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Pocos momentos de mis años de investigación, redacción y reflexión me han producido tal acceso de clarividencia como aquel en que Helen expresó en voz alta su teoría en la biblioteca de Rila. Vlad Drácula había vuelto a Constantinopla en busca de su cabeza o, mejor dicho, el abad de Snagov había enviado su cuerpo a la capital para que se reuniera con su cabeza. ¿Lo habría solicitado Drácula por anticipado, a sabiendas de la recompensa ofrecida por su cabeza y conocedor de la propensión del sultán a exhibir las cabezas de sus enemigos al populacho? ¿O acaso el abad se había responsabilizado de la misión, al no querer que el cadáver decapitado de su protector, tal vez hereje, o peligroso, permaneciera en Snagov? Bien, un vampiro sin cabeza no podía suponer una gran amenaza (la imagen casi era cómica), pero el revuelo que había ocasionado entre sus monjes había sido suficiente para convencer al abad de que debía dar cristiana sepultura a Drácula en otro lugar. Era probable que el abad no se hubiera decidido a destruir el cuerpo de su príncipe. ¿Quién sabía qué había prometido el abad a Drácula?

Una imagen singular apareció en mi mente: el palacio de Topkapi en Estambul, por donde había paseado aquella reciente mañana de verano, y las puertas ante las que los verdugos otomanos habían exhibido las cabezas de los enemigos del sultán. La cabeza de Drácula habría merecido una de las estacas más altas, pensé: el Empalador, empalado por fin. ¿Cuánta gente habría ido a verla, la prueba del triunfo del sultán? Helen me había dicho en una ocasión que hasta los habitantes de Estambul habían temido a Drácula y les preocupaba que asolara su ciudad. Ningún campamento turco volvería a temblar ante la amenaza de su ataque. Al final, el sultán se había hecho con el control de aquella turbulenta región y podía colocar a un vasallo otomano en el trono de Valaquia, tal como deseaba desde hacía años. Todo cuanto quedaba del Empalador era un horripilante trofeo, con los ojos arrugados, el pelo y el bigote enmarañados y aglutinados por la sangre.

Dio la impresión de que nuestro compañero estaba pensando en una imagen similar. En cuanto nos aseguramos de que el hermano Rumen había salido, Stoichev habló en voz baja.

—Sí, es muy posible, pero ¿cómo pudieron los monjes de Panachrantos sacar la cabeza de Drácula del palacio del sultán? Era un verdadero tesoro, como decía Stefan en su narración.

—¿Cómo conseguimos los visados para entrar en Bulgaria? —preguntó Helen al tiempo que enarcaba las cejas—. Bakshish. Los monasterios eran muy pobres después de la conquista, pero algunos tal vez tenían riquezas escondidas, monedas de oro, joyas, algo capaz de tentar a los guardias del sultán.

Me pareció interesante esta observación.

—Nuestro guía de Estambul dijo que las cabezas de los enemigos del sultán eran arrojadas al Bósforo después de haber sido exhibidas durante un tiempo. Tal vez alguien de Panachrantos intervino en algún momento. Eso debió ser menos peligroso que intentar sacar la cabeza por las puertas del palacio.

—No podemos saber la verdad —dijo Stoichev—, pero creo que la teoría de la señorita Rossi es muy buena. Su cabeza es el objeto más plausible que esos monjes pudieron ir a buscar a Tsarigrad. También existe una buena razón teológica. Nuestra fe ortodoxa afirma que, en lo posible, el cuerpo ha de estar entero al morir (nosotros no practicamos la incineración, por ejemplo) porque el Día del Juicio resucitaremos en nuestros cuerpos.

—¿Qué me dice de los santos y todas sus reliquias, diseminadas por todas partes? —pregunté vacilante—. ¿Cómo van a resucitar en su totalidad? Dejando aparte que, hace algunos años, vi cinco manos de san Francisco en Italia.

Stoichev rió.

—Los santos gozan de privilegios especiales —dijo—, pero Vlad Drácula, pese a ser un excelente exterminador de turcos, no era un santo. De hecho, Eupraxius estaba muy preocupado por su alma inmortal, al menos según el relato de Stefan.

