella pared delante de la cara inmóvil de Drácula, con sus enormes ojos abiertos. Aunque no se movieron en ningún momento, intuí que debían poseer algún poder secreto de ver y maldecir.
Me senté de nuevo junto al fuego para recuperar mis fuerzas desfallecientes. Mientras me calentaba las manos observé que el fuego nunca perdía fuerza, si bien consumía ramas y troncos reales, y proyectaba un calor palpable y reconfortante. También me di cuenta por primera vez de que no echaba humo. ¿Había estado ardiendo toda la noche? Pasé una mano sobre mi cara a modo de advertencia. Necesitaba hasta el último átomo de cordura. De hecho (en ese momento tomé la decisión), convertiría en un deber mantener intacta mi fibra mental y moral hasta el último momento. Eso sería mi sostén, mi último recurso.
Una vez serenado, reanudé mi investigación de manera sistemática, en busca de cualquier manera de destruir a mi monstruoso anfitrión. Si lo lograba, de todos modos moriría aquí solo, sin escapatoria, pero él nunca más abandonaría esta cámara para sembrar el terror en el mundo exterior. Pensé fugazmente, y no por primera vez, en el consuelo del suicidio, pero no me lo podía permitir. Ya estaba corriendo el peligro de convertirme en algo similar a Drácula, y la leyenda afirmaba que cualquier suicida podía transformarse en No Muerto sin la contaminación añadida que yo había recibido, una leyenda cruel, pero debía hacerle caso. Esa vía me estaba prohibida. Registré hasta el último rincón de la sala, abrí cajones y cajas, investigué en estantes, con mi vela en alto. Era improbable que el inteligente príncipe me hubiera dejado algún arma susceptible de ser utilizada contra él, pero tenía que buscar. No encontré nada, ni siquiera un trozo de madera que pudiera utilizar a modo de estaca.
Por fin, volví hacia el gran sarcófago central, temeroso del último recurso que contenía: el cuchillo que el propio Drácula portaba al cinto. Su mano surcada de cicatrices se cerraba sobre el pomo. Era posible que el cuchillo fuera de plata, en cuyo caso podría hundirlo en su corazón si me sentía con fuerzas. Me senté un momento para hacer acopio de valentía y para vencer mi repulsión. Después me levanté y acerqué con cautela mi mano al cuchillo, mientras sostenía en alto la vela. Mi roce no produjo ninguna reacción en el rostro rígido, si bien dio la impresión de que su cruel expresión se acentuaba. Pero descubrí aterrorizado que la gran mano estaba cerrada sobre el pomo por un motivo. Tendría que abrirla para liberar el arma. Apoyé mi mano sobre la de Drácula, y sentir su tacto significó un horror indescriptible que no deseo a nadie más. Su mano estaba cerrada como una piedra sobre el pomo del cuchillo. No podía abrirla, ni siquiera moverla. Habría sido como intentar arrancar un cuchillo de mármol de la mano de una estatua. Daba la impresión de que los ojos destilaban odio. ¿Se acordaría de esto más tarde, cuando se despertara? Me rendí, agotado y asqueado hasta extremos inconcebibles, y me senté otra vez en el suelo con mi vela.
Por fin, al ver que mis planes no podían alcanzar el éxito, elegí una nueva estrategia. Primero me obligaría a dormir un corto rato, a eso del mediodía, para despertar mucho antes que Drácula. Lo conseguí durante una o dos horas, creo (he de encontrar una forma mejor de calcular o medir el tiempo en este vacío), tendiéndome ante el hogar con la chaqueta doblada bajo la cabeza. Nada habría podido convencerme de volver al sarcófago, pero el calor de las piedras proporcionó cierto consuelo a mis extremidades doloridas.
