67

Me había exasperado el hecho de que Ranov se resistiera tanto a guiarnos hasta Rila, pero fue mucho más inquietante presenciar su entusiasmo cuando le pedimos que nos llevara a Bachkovo. Durante el viaje en coche, fue señalando toda clase de paisajes, muchos de los cuales eran interesantes pese a sus comentarios incesantes. Helen y yo procuramos no mirarnos, pero yo estaba seguro de que sentía la misma aprensión. Ahora teníamos que preocuparnos también por József. La carretera de Plovdiv era estrecha y serpenteaba paralela a un arroyo rocoso a un lado y empinados riscos al otro. Una vez más, nos estábamos internando en las montañas. En Bulgaria nunca estás lejos de las montañas. Se lo comenté a Helen, que estaba mirando por la ventanilla opuesta, en el asiento posterior del coche de Ranov, y asintió.

—En turco, balkan significa «montaña».

El monasterio carecía de una entrada espectacular. Nos desviamos de la carretera y paramos en un pedazo de tierra polvoriento, y desde allí fuimos a pie hasta la puerta del monasterio. Bachkovski manastir se hallaba asentado entre altas colinas yermas, en parte boscosas y en parte roca desnuda, cerca del estrecho río. Incluso a principios de verano, el paisaje ya estaba seco, y no me costó mucho imaginar hasta qué punto debían valorar los monjes aquella fuente de agua cercana. Las paredes exteriores eran de la misma piedra color pardo grisáceo que las montañas circundantes. Los tejados del monasterio eran de tejas rojas acanaladas como las que había visto en casa de Stoichev, así como en cientos de casas e iglesias al borde de las carreteras. La entrada al monasterio era una arcada, tan oscura como un agujero en el suelo.

—¿Se puede entrar así por las buenas? —pregunté a Ranov.

Negó con la cabeza, lo cual quería decir que sí, y entramos en la fresca oscuridad de la arcada. Tardamos unos segundos en acceder al soleado patio, y durante esos momentos, dentro de las profundas murallas del monasterio, sólo pude oír nuestros pasos.

Tal vez había esperado otro gran espacio público como el de Rila. La intimidad y belleza del patio principal de Bachkovo llevó un suspiro a mis labios, y Helen también murmuró algo en voz alta. La iglesia del monasterio ocupaba casi todo el patio, y sus torres eran rojas, angulares, bizantinas. Aquí no había cúpulas doradas, sólo una elegancia clásica: los materiales más sencillos dispuestos en formas armoniosas. Crecían enredaderas en las torres de la iglesia, contra las cuales se acurrucaban árboles. Un magnífico ciprés se alzaba como una aguja a su lado. Tres monjes con hábito y gorro negros hablaban delante de la iglesia. Los tres arrojaban sombras sobre el brillante sol del patio, y se había levantado una suave brisa que movía las hojas. Ante mi sorpresa, correteaban gallinas de un lado a otro, picoteando en las antiguas piedras, y un gato atigrado acosaba a algo en una grieta del muro.

Al igual que en Rila, las paredes interiores del monasterio eran largas galerías de piedra y madera. La parte inferior de piedra de algunas galerías, así como el pórtico de la iglesia, estaba cubierta de frescos casi borrados. Aparte de los tres monjes, las gallinas y el gato, no se veía a nadie. Estábamos solos, solos en Bizancio.

Ranov se acercó a los monjes y entabló conversación con ellos mientras Helen y yo nos rezagábamos un poco. Regresó al cabo de un momento.

—El abad no está, pero el bibliotecario sí, y podrá ayudarnos. —No me gustó que se incluyera en el grupo, pero no dije nada—. Pueden ir a visitar la iglesia mientras yo voy a localizarle.

—Le acompañaremos —dijo con firmeza Helen, y todos seguimos a uno de los monjes por las galerías. El bibliotecario estaba trabajando en una habitación del primer piso. Se levantó del escritorio para recibirnos cuando entramos. Era un espacio desnudo, salvo por una estufa de hierro y una alfombra de colores brillantes en el suelo. Me pregunté dónde estarían los libros, los manuscritos. Aparte de un par de volúmenes sobre el escritorio de madera, no vi ni rastro de una biblioteca.