—O por su cuerpo inmortal —subrayó Helen.

—Bien —dije—, tal vez los monjes de Panachrantos se llevaron su cabeza para enterrarla como es debido, arriesgando sus vidas, y los jenízaros se dieron cuenta del robo y empezaron a buscarla, de manera que el abad prefirió sacarla de Estambul antes que enterrarla allí. Tal vez había peregrinos que iban a Bulgaria de vez en cuando —miré a Stoichev en busca de confirmación— y pidieron que la llevaran a enterrar a… Sveti Georgi o a algún otro monasterio búlgaro donde tuvieran contactos. Y entonces llegaron los monjes de Snagov, pero demasiado tarde para reunir el cuerpo con la cabeza. El abad de Panachrantos se enteró y habló con ellos, y los monjes de Snagov decidieron terminar su misión y continuaron camino con el cuerpo. Además, tenían que salir de la ciudad antes de que los jenízaros se interesaran por ellos.

—Una teoría estupenda. —Stoichev me sonrió—. Como ya he dicho, no lo sabemos con seguridad, porque se trata de acontecimientos que nuestros documentos sólo insinúan, pero usted ha plasmado una imagen convincente. A la larga, le alejaremos de los comerciantes holandeses.

Me ruboricé, en parte de placer y en parte de pesar, pero la sonrisa de Stoichev era cordial.

—Y después la presencia y partida de los monjes de Snagov puso en guardia a la red otomana —Helen prosiguió la posible historia y tal vez registraron los monasterios y descubrieron que los monjes se habían alojado en Santa Irene. Entonces informaron a las autoridades sobre el viaje de los monjes y la ruta que iban a seguir, quizás hacia Edirne y después hacia Haskovo. Haskovo era la primera ciudad búlgara de importancia en la que entraron los monjes, y fue allí donde fueron…, ¿cómo se dice…?, detenidos.

—Sí —concluyó Stoichev—. Las autoridades otomanas torturaron a dos de ellos para obtener información, pero aquellos dos valientes monjes no dijeron nada. Las autoridades registraron la carreta y sólo encontraron comida. Pero esto nos conduce a una pregunta: ¿por qué los soldados otomanos no encontraron el cadáver?

Vacilé.

—Quizá no estaban buscando un cadáver. Tal vez seguían buscando la cabeza. Si los jenízaros no habían averiguado gran cosa sobre el asunto en Estambul, quizá pensaron que los monjes de Snagov se habían encargado de transportar la cabeza. La «Crónica» de Zacarías dice que los otomanos se enfurecieron cuando abrieron algunos fardos y sólo encontraron comida. Puede que los monjes escondieran el cadáver en los bosques cercanos si alguien les había advertido del registro.

—O tal vez construyeron la carreta con un espacio secreto donde ocultarlo —sugirió Helen.

—Pero un cadáver huele —le recordé con brusquedad.

—Eso depende de tus creencias.

Me dirigió una mirada inquisitiva, pero encantadora.

—¿De mis creencias?

—Sí. Un cadáver que corre el peligro de transformarse en No Muerto, o ya es un No Muerto, con lo cual no se corrompe, o se descompone con más lentitud. Cuando los aldeanos de la Europa del Este sospechaban que podía haber casos de vampirismo, exhumaban los cuerpos para verificar su estado y destruían siguiendo un ritual aquellos que no estaban tan descompuestos como cabía esperar. Es una costumbre que todavía impera.

Stoichev se estremeció.

—Una actividad peculiar. He oído hablar de ella incluso en Bulgaria, aunque ahora es ilegal, por supuesto. La Iglesia siempre ha desaprobado la profanación de tumbas y ahora nuestro Gobierno desaprueba todas las supersticiones… como puede.

Helen casi se estremeció.

—¿Hay algo más extraño que esperar la resurrección de la carne? —preguntó, pero sonrió a Stoichev, quien también se sintió fascinado.

