Encontramos a Stoichev muy animado frente a la mesa de la biblioteca. Ranov estaba sentado ante él, tamborileando con los dedos, y de vez en cuando echaba un vistazo a un documento que el viejo estudioso había dejado a un lado. Parecía más irritado que nunca, lo cual sugería que Stoichev no había contestado a sus preguntas. Cuando entramos, el profesor alzó la mirada con impaciencia.
—Creo que lo tengo —dijo en un susurro.
Helen se sentó a su lado y yo me incliné sobre los manuscritos que estaba examinando. Eran parecidos a las cartas del hermano Kiril en diseño y ejecución, escritos con letra muy apretada y clara en hojas descoloridas y desmenuzadas en los bordes. Reconocí las letras eslavas de las cartas. Al lado había dejado nuestros mapas. Descubrí que apenas podía respirar, confiando pese a todo en que nos diría algo de verdadera importancia. Tal vez la tumba estaba aquí, en Rila, pensé de repente. Tal vez por eso Stoichev había insistido en venir, porque lo sospechaba. Me dejó sorprendido e intranquilo que quisiera anunciar algo delante de Ranov.
Stoichev paseó la mirada a su alrededor, miró a Ranov, se masajeó su frente arrugada y dijo en voz baja:
—Creo que la tumba no está en Bulgaria.
Sentí que la sangre se retiraba de mi cabeza.
—¿Qué?
Helen estaba mirando fijamente a Stoichev, y Ranov apartó la vista y siguió tamborileando con los dedos, como si sólo escuchara a medias.
—Lamento decepcionarles, amigos míos, pero tengo claro, después de leer este manuscrito, el cual hacía años que no examinaba, que un grupo de peregrinos volvió a Valaquia desde Sveti Georgi hacia 1478. Este manuscrito es un documento aduanero. Concedía permiso para transportar unas reliquias de origen valaco a Valaquia. Lo siento. Tal vez podrán ir allí algún día para ahondar en el asunto. Si desean continuar su investigación sobre las rutas búlgaras de los peregrinos, les ayudaré encantado.
Le miré sin poder hablar. No podíamos ir a Rumanía después de esto, pensé. Era un milagro que hubiéramos llegado tan lejos.
—Recomiendo que consigan permiso para ver otros monasterios y las rutas en las que se encuentran, en particular el monasterio de Bachkovo. Es un bello ejemplo de nuestro bizantino búlgaro, y los edificios son mucho más antiguos que los de Rila. Además, guardan manuscritos muy raros que los monjes peregrinos regalaron al monasterio. Será interesante para ustedes, y así recogerán material para sus artículos.
Ante mi asombro, Helen pareció aceptar de buen grado el plan.
—¿Podría arreglarse, señor Ranov? —preguntó—. Tal vez al profesor Stoichev le gustaría acompañarnos también.
—Oh, temo que he de regresar a casa —dijo con pesar Stoichev—. Tengo mucho trabajo que hacer. Ojalá pudiera ayudarles en Bachkovo, pero puedo enviar una carta de presentación al abad. El señor Ranov podrá servirles de intérprete, y el abad les ayudará a traducir los documentos que deseen. Es un gran especialista en la historia del monasterio.
—Muy bien.
Ranov pareció complacido al saber que Stoichev iba a dejarnos. No podíamos comentar nada acerca de esta terrible situación, pensé. Debíamos seguir fingiendo que íbamos a investigar a otro monasterio, y decidir qué haríamos a continuación. ¿Rumanía? La imagen de la puerta del despacho de Rossi apareció de nuevo en mi mente. Estaba cerrada, cerrada con llave. Rossi nunca la volvería a abrir. Miré como atontado a Stoichev cuando devolvió los manuscritos a su caja y cerró la tapa. Helen la subió al estante y le ayudó a salir. Ranov nos siguió en silencio, un silencio en el que, pensé, se regodeaba. Ignorábamos qué había conseguido averiguar, y nos quedaríamos solos otra vez con nuestro guía. Después podríamos acabar nuestra investigación y abandonar Bulgaria lo antes posible.
