En estos últimos años me he descubierto recordando una y otra vez la primera vez que vi la casa de Anton Stoichev. Tal vez me produjo una impresión tan profunda debido al contraste entre la Sofía urbana y este refugio que se hallaba en las afueras, o quizá lo recuerdo tan a menudo debido al propio Stoichev, la naturaleza particular y sutil de su presencia. Sin embargo, creo que experimento un definido hálito de esperanza cuando recuerdo la puerta de Stoichev, porque nuestro encuentro con él supuso un paso decisivo en la búsqueda de Rossi.
Mucho después, cuando leía en voz alta información acerca de los monasterios que había extramuros de la Constantinopla bizantina, santuarios adonde sus habitantes escapaban a veces de edictos sobre algún aspecto de los rituales eclesiásticos, donde no estaban protegidos por las grandes murallas de la ciudad, sino un poco a salvo de la tiranía del Estado, pensaba en Stoichev. Su jardín, sus manzanos y cerezos inclinados moteados de blanco, la casa asentada en un patio profundo, sus hojas nuevas y colmenas azules, la doble puerta de madera antigua, la tranquilidad que reinaba en el lugar, el aire de devoción, de retiro deliberado.
Nos quedamos ante la cancela mientras el polvo se posaba alrededor del coche de Ranov. Helen fue la primera en levantar el tirador de uno de los viejos pestillos. Ranov se demoró con aire hosco, como si detestara que alguien le viera allí, incluso nosotros, y yo me sentía extrañamente clavado al suelo. Por un momento, me sentí hipnotizado por la vibración matutina de hojas y abejas, y por una sensación de miedo inesperada y enfermiza. Quizá Stoichev no nos sería de ayuda, pensé, un callejón sin salida definitivo, en cuyo caso regresaríamos a casa después de haber recorrido un largo camino hacia ninguna parte. Ya lo había imaginado un centenar de veces: el vuelo en silencio a Nueva York desde Sofía o Estambul (me gustaría ver a Turgut una vez más, pensé) y la reorganización de mi vida sin Rossi, las preguntas sobre dónde había estado, los problemas con el departamento derivados de mi larga ausencia, la reanudación de mi tesis sobre los comerciantes holandeses (gente plácida, prosaica) bajo la batuta de un nuevo director infinitamente inferior, y la puerta cerrada del despacho de Rossi. Por encima de todo, temía aquella puerta cerrada, y la consiguiente investigación, el interrogatorio inadecuado de la policía («Bien, señor… Paul, ¿no es cierto? ¿Inició un viaje dos días después de la desaparición del director de su tesis?»), el pequeño y confuso grupo de personas congregado en alguna especie de funeral, incluso la cuestión de los trabajos de Rossi, sus derechos de autor, sus propiedades.
Regresar con la mano de Helen enlazada en la mía sería un gran consuelo, por supuesto. Tenía la intención de pedirle que se casara conmigo en cuanto este horror terminara. Antes debía ahorrar un poco de dinero, si podía, y llevarla a Boston para que conociera a mis padres. Sí, regresaría con su mano enlazada en la mía, pero no habría padre a quien pedirla en matrimonio. Vi entre una neblina de pesar que Helen abría la puerta.