Cuando desperté, me esforcé por captar algún sonido, pero un silencio de muerte reinaba en la cámara. Encontré un suculento banquete sobre la mesa cercana a mi silla, aunque Drácula seguía en el mismo estado catatónico en su tumba. Después fui en busca de la máquina de escribir que había visto antes. Con ella he estado escribiendo desde entonces, con la mayor rapidez posible, para dar cuenta de todo lo que he observado. De esta manera he conseguido recuperar cierto sentido del tiempo, puesto que conozco la velocidad con que escribo a máquina y el número de páginas que puedo hacer en una hora. Estoy escribiendo estas últimas líneas a la luz de una vela. He apagado las otras para ahorrarlas. Estoy famélico, y tengo un frío horroroso debido a la humedad y a estar lejos del fuego. Esconderé estas páginas y me entregaré al trabajo que Drácula me ha encomendado, para que vea que he seguido sus instrucciones cuando despierte. Mañana intentaré escribir más, si todavía estoy vivo y lo bastante entero para hacerlo.
Segundo día
Después de escribir mi primer informe, doblé las páginas escritas y las guardé en un armario cercano, donde pudiera recuperarlas luego, pero donde fueran invisibles desde cualquier ángulo. A continuación cogí una vela nueva y deambulé poco a poco entre las mesas. Había decenas de miles de libros en la gran sala, calculé, tal vez cientos de miles, contando los rollos de pergamino y los manuscritos. No sólo había libros sobre las mesas, sino que estaban apilados en los armarios y en las estanterías de las paredes. Daba la impresión de que los libros medievales estaban mezclados con libros en folio del Renacimiento e impresiones modernas. Descubrí un primitivo libro en cuarto de Shakespeare (relatos), al lado de un volumen de santo Tomás de Aquino. Había voluminosas obras de alquimia del siglo XVI junto a un armario completo de rollos de pergamino árabes muy esclarecedores. Otomanos, supuse. Había sermones puritanos sobre brujería, pequeños volúmenes de poesía del siglo XIX y largos trabajos de filosofía y criminología de nuestro siglo. No, no existía una pauta temporal, pero sí que distinguí una que emergía con bastante claridad.
Ordenar los libros tal como estarían colocados en la colección de historia de una biblioteca normal exigiría semanas o meses, pero como Drácula consideraba que estaban clasificados según sus propios intereses, los dejaría tal como estaban e intentaría diferenciar un tipo de colección de otra. Pensé que la primera colección empezaba en la pared de la cámara cercana a la puerta inamovible, distribuida en tres armarios y dos grandes mesas: obras sobre el arte de gobernar y de estrategia militar, podría llamarse.
Aquí encontré más obras de Maquiavelo, en exquisitos libros en folio de Padua y Florencia. Descubrí una biografía de Aníbal escrita por un inglés del siglo XVIII y un manuscrito griego que acaso procedía de la biblioteca de Alejandría: Heródoto, anales de las guerras atenienses. Empecé a experimentar un nuevo escalofrío a medida que pasaba de libro a manuscrito, y cada uno era más asombroso que el anterior. Había una primera edición manoseada del Mein Kampf, y un diario en francés (escrito a mano, manchado en algunos puntos de moho marrón) que parecía, por sus primeras fechas y descripciones, documentar el Reinado del Terror desde el punto de vista de un funcionario del Gobierno. Me gustaría examinarlo con más detenimiento en fechas posteriores. Por lo visto, el autor no se había querido identificar. Encontré un grueso volumen sobre las tácticas empleadas por Napoleón en sus primeras campañas militares, impreso mientras se hallaba en Elba, calculé. Sobre una de las mesas, descubrí en una caja un texto mecanografiado en alfabeto cirílico. Mi ruso es rudimentario, pero los encabezamientos me convencieron de que era un informe interno de Stalin dirigido a un mando del Ejército. No conseguí entender gran cosa, pero contenía una larga lista de nombres rusos y polacos.
Ésas fueron algunas de las obras que logré identificar. También había muchos libros y manuscritos cuyos autores o temas eran nuevos por completo para mí. Acababa de empezar una lista de todo lo que había podido identificar, agrupándolo aproximadamente por siglos, cuando sentí un profundo frío, como una brisa donde no había brisa, y vi aquella extraña figura de pie a unos tres metros de distancia, al otro lado de una mesa.
Iba vestido con los ropajes rojos y violetas que había visto en el sarcófago, y era más voluminoso y sólido de lo que me parecía recordar de la noche anterior. Esperé, mudo, a ver si me atacaba al instante. ¿Recordaría mi intento de apoderarme de su cuchillo? Pero inclinó un poco la cabeza, como a modo de saludo.