Al parecer, Irina había estado en la iglesia. Cruzó el patio bañado por el sol en nuestra dirección cuando salimos, y al verla, Ranov se volvió para fumar en una de las galerías, para luego encaminarse a la puerta principal y salir por ella. Pensé que caminaba un poco más deprisa cuando llegó a la puerta. Tal vez él también necesitaba descansar de nosotros. Stoichev se dejó caer en un banco de madera cercano a la puerta, con la mano protectora de Irina sobre su hombro.
—Vengan aquí —dijo en voz muy baja, y sonrió como si sólo estuviéramos charlando—. Hemos de hablar deprisa, ahora que nuestro amigo no puede oírnos. No era mi intención asustarles. No existe ningún documento acerca de un peregrinaje a Valaquia que transportara reliquias. Lamento decir que estaba mintiendo. Vlad Drácula está enterrado sin duda en Sveti Georgi, esté donde esté, y he descubierto algo muy importante. Stefan decía en la «Crónica» que Sveti Georgi estaba cerca de Bachkovo. Yo no establecía ninguna relación entre esa zona y los mapas de ustedes, pero existe una carta del abad de Bachkovo dirigida al abad de Rila, de principios del siglo dieciséis. No me atreví a enseñársela delante de nuestro acompañante. Esta carta afirma que el abad de Bachkovo ya no necesita la ayuda del de Rila, ni de ningún otro sacerdote, para eliminar la herejía surgida en Sveti Georgi porque el monasterio ha sido incendiado y los monjes se han dispersado. Advierte al abad de Rila de que vigile la aparición de monjes venidos de allí o de cualquier monje empeñado en propagar la idea de que el dragón ha matado a Sveti Georgi, san Jorge, porque es la señal de su herejía.
—El dragón ha matado… Espere —dije—. ¿Se refiere a la frase del monstruo y el santo? Kiril dijo que estaban buscando un monasterio con una señal en la que el santo y el monstruo eran iguales.
—San Jorge es una de las figuras más importantes de la iconografía búlgara —dijo Stoichev en voz baja—. Sería una extraña inversión que el dragón venciera a san Jorge. Pero recuerde que los monjes valacos estaban buscando un monasterio que ya tenía esa señal, porque sería el lugar correcto donde reunir el cuerpo de Drácula con su cabeza. Ahora empiezo a preguntarme si existía una herejía más importante de la que no tenemos noticia, conocida en Constantinopla o en Valaquia, o que hubiera llegado a oídos del propio Drácula. ¿Poseía la Orden del Dragón sus propias creencias religiosas, al margen de la disciplina de la Iglesia? ¿Cabe la posibilidad de que creara una herejía? Nunca me lo había planteado hasta hoy. —Meneó la cabeza—. Han de ir a Bachkovo y preguntar a su abad si sabe algo de esta equivalencia o inversión de monstruo y santo. Han de preguntárselo en secreto. La carta que le he dirigido, que su guía le leerá, sólo implicará que desean llevar a cabo una investigación sobre las rutas de los peregrinos, pero han de encontrar una manera de hablar con él en secreto. Además, hay un monje que había sido un erudito, un notable investigador de la historia de Sveti Georgi. Trabajó con Atanas Angelov y fue la segunda persona que vio la «Crónica» de Zacarías. Se llamaba Pondev cuando le conocí, pero no sé qué nombre llevará ahora que es monje. El abad les ayudará a identificarle. Hay algo más. No tengo un mapa de la zona cercana a Bachkovo, pero creo que al noreste del monasterio existe un valle largo y tortuoso que en tiempos remotos debió atravesar un río. Recuerdo haberlo visto una vez, y hablado de él con los monjes cuando visité la región, aunque no me acuerdo de cómo lo llamaban. ¿Podría ser la cola de nuestro dragón? Pero en ese caso, ¿qué zona correspondería al ala del dragón? También tendrán que descubrir esto.