La casa de Stoichev se estaba hundiendo en un terreno desigual, en parte patio y en parte huerto. Los cimientos estaban construidos con una piedra de un marrón grisáceo sujeta con estuco blanco. Averigüé más tarde que esta piedra era una especie de granito, con el que se habían construido la mayoría de edificios búlgaros. Sobre los cimientos, las paredes eran de ladrillo, pero ladrillo del más suave dorado rojizo, como si se hubieran empapado de la luz del sol durante generaciones. El tejado era de tejas rojas acanaladas. Tanto el tejado como las paredes se veían algo deteriorados. Daba la impresión de que toda la casa hubiera crecido poco a poco de la tierra, y de que ahora estaba regresando a ella con la misma lentitud, y de que los árboles se habían alzado sobre el edificio para disimular este proceso. La primera planta había desarrollado una laberíntica ala a un lado, y por la otra se extendía un emparrado, cubierto con los zarcillos de las parras por arriba y cercado por rosas pálidas en la parte inferior. Bajo el emparrado había una mesa de madera y cuatro sillas toscas, y pensé que la sombra de las hojas de parra se harían más profundas aquí cuando el verano avanzara. Al otro lado, y bajo el más venerable de los manzanos, colgaban dos colmenas fantasmales, y cerca de ellas, a pleno sol, había un pequeño jardín donde alguien había dispuesto ya verduras translúcidas en pulcras hileras. Capté el olor a hierbas y tal vez a lavanda, a césped recién cortado y cebollas especiales para freír. Alguien cuidaba de este viejo lugar con cariño, y casi esperaba ver a Stoichev con hábito de monje, arrodillado con su desplantador en el jardín.
Entonces, una voz empezó a cantar en el interior, tal vez cerca de la chimenea desmoronada y las ventanas del primer piso. No era el canto de barítono del ermitaño, sino una voz femenina fuerte y potente, una melodía enérgica que consiguió interesar incluso al hosco Ranov, que estaba a mi lado con el cigarrillo.
—¡Izvinete! —gritó—. ¡Dobar den!
El canto se interrumpió de repente, seguido de un ruido metálico y un golpe sordo. Se abrió la puerta de la casa y la joven que apareció nos miró fijamente, como si le resultara inexplicable ver gente en el patio.
Yo iba a salir a su encuentro, pero Ranov se me adelantó. Se quitó el sombrero, hizo un gesto con la cabeza y una reverencia y saludó a la joven con un torrente de búlgaro. La muchacha había apoyado la mano en la mejilla y contemplaba a Ranov con una curiosidad que me pareció mezclada con cautela. Cuando la miré con más detenimiento, vi que no era tan joven como había imaginado, pero su energía y vigor me llevaron a pensar que bien podía ser la autora del resplandeciente jardín y los buenos olores de la cocina. Llevaba el pelo retirado de su cara redonda. Tenía un lunar oscuro en la frente. Sus ojos, boca y barbilla parecían los de una niña pequeña y bonita. Un delantal protegía su blusa blanca y la falda azul. Nos inspeccionó con una mirada penetrante que no tenía nada que ver con la inocencia de sus ojos y observé que, tras su veloz interrogatorio, Ranov abría la cartera y le enseñaba una tarjeta. Fuera la hija o el ama de llaves de Stoichev (¿los profesores jubilados tenían amas de casa en los países comunistas?), no era idiota. Tuve la impresión de que Ranov hacía un esfuerzo inusual por mostrarse encantador. Se volvió, sonriente, y nos presentó.
—Esta es Irina Hristova —explicó mientras estrechábamos su mano—. Es la zorrina del profesor Stoichev.
—¿La zorrina? —pregunté, y por un segundo pensé que se trataba de una metáfora complicada.
—La hija de su hermana —aclaró Ranov.
Encendió otro cigarrillo y ofreció la cajetilla a Irina Hristova, quien la rechazó con un enérgico movimiento de cabeza. Cuando el hombre explicó que veníamos de Estados Unidos, la sorpresa se vio reflejada en los ojos de la joven y nos miró con suma cautela. Después se puso a reír, aunque no supe por qué. Ranov volvió a fruncir el ceño (creo que no era capaz de aparentar felicidad más de unos pocos minutos seguidos), y ella se volvió y nos dejó entrar.
