Cuando vimos el icono con el que cargaba Baba Yanka, no sé quién fue el primero que lanzó una exclamación, Helen o yo, pero los dos disimulamos la reacción al instante. Ranov estaba apoyado en un árbol a menos de tres metros de distancia, y observé aliviado que estaba contemplando el valle, aburrido y desdeñoso, ocupado con su cigarrillo, y al parecer no había reparado en el icono. Pocos segundos después, Baba Yanka se había dado la vuelta para salir del fuego en compañía de la otra mujer, y ambas se acercaron al sacerdote. Devolvieron los iconos a los dos muchachos, que los cubrieron al instante. Yo no dejaba de vigilar a Ranov. El sacerdote estaba bendiciendo a las dos mujeres, y se alejaron con el hermano Ivan, que les dio a beber agua. Baba Yanka nos dirigió una mirada de orgullo cuando pasó, ruborizada, sonriente, y nos guiñó el ojo. Helen y yo le dedicamos una inclinación, admirados. Examiné sus pies. No parecían haber sufrido el menor daño, igual que los de la otra mujer. Sólo en sus caras se notaba el calor del fuego, como una quemadura solar.
—El dragón —murmuró Helen mientras las mirábamos.
—Sí —dije—. Hemos de averiguar dónde guardan ese icono y qué antigüedad tiene. Vamos. El cura nos prometió una visita a la iglesia.
—¿Y Ranov?
Helen no miró a su alrededor.
—Tendremos que rezar para que decida abstenerse de seguirnos —dije—. Creo que no vio el icono.
El sacerdote estaba volviendo a la iglesia, y la gente había empezado a dispersarse. Le seguimos con parsimonia, y le encontramos colocando el icono de Sveti Petko en su podio. No vimos los otros dos iconos. Le di las gracias y alabé en inglés la belleza de la ceremonia. Agité las manos y señalé al exterior. Pareció complacido. Después hice un ademán que abarcó la iglesia y enarqué las cejas.
—¿Podemos dar una vuelta?
—¿Una vuelta? —Frunció el ceño un segundo, y volvió a sonreír—. Esperen.
Sólo necesitaba cambiarse. Cuando volvió con su atuendo negro habitual, nos enseñó todos los nichos, señalando ikoni y Hristos, y otras cosas que comprendimos más o menos. Por lo visto, sabía mucho de aquel lugar y de su historia, pero desgraciadamente no pudimos entenderle. Por fin, le pregunté dónde estaban los demás iconos, y señaló la cavidad que yo había advertido antes en una capilla lateral. Al parecer, los habían devuelto a la cripta, donde los guardaban. Buscó su linterna y nos guió hacia abajo.
Los peldaños de piedra eran empinados, y la corriente fría que nos llegó desde abajo consiguió que la iglesia pareciera provista de calefacción. Agarré la mano de Helen mientras seguíamos la linterna del sacerdote, la cual iluminaba las piedras antiguas que nos rodeaban. La pequeña cámara no estaba del todo a oscuras. Las velas de dos lampadarios ardían junto al altar, y al cabo de un momento vimos que no se trataba de un altar, sino de un trabajado relicario de latón, cubierto en parte por damasco rojo bordado. Sobre él descansaban los dos iconos en sus marcos plateados, la Virgen y (avancé un paso) el dragón y el caballero.
—Sveti Petko —dijo el cura risueño, y tocó el cofre.
Señalé la Virgen, y nos dijo algo relacionado con el Bachkovski manastir, aunque no entendimos nada más. Después señalé el otro icono, y el sacerdote sonrió.
—Sveti Georgi —dijo, e indicó el caballero. Señaló el dragón—. Drakula.
—Debe de significar dragón —me advirtió Helen.
Asentí.
—¿Cómo podemos preguntarle de qué siglo cree que son?
—¿Star? ¿Staro? —probó Helen.
El sacerdote negó con la cabeza para mostrar su acuerdo.
—Mnogo star —dijo con solemnidad. Le miramos. Alcé la mano y conté dedos. ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cinco? El hombre sonrió. Cinco. Cinco dedos: unos quinientos años.