Madame —dijo él—, tenemos interpretaciones muy diferentes de nuestra herencia, pero saludo su rapidez mental. Y ahora, amigos míos, me gustaría dedicar un poco de tiempo a estudiar sus mapas. Se me ha ocurrido que hay materiales en esta biblioteca que pueden sernos útiles si los leemos. Concédanme una hora. Lo que voy a hacer será pesado para ustedes, y lento de explicar para mí.

Ranov acababa de entrar en aquel momento, inquieto, y paseó la vista a su alrededor. Confié en que no hubiera escuchado la mención a los mapas. Stoichev carraspeó.

—Tal vez quieran ir a la iglesia y admirar su belleza.

Stoichev miró de reojo un momento a Ranov. Helen comprendió al instante y se acercó a nuestro guía para embrollarle en una ligera complicación, mientras yo buscaba en el maletín y sacaba mi carpeta con copias de los mapas. Cuando vi la ansiedad con que Stoichev los cogía, mi corazón saltó de esperanza.

Por desgracia, Ranov parecía más interesado en acechar el trabajo de Stoichev y conferenciar con el bibliotecario que en seguirnos, aunque yo deseaba con todas mis fuerzas sacárnoslo de encima.

Ranov sonrió.

—¿Tienen hambre? Aún no es la hora de la cena. Aquí se sirve a las seis. Habrá que esperar. Tendremos que compartirla con los monjes, por desgracia.

Nos dio la espalda y empezó a estudiar un estante con volúmenes encuadernados en piel.

Helen me siguió hasta la puerta y apretó mi mano.

—¿Vamos a dar un paseo? —dijo en cuanto estuvimos fuera.

—En este momento ya no sé qué hacer sin Ranov —dije malhumorado—. ¿De qué vamos a hablar sin él?

Ella rió, pero me di cuenta de que también estaba preocupada.

—¿Volvemos dentro e intentamos distraerle?

—No —dije—, mejor que no. Cuanto más nos esforcemos, más se preguntará qué está mirando Stoichev. No podemos deshacernos de él como no podemos deshacernos de una mosca.

—Sería una mosca estupenda.

Helen me tomó del brazo. El sol todavía brillaba en el patio, y hacía calor cuando salimos de la sombra de los muros y galerías del inmenso monasterio. Cuando alcé la vista, vi las pendientes boscosas que rodeaban el monasterio y los picos rocosos verticales sobre ellas. Muy en lo alto, un águila volaba en círculos. Monjes con su pesado hábito negro, gorro alto y larga barba negra iban y venían entre la iglesia y la primera planta del monasterio, barrían los suelos de las galerías de madera o estaban sentados en un triángulo de sombra cercano al porche de la iglesia. Me pregunté cómo aguantaban el calor del verano con aquellas prendas. El interior de la maravillosa iglesia me dio cierta pista. Estaba tan fresca como una casa en primavera, iluminada tan sólo por velas parpadeantes y el brillo del oro, el latón y las joyas. Las paredes interiores estaban adornadas con espléndidos frescos («Hechos en el siglo XIX», me confió Helen), y yo me detuve ante una imagen especialmente solemne, un santo de larga barba blanca y pelo blanco peinado con raya que nos miraba.

—Ivan Rilski.

Helen leyó las letras que había cerca de la aureola.

—Es el santo cuyos huesos fueron traídos aquí ocho años antes de que nuestro amigo valaco entrara en Bulgaria, ¿verdad? La «Crónica» hablaba de él.

—Sí.

Helen se plantó ante la imagen, como si pensara que iba a hablarnos si nos quedábamos allí el tiempo suficiente.

La interminable espera me estaba crispando los nervios.

—Helen —dije—, vamos a dar un paseo. Podemos subir a la montaña y disfrutar de la vista.

Si no hacía un poco de ejercicio, pensar en Rossi iba a volverme loco.

—De acuerdo —accedió ella, y me miró fijamente, como si leyera mi impaciencia—. Si no está demasiado lejos. Ranov no permitirá que nos alejemos mucho.

El camino que ascendía serpenteaba a través del espeso bosque que nos protegía del calor de la tarde casi tanto como había hecho la iglesia. Era tan estupendo librarse de Ranov siquiera por unos minutos que me limité a mecer la mano de Helen adelante y atrás mientras paseábamos.