Una vez más, la casa me pilló por sorpresa. Por fuera podía parecer una bonita granja antigua, pero por dentro, debido a una oscuridad que contrastaba con la luminosidad del exterior, era un museo. La puerta se abría a una amplia sala con chimenea, donde la luz del sol caía sobre las piedras donde se encendía el fuego. Los muebles (cómodas de madera oscura muy trabajadas, provistas de espejos, butacas y bancos suntuosos) ya eran fascinantes de por sí, pero lo que atrajo mi atención y provocó que Helen lanzara una exclamación de admiración fue la rara mezcla de tejidos tradicionales y cuadros primitivos, sobre todo iconos, de una calidad que en muchos casos me parecieron superiores a los que habíamos visto en las iglesias de Sofía. Había Madonas de ojos luminosos y santos tristes de labios delgados, grandes y pequeños, realzados con pintura dorada o recubiertos de plata batida, apóstoles erguidos en barcas y mártires que padecían con paciencia su martirio. Estos colores antiguos, intensos y teñidos de humo, se repetían por todas partes en alfombras y mandiles tejidos con dibujos geométricos, e incluso en un chaleco bordado y un par de pañuelos ribeteados de monedas diminutas. Helen señaló el chaleco, que tenía ristras de bolsillos horizontales cosidos a cada lado.
—Para balas —se limitó a decir.
Al lado del chaleco colgaban un par de cuchillos. Yo tenía ganas de preguntar quién los había llevado, quién había recibido aquellas balas, quién había portado aquellas dagas. Alguien había llenado un jarrón de cerámica con rosas y hojas verdes, que parecían henchidas de una vida sobrenatural entre aquellos tesoros marchitos. El suelo estaba muy pulido. Vi otra sala similar al otro lado.
Ranov también estaba mirando a su alrededor, y resopló.
—En mi opinión, al profesor Stoichev no se le debería permitir que guardara tantas posesiones nacionales. Deberían venderse en beneficio del pueblo.
O bien Irina no entendía el inglés, o no se dignó contestar a esto. Salió de la sala seguida por nosotros y subió un estrecho tramo de escaleras. No sé qué esperaba ver al final. Tal vez encontraríamos una guarida sembrada de desperdicios, o tal vez una cueva en la que el viejo profesor invernaba, o quizá, pensé, con aquella ya familiar punzada de desdicha, descubriríamos un pulcro y ordenado despacho como el que había dado cobijo a la mente tumultuosa y espléndida del profesor Rossi. Casi había dejado atrás esta visión, cuando se abrió la puerta al final de la escalera, y un hombre de pelo blanco, menudo pero erguido, salió al rellano. Irina corrió hacia él, agarró su brazo con ambas manos y le habló en un veloz búlgaro mezclado con alguna carcajada.
El anciano se volvió hacia nosotros, sereno, silencioso, con expresión reservada, y por un momento tuve la sensación de que estaba mirando al suelo, aunque nos miraba a nosotros. Avancé y le ofrecí mi mano. La estrechó con seriedad, se volvió hacia Helen y estrechó la de ella. Era educado, formal, con esa clase de deferencia que no es en realidad deferencia, sino dignidad, y sus grandes ojos oscuros se pasearon entre nosotros, y después se fijó en Ranov, que se había rezagado y contemplaba la escena. En ese momento, nuestro guía subió y también le estrechó la mano, con aire condescendiente, pensé. Era un hombre que me desagradaba más a cada momento que pasaba. Deseaba con todo mi corazón que se marchara para poder hablar a solas con el profesor Stoichev. Me pregunté cómo demonios íbamos a entablar una conversación sincera, averiguar algo gracias a Stoichev, con Ranov acechando como una mosca.