—Veo que ha empezado a trabajar. No me cabe duda de que querrá hacerme preguntas. Primero, vamos a desayunar, y después hablaremos de mi colección.
Vi un destello en su cara, pese a la oscuridad de la sala, tal vez el destello de un ojo brillante. Me precedió con aquella zancada inhumana pero imperiosa hasta la chimenea, y allí encontré nuevamente comida caliente y bebida, incluyendo un té humeante que alivió mis extremidades heladas. Drácula se sentó y contempló el fuego carente de humo, con la cabeza erguida sobre los grandes hombros. Sin el menor deseo, pensé en la decapitación de su cadáver. En ese punto, todas las crónicas coincidían. ¿Cómo conservaba la cabeza, o es que se trataba sólo de una ilusión? El cuello de la túnica se alzaba bajo su barbilla, y los rizos oscuros caían a su alrededor hasta posarse sobre los hombros.
—Bien —dijo—, vamos a dar un breve paseo. —Encendió todas las velas de nuevo, y le seguí de mesa en mesa, mientras encendía los faroles—. Tendremos algo que leer. —No me gustó el efecto que causaba la luz sobre su cara cuando se inclinaba sobre cada llama nueva, y traté de mirar sólo los títulos de los libros. Se acercó a mí cuando me paré ante unas filas de rollos de pergamino y libros en árabe en los que había reparado antes. Para mi alivio, aún se encontraba a unos dos metros de distancia, pero un olor acre surgía de su presencia, y estuve a punto de desmayarme. Debo conservar la serenidad, pensé. Es imposible saber qué pasará esta noche—. Veo que ha descubierto uno de mis trofeos —estaba diciendo. Percibí un retumbar de satisfacción en su fría voz—. Son mis pertenencias otomanas. Algunas son muy antiguas, de los primeros días de su diabólico imperio, y este estante contiene volúmenes de sus últimos años. —Sonrió a la luz mortecina—. No puede imaginarse qué satisfacción me dio ver morir su civilización. Su fe no está muerta, por supuesto, pero sus sultanes han desaparecido para siempre, y yo les he sobrevivido. —Pensé por un momento que iba a reír, pero siguió hablando en tono serio—. Aquí hay grandes libros, confeccionados para el sultán, acerca de sus numerosas tierras. Esto es —tocó el borde de un rollo— la historia de Mehmet, ojalá se pudra en el infierno, escrita por un historiador cristiano convertido en adulador. Que también se pudra en el infierno. Yo mismo intenté encontrarle, me refiero al historiador, pero murió antes de que pudiera atraparle. Aquí están los informes sobre las campañas de Mehmet, escritas por sus propios aduladores, y sobre la caída de la Gran Ciudad. ¿Sabe leer árabe?
—Muy poco —confesé.
—Ah. —Parecía divertido—. Tuve la oportunidad de aprender su idioma y escritura mientras era su prisionero. ¿Sabe que fui esclavo de ellos?
Asentí, pero procuré no mirarle.
—Sí, mi propio padre me entregó al padre de Mehmet como garantía de que no declararíamos la guerra al imperio. Imagínese, Drácula un peón en manos de los infieles. No perdí el tiempo. Aprendí todo lo que pude sobre ellos con el fin de superarlos en todo. Fue entonces cuando juré hacer historia, no ser su víctima. —Su voz era tan feroz que le miré a mi pesar, y distinguí aquel terrible fuego en su cara, el odio, la mueca de su boca bajo el largo bigote. Entonces rió, y el sonido fue igualmente aterrador—. Yo he triunfado, y ellos han desaparecido. —Apoyó la mano sobre un espléndido volumen encuadernado en tela—. El sultán me tenía tanto miedo que fundó una orden de caballeros encargada de perseguirme. Aún quedan algunos dispersos en Tsarigrad. Un engorro. Pero cada vez son menos, su número está disminuyendo a marchas forzadas, mientras mis sirvientes se multiplican a lo largo y ancho del globo. —Enderezó su cuerpo poderoso—. Venga. Le enseñaré mis otros tesoros, y usted me dirá cómo se propone catalogarlos.