Tuve ganas de arrodillarme ante Stoichev y besar su pie.
—¿No vendrá con nosotros?
—Plantaría cara incluso a mi sobrina por hacerlo —replicó el hombre, y sonrió a Irina—, pero temo que sólo despertaría más sospechas. Si su guía cree que aún sigo interesado en esta investigación, todavía prestará más atención. Vengan a verme en cuanto regresen a Sofía, si pueden. Pensaré en ustedes en todo momento, deseándoles un buen viaje y que encuentren lo que buscan. Han de llevarse esto.
Puso en las manos de Helen un pequeño objeto, pero ella cerró los dedos en torno a él con tal celeridad que no pude ver lo que era o dónde lo había guardado.
—El señor Ranov se ha ausentado mucho rato, demasiado para él —observó en voz baja.
La miré de inmediato.
—¿Voy a ver qué hace?
Había aprendido a confiar en los instintos de Helen, y me encaminé hacia la puerta principal sin esperar la respuesta.
Vi a Ranov en el exterior del gran complejo con otro hombre cerca de un coche azul largo. Su acompañante era alto y elegante, con su traje de verano y el sombrero, y algo me impulsó a detenerme a la sombra de la puerta. Se hallaban enfrascados en una vehemente conversación, que se interrumpió con brusquedad. El hombre apuesto dio a Ranov una palmada en la espalda y subió al vehículo. Yo también sentí el leve impacto de la cordial palmada, porque conocía el gesto y lo había experimentado. Por increíble que pareciera, el hombre que salía ahora poco a poco del polvoriento aparcamiento era Géza József. Retrocedí hacia el interior del patio y volví al lado de Stoichev y Helen con la mayor rapidez posible. Helen me dirigió una mirada penetrante. Tal vez también ella estaba empezando a confiar en mis intuiciones. La llevé a un lado un momento, y Stoichev, aunque parecía perplejo, era demasiado educado para hacerme preguntas.
—Creo que József está aquí —susurré a toda prisa—. No le vi la cara, pero alguien muy parecido a él estaba hablando con Ranov hace un momento.
—Mierda —dijo Helen en voz baja. Creo que fue la primera y última vez que le oí decir una palabrota.
Un momento después Ranov se acercó corriendo.
—Es hora de cenar —dijo sin más, y yo me pregunté si se habría arrepentido de dejarnos a solas con Stoichev, aunque fuera unos pocos minutos. Su tono me convenció de que no me había visto fuera—. Vengan conmigo. Vamos a cenar.
La cena del silencioso monasterio era deliciosa, platos caseros servidos por dos monjes. Un puñado de turistas se alojaba en la hostería con nosotros, y observé que algunos hablaban otros idiomas, además del búlgaro. Los de habla alemana debían proceder de Alemania del Este, pensé, y tal vez el otro sonido era checo. Comimos con avidez, sentados a la larga mesa de madera, con los monjes alineados en otra mesa cercana, y pensé con placer en los catres estrechos que nos aguardaban. Helen y yo no gozábamos de un momento a solas, pero sé que ella debía estar pensando en la presencia de József. ¿Qué estaría tramando con Ranov? Mejor dicho, ¿qué quería de nosotros? Recordé que Helen me había advertido de que nos seguían. ¿Quién le había dicho dónde estábamos?
Había sido un día agotador, pero yo estaba tan ansioso por ir a Bachkovo que me habría ido de buena gana a pie si así hubiera podido llegar antes. En cambio, nos fuimos a dormir para el viaje del día siguiente. Mezclada con los ronquidos de Berlín Este y Praga escuché la voz de Rossi reflexionar sobre algún punto controvertido de nuestro trabajo, y a Helen diciendo, divertida por mi falta de perspicacia: «Me casaré contigo, por supuesto».