El profesor Stoichev se volvió poco a poco y nos invitó a entrar en la habitación. Era una de las varias que había en el último piso de la casa. Nunca me quedó claro, en el curso de mis dos visitas, dónde dormían sus habitantes. Por lo que yo vi, el último piso de la casa contenía tan sólo la larga y estrecha sala de estar en la que entramos y varias habitaciones más pequeñas a las que se accedía desde ella. Las puertas de estas habitaciones estaban entreabiertas, y la luz del sol penetraba en ellas a través de los árboles verdes que se alzaban ante las ventanas opuestas, y acariciaba los lomos de innumerables libros, libros que tapizaban las paredes y rebosaban de cajas de madera que había en el suelo o formaban pilas sobre las mesas. Entre ellos había documentos sueltos de todas formas y tamaños, muchos de ellos de una gran antigüedad. No, esto no era el pulcro estudio de Rossi, sino una especie de laboratorio atestado, el último piso de una mente de coleccionista. Vi que el sol acariciaba por todas partes pergamino viejo, piel vieja, cubiertas labradas, restos de pan de oro, esquinas de páginas desmenuzadas, encuadernaciones abultadas (maravillosos libros rojos, marrones, de color hueso), libros y rollos de pergamino y manuscritos desordenados. No había nada polvoriento, nada pesado estaba apoyado sobre algo frágil, pero estos libros, estos manuscritos, ocupaban todos los rincones de la casa de Stoichev, y tuve la sensación de estar rodeado por ellos de una forma que ni siquiera había experimentado en los museos, donde objetos tan preciosos habrían estado dispuestos de una manera más metódica y espaciada.
Un mapa primitivo colgaba de una pared, pintado sobre piel, observé con sorpresa. No pude evitar la tentación de acercarme, y Stoichev sonrió.
—¿Le gusta? —preguntó—. Es el imperio bizantino hacia 1150.
Era la primera vez que hablaba, y lo hizo en un inglés sosegado y correcto.
—Cuando Bulgaria todavía se contaba entre sus territorios —musitó Helen.
Stoichev la miró muy complacido.
—Sí, exacto. Creo que este mapa fue hecho en Venecia o Génova y traído a Constantinopla, tal vez como un regalo para el emperador o alguien de su corte. Éste es una copia que me hizo un amigo.
Helen sonrió y se acarició la barbilla con aire pensativo. Después estuvo a punto de guiñarle un ojo.
—¿El emperador Manuel I Comneno tal vez?
Yo me quedé estupefacto, al igual que Stoichev. Helen rió.
—Bizancio era una especie de afición para mí.
El viejo historiador sonrió y le hizo una reverencia, cortés de repente. Indicó las sillas que rodeaban una mesa en el centro de la sala de estar, y todos nos sentamos. Desde donde yo estaba sentado veía el patio de detrás de la casa, que descendía con suavidad hasta la linde de un bosque, y los árboles frutales, algunos ya con pequeños frutos verdes. Las ventanas estaban abiertas y oíamos el zumbido de abejas y el susurro de las hojas. Pensé en lo agradable que debía ser para Stoichev, incluso en el exilio, sentarse allí entre sus manuscritos y leer o escribir y escuchar aquel sonido, que ningún Estado opresor podía apagar, o del que ningún burócrata había optado aún por alejarle. Tal como estaban las cosas, aquel encarcelamiento era una suerte, y tal vez más voluntario de lo que nosotros pensábamos.
Stoichev no dijo nada durante un rato, aunque nos miraba fijamente, y me pregunté qué estaría pensando de nuestra aparición y sí se había planteado descubrir quiénes éramos. Al cabo de unos minutos, pensando que tal vez no nos dirigiría la palabra, le hablé.
—Profesor Stoichev —dije—, le ruego que perdone esta invasión de su soledad. Le estamos muy agradecidos a usted y a su sobrina por recibirnos.