—Éste es el hermano Ivan —explicó Ranov. El monje hizo una reverencia sin ofrecer la mano. De hecho, tenía las manos embutidas en las largas mangas, cruzadas sobre el cuerpo. Se me ocurrió que no quería tocar a Helen. Ella debió pensar lo mismo, porque retrocedió y se colocó casi detrás de mí. Ranov intercambió unas cuantas palabras con él—. El hermano Ivan les ruega que se sienten. —Obedecimos. El hermano Ivan tenía una cara larga y seria y lucía barba. Nos estudió unos minutos—. Pueden hacerle algunas preguntas —nos animó Ranov.

Carraspeé. No había remedio. Tendríamos que interrogarle delante de Ranov. Debía procurar que mis preguntas parecieran propias de un estudioso.

—¿Quiere hacer el favor de preguntar al hermano Ivan si sabe algo sobre peregrinos procedentes de Valaquia?

Ranov formuló esta pregunta al monje, y al oír la palabra «Valaquia», el rostro del hermano Ivan se iluminó.

—Dice que el monasterio sostuvo una importante relación con Valaquia desde finales del siglo quince.

Mi corazón se aceleró, aunque procuré aparentar tranquilidad.

—¿Sí? ¿Cuál era?

Conversaron un poco más, y el hermano Ivan movió su larga mano en dirección a la puerta. Ranov asintió.

—Dice que, alrededor de esa época, los príncipes de Valaquia y Moldavia empezaron a conceder mucho apoyo a este monasterio. Hay manuscritos en esta biblioteca que describen ese apoyo.

—¿Sabe cuál fue el motivo? —preguntó Helen en voz baja.

Ranov interrogó al monje.

—No —dijo—. Sólo sabe que estos manuscritos demuestran su apoyo.

—Pregúntele si sabe algo acerca de algún grupo de peregrinos que llegaron aquí desde Valaquia alrededor de esa época —dije.

El hermano Ivan sonrió.

—Sí —informó Ranov—. Hubo muchos. Esto era una parada importante en las rutas de los peregrinos procedentes de Valaquia. Muchos iban a Azos o Constantinopla desde aquí.

Mis dientes estuvieron a punto de rechinar.

—Pero ¿sabe algo acerca de un grupo de peregrinos valacos que transportaban una especie de reliquia o buscaban una?

Dio la impresión de que Ranov reprimía una sonrisa de triunfo.

—No —dijo—. No ha visto ningún documento acerca de un grupo semejante. Hubo muchos peregrinos durante aquel siglo. Bachkovski manastir era muy importante para ellos. El patriarca de Bulgaria se exilió aquí desde su sede en Veliko Trnovo, la antigua capital, cuando los otomanos se apoderaron del país. Murió y fue enterrado aquí en 1404. La parte más antigua del monasterio, y la única que queda del primero, es el osario.

Helen habló por primera vez.

—¿Podría hacer el favor de preguntarle si alguno de los hermanos se apellida Pondev?

Ranov tradujo la pregunta, y el hermano Ivan pareció perplejo, y luego cauteloso.

—Dice que debe de ser el hermano Ángel. Se llamaba Vasil Pondev, y era historiador. Pero ya no está bien de la cabeza. No averiguarán nada si hablan con él. El abad es un gran estudioso, y es una pena que se haya ausentado.

—De todos modos, nos gustaría hablar con el hermano Ángel.