Me guió de una sección a otra, indicando rarezas, y me di cuenta de que mis suposiciones acerca de las pautas de su colección eran correctas. Vi un armario de buen tamaño lleno de manuales de tortura, algunos de los cuales se remontaban a la antigüedad. Abarcaban las prisiones de la Inglaterra medieval, las cámaras de tortura de la Inquisición, los experimentos del Tercer Reich. Algunos volúmenes renacentistas incluían xilografías de instrumentos de tortura, y otros, diagramas del cuerpo humano. Otra sección de la sala documentaba las herejías religiosas para las que se habían empleado muchos de aquellos manuales de tortura. Otro rincón estaba dedicado a la alquimia, otro a la brujería, otro a la filosofía del tipo más inquietante.
Drácula se detuvo ante una gran estantería y apoyó la mano sobre ella con afecto.
—Ésta es de especial interés para mí, y lo será para usted, creo. Estas obras son mis biografías.
Cada volumen estaba relacionado de alguna manera con su vida. Había obras de historiadores bizantinos y otomanos (algunos eran originales muy raros), y sus numerosas reimpresiones a través de los siglos. Había folletos medievales rusos, alemanes, húngaros y de Constantinopla, todos los cuales documentaban sus crímenes. No había oído hablar de muchos de ellos en el curso de mi investigación, y experimenté una oleada irracional de curiosidad, antes de caer en la cuenta de que ya no tenía motivos para terminar la investigación. También había numerosos volúmenes de tradiciones populares, desde el siglo XVII en adelante, que versaban sobre la leyenda de los vampiros. Se me antojó extraño y terrible que los incluyera entre sus biografías. Posó su enorme mano sobre una de las primeras ediciones de la novela de Bram Stoker y sonrió, pero no dijo nada. Después se trasladó en silencio hacia otra sección.
—Ésta también le interesará de manera especial —dijo—. Son obras de historiadores de su siglo, el veinte. Un siglo estupendo. Ardo en deseos de presenciar el resto. En mis tiempos, un príncipe sólo podía eliminar a los elementos subversivos de uno en uno. Ustedes lo hacen a lo grande. Piense, por ejemplo, en las mejoras alcanzadas desde el maldito cañón que derribó las murallas de Constantinopla hasta el fuego divino que su país de adopción arrojó sobre las ciudades japonesas hace unos años. —Me dedicó un amago de reverencia, a modo de felicitación—. Ya habrá leído muchas de estas obras, profesor, pero tal vez las revisará desde una nueva perspectiva.
Por fin me condujo al lado del fuego una vez más, y encontré otro té humeante al lado de mi butaca. Cuando los dos estuvimos acomodados, se volvió hacia mí.
—No tardaré en ir a tomar mi colación —dijo en voz baja—, pero antes le haré una pregunta. —Mis manos se pusieron a temblar sin que pudiera evitarlo. Hasta el momento había intentado hablar con él lo menos posible, sin incurrir en su ira—. Ha disfrutado de mi hospitalidad, la máxima que puedo ofrecer aquí, y de mi fe ilimitada en sus dones. Gozará de la vida eterna a la que sólo unos pocos seres pueden aspirar. Puede acceder con entera libertad al mejor archivo de su clase que existe sobre la faz de la Tierra. Están a su disposición obras muy raras, que no se pueden ver en ningún otro sitio. Todo esto es suyo. —Se removió en su butaca, como si le costara mantener inmóvil durante demasiado tiempo su gran cuerpo de No Muerto—. Además, es usted un hombre de raciocinio e imaginación sin parangón, de afinada precisión y profundo discernimiento. Mucho he de aprender de sus métodos de investigación, de la síntesis de sus fuentes, de su imaginación. Por todas estas cualidades, así como por la gran erudición que alimentan, le he traído aquí, a mi gruta del tesoro.
Hizo una pausa. Miré su cara, incapaz de apartar la vasta. Contempló el juego.
—Gracias a su inflexible honestidad, es capaz de ver la lección de la historia —dijo—. La historia nos ha enseñado que la naturaleza del hombre es malvada hasta extremos sublimes. El bien no se puede perfeccionar, pero la maldad sí. ¿Por qué no utiliza su gran mente al servicio de lo que se puede perfeccionar? Le pido, amigo mío, que se sume de buen grado a mi investigación. Si lo hace, se ahorrará grandes angustias, y me ahorrará a mí considerables problemas. Juntos haremos avanzar el trabajo del historiador hasta extremos inconcebibles. No existe pureza como la pureza de los sufrimientos del historiador. Usted poseerá lo que desea todo historiador: la historia será realidad para usted. Nos lavaremos la mente con sangre.