Miró sus manos sobre la mesa. Eran delicadas y sembradas de las manchas propias de la edad. Después me miró. Sus ojos, como ya he dicho, eran enormes y oscuros, los ojos de un hombre joven, aunque su rostro oliváceo recién afeitado era viejo. Tenía unas orejas enormes, y se proyectaban desde los lados de su cabeza en mitad del pelo corto. De hecho, captaban algo de luz de las ventanas, de modo que parecían transparentes, rosadas alrededor de los bordes como las de un conejo. Aquellos ojos, con su mezcla de dulzura y cautela, poseían una cualidad animal. Tenía los dientes amarillos y torcidos, y uno de delante llevaba una funda de oro. Pero los conservaba todos, y su rostro era sorprendente cuando sonreía, como si un animal salvaje hubiera formado una expresión humana. Era una cara maravillosa, una cara que en su juventud debía de haber poseído un brillo inusual, un gran entusiasmo visible. Tenía que haber sido una cara irresistible.
Stoichev sonrió con tal intensidad que Helen y yo también sonreímos. Irina nos imitó. Se había acomodado en una silla debajo del icono de alguien (supuse que era san Jorge) que estaba atravesando con su espada a un dragón desnutrido.
—Me alegro mucho de que hayan venido a verme —dijo Stoichev—. No recibimos muchos visitantes, y aún menos visitantes que hablen inglés. Estoy muy contento de poder practicar mi inglés con ustedes, aunque no es tan bueno como antes, me temo.
—Su inglés es excelente —dije—. ¿Dónde lo aprendió, si no le importa que se lo pregunte?
—Oh, no me importa —contestó el profesor Stoichev—. Tuve la buena suerte de estudiar en el extranjero cuando era joven, y realicé algunos de mis estudios en Londres. ¿Puedo ayudarles en algo, o sólo deseaban ver mi biblioteca?
Lo dijo con tal sencillez que me pilló por sorpresa.
—Ambas cosas —dije—. Nos gustaría ver su biblioteca y también hacerle algunas preguntas para nuestra investigación. —Hice una pausa para encontrar las palabras adecuadas—. La señorita Rossi y yo estamos muy interesados en la historia de su país en la Edad Media, aunque sé mucho menos al respecto de lo que debería, y hemos estado escribiendo algo… algo-go…
Empecé a tartamudear, porque recordé que, pese a la breve introducción de Helen en el avión, yo no sabía nada de la historia de Bulgaria, o tan poco que sólo podía parecerle absurdo a este erudito que era el guardián del pasado de su país, y también porque lo que teníamos que hablar era muy personal, terriblemente improbable, y no quería hacerlo con Ranov sentado a la mesa.
—¿Así que está interesado en la Bulgaria medieval? —dijo Stoichev, y me pareció que él también miraba en dirección a Ranov.
—Sí —dijo Helen acudiendo con celeridad en mi rescate—. Estamos interesados en la vida monástica de la Bulgaria medieval, y la hemos estado investigando, en la medida de lo posible, con el fin de escribir algunos artículos. En concreto, nos gustaría obtener información sobre la vida en los monasterios de Bulgaria a finales del medievo y sobre algunas de las rutas que seguían los peregrinos para llegar a Bulgaria y también para viajar desde Bulgaria a otros países.
Stoichev sonrió y meneó la cabeza, complacido, de modo que sus grandes y delicadas orejas captaron la luz.
—Un tema excelente —dijo. Clavó la vista en la lejanía, y pensé que debía estar contemplando un pasado tan profundo que debía ser el pozo del tiempo, y que veía con más claridad que nadie en el mundo el período aludido—. ¿Van a escribir sobre algo en particular? Tengo muchos manuscritos que tal vez puedan serles útiles, y será un placer dejárselos examinar, si quieren.
Ranov se removió en su silla, y pensé una vez más en cuánto me disgustaba su vigilancia. Por suerte, casi toda su atención parecía concentrada en el perfil de Irina, sentada frente a él.
—Bien —dije—, nos gustaría saber más cosas sobre el siglo quince, sobre finales del siglo quince, y la señorita Rossi ha trabajado bastante sobre ese período en su país natal…
—Rumanía —intervino Helen—. Pero me crié y estudié en Hungría.