—¿Crees que le cuesta decidir entre nosotros y Stoichev?

—Oh, no —repuso Helen sin vacilar—. Ha encargado a otra persona que nos siga. Nos la encontraremos dentro de un rato, sobre todo si desaparecernos más de media hora. No puede con nosotros solo y ha de pegarse a Stoichev para averiguar el objetivo de nuestra investigación.

—Pareces muy segura —le dije examinando su perfil mientras andábamos por la pista de tierra. Se había echado el sombrero hacia atrás y tenía la cara un poco colorada—. No puedo imaginarme crecer en medio de tanto cinismo y bajo vigilancia constante del Estado.

Helen se encogió de hombros.

—Antes a mí no me parecía tan terrible porque no conocía nada diferente.

—Pero querías abandonar tu país y pasar a Occidente.

—Sí —dijo al tiempo que me miraba de soslayo—. Quería abandonar mi país.

Nos paramos a descansar unos minutos sobre un árbol caído cerca de la carretera.

—He estado pensando en por qué nos dejaron pasar a Bulgaria —dije. Incluso aquí, en el bosque, hablaba en voz baja.

—Y en por qué nos dejan pasear a nuestro aire. —Asintió—. ¿Te has parado a pensarlo?

—Me parece —dije poco a poco— que si no nos impiden encontrar lo que estamos buscando, cosa que podrían hacer con toda facilidad, es porque quieren que lo encontremos.

—Bien, Sherlock. —Helen abanicó mi cara con la mano—. Estás aprendiendo mucho.

—Digamos que saben o sospechan qué estamos buscando. ¿Por qué pueden considerar valioso, incluso posible, que Vlad Drácula sea un No Muerto? —Me costó un esfuerzo decir esto en voz alta, aunque mi voz se convirtió casi en un susurro—. Me has dicho muchas veces que los gobiernos comunistas desprecian las supersticiones campesinas. ¿Por qué nos alientan así al no impedir que sigamos investigando? ¿Creen que van a obtener alguna especie de poder sobrenatural sobre el pueblo búlgaro si encontramos la tumba de Drácula aquí?

Helen meneó la cabeza.

—No. Su interés se basa en el poder, desde luego, pero siempre desde un punto de vista científico. Además, se trata del descubrimiento de algo interesante y no deben querer que un norteamericano se lleve el mérito. Piensa: ¿qué sería más poderoso para la ciencia que el descubrimiento de que los muertos pueden resucitar o pueden transformarse en No Muertos? Sobre todo para el bloque del Este, con sus grandes líderes embalsamados en sus tumbas.

La visión del rostro amarillento de Georgi Dimitrov, en el mausoleo de Sofía, destelló en mi mente.

—Entonces, aún tenemos más motivos para destruir a Drácula —dije, pero sentí que la frente se me cubría de sudor.

—Y yo me pregunto —añadió Helen en tono sombrío— si destruirle serviría de mucho en el futuro. Piensa en lo que Stalin hizo a su pueblo, en Hitler. No necesitaron vivir quinientos años para perpetrar tantos horrores.

—Lo sé —dije—. También lo he pensado.

Helen asintió.

—Lo más extraño es que Stalin admiraba sin ambages a Iván el Terrible. Dos líderes que no dudaron a la hora de aplastar y masacrar a su propio pueblo, de hacer lo que fuera necesario con el fin de consolidar su poder. ¿Y a quién crees que admiraba Iván el Terrible?

Sentí que la sangre se retiraba de mi corazón.

—Dijiste que corrían muchas historias rusas sobre Drácula.

—Sí. Exacto.

La miré fijamente.

—¿Te imaginas un mundo en el que Stalin pudiera vivir quinientos años? —Estaba rascando una parte blanda del tronco con la uña—. ¿O tal vez eternamente?

Apreté los puños.

—¿Crees que podemos localizar una tumba medieval sin conducir a nadie más hasta ella?

—Será muy difícil, quizás imposible. Estoy segura de que hay gente vigilándonos por todas partes.