Llegamos a un acuerdo, si bien con patente disgusto por parte del bibliotecario, quien nos condujo hacia el sol cegador del patio, tras lo cual atravesamos una segunda arcada que permitía el acceso a otro patio, en cuyo centro se alzaba un edificio muy antiguo. Este segundo patio no estaba tan bien cuidado como el primero, y tanto los edificios como las piedras del pavimento tenían un aspecto descuidado. Brotaban malas hierbas entre las piedras y observé que crecía un árbol en la esquina de un tejado. Si lo dejaban ahí, con el tiempo se haría lo bastante grande como para destruir ese extremo de la edificación. Imaginé que reparar esa casa de Dios no era una de las prioridades del Gobierno búlgaro. Su principal atracción era Rila, con su historia búlgara «pura» y sus relaciones con la rebelión contra los otomanos. Este antiguo lugar, por hermoso que fuera, hundía sus raíces en los bizantinos, invasores y ocupantes como los otomanos posteriores, y había sido armenio, georgiano y griego. ¿No nos acabábamos de enterar de que también había sido independiente bajo los otomanos, al contrario que otros monasterios búlgaros? No era de extrañar que el Gobierno dejara crecer árboles en los tejados.

El bibliotecario nos condujo hasta una habitación esquinada.

—La enfermería —explicó Ranov.

La cooperación de Ranov me ponía más nervioso a medida que pasaban los minutos. A la enfermería se accedía por una desvencijada puerta de madera, y dentro vimos una escena tan patética que no me gusta recordarla. Había dos monjes alojados. La habitación estaba amueblada tan sólo con sus catres, una única silla de madera y una estufa de hierro. Incluso con esa estufa, en invierno debía hacer un frío espantoso. El suelo era de piedra, las paredes encaladas, salvo por una hornacina en una esquina: lámpara colgante, concha muy trabajada, icono deslustrado de la Virgen.

Uno de los ancianos estaba tendido en su jergón y no nos miró cuando entramos. Vi al cabo de un momento que sus ojos estaban permanentemente cerrados, hinchados y rojos, y de que volvía la barbilla de vez en cuando como si intentara ver con ella. Estaba cubierto casi por completo con una sábana blanca, y una de sus manos tanteaba el borde del catre, como para encontrar el límite del espacio, el punto donde podía caer al suelo si no iba con cuidado, mientras la otra mano tironeaba de la piel fofa de su cuello.

El residente en mejor estado de la habitación estaba sentado muy tieso en la única silla, con un bastón apoyado en la pared cerca de él, como si el desplazamiento desde el jergón hasta la silla hubiera sido muy largo. Iba vestido con un hábito negro, que colgaba sin cinturón sobre su vientre protuberante. Tenía los ojos abiertos, enormes y azules, y se volvieron hacia nosotros de manera extraña cuando entramos. Las patillas y el pelo se proyectaban como malas hierbas a su alrededor y llevaba la cabeza al descubierto. Esta circunstancia le dotaba de un aspecto más enfermizo y anómalo, aquella cabeza desnuda en un mundo en que todos los monjes llevaban siempre aquellos gorros altos. Este monje habría podido servir de modelo para la ilustración de un profeta en una Biblia impresa en el siglo XIX, de no ser porque su expresión no tenía nada de visionaria. Arrugó su gran nariz hacia arriba, como si oliera mal, y mordisqueó las comisuras de su boca. Cada tanto, entornaba y abría los ojos. No habría sabido decir sí su expresión era temerosa, burlona o diabólicamente divertida, porque no paraba de cambiar. Su cuerpo y manos reposaban sobre la destartalada silla, como si todos los movimientos de que eran capaces hubieran sido absorbidos por su cara cambiante. Aparté la vista.

Ranov estaba hablando con el bibliotecario, quien hizo un ademán que abarcó la habitación.

—El hombre de la silla es Pondev —anunció Ranov—. El bibliotecario nos advierte que se expresa de forma muy extraña.

Ranov se acercó al hombre con cautela, como si pensara que el hermano Ángel fuera a morderle, y escudriñó su rostro. El hermano Ángel, Pondev, giró la cabeza para mirarle, el gesto mimético de un animal en una jaula del zoológico. Dio la impresión de que Ranov intentaba presentarnos, y al cabo de un segundo los ojos de un azul surrealista del hermano Ángel vagaron hasta nuestras caras. Su rostro se arrugó y retorció. Después habló, y las palabras surgieron como un torrente, seguidas por un gruñido. Una de sus manos se alzó en el aire e hizo una señal que habría podido ser la mitad de una cruz o un intento de ahuyentarnos.