—Ah, sí. Son nuestros vecinos. —El profesor Stoichev se volvió hacia Helen y le dedicó la más cariñosa de las sonrisas—. ¿Y es usted de la Universidad de Budapest?
—Sí —contestó Helen.
—Tal vez conozca a un amigo mío que da clases allí, el profesor Sándor.
—Oh, sí. Es el jefe del Departamento de Historia. Es muy amigo mío.
—Estupendo, estupendo —dijo el profesor Stoichev—. Haga el favor de darle recuerdos de mi parte si tiene la oportunidad.
—Lo haré —sonrió Helen.
—¿Y quién más? Creo que no conozco a nadie más en su universidad, pero su apellido, profesora, es muy interesante. Lo conozco. Hay en Estados Unidos… —se volvió hacia mí de nuevo, y luego hacia Helen. Vi inquieto que Ranov nos miraba con los ojos entornados— un famoso historiador apellidado Rossi. ¿Son parientes?
Helen, ante mi sorpresa, se ruborizó. Pensé que aún no le gustaba admitirlo en público o que sentía alguna duda acerca de si debía hacerlo. Aunque quizás había observado la repentina atención que prestaba Ranov a la conversación.
—Sí —dijo—. Es mi padre, Bartholomew Rossi.
Pensé que lo más natural sería que Stoichev se preguntara por qué la hija de un historiador inglés afirmaba que era rumana y que se había criado en Hungría, pero si deseaba hacer alguna pregunta en ese sentido, se abstuvo de ello.
—Sí, ése es. Ha escrito libros muy buenos, ¡y sobre un amplio abanico de temas! —Se dio una palmada en la frente—. Cuando leí algunos de sus primeros artículos, pensé que sería un estupendo historiador de los Balcanes, pero veo que ha abandonado ese tema para adentrarse en otros.
Me alivió saber que Stoichev conocía la obra de Rossi y la tenía en buena opinión. Eso podía proporcionarnos buenas credenciales y ganarnos su simpatía.
—Sí, ya lo creo —dije—. De hecho, el profesor Rossi no sólo es el padre de Helen, sino también el director de mi tesis.
—Qué suerte. —Stoichev enlazó sus manos surcadas por venas—. ¿Sobre qué versa su tesis?
—Bien —empecé, y esta vez fui yo quien se sonrojó. Confié en que Ranov no advirtiera estos cambios de color—. Sobre los comerciantes holandeses en el siglo diecisiete.
—Extraordinario —dijo Stoichev—. Un tema muy interesante. Entonces, ¿qué le trae a Bulgaria?
—Es una larga historia —dije—. La señorita Rossi y yo estamos interesados en investigar las relaciones entre Bulgaria y la comunidad ortodoxa en Estambul después de la conquista otomana de la ciudad. Si bien se aleja del tema de mi tesis, hemos estado escribiendo algunos artículos sobre dicho tema. De hecho, incluso he dado una conferencia en la Universidad de Budapest sobre la historia de… algunas regiones de Rumanía bajo el poder de los turcos. —Comprendí de inmediato que había cometido un error. Tal vez Ranov ignoraba que habíamos estado en Budapest y en Estambul. No obstante, Helen estaba serena—. Nos gustaría mucho terminar la investigación en Bulgaria y pensamos que usted podría ayudarnos.
—Por supuesto —dijo Stoichev con paciencia—. Tal vez podrían decirme qué es lo que les interesa exactamente sobre la historia de nuestros monasterios medievales y las rutas de los peregrinos, y sobre el siglo quince en particular. Es un siglo fascinante de la historia búlgara. Ya saben que después de 1393 casi todo nuestro país cayó bajo el yugo otomano, aunque algunas zonas de Bulgaria no fueron conquistadas hasta bien entrado el siglo quince. Nuestra cultura intelectual patria se conservó desde esa época en muchos de los monasterios. Me alegro de que estén interesados en los monasterios, porque son una de las fuentes más ricas de nuestra herencia.