—Cree que es del siglo quince —dijo Helen—. Dios, ¿cómo vamos a preguntarle de dónde son?
Señalé el icono, abarqué la cripta con un ademán, indiqué la iglesia de encima. Cuando me entendió, hizo el gesto universal de ignorancia: se encogió de hombros y enarcó las cejas. No lo sabía. Al parecer, intentaba decirnos que el icono llevaba en Sveti Petko cientos de años. No sabía nada más.
Se volvió por fin, sonriente, y nos preparamos para seguirle a él y a su linterna escaleras arriba. Habríamos dejado el lugar definitivamente, sin la menor esperanza, sí el estrecho tacón del zapato de Helen no se hubiera trabado entre dos piedras. Lanzó una exclamación de irritación (yo sabía que no tenía otro par de zapatos) y me agaché al instante para ayudarla. Casi habíamos perdido de vista al sacerdote, pero las velas que ardían junto al relicario me proporcionaron luz suficiente para ver lo que estaba grabado en la vertical del último escalón, al lado del pie de Helen. Era un pequeño dragón, tosco pero inconfundible, tan inconfundible como el dibujo de mi libro. Me puse de rodillas sobre las piedras y lo seguí con una mano. Lo conocía tan bien como si lo hubiera grabado yo mismo. Helen se acuclilló a mi lado, olvidando el zapato.
—Dios mío —dijo—. ¿Qué es este lugar?
—Sveti Georgi —dije poco a poco—. Ha de ser Sveti Georgi.
Me miró a la tenue luz, y el pelo le cayó sobre los ojos.
—Pero la iglesia es del siglo dieciocho —protestó. Entonces su rostro se iluminó—. ¿Crees que…?
—Montones de iglesia tienen cimientos mucho más antiguos, ¿verdad? Sabemos que ésta fue reconstruida después de que los turcos quemaran la primera. Tal vez era la iglesia de un monasterio, un monasterio olvidado hace mucho tiempo —susurré agitado—. Pudo ser reconstruida décadas o siglos más tarde, y rebautizada con el nombre del mártir que recordaban.
Helen se volvió horrorizada y miró el relicario de latón detrás de nosotros.
—¿Crees también…?
—No lo sé —dije poco a poco—. Me parece improbable que hayan confundido unas reliquias con otras, pero ¿cuándo crees que abrieron por última vez esa caja?
—No parece lo bastante grande —dijo, pero pareció incapaz de seguir hablando.
—No lo es —admití—, pero hemos de intentarlo. Al menos yo. Quiero que te mantengas al margen de esto, Helen.
Me dirigió una mirada inquisitiva, perpleja por la idea de que se me hubiera pasado por la cabeza prescindir de su ayuda.
—Es muy grave forzar la puerta de una iglesia y profanar la tumba de un santo.
—Lo sé —dije—, pero ¿y si no es la tumba de un santo?
Había dos nombres que ninguno de los dos habríamos podido pronunciar en aquel lugar frío y oscuro, con sus luces parpadeantes, el olor a cera y tierra. Uno de esos nombres era Rossi.
—¿Ahora mismo? Ranov debe de estar buscándonos —dijo Helen.
Cuando salimos de la iglesia, las sombras de los árboles se estaban alargando y nuestro guía nos estaba buscando con expresión impaciente. El hermano Ivan estaba a su lado, pero reparé en que casi no se hablaban.
—¿Ha hecho una buena siesta? —preguntó Helen cortésmente.
—Ya es hora de volver a Bachkovo. —La voz de Ranov era brusca de nuevo. Me pregunté si se sentía decepcionado por el hecho de que, en apariencia, no habíamos encontrado nada en aquel lugar—. Nos iremos a Sofía por la mañana. Me aguardan algunos asuntos. Confío en que estén satisfechos de su investigación.
—Casi —dije—. Me gustaría ver a Baba Yanka por última vez para agradecerle su ayuda.
—Muy bien.