—¿Qué está diciendo? —pregunté a Ranov en voz baja.

—Cosas sin sentido —contestó Ranov interesado—. Nunca había oído nada semejante. Parecen en parte oraciones, alguna superstición de su liturgia, y en parte comentarios sobre el sistema de tranvías de Sofía.

—¿Puede intentar hacerle una pregunta? Dígale que somos historiadores como él y que queremos saber si un grupo de peregrinos valacos vino aquí desde Constantinopla a finales del siglo quince, transportando una reliquia santa.

Ranov se encogió de hombros, pero lo intentó, y el hermano Ángel contestó con un encadenado de gruñidos a modo de sílabas, y meneó la cabeza. ¿Significaba sí o no?, me pregunté.

—Más incoherencias —comentó Ranov—. Esta vez ha dicho algo acerca de la invasión de Constantinopla por los turcos. De manera que eso, al menos, lo ha entendido.

De pronto los ojos del hombre parecieron aclararse, como si el cristalino se hubiera concentrado en nosotros por primera vez. En mitad de su extraño torrente de sonidos (¿era un lenguaje?), percibí con claridad el nombre Atanas Angelov.

—¡Angelov! —grité, y hablé directamente al anciano monje—. ¿Conoció a Atanas Angelov? ¿Recuerda haber trabajado con él?

Ranov escuchaba con atención.

—Siguen siendo insensateces en su mayor parte, pero intentaré explicarles lo que está diciendo. Escuchen con atención. —Empezó a traducir, de manera rápida y desapasionada. Por mal que me cayera, tuve que admirar su destreza—. Trabajé con Atanas Angelov. Hace años, tal vez siglos. Estaba loco. Apaguen la luz de ahí, me hace daño en las piernas. Quería saber todo acerca del pasado, pero el pasado no quiere que lo conozcas. Dice no, no, no. Salta sobre ti y te hace daño. Yo quise coger el número once, pero ya no va a nuestro barrio. En cualquier caso, el camarada Dimitrov anuló la paga que íbamos a recibir, por el bien del pueblo. Buen pueblo.

Ranov tomó aliento, y durante ese breve interludio debió perderse algo, pues el torrente de palabras del hermano Ángel continuó. El anciano monje seguía inmóvil en su silla, pero meneaba la cabeza y su rostro se contrajo.

—Angelov descubrió un lugar peligroso, descubrió un lugar llamado Sveti Georgi, oyó los cánticos. Fue donde enterraron a un santo y bailaron sobre su tumba. Puedo ofrecerles un poco de café, pero no es más que trigo molido, trigo y tierra. No tenemos pan.

Me arrodillé delante del monje y tomé su mano, aunque tuve la impresión de que Helen quería contenerme. Tenía la mano flácida como un pescado muerto, blanca e hinchada, las uñas amarillentas y anormalmente largas.

—¿Dónde está Sveti Georgi? —supliqué. Experimenté la sensación de que me iba a poner a llorar de un momento a otro, delante de Ranov y Helen, y de esos dos seres disecados en su prisión.

Ranov se acuclilló a mi lado, y trató de capturar los ojos errabundos del monje.

K’de e Sveti Georgi?

Pero el hermano Ángel había clavado su mirada en un mundo muy lejano.

—Angelov fue a Azos y vio el typikon, se internó en las montañas y descubrió el lugar terrible. Tomé el número once hasta su apartamento. Dijo, entra rápido he descubierto algo. Voy a volver allí para escarbar en el pasado. Oh, oh, estaba muerto en su habitación, y después su cuerpo no estaba en el depósito de cadáveres.

El hermano Ángel sonrió de una forma que me hizo retroceder. Tenía dos dientes, y las encías estaban carcomidas. El aliento que brotó de su boca hubiera matado al mismísimo diablo. Empezó a cantar en voz alta y temblorosa.

El dragón bajó a nuestro valle.

Quemó las cosechas y tomó a las doncellas.