En aquel momento, un hombre dobló un recodo del sendero. Me sobresaltó tanto su aparición que estuve a punto de blasfemar en voz alta, pero era una persona de aspecto sencillo, vestida con ropa gruesa y cargada con un puñado de ramas. Nos saludó con la mano y continuó su camino. Miré a Helen.

—¿Lo ves? —dijo ella en voz baja.

A mitad de la subida encontrarnos un empinado saliente rocoso.

—Mira —dijo Helen—. Sentémonos aquí unos minutos.

El valle, empinado y boscoso, se hallaba directamente bajo nuestros pies, casi ocupado por los muros y tejados rojos del monasterio. Ahora vi con claridad el tamaño enorme del complejo. Formaba una estructura angular alrededor de la iglesia, cuyas cúpulas brillaban a la luz del atardecer, y la torre de Hrelyo se alzaba en su centro.

—Desde aquí se comprueba que el lugar estaba muy bien fortificado. Imagina cuántas veces lo habrán observado sus enemigos así.

—O los peregrinos —me recordó Helen—. Para ellos no sería un desafío militar, sino un destino espiritual.

Se recostó contra el tronco de un árbol y se alisó la falda. Había dejado caer el bolso, se había quitado el sombrero y subido las mangas de su blusa clara para defenderse del calor. Un fino sudor perlaba su frente y mejillas. Su rostro albergaba la expresión que más me gustaba: estaba perdida en sus pensamientos, mirando hacia dentro y hacia fuera al mismo tiempo, con los ojos bien abiertos y concentrados, la mandíbula firme. Por algún motivo, yo valoraba más esa mirada que las que me dirigía. Llevaba el pañuelo alrededor del cuello, aunque la marca del bibliotecario ya no era más que un hematoma, y el pequeño crucifijo destellaba debajo. Su áspera belleza me produjo una punzada, no sólo de deseo físico sino de algo muy cercano a admiración por su entereza. Era intocable, mía, pero lejana.

—Helen —dije sin coger su mano. No había tenido la intención de hablar, pero no pude contenerme—. Me gustaría preguntarte una cosa.

Ella asintió, con los ojos y los pensamientos clavados en el enorme monasterio.

—¿Quieres casarte conmigo?

Se volvió poco a poco hacia mí, y me pregunté si estaba viendo estupor, diversión o placer en su rostro.

—Paul —dijo muy seria—, ¿cuánto hace que nos conocemos?

—Veintitrés días —admití. Comprendí entonces que no había reflexionado con detenimiento en lo que haría si se negaba, pero era demasiado tarde para retirar la pregunta o reservarla para otro momento. Y si se negaba, no podía lanzarme al precipicio en mitad de mi búsqueda de Rossi, aunque sintiera la tentación.

—¿Crees que me conoces?

—En absoluto —repliqué sin vacilar.

—¿Crees que te conozco?

—No estoy seguro.

—Nos hemos tratado muy poco. Venimos de mundos diferentes por completo. —Esta vez sonrió, como para dulcificar sus palabras—. Además, siempre he pensado que no me casaría. No soy del tipo de mujer que se casa. ¿Y qué me dices de esto? —Se tocó la cicatriz del cuello—. ¿Te casarías con una mujer que lleva la marca del infierno?

—Te protegería de cualquier infierno que intentara acercarse a ti.

—¿No sería una carga? ¿Cómo podríamos tener hijos —su mirada era dura y directa— sabiendo que esta contaminación podría llegar a afectarles?

Me costó hablar debido al nudo que sentía en la garganta.

—Entonces, ¿contestas que no, o puedo pedírtelo en otro momento?

Su mano (no podía imaginar vivir sin esa mano, con sus uñas cuadradas, la piel suave sobre el hueso duro) se cerró sobre la mía y pensé por un momento que no tenía un anillo que ofrecerle.

Helen me miró muy seria.

—La respuesta es que me casaré contigo, por supuesto.

Después de semanas de búsqueda inútil de la otra persona a la que más quería, me quedé demasiado estupefacto por la facilidad de este descubrimiento para hablar o para besarla. Seguimos sentados en silencio, contemplando los rojos, dorados y grises del inmenso monasterio.