Ranov parecía irritado, pero nos guió de vuelta al pueblo. El hermano Ivan caminaba en silencio detrás de nosotros. La calle estaba tranquila bajo la luz dorada del anochecer, por todas partes se olía a guisos. Vi a un anciano que iba a la bomba de agua principal y llenaba un cubo. Al final de la callejuela de Baba Yanka vimos un pequeño rebaño de cabras y ovejas. Oímos sus voces plañideras y vimos que se apelotonaban entre las casas, hasta que un muchacho las obligó a doblar una esquina.
Baba Yanka se alegró mucho de vernos. La felicitamos por su maravillosa interpretación y por el baile. El hermano Ivan la bendijo con un gesto silencioso.
—¿Cómo es que no se quema? —preguntó Helen.
—Ah, es gracias al poder de Dios —contestó la mujer—. Más tarde no me acuerdo de cómo pasó. A veces siento los pies calientes después, pero nunca me quemo. Es el día más hermoso del año para mí, aunque no me acuerdo mucho de él. Durante meses estoy tan serena como un lago.
Sacó una botella sin etiquetar de la alacena y nos sirvió vasos de un líquido marrón claro. Dentro de la botella flotaban largas hierbas. Ranov explicó que eran para darle sabor. El hermano Ivan declinó la invitación, pero Ranov aceptó un vaso. Al cabo de unos cuantos sorbos, empezó a interrogar al hermano Ivan con una voz tan cordial como las ortigas. No tardaron en enzarzarse en una discusión que no entendí, aunque capté con frecuencia la palabra politicheski.
Después de estar sentados un rato, interrumpí la conversación un momento para pedir a Ranov que preguntara a Baba Yanka si podía utilizar su cuarto de baño. El hombre emitió una risita desagradable. Había recuperado su antiguo humor, pensé.
—Temo que no es muy cómodo —dijo.
Baba Yanka también rió, y señaló la puerta de atrás. Helen dijo que me acompañaría y esperaría su turno. El retrete del patio posterior de Baba Yanka estaba aún más destartalado que la casa, pero era lo bastante ancho para ocultar nuestra huida entre los árboles y colmenas, hasta salir por la cancela posterior. No se veía a nadie, pero al llegar a la carretera nos internamos entre los arbustos y ascendimos por la colina. Por suerte, no había nadie en los alrededores de la iglesia, envuelta ya en profundas sombras. El anillo de fuego refulgía bajo los árboles.
No nos molestamos en probar la puerta de delante, porque podían vernos desde la carretera. Nos encaminamos a toda prisa hacia la parte de atrás. Había una ventana baja, cubierta en el interior por cortinas púrpura.
—Por aquí entraremos en el santuario —dijo Helen. El armazón de madera sólo estaba cerrado con pestillo, pero no con llave, de modo que lo abrirnos astillando un poco el marco y nos colamos entre las cortinas. Después lo cerramos todo a nuestras espaldas. Dentro, vi que Helen tenía razón. Estábamos detrás del iconostasio—. Aquí no se permite la entrada a las mujeres —dijo en voz baja, pero estaba mirando a su alrededor con la curiosidad de una colegiala mientras hablaba.
La estancia que había detrás del iconostasio albergaba un alto altar cubierto de telas y velas. Dos libros antiguos descansaban sobre un aparador de latón cercano, y de unos ganchos clavados en la pared colgaban las hermosas vestimentas que el sacerdote había utilizado antes. Reinaban un silencio y una tranquilidad terribles. Localicé la puerta santa, a través de la cual el sacerdote había salido, y nos adentramos con sentimiento de culpa en la oscura iglesia. Las estrechas ventanas proporcionaban escasa iluminación, pero todas las velas estaban apagadas, tal vez por temor a un incendio, y tardé un poco en encontrar la caja de cerillas en una estantería. Saqué una vela para cada uno de un candelabro y las encendí. Después bajamos la escalera con suma cautela.
—Odio esto —oí murmurar a Helen detrás de mí, pero sabía que no quería echarse atrás bajo ninguna circunstancia—. ¿Cuándo crees que Ranov empezará a echarnos de menos?