Entonces me miró fijamente, y sus ojos, con su antiguo conocimiento, centellearon, y sus labios rojos se entreabrieron. Habría sido un rostro de la inteligencia más exquisita, pensé de repente, de no haber sido moldeado por tanto odio. Me esforcé por no desfallecer, por no entregarme a él en aquel mismo instante y postrarme de hinojos ante su voluntad. Era un líder, un príncipe. No toleraba limitaciones. Convoqué el amor que había sentido por todo cuanto había poseído durante mi vida y formé la palabra con la mayor firmeza posible.
—Nunca.
Su rostro se inflamó, pálido, las fosas nasales y los labios se agitaron.
—Morirá aquí, sin la menor duda, profesor Rossi —dijo tratando de controlar su ira—. Jamás abandonará estos aposentos vivo, aunque salga de ellos con una nueva vida. ¿Por qué no poder elegir un poco?
—No —dije sin alzar la voz.
Se levantó, amenazador, y sonrió.
—Entonces trabajará para mí en contra de su voluntad —dijo.
Una oscuridad empezó a formarse ante mis ojos, y me aferré por dentro a mi pequeña reserva de… ¿qué? Sentí un hormigueo en la piel y aparecieron estrellas ante mí que brillaban en la oscuridad de la cámara. Cuando se acercó más, vi su rostro sin máscara, una visión tan horrible que no puedo recordarla. Lo he intentado. Después, no me enteré de nada más durante mucho tiempo.
Desperté en mi sarcófago, a oscuras de nuevo, y pensé que era otra vez mi primer día, mi primer despertar en ese lugar, hasta que me di cuenta de que había sabido al instante dónde me hallaba. Estaba muy débil, mucho más débil esta vez, y la herida del cuello sangraba y dolía. Había perdido sangre, pero no tanta como para incapacitarme por completo. Al cabo de un rato conseguí moverme, bajar de mi prisión. Recordé el momento en que había perdido la conciencia. Vi, gracias al resplandor de las velas restantes, que Drácula dormía de nuevo en su gran tumba. Tenía los ojos abiertos, vidriosos, los labios rojos, la mano cerrada sobre el cuchillo. Di media vuelta, sumido en el más profundo horror del cuerpo y el alma, y fui a acuclillarme junto al fuego y a intentar comer los alimentos que me habían dejado.
Al parecer, su propósito es destruirme de manera gradual, tal vez dejarme abierta hasta el último momento la posibilidad que me ofreció anoche, con el fin de proporcionarle todo el poder de una mente entregada. Ahora sólo tengo un propósito; no, dos: morir con mi personalidad tan intacta como pueda, con la esperanza de que más tarde pueda contenerme un poco, cuando lleve a cabo las acciones terribles de un No Muerto, y seguir vivo el tiempo suficiente para escribir todo cuanto pueda en este informe, aunque lo más probable es que se convierta en polvo antes de ser leído. Estas ambiciones son mi único sostén en este momento. Es el destino más triste que me podía imaginar.
Tercer día
Ya no estoy seguro de qué día es. Empiezo a creer que han transcurrido más días, o que he estado soñando varias semanas, o que mi secuestro tuvo lugar hace un mes. En cualquier caso, éste es mi tercer escrito. Pasé la noche examinando la biblioteca, no para satisfacer los deseos de Drácula concernientes a su catalogación, sino para averiguar algo que pudiera beneficiar a alguien…, pero las esperanzas se agotan. Sólo consignaré que hoy he descubierto que Napoleón mandó asesinar a dos de sus generales durante su primer año de emperador, muertes que nunca he visto documentadas en ningún sitio. También examiné una breve obra de Anna Comnena, la historiadora bizantina, titulada La tortura ordenada por el emperador por el bien del pueblo, si no he olvidado mi griego. Encontré un libro fabulosamente ilustrado sobre la cábala, tal vez de procedencia persa, en la sección de alquimia. Entre los estantes de la colección sobre herejías me topé con un evangelio bizantino de san Juan, pero el principio del texto no coincide. Habla de la oscuridad, no de la luz. Tendré que examinarlo con detenimiento. También encontré un volumen inglés de 1521 (está fechado) llamado Filosofía del horror, un trabajo sobre los Cárpatos acerca del cual había leído algo, pero no creía que existiera.