Asustó al turco infiel y protegió a nuestros pueblos.

Su aliento secó los ríos y caminamos sobre sus aguas.

Cuando Ranov terminó de traducir, el hermano Ivan, el bibliotecario, habló con cierta agitación. Aún tenía las manos embutidas en las mangas, pero su rostro se veía animado e interesado.

—¿Qué está diciendo? —supliqué.

Ranov meneó la cabeza.

—Dice que había oído anteriormente esta canción. Se la enseñó una anciana en el pueblo de Dimovo, Baba Yanka, que es una gran cantante, cuando el río se secó hace mucho tiempo. Allí se celebran diversas festividades y cantan estas viejas canciones, y ella es la líder de los cantantes. Una de estas festividades se celebrará dentro de dos días, la fiesta de San Petko. Tal vez quieran ir a escucharla. Les gustará.

—Más canciones tradicionales —gruñí—. Haga el favor de preguntar al señor Pondev, el hermano Ángel, si conoce el significado de esa canción.

Ranov formuló la pregunta con paciencia considerable, pero el hermano Ángel siguió haciendo muecas, sin decir nada. Al cabo de un momento, el silencio me llevó al borde del ataque de nervios.

—¡Pregúntele si sabe algo sobre Vlad Drácula! —grité—. ¡Vlad Tepes! ¿Está enterrado en esta región? ¿Ha oído alguna vez su nombre, el nombre de Drácula?

Helen me había agarrado del brazo, pero yo estaba fuera de mí. El bibliotecario me miraba fijamente, aunque no parecía alarmado, y Ranov me dirigió lo que yo habría calificado de mirada compasiva si hubiera querido prestar más atención.

Pero el efecto que obraron mis palabras en Pondev fue horripilante. Empalideció, y puso los ojos en blanco como grandes canicas. El hermano Ivan saltó hacia delante y le agarró cuando se desplomó de la silla. Luego Ranov y él consiguieron tumbarle sobre el jergón. Era una masa confusa, pies blancos e hinchados que sobresalían de las sábanas, brazos colgando alrededor del cuello de ambos hombres. Cuando acabaron de depositarle en la cama, el bibliotecario fue a buscar agua de un jarro y vertió un poco sobre la cara del pobre hombre. Yo estaba estupefacto. No había sido mi intención causar tal angustia, y tal vez había matado una de las fuentes de información que quedaban. Al cabo de un momento interminable, el hermano Ángel se removió y abrió los ojos, pero eran unos ojos enloquecidos, cautelosos como los de una bestia acosada, que pasearon aterrorizados por la habitación como si no pudiera vernos. El bibliotecario le palmeó el pecho y procuró acomodarlo mejor en el catre, pero el anciano monje le apartó las manos, tembloroso.

—Dejémosle —dijo Ranov en tono sombrío—. No se va a morir, de ésta…, al menos de momento.

Seguimos al bibliotecario al pasillo, todos en silencio y escarmentados.

—Lo siento —dije, cuando llegamos a la luz tranquilizadora del patio.

Helen se volvió hacia Ranov.

—¿Podría preguntar al bibliotecario si sabe algo más sobre esa canción, si sabe de qué valle procede?

Ranov y el bibliotecario conferenciaron, y éste finalmente nos miró.

—Dice que proviene de Krasna Polyana, el valle que está al otro lado de aquellas montañas, al noreste. Si se quedan aquí, podrán acompañarle a las festividades del santo que se celebran dentro de dos días. Puede que la vieja cantante Baba Yanka sepa algo al respecto. Al menos podrá decirles dónde la aprendió.

—¿Crees que eso nos servirá de ayuda? —murmuré a Helen.

Ella me miró muy seria.

—No lo sé, pero es lo único que tenemos. Ya que menciona a un dragón, seguiremos la pista. Entretanto, exploraremos a fondo Bachkovo. Quizá podamos utilizar la biblioteca si el hermano Ivan nos echa una mano.

Me senté cansado en un banco de piedra situado al borde de las galerías.

—De acuerdo —dije.