Hizo una pausa y volvió a enlazar las manos, como esperando a ver si conocíamos esta información.
—Sí —dije. No había remedio. Tendríamos que hablar de algunos aspectos de nuestra investigación con Ranov delante. Al fin y al cabo, si le pedía que se marchara, sus sospechas acerca de nuestros propósitos se despertarían de inmediato. Nuestra única posibilidad era formular las preguntas de la manera más académica e impersonal posible—. Creemos que existen interesantes relaciones entre la comunidad ortodoxa en el Estambul del siglo quince y los monasterios de Bulgaria.
—Sí, eso es cierto, por supuesto —dijo Stoichev—, sobre todo porque Mehmet el Conquistador colocó a la Iglesia búlgara bajo la jurisdicción del Patriarca de Constantinopla. Antes, nuestra Iglesia era independiente, con su propio patriarca en Veliko Trnovo.
Experimenté una oleada de gratitud hacia este hombre, con su erudición y maravillosas orejas. Mis comentarios habían sido de lo más insípido, pero él estaba contestando con cortesía circunspecta, además de instructiva.
—Exacto —dije—. Y nos interesa en especial… Encontramos una carta… Es decir, estuvimos hace poco en Estambul —yo procuraba no mirar a Ranov— y descubrimos una carta que está relacionada con Bulgaria, con un grupo de monjes que viajaron desde Constantinopla a un monasterio de Bulgaria. Estamos interesados, en vistas a un artículo, en seguir su ruta a través de este país. Tal vez iban de peregrinaje, pero no estamos seguros.
—Entiendo —dijo Stoichev. Sus ojos eran más luminosos y cautelosos que nunca—. ¿Está fechada la carta? ¿Puede hablarme un poco de su contenido, o decirme quién la escribió, si lo sabe, dónde la encontró, a quién iba dirigida…? En fin, ese tipo de cosas.
—Desde luego —dije—. De hecho, hemos traído una copia. La carta original está en eslavo, y un monje de Estambul la tradujo para nosotros. El original se halla en el archivo estatal de Mehmet II. Quizá le gustaría leer la carta.
Abrí el maletín y saqué la copia, que le ofrecí, con la esperanza de que Ranov no pidiera examinarla después.
Stoichev tomó la carta y vi que sus ojos destellaban al ver las primeras líneas.
—Interesante —dijo, y ante mi decepción la dejó sobre la mesa. Tal vez, al final, no iba a ayudarnos, ni siquiera a interpretar la carta—. Querida —dijo a su sobrina—, creo que no podemos examinar cartas antiguas sin ofrecer a estos invitados algo de comer y beber. ¿Quieres traernos rakiya y alguna cosa para picar?
Señaló con la cabeza en dirección a Ranov.
Irina se levantó enseguida, sonriente.
—Desde luego, tío —dijo en un inglés precioso. Esta casa no paraba de darme sorpresas, pensé—. Pero alguien tendría que ayudarme a subirlo.
Miró apenas a Ranov, y el hombre se levantó al tiempo que se alisaba el pelo.
—Será un placer para mí ayudar a la joven —dijo, y bajaron juntos. Ranov ruidosamente, mientras Irina le hablaba en búlgaro.
En cuanto la puerta se cerró a su espalda, Stoichev se inclinó hacia delante y leyó la carta con voraz concentración. Cuando terminó, nos miró. Su rostro había perdido diez años, pero también estaba tenso.
—Esto es extraordinario —dijo en voz baja. Nos levantamos, guiados por el mismo instinto, para sentarnos cerca de él, al extremo de la mesa—. Me asombra ver esta carta.
—¿Sí…? —pregunté ansioso—. ¿Tiene idea de qué puede significar?
—Un poco. —Los enormes ojos de Stoichev me miraron con intensidad—. Verán —añadió—, yo también tengo una carta del hermano Kiril.