Estoy demasiado cansado para estudiar estos textos tal como podría (tal como debería), pero siempre que veo algo nuevo y extraño lo examino, con una urgencia desproporcionada, teniendo en cuenta mi absoluta indefensión. Ahora he de dormir otra vez, al menos un poco, mientras Drácula lo hace, con el fin de poder afrontar la siguiente prueba, sea cual sea, algo descansado.
¿Cuarto día?
Siento que mi mente empieza a desmoronarse. Por más que me esfuerzo, me resulta imposible seguir el hilo del paso del tiempo o de mis esfuerzos por examinar la biblioteca. No sólo me siento débil, sino enfermo, y hoy experimenté una sensación que llenó de desdicha los restos de mi corazón. Estaba mirando una obra del incomparable archivo de Drácula sobre torturas, y vi en un hermoso libro en cuarto francés el dibujo de una nueva máquina capaz de separar las cabezas de los cuerpos en un instante. Había un grabado ilustrativo: las partes de la máquina, el hombre vestido con elegancia cuya teórica cabeza acababan de separar de su teórico cuerpo. Mientras examinaba este dibujo, no sólo sentí asco por su propósito, no sólo asombro por el maravilloso estado del libro, sino también un repentino anhelo de contemplar la escena real, de oír los gritos de la multitud y ver el chorro de sangre manar sobre el cuello de encaje y la chaqueta de terciopelo. Todo historiador conoce el ansia de ver la realidad del pasado, pero esto era algo nuevo, un tipo de ansia diferente. Dejé el libro a un lado, apoyé mi cabeza dolorida sobre la mesa y lloré por primera vez desde que empezó mi cautiverio. No había llorado desde hacía años, de hecho, desde el funeral de mi madre. La sal de mis lágrimas me consoló un poco… Era tan corriente…
Día
El monstruo duerme, pero ayer no me habló en todo el día, excepto para preguntarme cómo iba el catálogo, y para examinar mi trabajo durante unos minutos. Estoy demasiado cansado para continuar la tarea en este momento, o incluso para mecanografiar algo. Me sentaré delante del fuego y trataré de volver a ser como antes unos momentos.
Día
Anoche me invitó a tomar asiento ante el fuego otra vez, como si aún estuviéramos manteniendo una conversación civilizada, y me dijo que trasladará la biblioteca pronto, antes de lo que pensaba, porque se acerca alguna amenaza.
—Ésta será su última noche. Después le dejaré aquí un tiempo —me dijo— pero acudirá a mí cuando yo le llame. Entonces reanudará su trabajo en un lugar nuevo y más seguro. Más adelante nos ocuparemos de enviarle al mundo exterior. Procure pensar en quién me enviará para ayudarnos en nuestra tarea. De momento, le dejaré donde nadie pueda encontrarle, por si acaso. —Sonrió, lo cual provocó que mi visión se nublara, y me esforcé en mirar el fuego—. Ha sido muy obstinado. Tal vez le disfrazaremos de reliquia sagrada.
No quise preguntarle qué quería decir.
Por lo tanto, no pasará mucho tiempo antes de que acabe con mi vida mortal. Ahora reservo todas mis energías para ser fuerte en los últimos momentos. Procuro no pensar en la gente a la que he querido, con la esperanza de que existan menos posibilidades de que piense en ellos en mi siguiente e impío estado. Esconderé este informe en el libro más hermoso que he encontrado aquí (una de las pocas obras de historia que no me ha proporcionado un placer horrorizado), y después ocultaré el libro, para que deje de pertenecer a este archivo. Ojalá pudiera entregarme al polvo con él. Siento que se acerca el ocaso, en el mundo en que la luz y la oscuridad todavía existen, y utilizaré todas mis escasas fuerzas para seguir siendo yo hasta el último momento. Si existe alguna bondad en la vida, en la historia, en mi pasado, la invoco ahora. La invoco con toda la pasión con la que he vivido.