La cripta era el lugar más oscuro que había visto en mi vida, con todas las velas apagadas, de modo que agradecí los dos puntos de luz que llevábamos. Encendí las velas apagadas con la mía. Arrancaron reflejos de latón y bordados en oro del relicario. Mis manos se habían puesto a temblar de una forma desaforada, pero conseguí desenfundar el pequeño cuchillo de Turgut que guardaba en el bolsillo de la chaqueta, donde había estado desde que salimos de Sofía. Lo dejé en el suelo cerca del relicario, y Helen y yo levantamos con delicadeza los dos iconos de su sitio (aparté la vista del dragón y san Jorge) y los apoyamos contra una pared. Quitamos la pesada tela y Helen la dobló. Durante todo el rato estuve bien alerta por si se producía algún sonido, aquí o en la iglesia, de manera que hasta el silencio empezó a repiquetear y gemir en mis oídos. En un momento dado, Helen me tiró de la manga y ambos escuchamos, pero no oímos nada.
Cuando el relicario estuvo descubierto, lo miramos temblorosos. La parte superior estaba moldeada con hermosos bajorrelieves. Un santo de pelo largo con una mano alzada para bendecirnos, probablemente el retrato del mártir cuyos huesos estaban dentro. Me descubrí deseando que sólo encontráramos unos cuantos fragmentos de huesos, para poder cerrar a continuación el relicario, pero luego pensé en la ausencia que seguiría a continuación: la ausencia de Rossi, la ausencia de venganza, la pérdida. Daba la impresión de que el relicario estaba clavado o atornillado y de que me iba a ser imposible abrirlo, por mucho que me fuera la vida en ello. Lo inclinamos un poco, y algo se movió en el interior, un sonido siniestro. Era demasiado pequeño para contener algo que no fuera el cuerpo de un niño, o partes diversas, pero era muy pesado. Se me ocurrió por un horrible momento que tal vez sólo la cabeza de Vlad había terminado allí; aunque eso dejaría otros puntos sin explicar. Empecé a sudar y a preguntarme si debíamos volver arriba y buscar alguna herramienta en la iglesia, aunque no confiaba en encontrar nada.
—Intentemos dejarlo en el suelo —dije con los dientes apretados, y entre los dos bajarnos la caja. Así quizá conseguiría ver mejor los cierres y goznes de la parte superior, pensé, o incluso buscar apoyo para abrirla.
Estaba a punto de intentarlo cuando Helen lanzó un grito.
—¡Mira, Paul!
Me volví al instante y vi que el mármol polvoriento sobre el que había descansado el relicario no era un bloque sólido. La parte superior se había movido un poco en nuestro esfuerzo por levantar el relicario. Creo que me había quedado sin respiración, pero juntos, sin cruzar ni una palabra, conseguimos apartar la losa de mármol. No era gruesa, pero pesaba una tonelada, y los dos jadeábamos cuando la dejamos apoyada contra la pared. Debajo había una losa larga de roca, la misma roca de las paredes y el suelo, una piedra del tamaño de un hombre. El retrato, tallado en la dura superficie, era de lo más tosco. No era el retrato de un santo, sino de un hombre de verdad, un rostro de facciones rudas, ojos almendrados, nariz larga, bigote largo, un rostro cruel coronado por un gorro triangular que conseguía parecer gallardo incluso en ese tosco perfil.
Helen retrocedió, con los labios exangües a la luz de las velas, y yo reprimí el impulso de tomarla del brazo y subir corriendo la escalera.
—Helen —dije en voz baja, pero no había nada más que decir. Recogí el cuchillo y ella rebuscó dentro de sus ropas (no logré ver dónde) y extrajo la diminuta pistola. Extendió el brazo al máximo, cerca de la pared. Después deslizamos la mano por debajo de la lápida y tiramos hacia arriba. La piedra se deslizó a medias, una construcción maravillosa. Los dos temblábamos visiblemente, de modo que la piedra estuvo a punto de resbalarnos de las manos. Cuando la apartamos del todo, miramos el cuerpo que había dentro, los ojos cerrados, la piel cetrina, los labios de un rojo anormal, la respiración imperceptible. Era el profesor Rossi.